26

El día siguiente, Plotio, el capitán de los pretorianos de César, llegó a la casa de Diodoro en su cuadriga oficial, rodeado por un destacamento elegido de la guardia. Dado que había visitado aquella casa a menudo desde la muerte de Diodoro y se había hecho gran amigo de Keptah, a quien honraba como a un hombre sabio, su visita no despertó ninguna consternación. Keptah le invitó a tomar un refresco, pero Plotio dijo:

—Hoy no he venido para una fructífera charla contigo, mi buen Keptah. He venido con órdenes expresas de César. Desea ver al hijo de Diodoro, Lucano, al instante.

Cuando Keptah demostró cierta alarma, Plotio sonrió.

—Recordarás que el propio César hizo el discurso fúnebre. Ha mencionado repetidas veces en mi presencia su profunda consideración por Diodoro y su determinación de honrar su memoria. Creo que Lucano le envió ayer un mensaje y desea discutir su contenido.

—Creo que sé lo que es —dijo Keptah—. Lucano ha rechazado el nombramiento de oficial jefe de médicos en Roma.

—¿Está el médico loco? —exclamó Plotio maravillándose y gesticulando.

—En cierta manera, sí —dijo Keptah.

Plotio, cubierto con su armadura y armado con las más fuertes leyes de Roma, acompañó a Keptah hasta los brillantes jardines donde Lucano estaba jugando como un niño con sus hermanos y hermana. La pequeña Aurelia cabalgaba sobre su espalda; Lucano pretendía ser un caballo sin domar, para delicia de los niños, y estaba haciendo ruidos feroces y agitando su dorada cabeza. Plotio pensó que era aquella una bella escena. Se sintió también sorprendido ante la belleza de Lucano. Pero cuando el joven médico vio a los visitantes quitó a Aurelia de su espalda e hizo alejar a los desilusionados niños que corrieron para jugar en el extremo más alejado de los jardines. Prisco volvió después de un momento, fascinado, como siempre, por la armadura del soldado que con frecuencia llevaba caramelos y declaraba que era como el propio Diodoro de joven.

—¿Me buscáis? —preguntó Lucano que nunca había visto a Plotio aunque había oído hablar de él en las cartas de Keptah.

—Saludos —dijo Plotio alzando su brazo derecho con rígido saludo militar—. ¿Eres tú Lucano, el hijo de Diodoro Cirino? Yo soy Plotio, capitán de los pretorianos de la casa de César. Has de venir conmigo para una audiencia con César.

Lucano miró a Keptah. Keptah dijo:

—Cuando César ordena; César debe ser obedecido.

—Muy bien —respondió Lucano.

Sacudió las briznas de hierba de su túnica. Luego vaciló.

—No tengo mucha apariencia. Debo ir como estoy.

—No debes insultar al César apareciendo como un rudo pastor —dijo Keptah con una sonrisa dirigida a Plotio—. Vamos, mi buen amigo; es un joven de considerable riqueza, que aparenta sin embargo ser un pobre campesino. Ven, Lucano, tengo una excelente toga, que he hecho para mí mismo, y para el arreglo de los pliegues de la cual, he educado a una muchacha muy inteligente.

Tomó a Lucano por el brazo. El joven se había ruborizado con modestia ante el irónico tono de Keptah. Plotio les vio entrar en la casa. Prisco, como de costumbre, estaba insistentemente tocando el mango de la corta y ancha espada.

—¡Ah! —dijo Plotio— serás un soldado tan bueno como tu padre.

Desenfundó la espada y se la dio al muchacho que la cogió con sus firmes y morenas manos. Sus curtidas mejillas brillaban y sus ojos estaban iluminados.

—Bien —dijo Plotio— avánzala así moviendo la muñeca de esta forma.

—Serviré al César —dijo el niño blandiendo la espada y amenazando a Plotio—, seré un gran soldado.

Los demás niños volvieron para mirarle y Prisco orgullosamente, ignoró su presencia, aunque les miraba de reojo. Aurelia palmoteó y gritó con admiración cuando Prisco afirmaba los pies como un esgrimidor y manejaba la pesada espada con fuerza. El cabello de la niña parecía una dorada luna alrededor de su hermoso rostro.

Keptah volvió con Lucano, que iba vestido entonces con una majestuosa toga. El muchacho del establo llevó hacia la puerta uno de los mejores caballos de la casa, un pura sangre idumeo. Cuando Lucano montó sobre él y le dominó con experta maestría, Plotio pensó en Febo, porque el caballo y el caballero resaltaban contra el azul fuerte del cielo como estatuas que repentinamente hubiesen sido investidas de vida.

Lucano cabalgó silenciosamente junto a la cuadriga de Plotio hacia la ciudad, y los otros pretorianos cabalgaban tras ellos. «Es muy extraño», pensó el capitán. Luego, tras un rato, dijo a Lucano:

—Roma está hoy de fiesta. El pueblo honra a Cibeles, y su templo está completamente lleno.

—No sé nada de Roma —dijo Lucano con cierta frialdad—, pasé tan sólo por fuera de sus murallas de camino hacia casa.

Plotio se encogió de hombros y la conversación murió. Pero Plotio continuó admirando la ecuestre habilidad de Lucano y la forma de sentarse sobre el pura sangre. Era, ciertamente, igual que un dios. Las damas de Roma se volverían locas por él.

Mucho antes de que entrasen en la ciudad por la puerta Asihara, Lucano pudo contemplar Roma, blanca, bronceada y dorada, sobre las Siete Colinas, resaltando contra el cerúleo cielo. Allí estaba, enorme, hinchada no sólo con romanos, sino con hombres de muchas naciones y lenguas; una ciudad fiera y depravada, la querida de toda la ley, la amada del mundo, gloriosa en potencia, y color; nudo de sus múltiples carreteras, alimentada por grandes acueductos que llevaban agua fresca y dulce a lo largo de innumerables kilómetros desde distantes corrientes y ríos, y por barcos que venían de todos los rincones de la tierra. Allí estaba Roma, la devoradora, más terrible que sus águilas, antes cuyas fauces, incontables millones de germanos, árabes, galos, bretones, egipcios, armenios, judíos, españoles, sucambros, indios, griegos, nubios y miles de otros pueblos se inclinaban con terror. El sol brillaba sobre sus distantes muros y sobre sus deslumbradoras columnas; doraba los lejanos templos con un brillo cegador. Toda la riqueza del mundo estaba allí, y todas las bellezas, artes, filosofías así como todas las intrigas y conspiraciones. «No es de admirar —pensó Lucano— que Diodoro hubiese amado y odiado a aquella ciudad».

La carretera de piedra, orgullo de Roma, estaba llena de caballos, carros, carretas, coches cargados con mercancías y productos. Un acueducto se extendía a lo largo de ella, sus elevadas aguas discurrían bajo la cálida luz del sol primaveral. Campos de amapolas y amarillas margaritas crecían a ambos lados. El aire olía a fermento de la tierra, sudor y efluvio de las caravanas. Plotio ordenó a algunos de sus subordinados que le resguardasen a él y a Lucano y que les abriesen camino. Lucano, a pesar suyo, fue ganado por la curiosidad y la fascinación. Contempló los curtidos rostros de sus compañeros de viaje, percibió el olor de especias y ajos; el aire atronaba con el ruido de los pies y los cascos de animales, los crujidos y chasquidos de innumerables vehículos. Un sol ardiente hería las pupilas con su intensidad.

—El tráfico —dijo Plotio con disgusto—, se hace cada día peor. Todas las carreteras que conducen a Roma están terriblemente llenas. Sin embargo Roma nunca queda repleta, es como una enorme boca eternamente abierta y tragando eternamente. Es como Cronos, que devora a sus hijos.

Nubes de ruidosas golondrinas trinaban y volaban sobre sus cabezas y contribuían al furioso ruido de hombres, vehículos y caballos, que parecían hacer temblar la carretera. Los campos cultivados a ambos lados, brillaban sobre la roja y fecunda tierra. En algunos lugares, mirtos, robles y cipreses proyectaban una sombra ocasional sobre las ardientes piedras, y aquí y allá, junto a una azul y sombreada corriente, se alzaban grupos de grandes sauces, dejando caer su frágil cabello verde hacia abajo sobre sus pálidos y blancos troncos que se reflejaban en el agua. La tumultuosa carretera, daba vueltas pasando ante blancas villas, rodeadas de jardines, pastos llenos de tranquilo ganado, y grupos de encadenados esclavos levantando nuevas paredes o reparando las antiguas.

El polvo amarillo se espesó y se transformó en una brillante nube suspendida sobre los viajeros y una capa dorada se extendió sobre los pliegues de la valiosa toga de Keptah que tan artísticamente cubría la túnica azul claro de Lucano. Lucano intentó sacudirlo, pero se mantuvo pegado al tejido. Su pura sangre relinchó y resopló. Plotio pensó que era ridículo que un hombre vestido de toga cabalgase a caballo. Había ofrecido a Lucano volverle a su casa en su carro, pero éste había rehusado fríamente su ofrecimiento.

A medida que se acercaban a la ciudad, la excitación de Lucano aumentaba, junto con una curiosidad muy humana. Roma contaba setecientos años de antigüedad y era ya vieja con antiguos pecados. Parecía simbólico que hubiese sido fundada sobre un fratricida. Sin embargo, su decadencia había empezado el día en que la república fue transformada en un imperio absoluto. Sus banderas desplegadas sobre todo el mundo se agitaban con viento de tempestad; su poderío era mantenido por cientos de legiones, espías, informadores, y asesinos en multitud. La intriga asfixiaba lo que había sido honrado aire de la República. Pero aquél era el curso inevitable del imperio, el curso de su poder y de la «dirección del mundo». El poema de Lucrecio, De Rerum Natura, que Lucano había leído, tenía un doble sentido; uno para las letrinas de Roma y otro para las letrinas del espíritu romano. En las letrinas físicas las madres abandonaban con frecuencia a los niños que nacían contra su voluntad; en las letrinas espirituales los hombres habían abandonado su fe y su carácter.

¿Qué importaba que Cayo Octavio y Augusto César hubiesen alardeado de haber encontrado una ciudad de ladrillo que habían convertido en una ciudad de mármol que brillaba y relucía al sol? Mejor, pensó Lucano, una ciudad humilde con justicia que un sepulcro de mármol para las virtudes trascendentales. Pero a pesar de todo se sentía excitado. La cabalgata se detuvo a la puerta y los recién llegados fueron examinados por los soldados de guardia, con las espadas desenvainadas. La cima de la puerta estaba adornada con las banderas de Roma y las terribles águilas que miraban desde arriba con furia hacia la carretera, a la inquieta multitud de hombres y de vehículos. Plotio y su escolta fueron admitidos con saludos y cabalgaron a través de la puerta, dejando tras ellos un ensordecedor rugido de importancia, y entonces se encontraron en la enorme ciudad, rodeados y devorados por ella.

Si Lucano se había sentido asombrado por los ruidos y gemidos de la carretera se sintió completamente anonadado por la ciudad. El período de descanso que seguía a la comida del mediodía había terminado, y a medida que avanzaban a lo largo de la vía Asinara tuvieron que reducir su marcha a un trote corto a causa de una multitud de tenderos, oficinistas y banqueros que marchaban al trabajo. Aunque Cayo Octavio había declarado que todos los ciudadanos romanos debían usar la toga, la mayoría de los hombres apresurados usaban una túnica corta de muchos colores, azules, escarlatas, amarillas, blancas, marrones, rojas y verdes, y de multitud de tonalidades. Muchos iban a pie, unos pocos de los más influyentes eran llevados en literas; carros y hombres a caballo trataban de forzar el paso sobre las planas o redondas piedras. El tráfico se congestionaba donde grupos de ruidosos ciudadanos insistían en detenerse en medio de las calles para discutir sus negocios o intercambiar críticas. Cuando eran forzados a separarse por la fuerza del tráfico, se refugiaban en las puertas de las tiendas y tabernas, para continuar gritando, gesticulando, jurando o riendo, o concluir un trato. La carretera estaba flanqueada por altas casas, algunas veces tan altas que llegaban a los ocho pisos, donde las mujeres se inclinaban sobre las barandillas de las ventanas para gritar a los niños que habían escapado a los patios de la parte de atrás o para añadir sus gritos al ruido general. Allí la mayoría de los edificios estaban construidos por grandes ladrillos rojos y planos, de una época anterior. Había hombres que tiraban de carros sobre los que descansaban humeantes braseros encima de los cuales se cocían salchichas y pequeños pasteles. Otros carros, empujados por sus propios propietarios, estaban llenos de mercancías baratas que ofrecían a las mujeres asomadas a sus ventanas que gritaban a los vendedores, despreciaban a sus mercancías o asentían ante una pieza de lana, lienzo o algodón teñido de violeta, o ante otras ofertas interesantes. A Lucano, la ciudad le pareció peor que Alejandría o Antioquía, a pesar de sus infinitas leyes sanitarias, pues era un horno gigantesco y casi abrumador. Su nariz quedó invadida por olores nauseabundos, por los cálidos perfumes de guisados, alimentos, aceites, estiércol animal, la penetrante miasma de millones de letrinas, el asfixiante polvo y el olor de las piedras y ladrillos recalentados al sol. Allí la fresca primavera del campo se había perdido en un inmenso y agobiante calor de pleno verano. Olas de aire caluroso flotaban desde otras calles como si procediesen de hornos, y por todos los sitios, clamor, carreras, deslices, exclamaciones, ruido de ruedas y cascos, y ruidosas nubes de palomas y golondrinas. Cuando los portadores de insignias de los pretorianos rompían una multitud particularmente grande de mercaderes, que mostraban su desacuerdo a gritos en el centro de la calle, Lucano percibió infinitas miradas de ojos negros e indignados que se volvían hacia él y su escolta y, a causa del ruido, pudo sólo percibir las maldiciones que emitían torcidas bocas. Los ciudadanos no temían a nadie, ni siquiera al César.

Lo que más impresionó y sorprendió a Lucano fue la grandeza de la ciudad, los altos edificios, los alzados departamentos, apilados y amontonados uno contra otro, contrastando sus colores rojos, amarillos, verdes y grisáceos, sus arcos llenos de bulliciosa gente. La ciudad, contenida por las murallas y puertas, tenía tan sólo un lugar de expansión hacia arriba. En consecuencia todas las calles hervían cual torrentes y los ciudadanos se veían forzados abrirse paso por entre la multitud a fuerza de codos y hombros lo que, comprensiblemente les irritaba y con frecuencia les hacía andar a golpes o manteniendo abiertas discusiones con quienes impedían sus movimientos. A medida que Lucano se acercaba a los edificios más ricos, la confusión y el ruido quedaban encerrados entre paredes, edificios más altos, circos, teatros, casa particulares y establecimientos del gobierno, construidos de mármoles de muchos colores, no tan sólo blancos, sino dorados y marrones, rojos y, ocasionalmente, de brillante color negro. Roma había absorbido todos los dioses de las naciones que había conquistado, en un impresionante panteón, y los templos surgían por doquier y a través de sus puertas de bronce entraban y salían infinidad de grupos devotos, algunos llevando sacrificios, otros ofreciendo incienso; muchos esperaban amigos y permanecían en los pórticos, gesticulando, escupiendo o discutiendo. De pronto aparecieron enhiestas columnas sobre las cuales descansaban estatuas blancas de mármol, hierro o bronce, de dioses y diosas, o de ecuestres héroes, brillando como gigantescos picos por encima de las sudorosas multitudes, concurridos templos y edificios; algunas flanqueando ambos lados de anchas escaleras que conducían a edificios públicos y lugares de culto, rodeadas por pequeños círculos de tierra llenas de flores de brillantes colores, en medio de fuentes, o deslumbrantes mosaicos. Y sobre todo ello —el estremecedor clamor de millones de voces, hordas de vehículos y caballos, todo el poder de la Roma imperial sobre sus colinas cubiertas de mármol—, se alzaba el cálido cielo azul como una bóveda sofocante tendida por encima de una humeante y colosal cazuela.

El caballo de Lucano tropezó más de una vez en los baches de la carretera. Sudaba profusamente y puesto que era imposible hacerse oír, Plotio alzó su mano y con un gesto mudo señaló el Palatino sobre el que se alzaba el palacio de los Césares, construido por Cayo Octavio. El palacio y lo que le rodeaba parecía pequeño y alejado en la distancia, pero Lucano, a pesar de la gran cantidad de polvo que llenaba de forma palpable y ardiente el aire, pudo ver el palacio imperial rodeado por un bosque de blancas columnas, ascendiendo piso a piso en niveles cada vez más reducidos de columnas menores y arcos ascendentes. Templos, verdes jardines colgantes, terrazas y hermosas villas descendían desde el palacio a lo largo de toda la majestuosa colina rodeada por profusión de arcos, pórticos, foros, teatros y una inmensidad de poblados monumentos. Pensó que en aquel gran palacio vivía el propio Zeus rodeado por sus hijos en palacios menores, que se extendían alrededor, fríos y aislados en medio de floridos patios y perfumadas fuentes. Todo ello resaltaba bajo el sol, brillando como fuego blanco, una poblada y aislada ciudad pequeña, de poder real y belleza.

Por primera vez Lucano, que había quedado absorto por todo lo que había visto aquel día empezó a pensar en su próxima entrevista con Tiberio César. Trató de recordar lo que Diodoro había dicho de aquel hombre, sus fríos caprichos, la desconfianza que sentía hacia todos los romanos, hasta tal punto que había establecido guarniciones de soldados fuera de las murallas de Roma, soldados que sólo le rendían cuentas a él. Antaño había sido un hombre alegre y feliz, cuando estaba casado con su amada Vipsania, pero había cedido a las demandas de su madre y su emperador y se había divorciado de su encantadora esposa para casarse con una mujer que después le había traicionado. Desde entonces se había transformado en un hombre sombrío, y vengativo, pese a todas las declaraciones que hacía de que todos los romanos debían disfrutar de libertad de palabra y pensamiento, incluido el Senado, con quien externamente tenía deferencias e internamente despreciaba. Pero al menos tenía criterio para delegar el poder, y sus magistrados, procónsules y procuradores tenían libertad de acción y de juicio. Si mostraba señales amenazadoras de hacerse tiránico e intolerante, y si absorbía cada vez más el poder que pertenecía al Senado, al pueblo y a las Cortes de Justicia y mostraba signos de un absoluto despotismo, nadie se le oponía. Esto, había escrito Diodoro con disgusto a Lucano, era más falta del Senado y de las Cortes de Justicia que de Tiberio. Sin embargo, en aquella época era aún administrador hábil y justo, soldado de corazón, pese a que con frecuencia era blanco de los chistes groseros de la plebe romana, que escribía comentarios obscenos sobre él y su infiel esposa Julia incluso dentro de las murallas de Roma. Algunas veces, manos atrevidas, escribían con letras rojas: «¿Dónde está nuestra República? ¡Que vivan para siempre los hombres libres! (igenui). ¡Abajo con el tirano!».

Pero la República había muerto y ningún César la había condenado a muerte.

La ciudad, como Plotio había dicho, estaba de fiesta aquel día. Pero los romanos estaban siempre de fiesta, siempre honrando a un dios nativo o extranjero. Cualquier excusa era una disculpa para una fiesta, para sacrificios, para celebraciones, en circos y teatros, o en los innumerables baños públicos. Tres circos anunciaban carreras de cuadrigas y combates entre gladiadores, y multitud de esclavos pasaban por entre el populacho pregonando la noticia, incluyendo la información de que algunos de las mejores y más atrevidas obras de teatro griego, estaban a punto de ser representadas en ciertos teatros. Multitudes se abrían paso insistentemente en dirección de aquellos espectáculos públicos, maldiciendo a los perezosos que les impedían el paso y gritando imprecaciones en todas las lenguas.

El joven médico y su escolta empezaron a ascender hacia el Palatino y a medida que ascendían, el aire se hacía más fresco. Lucano se sintió encantado por la belleza que le rodeaba y momentáneamente olvidó a Tiberio. Allí había menos gente, y aquéllos que pasaban iban en literas, carros o cuadrigas y eran hombres y mujeres de importancia, que iban a los templos y teatros que rodeaban al palacio, a sus villas o en busca de audiencia ante el emperador. Lucano miró el rostro aguileño de los hombres y los pintados rostros de bellas mujeres que le sonreían repentinamente y con placer. A pesar de su belleza le parecían extrañas y gastadas y, de alguna forma, depravadas. Vio a través de puertas de villas abiertas para admitir a aquéllos que volvían a sus casas, vislumbres de deslumbrantes jardines, fuentes inquietas y plateadas, de blancos arcos y pórticos llenos de héroes montados y dioses. Nunca en ningún lugar del mundo había sido la divinidad tan bella y elegantemente adornada ni nunca en el mundo, pensó el joven, había existido tan poca fe. Los dioses adornaban la ciudad imperial, pero no la gobernaban.

Alcanzaron un nivel elevado y Lucano miró hacia abajo, a la tremenda y voraz ciudad llena de las ruidosas y multicolores corrientes de humanidad, a sus deslumbrantes monumentos y asfixiantes edificios, disminuidos por la distancia. De nuevo se sintió sobrecogido por el peso y la potencia de Roma, por su increíble grandeza, su fuerza dinámica, sus millones de sobrecargados, grises y excitables pueblos, su fiera aunque prodigiosa y vulgar grandeza, sus multitudes laboriosas, su furioso rugir, sus tremolantes banderas y, desde aquella altura, su rara e incandescente belleza. Vio el verde y perezoso Tíber y sus esculpidos puentes, los edificios que se extendían sobre ambas orillas y los blancos y sonrosados techos que brillaban vivamente bajo el sol. Aquí y allá ardía alguna cúpula entre puntiagudas cornisas, como una luminaria menor. Sus ojos se agrandaron, su espíritu se sintió casi abrumado, y de nuevo se sintió vagamente aterrorizado. Pequeñas gotas de sudor empezaron a perlar su frente.

Las puertas del palacio guardadas por rígidos pretorianos, se abrieron por completo para él y su escolta. ¿Qué ocurriría si hubiese ofendido a Tiberio? ¿Y si el emperador, a quien Diodoro había desdeñado con rudo lenguaje, hiciese que aquella ofensa cayese sobre Iris y los niños? El prefecto de los pretorianos fue a su encuentro en un enorme vestíbulo del palacio. Era un hombre enorme y formidable de mirada suspicaz bajo su yelmo. Brillaba como una estatua de bronce y mármol moreno bajo el gran techo de cristal que remataba el vestíbulo y admitía el sol, y sus pasos eran mesurados y firmes. Plotio saludó con el brazo derecho y presentó a Lucano, quien no supo como saludar a aquel imponente hombre que le miraba con curiosidad.

—Saludos —dijo con brevedad.

¿De modo que aquél era el griego hijo adoptivo de Diodoro Cirino, el médico?

—Saludos —respondió Lucano con cierta rigidez porque le disgustaba el escrutinio.

El prefecto sonrió; tenía unos agudos dientes caninos.

—César te ha ordenado venir —comentó, dando a entender por el tono de su voz que César era una persona inescrutable y dado a los más extraordinarios caprichos.

Lucano se ruborizó, luego dijo fríamente:

—Es esto lo que he entendido. ¿Crees que estaría aquí si no fuese así?

Plotio ocultó una sonrisa con dificultad, porque el prefecto se sintió a la vez sorprendido y disgustado por las palabras de Lucano. Sin embargo, después de un momento, se sintió impresionado por los modales orgullosos del joven médico, el vigor de su firme mandíbula y la obvia ausencia de temor obsequioso. Como muchos hombres brutales y militares sentía una secreta pasión por los muchachos y hombres jóvenes. Decidió que le gustaba el hermoso Lucano y puso su mano sobre el erguido hombro del joven.

Se sentía más libre hablando latín vulgar, pero habló en griego, para complacer a Lucano, a quien evidentemente producía disgusto.

—Has sido muy honrado —dijo.

Y notó con placer los grandes hombros del joven, el cuello firme como una columna y los bellos rasgos de su rostro y sus grandes ojos azules. Lucano no se movió. De repente recordó al tratante de esclavos, Linus, y una ola cálida de asco se apoderó de él. Sin embargo, no se movió, dominando su odio repentino. Contestó en latín:

—César es muy amable.

Luego miró a Plotio que estaba mirando con el ceño un poco fruncido. Habló al joven capitán desdeñando escapar de la presionante mano morena que reposaba en su hombro.

—¿Cómo debo saludar al César?

Plotio tuvo que luchar de nuevo con una sonrisa porque Lucano le había hablado en griego, el lenguaje de los patricios y de los educados, luego respondió con gravedad:

—Entras en su augusta presencia y cuando se dé cuenta de ti, que puede no ser inmediatamente, debes caer sobre tus rodillas y tocar con tu frente el suelo.

Lucano dijo:

—Pero esta postura es sólo para honrar a los dioses; los judíos se postran ante Jehová, pero no ante ningún hombre.

El prefecto hundió con más fuerza sus dedos en el hombro de Lucano con un gesto paternal.

—Mi querido muchacho —dijo—. ¿No has oído? César es un dios, y debes darle los honores de una divinidad.

Lucano vio que Plotio movía la cabeza con ansiedad, por lo tanto no dijo nada. El prefecto, sonriendo con afecto añadió:

—Yo mismo te conduciré ante el divino Augusto.

Despidió a Plotio con un gesto breve de su cabeza, y Plotio lleno de aprehensiones, saludó y se alejó. Tras un gesto afectuoso del prefecto, Lucano le siguió.

El joven médico no había estado nunca en un lugar como aquél, y jamás se había imaginado tal esplendor e inmensidad. Incluso olvidó al prefecto en su asombro e intento de verlo todo. Pasaron desde el enorme portal a una también enorme habitación y a infinidad de patios y salas, los suelos de las cuales eran de mármoles policromos, blancos como la nieve entrelazados con brillantes piedras rojas, azules o mosaicos, todo reflejando la luz como si poseyesen un fulgor interno. Bosques de suaves columnas se abrían por doquier, de ónix, mármol blanco, dorados metales o alabastros. Estatuas de dioses y diosas se alzaban en medio de arcos; bustos de César y de sus predecesores descansaban sobre pequeñas columnas. Las paredes relumbraban con mosaicos representando victorias y episodios de las vidas de los dioses, tan hábilmente trabajadas que parecían las más delicadas y heroicas pinturas. Divanes y sillas se alineaban junto a las paredes, de marfil y ébano, decoradas con oro y cubiertas con cojines mullidos, de rojas, azules, blancas y amarillas sedas. Mesas de mármol exquisito y de maderas delicadas estaban colocadas cerca de ellas con lámparas de oro y plata aún no encendidas, jarrones pequeños de cristal de Alejandría llenos de flores, bandejas de plata y oro cubiertas de brillantes y coloreadas granadas, uvas, higos y aceitunas blancas y negras. Enormes techos parecían flotar sobre las columnas de cristal o mármol, algunos de ellos pintados de blanco y adornados con delicados dibujos de oro. Por todos los sitios, en todos los rincones, existían jarros llenos de flores, jarrones importados de Catay, Persia y la India, brillantes con innumerables y sutiles tonalidades. Fuentes perfumadas prestaban al aire sus perfumes.

No había ningún vestíbulo o habitación que no estuviese llena de activos esclavos, correos, pretorianos, militares de alta graduación, senadores que esperaban audiencia, patricios y augustales que estaban allí con el mismo propósito. Algunos de los últimos estaban sentados, entregados a chistes, críticas o comentarios, o negligentemente sirviéndose de las delicadezas que había sobre las mesas. Cuando veían al prefecto le sonreían encantadoramente, conociendo su poder, e intercambiando alguna palabra con él. Viendo su apariencia, los caballeros se hacían guiños unos a otros, se cubrían las bocas con las manos y susurraban obscenos comentarios.

El prefecto y su acompañante pasaron a través de abiertas columnatas, después a otra profusión de habitaciones, hasta que Lucano se sintió mareado. A veces vislumbraba jardines a través de una ventana o de una puerta guardada; los árboles verdes y la hierba, las flores de vivos colores contrastaban con la fría blancura del interior. A veces creía ver amplias pinturas sobre las paredes, tan lívida e inesperadamente aparecían los jardines ante él sobre las anchas terrazas. Sus oídos percibían voces, música y risas distantes, y desde fuera llegaban hasta él los cánticos de los pájaros y el murmullo de gigantescas fuentes. Ocasionalmente una dama de palacio pasaba junto a él y su escolta, su hermoso rostro cubierto con cosmético, su negro, dorado o rubio cabello, sujeto en doradas redes, su vestido de un frágil color blanco; invariablemente todas las damas miraban a Lucano y le sonreían. Las joyas brillaban deslumbradoras sobre los blancos cuellos, pechos, brazos, muñecas, y dedos.

Llegaron ante unas puertas de bronce de tales proporciones que Lucano se sintió asombrado. Estaban guardadas por pretorianos. A un gesto, cuatro de ellos abrieron las puertas y Lucano vio ante él una gran biblioteca amueblada con austeridad. Sentado ante una mesa, con el ceño fruncido y leyendo, estaba un hombre de aspecto vulgar, vestido con una túnica purpúrea y toga blanca, que lentamente alzó sus ojos oscuros.

—Salve, divino César —dijo el prefecto saludando—. He traído…

—Ya lo veo —interrumpió Tiberio con una voz acre—, puedes dejarme, mi buen prefecto. Llévate a los pretorianos contigo, cierra la puerta y espera fuera.

Aquello era increíble. Sólo los más altos potentados tenían audiencias privadas con César y esto en las más raras ocasiones. El prefecto miró boquiabierto.

—Vete —dijo Tiberio en tono frío y cortante.

El prefecto confundido, saludó de nuevo, hizo un gesto a sus pretorianos, salió y la puerta fue cerrada tras ellos.

Tiberio se reclinó hacia atrás, en su silla y miró a Lucano sin hablar. Lucano le miró a su vez con una cándida curiosidad. Allí estaba el César, el mismo corazón y centro del poderío y potencia romana y resultaba ser un hombre sencillo y ordinario, alto, delgado, con una cabeza calva, aspecto amargado y un rostro pálido con manchas de eczema sobre sus mejillas, que brillaban a causa de un ungüento aceitado.

Lucano no sentía temor ante aquel hombre impresionante. Tan sólo sentía curiosidad. También, con su mente de médico comenzó automáticamente a considerar que aquella piel áspera había sido tratada en forma equivocada. Más aún, su mente percibió que Tiberio sufría alguna clase de oscura anemia para cuyo tratamiento los sacerdotes médicos egipcios habían recomendado mucho un régimen alimenticio a base de hígado.

Tiberio, tras un largo silencio, se dio cuenta del agudo estudio de Lucano y sonrió. Para Lucano era una sonrisa desagradable; sin embargo, si otros la hubiesen visto, se hubiesen sentido sorprendidos ante su rara benignidad.

—Saludos, Lucano, hijo de Diodoro Cirino —dijo César.

Lucano vaciló y recordó lo que Plotio le había dicho. Pero no podía arrodillarse ante ningún hombre. Por lo tanto su sonora y juvenil voz respondió:

—Saludos, César.

La sonrisa de Tiberio se ensanchó divertida; sus labios delgados se separaron y mostraron unos dientes pequeños y amarillentos. Indicó una silla cerca de su mesa.

—Siéntate, por favor —dijo.

Aquéllos que le esperaban y que habían estado esperando durante horas hubiesen contenido la respiración a causa de la sorpresa, porque nadie se sentaba en presencia de César, excepto durante las comidas. Pero Lucano, aparentemente, no sabía esto y por lo tanto con sencillez hizo una reverencia cortés con su cabeza, se sentó y esperó.

—Un día agradable —dijo Tiberio.

—Sí —respondió Lucano, y esperó de nuevo.