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Sara bas Eleazar a Lucano, hijo de Diodoro Cirino:

Saludos, mi muy querido amigo, bien amado. El día de arrepentimiento ha pasado, y yo moro en la paz de Dios, sabiendo que me ha perdonado y que mi nombre ha sido inscrito en el Libro de la Vida. Una bella tranquilidad reposa sobre Jerusalén. Desde mi ventana puedo ver el Templo, brillante como un escudo de oro a la luz de la luna llena, y la ciudad, que chispea inquieta, como un campo lleno de insectos luminosos. Las montañas parecen de cobre; la brisa está cargada de perfumes de viñedos, soplando suavemente; las hojas amarillas caen de los árboles. Las mujeres están en el patio, sacando agua, sus voces se elevan tranquilas, y desde las ventanas y puertas de la posada sale un fuerte olor a cordero asado, pan y especias. Puesto que Dios ha perdonado de nuevo al hombre, reina un gozo tranquilo entre todos aquéllos que conocen su amor y su promesa eterna.

¡Ah, si tan sólo estuvieses junto a mí, sosteniendo mi mano y descansando en esta paz! ¡Si al menos vinieses una vez a Jerusalén! Sin embargo, siempre que te hablo de esto evitas mis ojos, como si temieses algún terror en esta ciudad. No comprendo esto, porque recuerdo las últimas palabras de nuestro querido amigo José ben Gamliel, poco antes de su muerte, hace dos años, ante la vista del templo: «Algún día Lucano vendrá aquí y encontrará a aquél a quien ha estado buscando durante todos los días de su vida».

Hoy he rogado que tu alma se sienta inundada por el gozo, que estés sano y tengas felicidad. Ruego así todos los años, todos estos largos siete años desde que nos encontramos por primera vez. Me has pedido repetidas veces que me case y que te olvide; no hay ni una sola de tus cartas que no contengan este consejo y ruego. ¿Pero cómo puede una mujer que ama olvidar a aquél a quien ama? ¿Cómo puede un pozo dar agua si sus fuentes se secan? ¿De dónde saldrá el vino si la viña perece? Pedirme que me acueste en la cama de otro hombre es pedir que degrade mi espíritu, que me entregue como una mujer infame, aunque pasase primero bajo el arco nupcial y tomase la mano de un extraño. Mi alma está unida a la tuya.

Mi querido y muy amado, la última vez que nos vimos fue en Tebas, y aunque tus palabras eran de renuncia y tristeza, vi la luz en tu rostro cuando me viste. Conversamos tranquilamente en la sombra de tu jardín, pero lo que hablamos en nuestros corazones, no fueron las palabras de nuestras almas y de nuestra comprensión. ¿Por qué no puedes olvidar tu amargura contra Dios? Te he dicho a menudo, como lo hacía José ben Gamliel, que Dios creó al hombre perfecto en su totalidad, sin las amenazas de la enfermedad y la muerte. Pero el hombre ha desobedecido a Dios y traído estas cosas al mundo a causa de su desobediencia. Es el hombre quien se ha exilado del gozo, quien ha traído sobre sí el espíritu del mal, quien ha causado que una maldición pese sobre la tierra.

A cualquier sitio donde voy, a través de todas las ciudades y puertos, oigo hablar de tu reputación de gran médico. Sé que esto no te preocupa y que sólo deseas aliviar el dolor, llevar consuelo y retrasar la muerte. Sin embargo me siento feliz al oírte aclamado por los pobres y los abandonados, los esclavos y los oprimidos. Hablan de ti hasta en los mercados.

Aunque nunca le conocí, sino a través de sus palabras, me uno a tu pesadumbre por la muerte de tu viejo amigo y maestro el médico Keptah. He rogado por su alma hoy, porque Dios ha dicho que es bueno rogar por las almas de los muertos que duermen en el polvo. Su recuerdo nos es una bendición.

Algunas veces, cuando estoy más triste, recuerdo tus historias de Roma y me pongo a reír alegremente. Comprendo que hay poca cosa en el mundo de hoy que excite nuestra hilaridad, porque la Pax Romana, en forma de paz mundial, ha impuesto la opresión, el sufrimiento, la esclavitud y la explotación sobre todos los pueblos del mundo. El poder y la corrupción y lo que es propio de la naturaleza del hombre, injuriar lo que domina, y el ansia de dominar, vive en todos nosotros como una oscura enfermedad.

Me alegro de que no hayas sufrido ningún daño, querido mío, cuando has visitado Roma una o dos veces durante todos estos años. ¡Cómo me gustaría ver a tu hermosa madre, tu encantadora hermana, tus hermanos, todos nuestros amigos! Me río durante horas cuando leo de tu viejo tutor Cusa, ese inteligente sinvergüenza.

He tenido una seria experiencia, aunque cuando te la cuente puede que no encuentres nada extraño en ella, excepto los sentimentales pensamientos de una mujer de veinticuatro años que debe llenar su soledad con fantasías.

Jerusalén, como sabes, está llena de peregrinos de toda la tierra de Israel durante las fiestas. Los ricos pueden encontrar acomodo en las pensiones y tabernas o en los hogares de amigos donde pueden celebrar el año nuevo en agradable compañía, agradables mesas y agradables conversaciones. Pero los pobres buscan las grietas que pueden en esta poblada ciudad, o acampan fuera de las grandes murallas en tiendas o cuevas. A menudo paseo entre los apiñados miles de peregrinos fuera de las puertas, observo sus toscos vestidos, sus desnudos pies, sus erizadas barbas, sus llorosos niños, sus rebaños de cabras, y escucho sus voces que tienen acentos de los dialectos de Galilea, Samaria, Moab, Perea y Decápolis. Celebran las fiestas del año nuevo, y sus morenos rostros devotos miran hacia el templo con apasionado amor, y observan las más pequeñas leyes con mucha gravedad. Duermen oyendo el agudo ladrido de los chacales y su comida es pobre y su vino malo. Y, sin embargo, son felices: la alegría y las oraciones, en las polvorientas laderas de las montañas bajo las murallas, tienen un muy profundo significado, más resonancia que las que oigo en las grandes casas rodeadas de jardines dentro de la ciudad. Una vez tú observaste amargamente que los pobres rezan más apasionadamente porque carecen de placeres y sólo tienen a Dios. En esto ciertamente son benditos, porque si un hombre carece de Dios no tiene nada, y si tiene a Dios entonces tiene a todo lo demás en su corazón.

A la puesta del sol en el día de año nuevo los peregrinos se amontonan en las estrechas y tortuosas calles de Jerusalén, llevando a sus niños en los brazos o detrás de ellos, como un cálido y multicolor río, moviéndose bajo una plateada nube de polvo. Me bajé de mi litera, siguiendo un impulso y les acompañé más allá de las murallas, donde sus pobres comidas estaban puestas en telas sobre el suelo, y la luna se elevó sobre ellos iluminando sus fuegos. Recibí muchas invitaciones para que me uniese a una familia para tomar vino, pan o una pequeña comida, puesto que, como iba vestida humildemente, creyeron que era una joven sin familia o que me había perdido entre las concurridas caravanas. Oí sus canciones, sus risas, las voces de sus niños juguetones y hambrientos, los gritos de sus animales, sus oraciones. De pronto me sentí oprimida por la soledad y el deseo. Permanecí aparte, cerca de un retorcido árbol, y miré a los fuegos que salpicaban la ladera de la montaña y sus reflejos sobre sus sencillos rostros. Fue entonces cuando un joven se acercó a mí, vestido con un ropaje azul, tosco, calzado con sandalias atadas con cuerdas.

Aquel joven no podía tener más de dieciocho o diecinueve años, y se mantuvo de pie cerca de mí, con una expresión tranquila en su noble rostro, me sonrió e instantáneamente pareció como si quedásemos solos, e infinitamente solitarios. Fue como si un círculo de silencio nos hubiese rodeado, las voces y los gritos se perdieron como en un sueño. Una profunda sabiduría y amabilidad llenaba su rostro y una gran ternura, como si hubiese comprendido que yo no tenía a nadie y se compadecía de mí. Tenía un jarro de barro en su mano, lleno de vino, y me lo ofreció y yo lo tomé y bebí de él, con la misma sencillez que él había usado al ofrecérmelo. De pronto, mis ojos se llenaron de lágrimas y los sollozos me ahogaron, y deseé contarle toda mi tristeza, exilio y pesadumbre. Tomó mi jarrón vacío de mi mano mientras trataba de consolarme. Esperó hasta que me sentí más dueña de mí misma y luego dijo con la más firme y dulce de las voces: «Sara bas Eleazar, ten buen ánimo y seca tus lágrimas, porque Dios está contigo y no estás sola».

Me sentí asombrada y muda. ¿Cómo había sabido mi nombre y la tristeza de mi espíritu? Me sonrió profundamente y al brillo de un fuego cercano vi sus grandes ojos azules llenos de infinitas estrellas. En aquel momento deseé caer a sus pies y abrazarlos. Sentía que él sabía, no sólo acerca de mí, sino acerca de todo el mundo, y que había en él una paz más allá de cualquier imaginación, amor y esperanza.

Las lágrimas me cegaron y cuando las sequé, mi corazón había dejado de temblar y el joven había desaparecido. Casi estuve a punto de creer que lo había soñado, pero el gusto del vino todavía estaba en mis labios. Una repentina sensación de pérdida se apoderó de mí, y le busqué entre los peregrinos, pero no le volví a ver. Aquella noche no pude dormir, porque cada vez que lloraba me sentía consolada con un consuelo que no procedía del hombre.

Basta. Incluso su memoria me hace soñar y me inunda de un sentimiento de gozo. ¿Era un ángel vestido humildemente como los ángeles que Abraham recibió en su tienda? Deseo creerlo así, casi lo creo así. Me acojo a la memoria de su rostro.

Te dirijo esta carta a Atenas, a tu casa, donde has de permanecer unas cuantas semanas más. Te saludo, querido Lucano, con todo el amor de mi corazón y mi espíritu, y me quedo planeando nuestro encuentro próximo. Uno de estos días, en tus búsquedas por mi hermano Arieh, lo encontrarás. Tiene ahora nueve años de edad y algo dentro de mí me asegura que vive, que algún día tú le restaurarás a los brazos de su hermana y de su pueblo. Dios sea contigo.

Lucano había creído al principio que en la tierra de sus antepasados, Grecia, encontraría su hogar. Pero tras algún tiempo se dio cuenta con amarga consciencia de que allí también era un extranjero, y que él, realmente no tenía hogar en ningún sitio. Había nacido en Antioquía y Antioquía no había sido su hogar. Había vivido cerca de Roma, y había visto la ciudad ocasionalmente, pero también era un extraño. Había visitado todos los puertos y ciudades a lo largo del Gran Mar, y había tenido pequeñas casas en muchos de ellos cuando dejaba los barcos. Sin embargo, en ningún sitio poseía un hogar, o gozaba de la compañía de amigos, o tenía paz. Los desgraciados humildes, los pobres, los olvidados y abandonados, los esclavos, los miserables, pequeños mercaderes de los bazares y tiendas bendecían su nombre y besaban sus manos y pies. Pero él era un extranjero, para siempre un extraño en una tierra extraña, y aunque sabía muchas lenguas era como si un extranjero las hablase. Su único deleite era consolar y curar, y leer las cartas que recibía de su familia y de Sara bas Eleazar. Una terrible inquietud y una quejumbrosa ansiedad y vaciedad le llenaba siempre. Era como un hombre que busca agua en un desierto.

Hacía tres años que había comprado una pequeña casa en las afueras de Atenas. Cuando volvía a su casa en Atenas, como cuando volvía a todas sus casas, no era como el volver a un lugar familiar, voces y jardines familiares, sino como un cansado viajante que descansaba sólo durante una noche.

Aquélla era la tierra de sus padres, pero no su tierra, aunque el esteta que vivía en él gozaba de la aguda e iluminada belleza, las pedregosas llanuras, las montañas salpicadas de plata, las brillantes rocas, los fieros mares azules, los sonrosados o morenos tejados, en la historia escrita sobre mármol, en los blancos templos, los polvorientos laureles, olivos y mirtos, en las terrazas de viñedos bajo un sol brillante, en el glorioso Partenón elevado noblemente sobre la Acrópolis como una corona de graciosas piedras. Aquélla era la tierra de Helios, de los Oemos, de Pericles, Homero, Fidias, Sócrates y Platón, de todo el arte, la ciencia, la gracia y la poesía, de la mismísima alma del hombre civilizado, de las tranquilas frentes de los dioses del Olimpo. Allí la ley y la justicia habían puesto sus poderosos pies sobre el mármol y desde aquel aire reseco y transparente habían desplegado sus alas las divinidades y filosofías, emergiendo como sombras de brillante luz, de la mismísima luz. Allí habían hablado los oráculos, y las flotas de Jasón estuvieron en todos los puertos; allí, en aquella tierra, el heroísmo había surgido con un escudo como la luna y una espada como el rayo, y allí las montañas miraban a Maratón, a las Termópilas que aún vibraban con la memoria de aquellos pocos que habían derrotado a las hordas del Persa. La gloria yacía sobre la frente de Grecia, para que todas las épocas la contemplasen y nunca fuese apagada.

Aquella Grecia moderna no era la Grecia de Pericles, aunque vivía en un pacífico sueño, eterno y no para ser imitado. Y allí, como siempre, Lucano era un extranjero, preparando sus pociones, solitario, desconocido excepto para los pobres y los perdidos, cuidando su jardín en el que crecían flores y hierbas, bebiendo solitario su vino, preparando sus austeras comidas con sus propias manos, leyendo, meditando, escribiendo cartas, y contemplando cómo danzaban las estrellas en el oscuro arco de los cielos.

Con frecuencia, al amanecer, cuando el sol pálido apenas si lanzaba sus frágiles rayos sobre Atenas y la ciudad estaba empezando a estremecerse ligeramente, Lucano pasaba ante el templo de Teseo y ascendía las largas escaleras blancas hasta la cima de la Acrópolis y al Partenón. Allí, sólo, vagaba a través de las columnatas donde Sócrates había enseñado, y acariciaba suavemente las columnas dóricas que parecían de plata a la primera luz del día. Contemplaba reverentemente a las estatuas aladas que parecían a punto de saltar a través del espacio, y permanecía de pie en el pedimento occidental del templo de Zeus, o atravesaba la cella, y admiraba la enorme estatua de Atenas, con su yelmo y su gran y noble rostro. Se dirigía después al pedimento oriental para maravillarse ante el grupo de reclinadas Fortunas, con delicadas vestimentas de mármol que parecían moverse bajo la seca y luminosa brisa. Como médico se maravillaba del genio del escultor que había esculpido la recostada figura del Illiso, en el lado occidental, y que había dado al alabastro el aspecto de carne viviente. Allí la sabiduría temblaba en la piedra y la belleza había puesto su mano en las brillantes sombras de los bajorrelieves o en el argentino cuerpo, grave rostro, casto pecho, majestuoso perfil o inmaculados miembros. Allí reinaba el silencio pero podían ser detectadas presencias inmortales más allá de los límites de los ojos, como un coro luciente, y toda aquella multitud poderosa esculpida en mármol esperaba tan sólo que una misteriosa orden mandase que tomase forma de vida divina, para llenar los oídos con inmortales canciones y sonoras voces. Por fin el frío cielo de turquesa se abría entre las blancas columnas, vacilante y claro, y las túnicas de las cariátides adquirían tonalidades de oro.

Lucano se sentía allí menos solo que entre los hombres. De pie entre las estatuas, vestido de blanco, era uno entre ellas; moviéndose entre ellas parecía como si hubiese sido el primero en despertar. En medio de la belleza solemne, heroísmo y congelada grandeza, podía de nuevo esperar, puesto que, el hombre había creado aquello, tenía una lejana posibilidad de volver a ser hombre una vez más, hablar con majestad y poesía y revelar secretos a la eternidad. Sus pisadas sonaban y eran devueltas por el eco entre las columnas y a lo largo de las columnatas; algunas veces se detenía, medio creyendo que había oído pisadas más fuertes que las suyas tras él, hechas por pies heroicos que habían descendido de los pedestales sobre el blanco y relumbrante suelo.

El sol envolvía la ciudad de oro brillante y ésta se estremecía visiblemente, sus rojos y amarillos tejados parecían moverse hacia la luz, y voces, inquietas e imperativas, ascendían hasta la Acrópolis como los gritos de agitados pájaros. Entonces volvía a su soledad, y se alejaba del Partenón.

¿Por qué no era posible que cuando el hombre alcanzaba la última gloria no pudiera mantenerla sino que debía caer desde los cielos? ¿Era porque incluso en aquellas alturas debía cometer tonterías y crímenes que inexorablemente conducían a la destrucción? Tucídides había escrito: «La clase de acontecimientos que ocurren una vez, por causa de la naturaleza humana volverán a repetirse». Allí estaba la tragedia.

Lucano sabía a causa de su creciente inquietud, que él debía volver a emprender la marcha muy pronto. Dentro de dos semanas debía aceptar el ofrecimiento para ser doctor en un barco que navegaba entre Creta y Alejandría y había consentido a ocupar aquel cargo por tres meses. Tenía muchas ofertas, no sólo por causa de sus poderes de curación, sino porque sus tarifas eran bajas. Además distribuía sus pagas entre la tripulación cuando partía.

Una mañana, al descender del Partenón, sintió una fuerte aversión ante la idea de volver a su solitaria casa al final del camino de la Vía Panatenea, y se mezcló con la muchedumbre en el Ágora y anduvo por la Stoa de Atalo, donde hombres enfebrecidos y ruidosos comerciaban en las tiendas. Los pequeños griegos oscuros eran más activos y efervescentes que los romanos y mucho más agudos, mucho más alegres y charlatanes; robaban de una forma alegre en las veintiuna pequeñas tiendas tras los paseos de columnatas. Sus mercancías eran más variadas y multicolores porque allí no regía la rígida ley romana de valores; sin embargo sus almacenes poseían un gran encanto. Como siempre, incluso a aquella hora temprana cuando las tiendas comenzaban su actividad y los mercaderes estaban abriendo sus puertas y limpiando sus mercancías, un ferviente orador estaba ya sobre una plataforma arengando a las indiferentes multitudes. Era un hombre viejo, haraposo y con una barba gris, que llevaba un cayado en la mano. Lucano se detuvo para oír sus palabras incoherentes. Estaba gritando, agitando el cayado y haciendo oscilar su barba.

—¡Arrepentíos, arrepentíos! ¡El reino de Dios se ha acercado!

Aquel hombre debía ser judío; los judíos usaban de continuo aquellas palabras a las que nadie escuchaba. Lucano miró a la impresionante biblioteca pública y recordó que debía devolver algunos libros antes de emprender su viaje; hombres y mujeres empezaron a ascender las escaleras hacia las puertas abiertas. Jóvenes muchachas vestidas de brillante escarlata, amarillo, o azul, se habían reunido ante la fuente para llenar sus jarros; parloteaban como loritos mientras intercambiaban críticas, reían o discutían para asegurarse una posición en la doble línea que esperaba. Allí estaba también la Casa de Justicia, muy digna y declarando por medio de sus anchas columnas y arcos, que el dominio de la ley era el camino de la humanidad civilizada, y no el dominio de los hombres. Lucano sonrió cínicamente. Miró con frialdad a los dos legionarios romanos que permanecían de pie ante las puertas de bronce. Donde el desnudo poder existía no había otra ley sino la ley de la fuerza. Podía oír a los músicos ensayando en el Odeón, los conciertos y recitales del día. Se detuvo un momento para mirar a la casa redonda donde los burócratas dictaban e imponían sus onerosas leyes, según la costumbre inmemorial de todo hombre opresivo y malo. Una gran procesión de devotos empezaba a marchar hacia la Acrópolis para honrar a Palas Atenea, y llevaban palomas que se agitaban en sus brazos; Lucano se apartó un poco para dejar que la procesión pasase y a medida que contemplaba los turbados ojos de los adoradores sintió de nuevo su antigua y crónica tristeza.

La ciudad estaba ya llena de vida y de ensordecedora vivacidad. Sobre ella se extendía un duro cielo azul, brillante de sol y sin ninguna nube. El calor surgía de las calles y de las pobladas columnatas ¿Qué significado tenía toda aquella actividad, aquella vehemencia, aquel rápido ir y venir, aquellos ligeros y decididos pies, el comercio, aquellas alegres muchachas, aquellos vociferantes mercaderes? Un grupo de abogados, vestidos de blanco y con rostros solemnes, ascendían las escaleras de la Casa de la Justicia, hablando en voz baja como si sus preocupaciones contuviesen la vida y la muerte. Era maravilloso creer que el propio ser de uno tenía significado, lo cual realmente no tenía. Pero ¿qué ocurriría al mundo si los hombres dejasen de creer que su existencia carecía de importancia? ¿Son ellos más sabios que yo?, pensó Lucano con inquietud. Pasó ante el templo de Hefaisto. Había recorrido un largo camino y se sintió cansado y hambriento y deseoso de estar en su tranquilo hogar, su pequeño jardín con su estanque lleno de sonrosados lirios de agua, y ante la leche de cabra, queso, pan moreno y miel que encontraría para su desayuno. Allí estaba también el mercado de esclavos; los mercaderes arreglaban sus humanas mercancías para obtener los máximos beneficios. Lucano evitó sus ojos, sintiéndose enfermar como siempre; normalmente evitaba pasar a través de aquella plataforma de madera alta y mirar a los esclavos, porque no podía soportar su agonía.

Por alguna extraña razón sintió entonces una pesadez en sus pies y un gran abandono, y se detuvo directamente ante la plataforma. Los mercaderes amenazaban y chasqueaban los látigos. Una mujer sollozaba, un niño lloraba y una niña gemía pidiendo misericordia. Allí estaban expuestos a la venta aquéllos que tenían deudas, los que carecían de hogar y se habían ofrecido a sí mismos para la venta; aquéllos que habían transgredido alguna pequeña ley, algunos que eran criminales. Tres hermosas muchachas jóvenes, de rostros morenos, grandes ojos negros y vestidas bellamente, estaban expuestas formando un grupo coquetón sobre cojines de seda escarlata. No se sentían turbadas en absoluto, se pasaban una a otra un recipiente de dulces y contemplaban a los posibles compradores con interés. En tanto que su belleza durase, podían estar seguras de buenos hogares, mimos y caprichos. Echaban hacia atrás sus largos cabellos negros y estiraban sus cuellos mientras murmuraban entre ellas en una lengua extraña y reían sus propios y agudos comentarios. Estaban sentadas sobre la plataforma ajustando sus túnicas a su alrededor para mostrar como la mejor de sus ventajas todas las curvas de sus piernas, caderas y pechos.

Los mercaderes no tenían mucho que vender aún en aquella hora temprana de la mañana. Unas pocas mujeres gordas, evidentemente excelentes cocineras, a juzgar por los cacharros arreglados a sus pies, unos cuantos niños en los brazos de excitadas y llorosas muchachas; algunos jóvenes sin ninguna gracia o fuerza particular; uno o dos ancianos; un grupo de hundidos prisioneros. Lucano continuó avanzando, pero permanecía sordo mientras estaba allí. Atrajo la atención de las tres hermosas muchachas y sus voces se alzaron ansiosamente cotorreando, mientras el mercader acudía hasta él y le cogía por el brazo.

—Señor —exclamó—, contempla estas doncellas, vírgenes de Arabia, hermanas. ¿No alegrarían con sus gracias tu casa? Pueden, las tres, tocar las cítaras y otros instrumentos y entretener tus horas. Las tres danzan como ninfas.

Lucano soltó su brazo con un movimiento violento. Las muchachas le contemplaron extasiadas y palmearon sus manos. Se sentían atraídas por su apariencia.

—Apolo —exclamó el mercader—. ¡Éstas son tus Gracias!… y el precio es ridículamente bajo por las tres.

—No me interesan —dijo Lucano.

El mercader se inclinó hasta él más cerca y susurró con acento de profundo conocimiento a su oído:

—Señor, tengo tres hermosos muchachos de diez años, también de Arabia que han sido castrados…

Lucano se volvió hacia él lleno de un poderoso deseo de derribarle de un golpe. En aquel momento oyó el repiqueteo de cadenas, un grito y un golpe; otro mercader hizo subir un hombre sobre la plataforma y Lucano se volvió para mirar, mientras su rostro sudaba de furor. El esclavo estaba materialmente cubierto de cadenas, que caían y repiqueteaban de sus engrilladas muñecas y terminaban en grandes anillas de hierro alrededor de sus tobillos. Nadie sino un peligroso criminal era encadenado de aquella forma. El látigo del mercader restallaba sobre su cuerpo, extremidades y hombros, pero él se movía con dignidad, como si no sintiese dolor, ni se diese cuenta de estar en un lugar como aquél.

Allí permaneció, las cadenas brillando bajo la cálida luz. Iba completamente desnudo; no usaba ni siquiera un taparrabos; era como un espléndido animal de piel marrón oscura, brillante y lustrosa como la seda. Real, majestuoso y muy alto, con un pecho como dos placas de una armadura de bronce, con músculos perfectamente formados y maravillosas piernas y brazos, miraba hacia el cielo con una lejana e indiferente expresión. Sus rasgos, aunque negroides eran majestuosos. Su negro y crespo cabello estaba atado en dos trenzas unidas; un anillo de oro atravesaba el tabique de su nariz. Sus negros ojos brillaban al sol como dos estanques.

Lucano se acercó a la plataforma fascinado. Supo, con un conocimiento instintivo, que a pesar de los rasgos y del color, aquel hombre no era una criatura de la selva. Era un hombre real, ignoraba todo lo que le rodeaba, pero no con la ciega ignorancia de una bestia. Sus grandes y oscuros ojos estaban velados por la tristeza, pero era una tristeza quieta, resignada e inteligente. Cuando vio a Lucano los dos jóvenes se miraron uno a otro silenciosamente. Uno desde lo alto de la plataforma y el otro desde el ardiente polvo.

El mercader, al ver esto, gritó de nuevo a Lucano:

—Señor, muy barato. Absolutamente barato. Un esclavo fuerte, que si es guardado cuidadosamente encadenado, ganará más de lo que puede gastar. Mira sus músculos, mira sus manos, sus piernas. Señor, me siento avergonzado de decirte el precio.

El esclavo miró hacia abajo a Lucano con una misteriosa agitación, una repentina expectación que brilló en sus ojos, y dio un paso hacia delante. Sus cadenas tintinearon. Apareció una pasión instintiva en el rostro del esclavo, un ruego y una esperanza.

—Su nombre —dijo el mercader, frotando sus codiciosas manos— es Ramus.

—¿Qué ha hecho? —murmuró Lucano mirando a los apasionados e inquisitivos ojos del esclavo.

El mercader tosió y se rascó su barbuda barbilla.

—¿Qué? Pues nada, señor. —Luego añadió confidencialmente—: Para decirte la verdad, Apolo, es mudo. No puede hablar. Llegó a Atenas hace algún tiempo, anduvo por las calles y miró los rostros de la gente. Fue encontrado, este pagano, en el propio Partenón, moviéndose entre las estatuas, invadiendo los templos; el guardia le vio por la noche, caminando a la luz de las antorchas y llevando algunas veces una linterna. Se dice que tiene brazaletes de oro y anillos pero creo que es mentira, porque lo único que tiene es el anillo de oro en la nariz. Fue llevado ante la Justicia, interrogado por intérpretes de la justicia, y siempre respondió con un gesto negativo de su cabeza. Le fue dado un estilo y una tableta para que escribiese, pero movió su cabeza; naturalmente es un bárbaro de una selva alejada o del desierto.

—¿Cómo sabes entonces que su nombre es Ramus? —preguntó Lucano.

Se acercó un poco más a la plataforma; su corazón palpitaba con una fuerte compasión.

El mercader se encogió de hombros.

—Es el nombre que la gente de Atenas le ha dado, porque fue una curiosidad en la calle durante muchos meses, multitud de ruidosos niños le seguían.

—Entonces… —dijo Lucano al ver que el mercader se había detenido abruptamente.

—Bien, señor. Tú sabes cuán supersticiosas son las multitudes. Se empezó a rumorear que producía el mal del ojo. Te darás cuenta de qué extraños y luminosos son sus ojos; las mujeres empezaron a quejarse de que su mirada les producía abortos. Cuando atravesaba un campo cierta noche, un campesino le vio y juró después que todas sus cosechas habían muerto y todos sus olivos se habían marchitado. Los rumores siguieron creciendo: los niños caían en las calles temblorosos después de su paso, las muchachas se quejaban de que eran perseguidas por demonios durante la noche, después de haberle visto. —El mercader se echó a reír e hizo un guiño—. Nosotros los mercaderes somos gente práctica. Sabemos que el único mal que existe es no tener dinero.

—No es un esclavo —dijo Lucano amargamente—. ¿Tenía algo de dinero?

El mercader consideró la pregunta, sus agudos ojos fijos sobre el joven griego. Luego se rascó su crespa barba.

—Poseía monedas de oro con inscripciones raras pero de poco peso. Los eruditos las examinaron; no pudieron declarar su origen. Sin embargo, compraba comida con ellas, aunque nadie sabe donde vivía. El asunto se hizo serio cuando compró varios panes y los dio a un grupo de encadenados esclavos que trabajaban en la carretera. Es cierto que tales esclavos no están bien alimentados. Aquella noche los esclavos se escaparon. Se rumoreó que su mal de ojo había disuelto el acero… Debemos recordar qué supersticiosos e ignorantes son…

—¿Cómo llegó a ser esclavo? —preguntó Lucano en voz alta y ronca.

—Señor, la Casa de Justicia no podía por más tiempo ignorar a esta criatura y los enfurecidos cargos contra él. Como te he dicho, fue interrogado y no pudo hablar, no pudo defenderse. Se aseguró que era un peligroso criminal. Fue arrojado a la prisión. Ciertamente que los jueces no son supersticiosos, pero son criaturas del pueblo. Recordarás a Sócrates; se le acusó de pervertir a la juventud y ridiculizar a los dioses. Los jueces no creían aquello realmente, pero había que tener en cuenta a la multitud que tiene los votos. De ahí que le diesen la copa de cicuta. Nosotros le hemos comprado hoy del carcelero y por eso está aquí.

—¿Por ningún crimen, sino tan sólo por buscar? —dijo Lucano.

—Sí, porque, ¿qué es lo que busca, señor? —El mercader contempló a Lucano—. Tú eres un hombre sabio, ¡oh, Apolo! Y tan joven como los dioses, ¿qué es lo que buscaba mientras vagabundeaba por las calles día y noche y contemplaba todos los rostros?

Lucano dijo con sequedad:

—Voy a comprarlo. Pero debes quitarle al instante las cadenas.

Se quitó el encapuchado manto de sus hombros y lo ofreció a Ramus, que, mientras tintineaban sus encadenadas muñecas, se agachó con dignidad y tomándolo cubrió su desnudo cuerpo. Después, para tristeza de Lucano, los ojos del esclavo se llenaron de lágrimas y le dirigió una trémula sonrisa mientras un gran gozo iluminó sus oscuros rasgos.

El mercader saltó sobre la plataforma lamiéndose los labios, rumiaba el precio mientras desataba las cadenas. Luego frunciendo el ceño miró a Lucano y mencionó una gran suma. Lucano, despectivamente, arrojó una bolsa sobre la plataforma y el mercader se apoderó de ella con avaricia y empezó a contar el dinero, mientras sus labios se curvaban. Luego exclamó con deleite:

—Señor, has hecho una gran compra. No te arrepentirás.

—Vamos —dijo Lucano al esclavo, que saltó limpiamente de la plataforma y se colocó a su lado.

Una delgada cadena colgaba de su muñeca, Lucano comprendió que era para que tomase un extremo y se llevase su compra de allí. Tomó la cadena y la partió entre sus fuertes manos y la arrojó de allí como si fuese un objeto infecto.

—Eres libre —dijo Lucano—. Sígueme a mi casa. A nuestra casa.