29

Nemo aseguró a Lucano que estaba tan «radiante como un sol», después del baño y del ungimiento, del cual Nema había sido excluida, y tras haberse puesto los blancos y dorados vestidos. Lucano había rechazado el collar, aunque no sin una rápida mirada al espejo. Se sentía poseído por una curiosa excitación. No quería reconocerlo, pero el mundo de los hombres y de extrañas experiencias nuevas, invariablemente le emocionaban como si fuese un recién nacido. Estaba a punto de ser iniciado en una atmósfera de la cual Diodoro había hablado con furioso desprecio. Lo que Lucano había visto hasta entonces, aunque contra su voluntad, había despertado su admiración, porque sus ojos de griego no eran insensibles a la belleza y su alma no era tan rígida como para sentirse a disgusto ante la vista de la grandeza y de la elegancia.

Lucano permanecía de pie en aquellas horas vespertinas, mirando hacia abajo, a la ciudad imperial, desde la altura de los jardines que se extendían fuera de las habitaciones. La ciudad se le mostraba como un sueño, purpúrea, dorada, violeta y blanca, flotando en una niebla sonrosada a través de la cual ocasionalmente aparecía una estatua alada sobre un alto pedestal, una incandescente bóveda, una nevada pared sobre la que se reflejaba la luz de los últimos rayos del sol, un esculpido y poderoso arco, el enorme abanico de piedra de los peldaños de unas escaleras olímpicas. Todo lo que no podía ser visto en la ciudad quedaba escondido por aquella niebla rosada que empezaba a fluir, no sólo en los cielos, sino sobre toda la ciudad, como si se difundiesen millones de rosas derretidas en una vasta cortina a través de la cual emergían formas fantasmales. El tortuoso Tíber se curvaba como una vena de brillante fuego escarlata, palpitante a través de la suave niebla sonrosada, con sus frágiles puentes que parecían compuestos de plata y marfil. Incluso las distantes colinas brillaban vacilantes y parecían perder su materialidad. Las columnas del palacio alrededor de Lucano destacaban con suave y brillante color perla, con sus lados occidentales enrojecidos. Hasta él llegaba el sonido de las cercanas fuentes como una frágil música. Las voces de los pájaros murmuraban puras tonadas. El perfume de flores, jazmines, y lilas, se esparcía en aquel dulce ambiente.

Excitado y apresado por el milagro que era la colosal ciudad, Lucano se reclinó contra una columna, escuchó y miró. Luego percibió la voz de Roma, por debajo y sin embargo por encima de las voces de los pájaros cercanos a él, como el ruido de una gigantesca rueda que giraba, sofocado, trueno titánico, constante e inacabado. Lentamente Lucano se sintió impresionado por una percepción sorprendente. Pese a la omnipotencia de la voz de la ciudad, carecía de firmeza, de ardor, de cierta intensidad y masculinidad, Lucano recordó entonces lo que Diodoro le había dicho en cierta ocasión: «Es una ciudad incapaz de enfadarse. Una ciudad sin masculinidad ni heroísmo».

Diodoro, aquel hombre capaz de enfadarse mucho, heroico y masculino, había hablado bien. El susurrante rugido de Roma era un rugido contenido. Su esplendor imperial y poder carecía de contorno. Podía ser monstruoso y cruel en sus muchos aspectos. Pero era una monstruosidad y crueldad de un hombre anciano que se había consentido demasiado y había olvidado la fuerza de las extremidades y la dureza del corazón. Yacía en el centro del mundo como un hinchado, aunque poderoso, sátiro, reclinado en un diván de seda roja y oro, con una mano apretando la espada, la otra mano alzando débilmente una copa de vino hasta su boca, una guirnalda deslizándose de su cabeza, sus pesadas mejillas descansando sobre un pecho blando como el de una mujer.

Incapaz de enfadarse. Poco masculina. Aquél podía ser el epitafio de Roma. Había caído, pero no en batalla. Las había ganado todas. Era lo mismo. El triunfo se transformaba en muerte no menos que la derrota. Si un hombre moría valientemente con las armas en la mano, en algún campo de batalla, por algún principio, patriotismo, o por la protección de lo que había considerado más sagrado, no había vivido en vano. Pero aquéllos que ganaban batallas por el poder, vivían sin gloria y morían sin gloria, quedaban como objeto de sátiras posteriores y de avisos para las edades. Era extraño que los imperios nunca aprendiesen aquella lección, pensó Lucano. Era extraño que los hombres nunca aprendiesen nada en absoluto. De pronto, mirando hacia abajo a la envuelta y sonrosada ciudad, Lucano se sintió lleno de una extraña intranquilidad y de una amenazadora inseguridad. Sintió que estaba ante un abismo de algo que no podía aún discernir; era como si algo hubiese cambiado y acelerado desde una inmensa eternidad.

La sonrosada niebla sobre la ciudad fue disminuyendo. Una oscuridad liliácea como un vasto remanso se extendió sobre Roma, e inundó los jardines donde Lucano permanecía. La luna se alzó lentamente sobre la bóveda del cielo. Los pájaros empezaron a quedar silenciosos, las fuentes a clarear, Nemo tocó el brazo de Lucano y el joven griego se volvió con sorpresa mirando al esclavo.

—Son las ocho, señor —dijo Nemo.

Lucano miró una vez más hacia la ciudad que se extendía debajo. Luego murmuró:

—No, es la hora once.

Un reflejo de rojas antorchas brillaba entre la oscuridad violeta abajo, como inquietas lenguas. A Lucano le pareció el principio de una conflagración.

Pocos momentos después formaba parte de una multitud de hombres y mujeres que se movían a través de los vestíbulos y amplias habitaciones, que estaban entonces iluminados por cientos de lámparas. Las mujeres andaban con firme seguridad entre sus hombres, porque Roma, como había dicho amargamente Diodoro, era una ciudad de mujeres, con mujeres arrogantes dirigiendo a sus hombres con agresivas e insolentes voces. Era un encubierto matriarcado, corrompido, egoísta, de pecho abrasado, insistente y avaricioso. Era por las mujeres romanas por lo que las legiones romanas luchaban. Era por las mujeres romanas y sus ociosos cuerpos, que los galeones zarpaban de todos los puertos con sus cargas de lujo, comidas, sedas y joyas. Era por las mujeres de Roma que las banderas ondeaban sobre las ciudades y pueblos y las trompetas sonaban. No podían invadir el Senado, pero estaban allí en las personas de sus esposos, hijos o amantes. Las bolsas y mercados, febriles con el cambio de oro y el furor de las inversiones podían sonar con las voces de hombres. Pero los estridentes ecos eran las voces de las mujeres. Poseían la riqueza de Roma. Su suave vitalidad sonaba con el tintinear de las cadenas de millones de esclavos.

A medida que Lucano se adelantaba entre la multitud hacia la corte de Julia, se dio cuenta de que aquéllos que se apresuraban hacia la fiesta se hacían cada vez más numerosos. Era como si las estatuas de dioses y diosas en togas y estolas abandonasen sus pórticos y nichos y se uniesen a las mujeres, y como si aquéllos que permanecían en sus lugares mirasen hacia abajo con el desprecio de una celestial indiferencia dirigida a los desertores. «He conocido las cosas del mundo de oídas», se decía Lucano, maravillado. Contempló los bellos, aunque depravados rostros de las mujeres, sobrecargados de cosméticos; miró sus joyas, sus cabellos negros, morenos, dorados o bronceados recogidos por redes enjoyados o sujetos con cintas a la manera griega. Una nube de perfumes flotaba procedente de sus cuerpos y vestidos. Sus blancos o morenos cuellos relumbraban con gemas, sus bruñidos brazos estaban cargados de adornos de oro y sus dedos relumbraban. Entre ellas había famosas cortesanas, esclavas liberadas por dueños caprichosos, y mujeres de importancia. Era imposible decir quienes eran y en qué se distinguían de las grandes señoras, de las grandes casas y grandes nombres. Las mujeres casadas podían ser reconocidas de las solteras sólo por sus estolas, cuyos vestidos tenían una falsa simplicidad, y cuyos rostros eran tan mundanos y desilusionados como el de las matronas y el de las mujeres infames. Entre ellas no había ni un solo ojo inocente, o una asombrada sonrisa joven o una tierna mirada, sólo atrevimiento, avaricia y miradas a su alrededor para ver si eran admiradas. Un elevado murmullo de conversaciones incoherentes flotaba a su alrededor.

Los hombres no eran menos ambiguos. Los senadores podían ser reconocidos por sus rojas sandalias, pero los augustales no eran distinguibles de los gladiadores, los libertos de los patricios, los mercaderes de los hombres de nombre brillante. Lucano se preguntó si aquéllos que tenían los aires más arrogantes no serían los más bajos y si aquéllos que aparecían más elegantes no habían surgido a la fortuna de algún sumidero. Diodoro había dicho con frecuencia que Augusto Cayo Octavio nunca hubiese permitido a uno de bajo nacimiento entrar en su palacio, sin importarle su riqueza actual o posición. Pero su degradada hija, Julia, esposa de Tiberio, con frecuencia proclamaba su democracia. Para ella, un gladiador de fama era tan distinguido como un senador. Tan sólo pedía que sus invitadas fuesen divertidas y alardeaba de que entre concubinas y cortesanas había encontrado frecuentemente más inteligencia que entre las esposas e hijas de las casas nobles.

Su propio padre la había exilado en cierta ocasión por su descarado comportamiento. Por qué la había empujado hacia Tiberio era un enigma, porque Augusto había sentido afecto y admiración por el actual César. Era posible que Augusto hubiese creído que Tiberio, frío, justo y notorio por su falta de susceptibilidad respecto a las mujeres y su virtud privada, pudiese ejercer un efecto apaciguador sobre Julia.

El sonido de prisas se elevó sobre los sones de una música distante. Lucano pudo ver reflejos de pies cubiertos de plata y oro o enjoyados calzados y materiales cubiertos de brocados. Los hombres reían y murmuraban mirando a su alrededor con insolencia. El blanco río ascendió una baja y amplía escalera y atravesó largos patios. Algunas de las señoras en particular miraban a Lucano con curiosidad a través de sus pestañas pesadamente pintadas con khol o le sonreían con un gesto invitador. Una vez vio un par de ojos violetas como los de Sara bas Eleazar y se sintió repentinamente sorprendido. Otra vez un perfil le recordó el de Rubria y de nuevo se sintió impresionado. Le enfurecía que una de aquellas mujeres pudiese parecerse a alguna de las que había amado y a quienes amaba todavía. Inclinó su cabeza a fin de no verlas más. Los hombres lanzaban miradas sospechosas hacia él y se preguntaban quién podía ser. Las lámparas vertían su brillante luz sobre la concurrencia; las joyas parecían danzar en aquella luz en la que brillaban miradas codiciosas.

Lucano iba pensando: Cicerón se había lamentado de que aunque las formas de la República todavía se conservaban, la República ya no existía. Entre aquellos hombres y mujeres no existía ningún amor a la patria, ninguna aclamación por la libertad, ningún honor por los poderosos muertos que habían fundado su nación y sus instituciones. Sus bocas exhalaban perfume a causa de los desodorantes que habían absorbido. Para Lucano exhalaban corrupción. De pronto se sintió profundamente deprimido. Pensó en su hogar con nostalgia. Tenía la impresión de que estaba desnudo en medio de la gente y que todas las partes de su cuerpo eran vulnerables.

Una dulce brisa llegó hasta su rostro; miró hacia arriba y vio que estaba siendo llevado a lo largo de un vasto pórtico abierto, donde, puesto que el tiempo era tan suave y fresco, el banquete iba a ser celebrado. El pórtico se abría sobre un gran jardín, decorado con mezclas de brillantes luces que se reflejaban sobre el rocío de oscuras hierbas. Las estatuas estaban iluminadas por varios colores y parecían sumidas en aguas coloreadas como figuras de pálido fuego. El suelo había sido cubierto con flores y colocadas en altos jarrones, a fin de que el cálido aire palpitase con su perfume. El pórtico, también iluminado, brillaba como nieve esculpida contra el oscuro cielo, y a su alrededor habían sido construidas grutas artificiales de musgos y flores en las que se alzaban las más exquisitas estatuas, vacilando tímidamente y brillando en medio de la luz de la luna. Músicos invisibles tocaban flautas, arpas y laúdes. Las mesas extendidas en el pórtico estaban cubiertas con manteles rojos, llenas de oro y bordados elaborados, tejidos con brillantes hilos, y los divanes a su alrededor estaban decorados en la misma forma y como esperando. A lo lejos yacía la vociferante ciudad, temblando con lámparas, las rojas antorchas parpadeando, y de ella llegaba un rugiente sonido como de un bosque de fieras.

Los huéspedes habían empezado a instalarse en medio de muchas risas, y Lucano permaneció de pie, con incertidumbre, cerca de un deslumbrador pilar. Contempló los árboles que circundaban los jardines, como si estuviese esperando a alguien. Las ramas oscilaban con lámparas de extrañas y fantásticas formas y la luz atravesaba sus teñidos cristales. Esclavos, masculinos y femeninos, hermosos como jóvenes dioses y sirenas y desnudos como estatuas, permanecían esperando que los invitados ocupasen sus lugares, las mujeres en sillas de marfil y ébano incrustadas con metales preciosos, y los hombres sobre divanes. Lucano no sabía que hacer, porque todos parecían conocer su sitio. Las voces de los invitados se hicieron vehementes a causa de la excitación, de tal forma que los jardines y el pórtico reproducían el eco que parecía ser de loros, o lujuriosos monos. La música había quedado amortiguada; sólo ocasionalmente, como en un armonioso ruego, era oída; luego el clamor desaparecía momentáneamente. Los rostros de los esclavos permanecían impasibles y complacientes. Un grupo de pequeñas muchachas apareció entonces, para ungir los pies de los invitados con bálsamo. Su absoluta desnudez parecía estar inspirada en la inocencia. Aparecieron camareros, llevando grandes recipientes de plata llenos de nieve en las que habían sido colocados botellas de vino, que fue vertido en enjoyadas copas coronadas con verde laurel. El perfume del dorado o rubí líquido se mezcló con el de las flores y de la hierba. Los invitados tomaban el vino después de hacer una libación y Lucano recordó la ofrenda al Dios Desconocido y le pareció que todo su cuerpo se estremecía con excitación y soledad. Permanecía todavía junto al pilar. Aunque los camareros habían servido el vino no había nada todavía encima de las mesas cubiertas de seda sino flores y copas. Los invitados estaban esperando; hablaban de los últimos negocios, las últimas inversiones, de las carreras y juegos, y contemplaban a los vestidos gladiadores haciendo comentarios. Su vivaz charla, tan trivial y tan maliciosa, era extraña para los oídos de Lucano como la charla de multitud de pájaros parlantes. Oyó mencionar nombres antiguos y famosos, mezclados con escándalos de la más abyecta clase. Una gran señora, se afirmaba con mucha risa, acababa de tomar su décimo amante, pero éste era una esclava. Una muchacha afirmaba vehemente que Cupido la había visitado una noche y describía la visita con detalles lascivos. Un senador empezó a discutir con otro senador acerca de sus inversiones en la tierra de Israel. Declaró que sus hombres habían descubierto las Minas de Salomón. El segundo senador le afirmó que había sido engañado y que debía hacer volver a los descubridores encadenados. Un gladiador, tragando el excelente vino, declaró que podía luchar con un león con sus manos desnudas. Se hicieron apuestas inmediatamente para los próximos juegos.

El aire se hizo opresivo; los jardines tenían un aspecto secreto y blancuzco a la luz de la luna. Los invitados bebían más y más y empezaron a inquietarse y sus voces se alzaron en tonos más altos. Unas pocas señoras cerca de Lucano le contemplaron con repentino interés. Todas las mujeres habían descartado la clásica estola; permanecían sentadas envueltas en las más delgadas y costosas sedas de colores, lienzos y brocados que, aunque cubrían sus pechos, revelaban todos los detalles de curva y pezones. Sus suaves hombros brillaban a la luz de las lámparas. Sus frentes estaban húmedas, sus labios más y más llenos y rojos. Algunas se inclinaban en sus sillas y recostaban sus cuerpos contra los hombres, invitando a besos sobre sus gargantas, hombros y boca. Los esclavos habían colocado guirnaldas de rosas sobre todas las cabezas y el perfume del jardín, la hierba y los bálsamos llenaron todo el pórtico. El resplandor de las joyas hirió los ojos de Lucano; las lámparas parecían adquirir mayor fulgor e intensidad. Tenía hambre, y se sentía violento en su aislamiento cerca de la columna. La música se mezclaba con el fragante rumor de las fuentes, cuando se podía oír por encima de las voces. Se dio cuenta de que a la cabeza de la mesa en forma de U se extendía un gran diván cubierto con púrpura imperial y lleno de cojines sirios. Por lo tanto los invitados estaban esperando a la augusta Julia. No sabía que era su costumbre permitir que sus invitados se emborrachasen antes de aparecer a fin de que el hecho de que ya no era joven se difuminase entre la multitud. Los jarrones alejandrinos que sostenían las flores de las mesas empezaron a chispear con un excesivo color para Lucano. Se sentía muy aburrido. Diodoro había hablado de orgías y desbordamiento. Al joven griego aquello le parecía excesivamente gris. Las roncas voces de los hombres le molestaban. El agudo e insistente tono de las mujeres eran como si le metiesen una cuña en sus oídos.

Una mano deferente tocó su brazo. Uno de los encargados del lugar, que criticaba a los camareros por cualquier falta, permanecía tras él.

—Señor, ¿no has encontrado tu lugar? —murmuró.

—No —dijo Lucano con cortedad—. No sé si tengo lugar.

Luego vaciló.

—Soy Lucano, hijo de Diodoro Cirino y no he estado aquí antes.

El encargado le miró con horror. Hizo una profunda reverencia hasta que su cabeza llegó al nivel de las rodillas de Lucano, luego dijo con voz trémula:

—¡Pero Señor!… has de sentarte en el diván de la Augusta.

Su voz se hizo terrible y miró hacia los otros encargados que acudieron a toda prisa, luego dijo:

—¡Aquí está el huésped honrado y ninguno le ha conducido a su lugar…! ¡Mañana habrá latigazos!

Los invitados cercanos detuvieron su conversación para mirar. Lucano, enrojeciendo, retrocedió y sus pies se enredaron con una de las alfombras persas con las que se cubrían los mármoles y blancos suelos del pórtico.

—No, es culpa mía, y de nadie más.

—¿No fuiste escoltado hasta aquí, señor? —preguntó el primer encargado mientras los otros se reunían a su alrededor para su mayor violencia.

Luego Lucano recordó que Plotio había quedado en llevarle él mismo, pero Lucano había olvidado esperar. Luego añadió con prisa:

—Tenía un guía, Plotio, de los pretorianos, pero no le esperé.

El encargado gruñó. Sus compañeros le hicieron eco. Luego se inclinaron a la vez en una profunda reverencia. Más y más invitados empezaron a interesarse. Los encargados rodearon a Lucano como si fuese una guardia y ceremoniosamente le llevaron al diván de púrpura. Un profundo silencio cayó sobre los invitados cuando Lucano se sentó y todos los ojos quedaron fijos en él. Fue colocada una guirnalda sobre su cabeza. Un niño quitó sus sandalias y ungió sus pies. Después le fue escanciado vino. Su rostro estaba rojo y sudaba. No sabía donde mirar, pero finalmente miró al final del pórtico. Plotio estaba allí, tratando de fruncir el ceño pero consiguiendo tan sólo aparecer enormemente divertido. Lucano tomó un largo trago de vino. El silencio del pórtico, el intento de verle, era enervador. De pronto la música se alzó exuberante acompañada por muchas voces dulces y las fuentes empezaron a cantar a la luna.

Las posaderas de Lucano fueron tragadas en la suavidad del diván. No podía hacerse a la idea de reclinarse como los otros hombres estaban reclinados. Apoyó un codo en un cojín e interiormente maldijo a Plotio, los invitados, a sí mismo, a Julia y luego a Tiberio. Se vio a sí mismo como un novato en aquella reunión, un nuevo recién llegado. Y de nuevo se sintió enfurecido.

Un murmullo recorrió entre los invitados murmurando su nombre, como un viento turbulento que agitase filas de flores porque innumerables joyas, ricos colores, oscuros y níveos rostros, alegres túnicas, brillantes miradas y lustrosos cabellos se mezclaban en grupos de confusa exuberancia y excitación bajo los destellos de las prismáticas lámparas. Los hombres se alzaban sobre los cojines; las mujeres alzaban sus cuellos, sus blancos dientes deslumbrando en medio de rojos labios mientras sonreían descaradamente a Lucano. El griego crispó su mano sobre la ropa cuajada de gemas y bebió de nuevo.

—¡Lucano! —murmuraban todos con exclamaciones—. ¡Lucano, el hijo de Diodoro!

Después todos estallaron en una carcajada, cordial, y alzaron sus copas en honor del joven; los hombres inclinaron sus cabezas en gesto de saludo y las mujeres dirigieron sus manos cuajadas de joyas a sus complicados peinados.

—¡Bienvenido! ¡Saludos! —exclamaron los invitados—. ¡Bienvenido, noble Lucano!

El joven trató de sonreír; se sentía a disgusto y completamente embarazado. Vio que Plotio le hacía también una reverencia con mucha ironía e involuntariamente rompió a reír. Una ramera apareció de nuevo junto a él y llenó su copa otra vez. El vino estaba endulzado y era fuerte. La luna iluminaba la escena a través del aire claro; las estrellas brillaban en el cielo parpadeando sobre el jardín y las lámparas oscilaban mientras las fuentes iluminadas reflejaban su luz sobre las estatuas que se alzaban en ellas.

De repente sonó una trompeta; una sola y, los invitados se levantaron con un rápido murmullo, esperando. Lucano se levantó también con dificultad, porque el diván era demasiado suave y profundo y además empezaba a sentir los efectos del vino. Julia, acompañada por Jacinto y Oris, los atletas, había aparecido en el pórtico.

Lucano vio con gran disgusto que iba vestida según la antigua moda cretense. No era ni muy alta ni muy baja y su figura era voluptuosa, su carne muy blanca. Su ajustado vestido, copiado de los modelos usados por las mujeres cretenses, había sido tejido de oro y cubría todo su cuerpo, incluso los brazos, con excepción de sus pechos, que aparecían desnudos y con los pezones pintados de color escarlata; el vestido caía de sus caderas formando pliegues bordados con joyas y pintado, con plumas de pavo real. Estaba orgullosa de sus pechos, mostrados con tanta evidencia, porque eran blanquísimos, con un lustre delicado, de curva impecable y firmes. Sus cabellos, de un tono dorado de vino viejo, habían sido peinados en alto y con sumo cuidado y, siguiendo su vestidura cretense, llevaba un diminuto sombrero parecido a una multicolor mariposa, fulgurante de gemas sobre la cima de sus rizos. El tejido de oro de su vestido modelaba sus caderas como si estuviese pegado a las curvas de su carne y la coquetería de su sombrero y el brillo de sus joyas parecían asociarse para dejar deslumbrados a quienes la contemplaban, para aplastarles con magnificencia. Todos sus movimientos eran sensuales, calculados y, por lo menos para Lucano, carnales y vulgares, acentuados por el metálico vestido.

Allí estaban los invitados de aquella mujer radiante. Ella se detuvo a poca distancia para reconocer el recibimiento, y Lucano pudo ver su rostro primero de perfil, luego de frente. De perfil tenía un cierto aire de fría lejanía, que le recordaba una estatua de Palas Atenea, pero cuando se volvió de frente vio su aspecto ancho, imperioso y duro y grosero, en un grado más que lo corriente. Su cutis era excelente y las ligeras arrugas que tenía habían sido disimuladas hábilmente bajo una capa de pintura y polvos sonrosados; sus extraños ojos parecían de lapislázuli entre rígidas pestañas negras espolvoreadas con polvo de oro; tenía una boca sensual con el labio inferior grueso, deslumbrante de pintura roja. Poseía una nariz corta y algo gruesa con las fosas nasales ampliamente abiertas. Producía una impresión a la vez cruel y sentimental, orgullosa y presumida, arrogante y sin embargo familiar. Para Lucano tenía un aire de cierta fiera barbarie, y pensó en el frío y orgulloso Tiberio que era su esposo y en el viejo soldado Augusto César Cayo Octavio, que había sido su padre. Intentó no mirar a la descarada exhibición de sus pechos que le producían embarazo.

Jacinto y Oris, tocando familiarmente sus codos, la condujeron hacia el diván imperial y por primera vez ella miró a Lucano. Sus labios se entreabrieron en una sonrisa encantadora, cálida y de bienvenida, seductora como la de una muchacha. El joven se inclinó ante ella en saludo y mantuvo su cabeza inclinada mientras ella se sentaba con un gesto gracioso y metálicos murmullos y Lucano se sintió casi abrumado por su sensual perfume. Luego se sintió atemorizado al ver que era su voluntad que Jacinto y Oris, que hicieron un gesto sombrío al reconocerle, se sentasen juntos a su mano derecha y Lucano a su izquierda.

—Saludos, noble Lucano —dijo Julia al joven.

Tenía una voz masculina y sensual, como la de una mujer de bajo nacimiento, pese a descender de una gran familia.

—Saludos, Augusta —murmuró como respuesta, y se dejó tragar de nuevo por el diván con un sentimiento de desesperanza.

Los invitados se sentaron produciendo un sonido de suave brisa y la música aumentó de tono y ritmo mientras los cantores iniciaban un canto de adulación a una diosa. Julia estaba de buen humor. Con frecuencia estaba peligrosamente aburrida y descontenta, pero aquella noche estaba excitada. Jacinto y Oris, vestidos con túnicas color de rosa y ceñidos con cinturones de oro, miraban ariscos a Lucano, lo cual divertía a la emperatriz. Los invitados creyendo que el joven griego era un nuevo favorito, como en realidad era, aunque él no lo supiese, le miraban con miradas de adulación y expectación. Pero Julia, hasta entonces, salvo sus palabras de bienvenida, ignoró su presencia. Julia se dedicaba a atormentar a Jacinto y Oris con sonrisas especiales, caricias en las mejillas y cuellos con sus enjoyadas manos y murmullos significativos.

Una horda de criados entro en el pórtico portadores de deslumbrantes platos y bandejas, llenos de uvas, higos, aceitunas y otros manjares. Platos de oro fueron colocados ante los invitados, las copas fueron llenadas de nuevo. Junto a cada plato fueron colocados cuchillos de oro, tenedores, cucharas de variadas formas, mondadientes, bordadas servilletas y pequeños recipientes de agua caliente y perfumada. La curiosidad se impuso a la intranquilidad de Lucano. Estudió el primer plato, momentáneamente sordo al clamor cada vez mayor, a la música y a Julia. Era una enorme fuente con bordes ondulados, llena de pequeñas ardillas, guisadas con aceite y miel y cubiertas de semillas de amapolas. Otras fuentes contenían huevos especiales, riñones inmersos en aceite, pequeños pescados ahumados, hígados de pato sobre los que había sido vertida una salsa de olor penetrante y cabezas de ternera hervidas. Los criados pululaban alrededor de los invitados, ofreciendo servilletas limpias después que los dedos habían sido sumergidos en los recipientes de agua para limpiarlos de las salsas y aceite, rellenando las copas con vino caliente y ofreciendo panecillos de curiosas formas y recién sacados del horno.

Lucano no había visto nunca tanta profusión de alimentos. Ingenuamente creyó que aquello componía el banquete. Rechazó las ardillas, comió un poco de hígado y un trozo de queso. El vino estaba empezando a producirle efecto dándole una visión torcida de la mesa, demasiado brillante, llena de colores e intensa luz. Su inquietud por estar tan cerca de Julia, cuyos pechos empezaban a estar excesivamente próximos, aumentó. En sus oídos vibraban las voces, risas y música y su cabeza empezó a darle vueltas. Para refrescar su enfebrecida boca, comió una granada, unos cuantos dátiles y un puñado de uvas. No apagaron su fiebre y se encontró bebiendo de nuevo el helado vino.

Se hizo una pausa en el banquete. Los criados retiraron los untados platos y las vajillas, y volvieron a colocar servilletas nuevas. Hasta entonces nadie había dirigido la palabra a Lucano. Los invitados esperaban a que Julia le hablase primero y percibir en el tono de su voz la importancia del favorito, su estado en la consideración de Julia y cómo tendrían que dirigirse a él y tratarle. Pero Julia estaba medio reclinada contra el cuerpo de Jacinto. Las demás mujeres también habían abandonado sus sillas, que habían sido retiradas por los criados con maestría, y se habían recostado sobre divanes cercanos apretando sus cuerpos deseosos contra la carne de los hombres. Los rostros empezaron a enrojecer; las guirnaldas empezaron a caerse de las cabezas de algunos; las risas adquirieron un tono elevado y agudo. Aquí y allá los hombres empezaron a desnudar las túnicas de pechos y hombros de algunas mujeres jóvenes y a besarlos ardientemente. Lucano, pese a su condición de médico, se sintió cada vez más inquieto y molesto. De modo que aquello era a lo que la emancipación de las mujeres romanas les había conducido, a aquel despliegue de deseos inmodesto y vulgar; a aquellos diálogos torpes, a aquellas discusiones medio embriagadas, a aquella charla intrascendente sobre negocios, chismes y política; a aquella insistencia torpe y ordinaria. Pensó en Aurelia y en su madre Iris, hábiles en los deberes caseros, la amabilidad, el cuidado de los niños y el cariño hacia los esposos. Ellas no habían conocido mucho a Virgilio u Homero, ni podían discutir campañas militares o pleitos legales prominentes en las Cortes de Justicia, como habían hecho aquellas mujeres hacía poco, pero podían llevar paz, alegría y honor a sus hogares, sus hijos y esposos las reverenciaban y el divorcio y adulterio era desconocido entre ellas. Lucano reflexionó. ¿Declinaba y decaía una nación cuando las mujeres ganaban el dominio y cuando ninguna puerta de la ley, los negocios, la política estaba cerrada para ellas, o indicaba el dominio de las mujeres que una nación estaba en trance de decadencia?

Lucano pensó en la dulce Rubria y en la tímida y encantadora Sara bas Eleazar. Repentinamente le pareció imposible que hubiesen existido en una época como aquélla. Se sintió de pronto lleno de deseo y desesperada pasión por Sara e incluso olvidó sus votos. Sus manos se crisparon sobre sus rodillas mientras escuchaba la conversación de las mujeres en la mesa. Aunque el pórtico era abierto y los iluminados jardines se mezclaban con él, el aire dentro del recinto de columnas estaba cargado de perfumes y olores a cálido sudor. Repentinamente las sinuosas caderas de Julia empezaron a moverse hacia él, aunque ella aparentaba estar sumida en la conversación con los demás.

Lucano quedó rígido con un nuevo acceso de intenso disgusto, desprecio y vergüenza. Aquella mujer era la augusta, Julia, emperatriz del mundo, esposa de Tiberio, pero su voz, gestos y movimientos provocativos bajo el dorado y ajustado vestido eran característicos de una ramera, una mujer disoluta de la calle. Las caderas se apretaron más contra él; sus voluptuosos pechos palpitaron, los escarlata pezones se alzaron erectos, el tejido metálico de su vestido recortaba todas las curvas y detalles de su cuerpo, incluso el ombligo. El perfume sensual de la mujer tenía para el joven un tono de carroña.

El sonido de los címbalos anunció otro plato del festín y los esclavos entraron triunfalmente llevando en alto una enorme bandeja de plata sobre la que yacía un pez vivo, iridiscente con el brillo de sus escamas, aleteando desesperadamente en sus agonías finales. Lucano, horrorizado, pudo ver sus desorbitados latigazos de su cola.

El pez fue llevado triunfalmente alrededor de los invitados que aplaudían y examinaban a la pobre criatura con exclamaciones de ebrios. Entretanto los criados colocaron una humeante caldera de cobre llena de agua aromática en el centro de las mesas colocadas en forma de U y el cocinero principal apareció con una pequeña mesa de servicio cubierta con un tejido blanco de muselina bordada. Los portadores del pez llevaron el animal, que se movía espasmódicamente, hasta donde estaba el cocinero y éste lo cogió con sus grandes manos y lo introdujo en la caldera. Inmediatamente el agua empezó a agitarse y el olor de especias y hierbas se mezcló con nubes de vapor.

El cocinero, con la ayuda de dos criados que actuaban ceremoniosamente, extrajo luego el pez y lo extendió sobre un tronco de madera donde le preparó para la mesa. Su fragancia se mezcló entonces con los demás olores; su carne era sonrosada y jugosa. Fue servido en medio de una salsa hecha con vino, ajos y jugo de limones. Lucano contempló su porción incapaz de comerla. Se sintió de pronto presa de náuseas. Comió otro trozo de queso, lechuga, zanahoria, pepinillos, unas cuantas aceitunas, uvas, un trozo de pan y bebió otra copa de vino. Julia, a fin de disfrutar del pescado, se levantó sobre sus codos y reclinó su cuerpo atravesándolo sobre el diván. Esto apartó las caderas de Lucano. Por primera vez se dirigió al joven entablando conversación con él, y con otra de sus encantadoras sonrisas preguntó:

—¿No te gusta el pescado, Lucano?

Y por alguna razón desconocida el joven griego, cuya cabeza empezaba a vacilar curiosamente, no encontró su voz tan desagradable como antes.

Su pecho quedó reclinado contra sus hombros y Lucano no podía evitar su roce mientras pensaba «aunque no es joven, posee considerable belleza, aunque no tenga vergüenza». Luego murmuró:

—Procedo de una familia austera y los lujos me son desconocidos.

Ella sonrió y un profundo hoyuelo apareció en el extremo de su roja boca. Alzó sus rizadas y pintadas pestañas con gesto curioso y respondió:

—Hemos de remediar esa austeridad.

Luego acarició suavemente las mejillas del joven con el dorso de su suave mano y le pellizcó cariñosamente. Una gran excitación recorría la sala, incluso entre los comensales borrachos. Julia había dado a conocer sus favores. A partir de aquel momento el joven griego sería un poder formidable en el palacio y algunos senadores, menos borrachos que otros, meditaron sobre esto. Jacinto y Oris se ruborizaron e intercambiaron miradas dirigiendo a Lucano una mirada de odio profundo que éste ignoró. Los dos atletas se quedaron tramando algo.

Quizá la música y los cantores se habían acercado del fondo a las mesas, porque Lucano podía oírles con repentina y fuerte claridad. Una mujer de voz rica y elocuente empezó a cantar:

Me preguntas por qué lloro, doncella mía.

Escúchame ahora, mientras te digo por qué.

Lloro por un cadáver que yace desnudo

y por los labios que amé y ya no amo.

Por eso lloro y suspiro.

Mejor es amar en vano

y ansiar una dicha desconocida,

estar sumido en dolor interminable,

que bostezar con los deseos satisfechos,

y huir de un beso ofrecido.

Los labios de Julia estaban apoyados en la oreja de Lucano y éste no se apartaba de ella, en parte por un sentimiento de aviso instintivo y porque no podía insultar ni siquiera a aquella indigna mujer. Ella murmuro en su oído:

—Y ansiar una dicha desconocida.

Fue entonces cuando Lucano comprendió a lo que ella intentaba inducirle y la miró con ojos dilatados y extraños viendo sus labios humedecidos y la agitación de su pecho. Se sintió abrumado y su disgusto le producía una fuerte náusea que atenazaba su garganta. Las caricias de Julia no habían sido nuevas coqueterías de una mujer sin recato concedidas a cualquier hombre. Eran una invitación y una orden. Una ira repentina se apoderó de él, a la vez que un sentimiento de degradación personal. Julia ofrecía su propia copa llevándola a los labios de él y Lucano se vio obligado a beber el vino. Aunque se sentía inundado de tempestuosas emociones, se sentía también mareado. Las mesas y sus ocupantes oscilaban suavemente ante sus ojos como si fueran en un barco. Lucano, incapaz de apartarse de la mano que se apoyaba en su cuello acariciándole, se dijo a sí mismo: «No sólo estoy disgustado y asustado, estoy también borracho y encelado». Los dedos de Julia exploraban su cuello suave y delicadamente y su tacto era tan experto, tan conocedor, que el joven sintió un cálido deseo de responder. Repentinamente su carne empezó a estremecerse con deseos y ansias; su sentimiento de vergüenza aumentó. Bebió más vino.

Julia se echó a reír con suavidad, comprendiendo. Apartó su mano, porque los criados traían en aquel momento una fuente aún más grande sobre la que reposaban una rueda de lechoncitos de leche, dorados y jugosos e inmersos en una salsa picante, naranjas asadas y corazones de alcachofas. A éste, siguieron otros platos de ternera asada y otros manjares delicados. De nuevo los criados limpiaron los dedos de los invitados y les ofrecieron servilletas limpias.

El ruido del pórtico adquiría proporciones formidables. Estallidos de risa incontrolable surgían de entre las mujeres y gritos roncos de hombres. El ruido de los besos y palmadas contra la carne suave resonaban por encima de la música. Imitando a Julia, las mujeres se habían desnudado hasta la cintura y pechos sonrosados, ambarinos y blancos relumbraban a la luz de las lámparas. Lucano miraba con avidez; ya no era el médico objetivo; ya no pensaba que aquella turbulencia de pechos desnudos era un despliegue de simples órganos mamarios. Las sinuosas caderas de las mujeres le fascinaban y le estremecían. Olvidó abstenerse del vino y a medida que su copa era llenada de nuevo, bebía sediento. Toda la escena bacanal se mezclaba con un grandioso despliegue de deslumbrantes colores, desnudos, olores sensuales y relámpagos de luces de múltiples tonalidades. Le parecía que las columnas del pórtico tenían un brillo de luz de luna propio y estaban iluminadas por dentro y que las estatuas de las grutas y hornacinas estaban vivas y le hacían gestos obscenos y libertinos.

Se estremecía. Julia le besaba la garganta y sus manos le acariciaban. Un deseo poderoso se apoderó de él. Le pareció la mujer más hermosa y deseable. Se sintió estremecer con un repentino placer. Los ojos de ella parecían reírse de él, hizo un gesto como si estuviese satisfecha y se apartó de él humedeciendo su boca palpitante. Luego, caprichosa y burlona, se dedicó a sus anteriores favoritos, que habían permanecido tramando la muerte de Lucano. Pero las huellas que sus dedos habían dejado en Lucano ardían como fuego.

Lucano perdió la noción del tiempo y quedó sumido en encontradas sensaciones, de calor, de mareo, deseos persistentes, confusión, oscuridades momentáneas y un continuo clamor. Intentó aclarar su vista parpadeando para librarse de una niebla sonrosada, azul, plateada y escarlata; sus oídos estaban ensordecidos con el ruido de las voces y la música. Se preguntó, creyendo que se hacía la pregunta más seria e importante del mundo: «¿Quién soy yo?». Su boca estaba llena de deliciosos sabores; el vino era enloquecedor. Se apoyó contra la mesa, se aferró al borde del diván por temor a caerse porque le parecía que se balanceaba bajo él. Estaba seguro de que sus pensamientos contenían la sabiduría de los siglos, que penetraba en tremendos secretos que acudían a él desde la eternidad. La mano izquierda de Julia apoyada sobre su cadera le parecía la más deliciosa presión. «Me he perdido tantas cosas», pensó solemnemente, y sus ojos se llenaron de lágrimas nacidas de la piedad que sentía hacia sí mismo. Aquella compañía era deliciosa y todos los invitados perfectos como dioses y diosas, encantadores, maravillosos en su amistad, inteligentes y amables. La luna era el escudo de Artemis; la estudió con la esperanza de que la diosa virgen radiante saldría de detrás de ella, vestida de argentina belleza. Las estatuas brillaban frenéticamente en sus grutas. La corona de rosas se deslizó de la cabeza de Lucano y el joven, con gesto meticuloso y cuidadoso, volvió a colocarla en la posición debida. Por alguna razón aquello le parecía absolutamente necesario. «No hay duda de que no estoy borracho, —se dijo a sí mismo con severidad—. Sencillamente, es que nunca he sabido lo que era vivir». De nuevo sus ojos se humedecieron con lágrimas y sollozó por su anterior personalidad sacrificada. Sus manos y pies estaban pesados, pero el resto de su cuerpo palpitaba. No pensó en Sara ni en Rubria, pero las imágenes difusas de ambas, como fantasmas sin rostro, permanecían en él, aumentando su marcada exaltación. Sus miembros se aflojaron.

Multitud de sones atravesaron su mente haciéndole estremecer de placer en placer, inundándole de pensamientos, de susurros. Lucano volvía en sí durante breves intervalos y descubría que estaba conversando amigablemente y con feliz intensidad con la señora sentada junto a él y, aparentemente, había estado conversando durante bastante tiempo. Pero lo que había dicho para mantener tan pendiente de él su profunda mirada negra, no lo sabía. Agitó su cabeza, como sorprendido, y ella le murmuró al oído:

—Hablas con arrebato. Continúa.

Lucano movió de nuevo su cabeza y se sintió sumido en otra serie de brillantes imágenes. Sin embargo, todos sus sentidos estaban iluminados, elevados. Se retiró dentro de sí mismo durante un rato para reflexionar con gozo sobre todo aquello. Estaba completamente borracho.

Los esclavos aparecieron llevando una amplia plataforma de madera que instalaron en la hierba cerca del pórtico. Arrojaron cestos de rosas sobre los invitados y perfumaron el cálido aire con perfume. La luna pareció acercarse más hasta el extremo que parecía estar al alcance de la mano, y una suave brisa se alzó en el jardín mientras que las copas de los cipreses parecían coronadas con puntas de fuego plateado. Aparecieron danzantes, luchadores, cantantes y actores, pero sus actuaciones pasaron casi desapercibidas porque la mayoría de los invitados estaban roncando ruidosamente, entretenidos con sus vecinos o parpadeando estúpidamente. Pero Lucano contempló a los atletas, tratando de verlos a través de la niebla sonrosada que impedía su visión. Dirigiéndose a la dama que mantenía encantada, manifestó:

—Ofrecen un pobre espectáculo.

Oris estaba dormido, pero Jacinto oyó las palabras de Lucano y exclamó:

—¡Ellos no usan magia!

Sus ojos brillaron con ira y celos.

Lucano afirmó con gran solemnidad:

—Podría vencerlos a todos. —Bebió más vino, asintió con un gesto de su cabeza y repitió con pesado énfasis—: Podría vencerlos a todos.

Julia se volvió hacia él, besó uno de sus hombros y murmuró:

—Sí, lo sé, mi divino Apolo.

Sonó un agudo toque de trompetas y las lámparas de colores brillaron más intensamente sobre la plataforma. Los esclavos arrojaron pétalos de rosas sobre ella. Cinco jóvenes, con las piernas cubiertas para imitar las patas cabrunas y los cascos de Pan, con los lomos adornados con guirnaldas de amapolas rojas, saltaron sobre la plataforma con gritos agudos y delirantes. Llevaban flautas en los labios y acompañados por otros músicos llenaron el aire con agudos y enloquecedores sones de sus flautas. Sus excitados y vivarachos ojos miraban a todos lados como si fuesen aladas libélulas, mientras danzaban, saltaban y se agitaban en el aire. Las flautas ensordecían los oídos e incluso aquéllos que roncaban o cabeceaban se despertaron y prestaron atención. Los oscuros jardines prestaban un fondo perfecto a aquellos danzarines; sus enfundados pies resonaban y repiqueteaban sobre el tablado de madera; los rostros quedaron pronto cubiertos de sudor; jadeaban, se movían en círculos, se encabritaban mientras las guirnaldas de sus cinturas se agitaban. Sus movimientos eran sensuales e incitantes, los salvajes gestos de sus rostros excitaban pasiones. La música y el sonido de las flautas se hicieron más rápidos, más alocados, más exigentes.

Un grupo de muchachas, vestidas como ninfas en flotantes y transparentes vestidos y coronadas con lirios, saltaron sobre la plataforma con los brazos extendidos, sosteniendo velos sutiles ante sus hermosos rostros. Bailaron recatadamente, con miradas tímidas y aparentemente ignorantes de los sátiros que danzaban a su alrededor. Eludían ansiosos abrazos, cantando suavemente para sí mismas. Los sátiros empezaron a exaltarse hasta enloquecer; sus lenguas rojas emergieron lamiendo el aire. Los sonrosados cuerpos de las muchachas se trasparentaban a través de sus delicados vestidos; sus jóvenes senos temblaban, sus cinturas se cimbreaban. Sus ojos brillaban tras los velos y sus largas cabelleras caían a su alrededor. Los sátiros saltaron más y más, frenéticos y lujuriosos, persiguiendo a las ninfas mientras éstas danzaban y giraban en la plataforma cantando.

Lucano no supo exactamente en qué momento quedó fríamente sobrio, aunque no de cuerpo, sí de mente. Miró a los danzantes con repentino disgusto y repugnancia. Deseó levantarse y marchar mientras sentía que sus sienes palpitaban de dolor. Le parecía que algún terrible peligro le amenazaba. Pero su carne no obedecía sus órdenes; quedó flácidamente medio tendido en el diván. Percibía el cálido aliento de Julia en sus mejillas, su mano acariciando sus brazos, su voz susurrante confiándole vergonzosas palabras. Se sintió enfermo y se despreció a sí mismo. Deseó saltar dentro del agua fría y limpiar no sólo su cuerpo, sino también su espesa boca y su mente. Miró a los demás invitados y sus bocas entreabiertas en las que silbaba el aliento, oliendo a vino; miró a las mujeres con sus pechos desnudos y se sintió apoderado por una especie de horror y desprecio hacia ellas y hacia sí mismo. Sus ojos le ardían resecos y su estómago se sintió invadido por náuseas.

Las ninfas gemían con entremezclado terror y simulado placer, porque los sátiros las habían aprisionado entre sus nervudos brazos. Los sátiros, entonces, rasgaron los velos y vestidos de las ninfas y acariciaron sus desnudos cuerpos, enroscando sus peludas patas alrededor de ellas. Luego, alzaron a las ninfas en sus brazos, las elevaron sobre sus cabezas como si fueran estatuas vivientes y las transportaron hacia la oscuridad, con gruñidos animales de triunfo y placer.

Como si hubiese sido una señal, todas las luces del pórtico y los jardines fueron extinguidas inmediatamente y sólo la luz de la luna iluminó la hierba, los árboles y las revueltas y desordenadas mesas. Los invitados permanecieron sentados sumidos en silencio y estupor. Luego pareja tras pareja, abrazados juntos, se pusieron en pie y se alejaron hacia las grutas que ofrecían su oscuro cobijo, hacia los distantes jardines donde sólo se filtraba la luz de la luna. Lucano contempló como se alejaban y el asco poderoso volvió a adueñarse de él.

Después se encontró sólo con Julia y los dos atletas. Oris roncaba, sumido en la inconsciencia, mientras que Jacinto tenía el rostro enrojecido por la lujuria. Cuando la emperatriz se levantó reflejando en su vestido la luz de la luna, Jacinto se levantó con ella, pero ella se apartó de él. Sonrió a Lucano, le tomó de la mano y susurró:

—Ven —haciendo que el joven se pusiese de pie.

El cuerpo de Lucano estaba aún paralizado y torpe a causa del vino; las rodillas le temblaban. Pero el sentimiento de terrible amenaza se hizo más fuerte que él. Pudo entonces pensar en Tiberio, el poderoso César. Contempló a Julia con odio y sus ojos azules despidieron destellos iluminados por la luz plateada. Ella creyó que Lucano vaciló bajo el impacto de su cuerpo, porque no era una mujer de peso grácil y además él estaba débil.

Jacinto, borracho e inflamado por los celos, empezó a dar vueltas alrededor de Lucano y Julia, y luego cogió al joven griego por un hombro lanzando obscenidades y amenazas. Lucano apartó a la emperatriz de sí y la fuerza volvió a su cuerpo. Agarró a Jacinto, le obligó a dar media vuelta y lo lanzó con violencia a los brazos de Julia. Ambos cayeron sobre el diván en un revuelo montón de cuerpos y piernas.

Luego Lucano corrió. Atravesó el pórtico a toda velocidad derribando mesas y sillas. Se deslizó veloz por sobre el silencioso y pulido suelo deslumbrante bajo la luz de esparcidas lámparas. Oyó que alguien corría tras él, acercándose cada vez más, dio media vuelta alzando los puños cerrados. Pero era Plotio.

—¡Rápido —exclamó el joven pretoriano—, por todas las furias, rápido!

Arrastró a Lucano hacia un corredor de mármol, largo y estrecho, que recorrieron con la velocidad de dos jóvenes Mercurios.

—Estás loco —exclamó Plotio jadeando.

—¿Creías que me iba a acostar con ella? —gritó Lucano enfurecido.

—No, pero hay medios menos violentos para rechazar a una dama —respondió Plotio; luego gimió—. ¡Y pensar que César me nombró tu guardia personal!

Detuvo repentinamente a Lucano, y sus ojos recorrieron el corredor. Dos pretorianos paseaban arriba y abajo al final del mismo con las espadas desenvainadas. Plotio se dirigió a él con un murmullo.

—Corres un peligro mortal. La Augusta no olvidará esto. Conseguirá tu vida si puede, porque la has humillado más allá de lo que puede soportar.

Se quitó el yelmo y enjugó el sudor que cubría su frente.

—Escúchame. Hay una puerta de bronce a ocho pasos a la izquierda de la que sólo los oficiales tenemos llave, porque conduce a las habitaciones de abajo. Seguiré hasta allá y simularé que examino la cerradura. Luego distraeré más allá a mis hombres con una conversación. En el momento propicio corre hasta la puerta que yo habré abierto, pásala rápidamente, entra en el corredor que hay detrás y espérame allí.

Su voz sonó con gran urgencia.

Miró hacia atrás al camino por donde habían venido. Luego, con una mirada profunda dirigida a Lucano, que se sentía violentamente enfermo, dejó al joven médico. Se adelantó con rapidez en forma marcial hacia el salón que se abría ante ellos, se detuvo ante la puerta y simuló examinarla. Luego continuó hasta encontrarse con sus hombres, que se detuvieron y le saludaron.

Conteniendo sus náuseas, tratando de contener los eructos que acudían hasta su garganta, Lucano miró por detrás de la columna con sumo cuidado. Esperó hasta que Plotio hubo colocado a los pretorianos en forma que le diesen la espalda. Oyó sus rudas carcajadas mientras Plotio les explicaba algún chiste. Luego corrió hacia la puerta de bronce, la abrió tan silenciosamente como le fue posible y deslizose en el oscuro y frío pasaje que se abría tras ella, cerrando la puerta a sus espaldas. Se apoyó contra la húmeda pared de piedra, cruzó sus brazos con fuerza sobre su estómago, y cerró los ojos intentando vencer el atronador dolor de su cabeza.