Docenas de pacientes acudieron a Lucano al día siguiente. Eran nuevos para él. Habían sufrido una fuerte impresión, estaban muy pálidos y algunos de ellos casi sin habla. Les aseguró, sonriendo, que nada incapaz de ser explicado por hombres sabios había ocurrido el día anterior; posiblemente un eclipse. Sólo los niños se sentían aterrorizados por ello. ¿Acaso los astrónomos egipcios no habían previsto, hacía mucho tiempo, eclipses que tendrían lugar no sólo en el futuro inmediato, sino en edades aún no concebidas? Se debía confiar en los sabios, los hombres que comprendían, que podían hacer mapas de los cielos, de las fases de la luna y del movimiento de las estrellas con toda exactitud. Lucano, mientras sus pacientes se apiñaban a su alrededor, demostró lo que era un eclipse con una manzana y una nuez. Se sintieron muy interesados y siguieron su demostración con boca y ojos abiertos y, como él había hecho el día anterior, afirmaron con gestos y palabras que habían sabido todo aquello durante todo el tiempo. Son más sabios que yo, pensó Lucano con cierta ironía.
—Todo está muy bien —dijo un anciano moviendo la cabeza y mirando sardónicamente al médico—, pero no has explicado nada. Lo que pasó ayer está más allá de la explicación del hombre.
Los demás pacientes se rieron de él alegremente y le llamaron «barba gris», pero Lucano no se rio. Los firmes y penetrantes ojos del anciano le atraían. Luego dijo:
—Ven, veamos tus ingles reumáticas de nuevo, amigo mío. Tengo un nuevo ungüento que creo que te ayudará.
—Ayer —dijo el anciano— creí que era el fin del mundo, porque, ¿acaso no somos todos nosotros pecadores que insultamos al cielo?
Los demás pacientes volvieron a reírse de él con mayores carcajadas, pero le miraron con cierta malevolencia. «A los hombres —pensó Lucano— no les gusta que les llamen malos o les digan que afrentan a los dioses y quien les dice la verdad debe andarse con cuidado».
En Atenas sólo había una familia rica, además de la de Turbo, con la que Lucano se trataba. El padre se llamaba Cleón, y alardeaba de descender de una familia de tratantes de cueros famosa ya en tiempos de Pericles. Él, su esposa y una hija vivían en una espléndida villa cerca de la Acrópolis, cuyos jardines estaban rodeados por altas puertas y vigilados por esclavos armados con espadas y cimitarras de forma oriental. A Lucano no le gustaba ningún miembro de la familia, pero Cleón tenía una enfermedad oscura que interesaba al médico. Periódicamente le salían enormes bultos lívidos, se volvía ligeramente pálido y después de unos días se transformaban en repugnantes granos. Lucano no había visto nunca nada como aquello. Estaba escribiendo un tratado sobre la enfermedad. Había descartado las causas corrientes de la aparición de granos. La dieta del enfermo quedaba reducida rígidamente. A causa de su mal genio, en lo que su esposa no era menos que él, y su reputación de usurero, era odiado por todos quienes le conocían, incluso Lucano. El médico estaba empezando a formular una teoría en la que afirmaba que era el propio temperamento del hombre la causa de las erupciones. Tenía la carne enjuta como viejo cuero y uno de sus ojos dañado completamente. No era nada nuevo que humores viciosos de la mente produjesen enfermedades somáticas, pero aquel caso era una extraordinaria demostración que intrigaba a Lucano.
Fue aquella tarde a la lujosa mansión de Cleón. Invariablemente cobraba al viejo una gran suma, pero siempre le proporcionaba un alivio temporal. Fue admitido al instante a las habitaciones en las que Cleón pasaba sus atormentados días. Los granos habían aparecido hacía una semana y ya estaban supurando. Lucano los vendó mientras Cleón se quejaba, estremecía y maldecía. Era un hombre pequeño, de cuerpo vivo, una cicatriz donde había sufrido la herida del ojo, un rostro pequeño, rígido y cerrado como una nuez.
—Después de estar tú aquí la última vez, mi buen Lucano —dijo casi a gritos—, me sentí aliviado durante muchas semanas y pensé que estaba curado. Si no hubieses llegado hoy estoy seguro que hubiese muerto en pocos días.
Mostró a Lucano un nuevo grano en uno de sus muslos, tan grande como el puño de un hombre y lleno de materia. Lucano lo cubrió con ungüento después de lavarlo con agua muy fría.
—No vienes con bastante frecuencia —dijo el anciano con tono de enfado—, he añadido un nuevo médico a mi casa, pero no es mejor que los otros. He tenido que azotarle en numerosas ocasiones, porque cuando se enfada tiene una boca violenta y blasfema, aunque durante el resto del tiempo es un sinvergüenza silencioso de temperamento frío y separado.
—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Lucano con reserva.
En muy pocos días el grano degeneraría en una formidable erupción y tendría que ser sajado.
El viejo se movió en la cama y cerró los puños.
—Cuando estos bultos aparecieron la última vez le llamé y me examinó, y luego dijo, ¡se atrevió a decir el muy perro!, que no era la carne la que estaba enferma, sino el espíritu. Le hubiese enviado a la prisión o le hubiese azotado hasta la muerte o vendido a las galeras. Pero he pagado por él mucho dinero.
Lucano alzó la cabeza con mucha atención.
¿Un médico? ¿Un nuevo médico? Aquel hombre tenía mucha astucia.
—Lo compré en el mercado y puedo asegurarte que pagué una gran cantidad. Dicen que ha sido educado en Tarso, pero apostaría que recibió el poco saber que tiene de una comadrona y de un carnicero. ¿Sabes lo que ocurrió ayer? Cuando el sol desapareció —ten en cuenta que no soy hombre ignorante—, me di cuenta de que era un eclipse. Oí a mi esposa y a mi hija quejándose; los esclavos huyeron a los sótanos. Entonces ese bandido, ese nuevo médico mío, entró en mi habitación y me miró con ojos de fuego. No dijo nada. Simplemente estuvo de pie por largo tiempo mientras me miraba, hasta que pensé que me volvería loco. ¡Ah!, cuando esté otra vez bien, le voy a destinar a otra labor. Preferiblemente, desde luego, en las minas.
Se inclinó hacia atrás en los cojines y dirigió a Lucano su mejor imitación de una sonrisa agradable.
—El dolor disminuye, mi Lucano. Te estoy muy agradecido.
Lucano dio a los esclavos auxiliares un jarro con el ungüento e instrucciones para usarlo cada dos horas, día y noche. Luego salió al recibidor y llamó al capataz.
—Me gustaría hablar con el nuevo esclavo —dijo en voz baja—, creo que puedo dar al médico algunas instrucciones respecto al tratamiento de tu amo cuando no estoy aquí. ¿Cómo se llama?
—Se llama Samos, porque dice que nació allí, señor —respondió el capataz respetuosamente—. Es un perro amargado. Sin duda que en alguna época fue ladrón, porque está marcado muy desagradablemente.
Llamó para que sirviesen vino a Lucano y éste se sentó en una cómoda silla en el recibidor lleno de sol y luego envió a buscar a Samos. El esclavo volvió con un joven moreno, alto, de rostro ancho pero distinguido, cabello un poco largo y negro, profundos ojos azules, amplios y fuertes hombros y aire de rey. Anduvo silencioso hacia Lucano con movimientos elegantes. Luego, mientras permaneció en pie ante Lucano, alzó su mano y apartó el cabello de su frente y, despectivamente, mostró su marca. Era una cicatriz rojiza, mal cerrada y repelente. Volvió a cubrirla con el cabello y dijo sobriamente:
—¿Qué quieres de mí?
Lucano sintió piedad. Pidió al capataz que les dejase y luego hizo una seña a Samos para que se sentase junto a él. Pero Samos dijo con amargura:
—No. Soy sólo un esclavo y he sido siempre un esclavo. No seas magnánimo conmigo. No quiero la amistad de ningún hombre ni la compasión de nadie. Soy enemigo de todos los hombres.
—Si es así —dijo Lucano sonriendo un poco mientras su compasión aumentaba—, permanece ante mí como un esclavo si es eso lo que tú crees que eres. Como colega médico deseaba hacerte algunas preguntas. —Hizo una pequeña pausa y luego añadió con voz más baja—: Creo que estás en lo cierto en tu diagnosis respecto a los granos y erupciones de Cleón.
El rostro de Samos cambió; su amplia y sensible boca se movió y sus grandes ojos azules parpadearon como si intentase retener las lágrimas. No era viejo. Lucano pensó que tendría unos veintidós años. El joven vaciló, luego, con un juramento, arrastró una silla hacia adelante, se sentó junto a Lucano y le miró.
—Estoy en lo cierto —dijo, y su voz tenía un tono desafiante—, pero ¿qué se puede hacer con un individuo como Cleón, excepto llamar a los sacerdotes para que exorcicen sus demonios? Eso si él mismo no es un demonio.
Lucano se echó a reír suavemente.
¿Quién sabe? —murmuró—. Pero dime, ¿fuiste realmente educado en Tarso?
Samos miró a un lado. Tenía un perfil firme y clásico, de líneas seguras y excelente barbilla. Lucano sintió una punzada: el joven médico le recordaba vagamente a alguien y el recuerdo le producía dolor. Samos dijo:
—Nací en cierta casa de Samos. Tenían allí un excelente médico y anduve tras él, hasta que, finalmente, me hizo su ayudante. Se hacía viejo; me recomendó a mi dueño; un mercader casi tan cruel y vicioso como Cleón y me mandaron a Tarso. Allí estuve tres años y me gradué con los máximos honores. Mis profesores fueron muy amables, hombres buenos, y aquellos días fueron los únicos felices que yo he conocido.
Una lágrima se deslizó por sus mejillas y parpadeó furiosamente, sacándose un pañuelo de su cintura y sonándose. Luego contempló el pulido suelo blanco.
—Mientras estuve en Tarso supe que no podía continuar por más tiempo siendo esclavo. Conseguiría la libertad o moriría. Así lo dije a uno de mis profesores, pero me aconsejó paciencia. Los médicos no se suicidan. Si conseguía bastantes dones de mi dueño, podía, posiblemente, acabar comprando mi libertad. Pero él no conocía a mi dueño, que era menos generoso que Midas. No recibí nunca dones, ni esperaba ninguno. Después de un año me escapé. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Fui capturado y enviado de nuevo a mi dueño. Esperaba la muerte o, en el mejor de los casos, ser enviado a galeras. Pero mi dueño había gastado mucho dinero en mí. Por lo tanto me hizo marcar. A partir de entonces me transformé en un lobo salvaje, según él dijo, y me vendió; y de esta manera llegué a esta casa, que es muy parecida a la de mi antiguo amo.
Lucano le miró con una compasión tan viva como un dolor físico. Luego dijo:
—¿Te gustaría estar conmigo? ¿Te gustaría que yo te comprase? Si tengo éxito podría liberarte y sólo pediría que fueses mi compañero, porque estoy siempre solo y no tengo ningún amigo.
Samos abrió los ojos con sorpresa. Se estiró en el asiento hacia Lucano con una expresión incrédula. Vio los brillantes ojos azules del médico, su amable sonrisa, su grisáceo cabello dorado y supo que Lucano no estaba bromeando. Emitió un débil y ahogado grito y cayó a los pies del otro hombre e inclinó con un gesto mudo la cabeza sobre sus rodillas. Luego empezó a llorar, no con lágrimas, sino con el seco sollozar de un hombre que, llevado hacia la muerte, le conceden la vida. Estrechó sus brazos alrededor de la cintura de Lucano y se mantuvo así con un gesto silencioso.
Lucano puso la mano sobre la cabeza que reposaba en su rodilla. El cabello de Samos era suave como la seda, grueso y ligeramente rizado. Lucano suspiró y le dejó permanecer a sus pies, acogido a él como un niño, hasta que le vio más tranquilo. Luego dijo con la máxima amabilidad:
—Permanece aquí mientras hablo con Cleón… y reza.
Se libró de los brazos del joven que eran suaves aunque musculosos y volvió a la habitación de Cleón. Cleón estaba medio dormido, aliviado su sufrimiento, pero cuando vio a Lucano alzó la cabeza de entre los almohadones.
—¡Ah, que tesoro eres, mi querido Lucano! No había dormido durante muchas noches y ahora estoy como un niño en una suave cuna.
—Deseo examinar ese grano de tus posaderas una vez más —dijo Lucano aparentando estar de nuevo interesado—; si no te duele es posible que no supure. Es un lugar difícil para tener semejante enfermedad y puede extenderse peligrosamente. —Se sentó y miró a Cleón con una expresión que trataba de ser amable—. He estado hablando con tu esclavo Samos. Creo que te han robado. Es decir, ese joven nunca podrá hacer nada por ti o por tu familia.
Cleón rugió con ira y golpeó con los puños cerrados sobre los cojines.
—Lo sabía —exclamó—. ¡Maldito sea el mercader, aquel avariento, rapaz pájaro de presa! ¡Nunca debí confiarme a él! Tiene muy mala reputación. ¡Já! Enviaré a Samos a las galeras. —Se relamió las encías sin dientes y sus ojos brillaron de placer—. Será para mí la felicidad pensar que está allí. Pero ¿me han robado, engañado? ¿Cuál será mi venganza? —Se inclinó hacia Lucano astutamente—. ¿No podrías darme una carta diciendo que ese maldito ha intentado envenenarme? Podría entonces hacerle ejecutar.
Un poco de saliva apareció en la comisura de su boca y la chupó con la lengua. Lucano simuló considerar aquella propuesta juiciosamente. Luego movió su cabeza.
—Se me ocurre que necesito un esclavo para mi casa. ¿Me lo quieres vender? Es muy orgulloso y arrogante.
Los ojos duros y penetrantes de Cleón estudiaron su rostro. Se echó hacia atrás gruñendo.
—Bien, pero me ha costado bastante dinero.
Lucano asintió.
—Simpatizo contigo, Cleón. ¿Cuánto pagaste por él?
Los ojos arteros se estrecharon. Cleón sabía todo lo que tenía que saber acerca de Lucano. Conocía las críticas de la ciudad. Aquel tonto, aunque inteligente médico, era un hombre rico. Si estaba tan loco como para cuidar a la plebe por nada y adquirir una reputación de semidiós, debía pagar su locura y su reputación. Por lo tanto Cleón nombró una suma exorbitante, más allá de las posibilidades inmediatas de Lucano. Lucano se sintió enfurecido y preocupado.
—¿Cómo? Éste es el precio del mejor médico del mundo, superior a cualquier precio; ¡es el rescate de un príncipe!
Cleón se encogió de hombros. De nuevo pareció adormecido.
—Entonces —dijo— me lo quedaré y me divertiré con él; le haré azotar cada día en esta propia habitación, a fin de deleitarme con la escena.
Lucano conocía su obstinación. Se puso de pie.
—Si no me vendes a Samos, no volveré más por aquí y sin duda morirás. Y te aseguro que hablo en serio, Cleón —añadió con severidad.
Cleón abrió los ajos aterrorizado.
—¡No abandonarás a un anciano!
—Lo haré sin vacilar. Decídete. No dudo de que pagaste mucho por Samos, pero no lo que has dicho. Te ofrezco ahora y por última vez seiscientos sestercios de oro, recién troquelados. Cógelos o búscate otro médico.
—¿Me condenarías a muerte?
—Sin duda alguna.
—¿Por qué quieres a Samos, a ese perro?
—Te lo he dicho. Me he encaprichado de él. Me he dedicado a domar caballos salvajes en mi juventud.
Cleón hizo una pausa, respirando con furia e impotencia. Hubiese querido que Lucano fuese un esclavo. Hubiese hecho que le azotasen regularmente. Le hubiesen marcado con hierros candentes hasta que su carne hubiese humeado. Luego gimió:
—¡Dame el dinero y que Hécate atormente tus sueños!
Lucano sonrió y dijo:
—Retira la maldición o no podré volver a ti mañana para tratar tu enfermedad.
Luego arrojó una bolsa sobre el lecho.
—Y ahora, fírmame el recibo de venta.
Pocos minutos después volvió al recibidor donde Samos estaba esperando. Samos le miró con sus ojos azules excitados mientras sus labios se movían desesperadamente. Lucano le cogió por un brazo.
—Ven a casa conmigo —dijo como había dicho a Ramus hacía mucho tiempo.
Lucano puso todas las lámparas que tenía en casa en una mesa sobre la que había colocado sus afilados y brillantes instrumentos. Samos estaba sentado en una silla junto a la mesa, rígido y esperando, los ojos fijos con amor y devoción sobre el otro hombre. Lucano mezcló un brebaje en una copa de vino y se lo alargó a Samos:
—Esto aliviará el dolor. No sé el éxito que tendré en eliminar esa terrible marca. Pero haré todo lo que pueda.
—Tendrás éxito —dijo Samos—, querido maestro.
—No me llames maestro —dijo Lucano—, llámame por mi nombre.
—Permaneceré contigo siempre, tanto si me das la libertad como si no… Lucano.
—Mañana te llevaré al Pretor romano y mañana mismo tendrás tu libertad. Quizá no te guste mi vida. Eres joven y en los orgullosos rasgos de tu rostro veo la ambición. No hagas juramentos que puedas lamentar.
Lucano sonrió y pasó la copa.
—¿Cómo podría lamentarlo nunca —preguntó Samos apasionadamente— y olvidar que me has traído a tu casa como si fueses mi amigo, el único amigo que nunca he conocido, me has ofrecido la libertad a mí, que prefiero morir antes que ser esclavo? Sólo te ruego que me dejes servirte para siempre.
—Sin embargo —dijo Lucano—, eres joven y un buen médico. El mundo puede ser tuyo. Como hombre libre serás un ciudadano de Roma. La fortuna puede venir a tus manos. Pero primero, antes de todo este brillante futuro, y no te ato a tu promesa, la marca debe desaparecer. Bebe esto al instante.
La mano de Samos temblaba al coger la copa. Miró a su oscura profundidad.
—Opio —murmuró. Luego miró a los ojos de Lucano y colocó la copa sobre la mesa con violencia y respiró profundamente—. ¡No! —dijo.
Lucano estudió su rostro y luego asintió.
—Es doloroso llegar a ser esclavo, pero más doloroso es llegar a ser libre. Comprendo; prefieres conseguir la libertad con sufrimiento, porque el dolor purifica tu corazón. Sin embargo, te aseguro que esto será agónico.
Samos se agarró a los lados de la silla y alzó el rostro.
—Estoy dispuesto.
—Cierra los ojos a fin de que la sangre no entre en ellos.
Lucano tomó una delgada hoja afilada. Debía trabajar rápidamente. Examinó de nuevo la marca. A pesar de su feo aspecto no era una cicatriz vieja; la piel estaba todavía tierna y flexible a su alrededor porque Samos era joven. Quitaría la marca cuidadosamente, sin herir los tejidos de debajo y uniría los dos extremos. Cuando la herida se curase tan sólo podría verse una larga y delgada cicatriz desde la línea del pelo hasta las cejas y en unos cuantos meses curaría y apenas sería notada. Lucano explicó lo que estaba a punto de hacer y Samos asintió; su boca había palidecido anticipadamente, estaba rígido.
Lucano deslizó la hoja de arriba abajo con un gesto delicado y abrió un corte que se ensanchó como una boca y empezó a sangrar. Pero debajo no había vasos sanguíneos importantes. Samos no se estremeció; permanecía muy quieto y Lucano secó la sangre que caía y quitó la marca. Samos se quedó tan blanco como la muerte; los nudillos de sus manos apretadas con fuerza, resaltaban blanquecinos, pero no se movió. Lucano empezó a sudar a causa de la prisa; lágrimas de sangre caían de la herida y rodaban como gotas rojas a lo largo de las mejillas de Samos; algunas se quedaban en los extremos de su boca. Las lámparas parpadeaban y vacilaban movidas por un ligero viento que llegaba de las ventanas.
El médico, consciente del dolor que estaba infringiendo, dirigió una rápida mirada al rostro rígido de Samos. De nuevo la sensación de familiaridad se apoderó de él.
—Eres muy valiente —dijo, y su voz vaciló—. Eres un hombre valiente y noble, Samos.
La marca quedó sobre una pequeña bandeja, palpitando y con aspecto malvado, como el ojo de un demonio. Lucano tomó una aguja e hilo de lienzo. Samos parecía exhausto; Lucano deseó que se desmayase. Pero la orgullosa expresión del rostro del joven no disminuía. Lucano empezó a coser diestramente y habló con voz suave y convincente del trabajo que hacía entre los pobres, de los casos sorprendentes que había encontrado. Samos sonreía débilmente. Tenía que estirar aquella piel joven y suave hasta que los extremos de la herida se juntasen; la cicatriz, supurando pequeñas gotas de sangre, fue cerrándose lentamente. Estaba hecho.
—Abre los ojos, Samos —dijo Lucano.
Cayó sobre una silla y se secó el sudor con el dorso de la mano. Samos abrió los ojos y sonrió con gozo y alegría. Después de un momento Lucano vendó la herida que ya no sangraba.
—¡Ah! —dijo—, estoy contento de esto. Quedará mejor que esperaba. Pero ahora debes beber una copa de vino conmigo porque estoy agotado.
Riendo con voz temblorosa, llenó dos vasos de vino. Samos alargó la mano izquierda para coger uno. Lucano colocó el vaso en aquella mano y de pronto se detuvo sobresaltado. Su corazón pareció pararse también y empezaron a zumbarle los oídos. Su rostro palideció y quedó más blanco que el de Samos. Samos le miró y luego se estremeció.
—Lucano —exclamó—, esto ha sido demasiado para ti. Parece que vas a desmayarte.
Se puso de pie vacilando y colocó los brazos alrededor de los hombros de Lucano. La boca de Lucano se abrió silenciosamente, luego respiró con ansia. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se puso de pie al lado de Samos, intentó hablar, pero sólo pudo emitir un gemido. Luego miró a Samos y dijo con voz suave:
—Tú no eres Samos. Éste no es tu nombre. Tu nombre es Arieh ben Eleazar. Eres judío y te he estado buscando durante veinte años.
Alzó la mano izquierda del confundido joven y la llevó a la luz. El dedo meñique estaba muy torcido, doblado agudamente hacia adentro, hacia los otros dedos. Lucano miró a los ojos de Arieh, vio los ojos de Sara y estalló en un llanto contenido.
—Dios es bueno —sollozó—. Sobre todas las cosas, Dios es bueno.