Hilel deseó proporcionar a Lucano una escolta para acompañarle a Nazareth y Galilea. Pero Lucano rehusó la oferta con agradecimiento. Tan sólo necesitaba un buen caballo, firme y poderoso, capaz de escalar pendientes. Dormiría muchas noches en las tabernas de las carreteras. Hilel se sintió horrorizado. Aun conociendo a Lucano como le conocía, le parecía increíble que un ciudadano romano de noble familia, un médico de considerable valía, un amigo del César, viajase como un hombre humilde.
Lucano respondió a sus objeciones sonriendo.
—No pretendo ser humilde —dijo—. Sólo quiero moverme con rapidez y sin dificultades y, además, ver el país.
El caballo que Hilel le proporcionó era árabe, de carácter tranquilo y acostumbrado a largos viajes, al polvo y a las montañas. Lucano ató a la silla su cartera de médico, una manta y los bártulos de pintura. Hilel insistió en ofrecerle un cesto de excelentes alimentos y vinos. Lucano envolvió su cabeza con un lienzo para protegerse contra el sol abrasador y llevó un pesado manto para cubrirse las piernas. Con mucha aprensión Hilel le dijo adiós con una inclinación de cabeza. Lucano se alejó agitando la mano hacia su amigo en un gesto de despedida. Era muy temprano cuando dejó Jerusalén y sin embargo el aire era ya caluroso. El caballo trotaba con agilidad. Cruzaron el puente de piedra sobre el río Cedrón. Las profundas tonalidades doradas se reflejaban en reverberos y sombras sobre las tranquilas y escasas aguas. Las orillas del río estaban guardadas por negros y puntiagudos cipreses.
Lucano deseaba visitar primero Galilea. Hilel, habíale aconsejado seguir por el camino de Betania y Jericó.
Pronto se encontró Lucano en el desierto, desolado, rojizo, sin árboles, sólo cubierto de grandes cardos, rodeado de bajas y planas colinas de metálico color, reverberando calor.
La carretera estrecha y tosca estaba vacía puesto que era muy poco frecuentada, ya que la mayoría de los viajeros preferían seguir la ruta más larga de la Vía Mare a lo largo del mar. De cuando en cuando Lucano pasaba junto a una solitaria fortaleza romana desde cuyas cimas los soldados le contemplaban con curiosidad. Ante una de ellas fue detenido por un celoso oficial que no podía comprender cómo un hombre vestido con tanta sencillez y en aquella carretera pudiese poseer tan excelente caballo. Cuando Lucano reveló su identidad, el oficial se sintió aún más asombrado que antes, aunque respetuoso. Invitó a Lucano a tomar un vaso de vino con él y éste, que estaba sediento, penetró en las frescas profundidades de la fortaleza, se sentó en un banco de piedra y bebió vino con el joven oficial. Contestando a una de sus preguntas, Lucano le dijo que iba a visitar Tiberíades.
Al ver los espléndidos anillos del viajero, el oficial le dijo:
—Aunque nunca intentará robarte ningún judío, ni tan siquiera los bárbaros samaritanos, encontrarás en el camino caravanas de hombres miserables que no vacilarían en cortarte el cuello por estos anillos.
Ante aquella advertencia, Lucano se los quitó guardándolos en su cartera.
Cuando estuvo otra vez de camino encontró una o dos caravanas de camellos, asnos y hombres de rostros oscuros y fieros que miraban codiciosos su caballo. Pero él les devolvía las miradas; era alto y de su cinto colgaba una espada, y sus ojos azules miraban fríos y sin temor.
Llegó a Betania envuelto en oleadas de calor. Una nube de polvo amarillo flotaba sobre las estrechas y empinadas calles de la población, y en ellas gentes de rostros sufridos y curtidos por el sol con las cabezas cubiertas por telas negras, blancas o marrones, de igual color que sus vestidos polvorientos, transitaban ruidosamente, hablando y discutiendo. Las distintas tiendas de las calles hervían de gente; todos parecían estar irritados, se oían ladridos de perros; los niños jugaban en los escalones de las empinadas calles y mujeres con jarras sobre sus cabezas se detenían a charlar. Un fuerte olor de carne asada, vino agrio, hierbas, ajo y estiércol se extendía sobre todo el pequeño pueblo. Lucano se sintió feliz cuando se alejó de allí. Poco después se encontró de nuevo en el desierto.
Las montañas del color de la tierra cocida cambiaron su fisonomía, salpicadas tan sólo por pequeñas agrupaciones de blancuzcos pedruscos. La llanura que atravesaba era desolada, vacía y llena de infinita soledad. De vez en cuando una polvorienta y tiesa palmera, que luchaba por sobrevivir sobre el árido y rojizo suelo salpicado de negros peñascos, rompía la monotonía, algunas malezas y matorrales medio secos se entremezclaban con los cardos; las hileras de cactus sólo servían para aumentar la melancolía del paisaje. Además el sol, como una abrasadora esfera, derramaba cataratas de luz insoportable.
Al mediodía Lucano llegó de pronto a un remanso de agua intensamente azul, alimentado por una fuente subterránea. Encantado descubrió un grupo de jóvenes sauces amarillo-verdosos meciendo sus ramas en el aire. Ató su caballo después de haberle dejado calmar la sed con el agua fresca del remanso y le dio un saco de avena. Luego se sentó a la sombra de los sauces y abrió el cesto de la comida. Comió un ave deliciosamente asada, rellena de hierbas y cebollas, unos cuantos pastelillos de cebada que recubrió con miel y dos pasteles. Bebió del excelente vino que le había proporcionado Hilel, después de sumergirlo durante un rato en el agua del remanso. Era como estar sentado en el centro de un espejismo rodeado por una tierra salvaje y desolada y las pedregosas montañas humeando a distancia. No se divisaba ser viviente alguno, un profundo silencio se extendía sobre la tierra y las montañas. Le invadió un bienestar soñoliento y sin dejarse dominar por él se levantó y ágilmente volvió a montar su caballo.
Tuvo cuidado en seguir la carretera que bordeaba Jericó, pero pudo contemplar la ciudad desde lejos, abigarrada, con sus casas de dos pisos entremezcladas con grupos de cipreses, reverberando en el calor, y llegó hasta él la algarabía distante de sus gentes.
A partir de allí, empezó a encontrar rebaños de ovejas, paciendo la escasa hierba, pastores de rostros sombríos, cabras guardadas por sudorosos y ruidosos chiquillos.
Hilel le había hablado de una posada junto al río Jordán y dirigió su caballo hacia allí. La noche se acercaba. Imperceptiblemente la tierra cobraba un aspecto más fértil. Sobre algún monte había terrazas con hierba verde, palmeras, olivos e incluso algunos árboles frutales. El aire cálido y seco se llenaba con la fragancia de los viñedos. Ascendió un desolado monte y alcanzó la cima. A sus pies discurría el estrecho y retorcido Jordán, de intenso color verde, bordeado de sauces y altos árboles que proyectaban sombras acogedoras. Sintiendo la proximidad del agua el caballo descendió a galope.
Cuando llegó a las elevadas orillas del río desmontó; hombre y caballo descendieron resbalando sobre la cálida y húmeda tierra hasta el agua. El caballo bebió ansiosamente; Lucano se bañó la cabeza, manos y rostro. Sobre las aguas esmeraldas del río parecía reposar una dulce fertilidad que se torcía en una curva aguda. Cerca de sus orillas se alzaban pequeñas granjas, cuyas blancas casas se destacaban claramente en el sol o quedaban protegidas bajo la sombra de cipreses y otros árboles. Desde aquel lugar las montañas presentaban un aspecto menos fatídico y terrible.
Una niña de grandes ojos negros que conducía una manada de patos se le acercó mirándole inquisitiva. Lucano saludó a la pequeña con amabilidad; ella vaciló, luego contestó en arameo con el acento de los samaritanos. Él le hizo un gesto para que se acercase deseando ofrecerla un dulce de su cesto, pero la niña no se movió. Le creyó de Judea y los samaritanos estaban reñidos con los judíos; considerándoles demasiado cultos, superiores y haciéndoles malas pasadas durante las festividades, tales como encender fuego en los montes para confundir a los sacerdotes. La pequeña se echó de pronto a reír, le sacó la lengua y se fue corriendo seguida por los gansos que alborotaban tras ella.
Lucano montó de nuevo siguiendo las tortuosidades increíbles del río, refrescando sus sentidos en la contemplación de las pequeñas granjas desdibujadas en el crepúsculo. Escuchando el mugir del ganado y las ovejas, el parloteo de innumerables pájaros de brillantes colores cobijados en los verdes árboles, los dorados campos de trigo, centeno y cebada y las pequeñas casas cuadradas y blancas rodeadas de alegres jardines. Y las mil tonalidades de las vertientes de las montañas parecían gigantescas alfombras persas.
La luz declinaba rápidamente, un dorado tono discurría entre las orillas del río cambiando su color; el cielo se convirtió en escarlata y jade sobre las montañas y el aire fresco.
Lucano encontró la posada cerca del río. Tenía un patio empedrado de brillantes piedras negras; era pequeña pero limpia, y el posadero le saludó con placer, dándose cuenta de la estampa de su caballo. Ni siquiera su arameo sin acento le sorprendió, haciendo estremecer su corazón de samaritano. No albergaba con frecuencia a viajeros con caballos como aquél y los modales de su huésped, aseguraron al posadero que no era un hombre pobre. Se sintió tan complacido de tener un visitante que decidió no cobrarle más del triple del precio regular de comida y hospedaje. Le introdujo en una pequeña y limpia habitación que daba sobre el río asegurándole que encontraría una cama cómoda y libre de pulgas o piojos. Lucano miró el desnudo suelo de madera blanca y asintió.
Estaba cansado y se sentó sobre el lecho bostezando. Llenaban la posada voces roncas de hombres y estrepitosas risas. Los caballos pateaban en el establo, el sonido de pisadas retumbaba sobre las piedras del patio, una muchacha de servicio reía alegremente. A través de las toscas cortinas que cubrían la pequeña ventana, ascendía inundando la habitación un perfume de tierra fértil, uvas y abono, acompañado por el excelente olor de carne asada, pan en el horno, y un fuerte y grueso olor de sopa con especias. La criada, sin llamar a la puerta, trajo a Lucano un jarro de agua caliente, una palangana y una tosca toalla de lienzo marrón. Le dio una moneda y ella se sintió tan sorprendida y encantada que le favoreció con una reverencia examinándole con mayor interés. Su apariencia le gustó, aunque su blanca piel estaba caliente y roja por las quemaduras del sol. Hizo un saludo, le dejó, y bajó a la cocina para hablar del extraño caballero que le había regalado una moneda tan valiosa.
Lucano abrió las cortinas, contempló el cielo escarlata sobre las montañas y oyó la murmurante voz del arcio, que hablaba deslizándose por entre los árboles y los sauces. Lavó cuidadosamente su rostro, parpadeando, y luego cubrió su carne ardiente con un ungüento. Después descendió la empinada escalera de piedra hasta el comedor común, donde unos diez viajeros estaban ya sentados. El enorme hogar de piedra crepitaba con madera encendida, la carne se cocía lentamente sobre el asador, mientras una muchacha la bañaba con la grasa que escurría de ella. El suelo de la habitación estaba cubierto con una alfombra y las paredes estaban pintadas de blanco. Los demás viajeros quedaron silenciosos al contemplar a Lucano, sus rostros curtidos reflejaban una viva curiosidad mientras trataban de situarle como judío, galileo o samaritano. Habían dejado a un lado sus turbantes y su cabello lo habían peinado con descuido, sus ojos brillaban extrañamente por la mezcla de luz procedente de las lámparas y del fuego.
Lucano los saludó atentamente en arameo. Al principio no le contestaron, se encogieron de hombros y sus miradas se cruzaron, luego respondieron con hostilidad. Los galileos eran casi tan rubios como él y también muchos judíos, pero a pesar de su acento perfecto, su aspecto no era judío. La mirada de los huéspedes reflejaba desconfianza. Les sonrió, pero ellos no le sonrieron a su vez. Pensó ansiosamente en la cartera que tenía en su habitación y sus anillos. Había cerrado la puerta, pero a los ladrones nunca les detenían las cerraduras. Recordó al viejo Cusa y sonrió de nuevo. Los hombres permanecieron callados durante un rato, sintiendo entre ellos la presencia de un extranjero. Se sintieron sorprendidos al examinar sus pobres vestidos. Tenía un aire de segura tranquilidad a pesar de la sencillez de sus atuendos. Habían oído ya de su excelente caballo. Era un hombre misterioso, con unos modales principescos y a ellos no les gustaban los misterios.
El silencio se adueñó de lo que había sido antes una mesa vociferante. La sopa era espesa y buena, cargada de especias y hierbas, llena de trozos de carne cocida y harina. Los viajeros comieron en un silencio morboso, mirando de cuando en cuando a Lucano que estaba disfrutando de la comida. Los criados, que habían oído de su generosidad, le sirvieron a él primero con deferencia, esperando de su largueza alguna cosa. Recibió los trozos más tiernos de la cabra asada y los pedazos más jugosos del ave cocida. El vino era malo. Pero su copa fue continuamente llenada. Su plato era constantemente rellenado con los dátiles más maduros, muchas pequeñas y saladas olivas, y vegetales cocidos. Una de las criadas, con una sonrisa, abrió un higo chumbo y elaboradamente extrajo su suave interior para él a fin de que el misterioso huésped no hiriese su piel con las espinas. Todos los viajeros advirtieron estas preferencias con una mezcla de resentimiento, mayor hostilidad y sospecha. Lucano comió con apetito. Al final de la comida abrió su bolsa y depositó sobre la mesa junto a su plato lo que fue considerado una enorme suma. Los viajeros se estremecieron e intercambiaron significativas miradas.
Uno de ellos, un hombre barbudo y arrogante, con enfurecidos ojos habló rudamente.
—¿Quién eres tú, señor?
—¿Yo? —dijo Lucano sorprendido—. Soy un médico cuyo nombre es Lucano.
—¿Romano? —la pregunta estaba llena de desprecio.
—No. Griego —Lucano sonrió.
—Hablas arameo muy bien, señor.
—Hablo muchas lenguas —por primera vez Lucano se dio cuenta de la hostilidad.
—Llevas una espada. ¿Es costumbre que los médicos lleven espada?
—Es un país pacífico —añadió otro.
Lucano miró a su espada y luego a los rostros amenazadores.
—Soy un excelente espadachín y el mejor atleta en Alejandría.
Nadie le respondió, pero todos se sintieron atraídos por él. Por fin uno de ellos habló, intranquilo ante la azul fijeza en los ojos de Lucano.
—Nosotros somos un pueblo pacífico, nos disgustan las armas.
Lucano se encogió de hombros.
—Duermo con la espada en mi mano —y se levantó.
Tuvo la idea de vagabundear un poco después de la comida. Pero abandonó su idea. Fue a su habitación y la atrancó cuidadosamente, corrió las cortinas, extrajo la espada de su funda y la colocó sobre la cama. De repente se sintió exhausto. Se echó e instantáneamente quedó dormido. La lámpara quedó ardiendo.
Se levantó un poco después del amanecer, y ganó el corazón del hostelero no protestando ante la exagerada factura; el hombre le vio partir con una bendición en alta voz y las muchachas se reunieron en el patio para decirle adiós.
Siguió el río siempre que pudo, pero algunas veces la carretera torcía alejándole de él y se encontraba de nuevo en el desierto durante corto tiempo. Por allí, muchas de las montañas estaban rotas y tenían el rojizo color de la tierra, y devolvían el eco del trote de su caballo. Se sintió solo en un mundo de vasta desolación. Algunas veces podía ver las casas sobre las montañas, con algún ciprés polvoriento; entonces se preguntaba cómo sería posible que ningún ser humano viviese en aquel lugar tan amenazador. Cuando la carretera volvía nuevamente al río, brillante, sentíase alegre de nuevo y descendía a sus orillas para bañar sus ardientes brazos y piernas. Al mediodía comió el contenido de un paquete que halló al fondo de su cesto y bebió algo más de vino mientras jadeaba en medio de un calor insoportable. Pero sus manos estaban frescas y limpias.
Atravesó pequeñas poblaciones, los perros le siguieron ladrando y galopando tras su caballo. Se encontraba entonces en la provincia de Decápolis y la gente empezaba a parecer más rubia y alta, de ojos azules o grises, con cabellos y barbas de moreno claro. Cuando pasaba un rebaño de cabras por la carretera, el campesino le miraba, sonriéndole y le saludaba con su cayado. Al atravesar un pueblo, pasó junto a una pequeña casa de un carpintero. El hombre estaba rodeado por sus cuatro hijos y ellos hablaban mientras trabajaban sobre un trozo de madera tosca que desprendía un olor resinoso. Lucano pensó en Jesús y en su padre. Así había trabajado Él, con el martillo, la escarpa y el serrucho, dando forma al sencillo mobiliario del campo. Así le había aconsejado para clavar un clavo torcido. Y se sintió más cerca de Cristo estando cerca de los carpinteros, que en Jerusalén o con Juan y Santiago. Una mujer salió de la casa con un jarrón de leche y unas tazas; padre e hijos dejaron de trabajar para beber con fruición. La mujer sostenía el jarro con sus manos, sonriendo a Lucano. ¿Habría aparecido la madre de Cristo así, para refrescar a su hijo y a su esposo?
Debía continuar hasta el mar de Galilea, pero el crepúsculo empezó a extenderse sobre la provincia de Galilea. Encontró una pequeña posada precisamente cuando la noche se echó encima. Estaba en el país de Jesús y cuando se envolvió en su manta y miró a su alrededor en aquel lugar pobre, tuvo la sensación de haber llegado a casa.