42

Lucano escribió en seguida a los abogados de Sara bas Eleazar en Jerusalén. Luego dijo a Arieh:

—Debes partir en el próximo barco, que llegará allí después que los abogados reciban mi carta. Me gustaría acompañarte, porque esto es para mí algo muy querido, pero tengo un contrato de dos meses en otro barco y no puedo dejar de cumplir mi palabra. Me uniré a ti en Jerusalén más tarde… quizá.

Pero Arieh, respondió:

—No me pidas que te deje. No tengo mucha experiencia; déjame ser tu ayudante durante estos dos meses.

Lucano sonrió; sabía que Arieh usaba aquella excusa a fin de no separarse de él, por lo que asintió y Arieh, caminando con el paso rápido de la juventud, fue con él. A partir de entonces sintió como si un absceso terrible le hubiese sido por fin sajado y purificado. Empezó a enseñar a Arieh su antigua religión durante las guardias nocturnas. Arieh había recibido una educación defectuosa sobre la religión greco-romana en el hogar de su primer dueño, y en Tarso con sus maestros. Escuchaba a Lucano con la más profunda atención y le hacía preguntas inteligentes.

—Es extraño descubrir que soy judío —dijo en cierta ocasión moviendo su cabeza—. Mis dueños odiaban a los judíos y les llamaban avariciosos y falsos, aunque ellos eran los hombres más ansiosos y arteros. Mi primer dueño, en particular, no podía dormir a causa de sus intrigas y nunca le vi feliz, excepto cuando arruinaba a otro hombre.

Cuando Arieh andaba, Lucano recordaba lo que Eleazar ben Salomón había dicho «es un joven león». Interrogó a Arieh sobre las cosas que podían recordar.

Arieh frunció el ceño, tratando de recordar.

—Me dijeron que había nacido en Samos y me dieron este nombre. Tenía dos años cuando fui comprado para ser juguete de los niños de mi primer dueño, fui comprado de nuevo; esto es todo lo que sé —hizo una pausa—. Toda mi niñez anduvo turbada por un sueño que a veces vuelve a mí. Me veo en un grande y hermoso jardín; veo columnas blancas, pero no estatuas como he visto después en otras casas. Veo gran profusión de flores por todos los sitios y brillantes fuentes. Tengo un pequeño perro blanco que es mío, encantador y pacífico. Un joven entra en el jardín, me acaricia en sus brazos y me besa; también hay una joven muchacha de negro cabello flotante que juega conmigo. —Arieh se frotó la frente que empezaba a estar cicatrizada—. El sueño se hace confuso. ¿Era el mismo día u otro? Estoy con dos chicas en el jardín y juegan conmigo. Es un día brillante y silencioso lleno de sol. Mi pequeño perro no está allí; yo le echo de menos. De pronto dos hombres morenos, casi desnudos, aparecen; les miro sin miedo, aunque no les reconozco como reconozco a mis guardianes. Se acercan a las muchachas, levantan algo que llevan en las manos y brilla al sol; las muchachas caen sobre su rostro. Yo me echo a reír y aplaudo con mis manos. Después uno de los hombres me coge, se mueven como sombras, una mano me tapa la boca y empiezo a sentirme sofocado. No puedo respirar. Luego algo negro cae sobre mis ojos. Esto es todo lo que recuerdo. De mis recuerdos posteriores sólo sé que me veo en una casa extraña y cruel y recibo golpes. No sé si mucho más tarde o no. Debe ser un sueño —dijo Arieh moviendo su cabeza.

—No —dijo Lucano—, no es un sueño.

Arieh demostró un inmenso deseo de saber todo acerca de su familia, de su padre y hermana. Lucano nunca se cansaba de hablarle de Sara. En cierta ocasión, mientras estaba hablando, vio que Arieh le miraba con una expresión inescrutable.

—Era la más encantadora de las mujeres, la más dulce y la más amable —y su voz sonó con tono que él creía desapasionado.

Lucano golpeó afectuosamente el hombro de Arieh. Se sentía como un padre y pensó: «Ciertamente podría ser mi hijo, porque no soy joven». El pensamiento le produjo gran consuelo.

Pintó un pequeño cuadro de Sara para Arieh. El rostro blanco, los ojos cándidos y la hermosa sonrisa, brillaban como la carne sobre la madera. El cuello blanco tenía un aire orgulloso.

—Es como una divinidad —dijo Arieh.

Aquello hizo reír a Lucano.

—No hables como los griegos y romanos —exclamó—, tus compatriotas te mirarán sobriamente y te detestarán si llamas a un ser humano «divinidad». Sentémonos y estudiemos de nuevo a Moisés y cómo libró a su pueblo de los egipcios. Veo que la historia te fascina y, como el hijo de Eleazar ben Salomón, es mejor que te apliques a tus lecciones de hebreo.

Entre los dos creció un afecto profundo semejante al cariño de padre e hijo. El griego abría su corazón a Arieh. El misterioso sentimiento de consuelo en Lucano crecía día tras día. Era como si todo lo que siempre había amado estuviese representado en Arieh, a quien enseñaba como a un niño. Nunca se cansaban de hablar. Lucano, hablando de su propia vida, la vivía de nuevo a medida que se la contaba a Arieh. En uno de los puertos de escala un mensajero llegó a bordo para entregar un gran saco de oro a Arieh y gozosos mensajes de sus abogados en Jerusalén. Le habían escrito: «Esperamos la llegada del hijo de Eleazar ben Salomón. Será purificado en el templo y reincorporado a su pueblo. Bendito sea Dios que te ha encontrado».

Arieh distribuyó el dinero entre los miembros de la miserable tripulación. Bajó a las galeras y dio a los esclavos bastante oro para comprar su libertad. Durante días y noches, a partir de entonces, el pequeño barco vibró con gozosos gritos y saludos a los dioses. Los marineros besaban la mano de Arieh cuando pasaba lo que producía al joven un gran embarazo.

En aquellos días Lucano podía hablar con Arieh de Dios con entera libertad y amor. Su espíritu había encontrado la libertad. Vivía como esperando una orden que estaba seguro llegaría, y la esperaba con serenidad. Era franco con Arieh y le explicaba su antiguo odio hacia Dios.

—Durante todo aquel tiempo yo estaba secretamente enfurecido contra Dios. Él no se manifestaba a mí y más bien parecía ignorarme. Le rezaba y no recibía respuesta. Aquello era imperdonable.

Le contó todo lo que le había dicho Keptah y José ben Gamliel, y cuando Lucano hablaba le parecía como si aquellos amados maestros estuviesen a su lado sonriéndole y confirmándole. Contó a Arieh las profecías judías, caldeas, babilonias y egipcias. Le habló del extraño maestro judío acerca del cual había escrito Prisco y a quien Ramus había visto.

—Pero no he oído más de él —dijo Lucano—. Hasta mí llegaban muchas historias hasta hace dos meses. Desde entonces todo ha quedado en silencio. He preguntado a las gentes en varios puertos, pero sólo he recibido sonrisas apagadas. He escrito a mi hermano Prisco repetidamente pidiéndole más noticias, pero no he recibido respuesta. No me ha escrito. ¿Habrá vuelto a Roma? Escribí a mi madre hace dos días.

—Encontraremos a este Rabí judío en Jerusalén —dijo Arieh intensamente interesado—. Invade mis pensamientos. Repíteme otra vez lo de la profecía de Isaías.

Cuando encontraban una pequeña sinagoga en los puertos, Lucano llevaba al joven a ella. Pero no podían penetrar más allá de la puerta de los gentiles.

—Comprendo el que no pueda acercarme al Santo de los Santos hasta que no esté purificado —decía Arieh mirando con curiosidad—, pero ¿por qué se les prohíbe a los gentiles la entrada? Dios es Dios de todos los hombres. Mi pueblo es una raza orgullosa y obstinada.

—Si no lo hubiesen sido no habrían sobrevivido a las edades —dijo Lucano—. El hombre debe guardar sus mejores virtudes y las de su pueblo. Sin embargo, como tú dices, Dios es Dios de todos los hombres. Pero recuerdo las ceremonias en los templos de los griegos, romanos y egipcios. Sólo los sacerdotes, los elegidos, pueden participar en los misterios; sólo los sacerdotes beben los vinos sacrificiales y comen los animales sacrificados. Hay cosas que deben ser guardadas del vulgo y los estúpidos, porque pueden corromperlas. Los sacerdotes ordenados bendicen y realizan sacrificios, pero debes recordar que han sido ordenados.

—Mi pueblo es un pueblo sacerdotal —dijo Arieh—, y sólo han mandado que los hombres se amen unos a otros y sean justos entre ellos, no como una cuestión filosófica, sino como un acto de fe. Es un mandamiento extraño —miró a Lucano elevando un poco la cabeza. Tocó su hombro con la mano y añadió—: Sí, Él te ha llamado.

Una noche se levantó una gran tormenta y el barco se vio obligado a buscar cobijo en un pequeño puerto que estaba lleno de barcos que se habían apresurado a refugiarse allí antes de que el rugiente viento y las elevadas olas se alzasen. Cuando amaneció el día, el mar estaba aún tumultuoso y los maltratados barcos se agitaban anclados y temerosos de salir de nuevo. Lucano y Arieh permanecían de pie sobre el resbaladizo puente de su buque y vieron que su vecino más próximo era un magnífico buque de excelente madera; sus velas recogidas sobre el puente parecían montones de ardiente seda; los marineros iban vestidos con buenos trajes y andaban con confianza. El capitán parecía ser un hombre de importancia, aunque andaba de arriba abajo con expresión preocupada. Los dos amigos podían ver cómo movía los labios.

—Es un barco privado, el juguete de algún hombre muy rico —dijo Lucano.

Saludó al capitán, que acudió un poco disgustado hacia la barandilla de su barco cuyo maderamen estaba adornado con incrustaciones de ébano, nácar y oro. Lucano percibió que el barco no tenía un mascarón con figura de mujer.

—¿Hay algo que no va bien a bordo? —preguntó Lucano en griego.

El capitán movió la cabeza. Lucano dijo lo mismo en arameo y el capitán asintió interesado. Luego replicó:

—Sí, hay algo muy malo. Mi glorioso señor, el propietario de este barco —y miró alrededor con orgullo—, yace en la cama enfermo. Nuestro médico murió la última noche en la tormenta. Fue arrojado contra una pared y se aplastó la cabeza.

—¿Qué aqueja a tu dueño?

El capitán movió la cabeza.

—¿Quién lo sabe? Ha permanecido durante más de dos meses como si le hubiese atacado una enfermedad mortal. Viene de Jerusalén; su médico estaba perplejo. Dos meses atrás mi señor se metió en cama llorando violentamente y sin querer ver a su esposa, a sus hijos, a su madre ni a su padre. El médico se sintió asustadísimo. Luego mi dueño dijo que salía a la mar para olvidar, pero lo que trata de olvidar nadie lo sabe. No se ha movido de la cama. Muere lentamente; se retuerce las manos y no quiere hablar.

Lucano dijo a Arieh en voz baja:

—Este hombre, seguramente, sufre de alguna enfermedad del espíritu.

Miró al capitán y dijo con vacilación.

—Soy médico. Me gustaría ver a tu señor.

El rostro del capitán se iluminó. Era evidente que amaba a su dueño.

—Espera, señor. Haré los arreglos oportunos para que vengas a bordo, porque ciertamente tengo miedo que su muerte esté muy próxima.

Para Lucano y Arieh fue difícil subir a bordo del otro barco, porque ambas naves saltaban inquietas y descompasadas. El capitán les recibió como si fuesen reyes.

—¡Oh, Dios es bueno! Mi señor no morirá ahora.

Lucano no había visto nunca un barco tan maravilloso; un augustal romano o incluso un César, se hubiese sentido orgulloso de él. Los puentes eran de ciprés, las paredes de ébano, incrustadas con artísticos dibujos de flores y hojas de oro, plata y nácar. Brillaban bajo la luz cálida del sol. Lucano dijo al capitán:

—Sois judíos; según veo, porque no observo estatuas de dioses ni pinturas murales de animales. ¿Cómo se llama tu dueño?

—Hilel ben Hamram —dijo el capitán, y miró a Lucano y Arieh esperando ver su asombro—. Sin duda que conocéis su familia porque no sólo es la más rica de toda Judea, sino famosa por sus doctores, abogados y hombres sabios; mi señor es amigo de Poncio Pilatos, y el rey Herodes Antipas se siente halagado cuando le recibe por huésped.

Lucano sonrió ligeramente; el joven Arieh escuchaba con interés. Lucano le hizo un gesto.

—Veamos a nuestro paciente.

Fueron guiados hacia abajo, a otros puentes, cada uno de ellos más lujoso que el anterior, llenos de luz y de valiosos trabajos, maderas y muebles.

—Mi señor no posee esclavos —dijo el capitán con adoración en su voz—. Es algo que está contra los principios de un judío devoto.

Lucano no pudo evitar decir con un gesto hacia Arieh:

—Eres muy inteligente, capitán; conoces los nombres famosos en Israel. Sin duda reconocerás al hijo de Eleazar ben Salomón, que está dando la vuelta al mundo a fin de perfeccionarse en las artes de la medicina.

Arieh enrojeció. Lucano le estaba insultando. Los ojos del capitán se agrandaron mientras miraba a Arieh.

—¿El hijo de Eleazar ben Salomón? ¡Pero si fue robado cuando era un niño y nadie ha podido encontrarle!

—Estaba perdido, pero ha sido encontrado —dijo Lucano—. Vamos. ¿Es ésta la puerta de tu señor?

Incapaz de hablar y mirando a Arieh, el capitán abrió una puerta, tapada con un brocado de oro, y los médicos entraron en una habitación tan lujosa en su magnificencia oriental que se sintieron completamente sorprendidos. Cortinas, brocados y bordados de plata colgaban de las ventanas; alfombras persas cubrían el suelo; el puente se movía y vacilaba, pero la gran cama de oro se mantenía firme. En ella, bajo colchas de rica seda, yacía un hombre que no tendría más de veintinueve años. Su rostro parecía un mármol gastado; sus ojos estaban hundidos en grandes círculos morados; parecía no respirar; su negro cabello caía como un abanico sobre los cojines bordados; tenía rasgos elegantes y austeros. Cuando Lucano y Arieh se acercaron a él no se movió.

—Hilel ben Hamram —dijo Lucano amablemente, inclinándose sobre él—. Soy Lucano, médico, y he venido a ayudarte.

—Y yo soy Arieh ben Eleazar, también médico y compatriota tuyo —dijo Arieh con una nota de profunda compasión en su voz.

El enfermo no se movió. Parecía como si fuese incapaz de oír, Arieh escuchó. Puso su mano sobre la fría frente de Hilel y dijo:

—¡Escucha, oh Israel!; ¡el Señor nuestro Dios es uno!

Hilel permaneció inmóvil. Los dos médicos le contemplaron ansiosamente. Lucano alzó su fláccida y helada mano y le tomó el pulso. Auscultó el pecho casi inmóvil. El corazón palpitaba débil y lentamente. Cuando Lucano miró otra vez, vio que lentas lágrimas caían de sus ojos cerrados. Arieh se sentó junto a Hilel, cogió su mano y la estrechó con fuerza, y Lucano quedó impresionado por la belleza del cuadro de aquel joven hermoso, consolando silenciosamente a su hermano. El sol penetró a través de la ventana iluminando sus rostros.

—No llores —dijo Arieh tiernamente—, porque Dios está contigo y te ayudará con su poder.

Las lágrimas brotaron más de prisa de los ojos del enfermo. Arieh creyó que los dedos de Hilel apretaban los suyos, luego dijo:

—Yo estaba perdido y Él me ha encontrado. Era esclavo y Él me ha liberado, un extranjero y me ha devuelto a mi pueblo. ¡Bendito sea Él, Rey de Reyes, porque no hay nada fuera de su poder y no permanece silencioso cuando sus hijos acuden a Él!

Hilel gimió. Parecía un gemido que surgiese más de su espíritu que de su carne. No abrió sus ojos pero susurró:

—Es demasiado tarde. Me llamó y me aparté de Él. No le olvidé, y un día supe que no podía vivir sin Él, aunque lo que me pidió era muy difícil. Por lo tanto fui a verle otra vez. Era demasiado tarde. Los romanos le habían matado. Le habían clavado en una cruz como a un criminal.

Lucano se enderezó violentamente. Cogió a Hilel por un hombro descarnado, la suave seda resbaló entre sus dedos.

—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó.

Hilel no respondió inmediatamente; parecía haberse hundido en el sueño de la muerte. Después dijo débilmente:

—Fue durante la Pascua, cuando la tierra se oscureció.

Lucano se sentó abruptamente. Su corazón saltaba y un sonido atronador retumbaba en sus oídos. Se apretó los oídos con las manos para tratar de oír, Después de un rato cogió mecánicamente su bolsa de médico y extrajo un frasco que contenía un estimulante. Sus manos temblaban y vertió un poco en una copa de vino que estaba sobre una mesa de madera de limonero al lado del enfermo. Llevó la copa a los labios de Hilel y exclamó perentoriamente:

—¡Bebe esto… y luego debes hablar, porque esta historia es la que hemos estado buscando!

Hilel bebió sin abrir los ojos, después Lucano dejó de nuevo reposar la cabeza sobre los cojines. El deslumbrante mar lanzaba brillantes destellos de luz a la habitación. Las gaviotas piaban cerca de los ojos de buey y las voces de los marineros llegaban arrastradas por el viento. Un cálido olor a brea, cal y pescado se mezclaba con el aromático olor de mirra. Lucano y Arieh esperaron a que Hilel hablase. Empezó a aparecer un débil color sobre sus mejillas de marfil; sus cenicientos labios se avivaron y adquirieron el color del coral. El sudor se secó sobre su frente. Luego abrió sus trágicos ojos, oscuros y torturados.

—¿Le buscáis? —murmuró—. Está muerto. Vi tres cruces, pequeñas y disminuidas por la distancia, sobre el apartado Lugar de las Calaveras, proyectadas contra el cielo turbulento de nubes rosas y lilas, enormes e hirientes, mientras una terrible luz descendía sobre la tierra. La gente que me rodeaba dijo que en una de aquellas cruces estaba Jesús de Nazareth y que había sido condenado por desafiar a la ley e incitar la insurrección contra Roma. Se apoderó de mí una sensación de muerte y pérdida; el sol perdió su brillo, la tierra se estremeció y la gente cayó sobre sus rostros con un gran lamento de terror. Era demasiado tarde, para decirle que yo le seguiría.

—¿Y entonces? —preguntó Lucano, mientras Hilel quedaba en silencio moviendo la cabeza angustiado. El enfermo hizo un gesto débil.

—No lo sé. Huí de aquel maldito lugar y permanecí insensible durante unos días. Luego huí al mar, porque ya nada tenía valor para mí.

—Las antiguas profecías dicen que resucitará otra vez —dijo Lucano.

Se acercó hacia Hilel que alzó la cabeza.

—¿Cómo es posible? —murmuró—. Sí, es cierto que he oído por mis criados que sus seguidores lo afirman. Al fin de cuentas tan sólo era un hombre. —Miró a Lucano con un gesto implorante—. ¡Murió! ¡Debes decirme, por amor a mi alma y a mi paz, que no era más que un hombre, y que yo realmente no le traicioné ni le herí!

—¿Acaso los hombres no le han traicionado siempre? —preguntó Lucano tristemente—. ¿Y no le traicionarán siempre por los siglos sin fin? ¿No le traicioné yo mismo aunque vi la estrella de su nacimiento y oí hablar de Él desde su infancia? Arrepiéntete, porque todo cuanto Él pide es penitencia.

Hilel lloraba.

—Entonces, ¿no estoy perdido? ¿Él me ha perdonado?

—No despreciará un corazón arrepentido —dijo Lucano, y enjugó el rostro del hombre enfermo con un paño humedecido en agua fría—, pero cuéntanos.

Pasó algún tiempo antes de que Hilel pudiese hablar. Se retorció sus delgadas manos y miraba a las brillantes ventanas como si viese algo tras ellas.

—He visitado a Herodes con frecuencia, porque es amigo de mi familia, en su palacio de Cesárea. Es decir, le visitaba, hace un año con mi esposa y mis hijos, que también estaban conmigo, pero a medida que el día del perdón se acercaba no podía continuar frecuentando la casa de Herodes, que es medio griego, y hombre caprichoso que unas veces vive como griego y otras como judío. Yo no soy un hombre piadoso ni observo la ley estrictamente. Sin embargo, no podía soportar por más tiempo la conversación de Herodes ni sus cambios de humor. Sacrifica en los templos romanos; luego iba a Jerusalén para purificarse, se arrojaba cenizas sobre la cabeza, gemía solicitando el perdón y llenaba de oro las manos de los sacerdotes. Por lo tanto envié a mi familia a Jerusalén y luego les seguí un día o dos después.

Se detuvo y Lucano le volvió a ofrecer el vino con estimulante.

—Debéis comprender que había oído hablar mucho de aquel Rabí judío que enseñaba a las gentes sobre el polvo de los caminos y las calles de las ciudades. Herodes hablaba de él con una risa insegura; hay muchos que le acusaban de incitar a los judíos a la rebelión contra el opresor romano. Pero Herodes también estaba intranquilo porque había causado la muerte de Juan el Bautista, como era llamado por la gente. Herodes es un hombre erudito a su manera y creía que Juan era Elías y al principio había evitado dañarle. Juan le denunció, a él, el Tetrarca, por haberse casado con la esposa de su hermano, Herodías. Debes comprender, Lucano, que recuerdo todas estas cosas con vaguedad, porque, ¿qué significaba un pobre Rabí judío de Galilea para los ricos y los poderosos? Siempre hay profetas; los judíos alientan e incuban profetas como las langostas crían sus hijos. Otro de ellos más o menos importante. No hubiese escuchado ninguna de las historias que se contaban si Herodes no se hubiese manifestado anormalmente caprichoso y turbado, y no se hubiese comportado de forma salvaje y variable desde que condujo a Juan a la muerte. Comprendo que Herodes podía haber olvidado a Juan, como se olvida algunas veces un sueño torturador, si no hubiese aparecido el Rabí judío tras sus huellas. Herodes me dijo que Juan le había hablado. Se rumoreaba que un Rabí realizaba grandes milagros; el palacio estaba lleno de rumores. Se decía que era el Mesías. Era extraño que sólo los esclavos y los miserables libertos hablasen de Él con pasión y excitación. Pero los gobernantes escuchan a los esclavos. Y así los rumores del Mesías llegaron hasta los oídos de Herodes y le sacaron de sus casillas.

Lucano enjugó el rostro de Hilel. Arieh permanecía silencioso, sentado y escuchando, e Hilel no soltó su mano.

—Fue en un día caluroso que dejé el palacio de Herodes conduciendo mi propio carro y rodeado por mis criados a caballo y a pie. El polvo parecía fuego blanco y me envolví en un manto que me cubría hasta los ojos. De pronto, junto a la carretera cerca de un pueblo, vi un pequeño grupo de hombres sentados sobre piedras y varios niños de aspecto tímido en pie junto a ellos.

»¿Que por qué me detuve? Uno de mis hombres cabalgaba ante mi carro y acudió a decirme con vehemencia que allí estaba el humilde Rabí con sus amigos. Sentí curiosidad por ver al hombre que tanto había excitado a Herodes y sobre el que se contaban tantas historias increíbles. Por lo tanto me acerqué a Él y a su pequeña banda de seguidores y niños, y escuché con una sonrisa a uno que parecía tan pobre y humilde como un mendigo, y no pude evitar preguntarme: “¿Es ése aquél de quien todos hablan?”. En aquel momento contaba una historia, una parábola. Los judíos están tan llenos de historias como la granada de granos. Habla con acento rústico, porque era un campesino de Galilea, un carpintero según me dijeron. Contaba la historia muy bien, con mucha elocuencia. Contemplé su rostro, sus pies y sus vestidos cubiertos de polvo, mientras permanecía sentado en una piedra, y quedé sorprendido por la historia. Hablaba de un fariseo (los fariseos son hombres devotos y rigurosos que defienden la ley como las legiones defienden Roma) que fue al templo a orar y junto a él rezaba un oscuro publicano de poca importancia, a quien, el fariseo encontraba insoportable. Y el fariseo, fastidiado y molesto por la proximidad del publicano, se cubrió la cabeza con el capuchón de su vestido para que no le ofendiese la presencia de aquel hombre de oficio vil.

Los ojos de Hilel cambiaron de expresión; adquirieron viveza e interés mientras contaba la historia mirando a Lucano.

—Fue una historia muy interesante. A mí no me gustan los fariseos; que me molestan con su excesiva piedad, conforme con la letra de la ley pero no con su espíritu. Quise distraerme. Me divertía que aquel hombre pobre y harapiento pudiese criticar a los fariseos que son el terror de Galilea, con sus constantes acusaciones a los sacerdotes de que el pueblo no observa los rituales propiamente. Son aburridos y peligrosos esos fariseos que buscan siempre la herejía.

Jadeó un poco y de nuevo Lucano le dio a beber. Permanecía echado entre sus cojines con sus ojos soñadores.

—Una excelente historia. El Rabí dijo que los fariseos rogaban a Dios diciendo: «Te doy gracias, señor, porque no soy como los otros hombres, que son adúlteros, explotadores, injustos e ignorantes de tu ley. No soy como este miserable publicano que no debiera profanar tu templo con su presencia. Ayuno en todos los ayunos, doy mis diezmos escrupulosamente». Y el fariseo se sintió muy complacido consigo mismo. Pero el publicano golpeando su pecho y llorando, no levantaba sus ojos y exclamaba: «Señor, ten misericordia de mí que soy pecador».

Hilel se había recobrado tanto que podía reír un poco, aunque débilmente.

—Y el Rabí dijo a sus seguidores: «Os digo que el publicano era más digno que el fariseo, y Dios le consoló pero no consoló al fariseo. Porque aquél que se ensalza será derribado y aquél que se humilla será exaltado».

»Debo hablaros de aquel Rabí. El sol caía vivamente sobre su rostro que aparecía aún más brillante, porque su emoción era más fuerte que la emoción de ningún hombre. Se sentaba como un príncipe en un trono y olvidó que era sólo un miembro de los amurastem sobre la tierra, y que sus pies estaban llenos de polvo. Sonreía como un padre, miraba a sus seguidores con sus ojos azules llenos de ternura, y ellos le escuchaban reverentemente. Su barba era rubia, sus manos permanecían sobre sus rodillas. Hablaba como quien está dotado de autoridad.

»Fue entonces, cuando los niños, andrajosos y descalzos, de pie en el polvo se acercaron a él tímidamente. Mientras yo había estado escuchando al Rabí, sus manos se habían unido a las de ellos, pobres mujeres vestidas con toscos vestidos de rayas llevaban jarrones en sus hombros. Empujaron a sus niños hacia Él, mirando por encima de ellos humildemente como implorando perdón. Sus seguidores les dijeron: “No molestéis al Maestro, y llevaros a vuestros niños de aquí, porque está cansado y no debe ser molestado cuando habla su sabia palabra”.

»Pero el Rabí llamó a los niños, extendió sus brazos hacia ellos y dijo a sus seguidores: “Dejad a los niños que vengan a mí y no les rechacéis porque de ellos es el reino de los cielos”. Y los niños se amontonaron a su alrededor y se sentaron sobre sus rodillas y extendieron sus brazos alrededor de su cuello abrazándole, Él les dejó que permaneciesen con él. Entonces os juro que me sentí emocionado porque soy padre y conozco la dulzura y el amor de los niños. El Rabí dijo a sus seguidores: “Aquél que no recibe el reino de Dios como uno de estos niños no entrará por sus puertas”.

Hilel abrió sus ojos nuevamente y parecían estar llenos de tortura.

—Nunca había comprendido al Rabí antes como en aquel momento, y descendí de mi carro para acercarme a Él, mis criados pidieron a la gente que me abriesen paso. Él contempló como me acercaba y me sonrió reconociendo en mí a un hermano, y esperó. Mis criados gritaban: «Haced paso para Hilel ben Hamram, que es un gran hombre en Israel, porque tiene el gobierno de una ciudad y su familia es renombrada por sus muchas riquezas». El Rabí no dijo nada y tan sólo me esperó, aunque la gente retrocedió con temor.

»Me detuve ante Él, lo bastante cerca para tocar su hombro y me miró en silencio. Luego le dije: “Buen Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Él me sonrió de nuevo y dijo con voz sonora. “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno es bueno sino sólo Dios. Debes guardar los mandamientos, no debes matar, robar, dar falso testimonio o cometer adulterio. Debes honrar a tu padre y a tu madre”. Yo le dije: “He guardado los mandamientos desde mi niñez”.

»Se mantuvo en silencio por tanto tiempo que pensé que me había olvidado, Él, aquel pobre e ignorante Rabí con acento vulgar. Pero luego volviendo sus ojos hacia mí me dijo en tono pensativo: “Una cosa te falta, vende todo lo que tienes porque eres rico y dáselo a los pobres, entonces tendrás tu recompensa en los cielos”.

Hilel se levantó sobre los cojines y miró a Lucano con gesto de ruego.

—Médico, ¿puedes comprender lo increíble que aquello fue? ¿Por qué me pediría que me transformase en un mendigo?

Lucano miró al mar, que podía ver a través de la ventana y dijo suavemente:

—Pide que cada hombre le entregue lo que tiene por más valioso en este mundo y es evidente de que tú consideras el dinero lo más valioso sobre todas las cosas.

Hilel gimió y volvió a echarse.

—Es cierto. Lo comprendo ahora. Me alejé de Él abrumado. Vio mi tristeza y me dijo muy amablemente en voz baja: «Ven, sígueme».

Hilel pasó su mano sobre su rostro.

—Me pidió que le siguiese, que me hiciese uno de sus seguidores sin hogar. Yo, Hilel ben Hamram, me dije que era una locura. Él entonces, volviéndose hacia sus seguidores, dijo con tono apesadumbrado: «Qué difícil será para aquéllos que tienen riquezas entrar en el reino de los cielos». Se puso de pie y volvió a hablar de nuevo a aquéllos que le rodeaban y yo volví a mi carro y me alejé de allí.

Lucano y Arieh habían permanecido en silencio. Hilel miró a uno y a otro implorante.

—Fui educado en Atenas y Roma. Soy hombre de sabiduría, poder, influencia y riqueza, soy un hombre de mundo. Soy Hilel ben Hamram y me pidieron lo imposible.

—Comprendo. Comprendo lo increíble que esto te pudo parecer —dijo Lucano suspirando—, porque yo mismo le odié y le desprecié cuando Él me arrebató lo más querido de mi corazón y juré vengarme de Él. No sabía, como tú tampoco sabías, que Él tan sólo toma para luego volver a dar. Castiga para después consolar, ciega a fin de que el hombre pueda ver su luz. ¿Quién soy yo para reprocharte a ti, Hilel ben Hamram?

Señaló a Arieh con su mano.

—¿Quién puede conocer los misterios de Dios? Busqué a este joven durante más de veinte años y Él lo devolvió a mis manos. Ahora sé que cuando Él me dio a Arieh para librarme de mi odio fue para atraerme hacia Él.

Hilel le miró. Luego contempló como Arieh reclinaba su cabeza sobre el hombro de Lucano. Arieh dijo:

—Bendito sea Aquél porque nos ha visitado.

Lucano extendió su mano hacia Hilel.

—Veo que nunca le has olvidado, que Él ha perseguido tu vida y tus sueños y que no puedes huir de Él. Ahora descansa y ten paz porque has sufrido mucho. Él te ha perdonado y sólo te pide que le sigas y nunca más le dejes. Ven con nosotros a Israel, donde le encontraremos otra vez, porque sin duda que Él no está muerto sino que vive.