—No podemos desembarcar en Creta, mi señor Lucano —dijo el capitán del barco.
—¿Por qué? —preguntó el griego preocupado—. Tengo cuatro pacientes allí a quienes he prometido visitar esta vez, porque están bajo mi cuidado.
—Señor, es el amanecer —dijo el capitán significativamente—, y si me acompañas al puente te mostraré la razón del por qué.
Lucano le acompañó al puente superior. El tranquilo mar azul, teñido por la luz sonrosada del amanecer, les rodeaba por completo; no estaban muy lejos de Creta, verde e iluminada por los primeros rayos de sol, rodeada por un vaporoso halo de neblina. Un enorme buque de guerra permanecía cerca del puerto, sus altas velas blancas ondeando perezosamente bajo la brisa del amanecer, sus mástiles destacados contra el cielo. A su alrededor, como pequeños peces rodeando a una madre, existía una febril actividad de pequeños botes que parecían estar completamente llenos de gente, listos para subir a bordo del barco de guerra bajo un torrente de latigazos. Sus quejumbrosas voces, frágiles y lejanas, rodaban como un eco por encima del agua.
El capitán se inclinó sobre la barandilla y se escarbó los dientes con un gesto meditabundo. Era un moreno levantino muy pillo, de oscuro bigote.
—Ha habido una insurrección —dijo mirando con interés—. La gente de esa ciudad, inspirada por jóvenes, se atrevió a desafiar a Roma y pidieron la libertad. ¿No es ridículo que una isla tan pequeña —y toda la isla está en ebullición— desafíe el poderío y potencia de Roma? ¿Qué es lo que han ganado? Las calles están cubiertas de cadáveres. Hombres, mujeres y niños, en multitudes, han sido detenidos y esclavizados y ahora les llevan a Roma para venderlos. ¡Pobres locos, no tienen ni la más mínima esperanza! Pero he oído que mientras luchaban, se dirigieron a los griegos, los sirios y los egipcios, para que se uniesen a ellos en la batalla por la libertad. Recibieron sólo expresiones de simpatía o silencio. Me han dicho que enviaron correos con antorchas, durante meses, por todo el mundo, pidiendo un alzamiento general contra la tiranía romana. Pero los otros prefirieron manifestar su aprobación moral en sus cortes de leyes y se marcharon tranquilamente a comer. Otros países, según he oído, se apresuraron a asegurar a los procónsules romanos y a los tribunos que no tenían intención de unirse al desorden y que sólo deseaban continuar subsistiendo amistosamente con Roma.
Se echó a reír.
Pequeños botes corrían rápidamente hacia el barco de guerra, cargados de rebeldes, como si deseasen aplacarle. Lucano podía ver las columnas de humo que se alzaban en la ciudad y pequeños puntos escarlata. Pensó en los cretenses que habían dado un furioso golpe contra el Imperio, rogando que las naciones sometidas se uniesen a ellos. Pero estaban solos, como todos los hombres que luchan por la libertad están solos, y los pueblos pusilánimes, sollozando sentimentalmente por ellos, preferían continuar sometidos. Los hombres merecían la esclavitud, la sujeción, el sufrimiento, pensó Lucano con amargura. Nunca son realmente oprimidos, lo que ocurre es que permiten la opresión. Pero acaso el instinto de amor a la libertad vivía oculto en todos los países, secreto, pero palpitante, puesto que una isla tan pequeña, un pueblo tan reducido, se atrevía a alzar las manos valerosas contra la Roma imperial. Lucano movió la cabeza. Era demasiado tarde. No podía sufrir los gritos, gemidos y quejidos de los hombres esclavizados, las mujeres y los niños y volvió a descender. Su puerta se abrió sin que nadie llamase y el capitán entró, se sentó cerca de él en una silla y se le quedó mirando.
—La muerte —dijo el capitán— es siempre el precio que un hombre debe estar dispuesto a pagar en aras de su dignidad.
—Cuando el hombre pierde su dignidad, deja de ser hombre —dijo Lucano—. Los cretenses han tenido su momento de gloria. Que Dios esté con ellos.
—Es evidente que nadie más estará —dijo el capitán suspirando—; pero posiblemente carecen incluso de la simpatía de los dioses, que encuentran a los hombres deplorables.
El barco viró en redondo y partió. En el puerto siguiente Lucano recibió carta de su casa, pero ninguna, como había esperado, de Sara bas Eleazar. Prisco se había unido a Plotio en Jerusalén. Luego había escrito:
Encuentro a los judíos muy interesantes. En la actualidad toda Judea se estremece con el nombre de un Maestro judío, un tal Jesús de Nazareth, que prefiere hablar con la plebe a unirse con los hombres sabios de la ciudad. El rumor que corre entre ese bullicioso populacho es que es el Mesías, uno acerca del cual existen profecías de hace siglos en las que afirman que les libraría de Roma. ¿No es esto ridículo? Los sacerdotes le desprecian como a un campesino descalzo. Va siempre acompañado de seguidores tan pobres como él mismo. Naturalmente, nadie importante le toma seriamente. Algunos de nuestros soldados declaran que hace milagros y que es un verdadero Dios; no hay que confiar mucho en la palabra de los ignorantes, y nuestros soldados son supersticiosos. Me gusta Judea. El clima es saludable, la gente tiene modales rápidos. Más aún, se puede comer en las tabernas sin temor, incluso en las más humildes, porque toda la comida es escrupulosamente cuidada y servida. La noche pasada los oficiales fuimos invitados a cenar con Herodes Antipas. Es un hombre muy cauto, que en la actualidad parece estar muy preocupado. He oído que es casi abstemio, lo cual, posiblemente, es falso, porque bebió más que nosotros y luego rompió en sollozos y habló de un tal Juan a quien había asesinado por causa de su atrevida rebelión que hizo estremecer al pueblo. Esto ocurrió hace casi dos años; sin embargo, Herodes aún parece estar turbado por ello. Todo el país está en ebullición.
Lucano leyó aquella carta una y otra vez y pensó en el centurión Antonio. Movió la cabeza. Un Rabí judío, miserable, oscuro e iletrado. Se echó a reír ligeramente. ¿Era el Dios Desconocido como el centurión había declarado? Dios, sin duda, se manifestaría en la persona de un gran Rey, un poderoso hombre sabio, un noble, un patricio. Pero aquello estaba, sin duda alguna, de acuerdo con la experiencia mística de los judíos, que veían a Dios en todos los sitios. Luego Lucano pensó en Sara y lo que ella le había escrito, hacía muchos años, acerca de un hombre que se le había acercado a ella llamándola por su nombre y consolándola.
Consideró aquello. Se dijo que en todos los países corrían siempre rumores sobre hacedores de milagros, de rápidas apariciones, de dioses vestidos de luz, de sucesos extraños. Un mundo reducido a la gris y monótona paz bajo los romanos se volvía hacia los mitos y supersticiones.
Sin embargo, una terrible intranquilidad se apoderó de Lucano. Sintió que Judea le atraía como si le arrastrase una irresistible marea.
Empezó a pensar en una visita a su hermano en Jerusalén e interiormente retrocedió ante la idea. No deseaba entrar en contacto con ninguno de los turbadores misticismos de los judíos. Había tenido bastante con José ben Gamliel.
En el puerto siguiente recibió numerosas cartas, no sólo de su hogar, sino de Sara y de algunos extraños de Jerusalén. Cuando leyó la carta de Sara se quedó tan quieto y frío como la piedra y una gran emoción se apoderó de él, porque supo que Sara había muerto. Ella le había escrito:
«Cuando esta carta llegue a tus manos, mi muy amado, mi muy querido Lucano, yo ya me habré reunido con mis antepasados, porque estoy muriendo. No te apenes, no llores. Alégrate conmigo porque he recibido la llamada de Dios, que nunca estuvo muy lejos de mí un solo momento de mi vida. Ruega por mí si quieres. Cuando dejé Roma sabía que la muerte estaba sobre mí, y me sentí feliz. Volví a Jerusalén para morir en mi hogar, sin lamentos, sin deseos, sin ninguna aspiración mundana, porque iba a reunirme con mis antepasados y aquéllos que me amaron. La muerte no es una calamidad para el que muere; es sólo una calamidad para aquéllos que quedan atrás, porque la muerte es la liberación, el gozo, la paz eterna y la tranquilidad. Los días del hombre son cortos y llenos de pesadumbre. ¿Qué hay en el mundo que pueda ofrecerse como un consuelo? No te apenes, estaré contigo siempre y rogaré por ti y además nuestra separación es breve. Dios sea contigo y pueda concederte su bendita paz. Miraré hacia ti desde el cielo, cuando tengas esta carta en tu mano, y rogaré que no llores. Encontrarás a mi hermano Arieh. Antes de que fuese confinada al lecho vi a Aquél a quien tú estás buscando, me mezclé con las multitudes y toqué su vestido y Él se volvió hacia mí, me miró compasivamente y me dijo que tuviese ánimo y que mis oraciones habían sido respondidas. Trae a mi hermano a casa porque ahora no tengo ninguna duda de que le encontrarás. Pero sólo por un poco tiempo, querido Lucano. Beso tus labios y tus ojos».
Lucano no lloraba como Sara había temido. No sintió nada en absoluto, sino una enorme vaciedad y silencio dentro de sí, un abandono de toda suerte de sensaciones. Leyó con calma las cartas de los extranjeros de Jerusalén, amigos de Sara, cartas asegurándole que había muerto sin dolor, que su cuerpo había sido depositado en el sepulcro de sus padres, que ella había exhalado su último suspiro con una pacífica sonrisa. Había también cartas de los abogados nombrados guardianes de la riqueza de la familia de Sara, que guardaban para el hijo de Eleazar ben Salomón, que ahora tendría unos veinte años de edad. Eran hombres escépticos, aquellos abogados. Sin embargo, Sara les había convencido. Tenían confianza en que Lucano encontraría al hijo de Eleazar, hermano de Sara, y le devolvería a su gente.
Lucano dejó a un lado las cartas y bebió un poco de vino. Lo bebió con lentitud, preguntándose vagamente por qué no se alzaba en él una tempestad, por qué no sentía el profundo dolor por la muerte de aquélla que tanto había amado. Luego, como médico, se dio cuenta de que estaba bajo los efectos de una misericordiosa insensibilidad causada por la impresión. Bebió más y más hasta que las paredes del camarote empezaron a vacilar. Bebió de nuevo y cayó sobre la cama y no se despertó durante veinticuatro horas. Cuando volvió a ser dueño de sí mismo, estaba violentamente enfermo y se sintió agradecido porque el dolor, la revulsión de su cuerpo, su turbada cabeza y su miserable estado físico le impedían pensar.
Días después, mientras el barco seguía su ruta, sintió que se estaba moviendo a través de un mundo vacío. Continuó su trabajo en silencio. Ya no sonreía ni siquiera un poco. Temía dormir; veía en sus sueños los rostros de aquéllos que más había amado y perdido. Oía sus amantes voces. Y él les decía: «No me consoléis porque estáis muertos y en el sepulcro no hay ninguna recuerdo».
Pasaron meses grises, sucediéndose unos a otros como oscuros nubarrones, Escribía brevemente a su familia. Temía y temblaba cuando recibía sus cartas. Temía recibir nuevos golpes, nuevas noticias dolorosas. Pero Aurelia tenía un hermoso hijo y esperaba otro. Cusa tenía dos nietos. Cayo hacía planes para casarse con una virtuosa doncella, de una antigua y sólida familia, pero muy pobre. «Estoy muy contenta con ella —había escrito Iris—. Es muy inteligente. Era inevitable que Cayo, si tenía que casarse, se casase con una doncella así. Hace ya casi un año desde que nos visitaste, hijo mío. Comprendo que en tu tristeza por Sara no desees contemplar nuestra felicidad, oír las voces de tus sobrinos o sobrinas e incluso de tu madre. Pero me estoy haciendo muy vieja, Vuelve a casa, aunque sólo sea por pocos días, a fin de que te vea otra vez».
Pero Lucano no podía volver a casa. Se estremeció ante el pensamiento de los vivos y de sus rostros. Temía su amor, su consuelo y su ternura. Podía recordar a Rubria sin dolor, pero no podía recordar a Sara sin agonía, una agonía que nunca le abandonaba. En cada puerto, cuando el barco atracaba, miraba a las multitudes buscando su rostro. Cuando recibía cartas esperaba encontrar alguna de ella. Andaba desolado; cuidaba a los enfermos, se sentaba en los jardines de sus pequeñas casas, leía, comía, dormía. Vivía como un espectro. En cierta ocasión, con mucha calma, abrió su bolso médico y buscó una medicina que había preparado que, dada con cierta precaución en una copa de vino, aliviaba el dolor, pero tomada en cantidad mataba rápidamente. Sostuvo el tubo en su mano hasta que se calentó entre sus dedos. Luego lo apartó. Pero siempre pensaba en él, sumido en su horrible soledad, con fría desesperación.
Se enteró de que, en un puerto, no había coincidido con su hermano Prisco tan sólo por una hora de diferencia. Prisco le había dejado una carta antes de partir de permiso hacia Roma por unas semanas. Prisco le había escrito la alegría que sentía ante la idea de ver a su familia y reprochaba a su hermano su abandono. Le daba recuerdos de Plotio y después siguió escribiendo acerca de Jesús de Nazareth, un mendicante maestro judío cuya influencia crecía cada vez más en Judea. Escribía con aparente despreocupación, pero era evidente que estaba profundamente serio.
He hablado con muchos de los que dicen que les ha curado instantáneamente, con el simple toque de su mano. En realidad, hubo un mendigo aquí, a quien yo conocía de vista, sentado contra la pared del templo, que era ciego de nacimiento. En cierta ocasión yo le di limosna, porque tenía un rostro noble y un saber considerable. Después, en otra ocasión, le encontré rodeado de mucha gente excitada, y sus ojos estaban abiertos y veían. No podía creerlo, mi querido Lucano, aquel hombre no era un fraude. Sin embargo, me miró con ojos vivos y abiertos, y cuando le hablé corrió hacia mí y cogiendo mis manos me dijo: «El hijo de Dios abrió mis ojos cuando se lo rogué». Ciertamente, hermano mío, he visto esto por mí mismo y no hay ninguna duda acerca de ello.
Me han dicho que ese Maestro ha resucitado muertos, que ha alejado la locura de las mentes de los hombres, que todos quienes están al alcance de su voz se llenan de un éxtasis de gozo. Va de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, curando, según se dice, y cuando el pueblo habla de él, todos se sienten poseídos por un divino éxtasis. ¿Es Apolo bajo la forma de un pobre campesino judío, o Mercurio, o Eros? ¿Está próxima a ocurrir una gran revelación? Los hombres sabios, de la casta que aquí llaman fariseos, o se ríen abiertamente o están furiosos. Les ofende que un hombre que no posee nada, que no es un erudito, que carece de familia, sin poder personal, sin recomendaciones de hombres distinguidos, pueda atraer tras sí a multitudes en el momento de su aparición. Tienen miedo de que incite a los judíos a un alzamiento contra los romanos y este temor está justificado porque su influencia sobre el pueblo es extraordinaria. En tal caso, si hubiese un alzamiento, habrá derramamiento de sangre y aborrezco este pensamiento, porque he llegado a admirar a los judíos y visito las casas de aquéllos que no creen que la presencia de un gentil, y peor aún, de un oficial romano, cause ninguna suerte de contaminación. Israel es un país muy pequeño y apenas tiene importancia. Es solamente cuando estoy allí cuando siento que algo portentoso está a punto de ocurrir. ¿No es esto extraño? Regresaré dentro de tres meses.
Prisco escribía acerca de Poncio Pilatos, el procurador:
Es un hombre pacífico, pero vacilante y prefiere su biblioteca y la compañía de su esposa a los banquetes o la política. Me gusta hablar con él. Los judíos le aburren; asegura que viven con un pie en este mundo y otro en el más allá y que su piedad es incomprensible. Desprecia a Herodes, al que cree un idiota afeminado, lleno a la vez de supersticiones griegas y profecías judías. Me dijiste en cierta ocasión que Roma había sido influenciada profundamente por oriente, y que la influencia era excesiva puesto que la mente occidental nunca podrá comprender a la oriental. Esto es cierto respecto a Herodes. La unión de oriente con occidente en él, ha desordenado su espíritu y le ha creado una gran confusión.
El procurador no ha permanecido indiferente ante las historias del Maestro judío, pero no se siente turbado por las amenazas de que Jesús incitará a los judíos contra Roma. Dice que uno de sus soldados le contó que cuando los fariseos, que son mercaderes de rígidos cuellos, abogados y médicos y muy orgullosos, retaron a Jesús a que traicionase su propia misión y le preguntaron si era justo para los judíos honrar al César, Jesús respondió al efecto que se debe honrar la ley mundana, que es del César, y la del mundo sobrenatural, que es de Dios. ¿No es esto un sofismo? Muy inteligente, debes admitirlo. A Poncio le ha divertido mucho esta historia. Dijo que este hombre tendría que ser abogado y que si lo fuese haría su fortuna.
Después de este párrafo Prisco añadió algunas palabras extrañas:
Recuerdo nuestra última conversación en casa y, cuando lo hago, pienso en ese miserable y descalzo maestro judío. Los pensamientos producen asociación de ideas. Esto es muy chocante.
Lucano se sentó con la carta de Prisco en la mano durante largo tiempo. De cuando en cuando se estremecía. Su fría mente griega se lo reprochaba, pero no podía evitar leer la carta una y otra vez. Una o dos veces el sudor perló su frente y sintió una apasionada ansiedad. Después destruyó la carta como se destruye algo que produce intranquilidad.
—¡Superstición! —exclamó en voz alta—. ¡Cuentos idiotas!
Cuando volvió de nuevo a Atenas, Iris le informó en una carta que Prisco había vuelto a Jerusalén. La esposa de Cayo estaba a punto de dar a luz un niño. Cusa estaba cada día más decaído y quejoso. Lucano dejó aparte la carta sin interés. Había otra para él, de extraña escritura, procedente de un país del cual nunca había oído hablar, en África.
Mi querido y bien amado amigo:
Esta carta es de Ramus, que piensa en ti constantemente y ruega por ti sin cesar.
Lucano no podía creerlo. Miró a la carta incrédulamente. Luego sintió la primera alegría que había tenido en mucho tiempo. ¡Ramus estaba vivo! No había muerto, no se había perdido, no había sido vendido como esclavo.
—¡Oh, Dios! —exclamó en voz alta con alegría.
Apretó la carta contra su corazón y las lágrimas llenaron sus ojos.
La carta continuaba:
Acabo de volver a mi pueblo, con paz y felicidad. Después que te abandoné —y aún ruego que me perdones—, me dirigí durante muchos y pesados meses a la tierra de Israel. De mis privaciones no te hablaré, porque ahora no significan nada. Esperé encontrar hostilidad a causa de lo que soy, pero en todos los sitios, aunque no podía hablar, encontré la amabilidad propia hacia aquéllos que son peregrinos a un lugar sagrado. Fui alimentado y recibí alojamiento sin que nadie me preguntase nada, y por lo tanto supe que Dios me protegía. Ningún hogar humilde me cerró sus puertas, en todos los oasis recibí vino, agua y comida de solitarias caravanas. Mi color no fue despreciado. Pero esto es la menor de las maravillas y no hablaré de ella.
Llegué a Israel e inmediatamente me puse a buscar a aquél a quien había estado buscando. Le encontré en la ciudad de Naim. No me atreví a acercarme a él, porque la multitud era muy grande y yo un hombre de rostro oscuro, sin hogar, con los pies llagados y sin dinero. ¿Puedo hablar de Él? ¿Qué palabras son las que el hombre puede usar para contar que ha estado en la presencia de Dios? ¿Cómo me pareció Él? ¿Como el sol? Estas palabras no le describirían. Le seguí, tras la multitud, esperando acercarme más a Él. Pude oír su voz, como un trueno contenido lleno de amabilidad. Aunque estaba distante comprendí que iba con frecuencia a aquella población, donde la gente es pobre y está oprimida por los romanos y despreciada por los sabios. Son miserables granjeros y mercaderes muy humildes.
Se acercó a las puertas de Naim al tiempo que llevaban a enterrar el cadáver de un hombre. Era el único hijo de una viuda y una gran reunión de amigos estaba con ella. El Señor, al verla, tuvo compasión de ella, porque lloraba desconsoladamente y tras una larga y amante mirada fue hasta el féretro y miró a los portadores que se quedaron muy quietos. Alzó la mano y dijo al hijo muerto: «Joven, levántate».
Lucano, puedes creerlo, porque lo he visto y ¿te he mentido alguna vez? Te aseguro que el muerto se sentó y empezó a hablar con una voz vaga y confusa, como quien se despierta repentinamente de un sueño profundo y dulce. Pero el Señor tomó su mano con amabilidad y le levantó de la camilla y lo devolvió a su madre y ella cayó sobre su hijo y le abrazó, después se arrojó a los pies de aquél que le había devuelto su hijo. La gente se retiró aterrorizada y luego algunos de ellos glorificaron a Dios con grandes gritos exclamando: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo».
Lucano lo vi, con estos ojos míos que tú restauraste; yo lo vi.
Me arrastré tras él, pensando para mis adentros: «Si no me devuelve la voz, no lo lamentaré porque le he visto y, ¿qué más necesita un hombre?». Pero deseaba estar más cerca de Él; quería que sus ojos brillasen sobre mí, aunque no fuese más que un hombre de rostro oscuro. Sin duda, pensé: «Él no me despreciará, Él que ha sido mi hacedor. Seguramente que Él quitará la maldición de Noé que pesa sobre mi pueblo». Estaba hablando con sus seguidores, jóvenes como Él mismo, cuando de pronto se detuvo y miró hacia atrás y sus ojos se iluminaron al verme. Sonrió y pareció quedarse esperando y repentinamente sentí un estremecimiento en mi garganta, un temblor en mi lengua y de pronto mi voz salió de mis labios y exclamó: «¡Dichoso yo, que he visto al Señor nuestro Dios!».
Debí caer en el polvo, desmayado, porque cuando me desperté estaba solo sobre el cálido y polvoriento sol poniente, y al levantarme supe lo que debía hacer: volver a mi pueblo y llevarles el mensaje de vida y gozo, porque había visto a Dios y le había conocido, y la maldición había sido quitada de nosotros.
Que la paz sea contigo. Que su paz descienda sobre ti y pueda Él atraerte hacia Sí. Porque Él es Aquél que tú has estado buscando. Adiós. Nos encontraremos de nuevo cuando los hombres no se odien más unos a otros ni se desprecien entre sí, sino que se comprendan de corazón.
Lucano dejó la carta y sintió que el dolor de corazón, la depresión y el malestar volvían a adueñarse de él. Como médico creía saber lo que le había ocurrido a Ramus: había visto lo que deseaba ver; la histeria que le impedía hablar, desapareció repentinamente, y le había permitido hablar de nuevo. Era muy sencillo.
Pero ¿qué había acerca de aquel joven levantado de entre los muertos? Aquello no era tan sencillo. Podía haber sufrido una catalepsia; podía haber quedado en un estado de vida latente. Fue una fortuna para él que no le enterrasen en la tumba para despertarse y encontrar su boca llena de tierra. Aquel Maestro judío debía ser una especie de médico que supo que el hombre no estaba realmente muerto.
«Tengo muchas explicaciones, —empezó a pensar Lucano. De pronto se detuvo como iluminado—. ¿Debo siempre racionalizar las cosas? —pensó—. ¿Debo siempre correr frenéticamente en busca de una explicación a todas las cosas a la luz de la razón? ¿Qué es lo que me ha dado la razón, sino tristeza? Sin embargo, me disgustan las cosas sin lógica, las considero infantiles, incluso profanas».
Sin saber por qué, empezó a llorar.