37

Lucano y Ramus comían su ascética comida juntos en un camarote. El griego estaba más silencioso que de costumbre. No podía comer mucho. Ramus estaba sentado junto a él y Lucano vio que el rostro del negro brillaba radiante y que estaba absorto en sus pensamientos. Lucano habló con lentas y cuidadosas palabras:

—Ramus, debes recordar que no hay ningún médico que sepa todo cuanto puede ser conocido; el hombre es un ser misterioso; los filósofos, médicos y sacerdotes han intentado inútilmente explorar el misterio. La magia, la necromancia y la brujería, no son quizás lo que parecen ser, sino que es posible que operen sobre leyes naturales aún desconocidas para la mayoría de nosotros. En cierta ocasión mi maestro Keptah me dijo que estaba escrito en los libros santos babilónicos que los hombres atravesarían los océanos sin ayuda de velas, que algún día volarían como pájaros por encima de los continentes y que en su incontinencia, destruirían la tierra en que vivimos. Todos los filósofos han conocido estas profecías, pero han temido decírselo al populacho. Recordarás que Sócrates fue obligado a morir por causa de sus pensamientos e ideas. Si alguien hoy en la Roma moderna, en el mundo romano de fuerza, poder y materialismo, proclamase lo que los babilónicos y los judíos han conocido durante siglos, sería llamado loco o mago y sería suprimido. Sin embargo, creo que todas estas cosas ocurrirán algún día. La historia que hemos oído esta noche de labios del centurión Antonio, es sin duda cierta, desde su propio punto de vista. Quizá aquel rabí judío, el maestro, sabe algunos secretos que parecen sobrenaturales para nosotros, pero que son parte de alguna ley natural que aún no hemos descubierto. Y, de nuevo, esto parece muy razonable para mí. Los médicos que atendieron al criado de Antonio cometieron un error; el criado no estaba mortalmente enfermo; se hubiese recobrado en cualquier caso.

Lucano partió un pedazo de pan y se quedó contemplándolo apáticamente, luego lo dejó.

—He visto que te ha emocionado mucho la historia del centurión. ¿Crees que el Rabí judío es aquél a quien has estado esperando? No te dejes engañar.

Miró a Ramus cuyo rostro brillaba cada vez más.

El griego suspiró.

—Te he dicho que puedes hablar, que no hay nada orgánicamente defectuoso en tu garganta. Estás al borde de la histeria. Pero cualquier día de estos hablarás y no será un milagro.

Le dolía la cabeza; pequeños escalofríos recorrían su carne, le dolían las articulaciones. Se levantó de la mesa y dijo:

—Tengo frío. Me voy a acostar.

Corrió la cortina de su cama, que le separaba de la de Ramus, y sacó su cartera. Se tomó el pulso. Latía normal. Su piel estaba caliente pero no más de lo corriente. Realizó ciertas pruebas sobre sí mismo y vio que nada funcionaba mal. Sin embargo se sentía invadido por un sentimiento de profunda enfermedad. Se dijo: «No soy un hombre emotivo pero por alguna razón tonta me he sentido turbado por el centurión».

Se acostó y oyó a Ramus hacer preparativos para acostarse en su propio camastro. Cuando Ramus miró tras de la cortina, Lucano simuló estar dormido. Ramus apagó la lámpara y luego todo quedó en calma, excepto los rumores y crujidos del barco, los distantes sonidos de los remos golpeando sobre el agua cuando el viento decrecía y alguna voz lejana de la guardia. Después de un rato Lucano se durmió inmenso en pesadillas y sueños aterradores.

Se encontraba en un enorme y profundo salón, cuyas paredes y techos se perdían en las nubes, sin principio ni fin. Estaba solo y se sentía invadido por un sentimiento de temor y vaciedad. De pronto, ante él, se alzó una gran cruz blanca como la nieve, cubierta de sombras rosadas de arriba abajo. Su cima se elevaba hacia el infinito. Sus brazos abrazaban el universo. Permaneció ante su base, empezó a llorar y se dijo: «No he querido recordarlo. —Y exclamó con voz llorosa—: ¡Señor, ven a mí!».

Luego se sintió hundido en un espacio profundo, en una noche negra y sin fondo. Y desde una infinita vastedad, desde los finales de la creación, oyó que alguien le llamaba tiernamente: «No te he olvidado, siervo mío. Te he conocido desde el principio del tiempo y tú oirás mi voz».

Lucano se despertó con un violento respingo en la oscuridad. El barco crujía y murmuraba. Empezó a adormecerse otra vez, temblando bajo el peso de sus sueños. Le pareció ver un pequeño resquicio de luz, pero pronto desapareció. Se movió inquieto. Su carne ardía como el fuego; se dijo a sí mismo vagamente que tenía fiebre. De nuevo se durmió y otra vez la desolación prevaleció sobre la rápida sucesión de sus sueños, invadiéndole con un sentimiento de pérdida y búsqueda. Estaba en un deslumbrante y alejado desierto y las arenas se alzaban como enormes olas del mar. Se sentía oprimido por la sed. Caminaba siempre adelante, buscando un oasis o una señal de vida, una palmera, o una línea de camellos en el ardiente horizonte. Hundió su rostro en la cálida arena y se dijo: «Ahora voy a morir, porque todo a mi alrededor carece de utilidad y mi vida no tiene sentido, igual que este desierto, y no hay nada que pueda apagar mi sed». De pronto un agua fresca inundó sus labios y bebió ansiosamente sin que se saciase nunca. Sus ojos quedaron cegados por una luz que le rodeó y oyó una voz que le dijo con cariño: «Yo soy el único que puedo apagar tu sed, oh, mi siervo Lucano».

Luego le pareció que estaba sobre una estrecha, peligrosa y tortuosa carretera que ascendía por la ladera de una suave montaña, cuya cima estaba cubierta por las nubes. La montaña no tenía árboles, hierbas ni ninguna clase de vegetación. Sus rocas y sus amarillentos acantilados parecían cubiertos de fuego. Monstruosas cabezas de piedra, como las cabezas de Medusa o de las Furias, se alzaban desde los precipicios, o bordeaban su camino. Tenía la espalda doblada a causa de una terrible carga que no podía ver y sus hombros gemían con el dolor de su peso. Cayó contra un lado del precipicio y jadeó desesperadamente, diciéndose que no podía continuar adelante. Pero alguien le dijo con una voz que llenaba todo el espacio: «Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados y os haré descansar».

Lucano se despertó de nuevo, empapado de sudor. El barco se quejaba y cabeceaba. La oscuridad era sofocante, intentó levantarse para buscar agua, pero de nuevo se durmió y soñó otra vez que estaba hambriento como nadie lo había estado jamás, como nunca nadie lo había podido imaginar. Un rugiente afán, angustia y deseo le invadía. Se mordía las manos y gemía. Entonces, en medio del dolor, vio dos manos que partían pan y que le daban un trozo que devoró y se sintió satisfecho; la voz volvió a decir: «Ésta es mi verdad, y sólo ella puede aliviar el hambre».

Estaba en las peores ciudades. Podía contemplar la curva de un mundo que humeaba. Caminaba a través de ciudades destruidas, cuyas ruinas se extendían de horizonte a horizonte bajo un cielo tenebroso. No había luna, estrellas, sol ni esperanza. Las ciudades despedían humo como chamuscados esqueletos. Entonces, muy a lo lejos, Lucano vio la estrella que había contemplado de niño. El astro se movió y empezó a seguirlo, corriendo furiosamente y mientras lo hacía, oyó un coro de poderosas voces, cantando desde la eternidad, igual que si inmensas multitudes cantasen regocijadas. Entonces exclamó:

—¡Esperadme, estoy perdido!

Sus sueños se hicieron más confusos, más insistentes, mezclándose unos con otros, surgiendo, separándose, ascendiendo en espiral hacia la nada, alzándose clamorosos, más confusos, más preñados de terror y profecía. Luchó por despertarse y un rayo de luz de sol, procedente de la ventana, iluminó su contraído rostro. Alguien le ofreció una mezcla de agua y vino colocándolo junto a sus labios y dijo:

—Estás enfermo. Bebe y descansa.

Volvió a dormir de nuevo. Pero le parecía como si estuviese en un lecho de fuego y se quejaba. Unas manos le movieron y se sintió empapado igual que si estuviese sumido en una inundación.

Oyó cercanas voces apagadas, después de un periodo que a él le pareció de siglos. Miró a su alrededor pero no pudo ver nada, sino la luz de los faroles relumbrando como un arco iris. Un sabor cálido y amargo llenaba su boca; tragó y toda su garganta quedó inflamada.

Una húmeda frialdad le rodeaba y se estiró con lentitud. Sintió que le alzaban la cabeza y que vertían agua por entre sus labios. Las linternas aparecían y desaparecían, el sol salía y se ponía. La luna brillaba a través de la ventana, pero mientras la miraba, veía las estrellas en su lugar. Las mañanas sucedían a los atardeceres, para de nuevo volver a amanecer. Dijo en alta voz: «¿Estoy muerto?», pero nadie le respondió. Se sintió exhausto, su cuerpo carecía de peso, pero su cabeza era un globo de llameante cristal. Deseó descansar, pero las pesadillas se amontonaban sobre él.

Una mañana, en un frío y perlado amanecer, se despertó y vio un extraño que movía la cabeza junto a él, vestido de blanco. No se podía mover; podía oír el ruido del barco y los chasquidos de las velas. Una lluvia gris golpeaba contra la ventana y percibía el ruido que hacía sobre las ondulantes cortinas. El extraño, sentado en una silla, tenía la cabeza caída y dormitaba. Pero Ramus no estaba allí.

De pronto Lucano, con repentina claridad y calma, supo que había estado peligrosamente enfermo durante largo tiempo. Permaneció quieto, con su carne cansada pero la mente clara. ¿Qué clase de fiebre le había asaltado? No sospechó su presencia ni tuvo ninguna indicación del progreso de la enfermedad. Se revolvió en la cama y notó la humedad de las colchas producida por su propio sudor. Pensó en sus sueños y se sintió abrumado por los recuerdos.

El extraño gruñó y se estremeció, movió la cabeza, abrió los ojos, y viendo que Lucano le miraba se inclinó sobre el enfermo y dijo:

—Has estado enfermo de fiebres durante catorce días, señor, pero ahora te estás recobrando. Soy el médico de a bordo. Durante muchos días no creí que pudieses vivir. Pero gracias a los dioses la vida ha vuelto a ti.

Lucano trató de hablar, pero sólo emitió un murmullo.

—Ha sido la malaria, sin duda.

—No, señor; ha sido una enfermedad misteriosa. Te he cuidado desde que tu siervo desapareció y todos los pasajeros te han oído gritar a través de las paredes.

Lucano permaneció muy quieto, mirando al otro hombre. Se humedeció los secos labios y el médico le dio agua, bostezando y sonriente, contento de que su paciente hubiese vuelto a la vida. Luego Lucano dijo con un ronco susurro:

—¿Ramus? ¿Se ha ido?

—Sí, señor. Pero ¿qué puedes esperar de los criados, que son desleales, egoístas y no se preocupan sino por ellos?…

—Cuando el barco atracó a media noche, la primera de nuestro viaje, debió de dejar el barco, abandonándote, porque no ha sido visto desde entonces. ¡Ah!, dejó una carta para ti, en esta tableta que hay sobre la mesa.

—Léemela —rogó Lucano y quedó sumido en su debilidad.

El médico, encogiéndose de hombros, levantó la carta y empezó a leer. La luz perlada se mezclaba entonces con un sonrosado tono dorado y el barco cabeceaba suavemente. Ramus había escrito:

Perdóname, señor, porque debo abandonarte cuando el barco atraque a media noche. Debo ir al encuentro de Aquél a quien he estado buscando y del que el centurión nos ha hablado al atardecer. Miré a ver si estabas despierto, pero estabas dormido y creí que sería mejor no esperar, porque tú me hubieras rogado y no hubiese podido dejarte. Lo que he estado buscando durante toda mi vida está en Israel y cuando le vea quitará la maldición que pesa sobre los hijos de Cam; yo hablaré de nuevo y le adoraré. Te dejo con oraciones y lágrimas, porque te amo más que a mi padre y hermanos; tú no has sido mi dueño, sino mi amigo.

Lucano pensó desolado en aquel solitario hombre oscuro, mudo y sin ayuda, marchando a pie en busca de su esperanza. Sería siempre un extraño, sólo podía hacerse entender por gestos. Tendría que atravesar bosques, desiertos, desoladas montañas, ciudades hostiles y pueblos enemigos. Encontraría hombres hostiles, podría morir de hambre, de sed, o ser atacado por bestias salvajes, incluso podía ser apresado y vendido de nuevo como esclavo. Las lágrimas empezaron a brotar débilmente de los ojos de Lucano y volvió la cabeza contra la almohada, pero finalmente se durmió y cuando volvió a despertarse a la hora del sol poniente, su fuerza había vuelto a él en forma incomprensible. Se había quedado delgado, pero de nuevo se sentía fuerte.

Aquella noche envió a buscar al centurión, y le mostró la carta de Ramus, diciendo amargamente:

—No dudo de que creas que dijiste la verdad y que para ti todo ocurrió como contaste. Por mi parte, como médico, tengo mi propia explicación. Pero tu cuento intempestivo, Antonio, ha enviado a mi amigo a la muerte segura.

El centurión respondió gravemente:

—No; le he enviado a la vida.