38

—¿No es hora, hijo mío, de que me lo digas? —preguntó Iris mientras ella y Lucano permanecían sentados en los jardines, aquel otoño.

—No tengo nada que decir —respondió Lucano con voz sombría.

Su laxitud, más espiritual que corporal, no le abandonaba. Su hermana Aurelia hacía seis meses que se había casado y esperaba un niño en el hogar de su esposo.

—Me sentiría feliz si no nos dejases otra vez —dijo Iris con un suspiro suplicante—. Quizá no debiera haberte obligado a hacerme confidencias, porque acaso puedas volverte a inquietar y marcharte.

Él trató de sonreír, pero todo representaba un esfuerzo para él. Estaba sentado con ella, expuestos a la fría luz del sol y sus ojos contemplaban las desnudas ramas de los árboles, inclinadas y resaltando contra el azul cielo. Una fragancia de vino, manzanas, laurel y dátiles maduros llenaba suavemente el aire. Las distantes montañas tenían el color de las ciruelas. Lucano pensó que el rostro de su madre apenas había cambiado durante aquellos años. Su traslucida blancura era como la de una muchacha; su cuerpo se conservaba esbelto, sus ojos retenían un tímido encanto, sus manos eran castas y puras.

—Cuando me vaya, Prisco y su familia permanecerán contigo en esta casa y además está mi hermano Cayo Octavio. ¿No te sientes feliz porque tu hija política y los niños estén ahora contigo? La casa resuena con sus risas.

—Olvidas —dijo Iris— que tú eres el hijo de mi juventud. Tengo ahora cincuenta y cinco años, he sobrepasado la edad normal y soy ya vieja; mi memoria vuelve a los días en Antioquía, te veo como un bebé, sobre una manta, junto a mis pies, en el sol, mientras hilo mis tejidos. Ni Prisco, ni Aurelia, ni Cayo me son tan queridos como tú, mi extraño, mi muy extraño hijo.

Lucano, sentado junto a ella, en el pórtico exterior, alargó la mano y la colocó sobre las de ella e Iris le sonrió con los ojos llenos de lágrimas.

—Si al menos te hubieses casado —murmuró, y alzó la mano de su hijo hasta sus mejillas por un momento—, si te hubieses casado con Sara bas Eleazar. He llegado a amarla como si fuese mi hija, desde que vino aquí en verano y permaneció con nosotros para recobrarse de la fiebre que aquejaba a sus pulmones. Ella te admira y te ama como yo admiraba y amaba a Diodoro. ¿Qué mayor tesoro hay en el mundo que el amor? Te ha seguido a muchas ciudades y puertos, ¿por qué la has rechazado siempre?

—Te lo he dicho, madre. No hay lugar en mi vida para el amor de una esposa, de hijos y de un hogar tranquilo. Una vez me dijiste que era egoísta. Quizá dijiste la verdad. Ahora ya no sé nada, soy como la cáscara de un coco, flotando sin rumbo en el mar, vacía de su parte viva, moviéndose hacia dentro o fuera, según el impulso de la marea que la arrastre. Hubo un tiempo, cuando di la batalla, pero he dejado de luchar, porque mi mismo espíritu está cansado hasta la muerte y nada me parece importante. No he dejado esta casa porque me ha faltado la voluntad para abandonarla. Te he herido, perdóname. Pero debo decirte la verdad.

Volvió su rostro y ella vio su perfil, firme y pálido como una piedra, gastado por los años y con un aspecto ascético. Luego él añadió:

—Hubo un tiempo, cuando sabía lo que quería y estaba lleno de fuego. Hubo un tiempo cuando me levantaba cada mañana, listo para la batalla. Pero ahora me estoy acercando a los cuarenta y podría ser que mis fuerzas vitales se estuviesen secando y que el cansancio propio de la edad esté apoderándose de mí. Recuerdo que José ben Gamliel me citaba sus escrituras, aunque no recuerdo las palabras exactas. Era una admonición a los jóvenes para que no olvidasen a su Creador en los días de su juventud, antes de que llegasen los días de saciedad y el cansancio se apoderase de ellos y tuviesen que decir: «no tengo placer en ellos». —Lucano sonrió ligeramente y con cansancio—. No he olvidado nunca a Dios. Me ha perseguido durante toda la vida, hasta hace pocos años, pero de pronto se apartó de mí y dejó el campo donde habíamos batallado diariamente. Echo en falta a mi viejo adversario.

Y por primera vez en meses Iris percibió un humor amargo en su voz.

—Pero Keptah me dijo que Dios nunca abandona a los hombres —respondió Iris.

Lucano se encogió de hombros.

—Te aseguro que Él me ha dejado. Hay un gran silencio donde estuvo antaño. Ya no contendemos en nada. Quizá porque sabe que ha ganado y ya no soy su digno contendiente. Mi vanidad está herida.

Y se echó a reír. Pero Iris sabía que su hijo no estaba tan fláccido como él mismo creía. Le había oído una noche en la gran biblioteca de Diodoro, había oído sus paseos. Podía sentir su inquietud interminable, como si estuviese buscando algo. Mucho tiempo después de que todos durmiesen, su lámpara aún ardía, algunas veces hasta el amanecer. Un hombre totalmente desinteresado, sin fuego, caía en apatía. Pero los ojos de Lucano seguían angustiados y atormentados.

—¿Qué es lo que quieres, hijo mío? —preguntó Iris llena de dolor y piedad.

—No deseo nada. Puedo, con toda seguridad, decirlo. No deseo nada. Y esto es lo terrible.

La conversación le había cansado e Iris se percató de ello por lo que quedaron contemplando el caer de las hojas de los árboles, y teñirse de luz las copas de los cipreses, mientras las montañas se oscurecían. Después de un prolongado silencio, Iris dijo:

—Temía el momento en que conocieses a Clodio.

—Me sentí abrumado cuando le vi; ese joven inutilizado en la niñez por la parálisis e incapaz de andar sin la ayuda de dos esclavos fuertes. ¿Qué es lo que mi hermana que es tan hermosa, desea en tal hombre? Pero me preguntaba esto antes de que la luz se hiciese en mi mente.

Se había sentido abrumado cuando Clodio llegó a su casa para ver a su novia, a él y a su familia. El joven tenía un rostro sencillo y amable, ojos oscuros y rasgos delicados. El aguileño perfil de patricio romano tenía en él un tono suave. Poseía una expresión soñadora y abierta. Lucano había esperado, ansiosamente, que por lo menos poseyese alguna inteligencia, algún poder interno, alguna fuerza de espíritu o carácter, pero Clodio era tan límpido como Aurelia, tan poco complejo y tan reservado.

¿De qué hablarían los dos? Lucano les escuchó sin ningún sentimiento de comprensión. Deseó saber. De pronto la verdadera y sencilla verdad llegó hasta él; amaban a todas las cosas, sin reserva, sin malicia, sin hipocresía, tanto si era un esclavo como si era una hoja, un perro o un caballo, la hierba, el hombre o un pequeño animal asustado. Al principio Lucano se sintió abrumado. El mundo les robaría su amor. Era aniñado y estúpido creer que vivían en un brillante y encantador jardín, donde nunca se introduciría el mal. Pensó en cuando la muerte entrase en su casa y golpease al amado niño, o al querido criado, o a uno de ellos mismos. Pensó en la enfermedad que ensombrecería su hogar, en la ansiedad natural de los vivos, la petulancia, la irritación o alguna clase de enfermedad sin remedio. ¿Qué ocurriría entonces con el jardín y con el amor?

Un día encontró a su hermana sola jugando con unos perrillos en el jardín, se sentó junto a ella e intentó hablarle de aquellas cosas. Habló como quien habla a un niño y ella escuchó sonriente, sus sonrosados labios entreabiertos, sus grandes ojos marrones, suaves y cariñosos. «No me comprende en lo más mínimo», se dijo con impaciencia. Pero entonces Aurelia dijo:

—Te comprendo hermano mío. Clodio y yo hemos hablado acerca de esto muchas veces. Sin duda sabemos que el mundo está lleno de dolor, muerte, injusticia y miseria. ¿Acaso no tenemos ojos? ¿Es que somos niños? Hemos visto y hemos oído.

Había levantado un perrillo entre sus manos y le había besado la pequeña cabeza. Lucano podía oírla murmurar palabras afectuosas al animal. El perrillo saltó sobre sus hombros, colocó su nariz sobre su regazo y pareció contento.

—Pero —añadió Aurelia—, también sabemos que el amor es inagotable, y que siempre habrá algo que amar. El mundo está lleno de cosas que amar. Toda una vida no es bastante para el amor.

Lucano pensó con excitación. «¡Cuán digna de lástima es esta inocente!».

Aurelia le sonrió con ternura.

—Crees que somos niños sin razón ni comprensión. Crees que somos vulnerables. Yo esperé a Clodio, aunque no conocí su existencia hasta que llegó a esta casa con sus padres. Pero le conocí instantáneamente. No tenemos miedo a la vida, Lucano.

Aquello dejó a Lucano completamente asombrado. Había mirado al fondo brillante de los ojos de su hermana, no sólo como hombre, sino como médico. Pero vio una luz pura, amable y fuerte. Aurelia, sentada en la hierba como una niña cerca de su hermano, inclinaba la cabeza sobre sus rodillas en completa confianza.

—No soy sabia, Lucano, porque los libros son viejos y el mundo es joven y está lleno de gloria, pero cuando vi a Clodio recordé que Keptah me había dicho en cierta ocasión: «Sócrates afirmó que un hombre bueno no teme ni a esta vida ni a la muerte».

—El mundo está lleno de maldad a la vez que de belleza —dijo Lucano con dureza.

—Es porque odia y no ama —respondió Aurelia.

Un perro cruzó ladrando los jardines y Aurelia le llamó y levantándose fue a consolarle y jugar con él. Lucano se quedó de nuevo solo y muy quieto. Cuando se levantó para entrar en la casa, se sintió tan frágil como un pergamino sobre el que nada se hubiese escrito.

—Serán siempre felices —dijo luego a su madre—. No tendrán nunca fin su felicidad y a su amor, Confieso que es para mí un gran misterio a pesar de que no soy joven.

Iris le sonrió y de pronto le pareció que su madre era muy parecida a Aurelia.

—Estoy contenta —murmuró—; sí, estoy contenta porque uno de estos días, lo siento en mi corazón, encontrarás un amor y una gran felicidad.

Sara bas Eleazar entró en el jardín y encontró a Lucano solo. Andaba lentamente, porque había estado enferma durante varios meses, y era huésped de aquella casa donde todos la amaban por su bondad y amabilidad. Tenía entonces treinta y cinco años, ya no era joven, pero sus ojos violeta eran tan radiantes como cuando era una niña y su dulce y elegante rostro parecía esculpido y tenía una pálida serenidad mezclada con un poco de tristeza. Su ligera figura iba cubierta por un vestido de lana del color de sus ojos, que Iris había hecho para ella, a fin de que abrigase y calentase su enfermo cuerpo, y llevaba además una toquilla blanca sobre los hombros. Llevaba peinado su oscuro cabello, cruzado de gris, en un sencillo moño trenzado sobre la cima de su pequeña cabeza y en su bella boca brillaba una ligera sonrisa. Tenía las mejillas arreboladas y a medida que se acercaba a Lucano, y éste salía a su encuentro, fue la primera cosa que inevitablemente veía de ella, especialmente en los atardeceres. Tenía sus manos anormalmente cálidas.

Recordó que Hipócrates había recomendado a los médicos que no tratasen personalmente a aquéllos que amaban, porque o cerraban sus ojos contra la verdad que sospechaban o eran arrastrados a una gran ansiedad.

—¿Has tosido mucho hoy, mi querida Sara? —preguntó mientras la conducía hacia la silla donde Iris había estado sentada y abrigaba sus débiles hombros cariñosamente con la toquilla para protegerla de la frialdad del atardecer. Ella le sonrió dulcemente.

—No, he tosido muy poco en los últimos días, Lucano.

—Has rehusado los buenos oficios de los mejores médicos de Roma, Sara. Debes permitirme que llame a alguno para que te examine.

Ella colocó su mejilla contra la mano que reposaba en su hombro.

—Estoy muy bien, no te alarmes. Tú eres bastante médico para mí. —Miró hacia las montañas con plena calma y paz—. Me sentiré triste al dejar tu casa, pero debo volver a Jerusalén para los días santos. Me marcharé pasado mañana.

—Pero aún no te has recobrado. El viaje será terriblemente pesado. ¿Sara sabes que he permanecido aquí por ti?

Ella sonrió de nuevo, porque sabía que esto era sólo una parte de la verdad.

—No estés preocupado, siento nostalgia por mi gente.

Se sentó a su lado, inclinándose hacia ella, estudiando su frágil perfil, que tan puro como un camafeo resplandecía iluminado por la dorada luz del atardecer. Si Sara estuviese enferma, se dijo, no poseería aquella calma. La carne, cuando presiente su propia calamidad, manifiesta intranquilidad en el parpadeo de los ojos, distensión de las narices, la tensión en los labios. Su penetrante mirada de médico no podía encontrar ninguna de estas señales en el rostro de Sara. La expresión de Sara, como siempre reflejaba un pacífico gozo y una plena esperanza.

Se sentó junto a ella en silencio, sus manos en las de ella; podía notar los frágiles huesos de sus dedos, la suavidad de su piel sedosa. Contemplaron las montañas y el valle durante largo rato. Lucano pensaba: «¿Por qué no me caso con ella y retengo junto a mí a esta mujer a quien he amado durante tantos años? He recorrido todo el mundo, porque carezco de hogar y siempre he huido del amor. Es posible que mi laxitud, mi vaciedad, mi desesperación inútil, el sentimiento de haber perdido o no haber alcanzado nunca el significado de la vida, sea resultado de mi falta de raíces. Si me caso con Sara, tendría un hogar, una casa, una amada compañera para el resto de mis días. Puedo comprar una pequeña posesión, una villa, donde podríamos tener nuestros propios viñedos y árboles frutales y, aunque es muy tarde ya, quizá un hijo. Me he privado de lo que los hombres buscan durante toda su vida».

Se movió recordando su antigua inquietud. Luego dijo a Sara inclinándose hacia ella, ignorando el triste estremecimiento que se había apoderado de él.

—Sara, amada mía, ¿quieres casarte conmigo y permanecer junto a mí en Roma y construir un hogar en mi compañía?

Su tranquilo perfil permaneció tan quieto, tan inconmovible mientras miraba las montañas, que creyó que ella no le había oído absorta en sus pensamientos.

—Estoy vacío —dijo luego, y puso la mano sobre sus labios.

Sara respondió:

—Estás vacío a fin de que puedas ser llenado con gozo y paz, más allá de cuanto imaginas, Lucano. El amor me dice esto, pero no me dice cómo. No, Lucano, no puedo casarme contigo, porque al casarme contigo te apartaría de tu propio destino. Lo que tú debes encontrar no está en mis brazos. Dios llama a los hombres en sus ciudades, en sus hogares, y aparta de sus esposas e hijos, de aquéllos a quienes aman y Su voz no puede ser desatendida. Él te ha llamado a ti.

—Esto no tiene sentido —dijo Lucano—, estoy vacío porque he rehusado amar por temor a lo que el amor puede hacer a un hombre. He tenido miedo de vivir, Sara, y ahora te pido que vivas conmigo como mi esposa.

Ella movió su cabeza con gesto negativo, ligero pero firme.

—No puede ser, Lucano. Una vez, cuando dejaste Alejandría, creí que sería posible. Pero a lo largo de todos estos años he sabido que era imposible, porque tú perteneces a Dios. Deseas conocerle, con un terrible deseo, y serás satisfecho, porque tú eres Suyo.

Sara había partido ya. Lucano permaneció solo con su familia. El viejo y enfermizo sentimiento de intranquilidad se había apoderado de nuevo de él. La casa estaba llena, pero no había nadie con quien él pudiese hablar y se maravillaba de ello. Estaba su hermano soltero Cayo Octavio, eternamente ocupado con sus libros, un joven serio que viviría por cuenta propia una vida absorta y secreta. Lucano sabía que poseía un gran intelecto, pero, cosa extraña, con él podía hablar menos que con ningún otro en la casa. Existía un gran formalismo y cortesía entre los hermanos, pero Lucano no podía penetrar la reserva del hermano más joven. «¡Estos pedantes! —se decía—, son estrechos y orgullosos. Tienen opiniones propias y son contenciosos. Viven en la cima de una montaña blanca, donde reinan solos».

Prisco, un alegre y feliz soldado, volvió al hogar de regreso de sus campañas con Druso, a quien nunca había criticado por sus manifiestas tonterías y falta de organización, sino simplemente había hablado de ellas en tono humorístico. Lucano le amaba como el mejor de los hermanos. Se preguntaba, sin embargo, si Diodoro le hubiese encontrado tan satisfactorio, porque Prisco aceptaba todo con un chiste y con sencillo contento, y nunca se ponía serio con respecto a ninguna cosa. Su rostro redondo y moreno, sus ojos marrones, le recordaban desgarradoramente los de Rubria. Tenía sus alegres maneras, su amor, su rápida risa y sus guiños. Amaba la guerra y amaba la paz; amaba el deber y amaba a su familia. Nunca estaba más contento que cuando tenía huéspedes en casa; tenía muchos amigos a los que visitaba y quienes le devolvían las visitas. Era evidente que disfrutaba de la vida, no pedía cosas excesivas de ella; amaba los juegos, los teatros, el juego de dados, los gladiadores, las tardes bebiendo con sus compañeros, los chistes y la alegría y buen humor. Adoraba a sus niños. Cuando Lucano hablaba de política, se sentía tan aburrido como Aurelia y cambiaba de asunto con un ancho guiño y una sonrisa, para marchar luego a inspeccionar su granja. Lucano sospechaba que Prisco, que le amaba también, le encontraba a la vez aburrido.

Sin embargo, Prisco era el cabeza de la familia y Lucano sentía la creciente necesidad de hacer que el exuberante capitán considerase el mundo en que vivía con seriedad. Tenía una gran fortuna; poseía influencia política y militar. Tenía hijos, y esto era más importante que todo lo demás. Por lo tanto, una noche Lucano llamó a Prisco a sus habitaciones y el soldado fue mostrando sus fuertes piernas morenas, vestido con una túnica sencilla. Había estado jugando con sus hijos antes de acostarles, su tosco cabello negro estaba revuelto y sus amplios labios rojos sonreían. Saludó a Lucano con afecto, pero su corazón se estremeció cuando vio la sobria expresión de su hermano mayor.

Prisco trató de evitar lo que temía iba a ser una conversación pesada, haciendo comentarios sobre la cosecha de uvas, la condición de los campos, sus planes para poblar la corriente con más peces, renegando suavemente de la actitud inútil de los esclavos y libertos, sus sospechas acerca de la honradez de los encargados. Su voz denotaba felicidad, su rostro no estaba contraído, sus modales eran naturales.

Lucano dijo:

—Como sabes, Prisco, voy a marcharme pronto. Debes comprenderlo. Eres el cabeza de esta casa y cuanto piensas y haces es de la mayor importancia, no sólo para tu familia, sino para tu país.

—¡Oh!, sin duda —dijo Prisco, cogiendo un racimo de uvas de un plato que estaba sobre la mesa. Luego suspiró; tenía paciencia y amaba a Lucano—. Siempre cumplo con mi deber; lo encuentro fácil, debo confesarlo.

Se sentó y empezó a comer las uvas, disfrutando de ellas, escupiendo los huesos en su mano y poniéndolos en una pequeña pila sobre la mesa, porque era muy limpio.

—Tu verdadero deber —dijo Lucano— no es fácil.

—Así me lo has dicho con frecuencia —respondió el soldado. Limpió una manzana frotándola contra la manga de su túnica—; pero nunca te comprendo y tú no me lo perdonas.

—Sospecho que me entiendes demasiado bien —dijo Lucano sombrío.

Prisco mordió la manzana, ofreció el plato a Lucano, que rechazó impaciente, y se encogió de hombros.

—Todo demasiado cierto, quizá —dijo—, pero he nacido varios siglos atrasado, según creo. ¿Qué puedo hacer yo respecto a Roma en mi propia generación? Seamos razonables, Lucano.

Sus morenos ojos se quedaron repentinamente serios, un poco duros cuando miró a su hermano mayor.

—Tu padre murió haciendo lo que pudo.

Las gruesas cejas de Prisco se fruncieron. Masticó la manzana distraído. Luego dijo:

—Sí, y como tú has dicho, murió. ¿De qué sirvieron sus consejos y su muerte? ¿Acaso movió algo a alguien? ¿Hizo que algún senador fuese menos corrompido? ¿Inspiró a un Cicerón o a un Cincinato? ¿Hizo a César menos de lo que es? Recuerdo que tú me dijiste que César no se apoderaba del poder; lo pone en sus manos un pueblo degenerado que ha perdido sus virtudes y su fortaleza y que prefiere la seguridad a la hombría, la facilidad al trabajo, los circos al deber. ¿Levantó la conciencia de un solo hombre lo que mi padre dijo el día que murió? ¿Fue siquiera escrito para las edades venideras? No. Él no podía, ni siquiera habiendo gastado toda su vida, hacer una sola cosa para detener el curso de la historia.

—Me comprendes mal, Prisco. Sé que era inevitable que Roma llegase a lo que es. Las repúblicas decaen y se transforman en democracias y las democracias degeneran en dictaduras. El hecho es inmutable. Cuando hay igualdad, y las democracias siempre traen igualdad, el pueblo se sabe anónimo, pierde el poder, la iniciativa, el orgullo y la independencia, pierde su esplendor. Las repúblicas son masculinas y por lo tanto producen ciencia y arte; son orgullosas, heroicas y viriles. Reverencian a Dios y le glorifican. Pero Roma ha decaído hasta llegar a ser una confusa democracia y ha adquirido rasgos femeninos, tales como el materialismo, la avaricia, el deseo de poder, la conveniencia. La masculinidad, en las naciones, se demuestra por la ley, el idealismo, la justicia, la poesía. La feminidad, por el materialismo, la dependencia respecto a otros, el tosco emocionalismo, la ausencia de genios. La masculinidad busca lo que es justo; la feminidad busca lo que satisface de forma inmediata. La masculinidad es visión. La feminidad ridiculiza la visión. Una nación masculina produce filósofos y siente respeto por el individuo; una nación femenina siente un insensato deseo de controlar y dominar. La masculinidad es aristocrática; la feminidad no tiene aristocracia, y es feliz sólo cuando encuentra multitudes de rostros que se parecen unos a otros exactamente y una multitud que se haga eco de sus propios sentimientos diminutos, miedos, deseos y tonterías. Roma se ha hecho femenina, Prisco, y las naciones femeninas, como los hombres afeminados, inevitablemente mueren o son destruidas por pueblos masculinos.

Prisco aún intentó quitar importancia al asunto. Dijo en tono un tanto jocoso:

—Mis soldados, las legiones de Roma, no son hembras, Lucano.

Pero frunció el ceño y se quedó pensativo. ¿Qué podía hacer un hombre?

Se sentía absolutamente impotente cuando el pueblo unánimemente prefería la suave esclavitud a la dura libertad. Por lo tanto Prisco le dijo:

—Concedo que tengas razón. Pero te he dicho que mi padre nació demasiado tarde. Murió con el corazón roto. Yo he nacido más tarde aún. No quiero morir con el corazón roto. ¿Qué valor tiene el que un hombre solo intente ser sobrio y heroico? No conduciría a nada.

—De nuevo no me entiendes, Prisco. Comprendo que no puedes detener la historia, porque la decadencia y la muerte son inevitables para las repúblicas. La única sociedad que puede sobrevivir con grandeza en el mundo es la sociedad aristocrática, gobernada por hombres sabios y escogidos, sacerdotes, científicos, héroes, artistas, poetas, filósofos. Las repúblicas incuban políticos exigentes y esos políticos, siempre, al final, producen las democracias y la muerte. ¡Si al menos los hombres velasen diligentemente, a fin de que la masculinidad no desapareciese de la nación! Pero esto no ocurre nunca. Prisco, tú, como esposo y padre, y muy particularmente como padre, puedes cultivar la masculinidad de hombres libres y nobles en tus hijos. El hombre debe empezar siempre con su propia familia y luego extenderse hacia sus vecinos. Puede fracasar, pero por lo menos ha intentado hacerlo. No es por el fracaso que un hombre debe ser juzgado, sino por su falta de esfuerzo. A fin de cuentas el hombre es juzgado individualmente y nunca en masa.

Prisco se sintió anonadado.

—Yo no he hecho este mundo, Lucano. No puedo cambiarlo. ¿He de golpear mi cabeza contra una pared y aplastar mi cráneo? Vivo mi vida en la forma más útil que me es posible, sirviendo a mi país, cerrando mis ojos a sus fatales defectos que no puedo eliminar, disfrutando de la existencia, de mi familia, mi hogar, mis amigos. Perdóname, pero pese a tu filosofía, tú nunca has disfrutado de la vida. ¿Quién es entonces más afortunado?

—¿Vale la pena vivir para todo eso, Prisco? —preguntó Lucano tristemente, sabiendo bien que su hermano le había comprendido—. ¿Simplemente para disfrutar de la vida? Sin duda que el hombre tiene un destino más grande. Tu vida tiene mayor significado más allá de este mundo.

Prisco se levantó, estiró los brazos sobre su cabeza y bostezó:

—Debes decirme, Lucano, en que consiste ese significado.

Y al decir esto no había ningún tono de burla en su firme voz.

Lucano quedó silencioso. De pronto pensó en Keptah, en José ben Gamliel, en todos los filósofos y hombres religiosos que había conocido. Luego añadió con tono vacilante:

—Es posible que el destino del hombre esté más allá de la muerte, y lo que hace aquí abajo decida su destino.

—Tú no crees esto —dijo Prisco riendo—. Eres el más escéptico de los escépticos. Te he oído hablar muchas veces de esto.

Lucano quedó silencioso y se despreció a sí mismo. Vio la tremenda responsabilidad de los adultos, tanto si eran padres como hermanos, que deben siempre enseñar a los jóvenes que son algo más que animales, que su vida tiene un sutil y mayor significado que el que aparece en la superficie. Lucano se llevó la mano a la cabeza, que repentinamente había empezado a dolerle. Prisco, mirándole, achicó los ojos.

—No te acuses a ti mismo, Lucano. Siempre hablaste convencido, aunque fuese amargamente. ¿Podías haberme hecho diferente de lo que soy? No.

«Sí», pensó Lucano con un nudo en la garganta. Luego dijo:

—¿Estás siempre satisfecho, Prisco? ¿No deseas nada más que lo que tienes?

Era posible que Prisco vacilase. Lucano le miró con esperanza. Prisco se quedó muy serio; se rascaba la barbilla con un gesto distraído y flexionaba sus musculosos brazos. Luego habló, como dirigiéndose a sí mismo:

—He oído rumores en mi última campaña, rumores tontos, acaso. Llegaron de Siria o quizá de Armenia, o Egipto, o Israel. No lo recuerdo. El rumor dice que Dios se está manifestando en algún sitio y que cambiará este mundo muy pronto. —Miró a Lucano y rio maliciosamente—. Naturalmente que son rumores tontos. Nuestra religión está llena de manifestaciones de la divinidad; los dioses se ocultan siempre, se meten con el hombre, o disputan ampliamente entre ellos. Sin embargo —e hizo una pausa—, este rumor parece diferente. Una gran revelación está a punto de manifestarse, según dice el rumor. El mundo será regenerado.

Golpeó con su mano el hombro de Lucano.

—Ten alegría, querido hermano. Quizá no todo esté perdido.

Se marchó taconeando. Si Lucano hubiese escuchado, hubiese percibido que los pasos de Prisco no eran tan firmes como de costumbre, que se habían hecho un poco perezosos, como si el soldado fuese pensando. Pero Lucano no le oyó. Un gran terror, un gran deseo, una gran inquietud se había apoderado de él y recordó, aunque trataba de no recordar, sus terribles sueños mientras estuvo enfermo de fiebre.