Mientras Plotio conducía a Lucano a través de otra selva de blancas columnas y estatuas, preguntó:
—Es sólo por curiosidad, pero ¿qué dijiste al César?
—¿Qué que le dije? —Lucano le miró con sorpresa—, pues hablamos de varios asuntos en los que se mostró muy comprensivo. También le he prescrito un tratamiento.
Plotio hizo un gesto de extrañeza. Tiberio tenía fama de caprichoso.
—¿Insistes en rechazar su oferta? —preguntó el joven pretoriano.
—Ciertamente —respondió Lucano un tanto irritado—. Te he dicho que el César se mostró muy comprensivo. Sin embargo he accedido a permanecer en Roma, en esta casa, durante seis meses, para honrar la memoria de Diodoro. Después de este período, partiré.
Plotio creyó que no había oído bien y volvió la cabeza contemplando al médico boquiabierto. Un hombre, un griego, había rehusado la oferta del César y no sólo había abandonado su presencia con libertad, sino que había sido tratado como una persona de la máxima importancia. Continuaron caminando en silencio, Lucano interesado en todo lo que le rodeaba y Plotio lleno de confusión. Si las estatuas hubiesen adquirido repentinamente vida no se hubiese sentido más incrédulo ni asombrado.
Entraron en un amplio corredor particular, guardado por dos pretorianos que saludaron y miraron a Lucano con curiosidad. Lucano vio que las blancas paredes estaban exquisitamente pintadas con escenas de la máxima depravación y licencia, representando centauros y sátiros, ninfas y dioses, hombres y mujeres, en actividades vergonzosas. Pero la elegante perversión no produjo repulsión ni asco a Lucano, que como médico no encontraba nada obsceno en la intrincada y maravillosa belleza y funciones del cuerpo humano. Para él aquellas pinturas eran tan sólo imaginaciones de niños impúdicos y pervertidos, que encontraban placer en las diversiones más bestiales. Había visto cosas mucho peores pintadas toscamente en las paredes y posadas de Alejandría y Antioquía; aquéllas por lo menos, habían sido realizadas por un artista insuperable. Una escena era tan pícaramente divertida que se detuvo por un momento y sonrió. Luego dijo a Plotio:
—Este hombre tenía una excelente educación en anatomía y un gran sentido del humor.
Los dos jóvenes estudiaron la obra de arte y luego se miraron uno a otro y rompieron a reír.
Los pretorianos estaban en todos los sitios, rígidos y saludando incluso en el vestíbulo que conducía a un departamento maravilloso, con grandes puertas abiertas y ventanales que daban a una amplia terraza cubierta de césped y flores.
Lucano nunca había visto tanto lujo, ni siquiera imaginado que existiese. La amplia y espaciosa habitación tenía paredes de mármol de cuatro colores diferentes, en los que contrastaban el blanco purísimo, el negro brillante, dorado y rosa, y un suelo multicolor reflejaba la luz del cielo y los reflejos del jardín. En el centro de la habitación había una gran cama de madera dorada en forma de un delfín, incrustada con deslumbradoras joyas, madreperlas, marfil y plata; estaba cubierta con una colcha de seda ricamente bordada con infinidad de flores entrelazadas. Airosos pedestales de mármol blanco y negro estaban colocados por la habitación, sobre los cuales se alzaban estatuillas de bronce de mujeres desnudas que sostenían graciosamente en alto, lámparas de plata y oro u objetos de arte más exquisito. Mesas de mármol, y maderas preciosas estaban cubiertas con valiosísimos vasos de cristal llenos de flores, en tal forma que las suaves brisas primaverales que entraban por las ventanas y puertas llenaban todo de fragancia. Divanes voluptuosos estaban colocados frente a las mesas, cubiertos de brillantes sedas, y cerca de las paredes se alineaban infinidad de sillas talladas cuidadosamente, con doradas patas. Un maravilloso armario de hierro forjado, con gemas rojas incrustadas se alzaba ante las ventanas, cubiertas con delicadas cortinas tejidas a mano. Sobre el armario colgaba un gran espejo de plata. Más allá de aquel lujoso y cómodo cuarto, había otro, de mármol rosado en su totalidad. El baño, empotrado en él, era de doce pies de largo y seis de ancho, lleno de agua caliente y perfumada, sobre cuyo fondo se veía una escena lasciva construida con los más brillantes mosaicos.
—Esto son habitaciones de mujer —dijo Lucano, acostumbrado a la austeridad de los hogares de Diodoro.
Dos esclavos entraron, hicieron una reverencia ante él y le miraron con admiración. Eran un joven y una mujer, altos y esbeltos, de una negrura tan increíblemente deslumbradora que parecían más bien mármol pulido que carne. Las curvas y ondulaciones de sus cuerpos tenían un cálido brillo, como si estuviesen espolvoreados con plata, y sus hermosas facciones, delicadamente nobles, parecían haber sido creadas por el más exquisito artista. El negro cabello de la muchacha caía en suaves y rizadas ondas sobre su delicada espalda; sus pechos eran firmes, puntiagudos y brillantes con reflejos mates. Ninguno de los jóvenes llevaba puesta otra cosa que pesados collares de oro alrededor de sus cuellos y pendientes del mismo metal que se reflejaba sobre sus brillantes pieles.
—Éstos son tus criados —dijo Plotio.
A Lucano le parecía ridículo que aquellas fuesen sus habitaciones con esclavos para que le sirviesen. Intentó protestar, pero Plotio con un guiño, le saludó y le dejó solo. Miró al muchacho y a la muchacha y no supo que decir, y ellos le miraron a él con sus grandes ojos negros y amplias sonrisas blancas. Esperaban que él hablase, por lo que preguntó con nerviosismo:
—¿Cómo os llamáis?
El muchacho replicó haciendo una nueva reverencia:
—Mi nombre es Nemo, señor y ésta es mi hermana gemela, Nema. Mándanos. Estamos a tu servicio.
La muchacha se dirigió con gestos graciosos a una mesa y llenó de vino una copa cuajada de gemas que ofreció a Lucano. Él la tomó de su mano delicada transido por la increíble belleza y perfección de su rostro y cuerpo. Llevó la copa a sus labios y bebió un poco. Nunca había bebido semejante vino sonrosado, perfumado y endulzado con miel. El muchacho le acercó una bandeja de higos maduros rellenos de nueces y otros dulces. Lucano comió uno o dos. Luego frunció el ceño.
—No necesito criados —dijo.
El muchacho y la muchacha sonrieron con un gesto vacío y permanecieron allí; como estatuas, sin moverse, como si él hubiese hablado en una lengua extraña. Si él se sentía sorprendido ante ellos, ellos lo estaban igualmente ante él, porque nunca habían visto a una persona tan rubia, con un cabello tan dorado y tan hermoso. Los tres jóvenes permanecieron de pie y se admiraron mutuamente con descaro.
Otro criado penetró, hizo una profunda reverencia, e informó a Lucano que la augusta Julia había ordenado que se presentase al banquete que daba aquella tarde a las ocho de la noche. Se retiró dejando a los tres solos otra vez en su mutua contemplación. Luego Lucano exclamó con un tono juvenil:
—Supongo que no puedo rechazar la invitación, pero no tengo nada que ponerme aparte de lo que llevo encima.
Miró a la valiosa toga de Keptah que estaba sucia del viaje y a sus sencillas sandalias de cuero. Nemo se acercó al armario de bronce; lo abrió y sacó una túnica de excelente lienzo, con flecos bordados en oro, una toga tan blanca como la nieve, también bordada de oro, un par de sandalias de oro y un cinturón del mismo metal intrincadamente trabajado y cuajado de gemas, y brazaletes que hacían juego con él. Como un mercader mostrando reverentemente mercancías divinas, colocó sobre uno de sus brazos los vestidos y mantuvo el cinturón y los brazaletes en la otra mano.
—Bien —dijo Lucano.
Consideraba aquel guardarropa afeminado; sin embargo extendió su mano para palpar el tejido y examinar las joyas.
—Me sentiré como un actor —comentó.
Nemo indicó que el baño esperaba y que él y su hermana le enjabonarían, ungirían con aceites perfumados y darían un masaje a su cuerpo. Pero Lucano sintió repugnancia ante esto. Los dos esclavos le miraron con sorpresa y se miraron uno al otro con un gesto mudo.
—Me he bañado solo desde que tenía tres años —explicó Lucano.
Los esclavos simplemente le miraron incrédulamente. Alzó la voz.
—Deseo estar solo —dijo.
Sorprendidos hicieron una reverencia ante él y le dejaron, cerrando las puertas tras ellos. Ocuparon sus puestos fuera y empezaron a tocar una música suave para distraerle con una flauta y una lira. Por encima del sonido de la débil armonía Lucano podía oír el firme paso del pretoriano de guardia destinado a protegerle. Movió la cabeza con gesto de duda. Probó un diván y se sintió alarmado al ver que casi le tragaba su enorme suavidad. Se levantó y fue pasando de una obra de arte a otra. Nunca había visto tanto arte; las pequeñas estatuillas habían sido ejecutadas tan bellamente que revelaban hasta las más diminutas venas de las manos, garganta y pies. Hizo deslizar sus dedos sobre ellas y le pareció que estaban vivas.
El sonido de voces masculinas fuera de la terraza que se veía a través de la puerta abierta despertó su interés, y salió fuera a ver de quien procedían. Dos jóvenes, de su misma edad, o más jóvenes, completamente desnudos luchaban sobre la hierba. Sus cuerpos ambarinos resaltaban a causa de los bien modelados músculos disciplinados, y tras unos momentos su carne quedó cubierta de brillante sudor. Evidentemente eran dos atletas consumados, entrenándose más bien que jugando, y sus hermosos rostros estaban tensos, atentos y serios. Gruñían, se excitaban y gritaban, sin darse cuenta que Lucano les contemplaba con profundo interés. Algunas veces maldecían obscenamente. El joven médico se preguntó si serían esclavos. Observó sus caídas, sus presas, la tensión de sus músculos, su destreza y fuerza. Atravesó las puertas, le vieron y saltaron aparte frunciendo el ceño.
—Saludos —dijo Lucano dándose cuenta de pronto de su hostilidad y reserva.
Le miraron con insolencia y deliberadamente examinaron sus vestidos sucios del viaje y sus vulgares sandalias. Como si hubiesen hablado sintió su despectivo comentario acerca de su falta de joyas, su convencimiento de que era un hombre sin ninguna importancia y su asombro por saber qué haría un hombre como él en aquel palacio. Creyeron que era un liberto intruso, un hombre que había vagado por aquellas habitaciones tan cercanas a las de Augusta. Pero él no supo que también había despertado su enemistad a causa de su apariencia, porque aunque eran jóvenes hermosos no podían compararse a él. Después uno de ellos hizo un gesto sombrío de sorpresa. ¿Sería aquel extranjero el nuevo favorito de la caprichosa e insaciable Julia?
—Saludos —dijo agriamente e hizo un guiño de ostentoso ridículo a su compañero que tosió fuertemente.
—Soy Lucano, médico e hijo de Diodoro Cirino —respondió Lucano y sintió el rojo de sus mejillas.
—Oh —dijo uno de los luchadores con voz fuerte, mostrando que no se sentía impresionado—. Un médico.
Sin duda era un anterior esclavo. Ninguno de los dos jóvenes había oído hablar nunca de Diodoro. El otro luchador preguntó:
—¿Estás aquí para cuidarnos?
—Estoy aquí como invitado del César —dijo Lucano fríamente.
Después sus azules ojos brillaron ante los evidentes insultos que se le habían dirigido. Luego dijo, mientras ellos se recobraban de su indirecta referencia al César:
—Sois dos buenos luchadores, pero vulgares. Vuestros entrenadores carecían de arte. No podríais competir por más de un momento con un buen atleta. Sois aficionados. Sin duda, sin embargo, un mejor entrenamiento os transformaría en luchadores mediocres, suponiendo que trabajaseis con la debida intensidad.
Los luchadores permanecían silenciosos, respirando rápidamente. No podían creer que Lucano, vestido como un campesino, fuese en realidad un invitado de Tiberio César. Y le odiaban por su crítica.
—Sin duda —dijo uno—, tú eres un luchador mejor.
—Lo soy —respondió Lucano apoyándose contra uno de los lados de la puerta.
Se entretuvo comiendo un dulce que tenía en la mano y pretendió estar engolfado en paladearle. Luego añadió, mientras los ojos de ellos le miraban con furor.
—Era mucho mejor incluso antes de que fuese educado en Alejandría —continuó mientras ellos permanecían en silencio—: Podía luchar mejor que vosotros cuando tenía diez años de edad —y les sonrió con el rostro iluminado.
Uno de ellos se levantó. Sus ojos chispeaban con furor.
—Mi nombre es Jacinto —dijo—, y tengo diez sestercios dispuestos para apostar que puedo echarte al suelo en tres segundos.
El otro repitió, haciéndole eco:
—Mi nombre es Oris —dijo—, y tengo doce sestercios dispuestos para apostar que puedo arrojarte al suelo en dos segundos.
Lucano se apoyó con un gesto gracioso contra uno de los lados de la puerta y lamió sus pegajosos dedos.
Después tocando la bolsa en su cinto dijo:
—Yo tengo catorce sestercios que me acaban de susurrar que puedo luchar con cada uno de vosotros, uno tras otro, y echaros al suelo en un segundo.
Se preguntó, sólo por un momento, si debía informarle que había aprendido una forma peculiar de combatir en Alejandría, de un profesor de Catay. No, decidió; eran demasiado insolentes, insultantes y excesivamente confiados; además le producían disgusto. Se estiró repentinamente, apartó la toga de Keptah, y luego sujetó la túnica azul a su cuerpo. Permaneció ante ellos como una columna de mármol blanco, y ellos retrocedieron con cierta desconfianza. Pero su cuerpo, después de unos momentos, les pareció demasiado suave y elegante. Se echaron a reír y uno de ellos, medio agachado, se adelantó hacia él con las piernas arqueadas. Era Jacinto.
Lucano esperó con tranquilidad. Simplemente alzó su brazo y lo extendió. El gesto era lánguido, casi inofensivo y ni siquiera inclinó el cuerpo. Oris lanzó una sola carcajada. Los dientes de Jacinto resonaron entre sus gruesos labios. Después, como serpientes atacando, sus brazos salieron disparados hacia Lucano, y su curvada mano cogió a Lucano por un hombro. Oris parpadeó, porque algo había pasado ante él. Abrumado vio a Jacinto tumbado sobre la hierba, caído sobre sus espaldas, los ojos desorbitados por el asombro y fijos por la sorpresa. Lucano bostezó.
—Bien —dijo a Oris ignorando al otro joven—; esto ocurrió en un segundo. ¿Ahora tú?
Oris se humedeció los labios. Jacinto gruñía desde la hierba, caído como una estatua derribada. Después Oris, que poseía un gran valor saltó hacia Lucano. Fue como si un deslumbrador rayo le hubiese tocado. Se sintió culebreando hacia el espacio y se unió a Jacinto cayendo de hombros limpiamente sobre la hierba. Lucano se puso la túnica sonriendo.
—Me debéis veintidós sestercios —dijo—. Acordaos de pagármelos.
Los dos jóvenes se levantaron y quedaron sentados sobre el suelo, examinándose cuidadosamente. Movieron sus cabezas a fin de aclarar sus confundidas mentes.
—No estáis heridos, ni siquiera descalabrados —dijo Lucano sosteniendo la toga de Keptah—, desde luego, si tuvieseis inteligencia, lo cual dudo, la tendríais ahora un tanto confundida; sin embargo, se aclarará.
—¿Qué hiciste? —exclamó Jacinto débilmente poniéndose de pie—. No te vi ni siquiera moverte. No sentí nada. Sin embargo, un segundo después, estaba volando a través del aire. Es algo de magia.
—Sí, magia —exclamó Oris como un eco—. ¿Quién puede resistirse a la magia?
Frotándose a sí mismos contemplaron a Lucano, que alzó sus cejas dirigiéndose a ellos.
—¿Magia?, no seáis insensatos —replicó—, lo que pasa es que sólo sois simples aficionados. ¿Acaso no os lo dije?
—Yo gané una bolsa de oro en los grandes juegos —gritó Jacinto ruborizándose violentamente.
—Y yo gané una segunda bolsa —repitió como un eco Oris rechinando los dientes.
Lucano se echó a reír ante ellos.
—Entonces yo hubiese ganado dos bolsas —dijo—. Vamos, ¿qué más sabéis hacer?
Se sentía excitado y su fuerte cuerpo joven, ansioso de más ejercicio.
—¿Lanzáis el disco?, ¿o la jabalina?, ¿boxeo?, ¿hacéis carreras?, ¿saltos de longitud o esgrima?, sin duda que no sois capaces de hacer otra cosa que esas infantiles caricias que os dedicáis uno a otro.
Dio dos pasos hacia atrás y saltó hacia delante doblando las piernas y se lanzó a través del aire. Incrédulamente dos pares de ojos le siguieron. Sus pies se alzaron limpiamente por encima de sus cabezas. Luego cayó hacia detrás sobre la tierra como un gato.
—Superad esto —dijo sin respirar apresuradamente—, y no me deberéis nada.
Tras ellos, en la puerta, sonó un aplauso entusiasta, y cuando se volvieron, vieron a Plotio allí riendo. Entonces Jacinto y Oris se sintieron aterrorizados. Conocían muy bien a Plotio, y la alta estima que Tiberio sentía por él, su valor, discreción y cualidades militares. Plotio se adelantó hacia la hierba y puso la mano sobre el hombro de Lucano.
—Vaya exhibición —exclamó—, mi querido Lucano, podías competir en todos los juegos del circo y tener a Roma a tus pies. Para mi instrucción, te ruego que me empieces a dar lecciones de esgrima mañana. —Miró a los dos jóvenes luchadores—. ¿Quiénes son estos niños? —preguntó.
Pero Jacinto y Oris, bajando las cabezas se habían retirado hacia el final de la terraza. Plotio añadió:
—Necesitaban una lección, esos consentidos favoritos de la divina Augusta. Ten cuidado no sea que intenten envenenarte en el banquete que Augusta da esta noche en honor de Cibeles; es muy devota de la diosa viuda. Sin duda que le gustaría ser viuda también. A propósito, no pude seguir tus movimientos cuando luchaste con esos chicos. No hiciste más que extender el brazo y cuando ellos cogían tu hombro te inclinaste hacia atrás y salieron volando. Como Ícaro y con el mismo resultado.
—Me aproveché de ellos —dijo Lucano haciendo un guiño feliz.
Volvieron juntos a la habitación donde Plotio preguntó por qué los esclavos estaban fuera tocando música en el corredor exterior.
—Deseaban jabonarme y untarme con aceites perfumados —dijo Lucano.
Se quitó la túnica y saltó dentro del baño, donde nadó un poco, revolviendo su húmedo y dorado cabello y levantando una burbujeante espuma de agua. Plotio se colocó sobre el borde del baño y le contempló con intensa admiración.
—Nunca he visto un cuerpo así —dijo.
Lucano se deslizaba por el agua como blanco alabastro y con la misma suavidad.
—¡Ah!, las damas te amarán —añadió Plotio moviendo su encasquetada cabeza.
Ninguno de los dos jóvenes había visto a una dama en el extremo más distante de la terraza, que había salido de sus habitaciones al ruido de sus voces, había permanecido allí, contemplando, su hermoso rostro carente de expresión. Cuando apareció Plotio, se retiró a sus habitaciones sonriendo. Se dirigió a su espejo y se estudió a sí misma intensamente, entonando una canción en voz baja.