Lucano contó a sus amigos Hilel y Arieh lo que había ocurrido en casa de Pilatos. Escucharon con profundo interés. Luego Hilel dijo con alegría:
—Demos gracias a Dios de que Herodes Antipas haya sido destituido.
—Sin embargo, Pilatos no debiera haberle humillado ante mí.
—Es un hombre inescrutable y tiene sus razones.
Hilel continuó hablando y dijo que María, la madre de Cristo había regresado junto a sus familiares para hacer una visita a Nazareth. Alguien había muerto entre sus parientes.
—La visitaré allí —dijo Lucano.
Hilel comentó que era un viaje muy largo. Sin embargo añadió:
—Podrás ver Galilea, donde Él enseñó por primera vez. Es un lugar hermoso. Pero hay una pequeña ciudad llamada Tiberíades, construida por Herodes en honor a César. Los judíos la consideran una abominación y no debes visitarla. Tampoco lo hizo Cristo. Habló sobre un monte que está cerca de allí, en la sinagoga, que es sencilla y humilde, como es el suelo. Pero no hay vida. ¿Permanecerás con nosotros hasta que Lea y Arieh se casen?
—Debo atender mis ocupaciones —dijo Lucano con tono de justificación.
—Entonces esperaremos a que vuelvas.
Cuando estuvo solo, aquella noche Lucano escribió lo que había oído de Poncio Pilatos y Herodes Antipas. No puso sus opiniones, sino la información que había recibido. Su evangelio iba aumentando. Algunas veces una nostalgia abrumadora se apoderaba de él. Si él hubiese podido tan sólo ver a Cristo personalmente. Si hubiese podido tan sólo mirar a sus maravillosos ojos. No le hubiese abandonado cuando sus seguidores le abandonaron con temor.
A la mañana siguiente, muy temprano, fue en una litera a la casa de Santiago y Juan, fuera de las murallas. Hilel había enviado un mensajero a los dos jóvenes hermanos que se habían mostrado conformes, un tanto sobriamente, en recibir a Lucano. Hilel les había escrito que si no fuese por Lucano, la proscripción contra ellos hubiese permanecido. Una vez fuera de las murallas, tras el monte de Sión, Lucano miró hacia atrás a través del cálido y pegajoso polvo. Aunque era temprano, las murallas amarillas de Jerusalén brillaban en medio de una terrible luz; un relumbrar de aguda incandescencia iluminaba las piedras de las paredes y las curvas y pedregosas montañas. Incluso las colinas cultivadas estaban envueltas en luz, de amarga desolación.
Las apiñadas casas fuera de las murallas ascendían por las laderas, amarillentas y grises, ardiendo en luz. La mayoría de ellas eran pobres, con pequeños jardines polvorientos y deshechos, palmeras, pinos, olivos y árboles frutales plantados a su alrededor. Nunca había visto Lucano una tierra tan atroz, tan seca, tan polvorienta. Los criados que llevaban la litera empezaron a jadear cuando ascendieron las colinas y finalmente se detuvieron ante una pequeña casa amarillenta más pobre que todas las demás. Un joven permanecía sobre los escalones, con una expresión sombría, en silencio. Debió hacer un comentario, porque tras él apareció otro joven con una cara afilada y pálida, fieros ojos negros, una boca llena aunque dura, una masa de rizos castaños sobre su alta cabeza. El primer hombre iba vestido de gris y se cubría con una capa oscura; el segundo usaba una vulgar túnica amarilla. Los dos parecían muy pobres. No dijeron nada a Lucano cuando éste descendió de la litera. Simplemente permanecieron de pie mirándole.
—Soy Lucano, huésped de Hilel ben Hamram —dijo Lucano tratando de sonreír ante el rostro y la formidable mirada que los otros le dirigían—. ¿Me esperabais?
Los dos hombres se miraron uno a otro. El rostro del mayor no era tan estrecho como el de su hermano, pero tenía una nariz larga y delgada, barba y cabello oscuro y una boca más fina. Poseía un aire menos salvaje que el hermano más joven, menos fanatismo y aspecto de rebelión. Dijo en arameo y con acento galileo:
—Te esperábamos —no dirigieron a Lucano ningún otro saludo—. Soy Santiago, hijo de Zebedeo de Cafarnaúm, y éste es mi hermano Juan.
Santiago señaló al joven delgado y de grandes ojos, que tenían la fijeza de un temperamento extático. ¡Los hijos del trueno! ¡Qué bien les iba la descripción! Lucano sintió su intensa hostilidad y resistencia incluso a hablar con ellos por causa de su apasionada y manifiesta desconfianza.
—Soy cristiano —dijo dirigiéndose hacia ellos y esperando suavizarles.
Pero ellos no le contestaron. Con un gesto de cabeza Santiago indicó a Lucano que debía seguirle, y le condujeron, en silencio, a la parte trasera de la pequeña y miserable casa, donde las paredes proyectaban un poco de sombra en medio de aquella luz violenta. No había ningún jardín allí; sólo polvo y tierra. Dos bancos de madera permanecían cerca de la casa. Los hermanos se sentaron en uno de los bancos y continuaron su escrutinio de Lucano. Suspiró… Aquellos hombres empezaban a ser difíciles. Él era un extranjero, un incircunciso impuro. Si tenían vino o pan, no parecían estar dispuestos a ofrecerle nada, ni siquiera darle las gracias por haberles salvado de la proscripción.
Había pensado hablarles de Keptah, de los caldeos, de los babilonios, de José ben Gamliel, de los griegos y su Dios Desconocido y de las profecías que habían sido transmitidas a través de las edades, no sólo por medio de los judíos, sino a través de otros pueblos. Pero supo al instante que ellos no le escucharían sino que se sentirían más resentidos que antes y más incrédulos. Mirándolos con gravedad se preguntó si aquéllos que habían caminado con Dios podían ser tan inhóspitos, tan sin caridad para un extranjero, tan duros y fieros.
Bajo las dos miradas poco amistosas Lucano habló con vacilación del evangelio que estaba escribiendo. Les dijo que en su viaje había oído mucho del Mesías. Tan sólo deseaba que ellos le dijesen lo que sabían a fin de poder continuar su trabajo.
—Yo nunca le vi, pero le he amado durante muchos años —dijo con suavidad.
Juan habló por vez primera con voz perentoria.
—Diremos lo que hemos visto con nuestros ojos. —Aspiró una profunda bocanada de aire y el frío y salvaje éxtasis de sus ojos acentuó su concentración—. Pero no comprenderás. ¿Le conocías? ¿Le oíste? Sin esto no puedes saber nada.
«Si, pensó Lucano, le conocisteis vosotros y le oísteis, pero su amabilidad y su amor no están en vosotros, ni su caridad. Haréis buenos evangelios. Mas habrá poca misericordia, ternura o amabilidad en lo que digáis o hagáis».
Santiago dijo con voz grave:
—Si hubiese destruido esta ciudad cuando se atrevieron a rechazarle. ¿Por qué no hizo descender la ira del cielo sobre ella?
Lucano no respondió. Colocó sus manos sobre sus rodillas y esperó. Los hermanos cruzaron otra mirada. No eran mellizos, pero evidentemente eran inseparables, se comunicaban entre sí por medio de miradas y tenían poca necesidad de hablar para entenderse. El terrible calor penetraba incluso en aquella polvorienta sombra. Lucano se secó la frente y el rostro con un pañuelo. Los otros continuaron mirándole y entonces, por primera vez, apareció la curiosidad en sus fervientes rostros. La calma de Lucano, su gravedad, su belleza y su convencimiento, la serenidad de sus ojos azules, había empezado a impresionarles y a mitigar algo su natural enemistad ante un extranjero. Fue Juan quien empezó a hablar en frases cortas y cortantes. Pero después de un poco se sintió transportado por una incontrolable pasión. Sus ojos adquirieron una luz interna vívida y se quedó contemplando al cielo. Su voz se hizo elocuente.
—En el principio era el verbo, y el verbo era con Dios y el verbo era Dios. ¡Bendito sea su nombre! Él era la vida y la vida era la luz de los hombres.
Juan habló de los milagros de Cristo, sus enseñanzas, de Juan el Bautista. Cuando hablaba del silvestre y vehemente Bautista, su voz adquiría un tono lírico y enfático. No había otro a quien él realmente pudiese comprender. Allí había habido uno que hablaba de la ira y de la venganza de Dios hacia los incrédulos, del juicio que se aproximaba, de los merecidos castigos, allí había habido uno que aconsejaba, que había avisado, que no habló de misericordia. El apasionado anacoreta del desierto, el que se alimentaba de miel silvestre y de langostas, el medio desnudo y barbudo gritador ante el Señor, estaba más cerca del corazón de Juan. Apretó sus delgadas manos sobre sus rodillas, se estremeció con gozo y deleite.
—He oído grandes revelaciones —exclamó golpeando sus rodillas con los puños— del día del juicio, de las terribles cosas que tendrán lugar, de los humeantes pozos del infierno en los cuales las almas de los malos caerán como copos de nieve. De los vengativos serafines y querubines, de los buenos y los malos que quedarán eternamente divididos por la ira de Dios, y de los condenados para siempre. Te escribiré estas cosas personalmente.
—Sí, sí —dijo Lucano suavemente—. Pero yo he venido para enterarme de sus palabras, de sus milagros.
No le gustaba el amenazador brillo en los ojos del joven.
Las narices de Juan se distendieron. Veía las más amenazadoras visiones con su vista interna y se regocijaba en ellas con un gozo profundo. Miró, cuando Lucano habló, y le contempló casi sin verle. Santiago dijo:
—Nuestro visitante ha preguntado por las palabras de Dios y los milagros entre los hombres. Fuimos sus testigos. Continúa.
De esta forma Juan le contó a Lucano lo que éste deseaba saber. El transcurrir del tiempo se hizo irrespirable de calor y polvo acre. Lucano escuchó con toda su alma. La voz de Juan adquirió las notas de una triunfante trompeta y de un gran júbilo. Mientras que otros, al hablar de Cristo, hablaban con amor y con tierna alegría, Juan hablaba con una exaltación creciente. Algunas veces no podía refrenarse. Se levantaba y andaba de un lado para otro fervientemente, su rostro delgado abrasado. Parecía crecer de estatura y fuerza, caminando desde el extremo de la sombra hasta la luz brillante, sus rasgos iluminados u oscurecidos alternativamente, sus manos en un momento sombreadas y seguidamente encendidas como fuego. A pesar suyo, Lucano se sintió fascinado, tanto por lo extraño del joven evangelista como por las historias que contaba. Algunas veces Santiago intervenía, cuando Juan, cansado, se detenía por un momento para aclarar una palabra o una historia. Y Juan le miraba impaciente con unos ojos expectantes. Durante las pausas Lucano escribía rápidamente con su estilo, a fin de que todo quedase perfectamente registrado. Una o dos veces pensó: «Este hombre descorazonaría a los reflexivos, amables y compasivos. Pero será como un pilar de fuego amenazador para los lánguidos, los débiles, los egoístas, los escépticos, los apáticos y para aquéllos que son incapaces de excitarse por visiones de desprecio y castigo. Será el terror de los materialistas. Apela a las pasiones y puede despertarlas en los más complacientes». Cuando Juan contaba lo que había visto y oído no era con el asombro, la felicidad y la tristeza que otros habían usado al expresarse a Lucano. Contaba las historias con un aire de furioso desafío, como retando a la incredulidad y presto a lanzarse sobre ella.
Contó la crucifixión sin el miedo o tristeza de Prisco, pero con ira y agonía en su rostro que se hizo incluso más vengativo. Algunas veces Santiago se movía intranquilo, no en desacuerdo con su hermano, sino a la vista de sus brillantes ojos y el tono de su voz. Y algunas veces Juan miraba a Lucano con una fiereza que indicaba que casi creía que el propio Lucano había clavado los clavos en la carne sagrada. Lucano pensó que permanecía ante él, condenado como un malvado gentil que había destruido el cuerpo de Cristo y aparentemente creyendo que estaba destinado para siempre a su terrible infierno.
El mediodía llegó con una luz intolerable sobre la pobre casa y la sombra se acortó. Juan estaba exhausto y cayó sobre el banco, cubrió su sudoroso rostro con las manos y sollozó en voz alta. Luego murmuró una y otra vez:
—El día del juicio eterno. Lo dice mi alma; mi alma tiembla temerosa y sin embargo se siente exaltada.
Dos cabras llegaron cerca de la casa buscando la frescura de la sombra y las últimas briznas de hierba. Santiago entró en la casa, trajo un recipiente de bronce y ordeñó a los inquietos animales. Volvió a entrar en la casa y de nuevo salió con tres vasos de barro y un plato en el que había pan negro y un trozo de queso. Puso estas cosas ante él sobre el banco y miró con cariño a su hermano.
—Comamos y descansemos —dijo.
—Gozoso el día cuando no habrá más comida ni más bebida —dijo Juan con voz temblorosa.
Sin embargo, bajó sus manos. Su rostro estaba cansado con la desesperada presión de sus dedos. Miró a las tres tazas, a la humeante leche de cabra y su voz salió como para decir que no estaba aún preparado para comer y beber fácilmente con el gentil, o aceptar su presencia con igualdad. Pero su hermano tomó una de las tazas y se la dio a Lucano presentándole el plato de pan y queso. Lucano le sonrió agradecido y el rostro de su hermano tomó un aspecto de intranquilidad.
—Comprenderás que el alma de mi hermano aún no está reconciliada con los acontecimientos —le dijo.
Juan frunció el ceño implacable. Tomó también en silencio una taza, pero rehusó comer.
—Se nos ha ordenado que llevemos las buenas nuevas a todas las naciones del mundo —dijo como mostrando desacuerdo.
—Yo soy uno de las naciones del mundo —dijo Lucano un tanto con piedad y un tanto vejado por aquel profundo desprecio de aquel hombre apasionado.
Juan bebió sobriamente. Sus pensamientos habían ya dejado a Lucano. Era como si estuviese hablando consigo mismo; interiormente rezaba con un fervor cada vez mayor. Pero Santiago miró a Lucano con más y más incertidumbre, como si su opinión sobre él estuviese cambiando y lamentase su anterior falta de hospitalidad. Finalmente dijo:
—No nos consideres desagradecidos por lo que has hecho por nosotros.
Juan alzó la cabeza y dijo agresivamente:
—El Señor no hubiese permitido que fuésemos perseguidos por largo tiempo.
Lucano no hizo ningún comentario. Su litera llegó para recogerle, y se levantó dando las gracias a Santiago por la buena leche y los alimentos. Santiago se levantó también y le siguió a la parte delantera de la casa. Pero Juan permaneció en su banco, la cabeza inclinada sobre su agitado pecho. Cuando Lucano entró en la rica litera y alzó su mano en señal de saludo, Santiago vaciló, luego alzó su propia mano diciendo adiós. Volvió hacia la casa rápidamente. Lucano sintió piedad por los dos hermanos. Se les había exhortado a realizar una tarea gigantesca entre extraños y en su espíritu la temían; sin embargo, debían obedecerla.
Cuando los portadores de la litera ascendieron las cálidas escaleras blancas que conducían a las puertas de Jerusalén se detuvieron para descansar un momento, y desde allí Lucano pudo ver la pequeña ciudad de Belén en la distancia, brillantes sus casas, cubiertas de techos planos. Allí Jesús había nacido, en aquel polvoriento lugar, y allí, en los montes cercanos, había brillado la gran estrella y los pastores habían oído las voces de los ángeles trayéndoles el mensaje de los siglos. Una tierra de portentos, una tierra muy extraña y de contrastes.
Hilel le esperaba en el jardín, donde las fuentes proporcionaban un gran frescor a la temperatura. Lucano miró a su alrededor con placer. De las paredes cubiertas con flores, se derramaba una nube de púrpura. Paseos recortados se extendían alrededor de piscinas cuadradas en las que peces dorados nadaban, y brillantes matorrales amarillos estaban cuajados de flores. Florecientes chumberas mostraban rojos floridos en sus gruesas hojas verdes. Setos de crisantemos y rosas blancas, rodeados por senderos rojizos o marrones estaban primorosamente cuidados. Altas y delgadas palmeras datileras cubiertas con ricos frutos y árboles de laurel prestaban sombra al ambiente. El tintineo y salpicado de las fuentes proyectaba el agua sobre la hierba. Lucano bebió algo de vino helado y le contó a Hilel su visita a Santiago y Juan.
—Hombres así hacen difícil la paz —comentó Hilel moviendo su hermosa cabeza—. Mañana partiré para Nazareth y Galilea. La retirada de la proscripción contra los cristianos ha despertado mucha excitación en Jerusalén —dijo Hilel—. A propósito, Poncio partió repentinamente para Roma esta mañana. Nunca se ha preocupado por Judea. Un grupo de centuriones entregó un mensaje de Tiberio para ti, con tu anillo.
Devolvió a Lucano el maravilloso anillo, y éste volvió a colocarlo en su dedo. Luego abrió la carta de César.
Saludos al noble Lucano, hijo de Diodoro Cirino. Fue con alegría como recibí el anillo que te di en cierta ocasión y que de nuevo te devuelvo. Soy ahora un anciano y estoy muy cansado. Durante muchos años esperaba únicamente recibir este anillo en muchas ocasiones. Pero los años pasaron y mantuviste silencio. Cuando el anillo llegó nuevamente de Poncio Pilatos con la petición que tú hiciste de cierta proscripción que él había promulgado contra una pequeña secta, para que fuese levantada, me sentí sorprendido. No habías pedido nada para ti. Reflexioné. He pensado en ti muchas veces, mi querido Lucano. He oído muchas cosas de ti, hijo de Diodoro Cirino. Te sentirás feliz de saber que tu casa está bien. Tu hermano Prisco ha sido reclamado para un largo permiso. He oído decir que le curaste de una monstruosa enfermedad. Te sorprenderá saber que no siento escepticismo acerca de esto. Acepté la historia por completo. En mis horas más oscuras vuelvo mis pensamientos a ti. Algunas veces me siento tentado a ordenarte que vuelvas a Roma, para hablar contigo y contemplar tu rostro. Luego sé que no querrías, aunque obedecieses. No mando a hombres como tú, ni incluso para mi propio placer. Los considero como los romanos consideraron tiempo atrás a sus propios dioses. No son dignos, ni los propios Césares tienen bastante poder para ordenarlos.
Habrás oído, sin duda, las más terribles historias acerca de mi crueldad en estos últimos años. No las niego, incluso a ti. Son ciertas. Estoy lleno de odio y mi odio aumenta con el tiempo. Me vengo sobre aquéllos que han corrompido el pueblo de Roma y a sus criaturas, los senadores y los tribunos, los políticos y todos los avarientos e inconscientes rapaces que me rodean. En cierta ocasión tuve el sueño de hacer que Roma fuese otra vez Roma, llena de virtud, paz, justicia y honor, como tu padre lo soñó. Pero ¿puede el César prevalecer sobre su pueblo? Le conducen. Cierran su púrpura hasta las cloacas. Ensordecen sus oídos con sus hambrientas demandas. Deshonrar su honor con sus apetitos. Mellan sus espadas con sus lenguas esclavizadoras. Estoy perdido. Piensa en mí con amabilidad, si quieres, porque te amo como un padre.
Lucano no pudo evitar el echarse a llorar después de haber leído aquella carta y se la dio a Hilel para que la leyese. Hilel empezó a leerla fríamente y terminó muy emocionado.
—Pobre hombre —murmuró por fin—. Qué amargado y turbado debe estar para confiarse así a ti. —Luego añadió—: A pesar del consejo de Pilatos a Herodes Antipas, éste ha apelado a su cuñado Agripa en Roma. Agripa tiene mucha influencia, por lo tanto se retrasará la partida de Antipas de Jerusalén, hasta que se decida el poder que tiene Agripa con César. Los retrasos son las armas formidables de los príncipes. No habrá una inmediata persecución de los cristianos aquí…, pero no se puede hablar del futuro. Depende de su propia discreción. El sumo sacerdote está enfurecido y envía constantes mensajes a Agripa. ¿Quién sabe lo que el futuro traerá? Podemos estar tan sólo seguros de una cosa. Se producirá un cambio, bueno o malo. —Hilel continuó diciendo—: Tengo amigos en muchos lugares del mundo. Los cristianos judíos están intentando hacer prosélitos en Damasco y allí hay mucha ira contra ellos también. Así lo he oído hoy. Parece que algunos de los más jóvenes creyentes de Cristo han vuelto de nuevo a la ciudad y predican y exhortan constantemente llevando sus nuevas a los muy piadosos judíos que allí residen. He recibido esta mañana una carta de mi buen amigo, Saulo de Tarso, un ciudadano romano, miembro de una casa judía de gran importancia, y además oficial romano. Va a Damasco a terminar con la insurrección y los desórdenes de la ciudad; toma sus deberes romanos muy seriamente. Había intentado visitarme aquí, pero un asunto de última hora en el tribunal de justicia, impidió que lo hiciese. Saulo es un hombre de no pequeño poder y es muy rígido. Siento temor por los cristianos de Damasco.
Lucano consideró esto con ansiedad. Luego, mientras reflexionaba, se sintió repentinamente exaltado y misteriosamente consolado.
—No te preocupes —dijo maravillándose ante sus propias palabras—. Todo irá bien.
—No me gustan los consuelos engañosos —dijo Hilel—, porque soy un hombre de bastante rigor lógico y no muy optimista. Pero cuando dices «todo irá bien», entonces siento que hablas con el lenguaje de los ángeles y no con el de los hombres.