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Aunque Poncio Pilatos, un romano de rango ecuestre, era invariablemente cortés con Hilel ben Hamram y Arieh ben Eleazar, era evidente para el sensitivo Lucano que no sentía ningún amor hacia los judíos. Esto era aparente en su expresión de alivio cuando los dos jóvenes judíos partieron para Jerusalén, a recoger noticias para Lucano, respecto a los expatriados cristianos. Dijo a Lucano:

—Soy amigo de Herodes, que es medio griego. Pero a los judíos no los comprendo. Cuando construí un acueducto muy necesario para su uso, al no haber dinero, confisqué los tesoros del templo. Los dioses, incluso ese Dios judío, deben inclinarse ante las necesidades humanas. Con esta confiscación cometí el más vil de los crímenes. Hubo alborotos que me vi obligado a aplastar rudamente, y muchos murieron. Nosotros los romanos aceptamos a nuestros dioses con realismo, también con alguna ironía. Pero sonreíros satíricamente al omnipotente Dios y los judíos caerán sobre vuestra garganta. Incluso vuestros propios amigos. No bromean con Él, como nosotros bromeamos con nuestros dioses en forma civilizada, su ley está por encima de todas las leyes humanas por sensibles que sean. He estado diez años con los judíos y estoy desesperadamente aburrido de su fanatismo, de su devoción por Dios. Hablan de Él y riñen a causa de Él. Están llenos de sectas donde divergen sus opiniones.

»Tomemos a los judíos como intelectuales —dijo Pilatos con impaciencia—, ¿discuten ellos la filosofía del mundo, las artes, o las ciencias? ¿Aman los comentarios? No. Son eruditos. Sin embargo te juro, mi buen Lucano, que sus discusiones se centran exclusivamente sobre lo que uno de sus profetas quería decir cuando interpretó la más insignificante ley de su Dios. Están locos, completamente locos. Desprecian a nuestros dioses, llamándoles espíritus malos, nos denuncian como adoradores idólatras. Yo no me siento particularmente ofendido, porque es una ofensa a Roma. Si su Dios fuese tan poderoso, ¿por qué no les libra de nuestras manos? He llamado la atención sobre esto a los sacerdotes y me miran con ojos fieros y permanecen silenciosos.

Lucano escuchaba sin decir nada. Pilatos suspiró de nuevo, jugueteó con un pliegue de su toga inquieto.

—He pedido a Tiberio que me releve y espero que lo haga. Mi pobre esposa Prócula, está actualmente en Roma, casi fuera de sí. Tuvo un sueño acerca del hombre que ordené fuese ejecutado. Un Rabí judío, el Maestro que estaba levantando a la gente contra Roma. No encontré ninguna falta en él, pero Herodes estaba enloquecido. Él y sus sumos sacerdotes me aseguraron solemnemente que estaba incitando al pueblo, y que había otros testigos de una secta judía, los fariseos, que son hombres respetuosos, afirmando esto. Por mi parte creí que tan sólo estaba despreciando a los sacerdotes, a quienes había ofendido a causa de algunas libertades suyas en la interpretación de la ley. ¡Qué ley la suya…! Están dispuestos a morir por su Dios y a abandonarlo todo por Él y esto conduce a la locura.

—No te preocupes —dijo Lucano suavemente—. Ha sido profetizado desde todas las edades que moriría así. Tú tan sólo has sido su instrumento.

Pilatos le miró curiosamente. Luego movió su cabeza.

—Mi querido Lucano, no debes escuchar a esos judíos. Ésta es sólo otra de sus múltiples y peleadoras sectas, estos hombres que se llaman a sí mismos cristianos. Hace dos semanas me vi impelido a ordenar la ejecución de algunos judíos cuando ofrecían sacrificios, invocaban a su Dios para que destruyese Roma y librase su tierra santa de ella. Nosotros tenemos nuestras propias leyes y deben ser respetadas.

Lucano le miró con horror.

—¿Un asesinato?

Pilatos se encogió de hombros.

—Ya te he dicho antes que los judíos están locos. Están llenos de sentimientos de insurrección y creen completamente que ese Rabí suyo, a quien tuve que ejecutar, había lanzado su encanto sobre mi esposa y por lo tanto ella tuvo sus sueños especiales.

—¿Qué hay de los cristianos ahora? —preguntó Lucano en voz baja.

Pilatos se movió enfurecido en su tallada silla.

—Los he proscrito en toda Judea. La gente me mira sobriamente en todo Jerusalén, porque debido a esta nueva secta y a su dirigente ejecutado, amenazan con sus puños a mis espaldas y me profetizan cosas malas. He dado órdenes de que sus seguidores, quienes se llaman a sí mismos cristianos, porque declararon a Él el Cristo esperado a través de todas las edades, sean cazados, apresados y destruidos. Son un peligro para Roma.

Lucano se levantó y miró hacia las columnas brillantes, hacia Cesárea, resplandeciente al cálido sol; y más allá de su puerto, el purpúreo mar con sus cegadoras crestas de luz. El muelle estaba lleno de actividad. Pero, aquí, sobre los jardines se estaba fresco y tranquilo, las abejas zumbaban alrededor de las flores, mientras las fuentes parecían danzar.

—Es un alivio —dijo Poncio bebiendo un poco de vino, luego frotándose sus manos débilmente sobre su pálida y arrugada faz—, hablar con un hombre sencillo, insensible y no con un judío. He oído mucho de tu milagro en favor de tu hermano, a quien amo entrañablemente. Estoy enfermo, Lucano, y la carne pesa en mi cuerpo. Mi alma está en trabajo no sé por qué razón, yo lo desconozco. ¿De qué le sirven a los hombres los dioses? Es presuntuoso pensar de otra manera. Sin embargo, siento con certeza que Apolo te ha tocado y te ha dado su misterioso poder de curar.

—¿Deseas que te cure? —preguntó Lucano sin volverse hacia él.

—Te aseguro que ya no duermo. No te rías de mí. Pero veo el rostro de aquel Rabí que apareció ante mí como un hombre amable, incapaz de hacer daño, excepto su incitación al pueblo. ¿Acaso lanzó un encanto contra mí cuando miré su rostro?

Lucano volvió hacia Pilatos y se sentó junto a él mirándole con piedad.

—Te haré una poción, Pilatos, que te permitirá dormir esta noche. Me alegro de que vuelvas a Roma porque algo te oprime aquí.

—Así es —suspiró el procurador, luego se reanimó olvidando los actos de los judíos y a su Mesías—. Hablemos de cosas más importantes y eruditas. ¿Sabes cuánto tiempo hace que he tenido una conversación inteligente con alguien? He estado estudiando la teoría aristotélica del origen espiritual de todas las cosas. Esta teoría me divierte, ¿por qué no son nuestros dioses aún más espirituales que importantes? Los romanos que son voluptuosos prefieren la teoría de los epicúreos en sus explicaciones mecánicas del universo.

»La teoría atómica del origen de toda materia es más realista, aparece y atrae a la mente racional. Nuestra virtud romana es de gran moral y una cualidad social. Recordarás que nuestro emperador Augusto dijo: “¿Quién se atreverá a comparar estos poderosos acueductos con las inútiles pirámides o las famosas obras de los griegos?”.

»Estoy de acuerdo con él…, como romano prefiero nuestra virtud al incomprensible arte de los griegos, que buscan y exigen una excelencia de mente y espíritu más allá de la capacidad humana.

Lucano sonrió.

—Debo estar en desacuerdo, porque soy griego. El hombre es algo más que un animal. Los romanos son ciertamente epicúreos naturalistas y por lo tanto han inventado la democracia, que trae como consecuencia la semilla de la discordia.

Los ojos exhaustos de Pilatos brillaron con un nuevo interés. Se levantó.

—Pero se dice que los griegos inventaron la democracia, mi querido amigo.

Lucano movió su cabeza.

—No la democracia romana. Fue la democracia de la mente, el limitado encuentro del hombre intelecto, y no la simple y mera cuestión del encuentro de los cuerpos físicos de la multitud para su propio interés. La explotación de los que son sus mejores intelectuales. No siempre estoy de acuerdo con Platón, pero recordarás su consejo de que la ciudad caerá cuando el hombre de bronce abra las puertas. El mundo está guardado por hombres de bronce. Mucho después de que Roma haya caído, la sabiduría de los griegos continuará iluminando la mente de los hombres, porque las cosas del espíritu son más importantes para ellos que las cosas del cuerpo.

Pilatos le miró incrédulo.

—¿Hablas en serio?

—Ciertamente. Sin embargo, no temas por Roma —Lucano sonrió secamente—. Siempre habrá naciones materialistas siguiéndola a través de las edades, y su virtud continuará dominándola. La creencia de que los acueductos y los departamentos de sanidad, los edificios públicos y el pan, la ciencia, los circos y las carreteras, pueden satisfacer las necesidades del alma humana. La lucha fue iniciada hace muchos siglos entre los hombres que reverencian el espíritu humano y los hombres groseros que no sólo declaran que no existe el espíritu, sino que las alcantarillas y los conductos de los negocios prósperos del comercio, son las únicas cosas que tienen importancia en la vida.

Poncio reflexionó. El pálido brillo de su inquietud se reflejaba en su rostro. Bebió algo más de vino, luego dijo:

—No soy un obtuso y un hombre completamente materialista. Creo en la mente humana, aunque perezca con el cuerpo. Creo más en el bienestar físico de la gente.

Su intranquilidad aumentó. Sus delgados rasgos se tensaron mientras pensaba.

—No puedo alejar aquel hombre de mi mente —dijo inquieto, como si él y Lucano no hubiesen hablado de otra cosa—. Recibiré con gusto tus pociones.

Miró a Lucano de lado.

—La cura de tu hermano no fue ciertamente de una forma ordenada y corriente, en la forma inteligente de los médicos. ¿Puedes curarme sin pociones, Lucano?

Lucano se inclinó hacia él y en su rostro brillaba una fuerza tan vívida, que Poncio crujió supersticiosamente y tocó el amuleto que tenía bajo su túnica.

—Sí —dijo Lucano sintiendo un poder sobrenatural en él. Extendió el anillo de Tiberio hacia el elegante romano—. Debes retirar la proscripción contra los cristianos al instante.

—Estás loco —exclamó contemplando el magnífico anillo—. Vuelvo a decirte que no conoces a esos enloquecidos del Dios judío. Ni sabes tampoco en lo que ha venido a parar Tiberio. Es ahora un hombre salvaje y terrible. Me ha dado tan sólo una orden. Mantener la paz en Judea. Te aseguro que es terrible. La plebe le ha corrompido fieramente. Si quitase esa prohibición contra los cristianos judíos, habría de nuevo el desorden y el alboroto y Tiberio me trataría con severidad. ¿Qué significa esta gente para ti, un griego, el hijo adoptivo de un noble romano?

—Me llevaría una vida contestarte —dijo Lucano—; pero siento algo doloroso extraño de ti. Me has dicho que Jesús te persigue en tus sueños y que no te deja en paz. Crees que tendrás nunca la paz hasta que abandones la persecución de su pueblo y de sus seguidores. Te aseguro que no.

Se quitó el anillo del dedo y lo puso en la palma de la mano de Pilatos.

—Envía esto a César. Escríbele que he solicitado que tus órdenes contra los cristianos fuesen retiradas. Dile que te he rogado esto y ante la presencia de su anillo no tenías derecho a rehusar mi petición.

Pilatos movió el anillo en la palma de su mano reverentemente pero con temor. Estaba en un dilema. Luego dijo:

—Volverán los alborotos. Estos judíos lo harán y yo recibiré los reproches —luego vaciló—. Sin embargo éste es tu ruego y aunque es incomprensible para mí, ¿quién soy yo para desobedecer los deseos de César implícitos en este maravilloso anillo?

Puso el anillo en su bolsa y se tranquilizó en su silla como un hombre enfermo se siente aliviado después de una buena medicina.

—Francamente —dijo—, no me siento feliz acerca de mis órdenes contra los cristianos. Me disgusta esta lucha a causa de la religión que es una cosa sin importancia. Los dioses romanos se ríen. El Dios judío nunca se ríe.

Se levantó.

—Me siento aliviado ya. Mi depresión y mi melancolía están desapareciendo. Por anticipado disfruto del disgusto que tendrá Herodes.

Hablaba de Herodes con maliciosa intención.

—Hubo un desgraciado judío que llegó a Jerusalén, uno llamado Juan el Bautista, que gritaba había venido como mensajero delante de Dios. Exclamaba que estaba anunciando al Mesías judío. Herodes oyó esto y su espíritu judío brilló con excitación, aunque lo es todo menos un hombre religioso. Es un hombre muy realista. Interrogó a Juan. Aparentemente había un acusado desacuerdo entre los dos, Herodes, el culto Tetrarca de Jerusalén, y ese salvaje, ignorante asceta del desierto. El por qué Herodes condescendió incluso a preguntarle, está más allá de mi comprensión, excepto de que Herodes tiene las supersticiones judías en su cabeza. En cualquier caso, hizo prudentemente destruir a Juan. Yo estaba en Roma en aquel tiempo y hasta Herodes rehúsa todavía discutir el asunto de Juan que a mí me divierte. Sin embargo comprendo que Herodes se sintió desilusionado posteriormente por Jesús, aunque también le interrogó a él. Su desilusión alcanzó el extremo de una ira furiosa.

—¿Quieres saber lo que pienso? Herodes había esperado, en la parte de su alma que permanece sombría, que allí ciertamente estuviese el Mesías judío, llegado para librar a Judea de las manos de Roma y levantar a su pueblo como reyes sobre el mundo.

Para entonces Pilatos había recobrado su buen humor. Sintió la vuelta de su salud, la ligereza de su cuerpo y la tranquilidad de su mente. Sirvió una copa de vino para Lucano y brindó con él.

—Fue un buen día cuando tú me visitaste —dijo—, y ahora sé por qué he tenido mis sueños.

—Yo también —dijo Lucano con una sonrisa enigmática.

Hilel ben Hamram escribió a Lucano desde Jerusalén.

He encontrado a María, la madre de Jesús, mora dentro de las murallas de Jerusalén y vive con un joven llamado Juan que es para ella como un hijo. He oído de un tal Pedro, que es seguidor de Jesús de Nazareth, está en Hople escondido, ven.

Te alegrarás de saber, mi querido Lucano, que Arieh ben Eleazar ha mirado con buenos ojos a mi hermana Lea. Hay muchas festividades aquí, desde que Arieh llegó para heredar el patrimonio de su padre. Únete a nosotros y sé feliz.