35

El procónsul romano de Atenas era un joven ambicioso y expeditivo. Nunca había sido soldado. Pertenecía a una gran familia romana y había cometido algunas indiscreciones que hicieron necesario, para la familia, usar su dinero e influencia a fin de alejarlo de Roma por algún tiempo. Había estudiado leyes y era muy inteligente.

Lucano, durante toda aquella semana, había usado continuamente el nombre de su padre adoptivo ante el procónsul, reclamando justicia. El procónsul, aunque admirara el aspecto de Lucano, su inteligencia y fortaleza, empezó a considerar al griego un pesado. No había duda de que Lucano era un caballero, y el procónsul, como caballero también, se sentía inclinado a prestarle atención y escuchar con gravedad. Pero el asunto era poco importante. El procónsul apoyó su elegante codo sobre la mesa y miró a Lucano con amabilidad. Tras él, en su oficina, las banderas de Roma colgaban majestuosas, y los soldados hacían guardia sosteniendo las faces coronadas por las águilas imperiales.

—Mi querido Lucano —dijo el procónsul con la más suave de las voces—, comprendo, como te he dicho antes, tu vejación. El rico campesino en cuestión se siente arrepentido. Está dispuesto a pagar las reparaciones de tu casa. ¿Qué más puedes pedir? Está ansioso por conseguir tu perdón y dispuesto a pedirlo en público. Admite que su esposa intentó abortar por su cuenta. Se arrodillará a tus pies. Seamos razonables.

Lucano le miró con toda la poderosa concentración de sus curiosos ojos azules.

—Deseo que sea castigado. Quiero que se le condene a un largo período de prisión. ¿Para qué sirve su penitencia a mi amigo Ramus, que ha quedado ciego? ¿Acaso sus lágrimas le devolverán la vista y curarán sus heridas y descalabros?

—Eres un testarudo. —Suspiró el procónsul, y ofreció a Lucano una copa de vino que el griego rechazó con un gesto de desprecio—. Consideremos el asunto, Lucano. Tu criado, un negro, un esclavo…

—Te he dicho mil veces que no es mi esclavo —exclamó Lucano—. Es cierto que fue maliciosamente acusado de algunas necedades y encerrado en la prisión y que yo le compré después. Pero ya te he enseñado los papeles que atestiguan la libertad que le concedí. ¿Cómo puedes pedirme que acepte el arrepentimiento del campesino en su favor? Si hubiese injuriado mi persona puede que hubiese llegado a perdonarle. Pero no tengo derecho a ofrecer semejante perdón en nombre de mi amigo, que no solamente es mudo, sino que ahora ha quedado ciego. ¿Dónde está la justicia romana? —continuó amargamente—. He oído hablar de la ley romana toda mi vida. Mi padre adoptivo la reverenciaba: igualdad de justicia para todos los hombres. ¡Qué ironía, qué mentira!

El procónsul volvió a suspirar.

—Tu criado no sólo es negro, sino un bárbaro. El campesino es un ciudadano de Grecia, aunque privadamente yo creo que todos los griegos son unos indeseables. Hablo de los griegos actuales que viven de la reputación de sus grandes hombres antiguos, devorando su gloria como los que quiebran y devoran sus caudales. Permíteme que te lea una regla de Gobierno.

Y cogió un rollo de papel del que leyó:

«Un ciudadano de Roma o un ciudadano de cualquier país bajo la jurisdicción de la Pax Romana, tiene derecho a la dignidad, recurso a la ley y justicia por sus iguales». Pero tu bárbaro criado es un hombre de origen poco claro, no es ni siquiera egipcio. Carece de antecedentes. Es un hombre de color, no un hombre blanco. ¿Y me pides que castigue a un rico ciudadano de Grecia que envía regularmente sus impuestos a Roma y que es amigo de los políticos griegos, enviándole a la prisión? Hay que ver estas cosas dentro de un marco de referencia, sin perjuicios y con sentido común. ¿Has considerado lo que pensarían los ciudadanos de Atenas de una sentencia de prisión impuesta a este sencillo campesino que creía sinceramente que Ramus producía el mal de ojo?

—¡Malditas sean tus reglas y regulaciones! —gritó Lucano dando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Qué es la ley si se opone a la justicia? Abogados y jueces son asnos nefastos a quienes habría que considerar sospechosos. Pido justicia para Ramus: es un hombre y ha sido herido casi mortalmente por otro hombre. Si yo no hubiese llegado a tiempo habría muerto. ¿No tiene derechos como hombre, cualquiera que sea su origen? ¿Ha de ser ultrajada su humanidad? —Respiró profunda y furiosamente—. ¡Qué importa Atenas! Nunca volveré aquí, donde la misericordia se paga con el odio.

El procónsul sonrió con sonrisa tolerante.

—Tu marcha no disgustará a los doctores atenienses, que se sienten muy dolidos contra ti. Dicen que les has privado de sus pacientes que les pagaban una cuota. Consideran que les has perjudicado ofreciendo tus cuidados gratis. Los pacientes esperan siempre tu regreso.

—Sólo he ayudado a aquéllos que no podían pagar…

El procónsul se encogió de hombros.

—¿Quién se preocupa por un ganado tan irresponsable? Además —y empezó a toser—, tengo informes de que algunas veces has aceptado a pacientes ricos, casos desahuciados que podían pagarte valiosos honorarios.

Lucano volvió a golpear sobre la mesa. Estaba sofocado y colérico. El procónsul volvió a toser.

—No he querido llamarte la atención sobre el asunto, pero los doctores me han estado diciendo que practicas la magia y la brujería y esto constituye una ofensa seria.

Lucano quedó anonadado.

—¿Pretendes afirmar que los médicos de Grecia, esos médicos modernos, dan crédito a tales supersticiones bárbaras?

—¡Oh!, debes saber que van a los oráculos de Delfos y además todos los hombres son supersticiosos, Lucano, incluso los médicos. Una de las quejas, en particular, habla de un rico mercader que padecía cáncer y a quien habían pronosticado que le quedaba menos de un mes de vida. Tú le has curado.

—Conozco al mercader. Se llama Calías. El caso ocurrió hace dos años. Le dije que sus médicos tenían razón, pero le di una medicina para disminuir sus dolores. Está muerto, estoy completamente seguro.

—No está muerto. Vive, está sano y se ha retirado a sus posesiones en Cos.

Lucano no podía creer aquello.

—Entonces no es que los doctores estuviesen equivocados, sino que yo también lo estaba. Vino a mí con todo el cuerpo llagado. Es posible que sufriese alguna enfermedad de la piel parecida al cáncer y que todos nosotros nos equivocásemos.

El procónsul movió la cabeza con gesto de duda.

—No. Los doctores tenían razón; tú también tenías razón. Le curaste por medio de la magia y los magos despiertan desconfianza y sospechas, porque se cree que mantienen alguna clase de alianza con las negras fuerzas del mal.

—He oído muchas veces cosas ridículas antes de ahora, pero ésta es la peor. Lo que ocurre es que los doctores están resentidos contra mí. ¿Qué hay acerca de ésos que no pueden pagar las tarifas que ellos imponen? ¿Han de morir por falta de cuidados?

—Honro tu compasión, Lucano, aunque la deploro. Debo decirte que el campesino arreglará el mal que ha hecho, pero debes olvidar el daño realizado a tu criado. Castigar al campesino significaría para mí poner toda Atenas en contra de mí, y la política de Roma, la política de Tiberio César, nuestro divino Emperador, es mantener la paz en las provincias a toda costa.

—¿Has pensado alguna vez que un acto de justicia romana inspiraría respeto en Grecia, el lugar donde ha sido inventada la democracia? ¿Has oído a la gente despreciar a Roma como lo he oído yo? No es que ellos practiquen la democracia, pero como todos los hipócritas pretenden reverenciarla. Declárales que todos los hombres tienen los mismos derechos ante la ley…

—¿Incluso un esclavo, un negro, un criado, que fue estúpidamente herido por un griego? ¿Qué es tu criado?

Lucano rechinó los dientes. La discusión había sido igual durante días y siempre terminaba de la misma manera. Contempló distraídamente sus manos. Llevaba siempre el anillo de Diodoro y el que Tiberio le había dado. Nunca había pensado en ellos. Pero en aquel momento su rostro enrojeció y se sintió excitado. Se quitó el anillo de Tiberio y le hizo rodar por encima de la mesa.

—Mira este anillo —exclamó—. Te juro por todos los dioses que el propio Tiberio, que honraba a mi padre y a mí, me lo dio para que lo usase siempre que fuese necesario. ¿Lo dudas? Escribe a Plotio, el capitán predilecto de los pretorianos en el palacio imperial; es amigo mío y puedes preguntarle. Tiberio le ama como a un hijo y confía en él más que en ningún otro hombre. Para mí es casi un hermano.

El magnífico anillo quedó sobre la mesa, brillante y desprendiendo fulgores, y el procónsul, que sentía gran afición por los anillos, supo al instante el enorme valor de la joya y quedó boquiabierto. Se sintió aterrorizado. Cogió con reverencia el anillo y lo examinó con asombro.

—Si no haces justicia con ese campesino —dijo Lucano, que despreciaba a aquéllos que usaban nombres e influencias—, entonces le enviaré este anillo al César y le pediré que aplique su propia justicia, porque él no permitirá que sea humillado y mis peticiones rechazadas sin consideración.

El procónsul mantuvo el anillo en su mano como quien sostiene algo santo, y luego dijo con voz temblorosa:

—¿Por qué no me dijiste esto antes, noble Lucano?

—No pensé en ello. No pensé que un oficial romano necesitase el nombre del César para cumplir con su deber. —El rostro de Lucano reflejaba desprecio—. Mi padre adoptivo era un hombre noble y un tribuno justo, pero los de su clase ya no existen. No hubiese necesitado la influencia del César para moverse.

El procónsul se humedeció los labios con la lengua. Se levantó manteniendo aún el anillo en su mano, hizo una reverencia a Lucano y le pidió perdón. Luego volvió a colocar el anillo en el dedo del griego. Después, volviéndose hacia los soldados dijo con voz furiosa:

—Arrestad a ese canalla inmediatamente, metedlo en una prisión y que espere allí mi benevolencia. ¿Ha de pensar un romano para cumplir con su deber? ¡Vamos, moveos! ¡El noble Lucano ha sido insultado imperdonablemente por un simple campesino y yo le vengaré!

—No quedarás sin venganza —dijo Lucano a Ramus mientras se preparaba a retirar los vendajes de sus ciegos ojos—. Ayer he oído cómo el procónsul romano ordenaba la detención del esposo de Gata, que será entregado a la justicia.

Empezó a quitar las vendas con suavidad, Pero Ramus apartó la cabeza y sus gruesos labios se fruncieron. Lucano retrocedió y se sintió abrumado cuando vio que una lágrima se deslizaba por debajo de los vendajes.

—¿Qué pasa? —preguntó consternado.

Ramus cogió su mano moviendo la boca silenciosamente, pero con desesperación.

—No llores —dijo Lucano asustado—; no estropees lo que pueda haber quedado de tus ojos.

La elegante habitación que Turbo había destinado a sus huéspedes relumbraba con la luz del sol. Lucano hizo un gesto con la cabeza porque no comprendía en aquel momento. Corrió las cortinas de las ventanas. Luego recordó, con un nuevo estremecimiento de su corazón, que Ramus no vería más la luz del sol. Se volvió hacia su criado y le vio secarse las lágrimas. Colocó una mano sobre la cabeza del negro y repitió con voz débil:

—No llores. —Luego, en voz más alta, continuó—: ¿Crees que encuentro placer en saber que ese campesino que ha destrozado tus ojos debe sufrir? ¿No comprendes que tan sólo deseo que aprenda que no puede hacer cosa así a los inocentes, que no puede avasallar con impunidad el hogar de un hombre y herir a aquéllos que no le han hecho nada? Será mejor después de algunos latigazos y algún tiempo tras las rejas. La ley es la ley.

Se dirigió de nuevo hacia Ramus que cogió su mano otra vez. Turbo entró en aquel momento en la habitación con expresión de sencilla alegría.

—¡Ah!, te quitaran hoy las vendas —dijo, y palmeó las espaldas de Ramus al pasar.

Miró significativamente a Lucano e hizo una reverencia. Parecía abrumado.

—Señor —murmuró en voz baja—, el procónsul romano en persona espera para cambiar unas palabras contigo.

—Condúcele aquí —dijo Lucano—. Quiero que vea por sí mismo lo que puede ser hecho bajo su jurisdicción y lo que no puede ser arreglado con demandas insistentes.

Su tono de autoridad hizo que Turbo volviese a inclinarse ante él.

—Le serviré mi mejor vino —exclamó—, y vino para sus centuriones en el patio —vaciló un momento—. ¿Crees que el noble procónsul honrará esta casa?

—El procónsul romano —respondió Lucano secamente— apreciará cualquier cosa de valor.

Lucano olvidó al procónsul. Con un tacto ligero como una pluma empezó a retirar las gruesas vendas de aquellos ojos maltratados. Trató de no ver las lágrimas que se deslizaban por debajo de los vendajes. Esperaba que se hubiese cicatrizado la herida, que no hubiese infección, pero suspiró sabiendo que la luz de la penumbra revelaría unos ojos hundidos, los párpados marchitos, las pupilas destruidas para siempre.

—¡Ah! —murmuró—. Si pudiese darte uno de mis ojos, mi querido Ramus. Yo mismo me lo sacaría de su cuenca y te lo daría. Tan sólo ruego que desde ahora en adelante no sufras ningún dolor y que puedas resignarte.

—La resignación con fortuna, aunque sea sin ojos, puede ser una recompensa —dijo una voz agradable a espaldas de Lucano y al volverse, el médico vio al procónsul que sonreía gratamente—. Saludos, noble Lucano. Te traigo excelentes noticias.

—Bien —respondió el médico frunciendo el ceño y volviendo a su trabajo—. Verás que esto es muy delicado. Espero que los ojos de Ramus se hayan curado y que no exista infección.

El procónsul adoptó una postura cómoda y se pellizcó los labios mientras contemplaba al negro. Todo aquel furor por causa de un miserable apátrida que apenas si era algo más que un esclavo. Parecía imposible comprender a aquellos griegos. Naturalmente que se podía recordar a Tucídides, Jenofonte y Esquilo, que consideraban a todos los hombres valiosos y a Dios amante y misericordioso para con sus hijos. Pero aquello era sólo filosofía. Los hombres tenían que tratar con la ruda realidad de la vida. Tan sólo en momentos de abandono, con un vino como aquél, uno podía expresar nobles palabras de alabanza a la virtud y felicitarse después de la propia sensibilidad.

—Ah, sí —dijo—. He entregado al campesino a la justicia, mi querido Lucano. Los magistrados me han informado hoy de que cuando sea presentado ante ellos ordenarán su ejecución. Más aún, si esto complace a tu criado sus tierras y dinero serán confiscados y entregados a la víctima como compensación.

Lucano se enderezó violentamente y Ramus, que yacía en la cama, se sentó al instante sobre ella agitando las manos.

—¡Ejecutarlo! —exclamó Lucano—. Te he pedido justicia, pero no asesinato.

El procónsul, que no estaba acostumbrado a que le hablasen de aquella forma y mucho menos un griego, frunció el ceño con una mirada formidable dirigida a Lucano.

—No me hables de esta forma, hijo adoptivo de Diodoro Cirino —dijo con tono helado—. Puede que tú seas médico y ciudadano de Roma y el heredero de una fortuna romana, según me informaron ayer, pero yo… ¡yo soy romano!

—¡Y yo soy hombre! —exclamó Lucano con el rostro enfurecido—. ¿Qué es un romano, después de todo, sino también un hombre? Tendré que presentarme ante los magistrados. Diré lo que debo decir: que la justicia debe ser temperada por la misericordia.

El procónsul sonrió, y de nuevo volvió a beber vino de su copa.

—Fuiste tú, mi querido Lucano, quien me persiguió como una sombra y quien pidió castigo para el campesino. Ahora te retiras.

Lucano se retorció las manos; miró a los ojos burlones del procónsul y se sintió poseído por la angustia.

—Sí —dijo—; he pedido justicia, creyendo que consistiría en unos cuantos latigazos y unas semanas en prisión, pero esto es monstruoso.

El procónsul alzó las cejas bajo la visera de su bien forjado yelmo.

—Atiende a tu criado —dijo—. ¿No te das cuenta que está tirando de tu brazo? Sin duda que un hombre tan valioso no debe ser descuidado.

Se inclinó contra una columna de ónice; sus ojos brillaban con ironía. Lucano le miró durante un momento y luego prestó atención a Ramus, a quien obligó a echarse de nuevo sobre el lecho.

—Ten calma —dijo con severidad—, no debes luchar. Esto puede ser doloroso, pero el dolor durará poco.

Miró hacia atrás al procónsul.

—Te ruego que esperes hasta que haya terminado esto.

—Tengo a veinte griegos insistentes esperando —dijo el procónsul—. Esto no importa, desde luego. Es una casa encantadora. He estado investigándola. ¡Ah, que tiempos estos en los que los esclavos, campesinos y hombres de manos toscas pueden adquirir tales delicadezas!

Lucano no contestó. El último vendaje empapado en sangre estaba ahora bajo sus delicados dedos. El procónsul, repentinamente interesado, alargó el cuello. Lucano respiró profundamente, luego retiró la última tela. Por un momento cerró los ojos a fin de no ver la terrible ruina. El silencio le rodeó y su frente quedó perlada de sudor. Nadie se movió, y luego el procónsul exclamó:

—¡Pardiez! Nada hay estropeado en los ojos del esclavo. ¿Qué clase de broma es ésta?

Los ojos del médico se abrieron por completo. Miró a Ramus que le sonreía radiante. Unos grandes y límpidos ojos negros brillaban ante él carente de todo mal. Lucano, temblando, se inclinó sobre el negro y limpió las pequeñas manchas de sangre. No podía creerlo. Era increíble. Cogió a Ramus por la barbilla con sus sudorosos dedos y le movió la cabeza de un lado a otro. Luego corrió hacia la ventana y separó de un tirón los cortinajes. Le temblaban las rodillas. Volvió a la cama y contempló incrédulo los ojos que se elevaban hacia él.

La habilidad médica no podía haber conseguido aquello. De nuevo se había equivocado. Recordó la peste, el cáncer de Calías, los otros casos extraños que había curado y aquél que tenía ante sí. Gritó a Ramus:

—¿Puedes verme? ¡En el nombre de Dios!, ¿puedes verme, amigo mío?

Ramus asintió. Alargó la mano y tocó la de Lucano y una luz pura parecía brillar en su rostro. Luego alzó el borde de la túnica de Lucano y lo besó, como quien besa la túnica de un dios, apoyando su cabeza sobre la cintura del médico, como si él fuese un niño.

—Te aseguro —dijo Lucano con los labios resecos— que lo vi con mis propios ojos. Soy médico, estaban destrozados, rotos, sangrantes. La pupila había quedado reducida a nada, el fluido vital se había derramado. ¡Estaba ciego!

El procónsul dejó de sonreír. Se retiró unos pasos hacia atrás y contempló a Lucano con miedo. El médico se sintió frenético.

—¡Estaba ciego! ¡Sé lo que es la ceguera cuando la veo! ¡Esto no puede haber ocurrido!

—¡Brujería! —murmuró el romano retrocediendo más. Tosió. Miró el anillo de Tiberio en la mano del médico y se detuvo. Luego dijo—: Mi querido Lucano, sabes lo sensitivos que son los griegos para la brujería. Te aconsejo que abandones Atenas tan silenciosamente como te sea posible. Como romano estoy por encima de las supersticiones, pero debo administrar esta tierra y no quiero tener problemas.

La cabeza de Lucano era un torbellino confuso, lleno de ruidos y rayos de luz. Fue hacia el procónsul e hizo ademán de abrazarle, pero el romano, aterrorizado retrocedió.

—El campesino —dijo Lucano—. ¿Qué le pasará al campesino, después de haber cometido yo esta terrible equivocación?

—Aconsejaré su libertad después de un mes de prisión por asaltar a la persona del criado de Lucano, injuriar su casa e incitar a la rebelión —dijo el procónsul.

Y huyó. El ruido de sus veloces pasos despertó ecos en la casa. Turbo entró después atemorizado.

—Señor —dijo con humildad—, el noble procónsul salió corriendo de esta casa como si las furias fuesen tras él. ¿Le has ofendido en algo?

—No —dijo Lucano distraído. Señaló a Ramus—; es que no está ciego, Turbo. Me he equivocado terriblemente. No soy un buen médico, cometo demasiados errores, pero me siento muy feliz.

Turbo se acercó a Ramus y contempló sus ojos sonrientes. Luego miró a Lucano. Ramus se levantó del lecho, juntó las manos sobre su cabeza, las llevó luego hacia el pecho y se postró a los pies de Lucano.

—Mi pobre amigo —dijo Lucano emocionado—. Te he causado muchos días de sufrimientos porque te dije que estabas ciego. Te ruego que me perdones.