Lucano permaneció en la casa de Pilatos hasta que estuvo seguro que su hermano estaba completamente recobrado. La salud de Prisco volvió rápidamente, su cuerpo consumía alimentos en una proporción enorme. Su rostro volvió a recobrar su antigua alegría morena. Brillaba con entusiasmo, él y Plotio practicaban la esgrima en el pórtico exterior y el joven no parecía tener bastantes ejercicios atléticos. Lucano estaba lleno de felicidad. Prisco volvería a sus posesiones y a su familia. Iris se alegraría.
—No tengo mucha fe en mis capataces —dijo Prisco sobriamente—. Permaneceré por lo menos un año, si César lo permite, antes de aventurarme a una campaña.
Intentó persuadir a Lucano de que volviese con él, pero Lucano se negó con la cabeza.
—Tengo mucho que hacer aquí —replicó, y no dio más explicaciones aunque Prisco y Plotio le miraron con curiosidad.
Cuando Prisco insistió de nuevo en que por lo menos volviese durante algún corto tiempo, Lucano cambió de conversación. Él, Prisco y Plotio disfrutaban del brillante aire del atardecer tan fresco en aquella montaña. Lucano se puso en pie y dijo:
—Estoy cansado de contemplar vuestras luchas de gladiadores inhábiles.
Apartó su ropa y permaneció cubierto únicamente con su túnica, mientras flexionaba sus músculos. Aunque una considerable cantidad de gris cruzaba el oro de su cabello, sus rasgos griegos tenían una forma ascética, era corporalmente como un joven. Prisco se acercó a él, tomó la postura de luchador mientras Plotio les contemplaba sonriendo. Prisco se acercó a Lucano y extendió su brazo para cogerle. Lucano esperó que sus dedos tocaran su hombro. Luego se inclinó hacia atrás rápidamente y Prisco salió volando por encima de sus hombros y cayó con un golpe sordo sobre la hierba. Plotio se sintió sorprendido…, no pudo ni siquiera aplaudir, Prisco yacía sobre la hierba parpadeando y agitando su cabeza mientras Lucano se reía.
—Un rayo me ha herido —exclamó Prisco levantándose.
Corrió de nuevo hacia Lucano y éste apenas sin moverse lo derribó de nuevo. Esto excitó enormemente a Plotio. Solicitó una lucha con Lucano y sufrió la misma clase de vuelo por el aire. Los dos se sintieron muy excitados. Lucano explicó como intentando justificarse.
—Es muy sencillo. No podéis imaginaros cuánto me ha servido cuando he tenido que tratar con rufianes y ladrones en las ciudades. Me lo enseñó un maestro chino en Alejandría después de que yo juré que guardaría el secreto.
Sin embargo, deseaba revelar su secreto en el arte de lanzar el disco, boxeo, esgrima, así como el salto a distancia. Incluso derrotó al diestro Plotio en esgrima.
—Vaya, exclamó Plotio —secando el sudor en su rostro con su fuerte brazo—, eres como un joven.
—No es cuestión de fuerza —dijo Lucano que estaba disfrutando mucho—. Es cuestión de gastar tu fuerza hábilmente y gastar tan poca como sea posible.
Prisco y Plotio desearon llevarle al circo cerca de Cesárea, pero Lucano no sentía ningún amor por los juegos y la brutalidad de los gladiadores. Entonces Pilatos anunció que él debía volver a Jerusalén y se ofreció a llevar a Lucano con él a lo que el médico asintió inmediatamente. Había llegado la hora de su partida. Abrazó al desconsolado Prisco y le dio amorosos recados para su familia en Roma. Luego acompañando a Pilatos y a Plotio partió de Cesárea despidiéndose de Josuá, el médico, a quien él había llegado a amar no sólo como un colega, sino como a un hermano.
Plotio insistió en que Lucano visitase el templo de Apolo y de Zeus en la ciudad, mientras la caravana de caballos y carrozas descendían del monte. Herodes había construido el enorme templo, para su amigo Pilatos y el procurador se sentía orgulloso de él. Una doble columnata de gigantescas columnas conducían hasta el templo, alternando el mármol blanco y el rojo oscuro porfidio, lo cual le daba una apariencia exótica. El techo elevado de la columnata estaba decorado con bajorrelieves de dioses, diosas, centauros, ninfas y sátiros, como voluptuosos miembros mezclándose juntos, sus rostros sonrientes y maliciosos. El aire brillante les daba una apariencia viva. El suelo estaba pavimentado de mármol multicolor, rojo y azul con círculos blancos. Pero el elevado templo, amplio y cuadrado, era sorprendentemente austero y allí se revelaba el incierto espíritu griego de Herodes, porque no había frescos, ni bajorrelieves, sobre las deslumbrantes paredes y blancos techos. Dos enormes estatuas se alzaban una frente a otra, una de ellas sentada, tres veces mayor que el tamaño de un hombre, Zeus, con su barba de blanco mármol y Apolo de Rojo. Se miraban uno a otro con frías y ultraterrenales caras, las manos reposando sobre sus rodillas como si se retasen. Delante de ellos se alzaban altares con incienso humeante y allí estaba el altar plano sobre el que había una lámpara de oro y sobre la que se había inscrito: Al Dios Desconocido.
Lucano permaneció meditando ante la lámpara que descansaba sobre el desnudo altar. Pilatos colocó su dedo reflexivamente sobre sus labios y miró a la gran y sencilla piedra. Plotio deslizó unas cuantas monedas en una caja de bronce que reposaba a los pies de Zeus. La luz del sol penetraba en el templo y un vasto silencio le llenaba. El menor movimiento, incluso la respiración, despertaba ecos en el techo y las paredes, hasta el débil siseo de la lámpara podía ser oído.
Lucano volvió la cabeza y contempló la enorme figura de Zeus, con su barba, sus rígidos rasgos, sus ojos profundos. El griego recordó a Moisés y sonrió tristemente acordándose de Herodes, aquel hombre rasgado entre dos mundos y dos religiones. El rostro de Apolo, aunque remoto, tenía una expresión más inquieta; las cuencas de sus ojos daban un aspecto volátil a sus rasgos a la vez que retadores. Era como si en la propia escultura de sus vestidos, con su tremenda cabeza, estuviese a punto de alzarse y solicitar una lucha con Zeus para controlar a la humanidad. Y Zeus en una actitud de olímpico reposo se sentaba divinamente grandioso. Lucano estaba seguro, en aquella radiante y rápida luz. Una ligera sonrisa jugueteaba en sus carnosos labios. El séquito tomó la estrecha carretera cerca del antiguo mar, que tenía un color que excitaba la vista. Muy tranquilo, yacía como un cielo azul extendido hacia el horizonte, sobre el que barcos con sus blancas velas flotando se deslizaban majestuosamente. Los caballos aceleraron la marcha en la carretera, porque era largo el camino hasta llegar a Jerusalén, el aire era puro, aunque un polvo amarillo se alzaba de nuevo porque allí la tierra era arenosa. A la izquierda de los viajeros se elevaban las montañas bajas, desnudas por el incandescente calor, otras marcadas con múltiples terrazas de piedra que incluían trozos de tierra cultivada, color esmeralda y oro. Campos de olivos como vieja plata, elevaban sus retorcidas ramas en el aire, las ovejas bebían o pacían bajo ellos, dejando que su fecundo estiércol fuese aprovechado por los árboles. Grupos de palmeras datileras se elevaban en las laderas; entre sus polvorientos fondos podía ser visto el cálido oro de su brillante fruto. Los viñedos se tostaban al sol sobre las terrazas inclinadas, los árboles frutales se apoyaban contra amarillentas piedras y los cipreses permanecían en grupos de centinelas, oscuros y vigilantes, sus ramas inconmovibles. En las partes inferiores de la montaña, frescas y brillantes, pacía el ganado y pequeñas fuentes surgían de la tierra burbujeando como una rápida plata. Los niños las guardaban perezosamente; un rebaño de patos comía esparcido y reñían entre ellos. Aquí y allá una baja capa se alzaba en los trozos verdes, rodeada de pastos y flores. Las mujeres hilaban y levantaban sus cabezas para contemplar el ruidoso séquito que pasaba por allí cerca. Algunos perros ladraban. Era una hora temprana de la mañana, y los pájaros estaban silenciosos en sus nidos.
Lucano se sintió lleno de paz en aquel pacífico paisaje, el mar a su derecha, la montaña a la izquierda. Permanecía sentado en la carroza de Plotio; hombres a caballo marchaban ante ellos, llevando los estandartes, las águilas y las banderas de Roma, sus anchas espadas colgadas de su costado, sus yelmos brillando al sol. Plotio empezó a cantar canciones propias de los soldados. Poncio Pilatos se sentaba en su propia carroza esculpida de bronce, pálido y silencioso, con su cabeza inclinada como si estuviese dormido. Un esclavo permanecía de pie junto a él con un parasol de rica seda para preservarle del sol. Iba vestido de negro. Los campesinos caminaban a lo largo de la carretera llevando cestos de fruta en sus cabezas o manojos de vegetales en la mano. Se apartaban silenciosamente para dejar paso al importante cortejo y miraban tras ellos, con oscuros, fieros y resentidos ojos. Un hombre golpeaba a su burro rebelde que seguía a los carros con una cadena de juramentos, y su compañero sonreía tímidamente.
Y siempre, esparcidas por doquier, estaban las férreas fortalezas de Roma, sobre cuyos tejados estaban los soldados que saludaban con la mano en señal de reverencia, y las banderas, adormecidas en el tranquilo aire de la mañana. Un agudo olor se alzaba de los bosques de pino, donde los campesinos los estaban sangrando para obtener su resina. De cuando en cuando aparecían grupos de muchachas que llenaban sus jarros en los pozos, miraban a los carros y a los jinetes con ojos oscuros y repudiantes, con los pliegues de los paños de la cabeza llenos de un polvo sucio y sus morenos pies desnudos. Así pensó Lucano: «No es tan pacífico como yo creí. El pueblo odia a los romanos, este pueblo sencillo observa de forma distinta a sus hermanos más sofisticados, que, en las ciudades, hacen buenos negocios con el enemigo y se ríen y lloran con él». El cortejo se paraba para comprar higos o dátiles de algún campesino, que silenciosamente los alargaba sobre anchas hojas verdes, o se detenía para beber en un fresco manantial y estirar sus piernas. Posteriormente se sentaron en un pinar para comer una excelente comida de aves frías, carnes, aceitunas, granadas, lenguas preparadas de cordero y vino.
—Detesto viajar —se quejaba Poncio Pilatos limpiando sus manos fastidiosamente en una blanca servilleta de lino—, y especialmente en esta tierra extraña. El vino es abominable.
Pero para los labios de Lucano era dulce, meloso y suave. El rostro de Pilatos estaba sofocado y suspiraba. Dijo a Lucano con una mirada afectuosa:
—He dormido como un niño, gracias a ti, mi querido Lucano, y aunque mis pensamientos son algunas veces pesados ya no me siento deprimido. He enviado el anillo al César y él te lo devolverá por correo.
Continuaron su camino. Las montañas reverdeaban. Cruzaron pequeñas agrupaciones de casas construidas de barro amarillo, protegidas por grupos de oscuros cipreses. La tierra parecía danzar en olas de calor, y el mar brillaba como un fuego azul. Aquí y allá las montañas tomaban un aspecto cuadrado, sulfuroso y áspero. Blancas paredes a lo largo de la carretera danzaban mostrando flores rosadas o purpúreas. En cierta ocasión oyeron el fuerte tronar de una estrecha catarata que saltaba en un lado de la montaña. Pequeños valles de un verde lívido se extendían como dedos entre los montes.
Allí, a lo largo de aquella carretera, dirigiéndose hacia su hogar, creyó Lucano que Jesús había caminado muchas veces. Conocía aquel polvo, aquellas aldeas donde se detenía para refrescarse, aquellas voces, aquellos pozos, aquellos cipreses, aquellas flores, aquellos diminutos prados. ¿Acaso Él se sentó en alguna de aquellas piedras hablando a sus cansados seguidores? ¿Acaso se acercó para tomar unos racimos de dátiles en aquel lugar? ¿Acaso comió un puñado de aquellas aceitunas negras, que destilaban amargor? ¿Acaso sonrió a aquellas ovejas? ¿Acaso miró al deslumbrante mar? ¿Acaso disfrutó de una roja granada? Había allí un pozo que parecía un espejo azul. ¿Se bañó sus cansados pies en él? Y…, ¿qué dijo, en su amabilidad, a aquellas muchachas que estaban en el pozo? ¿Qué pensó de las redondas o cuadradas fortalezas romanas alzadas en el suelo de su país? Debió haber mirado a sus torreones y soldados reflexionando. El aire era luminoso y silencioso allí. «¿Escuchó el eco de los cascos de los caballos romanos y de las ruedas de sus carrozas como las oigo yo ahora?». Lucano se sentía lleno de asombro y humildad.
Salvaron el flanco de una elevada montaña y un llano cubierto de rojas amapolas se extendió a su derecha, mezclado con extrañas flores amarillas, ardiendo bajo el sol. Era un campo de trigo, puro oro, meciéndose ligeramente, mientras los campesinos recogían la cosecha, llamándose unos a otros en un arameo tosco. Detuvieron su trabajo por unos momentos para contemplar el paso de la comitiva y su silencio era amenazador. Pero el llameante cielo se arqueaba sobre las montañas y la luz era impresionante sobre las abrasadas colinas. Pilatos aprobaría su desnuda desolación. ¿Acaso los romanos no necesitaban los cipreses para sus barcos? El que ellos hiciesen que las montañas estuviesen desoladas no importaba. Entonces oyeron un lamento o cántico de lo más doloroso.
—El Señor es mi pastor —exclamaban roncas voces en hebreo—, no temeré ningún mal. En pastos verdeantes me dará reposo. Me conducirá a aguas tranquilas.
La tierra estaba agrietada y reseca y el aire lleno de un polvo amarillento y las montañas peladas, oscureciéndose lentamente, alzaban sus cabezas a poca distancia.
—Un funeral judío —dijo Plotio señalando hacia la derecha con su látigo.
—Contemplémosle —rogó Lucano, y Plotio detuvo su carro al instante, porque no podía negar nada a Lucano, incluso aquella tontería.
Los viajeros avanzaron al paso, luego detuvieron los caballos y esperaron curiosamente. El carro de Poncio Pilatos se acercó al de Plotio y dijo:
—¿Qué os pasa?
—Un funeral judío —repitió Plotio—. Lucano ha querido verlo.
Pilatos frunció el ceño con un gesto de incredulidad.
Cansados y barbudos hombres vestidos de oscuro llevaban un ataúd negro, sus mujeres vestidas de gris les seguían llorando. Una de ellas permanecía aparte cantando el salmo de David con un gorro negro sobre su cabeza, sus manos unidas y sus ojos elevados al cielo. La escena era infinitamente dolorosa en aquel lugar polvoriento y seco; un pobre cementerio rodeado de un silencio ardiente. Las plañideras no se daban cuenta de que los romanos se habían detenido para contemplarles. Se deslizaban sobre la abrasada tierra en una línea patética. El cantante exclamó:
—Él no rechazará mi alma. Me conducirá por senderos rectos por amor a Su Nombre. Aunque ande en el valle de sombra de la muerte no temeré mal alguno porque Tú estarás conmigo y tu vara y tu cayado me darán aliento.
Los demás hombres se unieron a él débilmente, los portadores se inclinaban bajo el peso del ataúd porque eran viejos, las mujeres elevaron desesperadas voces en tono más alto y golpeaban sus pechos mientras seguían a los hombres. Entonces Lucano vio que un hombre permanecía aparte, un joven que no miraba al cielo, sino fijamente al suelo y que no se unía al resonante cántico. Su rostro era terrible y pétreo, parecía no darse cuenta de nada; los pocos presentes no le miraban sólo el cantor, el Rabí, miró hacia él con gesto de reproche y elevó su voz más alto todavía.
—Sólo la bondad y la magnanimidad me seguirán todos los días de mi vida.
El joven abrió entonces los ojos, miró temeroso a su alrededor sombríamente y colocó las manos sobre su rostro. Un rasgado grito surgió de él, repentino y agudo, después quedó silencioso.
Lucano no supo por qué descendió de la carroza y quedó de pie sobre el polvo frente a la gente del funeral.
—¿Qué le pasa? —preguntó Pilatos con alguna petulancia.
Los soldados, a caballo, contemplaron a Lucano y permanecieron en grupo.
El Rabí oficiante murmuraba entonces algunas oraciones y de pronto vio cómo Lucano se acercaba a él. Lucano con su túnica bordada en oro y su firme y hermoso rostro. El viejo Rabí parpadeó confundido; sus ojos enrojecidos estaban irritados por el polvo y la tristeza. Luego una mirada de fría afrenta cruzó su rostro oscuro y vio a los demás en la carretera, los soldados romanos arrogantes, con sus faces coronadas de águilas, sus ricas carrozas, sus excelentes caballos, sus yelmos, espadas y banderas.
—¿Debes tú entrometerte en esto? —preguntó el Rabí a Lucano.
Su rostro se movía desesperadamente. Luego exclamó:
—Dejadnos romanos, adoradores de espíritus malignos. Alejaos de este lugar donde nuestros sagrados muertos duermen en el polvo.
Lucano alzó su mano y dijo con mucha amabilidad en arameo:
—La paz sea contigo, Rabí.
Ante este saludo judío, el Rabí quedó silencioso. Estudió el rostro de Lucano y sólo vio amabilidad, simpatía y amor en él. ¿Era aquel hombre también judío? ¿Estaba emocionado en su corazón por un pequeño funeral de los pobres? Los ojos del Rabí se llenaron de lágrimas. Miró a los portadores del féretro que se habían detenido ante una ruda fosa en la ocre tierra.
—La paz sea contigo también —respondió el Rabí; luego murmuró—: Es mi hija, mi única hija, la que ha muerto. Mi pequeña, el corderito de mi ancianidad, que era muy hermosa. Murió esta mañana al dar a luz y más allá está su joven esposo que no podrá ser reconciliado y que maldice a Dios en su corazón.
Lucano miró al joven esposo, tan abatido, silencioso, cubriendo sus ojos con las manos; era alto y esbelto, iba vestido de negro y estaba solo, como están aquéllos que sufren la muerte de los que aman.
—Él está desolado Rabí —dijo Lucano, y pensó en Rubria.
El Rabí golpeó su pecho y las lágrimas corrieron a través de sus curtidas mejillas.
—¿No estoy yo también desolado, señor, yo, su padre, viudo, que no tengo ya más que un débil nieto? Sin embargo alabo a Dios y me inclino ante su voluntad y sé que Él da y Él quita. Pero en cuanto al esposo de Rebeca hay esperanza, porque es joven y tiene aún a sus padres, se casará de nuevo a pesar de sus juramentos, sus exclamaciones de odio contra Dios y toda su desesperación.
Pero Lucano no podía creer aquello, porque la postura del abatido esposo era la de su ilimitada agonía. Vaciló, luego lentamente se acercó al joven y puso la mano sobre su hombro. El joven no se movió, tan sólo murmuró incoherentemente:
—¡Oh, si tan sólo Él estuviese aquí! Él que se detuvo para hablar con nosotros y resucitar a los muertos. Él podría llamar a mi esposa y ella se levantaría y volvería a mis brazos.
Lucano miró a su alrededor. Los portadores habían dejado el féretro al borde de la tumba y esperaban. Las mujeres permanecían junto a la tumba esperando. Todos ellos miraban entonces al Rabí, a Lucano y al esposo inmóviles de dolor. Lucano dijo al joven marido:
—Ella no ha muerto, sino que vive. No está sorda, sino que oye. No se ha ido, sino que está entre nosotros.
Su cabeza empezó a brillar con el calor y la luz, mientras un lento éxtasis le envolvía su corazón.
—Vayamos a la tumba —dijo, y tomó al esposo del brazo.
Pero el joven se resistió como una piedra.
—Te lo he dicho —dijo el Rabí— que no será reconciliado, no se inclinará ante la voz de Dios.
El viejo lloró amargamente:
—¡Reconcíliate, David!
—Ten esperanza, David —dijo Lucano, y de nuevo extendió su brazo hacia el esposo.
David dejó caer sus manos, volvió hacia Lucano su rostro tan seco como el mismo polvo, delgado y pálido y sin embargo hermoso. Sus ojos brillaban como el fuego.
—¿Esperanza? —exclamó en voz terrible—. No amaba a nadie, sino a mi esposa y éramos como dos niños juntos y ahora ella no es más que arcilla y su espíritu ha huido de mí.
Lucano empezó a temblar sin saber por qué. Todo parecía expandirse y contraerse ante él y todas las cosas tenían un áurea cristalina ante sus ojos, y dentro de sí percibió una orden, como una gran voz imperativa.
—Vayamos a la tumba —repitió.
Los mordidos labios de David se estremecieron. Sus ojos se fijaron ciegamente en Lucano, pero dejó de resistir. Tropezando anduvo tras el griego con la cabeza inclinada. Los otros les contemplaron avanzar seguidos por el Rabí que oraba. Permanecieron junto a la tumba cerca del féretro.
Lucano permanecía silencioso. Miró al féretro y sintió una convulsión dentro de sí mismo y una orden más fuerte, de forma que sus oídos no oyeron nada más. Luego dijo:
—Abrid el féretro para que pueda ver a la muchacha.
El rostro de David quedó repentinamente inundado de lágrimas. Se inclinó hacia el hombro de Lucano.
—Le habéis oído —dijo con voz sencilla—, yo soy su esposo. Abrid el féretro. Veré su rostro por última vez.
Los barbudos hombres miraron desolados al Rabí, cuyos labios continuaban moviéndose. Pero él dijo débilmente:
—Él es su esposo, yo tan sólo soy su padre. Abrid el féretro porque él no la quiso mirar antes.
Ellos abrieron el féretro, golpeando su negra delgadez. Los clavos surgieron protestando y la tapa se abrió. Lucano se inclinó y vio en la profundidad de la ruda madera a una joven muchacha que no tendría más de quince años, yaciendo envuelta en un sudario, sus manos cruzadas sobre su pecho. Lucano retiró la tela que cubría su rostro. Un olor de hierbas y aceites olorosos se elevó en el aire cálido. David cayó sobre sus rodillas, sollozando en alta voz y se abrazó al féretro mirando a su esposa difunta.
Era encantadora. Su rostro era remoto y sereno como si durmiese. Su carne estaba pálida y traslucida como el alabastro. Su cabello negro yacía alrededor como una capa y sus labios inocentes sonreían débilmente. Era imposible creer que estuviera muerta. Lucano pensó: «Los judíos enterraban a sus muertos antes de la puesta del sol o de que el día muriese». Se inclinó más cerca sobre el féretro. El joven pecho no respiraba, los labios estaban fríos e inmóviles, las narices, inmóviles también. Sintió una tremenda sacudida en sí mismo. ¿Seria posible que la muchacha no estuviese muerta, sino tan sólo sumida en una catalepsia? Sus ojos de médico exploraron ansiosamente los rasgos tranquilos. Alargó su mano y tocó la suave y blanca mejilla, estaba tan fría como el mármol, pero no rígida. Pero había muerto aquella mañana y el calor del día rechazaba el rigor. La voz imperiosa sonó más fuerte dentro de él y entonces oyó unas palabras: «Toma a esa mujer por la mano y levántala».
—Sí, Señor —dijo en voz alta.
Tomó la mano de la muchacha que estaba helada. Lucano vaciló de nuevo. Luego mientras sostenía la pequeña y fláccida mano, sintió el familiar vacío dentro de sí, como si alguna virtud fluyese de él hacia afuera.
A una enorme distancia oyó el llanto de David y los gemidos de las mujeres. Algún poder se estaba concentrando en él que le mantenía fuera de sí. Luego dijo:
—Despierta, Rebeca, porque tú no estás muerta, únicamente dormida.
Ante estas misteriosas y profundas palabras los demás dejaron de llorar y David, arrodillado junto al féretro, dejó caer sus manos y miró a Lucano. Una gran luz brillaba en su rostro.
La mano quieta que reposaba en la de Lucano se caldeó rápidamente. Las narices empezaron a dilatarse y los labios a estremecerse. El joven pecho se alzó en un profundo suspiro. Los ojos se abrieron oscuros, velados y confundidos, mirando a Lucano. Él le sonrió tiernamente; tirando de su mano la levantó del féretro y ella se sentó, echando su cabello negro hacia atrás como alguien que estaba soñando y es despertado súbitamente.
Ante esto, las plañideras alzaron sus voces en un temeroso grito y retrocedieron espantadas. Pero el Rabí y David permanecieron junto al féretro, sin habla. El viejo inclinado como una seca rama sobre su hija. Fue sólo David quien se arrojó a los pies de Lucano y presionó su frente junto a ellos y los cubrió de besos.
El Rabí estalló en un himno ensalzador, uniendo sus manos y alzando su barbudo rostro hacia el cielo.
—Ella estaba muerta y Tú me la has restituido. ¡Oh Rey de Reyes, bendito sea el nombre del Señor!
Lucano se inclinó y levantó a David. El joven se quedó junto a él.
—Él nos la ha enviado —exclamó—. Oh, bendito eres tú que nos has visitado en su nombre.
—Alabad al Señor porque Él hizo esto y no yo, porque Él es la resurrección y la vida.
Se volvió sonriendo como en éxtasis pero débil en todo su cuerpo. Tan sólo miró hacia atrás una vez. Las mujeres ayudaban a la muchacha a salir del féretro, el esposo estaba besando sus manos y el anciano rogaba. Todo el aire vibraba ahora con regocijo y exclamaciones confusas.
Los hombres de la comitiva habían visto todo con terror y contemplaron a Lucano acercarse. Él les sonrió infundiéndoles seguridad.
—La muchacha no estaba muerta —dijo—, tan sólo dormía.
Y subió a la carroza. Continuaron avanzando por la carretera en silencio.
Entonces Pilatos inclinándose en su carroza dijo a Lucano con un estremecimiento trémulo y descompuesta voz:
—Los judíos entierran a sus muertos antes de la puesta del sol. ¿Es que ella no estaba muerta?
—No estaba muerta.
Pero Plotio le dirigió una larga mirada y su rostro de soldado estaba profundamente emocionado y reverente. Lucano de repente se durmió, como alguien que ha quedado tremendamente exhausto.
Lucano se despertó cuando cambiaron su propio caballo. El aire del atardecer estaba frío; Plotio le había cubierto con su tosco manto de soldado. A la derecha el mar era como un enorme y llameante plano de luz, demasiado brillante para poderlo contemplar por mucho tiempo. El paisaje había cambiado. Contra los pálidos y ardientes cielos se elevaban las frías montañas de un reflejo negruzco, cubiertas con pesadas piedras. Altos cactus bordeaban la carretera, soportando maduros y espinosos frutos, y polvorientos bordes corrían sobre los campos tan faltos de vida como los campos de la muerte. Incluso los cipreses habían desaparecido. Ni olivos ni palmeras aliviaban la tierra en las montañas. Aquí y allá las amargas colinas mostraban blanquecinas y rotas piedras y casas planas de un color de tierra repleta permanecían silenciosas y abandonadas. Lucano miró la desolación que los romanos habían operado al talar los cipreses y pensó que hasta la misma tierra parecía estar maldita. Incluso las ocasionales charcas con lluvia donde bebían las cabras, aparecían sin vida, de un color pétreo. Aquél era el progreso del que había hablado Poncio Pilatos, la devastación desoladora, aquella soledad, aquel desierto árido. Donde el hombre penetraba, avariento y rapaz, la muerte le seguía y el terreno era arrasado.
—Un lugar odioso —dijo Poncio Pilatos, y Lucano respondió:
—No era odioso hasta que el hombre llegó aquí. La fealdad marca sus pasos, deforma todo lo que ve y toca.
Pilatos frunció el ceño ante aquella respuesta aguda. Luego dijo:
—Encontrarás que Jerusalén no tiene ningún encanto y es muy peculiar. Siento que no quieras estar conmigo en mi casa; has dicho que serás huésped de Hilel ben Hamram que te espera. Mi querido Lucano, los judíos pueden contarte las más extrañas historias, estarás bañado en misticismo.
Lucano respondió:
—Me he preguntado por qué Dios escogió nacer entre la gente judía y no entre los griegos con su cultura o los romanos con su poder. Pero ahora lo sé.
Se estremeció bajo el manto que Plotio había puesto sobre él y se adormeció de nuevo porque su cansancio era muy grande, pero en su sueño su mente estaba activamente ocupada y triste. Pensó en los dos mil judíos de Siria a quienes el legado romano había crucificado por predicar la rebelión contra Roma; pensó en los terrenos de ejecución cerca de Cesárea, donde los judíos eran regularmente crucificados por «incitar contra el imperio». Pensó en los miles e incontables crímenes que el hombre cometía contra sus semejantes a través de todas las edades, y en los gemidos que incesantemente llegaban a los oídos de Dios. Se preguntó en su adormecimiento por qué Dios no destruye a esta raza humana, devastadora, este horror sobre la tierra brillante, este odio entre hermanos de todas las cosas inocentes, este paria del que todos los animales sin pecado huyen temen y maldicen, este abrasador de sus propias ciudades y civilizaciones, este saqueador, este guerrero y el más terrible de los criminales, este hipócrita embustero, este asesino traidor, este inquieto espíritu malvado que camina, como Lucifer, de arriba abajo sobre la tierra mirando a quién y qué puede destruir. Pero yo no estoy sin delito porque hubo un tiempo en que creía que era contra el hombre con quien se pecaba y no el hombre quien pecaba.
Lucano abrió sus ojos. La carroza en la que marchaba ascendía un dificultoso y ennegrecido monte. Allí se detuvo y Plotio señalando con su látigo dijo:
—¡Jerusalén!
Allí permanecía Jerusalén sobre el monte Sión, al Oeste. Una sombra de la tierra en aquel atardecer, una polvorienta línea azul contra el sonrosado horizonte se doblaba sobre la ciudad. Alrededor del monte de Sión se alzaban otros montes, de un marrón blancuzco, cubiertos de tierra o de estrechas terrazas como pisos que se alejaban, sobre los que crecían los cipreses, laureles, olivos, palmeras, viñedos, ganados y árboles amarillos o verdes de coloreadas frutas. En lo alto del monte, Jerusalén parecía una parte de él, de un marrón pálido; parecía convulsamente empujada desde la tierra más bien que haber sido edificado por el hombre. Las tortuosas paredes y fortificaciones, amenazadoras y toscas, se retorcían protectoramente alrededor de la ciudad; sus puertas y torres guardadas, con los pendones de Roma flotando sobre las cimas elevadas. Unos escalones de un gris amarronado se alzaban hasta las paredes brillantes. Las caravanas habían acampado ya para pasar la noche bajo las murallas, los fuegos habían sido encendidos y las inquietas linternas se movían alrededor. Nadie podía entrar en la ciudad después de la puesta de sol. Aquéllos que llegaban al atardecer levantaban sus tiendas, establecían a su alrededor un pequeño pueblo temporal, hacían acostarse a sus caballos y camellos y esperaban la mañana. Las puertas estaban cerradas, los senderos, escarpados y las escaleras hacia las murallas, vacías.
Incluso cuando Lucano contempló la rápida noche descender como un agua oscura sobre la ciudad y sus montañas, el rojo reflejo de las antorchas se elevaba dentro de las murallas y las linternas brillaban dentro de ellas. Una luna cobriza se elevó tras el monte de color oscuro y Marte parecía una joya de topacio cerca de ella. El color abandonó las pocas montañas que eran aún fértiles y estaban plantadas; toda la escena era amarillenta y marrón bajo el cielo que se volvía purpúreo y rojizo. Lucano pensó que nunca había visto un espectáculo tan desolador, tan contenido, tan gris, tan falto de vida, salvo por los fuegos de los campamentos, las linternas y las antorchas. Un frío viento procedente de las montañas, vacío de perfume y fragancia golpeó su rostro. Acostumbrado a ciudades despiertas durante la noche y resonantes de risas y voces, Lucano percibió un pesado silencio desde la ciudad, como si se hubiese tragado todos los ecos y todos los clamores. Desde lo alto podía ver por encima de las murallas y observar las estrechas y retorcidas calles sombreadas de rojo por las antorchas y llenas de multitudes silenciosas; y allí, alto, ancho e impresionante se elevaba el templo, de mármol amarillo; pacífico, con sus torres doradas, rodeado por inmóviles jardines y más allá de ellos por una multitud de casas de techos planos construidos con el amarillento color de la tierra y de las montañas. Sólo ocasionalmente cimas de oscuros cipreses aparecían unidas en la ciudad como para protegerse.
—Compara esto con Cesárea, que nosotros hemos edificado —dijo Poncio Pilatos con voz fría y disgustada.
Pero Lucano comprendió que la ciudad se había retirado para protegerse contra el conquistador y si muchas de sus montañas estaban muertas, los romanos habían hecho aquel mal avaricioso. La ciudad antigua había repudiado a sus dueños y su aire estaba incubado de desesperación.
La comitiva descendió rápidamente por la montaña; los legionarios cabalgando delante con sus banderas y sus fastos. El polvo de los siglos penetraba en la nariz de Lucano. Trozos de luz brillaban en los contrafuertes de las murallas que ahora se alzaban ante ellos. Las carrozas y los caballos cabalgaron sin ninguna cortesía a través de los campamentos; por el brillo de las antorchas cerca de las tiendas se podía contemplar repentinamente la blancura de los ojos, hundidos y vigilantes; asnos, caballos y camellos estaban unidos lejos de la compañía, rebuznando y protestando. Grupos de niños se habían reunido para contemplar la comitiva. De las lejanas montañas procedía el eco de los agudos aullidos de los chacales. La luna era una calavera amarilla en el oscuro cielo.
Los jinetes y las carrozas tenían alguna dificultad en ascender la empinada montaña que conducía a la ciudad, pequeñas piedras rodaban tras ellos. Una puerta fue abierta y una trompeta romana sonó en saludo, despertando agudos y resonantes ecos. Penetraron en la ciudad por entre filas de soldados que saludaban en las polvorientas y estrechas calles, cuyas tiendas estaban cerradas y cuya gente estaba silenciosa. La marcha de los caballos y carrozas resonaba sobre los oscuros cantos de las calles. Grupos de familias aparecían sobre los tejados planos; volvían sus rostros sin mirar a los romanos. Las puertas brillaban en el oscuro atardecer, las ventanas palidecían a falta de la luz de las lámparas. Era una ciudad cercada, silenciosa y airada, orgullosa de su polvo. Para Lucano, acostumbrado al colorido de Oriente, Jerusalén no le pareció una ciudad oriental, porque carecía de alegría, música, pasos rápidos que se deslizasen y voces alegres. Había pensado que el tiempo se había establecido allí como piedra de una tumba y no podía ser nunca movido y que las antorchas arrojadas en los hoyos disminuían, más bien que elevaban, el ritmo de vida de la ciudad. Las rojas sombras se deslizaban sobre las paredes como fantasmas de una conflagración ardiendo en las habitaciones de los muertos.
—Es más viva durante el día —dijo Plotio, como sintiendo los pensamientos de Lucano—. Los judíos no se alegran por la noche, son un pueblo sombrío.
Descendieron a una calle más ancha, llena con la luz de las antorchas y la amarillenta luz de la luna, guardada por altas paredes. Entonces Lucano pudo percibir la fragancia de los jardines y la voz de las gentes, pudo oír alguna que otra vez, el sonido de una flauta o una lira resonando tímidamente en la quietud de la noche. Allí vivían los administradores romanos y los judíos pudientes que colaboraban con los romanos y se habían contagiado algo de las costumbres romanas. La comitiva se detuvo ante una puerta y Plotio dijo:
—La casa de Hilel ben Hamram, tu amigo. Nosotros seguimos adelante con el noble Poncio Pilatos hasta su propia casa.
Una negra puerta de hierro giró y Hilel apareció sonriente y vestido con una hermosa túnica blanca.
—Saludos, amigos míos —dijo—, os esperaba más pronto.
—Lucano tuvo que parar para asistir a un funeral judío —dijo Pilatos—. Afortunadamente fue capaz de evitar que una mujer fuese enterrada viva. Qué ansiosos estáis los judíos de libraros de vuestros muertos antes de la puesta del sol. A menudo me pregunto: «¿Cuántos desgraciados se despiertan en la tierra?», y pienso en su terror al morir asfixiados en la oscuridad.
El rostro de Hilel cambió súbitamente a causa del insulto, pero permaneció sonriente. Dirigió a Pilatos una mirada afectuosa e invitó a la compañía que se uniesen a él para tomar un poco de vino. Pero Pilatos dijo que estaba cansado; se movía inquieto en su carroza. Hilel alargó la mano y ayudó a Lucano a descender; su apretón era cálido y lleno de aviso, porque percibía la ira del griego.
Plotio dirigió a Hilel una llameante mirada y saludó. La comitiva continuó adelante. Sosteniendo aún la mano de Lucano, Hilel le condujo a un gran jardín lleno de fuentes con la fragancia del jazmín y de las flores que se abren durante la noche. La gran casa de mármol en medio del jardín reflejaba la luz de la luna como plata. Lucano suspiro con placer, consciente de su cansancio. Entonces Arieh ben Eleazar salió de prisa descendiendo los sombreados escalones hacia ellos; extendiendo sus manos y gritando el nombre de Lucano con deleite; y cuando llegó hasta él se abrazaron. Los dos jóvenes condujeron a Lucano al gran recibidor y miró a su alrededor con interés, Hilel era un cosmopolita, las paredes de mármol de muchas tonalidades, estaban recubiertas con las mejores y más variadas tapicerías, brocados y sedas; tejidos enjoyados, relumbrando y luciendo a la luz dé muchas lámparas altas, y candelabros de bronce corintio puestos sobre talladas mesas de mármol, ébano y limonero. Grandes jarrones persas y de Catay permanecían en los rincones, de los que brotaban altos y fragantes lirios, rosas, ramas de jazmín y brillantes hojas oscuras. Exóticos tiestos orientales decoraban las ventanas, grabados en oro, plata y marfil; por ellas penetraba la fresca y perfumada brisa de los jardines. Sillas cubiertas de brocados y sedas teñidas, estaban puestas sobre pequeñas alfombras persas. Lucano había entrado en muchas casas lujosas antes, pero pensó que aquélla era la más confortable. Sin embargo no vio ninguna suerte de estatuas. En el centro del amplio recibidor una argentina fuente murmuraba y caía sobre una redonda balsa llenando el aire de perfume. Los tres hombres se sentaron sobre un suave diván romano de color granate y un criado les trajo vino romano y un plato de dátiles, higos rellenos de almendras y otros dulces delicados.
Lucano se estiro con cansancio y placer. Sus amigos le miraron con afecto. Arieh dijo:
—Mi hogar, que era el de mi padre, es más humilde que éste, pero dentro de unos días deberás ser mi huésped también. —Su mano aún sostenía la de Lucano como un hijo.
—No estoy aquí para ser mimado —dijo, pero sonrió—. Debéis recordar que ya no soy muy joven y tengo mucho que aprender y hacer.
Hilel le estudió con preocupación.
—Antaño —dijo Lucano—, yo no tenía esperanza, el mundo era completamente corrompido y sin Dios. Vivía con amargura y desesperación. Pero como mi hermano Prisco me ha dicho, la revelación ha sido dada al hombre por Dios y nunca más será el mundo lo mismo. La esperanza y el gozo ha sido concedido sobre él, una nueva edad ha empezado llena de portentos. He sido llamado para ayudar a aumentarla y para llevar las buenas nuevas a todos aquéllos con quienes me encuentre.
Hilel vaciló.
—He estado en Joppa. He visto a Pedro, uno de los apóstoles de Cristo, el principal de ellos. Es un hombre de unos treinta y cuatro años, impetuoso, ardiente y un tanto enigmático. Su habla es ruda y locuaz. Tendrás que recordar que él ha tenido poco contacto con los gentiles; es un pescador de Galilea, un campesino; era un judío muy devoto, de poca sabiduría acerca del mundo. Sin embargo, impresiona mucho y está lleno de fuego. Está escondido en una pequeña casa de Joppa y pasa el tiempo en la azotea, mirando hacia el mar rogando.
Hilel vaciló de nuevo y luego se echó a reír un poco.
—Cuando llegué no me miró amablemente. Durante varios días no quiso verme porque es muy suspicaz. Luego me reprochó con su lenguaje galileo; me dijo en la cara que yo era un judío corrompido, pues tenía familiaridad con los griegos, los romanos y otra gente abominable. ¿Qué sabía yo de los libros santos? Era evidente, declaró, mirando a mis vestidos despectivamente, que vivía para el placer, y era muy posible que los mandamientos sólo fuesen palabras para mí. Era un hombre de riqueza. ¿Cómo era posible para mí comprender a los pobres y los humildes? El Señor no había venido a morir para los que son como yo. Su mensaje me sería incomprensible. Sin embargo, después que le dejé desahogarse en sus reproches y desprecios, escuchó mi historia, aunque se mantuvo mirando significativamente a mis anillos y mis sandalias de plata. Finalmente se suavizó; me recordaba como el hombre rico que hablaba con el Señor. Luego empezó a llorar y dijo: «¿Por qué debo reprocharte yo, que le negué tres veces y huí cuando le apresaron y crucificaron?».
Hilel sirvió más vino a Lucano.
—Luego entre cortados tonos siguió: «Cuando volvió a nosotros y moró aquí, nos dijo que debíamos llevar las buenas nuevas a todas las naciones. Confieso que sentí horrorizarme. Somos pocos y somos judíos, sin dinero y sin amigos. Hemos sido proscritos por el procurador romano. ¿Qué pueden entender los gentiles de Él? Para nosotros han sido abominables; la ley declaró que debíamos permanecer aparte y no ser corrompidos por los gentiles. Los circuncisos viven sin ley, son impuros, sus maneras no son nuestras maneras. Débiles y sin poder, debemos ir entre los extranjeros con sus ídolos, sus viles dioses y sus inexpresables costumbres. Debemos contarles acerca de nuestro Mesías, que nosotros creemos vino tan sólo para su pueblo. Vine a Joppa no sólo para esconderme de la ira de los romanos que nos declaran insurreccionistas, sino para rogar y tratar de comprender. Todas las noches he permanecido en esta azotea; he estado pensando y he tenido visiones. Debo hacer lo que nos ha mandado, pero aún hay enfermedad en mi corazón y me escondo de los gentiles y de sus obras, de sus crueldades y abominaciones».
Hilel sonrió con buen humor.
—Aunque nunca he considerado a los gentiles con un tono tan despectivo como el de aquel humilde y enfático hombre, comprendí. Le hablé de ti, le dije que habías venido a hablar con él. Tú eres griego, un pagano, has adorado a dioses falsos; hablas una lengua extranjera; no estás circuncidado. Entonces volvió a caer en llantos y se reprochó a sí mismo confesando que él también había cometido el pecado del orgullo y el desprecio. Ha consentido en verte. Antes de dejarle me bautizó, no es el más amable de los hombres y podrás encontrarle rudo e incluso insultante y con el lenguaje de un campesino.
»He encontrado también a dos apóstoles más, Santiago y Juan, hermanos, hijos de un tal Zebedeo también galileo. Son llamados los hijos del trueno y les describe exactamente. Viven dentro de la muralla; la madre de Cristo vive con ellos como su madre, porque así lo mandó Dios. Son muy jóvenes y poseen una cierta fiereza y una dedicación fanática. Incluso hay un tono de venganza en ellos. He oído que dejaron que Cristo hiciese descender fuego del cielo sobre una ciudad de Samaria que mostró poco interés en escucharles. Desde que fueron reprochados, aún respiran llamas. No te considerarán amablemente, aunque les he persuadido para que te vean.
Hilel suspiró.
—Incluso ante los santos, entre aquéllos que comieron, anduvieron y durmieron con Él y oyeron sus palabras hay ahora disensiones. Algunos de ellos insisten vehementemente que antes de que un hombre pueda hacerse cristiano debe ser primero admitido al judaísmo y que debe ser circuncidado. Éstos son los más viejos, que se mantienen aferrados ferozmente a la ley de los siglos, los más jóvenes dicen que no es necesario. Tienen sus propias interpretaciones. Los ancianos creen que cuando Cristo habló de la misión a la ciudad de Israel quería hablar literalmente. Los más jóvenes creen firmemente que significa a todos los hombres. No sólo están aparte, escondidos a causa del mandato de Poncio Pilatos, sino que se mantienen separados de sus opiniones. Me siento muy pesimista.
—Yo no —dijo Lucano con firmeza—. Debéis recordar que los apóstoles no son más que hombres y los hombres difieren de opinión. Iré a ver a Pedro tan pronto como sea posible.
Una joven muchacha se deslizó en el recibidor, vestida con una túnica blanca y con una trenza alrededor de su cabeza. Debía tener unos quince años y era extremadamente comedida, con un tono gracioso en su figura, hermosos ojos azules bajo sus estrechas cejas, una piel tan blanca como la nieve y un cuello tan esbelto como una columna. Su boca era una rosa; bajo su trenza fluía una masa de oscuros cabellos rizados en olas. Tenía una expresión tímida pero coqueta, aparentemente era consciente de su belleza. Hilel se levantó y la tomó de la mano.
—¡Ah, Lea! —dijo afectuosamente. La trajo hasta Lucano y dijo—: Ésta es mi hermana a quien yo he desposado con Arieh. ¿No es él afortunado?
Miró a Lea con orgullo. Muchos enjoyados brazaletes tintineaban en las muñecas de la joven y un pesado collar de gemas ornaba su garganta, y sus sandalias eran de plata. Lucano se sintió tiernamente divertido. Lea aunque joven, mimada y guardada cuidadosamente, tenía un aire de mucha mundanidad. Le respondió suavemente en griego, que hablaba con precisión.
Arieh permaneció de pie junto a ella, sus oscuros ojos azules brillaban de amor. Ella afectó no darse cuenta de su presencia, aunque un ligero rubor había aparecido en sus mejillas. Habló a su hermano con la arrogancia de una joven consentida.
—¿Por qué no está nuestro huésped en sus habitaciones descansando? Eres poco delicado Hilel.
—Es verdad —respondió él.
Palmeó con sus manos y el encargado entró en el recibidor al instante.
—Conducirás al noble Lucano a sus habitaciones, Simón —dijo. Reflexionó por un momento—. Te presentaré a mi esposa a la hora de la cena. Los niños están acostados. Mis padres, no se unirán a nosotros porque son viejos y han tenido fiebre.
Lucano comprendió al instante que los padres de Hilel no querían que su hijo recibiese a gentiles y los tuviese bajo su techo. Asintió gravemente.
—Espero que su salud mejore —dijo. Y no pudo evitar el añadir con un poco de malicia—: ¿Me dejarás examinarlos y si es necesario recetarles algo?
Hilel dijo con cierta prisa:
—Gracias, mi querido amigo, pero no deseo abusar de ti. Además sólo confían en nuestro médico de familia. Hay que seguir el humor de los ancianos; tienen sus rarezas.
—Son muy pesados —dijo Lea en tono mimoso—. Nunca me hablan sin desapruebo y reproches. Creen que vivimos en los tiempos antiguos cuando las muchachas eran recluidas y guardadas aparte y vestidas a la moda de los viejos; escondido su cabello hasta después de que se casasen. —Acarició sus bellos rizos—. Nuestro mundo es un mundo moderno y debemos comportamos de forma moderna, que es más agradable y más culta.
Hilel rompió a reír y tiró de uno de sus rizos afectuosamente.
—Recuerda honrar a tus padres, Lea —dijo.
Ella retiró su rizo exasperada.
—Es muy bueno para ti, hermano —dijo—, que tienes libertad para no pasar toda la tarde escuchando las admoniciones como yo he de hacerlo. Yo soy modesta, no estoy versada en la ley de los profetas, no tengo respeto por los patriarcas; seré una esposa como una romana y mis niños serán negligentes y no serán enseñados en sus santos deberes. Y en cuanto a tu esposa, Débora, ella es casi tan mala, con su escondido cabello y sus ojos inclinados y en silencio ante la presencia de los hombres. Si tú no existieses, no aparecería ni siquiera a nuestra mesa, sino que comería sola y humildemente. Para ellos yo soy una Jezabel.
—Márchate, niña —dijo Hilel—; has dicho bastante.
—No sabes lo que sufro —exclamó Lea, pateando con sus pequeños pies—. Además, tú eres un hombre y yo una niña.
—Tus modales son deplorables —dijo Hilel con un poco de severidad—. Se comprende que abusan mucho de ti y simpatizamos contigo, pero no canses a nuestro huésped.
Lea salió del recibidor acariciando su cabeza. Hilel explicó a Lucano en tono de excusa:
—Es la niña de mis ancianos padres, pero ha sido excesivamente mimada. Sólo ellos deben ser reprochados. Les encanta su belleza, pero están temerosos por su alma. Se transformará en una matrona judía apropiada cuando se case y sin duda reprochará a sus propios hijos y sentirá agonía por ellos.
—Es un gozo para mis ojos —dijo Arieh—. Me ha estado instruyendo en la ley y suspira sobre mi ignorancia. Es la más dulce de las mujeres.
Cuando Lucano estuvo en sus habitaciones miró a su alrededor con placer. Salió a un balcón y miró a Jerusalén, que brillaba con linternas de antorchas. Lavó sus manos en agua perfumada y tomó unas blancas servilletas de un criado. Vestiduras limpias y frescas del más blanco lienzo, habían sido preparadas para él con mucho tacto y pudo cambiarse sus toscos vestidos que estaban polvorientos y sucios del viaje. Se calzó unas sandalias de la mejor clase de cuero. Miró a la rica cama nostálgicamente. De algún lugar de la casa oyó un arpa distante y sospechó que la música alegre estaba siendo tocada por Lea, desafiante. Por alguna razón oyendo aquella música danzarina su corazón se animó. Tenía una inocencia. Una afirmación. Creía en la vida y la abrazaba ansiosamente.
Un criado le condujo a través de habitaciones lujosas y luego al comedor donde Hilel, Arieh, Lea y Débora, la esposa de Hilel, le esperaban. Débora era joven, una mujer rellena, vestida muy modestamente con una túnica pálida. Un velo azul cubría su cabello completamente. Sus brazos y cuello estaban escondidos. Su redondo rostro recordó a Lucano el de Aurelia, y sus castaños ojos, que se alzaron rápidamente una vez para contemplar su rostro, mirando luego hacia abajo, eran lívidos a pesar de su comedimiento. Un hoyuelo se formaba junto a sus llenos labios y hablaba con una alegría que sin duda ella reservaba para su esposo. No usaba joyas; se sentó al pie de la lujosa mesa cerca de Lea; no había hablado ni una sola vez. Lea la miró con impaciencia, luego ignoró su presencia. La muchacha impúdicamente se unió a la conversación, demostró su desacuerdo, rio, hizo broma y en conjunto se comportó como una bella joven estropeada de acuerdo con la moda moderna. Débora demostraba desaprobación. Lea gruñó, acarició sus cabellos y tintineó sus brazaletes.
—Tenéis una excelente cocinera —dijo Lucano descubriendo que tenía hambre.
Los peces rellenos estaban sazonados y suculentos, el cordero asado, jugoso, los vegetales y las ensaladas bien condimentados. Había pasteles rellenos de uvas pasas, ciruelas secas y dátiles. El vino era romano y de primera calidad. Velas en candelabros de plata brillaban sobre un mantel blanco en el que la plata deslumbraba. Las cucharas y cuchillos estaban grabados profusamente, y las copas de oro eran macizas e incrustadas con gemas, los platos de sal y las fuentes estaban asimismo engalanadas.
—Vivimos como campesinos —dijo Lea con descontento—. No es que yo desee lo que es impuro. Pero preferiría más elegancia y variación. La mesa de mi mejor amiga es deliciosa.
—Tranquilidad, niña —dijo Hilel automáticamente—. Lucano, a veces deseo que tuviésemos las antiguas costumbres y las mujeres fuesen excluidas de la comida con los hombres.
—Es joven —dijo Arieh. Volvió sus ojos hacia su desposada y preguntó gravemente—: Me has dicho que soy ignorante y es así. Repíteme las leyes de Moisés en relación con los templos y sacrificios.
Lea alzó su cabeza orgullosamente y con voz severa empezó a instruir a Arieh. Lucano escuchaba con diversión afectiva y Arieh con un aspecto de humildad. Débora no hablaba pero una o dos veces Lucano la vio sonreír. La felicidad de aquella joven familia afectó a Lucano profundamente. Oyendo a Lea y viendo su inocencia; sus rosadas mejillas y el brillo de sus ojos y la belleza de su cuello y brazos desnudos, pensó en Rubria y en Sara, las muertas que él amó con tanta ternura, y se dijo que comparadas no existía la edad ni el cansancio, ni el dolor ni la desesperación, ni la separación ni la muerte. El mundo y los planetas, los incontables soles, vibraban con juventud inmortal y las constelaciones se alegraban en ella. Se sintió inundado de exaltación. Todo lo que había amado estaba con él para siempre.
Antes de quedarse dormido aquella noche oyó el aullido de los chacales fuera de las puertas y le pareció que eran las voces y gritos del desierto que esperaban consuelo y admisión entre la compañía de los que habían sido bendecidos.