27

Lucano no podía saber que se le había concedido un gran honor al permitirle ver al César solo, sin nadie presente, ni siquiera un soldado de la guardia. No podía saber que el astuto Tiberio había visto al instante que se hallaba ante un joven en quien se podía confiar absolutamente. Lucano, por su parte, trataba rápidamente de clasificar al César. Un hombre rudo y resentido, ¿de qué estaba resentido? ¿Su esposa infiel; sus amigos, sus cargas, Roma? Lucano sintió una repentina compasión. En algún lugar de los jardines cercanos a la biblioteca los pavos reales gritaron; el distante sonido de una música alegre llegó hasta allí. Pero en la biblioteca los dos hombres, un poderoso César y un sencillo médico, se miraron uno a otro con franqueza. Lucano percibió un débil y desagradable olor de ungüentos que César tenía esparcidos por la cara. Deseó hablar, pero recordó que César debía ser siempre el primero, Tiberio, a su vez, vio que Lucano no sentía el menor temor ante él. Por un momento se sintió asombrado, preguntándose si el joven sería tonto. Sin embargo, le impresionó la apariencia de Lucano. Tiberio dijo, contemplando de nuevo a Lucano con atención:

—¿Puedo expresarte mi condolencia, mi buen Lucano, por la muerte de tu padre? Un hombre justo, heroico y sencillo. El último de los grandes romanos.

Su voz, aunque aguda y contenida, tenía una nota de sinceridad. Lucano sonrió con gratitud. No era probablemente un secreto para Tiberio que Diodoro había desdeñado sus cualidades militares, y sin embargo César podía hablar con la máxima amabilidad de él, y Lucano, aunque su tristeza volvió a renovarse, pensó que Tiberio era, a su vez un hombre justo. Tiberio se reclinó hacia atrás en su silla y miró a través de la abierta ventana iluminada por el sol.

—He ordenado que se eleve una estatua suya en el pórtico del Senado —dijo.

Perezosamente se rascó un lugar irritado de su rostro. Lucano sonrió ante la ironía. Los senadores tendrían el dudoso placer de ver siempre en su propio pórtico la estatua de uno que les había denunciado, armado con marmórea espada.

—Señor, eres muy sutil —dijo.

Tiberio alzó sus negras cejas. Por lo visto el joven no era tonto. Luego dijo:

—Si hubiese tenido diez mil hombres como Diodoro Cirino en Roma, hubiese dormido alguna noche bien. Pero basta. Me preocupa, Lucano, el hacer todo lo que pueda para aliviar el dolor de la familia y honrar al tribuno. Pero no comprendo tu carta. Te he nombrado oficial médico en Roma, con disgusto de los médicos más antiguos, y me has pedido que retire el nombramiento. Siento curiosidad por saber por qué.

Lucano se ruborizó. No se había dado cuenta de que no sólo era increíble, sino peligroso rechazar lo que César ofrecía. Era como si una mariposa hubiese desafiado a un águila. Luego respondió suavemente:

—Roma no me necesita. Esto es lo que te escribí, señor. Pero los pobres y esclavizados necesitan mis servicios en las provincias.

Tiberio permaneció silencioso, sus ojos se estrecharon y se fijaron con interés en el hermoso rostro del joven. Pareció reflexionar profundamente. Estaba considerando algo que no podía comprender y que le parecía una locura. Pensó en los antiguos filósofos que habían mandado que el hombre tratase a sus prójimos con amabilidad. También en los sacerdotes de los templos de Roma que exhortaban en nombre de los dioses a la gente para que fuesen amables de corazón y justos y misericordiosos. Sin embargo todo aquello era pura palabrería. Ningún hombre en sus cabales lo creía, considerando lo que el mundo era y había siempre sido. En la boca de Tiberio jugueteó una sonrisa.

—Eres médico ciudadano de Roma, el hijo adoptivo de un hombre grande y honorable, poseedor de riquezas —dijo—. Las puertas de los patricios y augustales están abiertas ante ti. Lo que yo te he ofrecido es sólo el pórtico y sin embargo abandonas todo por el propósito de atender a indignos pobres, mendigos y esclavos.

¿Pertenecería Lucano a alguna extraña y oscura secta de estoicos, o se habría dedicado a algún peculiar dios extranjero?

Lucano respondió:

—Sí, porque todo lo demás, para mí, no significa nada.

—¿Por qué?

Lucano volvió a ruborizarse.

—Porque de otra manera mi vida no tendría significado.

Tiberio volvió a fruncir el ceño. ¿Qué otro significado tendría la vida sino el poder, la riqueza, y la posición social? Reflexionó sobre su propia vida y sus delgados rasgos revelaron un dolor involuntario. ¿Qué significado tendría su propia vida?, se preguntó en una súbita clarividencia. Había hecho todo lo que había podido; había sido un cuidadoso administrador, intentando despertar el orgullo de un Senado vulgar al que hubiese deseado devolver sus poderes. No le gustaba Tácito, pero estaba de acuerdo en que expresaba sólidas opiniones. Él, que era soldado, tan sólo deseaba la paz en todas las fronteras. No había añadido impuestos extraordinarios, a pesar de las voraces demandas de la plebe romana, que pedía nuevos beneficios. Cuando los cortesanos se quejaban de injusticias personales les aconsejaba fríamente que llevasen sus asuntos a las Cortes de Justicia y él no interfería las tareas y atributos de aquéllas.

Estaba tratando, en aquellos momentos, de salvar a Roma, de restaurar algunas de las cualidades que la habían hecho grande. Pero el pueblo depravado no aceptaba su dignidad ni su anterior disciplina ni carácter. Tenía el terrible presentimiento de que la infección terminaría por infectarle a él y que enfurecido volvería el golpe contra aquéllos que insistían en corromperlo. Pensó en su esposa, en aquéllos que ansiaban el trono; pensó en su único hijo, Druso, un joven de violentas pasiones pero mente limitada, ocupado en aquellos días en alzar a las tribus germanas una contra otra en el Iliricum, creyendo con simpleza que la paz sólo podía ser obtenida por medio de la sangre.

Tiberio podía sentir que las fuerzas inexorables, que le rodeaban, que destruían en él la justicia, le degradarían hasta el nivel de un perro romano por medio de su avaricia, su política barata, sus exigencias, su lujuria y su propio deseo de poder. Ellos habían hecho de su vida una nulidad, pensó con terrible claridad; entre todos ellos, su esposa, su hijo, sus generales y el Senado. Pero más que ningún otro las despreciables multitudes de Roma, la insaciable, políglota plebe que miraba a su César como una deidad enmarcada en una cornucopia de innumerables beneficios destinados a los perezosos, los débiles, los indignos, los irresponsables, los incansables estómagos que se alimentaban a expensas de prójimos industriosos. ¡Bestias desalmadas! De pronto Tiberio odió a Roma.

Miró a Lucano, que le había hablado como un chico de escuela acerca del significado de la vida.

—¿Ha de tener la vida significado? —preguntó—. Ni siquiera los dioses han dado sentido a la existencia del hombre.

—Sí, señor, es cierto —el rostro de Lucano se tensó—, pero nosotros podemos dar algún sentido a la vida por nuestra cuenta. El significado que yo he dado a la mía es aliviar el dolor y el sufrimiento, salvar a los moribundos, evitar el dominio absoluto de la muerte.

—¿Con qué propósito? —preguntó Tiberio—. La muerte es el destino común y también el dolor, ya sea del cuerpo o de la mente. Y por otra parte, ¿de qué valor son los pobres y los esclavos?

—Son hombres —dijo Lucano—. Es cierto que el dolor y la muerte son inevitables, pero con frecuencia el dolor puede ser evitado, la muerte transformada en algo más cómodo; detenida. ¿Quién puede contemplar el mundo de los hombres sin sentir piedad o deseos de consolarle?

Tiberio pensó en Roma y sonrió sombríamente. Ante él, sin duda, tenía un muchacho de escuela, un filósofo aficionado. Conocía todo acerca de Lucano: había vivido una vida protegida; nunca había participado en una campaña militar, había pasado sus años en un hogar virtuoso y pacífico y en la escuela. Compadeció al joven. Hablaba de las malolientes muchedumbres llamándoles «hombres», de los esclavos como «hombres». Sin duda que incluso consideraría a un venal senador «un hombre». Tiberio arrugó la nariz.

—¿Te has dedicado a algún dios oscuro que aún no ha debutado en Roma? —preguntó a Lucano con débil y burlona sonrisa.

Quedó sorprendido cuando Lucano respondió con extraordinaria vehemencia.

—No estoy dedicado a ningún dios.

—¿No crees en los dioses? —preguntó Tiberio.

Lucano mantuvo silencio durante un momento, contemplando la mesa de mármol ante él; luego dijo:

—Creo en Dios. Es nuestro enemigo. Nos aflige sin causa. Incluso el verdugo lee a su víctima los crímenes de que se le acusa y por los que ha de morir. Pero Él nos sentencia a la muerte por ser lo que somos, Él, que nos ha hecho lo que somos.

—Así que consolarás a los que están privados de consuelo —dijo Tiberio. Se sentía muy divertido. De nuevo pensó que Lucano era algo más que un hombre de mente sencilla—. Has estudiado en Alejandría —añadió—. Sin duda tuviste ocasión de conocer allí maestros judíos. Cuando yo estaba en Jerusalén oí a la gente hablar de un Mesías, es decir, un Consolador, Redentor, que libraría a los judíos de Roma y les colocaría a ellos en tronos elevados para gobernar el mundo. ¿No es esto un pensamiento tonto? Pero verás que todos los hombres son lo mismo, todos desean poder. —Desenrolló la carta de Lucano y la miró musitando. Luego dijo sin mirar al joven—: Cuando yo era más joven, durante una de mis campañas, quedé sorprendido por la aparición de una gran estrella en el cielo una noche. Era la época de los Saturnales. Se movió hacia Oriente y luego desapareció. Los astrónomos me dijeron que la estrella fue vista en todo el mundo y que era una Nova y los astrólogos hablaron de la gran ruina que vendría sobre el mundo. Pero he oído del Este que la estrella se dirigió al lugar de nacimiento de un dios. Esto ocurrió hace catorce años o más. Si un dios hubiese nacido entonces, seguramente que sabríamos algo de él ahora. Comprenderás lo supersticiosos que son los hombres.

Lucano se sintió invadido por una gran emoción. Recordó a José ben Gamliel y la historia del muchacho campesino que había estado entre los eruditos doctores e investigadores en el templo. Movió su cabeza con gesto negativo.

Tiberio dejó la carta de Lucano. Luego alargó la mano y cogió un gran objeto plano envuelto en seda amarilla. Quitó cuidadosamente la seda y mostró el objeto. Estaba hecho de oro grueso y tenía la forma de un escudo. Lucano se inclinó hacia adelante para verlo mejor. Vio el rostro, de perfil, de Diodoro grabado en el dorado escudo y debajo una mano empuñando una corta espada desenvainada. Debajo de ella había una cita en griego tomada de Homero.

Sin un gesto, el hombre valeroso desenvaina su espada,

y no invoca más omen que las leyes de su patria.

Más abajo había otra cita, en latín, tomada de Horacio.

Non omnis moriar (No moriré del todo).

Los ojos de Lucano se llenaron de lágrimas. Tiberio dijo, con un guiño de satisfacción:

—He ordenado que hiciesen esto para colocarlo detrás del púlpito del Senado.

Sus ojos se encontraron en completa comprensión.

Tiberio dejó deslizar sus dedos, suavemente, sobre el escudo. Luego dijo:

—¿Has considerado lo que Diodoro hubiese deseado que hicieses? Hubiese querido que sirvieses a Roma como él la sirvió.

—Era un gran hombre y creía en la libertad personal —respondió Lucano—. Aunque no hubiese estado de acuerdo conmigo, hubiese consentido en que hiciese lo que me pareciese justo.

—Sin embargo —dijo Tiberio—, debes honrar su memoria lo bastante para pasar algún tiempo en Roma, sirviendo a su pueblo. Dices en tu carta que deseas abandonar Roma en seguida. En justicia hacia Diodoro no puedo concederte esto. Te ordeno que permanezcas aquí durante seis meses. Si, después de este período, sigues convencido de que tu deber está en otro sitio, tendrás mi autorización.

El obstinado Lucano estaba a punto de manifestar su disconformidad cuando sintió la fuerza de los imperiales ojos sobre él y se percató con claridad, por primera vez, que aquel hombre era el César y que ante sus decretos estaba desarmado por completo. Tiberio no sonreía ya. Después de un largo momento Lucano inclinó su cabeza.

—Que sea así —murmuró— en nombre de Diodoro.

—Deseo tenerte en mi casa durante este período —dijo Tiberio con una sonrisa tensa—. Puede que incluso te consulte personalmente sobre una serie de cosas. —El pensamiento de quedar virtualmente apresado en aquel inmenso palacio abrumó a Lucano, pero comprendió que no podía protestar—. Los médicos encargados de la salud pública se están haciendo indolentes —dijo el César—. Me gustaría que inspeccionases su trabajo y sugirieses mejoras. Además mi casa está llena de esclavos, libertos y pretorianos. Tus servicios a ellos serán apreciados. No estoy completamente satisfecho de mis médicos.

Lucano se animó un poco. Luego dijo:

—Si me lo permites, señor, ¿podría sugerirte que el tratamiento de tu eczema es equivocado?

Las cejas de Tiberio se alzaron.

—¿De veras? ¿Qué sugerirías tú?

De nuevo se sentía divertido.

—Los ungüentos aceitosos aumentan e infectan las grasas naturales de los granos —dijo Lucano, y de nuevo era el médico quien hablaba—. Prefiero una pasta de agua mezclada con polvos de azufre después de un buen lavado con jabón fuerte, dos veces por día. Esto ejerce un efecto desinfectante y secante —vaciló un momento y luego añadió—. Creo también que el César padece algo de la sangre. Si me permites…

Intrigado, Tiberio hizo un gesto de asentimiento y Lucano se levantó y se acercó a él. Olvidó otra vez que aquel hombre era el formidable e irresistible poder de un grandioso y terrible imperio. Para Lucano era tan sólo un hombre que no gozaba de buena salud. Con firmes y amables dedos volvió los párpados de Tiberio, le abrió la boca y examinó las pálidas membranas. Sin pedir permiso se volvió a sentar.

—¿Sientes, señor, una constante desgana y cansancio, una especie de laxitud? ¿Te cansa más de lo normal el trabajo? ¿Respiras entrecortadamente al menor esfuerzo y a menudo sientes desmayos y vértigos?

Puesto que la discusión de la propia salud deleita incluso a un César, Tiberio asintió:

—Lo has explicado exactamente, mi buen Lucano.

—Entonces es que padeces anemia —dijo el joven médico—. No en proporción seria aún, aunque puede transformarse en una cosa de cuidado. ¿Cuál es tu dieta?

—Vivo sobriamente —respondió Tiberio—. Soy soldado. No suelo acudir a los banquetes ni a orgías. Sigo un régimen de soldado, frugal: queso, leche de cabra, pan, vino sencillo rojo, frutas y legumbres y, muy de cuando en cuando, algo de carne o algún ave.

—Esta dieta es mala para un hombre en su sexta década —dijo Lucano con gesto de reprobación—. Te sugiero carne fresca de buey tres veces al día, vino bueno de grado, algunas legumbres y fruta, sólo una vez por día. El pescado no es bueno para la anemia, ni las aves. Lo mejor de todo sería un gran filete de hígado de buey por lo menos una vez al día.

Tiberio hizo un gesto de desagrado.

—Mis cocineros consiguen verdaderas delicadezas con el hígado de cerdos engordados con grandes cantidades de higos maduros. Yo lo detesto. Sin embargo, puesto que ahora eres mi médico, tomaré hígado de buey para cenar.

Reclinó su dura barbilla sobre el dorso de su mano derecha y contempló a Lucano.

—Eres muy joven —dijo— y posees una extraordinaria belleza. También eres rico, estimado y médico. Sin embargo no eres feliz. Si yo tuviese tu edad y estuviese dotado de tus dones y no fuese el César sería el más feliz de los hombres. Veo tu preocupación. ¿Por qué existe?

Lucano no pudo hablar durante algunos momentos. Luego replicó en voz baja:

—Una de las tristezas de la vida es la fugacidad de todas las alegrías.

Tiberio se encogió de hombros.

—Cualquier niño de escuela sabe esto. ¿Nos hemos de privar del placer y la alegría presente porque sean tan huidizas?

Lucano le miró directamente y se dio cuenta al instante que estaba ante un hombre profundamente turbado, cínico y desesperanzado. Y se sintió invadido por una gran desesperación, porque carecía de palabras para consolar a aquel hombre poderoso, e incapaz de darle ninguna esperanza. Como él había perdido a Rubria, así Tiberio había perdido su amor, y los dos participaban en una desolación común. Tiberio le miró a los ojos y vio en ellos el velado deseo de ayudarle, la profunda miseria e impotencia del joven y se sintió conmovido y asombrado de que hubiese alguien capaz de conmoverle otra vez. Respondió a su propia pregunta con rapidez.

—Lo que los dioses nos han concedido no debe ser rechazado, sea bueno o malo, porque, ¿qué posibilidades tenemos de elegir? Ni siquiera yo puedo convencerme temporalmente que el mundo es un lugar tolerable para un hombre que piense.

Hizo sonar la campanilla que tenía sobre su mesa y las enormes puertas de bronce se abrieron majestuosamente, y Plotio con cuatro pretorianos entró al instante. Plotio miró preocupado a Lucano mientras saludaba al emperador y se sintió asombrado al ver que Lucano estaba reclinado cómodamente en su silla con el aire de un igual aceptado por el César.

—Mi buen Plotio —dijo Tiberio—, conducirás a Lucano a las mejores habitaciones donde permanecerá por algún tiempo como mi honrado huésped. Y envía a su madre un mensaje anunciando que su hijo permanecerá conmigo.

Después que Lucano hubo salido con Plotio el emperador permaneció sólo durante algún tiempo con la cabeza cogida entre las manos. Senadores, augustales y patricios esperaban para verle, así como magistrados, pero no les llamó. Pensó en la falta de afección de Lucano, su noble simplicidad y aquella férrea cualidad que no podía ser abatida, así como en sus manifiestas virtudes. No podía decidir entre creer a Lucano un tonto o un hombre muy sabio a pesar de su juventud. Después rio para sí. Lucano estaba ahora en el palacio imperial. Pronto se correría la voz de que era huésped de César, y la corrupción se filtraría hacia él lenta e insidiosamente, como un agua mezclada con negro aceite. ¿Sería envuelto por ella? Sin duda, porque los hombres tienden hacia los vicios por naturaleza y el aire infecto es su elemento natural.

—Veremos —exclamó en voz alta, y volvió a reír con amargura.