Lucano contó a Ramus su búsqueda del muchacho Arieh que, si aún vivía, tendría doce años.
—Nunca he visto a un muchacho de esa edad sin que le mirase su dedo meñique —dijo—, tanto en la calle, en el ágora de Atenas, los templos, entre mis pacientes e incluso en las callejuelas y caminos del mundo que conozco. Pero sin duda está muerto; quién le robó estaba lleno de maldad y malicia contra Eleazar ben Salomón que nunca había herido a ningún hombre y que había hecho su fortuna con justicia. —Permaneció un rato pensativo—. ¿Por qué debe el hombre odiar a su prójimo por envidia o porque no son de su raza o de su color? Esta pregunta ha sido hecha durante miles de años; se petrifica y ensombrece de tanto preguntarla. Es la tragedia del hombre.
Hablaba a Ramus como nunca había hablado a otro hombre, ni siquiera a Keptah, Cusa o José ben Gamliel. Los primeros le habían enseñado y aconsejado y él había sentido una especie de rebelión; el segundo le había enseñado con amor, le había considerado un poco tonto. El último había intentado conducirle apasionadamente a Dios cuando su corazón sentía mayor amargura. Pero Ramus le sonreía y cruzaba sus manos.
Explicó a Ramus que no cuidaría de los ricos y hombres de posición porque podían permitirse tener sus médicos y podían pagarles grandes sumas. Pero el tiempo le había enseñado alguna agudeza: había descubierto que con mucha frecuencia, campesinos prósperos, no deseosos de pagar cuotas altas, acudían a él para que les curase por caridad. Lucano dijo:
—Cuando descubro quienes son, y he adquirido un sentido oculto que me sirve muchas veces para hacer este descubrimiento, les hago pagar, aunque el precio sea pequeño. ¿Por qué me privan del tiempo cuando pueden permitirse llamar a otros médicos y otros necesitan mi ayuda? Trato a los ricos sólo cuando acuden a mí desesperados, cuando han sido desahuciados por sus propios médicos.
Ramus, el día que Lucano dijo esto, cogió una tableta y escribió: «Pero todos los hombres sufren y es bueno ayudarles». Lucano le miró con un sombrío gesto de asombro; ante él tenía a uno que había sido atormentado por los hombres y sin embargo les compadecía.
Un día, cuando ya se acercaba el momento en que Lucano debía volver a embarcarse, una magnífica litera llevada por seis hermosos esclavos negros, se detuvo ante su puerta y el que dirigía el grupo, que hablaba un griego elocuente, le rogó que visitase a su dueño, que estaba a las puertas de la muerte y había sido abandonado por otros médicos. Lucano deseó rehusar; estaba muy cansado aquellos días; las colas de desgraciados se formaban ante su casa al amanecer y permanecían allí hasta la puesta del sol; luego dijo:
—Si los médicos de tu dueño le han abandonado, yo, que trato las peores enfermedades en los barcos y en las ciudades, no puedo ayudarle. —Después su curiosidad de médico se agudizó en él y preguntó—: ¿Qué es lo que aqueja a tu dueño?
—Se muere por todas partes; sus hijos están desesperados, han oído hablar de ti, y desean pagarte una enorme suma por tu ayuda.
Lucano consideró aquellas palabras. Había gastado mucho de la herencia que le había dejado Diodoro en obras de caridad; en aquel momento tenía muy poco dinero. Empezó a mover su cabeza. Por lo menos una docena de hombres, mujeres y niños sufrientes esperaban en su jardín; algunos tumbados sobre el suelo, otros echados sobre el banco o postrados ante su misma puerta. Pero Ramus tocó su brazo e hizo un gesto un tanto malicioso. Lucano miró a sus pacientes; muchos de ellos sufrían enfermedades crónicas; Ramus, que había aprendido mucho con Lucano y que también tenía un misterioso poder de curación, podía examinar y tratar algunos de aquellos pobres desgraciados.
—Espero que no me ocupe más de una hora —dijo Lucano un tanto contrariado.
Entró en la litera y se alejó de allí. Pero a pesar de todo, su curiosidad se sentía agudizada. La litera se deslizó rápidamente a través de las iluminadas calles de Atenas, luego se apartó de la sección más poblada hacia unos agradables viñedos, jardines y blancas paredes sobre las que asomaban sonrosados ramos de flores. Se detuvo ante una puerta de hierro muy bien trabajada que representaba a Apolo y sus enigmas, y un esclavo abrió y dio paso a Lucano a un jardín, desde donde pudo contemplar una casa maravillosa.
Lucano contempló la casa con admiración, porque era una villa de escala reducida pero magnífica y exquisita. Los mosaicos del patio eran de color rosa; los pequeños parterres de flores estaban rodeados con azulejos azules. Había sólo una fuente: una pequeña tapa de mármol, llena de agua burbujeante, lirios rosados y una figura de delfín en el centro alzado sobre su cola. De su abierta boca surgía un chorro iridiscente. La propia casa brillaba de blancura bajo el sol, con pequeñas, aunque perfectas columnas de estilo jónico.
Tan impresionado quedó Lucano ante aquella deliciosa visión que no se dio cuenta, al principio, de que tres hombres de edad mediana descansaban juntos en un banco de mármol curvado al otro lado de la fuente, cubiertos por un grupo de mirtos. Iban vestidos con elegancia, con togas blancas, y ofrecían un agudo contraste, porque aunque altos, sus rostros no tenían un aire aristocrático, sino que eran vulgares. Su vista de médico percibió las grandes manos curtidas por el trabajo, los hundidos ojos, el cutis pecoso, graso y moreno, el tosco y encanecido cabello. Observó también que todos llevaban anillos de considerable valor, que sus sandalias eran de piel de la mejor clase. Parecían ricos libertos. Se parecían notablemente uno al otro y comprendió al instante que eran hermanos. El primero, que evidentemente era el más viejo, dijo:
—Saludos. —Luego añadió rápidamente, con voz insegura y monótona, corriente entre los hombres de las clases bajas—. Bienvenido a la casa de mi padre Flegón; me llamo Turbo y éstos son mis hermanos, Sergio y Meles.
Lucano devolvió la reverencia de los dos hombres con un murmullo cortés, sin demostrar que para él la voz de Turbo carecía del elegante acento de un ateniense culto.
Sergio y Meles parecían encantados con que su hermano hablase por ellos, Su pasividad era propia de aquellos acostumbrados a obedecer. Sin embargo, a medida que Turbo continuaba hablando, Lucano comprendió que aquellos hombres poseían una tosca fortaleza y orgullo defensivo. Empezó a sentir simpatía por ellos. Turbo añadió:
—Es nuestro padre Flegón, quien está enfermo. Ha permanecido en su lecho casi durante un mes y hemos hecho venir a los mejores médicos. Pero —y se detuvo un momento—, les echa, declarando que son tontos o sinvergüenzas.
Lucano miró el jardín a su alrededor con admiración y al ver su mirada, los tres hermanos cruzaron miradas y tímidas sonrisas que aparecieron en sus rostros un tanto doloridos.
—Puede apreciarse que no se ha escatimado nada. ¿Cuáles son los síntomas de la enfermedad de vuestro padre?
Los hermanos más jóvenes miraron a Turbo que dijo:
—Declara que está muy débil; mi padre ha sido siempre un hombre que ha dicho la verdad y no ha exagerado. Se queja de todas partes. Su espina dorsal está rígida. No hay ninguna noche, nos jura, que duerma sin dolor, y no puede comer.
—Los síntomas sugerían artritis, aventuró Lucano.
Pero Turbo movió negativamente la cabeza.
—No. Todos los médicos nos han dicho que no es artritis, no tiene hinchazón, deformidad en las articulaciones, ni tampoco rigidez —sus pequeños ojos se achicaron a causa del abatimiento—. No se puede creer a los esclavos, y hay cinco en esta casa. Los he interrogado rígidamente. Juran que mi padre come como un joven, con un gusto secreto. No come en su presencia; tienen que retirarse. Dice que da los alimentos a su gran perro, que nunca le abandona, y que él tan sólo bebe un poco de vino. ¿Hemos de creer a nuestro honrado padre o hemos de creer las palabras de los esclavos?
Lucano se mantuvo silencioso pero inclinó la cabeza con tacto, Luego preguntó la edad de Flegón y le dijeron que tenía setenta y tres años.
—Una buena edad —comentó—, hemos de recordar que los viejos son con frecuencia un poco raros.
Turbo se sintió ofendido.
—La mente de mi padre es tan vigorosa como la de un joven, Lucano, y tan vital como la de un árbol recién plantado. Hasta hace un mes andaba como un hombre en su edad madura, su voz podía ser oída en todas partes y su mano era pesada.
Miró de reojo a sus hermanos.
—Y ahora —dijo, Lucano—, su carne se ha marchitado repentinamente; no puede andar sin ayuda, su color se ha tornado ceniciento y su voz es trémula y débil.
Turbo se rascó una oreja y miró hacia sus pies y los hermanos le imitaron con tanta exactitud que Lucano tuvo que luchar por evitar una sonrisa. En el silencio que siguió podía oír el cántico de las fuentes. Finalmente Turbo, sin mirarle directamente dijo:
—No, no es así. Su color es excelente. Su voz más fuerte que nunca y su carne tiene buen aspecto. Pero ocurre que se queja y asegura que sufre agónicamente. Siempre ha sido un hombre dominador y…
—¿Y…? —dijo Lucano, cuando se detuvo.
—Aún es dominante, lo cual nos anima —la tosca voz había cambiado, excitándose—. Permanece en su cama, no pasea, y su humor… —Lucano esperó, pero Turbo no se sentía inclinado a discutir el humor de su padre—. Tememos de que esté a punto de morir, hemos consultado a los sacerdotes en nuestra desesperación. Él llama a los sacerdotes imbéciles y a nosotros tontos supersticiosos.
El retrato de un imponente e irascible anciano estaba empezando a emerger en la mente de Lucano. Se sintió curioso por ver al paciente y así lo manifestó. Turbo hizo un gesto con su dedo y llamó al esclavo que estaba en la puerta.
—Deseo ver a vuestro padre solo —dijo Lucano.
El esclavo le condujo al interior de la casa que era tan exquisitamente bella en el interior como en el exterior, y había sido construida, proyectada y amueblada por un maestro. De nuevo allí existía el lujo y la belleza en pequeña escala. Lucano pensó que habría sido la villa favorita de algún caballero romano o pompeyano. Recordó la grosería de los tres hermanos y se dijo que su madre posiblemente había sido una mujer de origen bajo, casada con un caballero de Atenas. El médico movió la cabeza y miró las pequeñas habitaciones llenas de luz, los murales en las paredes, la blancura de los techos, el excelente mármol de las columnas, los colores del suelo, el mobiliario de buena calidad.
Fue conducido a un dormitorio inundado por la luz del sol. El suelo pulido cubierto con alfombras persas y lleno de flores. Un anciano corpulento yacía en una cama de marfil tallado, con incrustaciones de oro, y hojas y flores esmaltadas. Junto a él había una mesa de patas de marfil sobre la que descansaba un recipiente de plata lleno de frutas. Pepitas de aceitunas, huesos de ciruelas y corazones de manzanas cubrían una alfombra que un César hubiese admirado. Un gran perro marrón, muy feo y feroz, se levantó gruñendo cuando Lucano entró, y el anciano se sentó repentinamente sobre su cama y miró al médico.
—¿Quién eres tú? —preguntó con tono furioso.
Lucano vio inmediatamente que no era un hombre ateniense culto, ni rico, ni aristocrático. Cuanto había en los rostros de los hijos aparecía en el rostro del barbudo padre y más. Sin embargo, el anciano parecía poseer gran vitalidad; sus hombros y músculos del pecho, sus tensos brazos eran propios de un trabajador fuerte que no hubiese conocido otra cosa que el más arduo trabajo durante toda su vida y no hubiese sufrido a causa de él.
Lucano se acercó a la cama, se sentó sobre una silla, colocando su cartera junto a él. Sonrió ante los impetuosos ojos, más brillantes que los ojos de sus hijos y sin que nada velase su viveza, ni mostrase su edad.
—Soy tú médico —dijo con calma—, llamado por tus hijos.
—¡Otro! —rugió el anciano emitiendo obscenidades—. ¿No habrán terminado aún de gastar mi dinero? ¡Lárgate, sinvergüenza!
Lucano posó las manos sobre las rodillas con flacidez. Si el anciano estaba enfermo no daba señales de ello. Tampoco se podía creer que tuviese alguna enfermedad mental, porque no mostraba incertidumbre, violencia incontrolable ni agudeza en su voz. Tenía un temperamento fiero, pero su boca denotaba un espíritu calculador. Una fuerza animal en su bulbosa nariz y boca, un temperamento profundamente suspicaz que delataba al campesino iletrado.
—Debes tener consideración de la ansiedad que padecen tus hijos —dijo Lucano—, por eso estoy aquí. Si no puedo ayudarte no exigiré ninguna clase de pago.
Las blancas cejas de Flegón feroces y despectivas se elevaron sobre sus ojos.
—¡Ja! —exclamó, y volvió a echarse sobre sus bordados almohadones.
Alargó la mano para coger una manzana, luego la mordió con los dientes más blancos y fuertes que Lucano había visto nunca. Flegón masticó salvajemente, después arrojó la manzana lejos. El perro olfateó a Lucano y empezó a dar vueltas a su alrededor, como un lobo que esperase el momento de atacar.
—¡Mis hijos! —exclamó Flegón con voz rugiente, llena de vida y disgusto—. Sólo esperan que me muera para poder apoderarse de mi dinero; déjame que te diga, médico suave, blanco y mentiroso —y al decir esto agitó un gran dedo moreno hacia la inconmovible faz de Lucano—, que no conseguirás que te pague nada.
El perro estaba empezando a poner nervioso a Lucano, por lo tanto, frunció el ceño y murmuró una palabra. El animal quedó quieto como una piedra. Lucano murmuró otra vez y el perro repentinamente cayó sobre su vientre y permaneció allí, con la pasiva cabeza entre las patas delanteras y los ojos cerrados. Al ver esto, Flegón dijo:
—¡Un mago…, un hacedor de encantamientos! Has venido a envenenarme.
—No soy mago —respondió Lucano—; tan sólo se trata de algo que mi primer maestro me enseñó, el cual también era médico. Creí que había visto alarma genuina en tus hijos, sin embargo hablas de que esperan que mueras y casi les has acusado de que me hayan pedido que te envenene.
El anciano permaneció sobre sus almohadones, jadeó y luego miró a su perro. Se sentía aterrorizado.
—Libérale de tu encantamiento —pidió—, y entonces te hablaré.
—Ciertamente —dijo Lucano—, pero me distrae el tenerle rondando junto a mí y gruñendo amenazas. Llámale junto a tu cama y mándale que se eche cerca de ti y permanezca alejado de mí.
Sacudió sus dedos y el perro saltó sobre sus patas volviendo de nuevo a gruñir y acercándose a Lucano.
Flegón le llamó con su voz viciosa y las orejas del perro se agacharon, se acercó hasta él, se colocó junto al lecho y se echó a su lado. Su dueño miró a Lucano con un cauteloso respeto y un continuo temor.
—Te hablaré —dijo—, pero no servirá de nada. Es muy posible que me estén envenenando lentamente por mandato de mis hijos. Les dije esto a los otros médicos, cuyos sueldos hubiesen permitido comprar un valioso esclavo. Pero no me quisieron creer. Te lo digo de nuevo a ti. Mis hijos están esperando que muera y planean mi muerte.
—No tienes más que ordenarles que no entren en tu casa —dijo Lucano.
—¡Ja!, han sobornado a mis esclavos.
Algo sutil se reflejó sobre su rostro, como un astuto secreto. Se sentía, sin embargo, deseoso de hablar a causa de su ira y porque Lucano permanecía muy atento. El vigor llenó de nuevo a Flemón.
—Déjame que te cuente acerca de mis hijos, mis preciosos hijos. Turbo para empezar es un ladrón. Nació ladrón, ha vivido como ladrón y morirá como ladrón.
Alargó la mano para coger un racimo de uvas y empezó a comerlas con placer, escupiendo las pepitas. No había ofrecido a Lucano ni vino ni frutas. Cerró los ojos disfrutando de lo que estaba comiendo y haciendo chasquear sus labios. Luego dijo con voz profunda y complacida:
—De mis propias viñas, lo mejor que produce el sol. —Abrió los ojos y miró a Lucano—. Turbo me robó de mis mismos cofres, en esta casa, un ópalo de gran valor, por el que yo había pagado una fortuna; lo usa descaradamente, como malvado que es, en el dedo de su mano derecha y puedes verlo allí. Sergio, mi hijo segundo, tiene la inteligencia de un carnero y el alma del mismo animal. Sin embargo, es el más vil de los conspiradores contra mí y un mentiroso incurable. En cuanto a Meles, es pródigo con mi dinero. Gasta todas las noches en los burdeles más caros de Atenas y prodiga mi fortuna con mujeres infames.
Lucano recordó los rostros de sus hijos. Torció un poco los labios y preguntó:
—¿Están tus hijos casados, Flegón?
El anciano empezó a lanzar las más blasfemas obscenidades.
—Sí. Y con mujeres más despreciables que ellos, que juntan su villanía bajo rostros lechosos y palabras suaves. Ninguna de ellas ha traído dote de sus padres, les he prohibido venir a mi casa y también a mis hijos.
Adoptó una expresión de agonía y de indefensa ancianidad abandonada en la soledad, traicionada y descuidada. Una lágrima se deslizó por sus mejillas.
—Sin embargo —dijo Lucano—, les has dado casa propia, según creo.
Flegón volvió a ponerse belicoso.
—¿Te han dicho ellos esto?
—No. Lo he deducido, simplemente. Hubiese sido el acto propio de un padre cariñoso.
Flegón suspiró profundamente y permitió que lucano viese la lágrima que había apartado de sus ojos con la punta de su dedo.
—Sí —dijo.
—Y también les has dado mucho de tu dinero libremente.
—Sí. Veo, mi joven médico, que eres un hombre comprensivo. —Volvió a agitarse—. A pesar de todo lo que hice por ellos, de cuanto les he dado, no me han devuelto otra cosa sino odio, robos, conspiraciones, mentiras y engaños. Estoy aquí, abandonado para morir, temiendo por mi vida, sin otra compañía que la de los esclavos.
Su excitación creció. Lucano volvió a pellizcarse los labios. Veía un cálculo deliberado en aquella excitación. Lucano alargó su mano hacia su cartera y extrajo un tubo de pastillas blancas y luego llenó una copa de vino.
—No —dijo Flegón hundiéndose en sus almohadones con un gesto exagerado de rechazo—; no puedo confiar en ti.
—Muy bien —dijo Lucano y dejó a un lado la copa y la pastilla—; no necesitas tomarlo. Tan sólo intenté aliviar los dolores de los que me hablaron tus hijos.
Después de un momento devolvió la pastilla a su tubo. Flegón pareció reflexionar.
—¿Qué me haría esa medicina?
—Te lo he dicho: aliviar tus dolores.
Flegón se mojó los labios con la punta de la lengua.
—Dámela —dijo rudamente.
Con una ligera sonrisa Lucano obedeció. El anciano bebió el vino ansiosamente.
—Bien —dijo Lucano—, debes ahora decirme qué te duele y yo debo examinarte.
Con una nueva y sorprendente docilidad, e incluso con deseos, Flegón respondió a las preguntas y se dejó examinar por Lucano que lo hizo cuidadosa y exhaustivamente. Era lo que sospechaba. Flegón poseía una salud poderosa y excelente; tenía un cuerpo y una constitución física de un hombre de por lo menos veinte años más joven. Sus músculos parecían de acero, sus articulaciones espléndidas. Lucano comprendió. Se sentó y miró gravemente a Flegón.
—Tu caso no puede ser tratado con delicadeza —dijo con seriedad.
Por un momento Flegón se sintió halagado. Luego preguntó con acento temeroso:
—¿No será fatal?
Y el vigoroso color de sus mejillas palideció.
Lucano movió la cabeza con gesto negativo, pero mantuvo su gravedad.
—No es fatal. Sin embargo, tu caso debe ser estudiado profundamente.
Flegón se sintió de nuevo halagado.
—Eres el único médico inteligente que me ha visitado. ¡Lo juro por Mitra! Todos los demás se atrevieron a decir que mi salud era perfecta y que estaba tan sano como una manzana. ¡Los mentirosos! ¡Los muy ignorantes!
—Tan sólo pensaron en sus honorarios —dijo Lucano con simpatía.
—Sí, sí —colocó la mano sobre el pecho y puso los ojos en blanco.
—El dolor ha desaparecido de mi corazón. Está tranquilizándose y no me palpita. No puedo dormir en toda la noche a causa de las palpitaciones que siento en mi garganta y sienes.
Lucano no dudaba de que el anciano ciertamente sufriese aquellas cosas.
Su pulso era demasiado fuerte, demasiado rápido, la presión excesivamente alta a pesar de los buenos síntomas de su corazón. Lucano se levantó y dijo:
—Deseo consultar con tus hijos.
Flegón le miró con astucia.
—Y ¿qué les vas a decir?
—Que tu… tu enfermedad… merece toda clase de consideraciones y que debe ser tratada al instante.
Flegón se agitó, volvió de nuevo a sentarse sobre los cojines.
—¡Que sufran sus corazones, que no puedan dormir sabiendo lo que me han hecho a causa de su avaricia y odio! ¡Que teman la ira de los dioses que han mandado a los hombres honrar a sus padres!
Lucano dejó el dormitorio y atravesó lentamente la casa que tenía a sus ojos cada vez más el aspecto de una preciosa joya. Salió al jardín. Los tres hijos se levantaron del banco en el que estaban sentados y se acercaron a él al instante agitados.
—¿Qué es lo que tiene mi padre? —preguntó Turbo mientras su ronca voz temblaba.
Lucano contempló a los tres. Miró a la mano derecha de Turbo y vio un ópalo maravilloso en el anillo del dedo meñique. Brillaba con reflejos rosas, azules y dorados. Miró a Sergio, y vio que su saludable y preocupado rostro, tenía una expresión ingenua. Miró a Meles, que parecía menos aficionado a visitar burdeles que el perro de Flegón. Lucano frunció el ceño. Después pareció volver en sí y dijo con cierta sorpresa:
—Debes perdonarme, pero soy un gran admirador de ópalos y me he dado cuenta, Turbo, de ése tan bello que llevas en la mano.
Turbo se sintió por un momento sorprendido; era evidente que su pesada mente no se movía con gran agilidad. Luego sus ojos pequeños brillaron con orgullo y alzó la mano para que Lucano examinase la joya.
—Es muy vieja y tiene una gran tradición —dijo—, mi esposa es descendiente de una familia en la que ha habido muchos y prestigiosos eruditos. Sus antecesores recibieron el cariño del propio Pericles. —Luego suspiró—. Yo no soy un hombre educado. Apenas si puedo leer. Honro este anillo con todo mi corazón y se lo daré a mi hijo cuando muera. No deseaba aceptarlo de mi esposa pero nos amamos tiernamente y ella lo colocó a la fuerza en mi dedo.
Sergio habló por primera vez. Su voz ronca testificaba que era hombre de pocas palabras. Dijo afectuosamente a Turbo.
—Fue en el décimo aniversario de vuestra boda cuando tu esposa te dio este anillo, hermano mío. Lo llevas con honra, aunque no eres un erudito, pero tu hijo honrará tu nombre.
Turbo suspiró.
—Sin embargo, mi padre lo desea. A menudo me pregunto si no seré un hijo desobediente por no regalárselo.
—Es tuyo y de tu hijo —dijo Meles hablando también por primera vez—, herirías a tu esposa si se lo dieses a mi padre. Hay que tener en cuenta las mujeres.
Lucano se sentó entonces en el banco, sumido en profundos pensamientos. Turbo, de pronto, se ruborizó profundamente. Dio unas palmadas.
—Debes perdonarme, Lucano —dijo—, debiera haber ordenado que te trajesen vino pero tan sólo pensaba en mi padre.
Un esclavo apareció y la orden de que trajesen vino fue dada.
—Mi padre se sentirá enfadado —dijo Meles—, has elegido los vinos más escogidos.
Turbo contestó con mucha dignidad.
—Su bodega puede ser pequeña, pero no lo hay mejor en Atenas y yo la mantengo bien provista. Puede dispensar un poco para Lucano. Pero no me has dicho, Lucano, qué terrible enfermedad aflige a mi padre.
Lucano respondió:
—Se sabe que la enfermedad de un hombre no puede separarse de cuanto es y de lo que le rodea. Debo primero hacerte unas cuantas preguntas y deseo que me contestes con sinceridad.
—Pregunta —dijeron los hermanos a coro, y ante sus expresiones no le quedó duda de que la ansiedad de sus rostros era genuina y su afecto por su padre profundo y sincero.
Su rostro se ensombreció un tanto.
Un esclavo trajo una bandeja de plata con cuatro copas y Turbo sirvió el vino y ansiosamente miró para ver si Lucano lo aprobaba. Era delicioso y Lucano expresó su placer con sinceridad. Los tres hermanos permanecieron a su alrededor y bebieron con un gesto que para ellos, aparentemente, era el más aristocrático, y con afectación contenida.
—Vuestro padre —dijo Lucano después de una serie de sinceras felicitaciones— debe haber heredado muchas riquezas. —E indicó el jardín de la casa.
Los hermanos se miraron uno a otro y vacilaron. Luego Turbo alzó la cabeza.
—Hay algunos que desprecian a la gente humilde —murmuró—, es su privilegio, aunque están equivocados. Nosotros somos gente humilde, pero nos ha ido bien y hemos hecho fortuna. Mi padre era muy pobre, aunque libre. Tenía una pequeña granja seca y de suelo infecundo. Mis hermanos y yo no podemos recordar ninguna época en nuestra niñez y temprana juventud en la que nuestros estómagos estuviesen satisfechos, aunque todos trabajábamos con nuestro padre. Nuestra madre murió cuando éramos niños.
Turbo se ruborizó y tosió.
—Nos has pedido que seamos sinceros. Mis hermanos y yo regalamos esta casa a nuestro padre hace cinco años. Nunca había vivido en una casa que no fuese humilde y llena de pobreza. Contratamos al mejor de los arquitectos. Deseábamos honrar a nuestro padre en su ancianidad; recordando sus anteriores sufrimientos, las goteras de los techos de su casa y el suelo sucio. Deseábamos darle los deleites y lujos que se merecía.
—No había nada bastante bueno para él —continuó Meles, mientras sus rostros sencillos se animaban—. Enviamos a buscar tesoros de todas las partes de la tierra para colocar en esta casa. Nunca en su vida había poseído la dignidad e independencia de una casa que no estuviese llena de niños y animales. Tan sólo tenía que mencionar lo que deseaba y se lo dábamos al instante, porque es nuestro padre y ha sufrido mucho.
—Los muebles —dijo Sergio—, me costaron a mí la renta de dos años. Me sentía orgulloso de dar a mi padre este placer.
—Comprendo —dijo Lucano con compasión—. ¿No hubiese vuestro padre vivido con uno de vosotros?
—No. Es un hombre orgulloso y no le gustan los niños y nosotros tenemos muchos. Deseaba tener un hogar propio.
Turbo sonrió con comprensión.
—¿Y vosotros habéis hecho fortuna? —Lucano se sentía intensamente interesado.
—Sí, honradamente —respondió Turbo con rapidez—. Los dioses han sido buenos para con nosotros. Sacrificamos en su honor con regularidad. La cosa ocurrió de esta manera: Cuando yo era joven trabajaba en la granja, sabía que nos amenazaba el peligro constante del hambre e incluso de la desesperación. Sentía gran admiración por las buenas porcelanas que había visto en las tiendas. Por lo tanto me coloqué de aprendiz con un alfarero que es famoso por los hermosos jarros, estatuillas, platos, camafeos azules, rojos y amarillos. Después de algunos años expresó su afecto por mí declarando que yo tenía mano segura y un sentimiento artístico natural por la belleza. —Miró desafiante a Lucano—. ¿No crees esto?
Lucano alargó la mano y tomó la de Turbo y examinó delicadamente sus dedos. Aunque estaban curtidos por interminables años de trabajo, los dedos tenían la forma de espátula de un verdadero artista.
—Sí —dijo con reverencia—, te creo.
—Gracias —respondió Turbo con una humildad que era en sí misma un orgullo inocente—. Estaban además mis hermanos. Convencí al alfarero para que los emplease. Sergio reveló una sorprendente habilidad para producir invariablemente formas perfectas con casi ninguna pérdida. Incluso ahora maneja el torno, porque no lo confía a nadie más. Y Meles inventó un tipo de vidriado que es nuestro secreto. El alfarero, que no tenía hijos, nos legó su fábrica. Todos nuestros productos son buscados por todo el mundo, incluso en la propia Roma. Tenemos una flota de barcos propios y empleamos a mucha gente y esclavos; si pudiésemos producir el doble venderíamos cuantos jarrones, platos y objetos de arte hiciéramos, pero esto significaría sacrificar nuestras mejores cosas. Preferimos mantener nuestra fábrica tan pequeña como es posible, a fin de que ninguno de nuestros productos salga sin nuestra inspección personal porque todos llevan nuestros nombres, y nadie, en ningún sitio, debe sentirse desilusionado. —Pareció elevarse con estas palabras—. El palacio de César está lleno de nuestras obras y los jarros tienen el precio de joyas, e incluso los grandes patricios de Roma compran nuestras urnas funerarias.
—Desgraciadamente —dijo Meles con tristeza—, nuestro padre desprecia nuestro trabajo y no permite que ni siquiera el busto de un dios aparezca en su casa si es hecho por nosotros.
—Pero los egipcios declaran que sólo sus antiguos artistas pueden ser comparados con nosotros —dijo Sergio con sus pequeños ojos llenos de luz—. Nos han enviado preciosos objetos que hemos copiado para ellos. Nuestras pequeñas figuras de Apis y cabezas de Isis son las más espléndidas que hay en sus templos. Pero es Turbo quien las proyecta, quien dibuja el pergamino para que yo lo copie y Meles lo cristalice.
—Sin la cristalización y tu maestría en comprender lo que dibujo, yo no tendría ningún valor —dijo Turbo.
Luego suspiró.
—Nuestro padre nos considera tontos carentes de valor —dijo—, aunque las grandes señoras en Roma, Egipto y Atenas usen nuestros pequeños medallones alrededor de sus cuellos, colgando de enjoyadas cadenas, y los hacen insertar en brazaletes valiosísimos. Cierto senador famoso, compra nuestros jarrones y jura que los prefiere a las más bellas esclavas. Debes perdonarme si parece que alardeo, Lucano.
Lucano mantuvo silencio.
—Quizá —dijo Turbo tímidamente— me permitieras enviarte un regalo de alguno de nuestros jarrones.
El joven griego se sintió emocionado.
—Me sentiré agradecido —dijo; luego alzó la cabeza—. Debo haceros una pregunta difícil y os ruego que me contestéis. ¿Por qué amáis a vuestro padre?
Le miraron boquiabiertos, con un asombro sincero, durante algunos momentos. Luego Turbo manifestó:
—¿Por qué amamos a nuestro padre? ¡Qué pregunta más extraña! ¿No nos dio la vida e hizo posible que nosotros tengamos lo que tenemos, nuestras agradables esposas y nuestros encantadores niños? ¿No está ordenado que el hombre ame a sus padres?
Lucano recordó el mandamiento de los judíos: «Honra a tu padre y a tu madre…». Y sin embargo, había padres que no merecían ningún honor. Turbo habló de nuevo, con más calor.
—¿No ha sufrido mi padre mucho también? Es justo que podamos aligerar y hacer más brillante su ancianidad, porque nunca pudo satisfacer su estómago cuando éramos jóvenes y nunca usó otra cosa sino harapos.
Lucano pensó cuán extraño e inocente era el amor, y cómo puede ser explotado por la grosería. Se levantó.
—Debo cambiar unas palabras con vuestro padre otra vez. Le he dado una medicina pero puedo decir esto: Cuando haya hablado con él y le haya aconsejado, su salud quedará restaurada para muchos años, porque es hombre fuerte.
Invocaron gozosas bendiciones tras él cuando dejó el jardín. Se dirigió al dormitorio de Flegón. El anciano estaba considerablemente abatido y permanecía echado y tranquilo sobre los almohadones. Cuando vio a Lucano apenas si levantó la cabeza y dirigió al médico una sonrisa casi agradable.
—Ha desaparecido el dolor —dijo. Después su rostro cambió, apareciendo de nuevo cerrado y reservado—. ¿Has hablado con mis hijos?
Lucano se sentó con gesto deliberado, y durante un momento mantuvo sus brillantes ojos azules fijos en Flegón. Después de unos pocos segundos el rostro de Flegón se oscureció y endureció.
—Te han mentido —dijo con cierta vacilación en su fuerte voz.
—No lo creo —respondió Lucano—, he sido médico durante muchos años y los médicos adquieren un sexto sentido que les permite detectar mentiras.
Y sus ojos brillaron con dureza y profundo significado. Sin embargo, también sentía compasión por Flegón, porque comprendía que envidiaba a sus hijos, se dolía de sus éxitos, posición y fama, porque él había sido sólo un pobre e ignorante campesino. Sin embargo, era evidente que sabía que sus hijos le amaban y por lo tanto les atormentaba.
—Vete —dijo Flegón abruptamente, y volvió la cabeza contra las almohadas, mientras sus poderosos hombros se estremecían—. Soy un hombre viejo y débil, abandonado, engañado, solitario. Déjame con mis dioses, porque por lo menos son ellos los únicos consoladores del hombre.
—Cierto —dijo Lucano—, pero dudo de que creas en los dioses. Antes de marcharme de esta casa voy a dar a tus hijos unos cuantos consejos sanos. Voy a decirles lo que tú realmente eres y lo que piensas de ellos. Voy a sugerirles que te devuelvan a tu pequeña granja y nunca más te visiten, porque creo que lo mejor para ellos es que tengan paz mental. Hay veces que los hijos abandonan a los padres por amor a sí mismos.
Flegón dio media vuelta sobre sus cojines, sus dientes aparecieron brillantes por entre sus labios, y sus ojos brillaron con el más salvaje odio y temor.
—Me vas a destruir —gritó, y maldijo a Lucano con un lenguaje tan vivo que Lucano se sintió admirado ante tanta imaginación.
Esperó pacientemente hasta que Flegón quedó exhausto y rompió a llorar con lágrimas sinceras. Luego dijo amablemente:
—No haré lo que he dicho. No desilusionaré a tus hijos acerca de ti, si me obedeces al instante y continúas obedeciéndome.
—Maldito seas —gruñó Flegón—, que los cuervos desgarren tu hígado.
Se detuvo cuando Lucano aparentó no sentirse impresionado sino un poco aburrido. Luego gimoteó:
—Dime lo que debo hacer. Pero, buen médico, ten compasión de un hombre viejo. ¿Me enviarás a aquel maldito trozo de tierra que está lleno de piedras y espinas para terminar mis días de nuevo en la miseria?
—Sin duda lo haré —dijo Lucano—, a menos que me obedezcas. Lo primero que has de hacer es salir de esa cama inmediatamente. Vestirte con tu mejor vestido y colgar un collar alrededor de tu cuello. Luego irás al jardín conmigo y saludarás a tus hijos como un padre amante, abrazándoles y después me jurarás con juramento secreto, que nunca volverás a mentir a tus hijos, ni calumniarlos con falsedades, ni pretender que estás enfermo a fin de desgarrar sus corazones. —Se detuvo y añadió severamente—: El juramento que voy a pedir de ti es muy misterioso, porque aunque no creas en los dioses hay magia en el juramento y si lo violas una monstruosa aflicción caerá sobre ti.
Flegón le miró poseído por completo de terror y Lucano sonrió para sí, aunque mantuvo sus labios firmes para evitar una carcajada.
Flegón echó a un lado las mantas y colchas que le cubrían y se puso de pie, pálido y tembloroso, desnudo y grande como un anciano Hércules; sus morenos músculos tersos como seda. Con manos temblorosas se vistió una túnica larga de excelente lienzo, ajustó un cinturón de oro alrededor de su delgada cintura, se colocó brazaletes de oro en los brazos y colgó un collar alrededor de su cuello. Luego se peinó los largos y grises rizos de su barba. Estaba magnífico.
Lucano le hizo jurar con una fórmula que inventó en el momento, invocando a los dioses para que escuchasen, mientras Flegón permaneció de rodillas ante él. Lucano, finalmente, salpicó al anciano con unas gotas de vino, y le amonestó severamente otra vez. Hubiese ayudado al anciano a levantarse, pero Flegón saltó sobre sus pies como una flecha y colocó sus grandes puños sobre su pecho.
—¿Acaso soy un debilucho? —rugió—. Soy lo bastante viejo para ser tu abuelo, tú, sutil médico, pero podría romperte la espalda con mis propias manos.
—Lo creo —dijo Lucano—, ten cuidado, pues, desde ahora, de no romper el corazón de tus hijos porque el desastre caerá sobre ti inmediatamente.
Dio el frasco que contenía las pastillas blancas a Flegón.
—Éstas te calmarán durante algunas noches, en el transcurso de las cuales —dijo Lucano— podrás reflexionar sobre tus pecados con serenidad.
Flegón atravesó la casa a grandes zancadas seguido por Lucano. El anciano se detenía aquí y allá para llamar la atención del médico con orgullo sobre algunos objetos valiosísimos que Lucano admiraba debidamente.
—Observarás —dijo Flegón hinchando el pecho— que mis hijos no pueden ser despreciados.
Su rostro brilló y se sintió repentinamente libre de la envidia y resentimiento, y Lucano pensó qué felices pueden ser los hombres cuando se liberan de los malos instintos, el odio y la malicia.
Entraron en el jardín y los hijos quedaron asombrados y sobrecogidos al ver a su vigoroso padre corriendo hacia ellos; sus ojos se llenaron de lágrimas y fueron incapaces de hablar. Cayeron a sus pies humildemente y él les levantó con grandes gestos, como si les perdonase, pero en realidad era él quien se perdonaba a sí mismo y Lucano lo comprendió así. Abrazó a cada uno de ellos, uno tras otro, revelando en sus brazos quién perdonaba a quién.
—¡Qué clase de médico éste! —exclamó Flegón con sus brazos rodeando a sus hijos—. ¿Qué don podemos darle por haberme restituido la salud inmediatamente?
Antes de que Turbo pudiese contestar, Lucano con rostro frío dijo:
—Es una bendición cuando aquél que ha sido curado por su médico le da un don él mismo.
Flegón, guiñando los ojos alegremente reflexionó. Pero era aún un campesino, con la cerrazón de un campesino. Luego, como si llamase a todos a que presenciasen un acto de supremo sacrificio, soltó un brazalete del brazo, profusamente incrustado de gemas y lo echó a las manos de Lucano. Sus ojos quedaron cegados por las lágrimas.
—Que los dioses te bendigan —dijo con voz ronca y gran sinceridad.