43

Hilel Ben Hamram se levantó de la cama fuerte y joven como si no hubiese pasado ninguna enfermedad. No estaba dispuesto a permitir que Lucano y Arieh le dejasen. Pero los dos médicos tuvieron que volver al barco donde prestaban sus servicios a la tripulación y Hilel siguió al navío con su magnifica embarcación, esperando que el contrato de Lucano expirase. Luego arreglaron que una vez quedasen libres de sus compromisos embarcarían en el barco de Hilel y se dirigirían a Israel juntos.

—Estaba muerto y me habéis devuelto la vida —exclamó Hilel dirigiéndose a Lucano y abrazándole.

Cuando se detenían brevemente en algún puerto Hilel insistía en compartir las casas de Lucano con el médico y Arieh. Se acostaba en un camastro sobre el suelo y participaba en las frugales comidas de Lucano y acompañaba a Arieh hasta el lugar donde los pacientes esperaban sus cuidados. Pero la paciencia y sacrificio de Arieh asombraba a los humildes pacientes que atendía… Por la noche, de sobremesa, Hilel contaba a sus amigos todo cuanto había oído acerca de Jesús de Nazareth. Su hermoso y marfileño rostro brillaba, sus ojos se iluminaban reflejando el gozo que sentía.

—Supe por mis criados que los seguidores del Maestro se dispersaron después de la crucifixión por temor a los romanos; desde entonces están considerados hombres peligrosos porque incitan al pueblo a la revuelta. Os llevaré a mi casa de Jerusalén e invitaré a que ellos vengan también. Allí podremos hablar bien con ellos.

Lucano escuchaba con profunda atención los relatos de Hilel. Cuando a última hora de la noche quedaba solo empezó a escribirlos. Escribía con la precisión, la brillantez, la fuerza y exactitud de un erudito griego, aunque también con la calma de un filósofo, pero a la vez con apasionada elocuencia. Le parecía haber presenciado con sus propios ojos todos aquellos acontecimientos. A medida que escribía veía las escenas, oía las voces de la gente, y así empezó su Gran Evangelio, un relato universal, destinado a todos los hombres, porque tenía la perfecta clarividencia, ausente en Hilel, de que Dios se había vestido en carne mortal no sólo para los judíos sino también para los gentiles.

—Como tú sabes, Lucano, las profecías han predicho durante siglos que el Mesías descendería de la casa de David y se dice que Jesús desciende del tronco del gran rey. He oído decir que su madre recibió la visita de Gabriel y que el ángel le anunció el nacimiento del Mesías prometido. Pero debes verificar estas cosas personalmente cuando estemos en Israel.

Lucano pensó en la Madre del Mesías, que Hilel no sabía ni como se llamaba. Una noche recordó que José ben Gamliel le había hablado de Ella. Cuando su Hijo era tan sólo un niño había visitado a los ancianos y eruditos en el Templo. La más dulce y tierna de las emociones se apoderó de Lucano. Empezó a pensar en Ella como la representación de todas las mujeres que había conocido y había amado: Iris, su madre, Rubria y Sara, su inteligente e infantil hermana Aurelia, que amaba a todas las cosas creadas. Deseó llegar a la presencia de María, aunque no conocía entonces ni siquiera su nombre. Ansiaba oír de sus propios labios la historia del nacimiento de su Hijo, su infancia, juventud y mayoría de edad. Sin duda Ella le podría contar más cosas que ninguno de sus seguidores. Ella le había llevado en su vientre, le había amamantado, enseñado sus primeros pasos, tejido sus vestidos, cosido y lavado. Si alguna vez había estado enfermo le había cuidado y velado sus noches. Ella había oído sus primeras palabras y visto su primera sonrisa. Mientras Lucano pensaba en María empezó a sentir un apasionado deseo de estar en su presencia, oír su voz. Empezó a amarla. Ella era el Gran Misterio, era mujer y las mujeres siempre le habían confiado sus más profundos secretos.

—Cuando sepamos lo que Ella pensó e hizo, sabremos todo cuanto hay que saber, absolutamente todo —dijo Arieh a Hilel.

—Fue un simple instrumento de Dios —respondió Hilel.

—Fue su Madre y ¿acaso no saben las madres todo respecto a sus hijos? —preguntó Lucano—. ¿Por qué fue ella escogida para ser su Madre? Ha debido existir una razón para que fuese escogida entre todas las mujeres y ella podrá decírmela.

—¿Acaso no aman los hombres a sus madres? —dijo Arieh—. ¿Acaso no la amó Él más que a ninguna otra criatura y la obedeció dulcemente de niño, joven y cuando fue hombre?

—No hay duda de que será bendecida por todas las edades —dijo Lucano.

El griego escribió la historia del centurión Antonio y de su criado. La de Ramus que había visto al Mesías resucitar a un joven de entre los muertos y devolverle a su madre. Pero la primera parte de su Evangelio la dejó en blanco para cuando pudiese ver a María.

Lucano se sentía turbado acerca de una cosa y un día dijo a Hilel:

—Me has dicho que cuando el Mesías fue por última vez a Jerusalén el populacho judío se alineó a su paso y extendieron ramas de palmeras ante Él y su asno, y le aclamaron como al Altísimo, se apiñaban a su alrededor para besar sus vestiduras, elevaban sus niños para que Él los viese y los bendijese. Cuando le condujeron al lugar de la crucifixión, su pueblo llenaba la carretera llorando; una mujer enjugó su rostro cuando cayó a causa de los latigazos de los soldados romanos y un pobre y miserable judío llevó su cruz. ¿Por qué si el pueblo le amaba así permitió su muerte, le denunciaron y dispersaron a sus seguidores después de lo que en su misericordia había hecho por ellos?

Hilel respondió:

—Existe una situación precaria, llena de tirantez, en las relaciones de judíos y romanos. Los sumos sacerdotes y los hombres sabios de Israel realizaron bien su labor. Actuaron como mediadores entre su pueblo y Roma asegurando a ésta que no habría revueltas sangrientas contra su poder, que no permitirían la presencia de ningún agitador entre la gente del pueblo, porque temían que si ocurrían cosas así en Israel el país sería destruido por Roma, como había destruido a otras naciones. Por otra parte estaba el grupo de jóvenes Esenios, muy devotos, y entregados a ruegos durante meses en los desiertos esperando la venida del Mesías y la liberación de Israel del yugo de Roma. Se decía que Jesús era uno de ellos, aunque no sé si esto es cierto o no. Por otro lado estaban los fariseos, hombres grises y avinagrados que se habían erigido por su cuenta en defensores de la ley. Son mercaderes, banqueros y hombres de leyes. No viven con alegría ni dejan que los demás la tengan, desprecian a los pobres, a los humildes, a los desheredados y a los amurastem o campesinos. Se han atrevido incluso a sugerir que los amurastem tuviesen prohibido acercarse a los altares porque son analfabetos y van mal vestidos. Además estaba la plebe, el populacho callejero que no siente amor ni por su patria ni por su Dios, los petulantes, la multitud inconsecuente que aflige a todas las ciudades y naciones, mendigando siempre, ansiosos, avariciosos y en busca continua de diversiones, incapaces de aprender nada, llenos de apetitos bestiales, camorristas, siempre inquietos, contenciosos y egoístas. ¿No existe esta plebe en Roma y acaso no acarrea la ruina al imperio, a causa de las cargas que imponen sobre sus mejores para mantener su holgazanería?

»Cuando el Mesías produjo tan gran conmoción en toda Judea, dirigiéndose a los humildes, los trabajadores, la gente sencilla; prometiéndoles que Dios no les abandonaría nunca sino que les amaba, curando sus males con ternura, asegurando que aunque careciesen de dinero Dios no les despreciaba como los fariseos hacían, afirmando que eran más valiosos a los ojos del Todopoderoso que un fariseo, rey o sacerdote vestido de seda; despertó la ira de los fariseos. Más aún a los fariseos les pareció que el Mesías se tomaba ciertas libertades con la ley, interpretándolas para sus seguidores y la gente no como ellos la interpretaban. A los ojos de los fariseos el Mesías rebajaba a Dios a un nivel inferior, proclamando herejías que destruirían la fuerza espiritual de Israel. Cuando sus seguidores le aclamaron como Mesías, los fariseos se sintieron enfurecidos, porque creían que el Mesías vendría a los judíos como el más poderoso de los reyes, revestido de gloria y poder, rodeado por una hueste angélica y que al instante libraría a Israel del poder de los romanos, haciéndoles huir para siempre. Sin embargo, allí estaba aquel hombre humilde, miembro de la clase de los amurastem de Galilea, desconocido por todos hasta hacía tres años escasos, un hombre sin renombre, calzado con sandalias de esparto y vestido toscamente, que hablaba el lenguaje del pueblo como un campesino, y ¡de tal Hombre se decía abiertamente que era el Mesías! ¿No era aquello una blasfemia contra Dios y la profecía? Pero además, Él no negaba que no fuese el Mesías. Sus seguidores y el pueblo se sintieron confundidos. Allí estaba el Mesías, pero no manifestaba odio contra Roma, incluso condescendía a curar a algunos romanos. Sin embargo, sus seguidores y el pueblo que había recibido por sus palabras la libertad y la alegría, le amaban, le conocían y le aceptaban. Éstos fueron los que le aclamaron en el camino a Jerusalén y lloraron mientras llevaba su cruz al Calvario. Esperaban hasta el último momento que cuando los romanos clavasen el primer clavo en sus pies los cielos se abrirían airados y descenderían sobre la tierra.

»Además, los sacerdotes, muchos de los cuales pertenecían a la secta de los fariseos, se horrorizaron por sus enseñanzas. Temían también que los romanos usasen al Mesías y sus enseñanzas como excusa para emplear la supresión, derramar sangre e imponer leyes opresoras; lo cual destruiría todo el trabajo que ellos habían realizado para aplacar a Roma y mantener ciertas libertades en su patria.

»De modo que por un lado estaban los sacerdotes que temían por su pueblo y su fe, por otro los que se habían erigido en guardianes de la Ley, los fariseos, que despreciaban a los humildes; luego la despreciable plebe siempre deseosa de encontrar una víctima. Y estaba Roma, siempre atenta a cualquier señal de rebelión contra su poder. Considerando todos estos factores es una maravilla que pudiese vivir lo que vivió. Pero, por fin, fue denunciado a los oficiales romanos y aquello fue el final. O el principio —añadió Hilel.

Luego suspiró.

—Me han dicho que mucho antes de Su muerte, Él la había profetizado. Afirmó que había nacido para morir en la cruz. Dios lo había decidido desde el principio del tiempo, lo había escogido para reconciliar al mundo con Él, para demostrar que nunca lo había abandonado, que lo amaba y estaba dispuesto a morir por él, a fin de que pudiese ver la luz de la Verdad y de la vida y gozar de ellas eternamente gracias a Su misericordia. Por eso se vistió de carne mortal a fin de demostrar que no hay nada imposible para Dios. Los hombres que le mataron eran, por lo menos, sus instrumentos elegidos. Sin su muerte y sin su vida las profecías no hubiesen sido cumplidas.

Lucano mantuvo silencio por largo rato, asintió una y otra vez mientras pensaba y luego dijo:

—¿Sabes que ocurrió después de su muerte?

Hilel vaciló.

—No…, pero sus seguidores decían que resucitaría de entre los muertos porque así lo había afirmado.

Lucano sonrió.

—Ha resucitado —dijo—, tenlo por seguro, querido amigo; ha resucitado de entre los muertos. Lo sé con certeza en el fondo de mi alma.

Sus días estaban llenos de gozo y limpia confianza. Parecía haber rejuvenecido y se sentía henchido de palabras y buenas nuevas. Miraba a su alrededor y le parecía como si nunca hubiese visto el mundo, igual que si por primera vez disfrutase de la vista y oído, con una profunda comprensión desconocida hasta entonces. La oscuridad y la tristeza desaparecieron de su vida como una tormenta que pasa. Cuando sonreía a sus amigos o a sus pacientes parecía como si el sol brillase en su rostro. Palpaba la cruz que llevaba siempre colgada del cuello y sobre el pecho, y escribía su Evangelio.

Tenían el proyecto de desembarcar en Joppa, pero una tempestad los alejó de su rumbo y los condujo hasta Cesárea. Lucano, Hilel y Arieh, permanecían juntos reclinados sobre la barandilla del barco mientras contemplaban la costa de Judea a medida que se acercaban a ella. Lucano pensó: «He ahí mi hogar, el lugar de donde siempre he huido». El puerto de Cesárea estaba formado por una larga hilera de rocas negras que se adentraban en el mar. Hilel explicó que en uno de los lados del puerto cargaban y descargaban los galeones romanos y en el otro embarcaban y desembarcaban los pasajeros. Dijo sonriendo:

—Tengo un amigo muy querido, un oficial romano, que fue destinado a esta región hace tres años. Te será simpático. Es un hombre agudo e irónico, lleno de ilusiones.

Tras el maravilloso barco de Hilel se empezaba a formar una tenebrosa nube negra que se alzaba sobre el fondo como una gran torre, destacada a causa del abrasador y dorado sol poniente. El mar brillaba como líquidos rubíes. Marte, como una estrella de ámbar, brillaba sobre el nuboso edificio. El barco se deslizó hacia el concurrido rompeolas. Varios galeones y otros barcos menores se mecían suavemente con las anclas echadas. Sus velas brillaban bajo la luz escarlata del sol poniente. Una cordillera de montañas de poca elevación se extendían más allá del puerto, desnudas y terrosas; la brisa llegaba cargada con los olores característicos del Oriente.

Hilel señaló hacia las montañas y dijo con un deje de amargura:

—Los romanos han despoblado nuestra tierra de cipreses para construir sus barcos.

Los ojos azules de Arieh brillaban con expresión aguda y penetrante al contemplar la tierra de sus antepasados; le temblaban los labios a causa de la emoción. Hilel, al darse cuenta, colocó su mano sobre el brazo del joven y le apretó afectuosamente. Hilel tenía una hermosa hermana de quince años, Lea, dispuesta para el matrimonio, Empezó a planear la boda entre Lea y Arieh, el hijo de Eleazar ben Salomón, un nombre noble en Israel.

El barco, hábilmente manejado, se deslizó hacia el muelle con todos sus alegres gallardetes desplegados, las velas al viento de aquel cielo amenazador del atardecer. Los demás barcos le saludaron y Hilel devolvió los saludos con el rostro sonriente. Los marineros gritaban sobre los mástiles. El muelle estaba colmado de apresurada actividad. Antes de que cerrase la noche comenzaron a aparecer luces en el crepúsculo que daba rápido paso a la noche. Varios soldados romanos contemplaban ociosos la actividad reinante y su oficial bajaba corriendo hacia el muelle mientras el barco de Hilel echaba el ancla.

—¡Hilel! —gritó con sonora y alegre voz—. ¡Saludos!

Su yelmo brillaba como el fuego reflejando la luz del atardecer que iluminaba a la vez con tonos rojos su viril rostro. De pie sobre el muelle empezó a reír; tenía los dedos pulgares metidos en su ancho cinturón, las piernas desnudas separadas, la túnica ondeando a causa de la ligera brisa. Luego, cuando fue echada el ancla, subió al barco, y corrió sobre el puente riendo. Hilel le recibió con los brazos abiertos y se estrecharon en un cariñoso abrazo.

—¿Cómo sabías que atracaríamos aquí? —preguntó Hilel.

El romano hizo un guiño picaresco simulando no ver a Lucano ni a Arieh que estaba cerca de ellos.

—¿Qué como lo supe? Puesto que eres un místico judío me gustaría que creyeses que un ángel me lo dijo volando hasta mi oído, o que un sacerdote lo descubrió al examinar las entrañas de un animal sacrificado. Pero no, mi obligación es saber por donde has andado durante los dos últimos meses y quién has tenido a bordo contigo.

Al decir esto dejó de sonreír. Se volvió de pronto hacia Lucano que le contemplaba con interés.

—¿No me conoces, Lucano, hijo de Diodoro Cirino? —preguntó con gravedad y decepción.

Lucano abrió los ojos con asombro. Retiró los codos de la barandilla y exclamó:

—¡No, no puedes ser Plotio! —Cogió a Plotio por los brazos incapaz de pronunciar palabra.

Hilel les miró con asombro. Plotio le dijo:

—Estos griegos son muy emotivos, aunque pretenden lo contrario, —sus duros ojos de soldado se habían humedecido—, así que por fin estás aquí, nos volvemos a encontrar. Estaba en Joppa hace dos días y allí oí que el barco atracaría aquí —hizo una pausa—, Lucano —dijo con profunda emoción—, nunca nos hemos escrito pero siempre he sabido donde has estado porque el César te tiene bajo su protección.

—No puedo creerlo —respondió Lucano—, pero me siento muy feliz. Eres realmente tú, Plotio, mi querido amigo; nos vemos de nuevo después de tantos años.

Se echó a reír ligeramente para ocultar lo emocionado que estaba. Ante sus ojos bailaban las brillantes y rojas linternas.

—Juro por Castor y Pólux que no has cambiado —apoyó las manos sobre los hombros de Lucano inclinándose para examinar mejor su rostro—, todavía eres un joven aunque tienes edad bastante como para poseer una barba gris —miró a Hilel y le dijo—: Éste es nuestro querido Hermes, que huyó de los brazos de Julia, acerca de lo cual te he hablado otras veces. —Y al decir esto se echó a reír de nuevo.

—Tú tampoco has cambiado —dijo Lucano con cierta mordacidad, porque Plotio estaba más grueso y ancho que en la época que evocaban y mostraba los fuertes rasgos de un hombre de cuarenta y seis años. Las negras cejas que aparecían bajo el yelmo estaban surcadas por hebras grises.

—¡Ja! —dijo Plotio—, los dioses no me han dado el secreto de la eterna juventud como a ti, mi querido Lucano. Bajo este yelmo tengo la cabeza pelada. Rara vez me lo quito porque temo que si lo hiciese un águila podría confundir mi cabeza con una piedra y echar una tortuga sobre ella. Prefiero recordar que también Pericles era calvo y por esa razón nunca se quitaba el yelmo.

Lanzó una carcajada que resonó sobre la superficie del agua. Abrazó de nuevo a Lucano golpeándole la espalda afectuosamente. Lucano le presentó a Arieh.

—Sí, sí, comprendo —dijo Plotio cordialmente—; he oído hablar de Arieh ben Eleazar. Los abogados de Jerusalén no hacen más que hablar de él. Sabía que estaba con vosotros en este barco. Me habían informado también, que estabas enfermo, Hilel, pero me siento encantado de ver que no es así.

—Estoy muy bien —respondió Hilel—, y ahora debes buscarnos alojamiento para pasar la noche, Plotio, porque tenemos intención de permanecer aquí unos cuantos días.

El rostro de Plotio sufrió un brusco cambio, se ensombreció e hizo inescrutable. Volvió un poco la cabeza hacia un lado y dijo sin mirar a Lucano:

—Está todo arreglado por qué sabía que llegaríais aquí. Poncio Pilatos ha ofrecido amablemente su casa para que dispongáis de ella ya que él permanecerá en Jerusalén durante algunas semanas. Creo que desea volver a Roma. Su esposa ha estado… inquieta… durante algún tiempo.

—Tu propia casa nos servirá —dijo Hilel, y frunció el ceño—. Prefiero no ser huésped de Poncio Pilatos.

—Vendí mi casa hace poco porque estoy agregado a la casa de Pilatos. No debes ofender al procurador, aunque sé que nunca te ha gustado ir a su casa, querido Hilel.

—Quien no me gusta es Herodes, que fue quien construyó esta hermosa casa para él —respondió Hilel con vehemencia.

Plotio le contempló con astucia.

—Lo que quieres decir es que ya no quieres tratos con los romanos —respondió—. ¡Si es así vete a una taberna, rígido saduceo, y goza allí de las pulgas y los perros!

Hilel vaciló. Miró a Lucano y Arieh, y luego se encogió de hombros.

—Muy bien, si mis amigos no tienen nada que objetar iremos a casa de Pilatos aunque sea a disgusto.

—Yo prefiero ir donde tú vayas —dijo Lucano.

Plotio le miró con un gesto extraño y dijo:

—No creo que lo hagas cuando te diga que tu hermano adoptivo, Prisco, está en la villa de Pilatos sobre aquellas montañas y te espera.

—¡Prisco! Hace mucho que no tengo noticias suyas; creí que estaba en Jerusalén.

Lucano, al recibir aquella noticia, se sintió doblemente encantado.

—Allí estaba hasta hace unas semanas —dijo Plotio con una voz que delataba un sentimiento raro y contenido—, es amigo de Pilatos, que le ha visitado —el soldado hizo una pausa—. El aire de aquí es más sano que el de Jerusalén y tu hermano ha estado un poco enfermo.

Hilel percibió la reserva y ambigüedad en la voz de Plotio, pero Lucano, lleno de alegría por la presencia de su viejo amigo y la noticia de la presencia de su hermano, no se dio cuenta de ello. Los tres montaron en la gran cuadriga de Plotio arrastrada por cuatro caballos negros. Una luz moribunda iluminaba la tierra, y Lucano, a medida que la cuadriga avanzaba, contempló el paisaje con profundo interés.

Apenas si podía ver nada a causa de la oscuridad creciente excepto el ocasional parpadeo de una luz en la vasta fortaleza, alguna lámpara en las casas o la sombra de un grupo de cipreses seguidos, como lanzas que amenazaban a la creciente luna amarilla. Muchachos y muchachas corrían ante la cuadriga arreando rebaños de ovejas de cabezas negruzcas y gritaban con roncos sonidos guturales; conducían sus ganados, ovejas o cabras, hacia los establos. Lucano dedujo por el olor del polvo que la tierra estaba reseca y agrietada. La ciudad, de poca altura. Las azoteas de las casas brillaban bajo la luz de la luna; las tortuosas calles parecían moverse inquietas a causa de luces de mano y los portalones de las casas reflejaban una luz dorada. Poco se podía ver en la creciente oscuridad del anochecer, sin embargo Lucano sentía una profunda emoción, mayor que la que nunca había experimentado. No le conmovían los pesados, penetrantes y cálidos olores que la brisa arrastraba, evocadores de perfumes e incienso y especias que parecían proveer de la misma tierra, ni tampoco los picantes perfumes desprendidos de los árboles, ni la hierba reseca, ni el polvo. Conocía demasiado bien Oriente. Los olores en aquel lugar eran más intensos que en Alejandría, El Cairo, Tebas o Siria. No eran aquellas sensaciones lo que conmovía a Lucano sino el pensamiento de que aquélla era la tierra de los profetas, en la que habían vivido los hombres sabios, patriarcas y hombres poderosos como Moisés, David, Saul, Elías, Goliat, Samuel, Salomón; tierra de reyes y guerreros. Allí había sonado el trueno de los siglos; por aquella tierra había andado Dios en medio de un terremoto. En ella estaba el Sinaí sobre el que había resonado el trueno y al que el relámpago había azotado con latigazos cegadores, y sobre él fueron dados a los hombres los Diez Mandamientos. Sobre aquella tierra había nacido la idea de que el hombre es algo más que mero hombre porque se le había ordenado que fuese así. En aquella pequeña tierra los gigantes, los Titanes, habían surgido de la tierra y el choque de sus voces había resonado como un eco en el silencio. Allí había más sabiduría que toda la que Grecia había concebido, más grandeza que la que Roma había acumulado bajo el sol. Ni una pulgada de terreno en aquel país dejaba de ser bendito, ni un solo árbol que no recordase hechos asombrosos. Era el suelo sobre el que habían vivido los héroes del espíritu cuyas sombras caminaban por todos los senderos. Era allí donde una doncella había llevado a Dios en su seno y donde Él había elegido manifestarse al hombre. Allí había vivido, muerto y hablado a los hombres como hombre.

«Estoy en mi hogar», pensó en Lucano, y un profundo sentimiento de éxtasis se apoderó de él. Dios ha hecho su propio hogar en este pequeño rincón del mundo, entre aquéllos que Él ha escogido para que oigan sus palabras.

Los jinetes que cabalgaban ante la cuadriga llevaban antorchas encendidas cuyas llamas brillaban cual rojizos penachos, reflejando de cuando en cuando la figura de un árbol, unas piedras de la rocosa carretera, o los rostros y lomos de los caballos. Lucano vio que ascendían hacia dos impresionantes palacios. Plotio señaló a uno de ellos.

—Pilatos —dijo. Luego señaló al otro—. El de su querido amigo, el tetrarca de Jerusalén, Herodes Antipas.

La blancura de los edificios y sus columnatas brillaban a la luz de la luna. El palacio de Herodes estaba rematado por una cúpula dorada. Empezaron a ver legiones romanas alineadas a lo largo de la carretera presentando armas.

La ciudad se extendía a sus pies. Las plateadas terrazas aparecieron entonces iluminadas por antorcha y linternas. Desde algún lugar desconocido llegó hasta ellos el quejido de una mujer.

—Mañana te mostraré uno de nuestros mayores templos —dijo Plotio con orgullo—. Tiene dos enormes estatuas, una de Zeus hecha en mármol, la de Apolo de porfidio rojo. Ésta es una tierra muy extraña. Los judíos desprecian nuestros templos en cualquier sitio que estén, evitan verlos pese que son el pueblo más religioso del mundo. Te aseguro que es imposible comprender a los judíos. Lo peor de ellos es que escupen cuando pasamos. Muchos de nuestros soldados se han casado con hermosas doncellas judías pero no sin antes haber pasado por la más dolorosa circuncisión, y con prolongados lamentos de las madres y atroces amenazas de los padres de las novias. Nos hacen pensar que somos peores que los salvajes del África negra.

—Desean preservar la ley y a sí mismos sin mácula —dijo Hilel con sequedad.

Plotio hizo un guiño a Lucano.

—Te aseguro —repitió— que son muy extraños. Detestan a Herodes incluso cuando va al Templo de Jerusalén para cubrirse la cabeza de cenizas y ofrecer sacrificios. Miran sus lágrimas con desdén; ¡ah, tienen la cabeza muy dura! —Azotó a los caballos con el látigo—. Pero esta tierra ejerce sobre mí una curiosa fascinación. Prisco tendrá mucho que contarte. Tendrás que armarte de paciencia porque no parece el mismo.

—¿Por qué no? —preguntó Lucano alarmado por primera vez y elevando la voz por encima del ruido de la cuadriga.

Plotio se encogió de hombros.

—Estuvo de servicio como oficial al mando de los soldados que crucificaron a un miserable judío y es muy posible que lanzasen sobre él algún hechizo. Los judíos poseen gran número de encantamientos y ya te he dicho que odian a los romanos. Me alegro de que estés aquí. Te reirás, y alejarás de él todas estas supersticiones al instante.

Su voz sonó de nuevo con un tono peculiar.

Lucano miró a Hilel y a Arieh y éstos le devolvieron la mirada en medio de la silenciosa danza de antorchas.

—Como sabes —prosiguió Plotio, conduciendo con habilidad sus poderosos caballos— la familia de Prisco no está con él y hasta el día de la crucifixión, Prisco fue el más alegre y robusto de los hombres y mi oficial favorito. Frecuentaba también la compañía de las más caras y presumidas rameras, y alborotaba en las tabernas. Sin embargo —añadió—, recuerdo que con cierta frecuencia sufría ataques de melancolía y quedaba sumido en sus pensamientos incluso antes de la crucifixión. Discutía conmigo sobre Roma y pretendía convencerme de que nuestra patria no está corrompida y depravada. ¡Cómo si yo no recordase a mi tío, el senador que murió por su patria como un general en el campo de batalla aunque en vano! Pero debo decirte que Prisco ha cambiado.

—¿En qué?

La voz marcial de Plotio se hizo evasiva.

—¿Soy yo médico? Le traje a Cesárea porque le amo como si fuese mi hijo. No te alarmes —dijo Plotio con amabilidad—, puede que no sea nada. Tanto Pilatos como Herodes han enviado a sus mejores médicos para que le cuiden respondiendo a mi solicitud. Dos están con él ahora y podrás hablar con ellos. A mí no me dicen gran cosa. Pasan mucho tiempo junto a su cama y al parecer tu hermano tiene dificultades para comer. Con frecuencia estalla en un incomprensible llanto, pero los médicos no me permiten que le pregunte. Estos médicos tienen mucha arrogancia y se toman libertades incluso con los soldados —golpeó cariñosamente sobre el brazo de Lucano con la empuñadura de su látigo—. ¡Ah, te he producido intranquilidad! Ten la seguridad que los amigos de Prisco le tratamos como a un sátrapa de Persia. Le curarás, como hermano y médico, por medio de razonamientos lógicos.

Lucano se sintió alarmado por las ambiguas palabras de Plotio, pero sabía que el soldado era obstinado y no deseaba discutir con él. Por lo tanto dijo:

—El día de la crucifixión, ¿se produjo aquí una oscuridad anormal?

—Sí. Dicen que incluso vieron a muchos muertos por las calles y en las casas. Esta gente es muy supersticiosa. El sol se oscureció y no pudimos verlo durante algún tiempo. Pero sólo fue una tormenta de polvo —vaciló un momento—. Prisco podrá contártelo si le persuades a que te hable. Llora como una mujer cuando le hablo, en las pocas ocasiones que tengo para acercarme a él.

—¿Y por qué llora? —murmuró Lucano con insistencia.

Plotio le sonrió con desesperación.

—Me cuesta decírtelo, mi querido amigo, porque temo que te rías de mí. Asegura que era Dios, o quizá Zeus, Hermes, Osiris o Apolo; me refiero al que murió en aquella cruz criminal. No te rías de mí, te lo ruego, sólo repito lo que tu hermano me ha dicho.

Lucano permaneció en silencio y Plotio le contempló irónicamente.

—No te sientas turbado —dijo con cierto aire de preocupación—, estoy seguro de que no está loco sino que es víctima de algún hechizo y de su propia imaginación.

—¿Y por qué está aquí? —preguntó Lucano.

Plotio vaciló de nuevo.

—Lo sugerí yo mismo. Vivía como si estuviese alejado, en Jerusalén. La tropa se dio cuenta de ello. Todos vieron su palidez y modales distraídos, sus repentinos estallidos en sollozos. ¿Iba yo a permitir que semejante escándalo fuese conocido en Roma y contado a Tiberio, que se ha transformado en un salvaje que odia a todo el mundo y cuyo carácter va de mal en peor? No deseaba que Prisco cayese en desgracia, que volviese a Roma para ser castigado por un comportamiento perjudicial a su reputación de soldado de Roma. En Jerusalén las cosas no marchan muy bien, te lo aseguro. Desde la crucifixión han surgido muchos tumultos e incluso muchos de nuestros soldados participan en ese histerismo estúpido. Pilatos se vio obligado a perseguir a los seguidores de aquel Rabí crucificado a fin de restaurar la tranquilidad, y finalmente huyeron de la ciudad. Pero las cosas siguen muy amenazadoras. La multitud choca con frecuencia con quienes manifiestan que sin duda alguna el Rabí era un Dios judío. El populacho callejero está en todas partes y, ¡por Marte!, sólo desean revueltas y alboroto porque tienen almas de bestias irracionales, y aman la excitación sin importarles la causa. En el anonimato el tumulto les brinda la oportunidad de portarse como hombres y ser importantes, aunque no sea más que frente a la ley, a la que odian por naturaleza.

La voz de Plotio expresaba una irritación contenida y por lo tanto Lucano no quiso volver a hablar. Comprendió que la ira no estaba encaminada hacia él, sino contra la plebe del mundo entero. Plotio murmuró enfurecido:

—¡Ah, si nos dejasen a nosotros los soldados entendernos con la plebe! En cierta ocasión nos dejaron intervenir y dimos un escarmiento ejemplar. Pero la plebe tiene el privilegio universal de que la mimen, alimenten, diviertan y cobijen, porque es terrorífica. Sin embargo, ¿quién tiene la culpa de que sea así? Políticos venales que quieren su apoyo y… ¡Malditos sean!

Lucano empezó a darse cuenta que atravesaban lujosos jardines, al percibir dulces olores que todo lo invadían y la fragancia resinosa de los árboles. Vio distantes fuentes iluminadas por la luz de la luna como náyades danzando en la solitaria noche. Oyó las monótonas pisadas de los soldados y vio el brillo de los yelmos y desnudas espadas ante las puertas del palacio. La dorada cúpula de la casa de Herodes rivalizaba con la luz de la luna. Los jinetes y los carros atravesaron la última puerta y la casa de Pilatos apareció ante ellos deslumbrante como alabastro.

Cuando estuvieron en el maravilloso e iluminado vestíbulo, lleno de estatuas y muebles, Plotio sugirió que sus huéspedes se retirasen a sus habitaciones y descansasen hasta la hora de la cena. Lucano adivinó que su amigo estaba inquieto y turbado a causa de pensamientos secretos y deseaba librarse de él por algún tiempo. Luego dijo colocando su mano sobre el fuerte brazo de Plotio:

—Plotio, no estoy cansado. Quisiera celebrar consulta con los médicos de Prisco porque estoy muy preocupado. Además no he visto a mi hermano desde hace mucho tiempo.

—Sin duda, mi querido Lucano —dijo Plotio cordialmente—, considera esta casa, en ausencia de Pilatos, como la tuya propia. —Sonrió a Hilel y le dio unos golpecitos sobre los hombros—. Te he echado de menos —aseguró. Miró a Arieh y le hizo un guiño—. No hay nada como una buena fortuna para atraer a los perdidos al hogar. Los esclavos os conducirán a vuestras habitaciones, queridos amigos, y después en la cena descansaremos y podremos hablar de muchas cosas.

Metió los pulgares en el cinturón, y se quitó el yelmo. Estaba completamente calvo pero la calvicie aumentaba su aire de virilidad. Posó una mano sobre el hombro de Lucano pero evitó sus ojos.

—Vamos —dijo—. Los médicos están ahora con Prisco y podrán decirte muchas cosas que yo desconozco.