En años posteriores, Lucano pensó con frecuencia en la época que siguió a su rápida huida de Atenas, donde había vuelto discretamente muchas veces después, como un período en su vida lleno de sequedad. Había ido de un lugar a otro a través del ruidoso e inquieto imperio, sordo a lo que pasaba a su alrededor pese a que su habilidad y ternura como médico habían aumentado. Nunca fue voluble, pero se volvía cada vez más silencioso. Su vida personal se estrechó. Era como una semilla en estado de vida latente, esperando brotar y la llegada de las aguas de la primavera, para transformarse en un gran árbol. La semilla de su personalidad no germinó durante aquellos años, no produjo brotes, sino que permaneció reseca, sin emociones ni pensamientos. Se comunicaba cada vez menos con los demás. Sólo cuando Sara aparecía de improviso en algún puerto, su rostro rígido se alegraba y sus azules ojos brillaban. Pero veía a Sara una o dos veces al año. Ramus no le podía hablar. Había llegado a establecer un código de signos elocuentes que les servía mejor que el lenguaje. Iban de un lado a otro como benevolentes y tranquilos espíritus, atravesando malolientes puertos. Se instalaban silenciosos en las pequeñas casas y jardines de Lucano, o permanecían apoyados sobre las barandillas de los barcos contemplando las estrellas y la luna, los amaneceres y puestas de sol. Lucano prefería llegar a sus casas por la noche, por temor a la multitud que le salía a recibir, como había ocurrido en algunas ocasiones. Cuando visitaba Atenas, tenía que buscar excusas para evitar la hospitalidad de Turbo. Miles de personas le amaban; miles de hombres le consideraban un dios. Se ocultaba de ellos, excepto cuando acudían a él angustiados y doloridos. Su desinterés crecía; reinaba a su alrededor una especie de gris abandono. Esperaba ansiosamente las cartas de su hogar y le deleitaban muy en especial las que le escribían Prisco y Aurelia, pero sus propias cartas de respuesta eran breves. Parecía un hombre hambriento que, por raro contraste, sintiese gran aversión por la comida. Iba a Roma una vez al año, y cada vez decidía permanecer allí más tiempo. Pero invariablemente, poco después, se apoderaba de él una enfermiza inquietud y tenía que volver a marchar entre exclamaciones de tristeza y reproches de amor.
En cierta ocasión había dicho a su madre:
—No me preguntes que es lo que me pasa, porque no lo sé. Cuando me pongo a reflexionar no encuentro otra cosa sino polvo; sin embargo, esta polvareda me produce dolor. Tengo miedo de penetrar más a fondo en la cuestión.
Algunas veces releía los muchos escritos que Keptah le había dejado. Uno de ellos en particular, que leía una y otra vez frunciendo el ceño y asombrado, pero sintiendo un estremecimiento de dolor.
«Aquél que mira hacia el hombre para encontrar a la vida algún significado, mira a una ilusión, porque el hombre no es nada si no tiene alguna relación con Dios. No centres tu corazón en la humanidad; porque es una quimera, una ilusión. Algunos han glorificado al hombre, han elevado a la humanidad a un absoluto en sí. Declaran vehemente, que el hombre es sólo valioso en sus manifestaciones externas. Esta enseñanza ha sido aceptada por casi todos los países civilizados, para su desgracia, porque la ley y la justicia, la sencilla compasión y misericordia, no están arraigadas en el hombre sino en Dios, y sin Él no pueden realmente existir, sin la base de aquél que las hizo. El hombre es tan sólo el receptáculo de la gracia, no es la gracia en sí».
Cuando Lucano leía aquello le parecía que dentro de sí mismo oía el rechinar de viejas y oxidadas puertas que crujían deseosas de ser abiertas. Pero se volvía de espaldas a tales sentimientos. Ya no sentía el apasionado furor contra Dios porque, en aquella época, pensaba en Dios muy poco. Si Dios se introducía en su mente le rechazaba con calma. Porque Dios era entonces para él un terrible cansancio que no podía comprender, ni sobre el cual quería preocuparse, ni frente a quien quería presentar batalla. No podía pensar en ello ni siquiera como se piensa en un teorema filosófico. Algunas veces pensaba en las edades pasadas y trataba de imaginar lo que serían los siglos futuros aún envueltos en sombras, y un inmenso cansancio se apoderaba de sus sentidos. Miraba a las estrellas y recordaba las conjeturas de los astrónomos egipcios, que se preguntaban si aquellas poderosas constelaciones no serían infinitos soles moviéndose alrededor de otros soles y si nuevas constelaciones, llenas de mundos nuevos y otros soles, no serían creadas de continuo. El pensamiento intensificaba el cansancio espiritual de Lucano y su sensación de futilidad.
En cierta ocasión, en Corinto, un viejo sacerdote muy pobre, humilde y amable, le había dicho:
—Cuando estoy echado en mi camastro por la noche y despierto, una seguridad extraña y grande se apodera de mí, como si recibiese un mensaje. Dios no está nunca ausente de los asuntos del hombre, aunque con frecuencia no nos damos cuenta de su presencia. Yo sé que se aproxima una tremenda revelación pero desconozco en que forma ocurrirá. Dios se manifestará a sus criaturas con poder una vez más, como lo ha hecho en edades pasadas, y hasta la tierra se estremece expectante. Lo presiento, lo sé. Puesto que el mundo ha perdido la visión de su rostro, Él se revelará de nuevo, quizá con furor pero, sin duda, también con amor.
—¿Por qué a esta brizna de hierba en el conjunto de un bosque infinito? —preguntó Lucano con cinismo—, ¿por qué a este grano de arena en una playa sin limites?, ¿por qué a esta mota de polvo en un huracán polvoriento? Esto es mentira.
Estaban sentados en el polvoriento jardín del anciano sacerdote en el cual las gallinas picoteaban alegremente. El sacerdote sonrió y señaló a una gallina rodeada de polluelos. La seguían, escondiéndose algunas veces bajo sus alas, otras alejándose a cierta distancia.
—Conocen su voz —dijo el sacerdote—, hay muchas gallinas y polluelos aquí. Pero conocen a su madre. Esta pobre gallina no puede contar; sus polluelos son incapaces de apreciar los números y además son muchos, pero si se pierde uno, el más pequeño, sucio y débil, ella le busca y le encuentra. Quizá alguno de ellos, débil e insignificante, se preguntará por qué la madre se preocupa por él, que es desvalido y bajo entre las aves, ¿cómo puede ella —acaso se pregunte— saber dónde estoy yo, ella que tiene tantos hijos? ¿Qué le importa a ella que tenga mi parte de comida, que reciba su afecto y protección? Te digo, mi querido Lucano, que no amar nada es indigno; nada es demasiado pequeño para el amor. El amor nunca abandona. Para Dios esta mota de polvo sobre la que vivimos es algo querido como la más valiosa corona de estrellas del espacio que se extiende por encima de nuestra humana comprensión.
Luego añadió:
—Piensas con la mente, esclava ciega de tus cinco sentidos. El mayor de los filósofos, que adoraba la razón, tuvo que volver finalmente al misterio, a lo desconocido, y siempre contra su voluntad, porque está más allá de la razón el débil y vacilante brillo de la oscura e inexplorada caverna. Dios sólo puede ser comprendido por el espíritu.
Pero Lucano se cansaba de aquellas razones, por lo que se levantó y se marchó. No quería una revelación. Algunas veces incluso deseaba la muerte.
Cuando recibía carta de su hermana Aurelia pensaba en ella imaginando que aún era una niña. Al volver a Roma, en una de sus raras visitas, se sintió turbado al verla transformada en mujer. Iba a casarse, y tendría que estar presente en la boda, con Clodio Flamínio, el hijo de una antigua y aristocrática familia. Tenía diecinueve años de edad, una edad excesiva para los matrimonios normales, lo cual había preocupado mucho a su madre Iris. Había tenido muchos pretendientes, porque la hija de Diodoro Cirino, con su excelente dote, era muy deseada. Además, Aurelia era extremadamente bella. Pero la muchacha no había tenido prisa en casarse a los catorce, ni a los dieciséis ni incluso a los diecisiete años. Se había limitado a sonreír ante la ansiedad de su madre y no se sintió turbada cuando Iris le había dicho:
—Las muchachas de tu edad ya son esposas y madres desde hace años. ¿Estás pensando en hacerte virgen vestal?
Pero Lucano sabía que su hermana no tenía una devoción particular por los dioses, aunque los aceptaba con serenidad. Sospechaba también que no era demasiado inteligente, porque había oído los viejos lamentos de Cusa sobre su placentero disgusto hacia los libros.
—No es una mujer digna de un Pericles —había dicho en cierta ocasión a Lucano—, la filosofía está más allá de su comprensión. No le interesa la política, los valores o la ley como a las demás mujeres de Roma. Ni siquiera conoce la existencia de la bolsa, las casas de seguros en el lado norte del Foro, como otras mujeres de su edad. Cuando sus amigas, jóvenes matronas, se sientan con ella y hablan de sus inversiones o discuten un caso sensacional en las cortes de justicia, o comentan por su cuenta las cuentas corrientes que sus esposos tienen en los bancos, o se anticipan a los acontecimientos sociales y a los viajes durante el invierno al sur del país, o las más recientes modas o los juegos y gladiadores, ella se queda sentada, con una sonrisa agradable pero bostezando.
En cierta ocasión, Iris, cuyo maravilloso cabello parecía una cascada de plata, dijo:
—Parece que no desea nada. Pero ¿por cuánto tiempo puede una mujer permanecer contenta junto al hogar sin ningún deseo?
En otra ocasión Lucano, persuadido por su madre, habló con Aurelia cuando tenía dieciocho años y era ya una solterona. Lo hizo muy a disgusto. Creía que nadie debía meterse en la vida de los demás.
—¿Por qué esa actitud, hermana mía? No te preocupas por tu futuro. Nuestra madre es ya muy mayor y ha vivido mucho más de lo que era razonable esperar. Tiene cincuenta y cuatro años. ¿Cómo puede esperarse que viva muchos más para protegerte? Tu hermano, Prisco, es soldado con las legiones de Druso y padre de familia. Nuestro hermano más joven está inmerso en sus libros, desea ser maestro; y probablemente nunca se casará. Esperas pasar tus días en esta tierra, la hermana vieja y soltera de Prisco, a quien nadie ha pedido en matrimonio, después de que nuestra madre muera y Prisco traiga a su esposa y familia a esta casa, usando de su derecho de heredero.
Pero Aurelia le había respondido con una lenta y profunda sonrisa y había llamado su atención sobre un grupo de mariposas amarillas que revoloteaban por encima de las rosas. Fue inútil, Sin embargo iba a casarse para gran alivio de Iris; y su esposo tenía la misma edad que ella. Lucano debía volver de nuevo a Roma para la boda.
Mientras Lucano permanecía apoyado en la barandilla de un rápido, aunque pequeño galeón romano, que le había recogido en un oscuro puerto africano, se dedicó a pensar en Aurelia. Iris que conocía tan bien las cosas del amor, no había arreglado el matrimonio de su hija. De manera distinta a como hacían otras madres, creía en el gozoso consentimiento de la novia a su matrimonio. Su amiga, la esposa de Plotio, aunque mucho más joven que ella, había arreglado una entrevista entre la familia de Clodio Flamínio e Iris, y Clodio y Aurelia, a primera vista, se habían enamorado profundamente uno de otro. Aunque el joven podía haber escogido mejor una novia más a propósito, una joven de catorce a quince años en lugar de una mujer de diecinueve, había preferido a Aurelia. En aquel asunto Lucano había percibido una nota oculta en las cartas de Iris. Aquello había sorprendido a Lucano y no había conseguido explicárselo. Iris, sin duda, había demostrado sentirse muy feliz y aliviada ante la perspectiva de la boda entre un miembro de una familia patricia distinguida y su hija. Aunque el inquieto Lucano volvía siempre que era necesario ocuparse de aquéllos que le amaban y en sus asuntos personales, se sintió movido por un desacostumbrado interés.
Después, una serie de escenas y recuerdos pasaron por su mente relacionados con la vida de su hermana, su niñez y madurez. Vio sus tranquilos ojos morenos llenos de luz; oyó su risa suave. Vio su prisa en recoger a un pájaro caído y colocarlo junto a su pecho; recordó a los perros de la casa siguiéndola con ojos de vacía adoración; incluso los toros se amansaban cuando ella se acercaba a ellos. Los caballos la adoraban, los criados estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por ella. Contemplando el cálido y abigarrado puerto, lleno de multitudes vehementes agitándose sobre los muelles, oyendo los interminables ruidos de oriente, oliendo sus fétidos y aromáticos olores, Lucano se preguntaba por todas aquellas cosas. Existía un problema que estimulaba su interés.
Ramus permanecía junto a él y contemplaba cómo cargaban el barco. Su majestuoso rostro africano, como de costumbre, reflejaba un gran interés en todo lo que le rodeaba, pero con una nota de confiada espera. Su negro cabello, de crespos rizos, estaba surcado por hebras de gris oscuro, pero su cuerpo no mostraba señales de la edad. Conservaba su fuerza muscular y su tersura. Sus grandes ojos inspeccionaban cuantos rostros se le acercaban. Por instinto, durante todos aquellos años, sabía cuando Lucano se volvía hacia él y empezaba a pensar en él. Miró a Lucano con amor y sonriendo, luego continuó su escrutinio de la multitud que bullía en el puerto.
El barco partió deslizándose suavemente sobre la lisa superficie sedosa de un mar azul y tranquilo. La costa comenzó a retirarse como si se alejase. El sol miraba hacia abajo desde un cálido cielo y las velas apenas si recogían aire. La siguiente escala era un puerto en el continente, en el que una carga de especias esperaba y al que llegarían en doce horas. Lucano se sentó bajo el toldo rojo con rayas blancas en el puente. Llevaban pocos pasajeros porque era un barco de carga. El griego empezó a pensar en su vida. Todo su temperamento, desde hacía tiempo, intentaba ser objetivo. Se había esforzado en que fuese así, porque temía la subjetividad, ya que sabía que si toleraba una introspección le conduciría a la desesperación. Recordó su vida como quien de pie sobre una montaña mira hacia abajo a los llanos y las ciudades, la lejanía, el distante mar, los campos y las aldeas. Sin embargo, cuando consideraba su vida, todo lo veía oscuro, desolado, estéril y sin color. Olvidó a los incontables miles a quienes había curado y consolado, a quienes había ayudado con misericordia a llegar a una muerte inevitable y pacífica. Nunca había pensado en sí mismo como pensaba en aquella ocasión y esto le turbó, aunque su falta de raíces obedecía a una elección propia y había sido él quien había hecho su propia vida. Se enfrentaba a sí mismo y se veía como uno que no había dado ni recibido nada. Alguien de quien nadie se acordaría ni nunca echarían en falta. Su melancolía le produjo un pesado gusto metálico en la boca y sintió sobre su pecho como una pesada piedra. Ramus le miró desde la barandilla y pensó para sí: «Mi señor está triste; busca sin saber qué o a quién».
Antes de que el sol se pusiese, el barco atracó en el puerto siguiente, y un centurión con tres soldados subieron a bordo. El centurión llevaba su familia con él. Era un hombre moreno y aguileño, como la mayoría de los soldados romanos, pero tenía una expresión amable y paciente y esto atrajo el distraído interés de Lucano. Era poco común que un oficial romano hablase tan amablemente a sus soldados y demostrara tanta solicitud, en público, por su familia e hiciese alarde de una comprensión tolerante. Cuando habló a los esclavos que llevan las cosas de su casa —era patente que volvía a su casa en Roma, porque no era joven—, su fuerte voz sonaba con una rara profundidad y compasión y sonreía a los esclavos y les animaba. Sin embargo, su actitud tenía cierta arrogancia, su ancho y fuerte cuerpo reflejaba fortaleza a pesar de la edad; su rostro quemado por el sol tenía aspecto rudo, con huellas de pasada intolerancia. Andaba con firmeza y miraba a su alrededor con el atrevido escrutinio de un romano. Cuando sus ojos se posaron en Ramus, que estaba apoyado en la barandilla vestido con el atuendo poco elegante de un esclavo, o de un pobre liberto, no se apartaron de él, aunque por un instante vaciló. Luego sonrió a Ramus, como quien sonríe a un hermano, y Ramus sonrió a su vez.
Dejó a su familia, con la ayuda de los soldados y esclavos, en el puente inferior y volvió sólo al puente superior. Miró el mar, luego al cielo y sonrió contento. Abrió sus fuertes piernas morenas y se balanceó siguiendo las oscilaciones del barco; metió los pulgares en su ancho cinturón de piel, del que colgaba un corta espada. Se quitó el yelmo y se enjugó el rostro sudoroso. Adoptó una expresión agradable mientras miraba a Lucano. Era evidente que deseaba compañía y Lucano se puso en pie con un gesto elegante e invitó al soldado a tomar una copa de vino. Ramus fue abajo y subió vino, tres copas sirvió del rojo líquido. Lucano esperaba ver un gesto de sorpresa y ofensa en el rostro del romano por la presencia confiada del negro y ante el hecho de que pudiese participar del vino de Lucano. Pero el centurión aceptó el vino de Ramus y le dirigió una amable sonrisa. Luego se sentó junto a Lucano, que se había presentado mientras esperaba los servicios de Ramus.
—He dejado Judea hace tres semanas —dijo el centurión— para reunirme con mi familia, mi esposa y mis dos hijas que han estado disfrutando de la sequedad del aire del desierto. Mi familia no está muy bien —y suspiró, pero inmediatamente un aspecto de paz volvió a su rostro—. Me han licenciado; tengo una pequeña posesión cerca de Nápoles y quiero terminar mi vida allí, sin tristeza ni ambiciones. Me llamo Antonio —continuó—. Hubo un tiempo cuando no concebía otra vida para mí, sino la del soldado siervo y criado de Roma. En aquel tiempo yo era el más orgulloso de los hombres y, me avergüenzo en confesarlo, el más impaciente.
Lucano se sintió interesado. El orgullo y la inspiración no eran reprensibles entre los romanos sino más bien como parte de un carácter nacional.
El centurión le dirigió una tímida y vacilante mirada y Lucano se sintió muy intrigado. La mirada parecía algo aniñada y poseía un cierto candor. Ramus, que permanecía de pie cerca, se arrimó más.
—Pero esto debe tener poco interés para ti, Lucano —dijo el soldado como excusándose—. Debes perdonar los delirios de un anciano. —Sorbió su vino y miró soñadoramente hacia el mar—. Sin embargo me siento impelido a hablar con cualquiera que quiera escucharme.
Alzó la copa hacia los labios, mirando aún al mar agitado y un aspecto de asombro brilló en sus fieros ojos negros.
—Tienes mucho interés para mí —respondió Lucano.
Hizo una señal a Ramus para que sirviese más vino. Antonio dio las gracias a Ramus, y Lucano se sintió más asombrado aún.
Antonio retiró la mirada del mar y miró al fondo de la copa que sostenía en sus manos. Luego dijo:
—Por mucho tiempo he vivido en Cafarnaúm. Allí estaba destinado hasta que en respuesta a mi solicitud, fui llamado a Roma. Debes comprender, Lucano, que los judíos son muy parecidos a los romanos. Tienen el mismo orgullo, son tan obstinados como nosotros y aman a su país; son también muy agudos a la vez que muy religiosos. Comercian y rezan, son excelentes tratantes y dan limosnas a los pobres.
—Sí —dijo Lucano con una sonrisa tolerante—, te comprendo. Mi padre adoptivo era también así; decía a menudo que los romanos y los judíos son muy parecidos.
Antonio asintió.
—Los judíos me detestaban y detestaban a todos los romanos pero ¿acaso los hermanos no se detestan unos a otros? Sin embargo, a lo largo de los años nos hemos hecho excelentes amigos. No solamente aprendí el arameo vulgar, sino el hebreo de los sabios y algunas veces me visitaban, aunque no con mucha frecuencia, y me hablaban de muchas cosas. Ayudé hace unos cuantos años a construir una sinagoga, puesto que los que viven en Cafarnaúm son muy pobres y las sinagogas eran muy necesarias. No soy pobre; puse mi propio dinero en la construcción de la sinagoga. Sí, éramos amigos, nos amábamos unos a otros, los judíos y yo. Mi hija mayor se ha casado con un joven erudito judío y vive con él en Jerusalén y tienen tres niños. Son preciosos —añadió y sus ojos se humedecieron.
Lucano le escuchaba con cortesía, pero empezaba a estar un poco aburrido. El centurión tenía un aire pesado y Lucano recordó que los soldados viejos están cansados y son dados a cuentos fantásticos que encuentran, mirando hacia atrás, muy portentosos.
—He dejado a mi criado con mi hija y su familia —dijo Antonio contemplando la copa—, pero debo decirte algo acerca de mi criado porque es importante. Era el amigo de mi infancia, era esclavo; nos queremos como hermanos. Cuando me enrolé en el ejército mi padre me regaló el esclavo y yo le liberté, porque le amaba entrañablemente. Se llama Cretico, tiene cincuenta años, dos años más joven que yo, nunca fue un esclavo para mí, Lucano —y el centurión alzó los ojos como si desafiara al griego.
—Nadie es realmente esclavo —dijo Lucano.
Antonio fijó sus ojos penetrantes en el griego.
—Recordarás que los griegos tienen una tradición. Ofrecen una libación al Dios Desconocido antes de beber.
—Sí —dijo Lucano, y su corazón se estremeció—. Así lo hacía mi padre.
Antonio alzó la copa hacia Ramus solicitando más vino, pero cuando le fue servido no lo tocó con sus labios. Miró ante él, hacia el espacio, hacia el cielo escarlata, y luego dijo con voz muy suave:
—Yo he visto al Dios Desconocido.
Lucano frunció el ceño. El hombre empezaba a fastidiarle. Sabía algo acerca de aquellos romanos supersticiosos, que pretendían ser realistas. No había ningún santuario, en ninguna parte del mundo, dedicado al más oscuro dios oriental, griego o africano, que ellos no visitasen, afectando despreciarlos. Pero siempre estaban allí; dejaban su dinero en los santuarios, cubriéndose de amuletos.
—Sí —dijo Antonio, y su voz tembló—, he visto al Dios Desconocido. Pero ahora ya no es desconocido. Mis ojos le han visto a distancia. Y esto ocurrió hace pocos meses. Debes creerme —dijo con tono implorante, viendo el rostro contrariado de Lucano.
—Sin duda te creo —dijo Lucano volviendo su rostro hacia el centurión.
Su dorado cabello, que blanqueaba en las sienes, prestaba un halo a su noble cabeza. El sol poniente parecía quedar apresado en sus helados ojos azules.
—¡Yo lo creo! —exclamó el centurión con voz poderosa—, y debes escucharme, no debes dudarlo. Es un imperativo que me creas, que todos los hombres crean.
Lucano murmuró algo con disgusto. Pero su dolor se hacía cada vez más profundo en su corazón floreciendo como una enorme flor roja sin que él supiese por qué. Deseó disculparse y marchar, no era emotivo salvo cuando estaba furioso; se sentía molesto ante aquellas impetuosidades, ante aquella ansiosa insistencia poco seria. Se movió inquieto en la silla, pero no podía marcharse sin ser incorrecto. Miró a Ramus y vio el rostro del negro que brillaba como si estuviese en éxtasis. El griego dijo:
—Cuéntame acerca de… ese hombre…
El centurión extendió la mano y cogió el brazo de Lucano; sus ojos brillaban como un fuego oscuro.
—Esto es lo que yo debo decir a todos los hombres: que he visto a Dios, que he estado en su presencia, aunque no me atreví a acercarme a Él demasiado.
—Lo comprendo —dijo Lucano con cansancio—, yo he estado en el Patio de los Gentiles en varias sinagogas. Pero nunca he sido admitido al patio interior, donde se guardan los rollos y donde están los altares. ¿Te han admitido tus amigos judíos a ese lugar aunque está prohibido a los gentiles?
La mano le apretó fuertemente el brazo y el centurión se inclinó sobre él, más cerca y temblando. La luz granate brillaba en todos los rasgos de su rostro, en las concavidades de sus ojos, sobre el perfil de su nariz aguileña.
—Debes escucharme. No, no he sido admitido hasta el altar, ni hasta los rollos, pero he visto a Dios y esto ocurrió hace pocos meses. —Alzó las manos en un gesto de solemne juramento—. Te juro que lo he visto con estos ojos, y he oído su voz.
Este hombre está loco, pensó Lucano.
El centurión tocó sus ojos con los dedos.
—Con estos ojos —exclamó, y repentinamente una lágrima brilló en sus mejillas.
Ramus permanecía junto a él y la respiración del negro se hizo rápida mientras sus propios ojos empezaron a brillar.
—Lucano —dijo el centurión con tono de gran urgencia en su voz—, sin duda recordarás que los judíos han esperado durante muchos siglos que el Mesías naciese entre ellos como rey. Pues bien, ha nacido y está en la tierra de Israel, ahora. Yo había oído hablar de Él antes de que viniese a Cafarnaúm; es joven en la carne, sin embargo, quizá no sea tan joven. Corren muchos rumores, ha realizado muchos milagros.
La boca de Lucano se cerró con fuerza y el color desapareció de su rostro. De repente se le ocurrió una idea, Dijo fríamente:
—Creo y comprendo. Tengo una amiga, una mujer, que me ha hablado de esos judíos hacedores de milagros, de esos místicos. Mucho antes de que los médicos griegos comprendiesen, que a menudo una mente enferma infecta el cuerpo, los judíos se habían dado cuenta de ello. Por lo tanto los hacedores de milagros, liberando y sanando las mentes enfermas, pueden restaurar la salud al cuerpo. Esto no es nuevo, Antonio, no es ni siquiera un milagro, aunque no sabemos, actualmente, lo que es la mente, ni podemos explorar sus misterios con escalpelos o la sonda.
Se sintió invadido por un extraño terror. No deseó oír más. Pero Antonio aferró de nuevo su brazo y el rostro del soldado estaba trémulo a causa de una profunda emoción.
—Lucano, sé todo acerca de las tradiciones y creencias de los judíos. He vivido en Judea por largo tiempo y mis amigos han confiado en mí. Este hombre no es un simple hacedor de milagros. Es el Mesías, es Dios. ¿Crees que yo sólo creo esto? No, multitudes de judíos creen en ello, puesto que su primera aparición ha tenido lugar entre su pueblo para exhortarlo.
—Los judíos son un pueblo muy excitable —murmuró Lucano. Podía oír el latido de su corazón en los oídos. Cuántos recuerdos se agolparon ante sus ojos y los cerró para no verlos. Añadió desesperadamente—: Cuando la mente queda bajo el poder de la histeria, el cuerpo enferma, todos los médicos comprenden esto.
El centurión sonrió con infinita dulzura.
—No es un médico. Sus seguidores lo llaman Rabí, es decir, Maestro. He conocido a muchos de estos rabíes, hombres devotos, que pueden curar por medio de la oración y que han pasado sus vidas enseñando al pueblo y consolándole.
El enorme sol rojo se hundió en el mar y los marineros aparecieron con linternas que empezaron a colocar en diversos lugares de la cubierta. Una brisa fresca se levantó, las velas se hincharon y el barco empezó a deslizarse sobre el purpúreo mar.
—Pero este Rabí no es como los que le han precedido —dijo Antonio con voz conmovida— es el Dios Desconocido de los griegos, de los egipcios, antes que ellos, de los babilonios y caldeos, antes que los egipcios; es el Mesías. ¿Que cómo lo sé? Cuando oí hablar de él a los amigos que me visitaban procedentes de Jerusalén y Cesárea, supe inmediatamente quien era. ¡Debes creerme!
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Lucano con tono ausente.
El centurión golpeó su pecho con el puño cerrado.
—¿Cómo conoce un hombre la verdad, excepto experimentándola? Lo sabe en lo íntimo de su corazón.
Dejó caer el puño sobre su rodilla y suspiró.
—Te he hablado de Cretico, mi amigo, mi liberto. Se puso enfermo, no de la mente, sino del cuerpo. Lo envié a los mejores médicos para que lo curasen, no escatimé dinero, ni esfuerzos. Permanecí sentado junto a su cama durante muchos días y él no me conoció; vomitaba sangre; sus excreciones eran sanguinolentas, la sangre cubría toda su piel; sus ojos estaban congestionados, tenía los labios resecos y su carne se marchitaba día a día hasta que se quedó como una sombra.
Lucano se estremeció, ¡la enfermedad blanca! ¡La asesina, incurable y terrible enfermedad para la que no había cura! ¡La enfermedad que había matado a Rubria y había, al morir ella, matado su espíritu! Miró con ojos dilatados al centurión y se humedeció los labios, puesto que estaban fríos y rígidos.
—Me dijeron que Cretico tenía que morir —dijo el centurión— y que no había remedio para su enfermedad. Cualquier hora, día o semana, moriría.
—No hay cura —dijo Lucano con voz sombría bajo la luz de las oscilantes linternas.
El centurión asintió y sus ojos se iluminaron como si estuviesen llenos de lágrimas.
—Pero —dijo suavemente— Cretico fue curado instantáneamente.
—¡Imposible! —exclamó Lucano.
—Imposible para el hombre, Lucano, pero no imposible para Dios. Cretico fue curado en un instante y se levantó de la cama, sus mejillas llenas de vida y salud, me abrazó y me dijo: «Él me tocó las manos durante el sueño y me dijo que me levantase y dejase la cama».
—¿Qué hizo? —preguntó Lucano—. ¿Qué es lo que estás diciendo?
—Te lo he estado diciendo. Era el Dios Desconocido. Perdóname, soy tan sólo un tosco soldado. Carezco de elocuencia; cuento mi historia pobremente. He dicho que mis amigos judíos me trajeron rumores del Mesías. Un día vino a Cafarnaúm. Mis criados corrieron a decirme que el extraño Rabí judío había llegado a nuestra ciudad y que se decía que era el Mesías. Tres de mis amigos, ancianos judíos, estaban sentados conmigo para consolarme, porque Cretico estaba muriendo, respiraba lenta y entrecortadamente y de su garganta salía un ronquido sordo; tenía los ojos en blanco y velados. El frío estremecimiento de la muerte se había apoderado de él. Un quejido profundo surgía del fondo de su cuerpo. El médico acababa de salir moviendo la cabeza. —El recuerdo de aquello hizo que la voz del centurión temblase—. Pedí a mis amigos, los ancianos judíos, que fuesen a Él y le rogasen que curase a mi siervo, a mi amado Cretico. Acudieron a Él hasta el lugar donde estaba predicando al pueblo y le dijeron que sería una buena obra que curase a mi criado, le instaron para que acudiese a mi casa. Los ancianos le dijeron que yo había construido su sinagoga y que era amigo suyo. Por lo tanto, rodeado por sus seguidores y gente del pueblo, y acompañado por los ancianos, se encaminó hacia mi casa.
Las linternas se balancearon en el frío anochecer y la luna iluminó las altas velas del barco con una cascada de luz argentina. Lucano olvidó a Ramus, olvidó todo excepto aquella increíble historia.
—Les que oí llegar —continuó el centurión con voz que ronca y pausada—. Supe que Dios venía a mi casa y me di cuenta de que no era digno de que Él se acercase a mi umbral. Salí corriendo del dormitorio, me alejé de la casa. El sol iluminaba la escena desde lo alto del cielo y le vi. ¡Con estos ojos le vi! Lucano, has de creerme. El polvo amarillento brillaba sobre la gente y sobre Él, que estaba en medio del grupo destacándose sobre ellos, era un joven de rostro hermoso y el polvo formaba un halo sobre su cabeza. Vi sus ojos azules como el cielo, vi su sonrisa y estuve seguro de que Él era Dios. Mis piernas se estremecieron. Me parecía que los cielos y la tierra ardían encima y a su alrededor. Extendí mis brazos para evitar que se acercase más, porque yo no era digno de su presencia; incliné la cabeza porque era un sacrilegio que yo le mirase. Luego le dije: «Señor, soy un hombre que tiene autoridad, romano, y tengo soldados bajo mis órdenes y si digo a uno de ellos “vete”, va y si ordeno a otro que venga, viene. Todo cuanto yo mando se hace al instante. Por lo tanto, Señor, di una palabra y mi criado será curado».
Lucano empezó a temblar. Unió las manos con fuerza. La brisa del atardecer parecía hielo que golpease sus mejillas. Se dijo a sí mismo: «¡No, no es posible!».
—Y entonces —continuó el centurión casi en un susurro—, le oí hablar. Su voz parecía descender del cielo y subir de la tierra a la vez. Luego dijo al pueblo que le rodeaba: «No he encontrado tanta fe ni siquiera en Israel». Y cuando abrí los ojos, Lucano, se había ido y con Él la gente. Sólo mis amigos quedaron allí y cuando entramos en la casa encontramos a mi criado curado.
Por encima del sonido de la brisa nocturna y el chasquido de las velas, Lucano oyó el eco de apagados murmullos. Miró a su alrededor sorprendido. Ramus ya no estaba allí. Se puso en pie y luego tuvo que apoyarse en la silla, porque sus rodillas no podían sostenerle. Miró al centurión incapaz de hablar.
—Debes creerme —repitió el centurión—. Mírame y cree que no miento. Tú sabes que no miento, curó a mi criado y transformó mi alma.
Lucano giró sobre sus talones y sé alejó de allí.