52

Lucano permaneció en Tiberíades sólo unos cuantos días. Durante aquel tiempo vagabundeó por las montañas y la sinagoga y escuchó las oraciones de la gente en su interior. Estuvo en pie donde Cristo había permanecido y miró hacia el mar de Galilea, siempre cambiante, intensamente azul y tranquilo. Luego partió hacia Nazareth, buscando a María. Ansiaba ver a la que había llevado a Dios en sus entrañas y le había nutrido y mimado sobre su regazo, le había llevado a los maestros al templo y, amándole sobre todas las cosas, le había visto expiar con la muerte horrible de un asesino. La reverenciaba en su corazón y mientras se dirigía hacia ella lleno de alegría, pensaba: «Bendita seas sobre todas las mujeres de todas las generaciones».

Aulo se separó de él con tristeza.

—Si no nos encontramos de nuevo en la tierra, entonces nos reuniremos en el cielo —dijo abrazando a Lucano.

A medida que su caballo ascendía la pedregosa colina, Lucano miró al mar y pensó que sólo en el Paraíso podría encontrar de nuevo un lugar de tan vasta tranquilidad azul, de tan sonriente calma. Al alcanzar la cima del monte contempló en la distancia, rodeado por el marrón claro de las colinas salpicadas de trozos verdes y blancas piedras rotas, Nazareth. Sus casas, de planos techos, brillaban al sol sombreadas por escasos y anchos árboles; en el cielo despejado y caluroso destacaban las sombras oscuras del ciprés. La pequeña población estaba como colgada allí, en una eternidad, como para no ser nunca movida o perdida. Más allá de la población las distantes montañas ascendían una sobre otra en pliegues oscuros, como una barrera. Oleadas de calor relumbraban sobre la grandiosa escena, dándole una apariencia ultraterrena. Lucano descendió del monte hasta un pequeño valle salpicado de gruesos pedruscos de basalto negro, entre los que crecía una hierba escasa y blanqueada por el sol. Allí pacían las ovejas guardadas por pastores sentados sobre cantos. Los hombres, con las cabezas cubiertas por telas medio colgadas sobre sus curtidos rostros, contemplaban con curiosidad a Lucano. Les saludaba al pasar, ellos le devolvían el saludo, llenos de curiosidad. Él les miraba y pensaba: «Ellos le conocieron, le vieron y hablaron con Él. Quizá muchos jugaron con Él en su niñez».

A medida que avanzaba por el monte hacia Nazareth, una gran excitación se apoderó de él. El sol le hacía sudar y las gotas le caían dentro de sus ojos. Nubes de un polvo caluroso y blanco le envolvían asfixiándole, forzándole a toser. Pero mantuvo sus ojos en Nazareth y, ansiando una sombra, espoleó su caballo. Las montañas devolvieron el eco de las pisadas del cuadrúpedo, sus tropezones y el sonido de las piedras que rodaban a su paso. Finalmente, llegó a las afueras de Nazareth, una empinada calle estrecha, envuelta en polvo, tórrida, con niños que jugaban y bordeada con pequeños bazares donde se vendía cordero asado, carnero, salchichas y vino barato, utensilios de cocina, sandalias y vestidos multicolores. Después del silencio de las montañas, el clamor de allí era casi un alivio para Lucano. Cabalgó a través de las estrechas callejuelas cubiertas de una sombra purpúrea ocasionalmente proyectada por un roble, un árbol de caoba, un pino o un ciprés, una acacia o un grupo de polvorientas palmeras datileras. En el centro de una redonda y empedrada plaza, hecha del abundante basalto que se encontraba en la región, había un pozo y unas muchachas que charlaban y llenaban sus jarros; las poleas del pozo crujían derramando brillantes gotas en el sol. Las doncellas miraron a Lucano, abrieron asombradas sus ojos azules, grises o ligeramente marrones, le examinaban bajo los pañuelos multicolores de su cabeza. Era un lugar pobre. Allí no había casas buenas ni jardines con puentes, ni paredes altas cubiertas de flores rojas o de color clavel, ni literas, ni carros, ni figuras de hombres y mujeres bien vestidos. Tras algunas de las casas crecían pequeñas plantas, o las parras colgaban de los pórticos. Todas las calles resonaban llenas con ladridos de los perros y rebuznos de los burros, estos últimos cargados, mejor abarrotados, con los productos de las tiendas. Se detuvo en el pozo y preguntó a las muchachas si le podían decir donde estaba la casa de María, la madre de Jesús.

Las muchachas contemplaron la alta y rubia figura sobre su excelente caballo negro, y su porte les hizo adoptar una actitud tímida y hostil; titubearon mirándose unas a otras. Luego una, sin decir ni una palabra, señaló a una calle que partía de la plaza. Lucano siguió adelante, dejando que las muchachas hablasen excitadamente. En aquella calle situada al final de la aldea, y aún más pobre que las demás, sólo se alzaban algunas casas. Éstas eran extremadamente bajas, con cortas escaleras que conducían a las terrazas planas donde la gente, buscando el frescor del atardecer, se reunía después de la puesta del sol. A través de las puertas abiertas, Lucano podía ver los escalones por los que descendían durante el calor del día y donde tomaban sus comidas.

Detuvo su caballo y miró a su alrededor con vacilación. El caballo se movió impacientemente, espantando con cabeza y cola a las pesadas moscas. Con la cegadora luz del mediodía la pequeña y empinada calle tenía un aire infinitamente desolado, el polvo planeaba sobre ella. Nadie la transitaba. Lucano eligió la casa más cercana, desmontó y se acercó a la puerta mirando al interior de los escalones que conducían a las habitaciones inferiores de los sótanos. Había unos pocos, muy pobres, muebles, en una pequeña habitación al final de los escalones; una silla o dos, un banco y una mesa. Las paredes estaban encaladas y brillaban con reflejos del sol exterior. Del sótano inferior llegó el agradable sonido de agua corriente. Lucano llamó, y al no recibir respuesta, penetró a través de la estrecha puerta y miró hacia abajo. Pudo ver un pozo en el suelo empedrado de la cueva, algunos cacharros de hierro, una chimenea blanca. Llamó de nuevo y entonces oyó el roce de vestidos y una mujer apareció en el fondo mirándole silenciosamente.

—Busco a María, la madre de Jesús —dijo—. He recorrido un largo camino por venir a hablar con ella.

Sin decir una palabra subió los peldaños. Vio por el reflejo de la luz que era joven y delgada, sus ropas eran baratas, un sencillo vestido azul y un pañuelo blanco anudado en la cabeza. Mientras ascendía los escalones pudo ver su rostro, era extremadamente hermosa, suavemente pálida, poseía una elegante barbilla y una nariz delicada y pálidos labios rojos; tenía los ojos azules más encantadores que él había visto. Un rizo de dorado cabello se escapaba rebelde de su tocado. Tenía el aspecto y la esbeltez de una muchacha joven, sus pies estaban desnudos y eran blancos.

Luego ella permaneció junto a él y con sencilla dignidad dijo:

—Soy yo.

Lucano se sintió asombrado. Por lo que había oído, María debía tener ahora unos 48 años. Sin embargo tenía el aspecto de la juventud y de una joven princesa patricia infinitamente dulce. Ninguna arruga estropeaba su piel. Sonrió intuitivamente a Lucano; sus pequeños dientes parecían pequeñas y perfectas perlas. Sin embargo a medida que él miraba, un sutil cambio apareció en ella, pareció más vieja, más llena de tristeza y pesadumbre, un poco inclinada. Pero de nuevo misteriosamente, fue joven, esbelta, tranquila como una estatua de serena y sosegada frente.

Sin comprender por qué, Lucano empezó a temblar. Se sintió sofocado, lleno de reverencia y amor. Deseó arrodillarse a sus pies y besar sus manos gastadas por el trabajo. Ella le miró sin curiosidad y sus ojos azules parecieron penetrar hasta lo más profundo de su ser.

—Soy Lucano, un médico griego —murmuró—. He recorrido un largo camino para verte, porque amo y sirvo a Tu hijo, aunque nunca le vi, excepto en mis sueños.

Sin sorprenderse, ella le dirigió una dulce sonrisa, le habló. Su voz era cálida y suave cual sonido de arpa.

—Sentémonos tras la casa, en la sombra, Lucano —dijo.

Y le mostró el camino de la casa donde había un banco arrimado contra la pared. Todos sus movimientos estaban llenos de gracia, tan suaves como un velo, y una noble aristocracia emanaba de ella. Se sentaron uno junto a otro y la mirada soñadora de María se perdió en la distancia. De pronto a Lucano le inundó la certeza de que ella sabía su vida, sus pensamientos, todo cuanto a él se refería. Pero no podía decir de qué forma lo había averiguado.

Tres o cuatro cabras mordisqueaban ávidamente pequeños cardos y blanqueadas hierbas. Algunas aves picoteaban en el fondo, y más allá las viñas, enrollándose sobre estacas, llenaban el cálido y seco aire con su perfume. María se sentó con sus manos dobladas sobre sus rodillas, y su perfil era encantador y exquisitamente tranquilo.

Lucano empezó a hablar. Le explicó su vida. Habló de su maestro, de Diodoro, de su madre, de sus estudios. Le confió su honda amargura y su larga búsqueda. Le contó las historias que había oído de Jesús y su visita a Santiago y a Juan. Ella, de momento, no le interrumpió; su perfil emanaba una dulzura y suavidad que provenían de sus recuerdos. La pequeña sombra azul se alargó, una cabra llegó hasta María y puso la cabeza en sus rodillas con un gesto cariñoso; las gallinas picoteaban a sus pies. En la distancia los pálidos montes adquirieron un tono dorado oscuro bajo el sol.

Al terminar su historia, Lucano quedó en silencio. Miró el perfil de María y en él recordó todos los rasgos de las mujeres que había amado: su madre Iris, Rubria y Sara. Su serenidad le invadió y sintióse lleno de paz. Olvidó que sólo era una pobre mujer galilea, la viuda de un pobre carpintero. Tenía en sus manos todos los siglos. Era una reina entre las mujeres. Y de nuevo aquel misterioso cambio apareció imperceptible sobre sus facciones, convirtiendo en un segundo a la muchacha casi niña, virgen pura e intocada por nada, en una mujer de aspecto dolorido y viejo.

—Quieres saber de mí —dijo al final muy suavemente—, y de mi hijo. Yo te contaré, pero antes debes tomar algo —añadió con ternura maternal.

Se levantó y dirigiéndose a las parras arrancó dos racimos de uvas que ofreció a Lucano. Eran grandes y redondas, de un rojo ambarino y púrpura, brillantes como joyas. Las tomó de sus manos y comenzó a comer. El jugo era cálido y dulce, la miró agradecido, era como si le hubiese dado la vida con aquella fruta. María se sentó otra vez, su rostro brillaba en la penumbra, le sonrió. Luego empezó a hablar, el cálido ambiente que les rodeaba quedó lleno por la musicalidad de su voz. Habló de su prima Isabel, cuyo esposo, Zacarías, era sacerdote. No tenían hijos, lo cual les llenaba de tristeza. Vivían en una pequeña población de Judea y sentían gran predilección por la joven María, que entonces tenía 14 años. Cuando iba, junto con sus padres, a Jerusalén para las fiestas santas, ella les visitaba a menudo y ellos les acompañaban el resto del viaje. También, y siempre con sus padres, venía su desposado esposo, un carpintero llamado José, que era hombre bueno y amable.

Un día, mientras Zacarías oficiaba como sacerdote en el templo de su pequeña ciudad, un ángel apareció ante él cerca del altar mientras quemaba incienso, sólo en el lugar del sacerdote. La gente esperaba fuera del recinto, orando en aquella hora. Zacarías al ver al ángel se sintió muy turbado y lleno de temor, pero el ángel le dijo:

—No temas, Zacarías porque tu ruego ha sido oído y tu esposa Isabel tendrá un hijo al que llamaréis Juan. Tendréis el gozo y la alegría y muchos se alegrarán en su nacimiento. Porque él será grande ante el Señor. No beberá vino ni bebidas fuertes, y será lleno del Espíritu Santo, incluso en el seno de su madre, y él traerá al Señor su Dios a muchos de los hijos del Señor. Y él acudirá ante su presencia con el espíritu y el poder de Elías para volver el corazón de los padres a sus hijos y de los incrédulos a la sabiduría de los justos a fin de preparar para el Señor un pueblo perfecto.

Pero Zacarías replicó en voz alta:

—¿Cómo sabré yo esto? Soy un hombre viejo y mi esposa de edad avanzada.

El ángel entonces le respondió:

—Yo soy Gabriel, que permanezco en la presencia de Dios, y Él me ha enviado para hablarte y para traerte estas buenas nuevas.

Entonces Gabriel pareció enfadado por la duda de Zacarías y exclamó:

—Te quedarás mudo e incapaz de hablar hasta el día en que estas cosas ocurran, porque no has creído mis palabras que serán cumplidas a su debido tiempo.

El ángel permaneció allí unos segundos, palpitante, lleno de luz, dobladas sus poderosas alas. Luego desapareció y Zacarías quedó solo ante el humeante altar y su espíritu quedó lleno de temor y asombro.

Cuando salió del recinto no pudo hablar y las lágrimas rodaban por sus viejas mejillas, y el pueblo supo que había tenido una visión.

Las visiones no eran raras para aquellas sencillas y piadosas gentes; leyendas, apariciones de ángeles y portentos circulaban en sus conversaciones. Interrogaron excitadamente a Zacarías, pero él sólo pudo hacer gestos mudos y nerviosos.

—Zacarías era un hombre pobre, a pesar de ser sacerdote, y volvió a su pobre y miserable casa, miró a su esposa llorando silenciosamente. Posteriormente, para su gran y casi increíble gozo, ella, en su ancianidad, concibió, y se escondió durante cinco meses diciendo: «Así me ha tratado el Señor cuando Él decidió librarme de mi vergüenza ante los hombres».

María hizo una pausa y miró a Lucano; sus azules ojos llenos de lágrimas brillaban sonrientes. Era como si de nuevo se gozase en las cosas de su prima Isabel, en aquel milagro recordando sus palabras de ternura y compasión.

Se acercaba el tiempo de su propia boda con José, con quien estaba desposada, y al que amaba. Tenía catorce años y estaba preparada para el matrimonio, pero algunas veces se sentía turbada preguntándose si ella podría ser una buena esposa para aquel hombre amable. Era única hija de sus padres que la habían mimado cariñosamente y le habían legado todo cuanto habían poseído con devoción y amor. Su madre le había ahorrado mucho trabajo, ella no tenía los mismos conocimientos de esposa y ama de casa que las otras muchachas. Podía hilar, coser y guisar con sencillez; también cultivar un jardín de una forma discreta. Sus padres se habían preocupado de su piedad más que de sus humildes deberes, porque eran muy devotos del Señor su Dios al que tenían en sus corazones y de quien hablaban siempre. El rostro de María cambió mientras hablaba; miró al cielo con tranquilo éxtasis. Desde que era una niña, apenas capaz de andar, había conocido y amado a Dios. Él había llenado su vida como el sol. Ella le había hablado cuando permanecía echada sobre su camastro; su corazón se había gozado en Él con fe apasionada y santa alegría. Apenas podía pensar en otra cosa que en Él. Toda su vida estaba absorbida en adoración. Los árboles y la tierra le hablaban de Él. Él estaba en todas las primaveras, en cada flor; su presencia brillaba desde el cielo en los corazones de las frutas. Ella veía su sombra en la noche cuando había luna nueva. Pensaba, respiraba y vivía en Él. Algunas veces su alma se llenaba de insufrible exaltación y tenía que alejarse de sus padres, amigos y parientes para meditar acerca de Él. Todas las piedras, árboles, estrellas, poseían un nimbo de oro, porque Él estaba allí. A menudo no podía evitar el llorar sin saber por qué, y su corazón se estremecía. Su espíritu se ensanchaba y expandía; sólo deseaba servirle y emplear su vida pensando en Él.

Sabía muy poco de los deberes de la casa. Algunas veces su madre la reprochaba suavemente y luego se reprochaba a sí misma por no haber sido mejor maestra para aquella muchacha tan joven. Finalmente María se sintió también turbada pensando en la bondad de José, preguntándose si ella podría ser, como se esperaba, una buena matrona judía, cuidando de la casa, observando todos los detalles meticulosos de las leyes sanitarias y dietéticas, y siendo la honra de su hogar.

Así, un atardecer, ascendió por la escalera hasta la terraza de la casa donde había nacido para rogar al Señor su Dios y pedirle su consuelo y su luz. El sol tenía el color de las ciruelas maduras; el calor de la pequeña ciudad había desaparecido y bajo las estrellas reinaba la paz. Una gran luna de oro relumbraba sobre todas las cosas, reflejando su amarillenta luz sobre paredes y árboles, trazando intrincados dibujos de oro en el suelo. Un suave viento soplaba desde las montañas; el aire estaba lleno del perfume del jazmín. María, ante aquellas cosas, se asombró porque el tiempo había sido caluroso y marchitado las flores. Después la brisa quedó llena de perfumes de lirios y rosas, elevándose como incienso. Aumentó el brillo de la luna. Las montañas quedaron bañadas por una luz cobriza y con el oro de su reflejo temblaron los tejados a su alrededor. Ella no supo por qué pero contuvo su respiración estremeciéndose.

Paulatinamente el aire se hizo más transparente bajo la luna. María permaneció en pie, con sus manos unidas, orando inocentemente. Un sentimiento de portento la invadió. A causa de su intenso gozo podía haber llorado en voz alta. Volvió la cabeza. Un poderoso ángel, más brillante que la luna, permanecía junto a ella. Sus blancas vestiduras deslumbraban, las recogidas alas desprendían plateadas chispas, su rostro era más hermoso que el de ningún mortal. El corazón de María titubeó, con una mezcla de temor y veneración; sus labios quedaron helados. Pensó que se desmayaría allí mismo. Hizo un movimiento para cubrirse el rostro con las manos, porque del ángel surgía un insoportable resplandor. Luego él, doblando, reverente, sus manos llenas de luz, dijo muy suavemente:

—Salve llena de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú entre todas las mujeres.

Las manos de María quedaron paralizadas en el aire a causa de aquel saludo. Notó la turbación de todo su cuerpo. ¿Qué significaban aquellas palabras? Contuvo la respiración. Por fin pudo respirar con un sollozo alto y seco. Era muy joven, había soñado con los ángeles y ahora uno de ellos permanecía ante su presencia; se sintió llena de terror. Pero el ángel dijo, con dulzura:

—No temas, María, porque has encontrado gracia cerca del Señor. He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, al cual pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David. Y Él será rey sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.

María no pudo hablar. Miró vagamente, con asombro a su alrededor. Se le ocurrió que aquello era un sueño y que sus meditaciones lo habían inspirado. Pero la pequeña ciudad, color naranja, yacía a sus pies y la fragancia de las flores llenaba sus sentidos. Notaba la tosca superficie bajo sus pies; un viento ligerísimo acariciaba su rostro. No soñaba. Mirando de reojo podía ver la palpitante presencia cerca de ella, su corazón se estremeció. Pensó en sus palabras. Concebiría en su seno y daría a luz un hijo… Su cabeza se movió lentamente en humilde negación.

—Cómo ocurrirá esto, si no conozco a ningún hombre —aventuró.

El ángel sonrió y su sonrisa fue como el repentino brillar del sol. María involuntariamente retrocedió, cerrando sus ojos.

—El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Supremo te hará sombra y he aquí que el Santo de los Santos nacerá y será llamado Hijo de Dios.

María humedeció sus secos labios. Pensó en las profecías del Mesías, alzó sus pequeñas manos y las miró con profunda excitación, vio las señales del trabajo sobre ellas, vio la tosca tela de sus vestiduras, recordó que sólo era una muchacha de 14 años, la hija de un campesino de Galilea. ¿Cómo podía ser que una como ella fuese la elegida y no una princesa de Israel rodeada de trompetas, columnas de mármol, fuentes perfumadas y criados? Su confundida mente luchó con estas reflexiones. Miró al ángel y se preguntó débilmente por qué la miraba con tal reverencia a ella, una muchacha ignorante y sin importancia, y por qué mantenía sus manos unidas como ante una reina. Las lágrimas brotaron de sus ojos. El ángel inclinó la cabeza como ante la presencia de la Majestad.

—He aquí que Isabel, tu prima, ha concebido un hijo a su edad, y ella, que fue llamada estéril, está ahora en su sexto mes, porque nada es imposible para Dios.

María reflexionó. Luego fue como si una gran ola de luz la hubiese invadido, llenando todo su ser y todas las cosas de claridad. En voz alta y gozosa exclamó:

—He aquí la sierva del Señor. Sea hecho conforme a tu palabra.

El ángel inclinó su rodilla ante ella y antes de que pudiese mirarle desapareció. Pero donde había permanecido quedó una luz como el reflejo de la luna, que se movió y se acercó cual niebla luminosa por algunos momentos hasta que lentamente desapareció. Ella cubrió su rostro con las manos y lloró. No sabía si eran lágrimas de gozo o de temor. Ambos sentimientos se mezclaban en ella. Primero pensó en sus palabras. Descendió la escalera, entrando en la pequeña casa. Joaquín y Ana dormían, podía oír en la oscuridad su respiración. Deseó despertarles y hablarles de la visitación. Sus mejillas se ruborizaron cálidamente. ¿La creerían? ¿Comprenderían? ¿O sonreirían con amabilidad y le dirían como tantas veces le habían dicho, que había soñado? Pensó en José su desposado esposo. Sintió el impulso de correr a su casa con la extraña revelación. Luego todo su espíritu se concentró. Se apoyó en la oscura pared y reflexionó. Debía ir junto a Isabel al instante, aquella vieja prima, tan extrañamente encinta, debía ser la primera en saberlo. Con paso alado María se deslizó silenciosamente atravesando la habitación de sus padres y se refugió en la suya. Allí les escribió brevemente, diciéndoles que iba al instante a casa de Isabel y que no temieran por ella pues volvería con seguridad.

Sola a través de la silenciosa ciudad, donde todos dormían excepto ella, partió a pie para su largo camino, sin vacilación, sintiéndose guardada y protegida. Nunca había andado durante la noche a no ser acompañada. Pero las pequeñas calles brillaban llenas de amarillenta, luz. Podía ver con claridad las cimas de los cipreses resaltando bajo la claridad de la luna y el sólo movimiento de una sombra se proyectaba sobre el suave y aterciopelado polvo. Se sintió inundada de paz y seguridad. Ningún perro ladraba a su paso por las oscuras calles.

Rezó, alzando su rostro suave, nimbado de luminosa aureola. Al salir de la ciudad, echó a correr llena de juventud y de fuerza. ¿Cómo encontraría, sin dinero ni comida, el distante camino hasta Ain Karim, en Judea?

Era un largo viaje incluso cuando se hacía a lomos de los burros. Tan sólo supo que llegaría, que estaba protegida y que ningún mal le ocurriría. Con confianza dejó Nazareth, y tomó la estrecha carretera que conducía al sur llena de puntiagudas piedras que la claridad de la luna agrandaba.

Anduvo incansablemente durante mucho tiempo, sin encontrarse con nadie en el camino. A veces veía a los pastores durmiendo en las laderas de resecas montañas, descansando entre sus ovejas. Atravesó una o dos aldeas, que dormían. Las negras y desoladas colinas parecían presionar al cielo. Repentinamente sintió sed. Miró a su alrededor, hacia el vasto y silencioso campo. Allí las montañas más cercanas estaban cultivadas; vio campos de olivos que bajo la luna parecían adornados de plata, y palmeras meciendo sus ramas en el aire cálido de media noche. Luego oyó el murmullo de una pequeña corriente y la encontró, discurriendo su dorado chorro entre las negras piedras. Entonó una canción en su interior, se arrodilló en la orilla y bebió con sus manos ansiosamente y fue como si bebiese un vino fortalecedor. Ascendió por el tronco de una joven palmera y alcanzó un racimo de cálidos dátiles maduros con lo que satisfizo su apetito. Continuó su camino, cantando suavemente. Sus aniñados pies brillando bajo su pobre vestidura levantaban el polvo tras ella. Algunas veces apenas podía contener su gozo, otras meditaba sencillamente en su corazón. Todas las dudas habían desaparecido; el pulso de su cuerpo palpitaba fuerte y rítmico, era como si hubiese adquirido un nuevo y vigoroso corazón.

Decidió descansar aunque no sentía ningún cansancio. Encontró un grupo de fuertes robles y se echó bajo ellos sobre la hierba e instantáneamente quedó dormida, acurrucada como un niño, con la mejilla apoyada en su mano. Cuando despertó el cielo estaba cubierto de escarlata y perla y las ocres montañas ardían. Encontró agua corriente, bebió y lavó su cara y manos. Apartándose del camino se dirigió a un grupo de granados. Comió sus frutos con apetito. Metió alguno en su bolso para refrescarse posteriormente, luego continuó su camino cantando, entonces en alta voz.

Pocas horas después, cuando el sol estaba alto, llegó tras ella una pobre caravana de uno o dos camellos y asnos cargados con productos de las ciudades. Los tres hombres de la caravana tenían los oscuros y salvajes rasgos de las gentes de las montañas de lugares remotos. Sin embargo, uno de ellos, al verla, desmontó al instante y sin hablar la ayudó a subir a su cabalgadura. A ella le pareció aquello muy natural y sencillo. Una o dos veces se adormeció. Cuando se despertaba encontraba que la morena mano del hombre la sostenía. Nadie le hizo ninguna pregunta. Cuando la caravana se detenía para descansar, los taciturnos hombres compartían su pan y su vino con ella, tratándola con gran deferencia. Sus inquietos ojos no demostraban curiosidad ni asombro de que aquella muchacha, tan rubia y sonriente, anduviese sola y sin protección. Durmieron sobre la carretera por la noche y extendieron una manta en el suelo para ella. Permaneció echada durante algún tiempo, escuchando las quejas de los camellos arrodillados, el pateo de los burros y el distante ulular de los chacales. Un pequeño fuego danzaba en el centro del campamento. Se durmió llena de alegría.

Y así siguió adelante. Algunas veces los hombres sombríos cantaban oraciones y, sobre las espaldas del burro, se unía a ellos tímidamente. Otras veces contemplaban su pacífico rostro de niña y le sonreían como padres. Le traían vejigas llenas con agua fresca. Cogían alguna fruta para ella. Atravesaban entonces un país salvaje y los pocos hombres que encontraron creyeron que era hija de alguno de ellos o de algún pariente.

Por fin llegaron a Ain Karim, la pequeña población, y como si ya lo supiesen, los hombres la ayudaron a bajar del burro. Vacilando, uno de los hombres tocó su cálida mejilla tiernamente con el dorso de su mano; ella deseó darles las gracias pero la saludaron y se alejaron.

Encontró el camino a casa de Zacarías e Isabel; una pobre casa que colgaba de una colina rota entre cipreses y otros árboles. Apenas había amanecido. María llamó a la puerta y entró. Isabel estaba ya despierta, ocupada en las tareas de la casa, vio a María con gran sorpresa y un gran temblor la estremeció. Extendió los brazos y lloró.

—Bendita seas tú entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre. ¿Cómo he merecido que la madre de mi Señor venga ante mí?, porque he aquí que en el momento que tu saludo llegó a mis oídos, el niño en mis entrañas saltó con gozo. Bendita es aquélla que ha creído, porque las cosas que le han sido prometidas por el Señor serán cumplidas.

Parpadeó, su arrugado rostro habíase transformado y sus ojos ardían. Extendió los brazos a María y ambas se abrazaron, como madre e hija, llenas de compasión, sin preguntas. Se besaron mutuamente murmurando palabras cariñosas con las mejillas juntas. El gozo las inundó. El éxtasis humedeció sus ojos. Luego María se inclinó y separándose de los brazos de su prima la miró alegremente.

En su voz pura e inocente el éxtasis cantó como en una canción:

—Mi alma magnífica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque Él ha mirado la bajeza de su sierva. Y he aquí que desde ahora todas las generaciones me llamarán bendita. Porque Él, que es poderoso, ha realizado grandes cosas en mí y santo es su nombre y su misericordia es de generación en generación para todos aquéllos que le temen. Ha mostrado el poder de su brazo, ha rechazado a los orgullosos con el desprecio de su corazón. Ha humillado a los poderosos en sus tronos y ha ensalzado a los humildes. Ha llenado a los hambrientos de buenas cosas y a los ricos les ha enviado cestos vacíos. Ha dado ayuda a Israel, su siervo, que recuerda su misericordia. Incluso mientras habló a nuestros padres, a Abraham y a su posterioridad para siempre.

Lucano escuchó, inmóvil sobre el banco. La voz de María se había elevado como el desgrane de dulces campanas mientras recordaba aquellos días. Y como había ocurrido entre él y su hermano Prisco se preguntó cuánto había aprendido de las palabras de María y cuánto su vocación mística le proporcionaba, a través de sus ojos y de su hablar.

El rostro de María, mientras miraba al cielo, estaba lleno de un vivo gozo; alzó las manos en tal forma que sus palmas brillaron con luz. Lucano la contempló con amor y asombro; aquélla era la mujer que había llevado a Dios bajo su pecho de niña y que le había dado a luz en un establo. Se inclinó hacia ella, que bajó las manos y le miró sonriente. Él pensó que nunca había visto un rostro tan gracioso y noble, ni tan dotado de belleza no terrena. Luego vaciló; después tomó una de sus manos y dijo:

—Feliz yo que he oído estas cosas de tus labios, Señora. No merezco esta felicidad.

La miró con reverencia y pensó: «Ciertamente aquí está ante mí la que carece de pecado, que ha sufrido el mal pero nunca ha sido tocada por él. Ha conocido el dolor pero no la culpa. Ha llorado pero no por las perversiones propias. Ha amado y su amor ha sido tan puro como la luz de la luna. Ha caminado entre el terror y la tristeza, pero no hay sombras en su espíritu ni sus manos están sucias. Bendita entre todas las mujeres».

—Sólo Dios puede juzgar si eres digno o no de su felicidad —dijo María amablemente—. Has sufrido mucho y Él te ha llevado junto a sí.

Las sombras del atardecer se alargaron rápidamente. Un cálido y árido viento levantó polvo. Las cabras empezaron a balar. María se levantó y dijo:

—Ordeñaré a estos animales y si quieres puedes beber y comer conmigo.

—Déjame ayudarte —dijo Lucano y ambos se inclinaron sobre el terreno reseco y ordeñaron a las cabras, mientras el cálido líquido humeaba en los recipientes.

Luego María sacó platos de pan y queso, pequeñas aceitunas negras, unos pocos pasteles pequeños que había cocido anteriormente y un plato de madera lleno de fruta. Se sentaron en silencio y comieron.

A continuación María empezó a hablar de nuevo; contó a Lucano como había permanecido con Isabel hasta el nacimiento del pequeño Juan que desde el mismo momento que nació estaba inquieto, y cómo en el mismo instante que Juan emergió del seno de su madre, su padre habló de nuevo.

Zacarías levantó sus manos al cielo mientras sus amigos se llegaron hasta él uno a uno y besaban su barba felicitándole, y el viejo había exclamado en voz alta:

—Bendito sea el Señor, Rey de Israel, porque Él ha visitado y obrado la redención de su pueblo y ha levantado un cuerno de salud para nosotros en la casa de David, su siervo, como Él lo prometió por boca de sus santos profetas antiguos; la salvación de nuestros enemigos y de la mano de aquéllos que nos odian para mostrar misericordia a nuestros padres y a los que recuerdan y cumplen su santo pacto; el juramento que hizo Abraham, nuestro Padre, que Él nos salvaría y que nos libraría de las manos de nuestros enemigos si le servíamos sin miedo y con santidad y justicia ante Él en todos nuestros días.

Exaltado y lleno de Espíritu Santo exclamó de nuevo mientras sus amigos boquiabiertos y asombrados permanecían a su alrededor:

—Y tú, niño —y puso sus marchitas manos sobre su cabeza—, serás llamado profeta del Más Alto porque irás delante del Señor para preparar su camino, para dar a su pueblo conocimiento de su salvación por medio del perdón de sus pecados, por el amor de nuestro Dios, porque el Oriente desde lo alto nos ha visitado, para brillar sobre aquéllos que permanecen en oscuridad y en la sombra de muerte para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.

María relató a sus padres y a José, que estaba turbado, lo que había visto. Contó a Lucano su boda con José y el precepto del Augusto César de que todos sus súbditos del orbe entero debían ser empadronados. Su viaje con José a Belén. Vacilando entonces, y hablando quedamente con voz temblorosa, le contó el nacimiento de su hijo, que los ángeles se aparecieron a los pastores en los montes, los cuales se sintieron llenos de temor al ver la estrella, y cómo fueron conducidos a un establo donde su Señor permanecía en el pesebre. Mucho de esto lo había oído Lucano de otros, pero lo escuchó con la atención de uno que escucha la historia por primera vez. Porque la dulce y cristalina voz de María era como música para él. Las colinas alrededor de Nazareth se cubrieron del color de limones maduros, el cielo adquirió un tono dorado sobre ellos, y el clamor de la pequeña ciudad llegó entonces hasta aquella y descuidada calle.

María se cansaba. Una pálida sombra apareció sobre sus suaves mejillas, sus ojos azules se oscurecieron de cansancio. De modo que mientras el sol comenzaba a ponerse lentamente, bañando toda la tierra con pálida luz, Lucano se puso en pie y de nuevo besó la mano de María.

—Permíteme volver mañana un rato. Deseo conocer cosas acerca de la niñez de tu Hijo. Entretanto encontraré una pensión.

—Sólo hay una posada en el pueblo —dijo María mientras el viento del atardecer movía sus vestidos—, y es muy pobre.

—No me preocupa el lujo —dijo Lucano.

María le acompañó a la puerta de la casa y se sintió de nuevo impresionado por la polvorienta desolación de la pequeña calle, donde las cabras vagabundeaban sobre las pequeñas piedras, las aves de presa planeaban sobre los ardientes cielos y los niños alborotaban dentro de casas cerradas. María dirigió a Lucano hacia la fonda. Descendió la calle, miró hacia atrás; ella alzó su mano y le sonrió.

La posada, como María había temido, era ciertamente abominable. Se trataba de una pequeña y tosca casa con un pozo abierto en el patio cubierto de piedras negras. Lucano era el único huésped, y el posadero, un viejo de barba rojiza y grisácea, le saludó con gratitud mostrándole la mejor de las cuatro habitaciones, diminuta, con un suelo gastado, una cama pequeña y estrecha, una silla y la lámpara que colgaba de una pared de madera. Más tarde Lucano se sentó solo en el destartalado comedor colectivo, pero el propietario orgullosamente le sirvió cerveza fría y vino, un plato de cordero asado, frío y cubierto de aceite; un ave a medio cocer, dura y correosa, cubierta de grasa amarilla; algunos nabos escuálidos, y un plato de granadas, dátiles y uvas.

—La cerveza es de Egipto —dijo el hostelero permaneciendo de pie junto al codo de Lucano—. Hacen la mejor cerveza del mundo; los romanos son pobres imitadores —y tosió en tono de excusa.

—No soy romano —dijo Lucano sonriendo—. ¿Quieres unirte a mí para tomar una copa de cerveza? Tiene una espuma excelente.

El hotelero dijo con picardía, poniendo un dedo a lo largo de su nariz:

—¡Ah!, tengo una cosa mejor que ésta. —Hizo un guiño como un conspirador—. Tengo un excelente aguardiente.

Lucano dirigió su pensamiento a la mezcla de cerveza y aguardiente. Pero estaba cansado y lleno de un extraño sentimiento de exaltación.

—Si quieres unirte a mí —dijo con cortesía.

El hostelero se sintió encantado, pero era un hombre honrado y viendo las ropas sencillas de Lucano vaciló.

—El precio del aguardiente es muy alto. Quizás no puedas permitirte el tomarlo, buen señor. Cuesta tres shekels la botella. Esto es debido a los elevados impuestos que los romanos ponen sobre él. No se puede vivir, te lo aseguro. Si lo exportamos, los aduaneros están allí con sus manos extendidas y con muchas hojas de papiros; si lo importamos, y la gente pobre debe importar mucho, están los aduaneros de nuevo con más papel burocrático y la mano extendida y sus sellos.

—Los burócratas están con nosotros siempre —dijo Lucano con un suspiro de simpatía—; pero tomemos un poco de aguardiente y olvidemos el gobierno, sus impuestos y sus oficiales que devoran las ganancias del pueblo.

El hostelero trajo reverentemente una polvorienta botella.

—Lo hemos importado de Siria —dijo—, porque nuestro pueblo no mira con gusto las bebidas fuertes. Pero te sentirás sorprendido si supieses cuánto se importa y cuánto se bebe. Mira el sello y las marcas sobre él, es verdadero aguardiente, no ilícito, hecho por hombres furtivos en las montañas.

Lucano cortésmente examinó el sello y asintió. El hostelero trajo dos pequeñas copas. Lucano las llenó y el hostelero se quedó moviendo la cabeza ante la cantidad pero no emitió ni una sola palabra de protesta ni lo rechazó. Se sentó junto a Lucano brillándole sus ojos rojizos. Luego dijo:

—El aguardiente es la sangre de la ancianidad y yo soy un viejo y necesito calor, incluso en este clima. Puesto que estamos cerca de Siria, mucho más cerca que Jerusalén… —Y volvió a toser.

Lucano sonrió.

—Te he dicho que no soy romano. Soy griego y como griego admiro a los contrabandistas.

—Engañar a un gobierno opresivo no es engañar —dijo el hostelero con una mirada de sabiduría—. ¿Cómo puede un hombre vivir de otra manera? Además, ¿quién se lleva el dinero que ganamos, el gobierno o nosotros? Habría que recordar al gobierno uno de los grandes mandamientos: «No robarás». Pero ¿ha habido alguna vez en toda la historia del mundo un gobierno que no fuese ladrón?

—Nunca —respondió Lucano—; los gobiernos son ladrones por naturaleza.

Bebió con cuidado el aguardiente. No era el mejor producto, y tenía un gusto áspero que hacía arder el estómago. El hostelero lo bebió con placer y dijo:

—¡Ah…!

Pero él y Lucano bebieron rápidamente un buen trago de cerveza. El anciano tenía una sombra en los ojos, que le daba una apariencia aguda. Dijo:

—Si no hubiese impuestos no habría dinero para los soldados, y si no hubiese soldados no habría guerras ni conquistas, y si no hubiese guerras y conquistas, la gente hubiese aprendido a vivir en paz; pero no es esto lo que los gobiernos quieren. Hacen la guerra debido a su avaricia y con el propósito de beneficiarse.

Había sacado prudentemente otro plato y se sirvió de la comida de su huésped que el médico no encontraba especialmente apetitosa. El viejo continuó lanzando inventivas contra los gobiernos y comentó que Samuel había aconsejado al pueblo no poner nunca un rey sobre ellos porque les acarrearía el desastre. El hostelero no era solamente viejo, sino pobre, sin embargo tenía una mente inteligente y Lucano le escuchaba con interés. Los simples, pensó, son con frecuencia una fuente de sabiduría y los delicados intelectuales de las ciudades les podían escuchar con provecho.

—Me llamo Isaac —dijo el hostelero expansionándose y haciendo que sus marchitas mejillas se ruborizasen—. Soy también viudo. No es frecuente el tener huéspedes, y algunas veces los canso.

Ajustó el negro gorro de algodón sobre su cabeza.

—A mí no me cansas —dijo Lucano.

Bebió más aguardiente, esta vez no le pareció tan áspero. Su estómago se sintió calentado; las pocas lámparas de la habitación parecían más brillantes. De nuevo bebieron los dos más cerveza. Lucano decidió que un trozo del ave, un pastel, algunas aceitunas y un puñado de dátiles era bastante. Después de haber probado el ave se dedicó a los pasteles, rellenos con semillas y con pasas, aceitunas y frutas. Empezaba a sentirse descansado. El aguardiente tenía entonces un gusto ciertamente intrigante. Lucano no creyó ya que procedía de Siria; había sido destilado cerca de Nazareth.

Isaac comió el cordero con apetito, luego dijo:

—Tienes un estómago delicado, señor.

—Muy delicado —replicó Lucano gravemente. El cordero no me sienta bien.

Bebieron con placer. Isaac le contó un par de chistes judíos y picantes, Lucano se rio. El médico se encontró de pronto estudiando fascinado, dos grandes grietas en la cal de las paredes. Parecían dos ríos sinuosos; manchas a ambos lados tomaban el aspecto de diminutas poblaciones. Lucano dejó su copa de pronto. Isaac se había vuelto pesado. Sus chistes ahora rayaban la obscenidad, como suelen hacer los viejos.

—¡Ah! —dijo como excusándose—. Cuando un hombre no es ya potente debe divertirse a sí mismo con palabras asquerosas. Esto engaña al que escucha y cree así que está ante un hombre lujurioso. David se procuró una esposa joven para que le mantuviese caliente. Yo prefiero el aguardiente.

—Un macho cabrío es muy potente —dijo Lucano—, pero ¿tiene el animal sentido en la vejez? No; va a la cazuela o al fuego.

Isaac empezó a amarle. Sus ojos se humedecieron y puso su sarmentosa mano sobre el brazo de Lucano.

—¡Cuánto comprendes! —exclamó.

Lucano bebió más cerveza. Apoyó sus codos sobre la tosca mesa.

—Estoy haciendo algunas investigaciones —comentó suavemente—. Estoy interesado en un tal Jesús que fue hijo de María y José, el carpintero. ¿Puedes hablarme de ello?

Instantáneamente los rasgos de Isaac se cerraron e hicieron vigilantes. Miró a Lucano con sospecha. Luego dijo con indiferencia:

—¡Oh!, María, José y Jesús.

—No soy un espía —dijo Lucano—. No soy romano.

Isaac no estaba tan excitado como Lucano había esperado ni su lengua se soltó lo bastante. Sus astutos ojos contemplaron a Lucano y dijo con un tono sorprendido:

—¿Quién habla de espías? ¿Por qué iban a venir espías a esta pequeña y oscura aldea y con que misión? Una familia humilde judía, Jesús, María y José. ¿De qué importancia iban a ser ellos para el mundo? El padre y el hijo eran carpinteros. Sencillos, honrada gente, como todos en Nazareth. —Se rascó su barba y miró más agudamente a Lucano. Luego añadió—: ¿Dijiste que María te había enviado a esta posada? Puedes darle las gracias cuando la veas porque es una prima mía distante y me quiere bien.

Repentinamente golpeó la mesa con sus sarmentosas manos y un joven moreno entró al instante y dijo:

—Sí, abuelo.

Isaac habló un hebreo tan perfecto y culto que Lucano se sorprendió. Comprendió que no debía demostrar que entendía, él, un médico viajero, griego, no podía saber la lengua erudita. Isaac dijo:

—Ezequiel, vete al instante a casa de mi prima María y pregúntale si en verdad envió a este extranjero, a este griego, si se puede confiar en él y qué desea que le contemos. Puede que él esté mintiendo. Mírale con cuidado para que puedas describírselo. Su nombre, según declara, es Lucano y es médico. También posee un excelente caballo árabe y al parecer no necesita dinero. Debemos tener mucho cuidado y recordar a Pilatos y Herodes.

Ezequiel estudió a Lucano con interés, memorizando sus rasgos, mientras él bebía más cerveza y comía un puñado de uvas simulando no comprender el hebreo. El joven dijo:

—Lleva hermosos anillos, tiene modales civilizados.

Lucano sonrió para sí mismo. El joven abandonó la habitación e Isaac con aire inocente dijo:

—Como te he dicho, somos gente sencilla. Hablé a mi nieto, en uno de nuestros dialectos, mandándole que, como la noche es fría, busque otra manta para ti.

—Eres muy amable —dijo Lucano—. ¿Está mi caballo debidamente albergado?

—Ah, sí, señor, también advertí a Ezequiel que le llevase agua fresca.

Bebían sus cervezas en cómodo silencio. Isaac distraídamente terminó el cordero. Luego dijo:

—Tengo una habitación donde duermo y vivo. Me gustaría mostrártela ahora, señor.

Se puso en pie; sus vestiduras colgaban como las ropas de un rey, a pesar de su pobre calidad. Condujo a Lucano hasta una pequeña habitación detrás del comedor. Encendió una linterna sobre la pared. La habitación, un estrecho dormitorio, estaba amueblada con sencillez: unas sillas, una gran mesa, un armario; todo brillaba. Isaac dijo:

—Observa estos muebles. No están esculpidos ni incrustados de oro ni tampoco son especialmente elegantes. Pero están excelentemente trabajados, suaves y pulidos. José y Jesús hicieron estas cosas para mí. No ha habido nunca mejores carpinteros en toda Galilea. José ahora está muerto y también Jesús, desgraciadamente. Ahora debemos comprar nuestros muebles construidos por artesanos de menor habilidad.

Lucano colocó su mano sobre ellos y pensó: «Él hizo esto, Él, el Señor de todo. No desdeñó ser un carpintero. Él que había creado las galaxias y las constelaciones y los soles que brillan a través de la eternidad. Él cepilló esta madera y así brilla como la seda. Dio forma a esta mesa y a esta cama y sin duda se sintió tan orgulloso en su construcción como en la creación de las pléyades».

El médico deseó no solamente poner sus manos sobre aquellos muebles, sino sus labios sobre aquella sencilla y tranquila habitación que había conocido las manos de Dios. Sus ojos se humedecieron. Se sentó sobre una silla; Isaac le contempló. Vio la emoción de Lucano. Frunció el ceño sorprendido.

—Había otros hombres de este lugar —dijo Lucano—. He hablado con Santiago y Juan; pronto veré a Pedro.

—¡Oh, sí! —dijo Isaac descuidadamente—. Los conozco bien.

Se sentó también. Unos pocos momentos después volvió Ezequiel, sus ojos brillaban con excitación y dijo:

—Abuelo, María declara que puedes hablar a este hombre libremente, porque ama a nuestro Señor y está escribiendo acerca de Él y ha venido desde muy lejos para oír de Él.

—María nunca puede ser engañada —dijo Isaac respirando con alivio dirigiéndose a su nieto.

Se volvió hacia Lucano y dijo con interés:

—Pregúntame lo que quieras de Jesús. María es una prima lejana mía y la he amado desde que era niña, una niña encantadora, una muchacha preciosa. Tiene una inocencia eterna y una sabiduría ultramundana. Conocerla es estar lleno de la dulzura de la miel. Yo dije a mi esposa cuando María nació: «Ha sido concebida y ha nacido sin pecado». Simplemente hay que mirar a su rostro para saberlo. —Apoyó sus retorcidas viejas manos sobre las rodillas y reclinó su barbudo rostro sobre su pecho—. María y José eran de la casa de David. Las profecías que nosotros conocemos del Mesías hablaban de esto; también han declarado que el Redentor de Israel nacería en Belén, y moriría como murió Él, en Jerusalén. Esto ha sido conocido durante siglos, sin embargo cuando las profecías fueron cumplidas, la gente rehusó aceptarlas, excepto los humildes y desesperanzados.

Isaac habló durante largo tiempo. Mucho de lo que dijo, también lo sabía Lucano, pero hubo mucho que él no conocía. La lámpara se reflejaba sobre la pared. Los insectos con agudos zumbidos entraban en la habitación y volvían a salir de ella; fuera cantaban los grillos y algunas veces se oía la voz de algún pájaro nocturno. Isaac contó a Lucano del tiempo de la purificación de María, después del nacimiento de Cristo, de acuerdo con la ley de Moisés, y cómo lo había llevado a Jerusalén para la presentación a Dios. José era un hombre pobre y amable y tenía poco dinero para dedicar al acostumbrado sacrificio y todo lo que podía permitirse era un par de palomas que llevó a Jerusalén en una jaula.

—Él no podía pagar los precios que regían en el Templo —dijo Isaac con alguna amargura—. ¿Cómo es posible que el hombre sea tan avariento que quiera hacer dinero en un asunto santo?

Habló del viejo Simeón, que había sido muy devoto, y quien, al llegar al Templo a la hora de la presentación, miró al Niño Redentor y se sintió instantáneamente lleno del poder del Espíritu Santo. Le había sido revelado que no moriría hasta que viese al Cristo. Había tomado al Infante en sus brazos, y entre rezos y lágrimas exclamó: «Ahora Tú, oh Dios, puedes despedir a tu siervo, de acuerdo con tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación, que has preparado frente al rostro de todos los pueblos, una luz de revelación a los gentiles y gloria para tu pueblo, Israel».

Simeón bendijo a María y José y dijo a la joven madre: «He aquí que este Niño será causa de caída y alzamiento de muchos en Israel, porque será un signo de contradicción. Y tu propia alma, María, será atravesada por una espada para que los pensamientos de muchos corazones puedan ser revelados».

—Yo estaba allí —dijo Isaac extendiendo sus manos—. Oí aquellas palabras con mis propios oídos. ¿Se sintió María asombrada o aterrorizada? No. Parecía saberlo todo, aunque su joven rostro se ensombreció de tristeza ante las palabras de Simeón.

—¿Y cuando los tres volvieron de Jerusalén? —preguntó Lucano amablemente.

—Se transformaron en lo que la gente había esperado. Una buena madre y ama de casa. Así era María. Un concienzudo carpintero. Así era José. Un muchacho hermoso y tranquilo. Así era Jesús. Amaban a sus vecinos. ¿Has oído hablar de los zelotes? Sí. Tan sólo deseaban librar su sagrada tierra de las manos de Roma. Han circulado secretas conversaciones de insurrección, para expulsar a los romanos de nuestro país, con sus arrogancias y sus impuestos. Galilea se sentía entusiasmada con estos planes, porque todo es fácil para los simples. Los galileos no quieren darse cuenta de que Roma es la dueña del mundo, que cuenta con cientos de legiones armadas y poderosas. Para los galileos que ven a pocos romanos, era un asunto sin complicaciones, soñar que empujaban a las legiones hacia el mar y libraban la tierra santa. Sólo necesitaban algunos cuchillos cortantes, piedras y voluntad. Los judíos habían sido liberados de Babilonia y Egipto. Podrían, con el poder de Dios, librarse de Roma.

»Todos nuestros zelotes eran jóvenes. Intentaron atraer a Jesús, el joven carpintero, hacia el partido, pero Él no se sentía interesado. Sus ojos contemplaron soñadores la distancia. Esto ofendió a los patriotas. ¿Cómo podía un joven desligarse de la preocupación de expulsar a los paganos de su país, purificando así los lugares sagrados? Jesús se hizo impopular. Hubo quien aseguró que María tenía ambiciones para su único hijo. Ella le envió a la escuela de Shamai. En cierta ocasión dijo a los más vehementes que le fueron a visitar a su casa y la de María y José: “Mi Reino no es de este mundo”. Y esto era incomprensible. ¿Un reino para un galileo? Aquel joven estaba loco. Los zelotes se sintieron despectivos; los más viejos movieron las cabezas. María educaba a su hijo para algo más allá de su posición y destino. Era un ser extraño, vagabundeaba por el campo y sonreía a las flores, a las bestias, a los pájaros. Algunas veces se sentaba en un pedrusco y meditaba bajo el sol. Te digo Lucano que ningún hombre es tan aborrecido como aquél que se diferencia de sus vecinos. Se sienten violados y aterrorizados si alguien se atreve a ser como ellos no son. Cuando se vive en comunidad hay que conformarse con sus ideas y costumbres, de otra forma se es un perro paria que ha ofendido y herido mortalmente lo que ellos aceptan. Y debe peinarse cabeza y barba en la forma acostumbrada, debe hablar como hablan los demás. El indiferente a lo aceptado es un enemigo. La gente es estúpida. ¿No es verdad, señor?

—Se han cometido más crímenes a causa de la estupidez, que por medio del ejército —dijo Lucano—. Debiéramos compadecemos de los estúpidos, si no fuesen tan invencibles, tan vociferantes, tan positivos. Pero son terribles en su poder universal.

—Pero ¿es que se les puede compadecer, señor?

Lucano reflexionó y luego movió la cabeza.

—A menos que un hombre nazca con un defecto en la mente, no puede ser perdonado porque sea idiota o estúpido, o tan completamente igual a su prójimo como le sea posible.

Isaac se tiró de la barba.

—No es que Jesús violase ninguna de las leyes ceremoniales levíticas o molestase a sus maestros con preguntas heréticas, o expresase dudas sobre las regulaciones de los fariseos. Sin embargo, incluso para el ojo más descuidado, no era como los demás. De ahí el sentimiento de vejación de muchos de sus vecinos. Recitaba las oraciones y los salmos de la sinagoga con fervor, devoción y lágrimas en los ojos. José le enseñó la costumbre de su tribu y de su casa.

»Le enseñó a ser carpintero, porque los judíos de costumbres antiguas creen que no es suficiente cultivar la mente. Se debe aprender a usar las manos también, porque es una buena cosa saber un oficio a la vez que conocer los libros. En estas cosas Jesús observó la costumbre meticulosamente. Quizá existía una mirada lejana en sus ojos, sus modales, sus leyes, sus sonrisas, en la forma en que Él andaba. Cuando niño jugaba como un niño y tenía una risa fuerte, clara y juvenil. Y sin embargo, no era como los demás.

»Éramos muy pocos los que comprendíamos las profecías y su nacimiento, o para que estaba destinado; por eso no lo encontramos extraño. Pero los vecinos se sintieron ofendidos por Él. ¿Acaso no era el más hermoso joven de su edad? Esto es difícil de responder. Sólo sé que mirarle hacía estremecer el corazón, incluso a aquéllos que no sabían quien era. Turbaba a todos los que le observaban y los hombres no se sienten muy a gusto cuando son turbados.

Una luz amarilla penetraba en la habitación, algún animal roedor escarbaba en las piedras del patio. Isaac contó la aparición de Juan el Bautista en el valle del Jordán donde gritaba: «Yo ciertamente os bautizo con agua. Pero uno más poderoso que yo viene tras de mí, del cual no soy digno de desatar los cordones de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y con fuego».

—Juan era un hombre de temperamento furioso. Jesús le conocía como miembro de su familia. Juan no usaba túnicas como los fariseos, ropajes púrpuras con largos flecos, ni cubría su cabeza con el puntiagudo gorro de los levitas. Era un hombre salvaje del desierto, con barba de bronce, rostro oscuro, voz fuerte y que inspiraba temor. Algunas veces, cuando estaba enfurecido, lo que sucedía con frecuencia, rugía como un toro. Se vestía con pieles de animales. El pueblo le oía porque hablaba con autoridad e incluso los romanos que se encontraban con él. Su fervor era tan impresionante como el sol. Hablaba constantemente del Redentor, que estaba al llegar. La gente empezó a inquietarse. El día de los romanos había llegado, el Cristo lanzaría a todos ellos al mar, libraría a su pueblo, Israel, se sentaría a sí mismo en un trono de oro y el mundo al mirarle diría: «Qué poderoso es el Rey y qué poderoso es Israel». El Sinaí volvería a tronar ardiendo; la ley sería de nuevo proclamada sobre toda la tierra y los arcángeles permanecerían en el cielo sobre el templo de Jerusalén. El corazón del pueblo palpitaba con esperanza y gozo cuando escuchaban a Juan, aunque no decía nada de lo que ellos esperaban. Lo creían en su espíritu porque ¿de qué otra forma podrían ellos reconocer al santo? Olvidaron todas las profecías.

»Mi nieto Ezequiel descendió al Jordán para ser bautizado por Juan. Una gran multitud estaba junto al río y sobre el murmullo contenido se podían oír los gritos de Juan exhortando a que fuesen bautizados, exigiendo penitencia y prometiendo el perdón de los pecados. En los intervalos de estos discursos insertaba sus opiniones acerca de la humanidad en general, que era muy baja y cándida. El último de sus gritos al pueblo era: “¡Generación de víboras!, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que vendrá? Traed por lo tanto frutos dignos de arrepentimiento y no empecéis a decir: ‘Tenemos a Abraham por padre’, porque os digo que Dios puede levantar hijos de Abraham de estas mismas piedras. Porque ahora el hacha está junto a la raíz de los árboles. Todo árbol que no traiga fruto será cortado y echado al fuego”. Las mujeres lloraban y los hombres golpeaban sus pechos, los niños gemían y todos avanzaron hasta la orilla del río para ser bautizados y confesar. ¡Qué miserables pecadores eran! No tengo ninguna duda de que sintieron el deseo de santidad y limpieza porque estaban terriblemente excitados ante la venida del Salvador que iba a hacerles príncipes en Israel colocándoles a su derecha. Algunos eran de Nazareth, entre ellos mi nieto.

»Juan estaba en el medio de otra y más furiosa condenación de los crímenes de la humanidad, porque era un hombre que no tenía paciencia, incluso con el más pequeño de los pecados, y tenía poca compasión en su alma, cuando repentinamente Jesús apareció en la orilla. ¿Qué es lo que hizo que todo el pueblo alzase sus cabezas instantáneamente, contemplándole con un repentino silencio? Incluso los naturales de Nazareth, que le conocían, permanecieron en silencio. Se mantuvo de pie sobre la orilla del río, mirando hacia Juan, sobre su dorada cabeza brillaba el sol. Él contemplaba al pueblo con sus ojos azules y compasivos.

»Ezequiel me dijo que tenía la majestad de un rey, el esplendor de un gran potentado, la gloria de un profeta, la austeridad de un Moisés, mientras permanecía allí, vestido con sus ropas de campesino, y descalzo. Se percibía que la Visitación había aparecido, e incluso aquéllos que le conocían se sintieron asombrados, porque nunca le habían visto revestido de tal sobrenatural poder.

»Al otro extremo Juan detuvo su discurso de reproches y lloró alzando la mano hacia su pariente. Y entonces Jesús, en medio de la inexplicable tranquilidad, se dirigió hasta la orilla y pidió a Juan que le bautizara. Juan se sintió horrorizado. Le quitó los zapatos, después de haber tocado su frente con los dedos. Luego dijo con voz débil: “¿Quién soy yo para que deba bautizarte a ti?”.

»Jesús le sonrió tiernamente, miró los rostros de la gente e inclinó la cabeza. Penetró en las aguas del río y esperó con calma. La gente se apiñaba en las orillas. Algunos de los nazarenos murmuraron entre sí. “Pero si éste es Jesús, nuestro vecino, nuestro carpintero, el hijo de María y José a quien conocemos”. Miraron hacia abajo a los dos hombres en el río, uno de tan salvaje apariencia y otro tan silencioso y lleno de majestad. Y así Juan le bautizó, alzando las verdes aguas en sus manos temblorosas, su rostro maravillosamente humilde, y con lágrimas en sus ojos. Los gruesos árboles y matorrales proyectaban una luz esmeralda sobre ellos, sin embargo la barba y cabeza de Jesús permanecían doradas.

»Inmediatamente después del bautismo ocurrió una cosa extraña, aunque los detalles han sido causa de discusión. Jesús quedó repentinamente iluminado, como si los árboles hubieran sido separados para dar paso al sol en toda su intensa luz y fulgores para mirarle. Un pájaro blanco apareció desde no se sabe donde y reposó sobre su hombro y una voz profunda se oyó desde el cielo. “Éste es mi hijo amado en el cual tengo puesta mis complacencias”.

»Ezequiel jura que esto ocurrió, querido Lucano —dijo Isaac, y secó las lágrimas de sus ojos con su vieja manga—, y Ezequiel no ha mentido en su vida. Volvió a Nazareth muy agitado y me contó todo esto en medio de sollozos. “He oído la voz de Dios”, dijo una y otra vez, tapándose sus oídos como para evitar oír aquel sonido. Estaba fuera de sí. Es un joven muy comedido.

»Cuando nuestros convecinos de Nazareth volvieron a casa, muchos de ellos estaban en las mismas condiciones que mi nieto. Se amontonaron alrededor de la humilde casa de Jesús y María, donde ellos vivían solos, porque José ya había muerto. Gritaron para que Jesús saliese, y finalmente Él surgió en los escalones de la puerta, y ellos cayeron, postrándose, mientras Él los bendecía, sonriendo con su amable y compasiva sonrisa. Conocía a su pueblo; sabía que eran pobres, despreciados por los levitas y fariseos, oprimidos por los impuestos de Roma y que vivían desesperanzados. Les amaba. Eran los suyos.

»Pero algunos de los nazarenos estaban secretamente furiosos y molestos. Declararon que no habían visto ningún milagro en el Jordán. ¿Que aquel carpintero con sus aires y gracias, aquel hijo de María que era aún más pobre que ellos? ¡Qué pretensión! Nunca habían conocido a un profeta de Nazareth, ni le habían visto iluminado, ni el pájaro blanco posado sobre su hombro, ni oído la voz del cielo, todo aquello era una blasfemia.

»Injuriosas discusiones surgieron entre amigos, entre padres e hijos, entre madres e hijas, entre vecinos y vecinas. Un poco después Jesús partió de Nazareth y se dijo que se había ido al desierto para meditar. “Es un zelote —dijeron algunos—. Nos causará dificultades con Roma. ¿No es acaso nuestra vida lo bastante dura sin poseer más aflicciones? ¿Recordáis lo que ocurrió cuando los romanos persiguieron y cazaron a los zelotes hace unos pocos meses?”.

Las horas pasaban veloces e Isaac, aunque exaltado, era viejo y estaba cansado. Lucano no había dormido en toda la noche, pero viendo el rostro de su posadero exhausto, se levantó, dio las buenas noches y se dirigió a su habitación.

Una vez solo escribió su evangelio. La luz de la amarilla luna caía sobre su hombro y la lámpara parpadeaba. Un solitario perro ladraba, los distantes chacales respondían con sus salvajes aullidos. Escribía rápidamente, sin pausa, hasta que concluyó por completo la historia oída de boca de Isaac. El alba tiñó el cielo con tono perla y los pájaros empezaron a piar saludando al aún invisible sol. Entonces se acostó, oró y quedó pacíficamente dormido. Soñó que permanecía en el río Jordán y que Aquél estaba en el río, vestido de luz; y él caía de rodillas. Se sintió bañado en un esplendor difuso y colocó las manos sobre los ojos.