Aquél fue uno de los inviernos más terribles. Las siete colinas parecían siete desnudas sepulturas, quietas como la muerte, cubiertas de nieve durante largos y amargos días. La Campania quedó primero cubierta de hielo, y después transformada en negra y esponjosa marisma. La nieve impulsada por el viento, golpeaba los rostros de la gente, los caminos brillaban como espejos, serpenteaban brillantes a medio día y brillaban de nuevo bajo la luz de una luna acerada. Los blancos palacios resaltaban como suspendidos huesos contra la blancura que les rodeaba, sus columnas cubiertas con agua congelada, sus cornisas adornadas con carámbanos. El Tíber se deslizaba perezosamente reflejando un pálido cielo gris y un sol no menos pálido, y algunas veces su corriente circulaba como la negra corriente de la Estigia. El humo salía del centro de los templos y de los hogares de los ricos. Pero sobre el Transtíber reinaba una quietud parecida a la que imponía la peste, y el pueblo pobre, desolado y hambriento, se amontonaba en pequeñas e infectas habitaciones buscando el calor. A veces una galerna invernal soplaba a través de la gran ciudad helada. Poca gente salía fuera, ni siquiera las señoras enfundadas en sus ricos abrigos de pieles pues permanecían en las cálidas habitaciones de sus hogares, arrimadas a braseros llenos de rojas brasas. Algunas veces las multitudes se reunían en el Panteón, en el centro del cual, y sobre el suelo de mármol protegido por una plancha de hierro, se encendía un gran fuego. Las estatuas de los dioses en sus dorados nichos parecían animarse con movimiento bajo las vacilantes sombras rojas. El humo de madera quemada e incienso parecía esconderles, volverles a revelar y nuevamente esconderles entre nubes. El enorme agujero en el techo dejaba escapar el humo, y cuando el viento cambiaba, caprichosamente, el hueco quedaba tapado y el humo era empujado hacia la parte baja del templo donde casi asfixiaba a sus temblorosos habitantes. Las estatuas lentamente se tornaron grises y los blancos pies se oscurecieron.
Los viejos de grises barbas decían pomposamente a los jóvenes:
—Éste no es el peor invierno. Recuerdo cuando el Tíber permaneció durante semanas helado, y sus puentes parecían mármol y brillaban tan cegadoramente los días de sol que los que pasaban a través de ellos quedaban deslumbrados. Los jóvenes de hoy son débiles y suaves.
Las palomas se unían en hordas bajo los aleros, algunas se helaban y sus cuerpos caían sobre el pavimento. Sus arrullos habían cesado.
Su Majestad, Augusto Tiberio, la Corte, todo el Senado, todos los caballeros y augustales de su casa y esclavos favoritos, libertos, concubinas, esposas, niños, gladiadores, danzantes, cantantes, luchadores, pugilistas y conductores de cuadrigas, abandonaron Roma en un vasto éxodo, dirigiéndose hacia las cálidas islas de la bahía de Nápoles, a Pompeya o a Herculano. Allí en el cálido clima más amable, se ponían morenos y navegaban sobre las brillantes aguas azules y daban o asistían a banquetes. Correos montados en veloces caballos iban y venían de la ciudad a Nápoles y a sus islas, llevando las últimas críticas y noticias, estado de la Bolsa e informes sobre el tiempo. Los graneros, informaron, estaban vaciándose rápidamente; el pueblo se desesperaba y se sentía vengativo. Pero la Corte y sus acólitos se encogían de hombros. Era agradable contemplar el mar color ciruela durante las puestas de sol, deslumbrando con los reflejos rojos de un sol ardiente, comer en terrazas y jardines cerrados, llenos con el canto de los pájaros inquietos y de las fuentes; visitar a Tiberio, jugar y beber, reír y divertirse con las atrayentes diversiones que les habían seguido como cuervos. Tiberio había construido un gran baño en la isla de Capri, y multicolores botes iban a ellos regularmente, llenos de risas y señoras de bronceados rostros.
De pronto, casi de la noche a la mañana, el viento sur empezó a soplar sobre la tierra del norte, lleno de perfume de vida, fragancia de lejanos campos de flores y promesa del verano. En Roma todo empezó a gotear y a tintinear en un repentino deshielo; las columnas relumbraban con la luz; las cornisas se iluminaban como cataratas; las siete colinas y sus palacios y foro brillaban bajo un sol vivo. Las calles quedaron inundadas con agua de malos olores, pero el pueblo se sentía feliz. Las tiendas se abrieron y los mercados volvieron a estar llenos de vida, de movimiento, de hombres y de animales, de color, de mercancías. Se abrieron las cantinas. Un perfume de pasteles y carne asada flotaba en la cálida atmósfera. Corrientes de viajeros apresurados inundaron las carreteras que conducían a la ciudad. Los campos se cubrieron de un manto de pequeñas flores rojas. La Campania, como de costumbre, quedó infecta y llena de mosquitos. Esto no preocupaba a la gente; eran los heraldos que anunciaban que la primavera llegaba de nuevo. El invierno y sus férreas miserias fueron olvidados. El Tíber volvió a discurrir, verdoso, bajo el sol y los puentes se vieron concurridos y Tiberio y su Corte volvieron a la ciudad.
—Es una pena que el Senado vuelva también —decían algunos escépticos agriamente—, por lo menos durante el invierno no tenemos que sufrir a los senadores con su corrupción.
Tiberio no era popular; su naturaleza fría y pálido rostro rígido no le hacían querido del voluble populacho romano que prefería viveza e histrionismo en sus césares. Cayo Octavio, un simple soldado, no había encajado con su temperamento, y Tiberio encajaba menos aún. Algunos de los viejos hablaban de Julio César, de la viveza de sus amigos. Movían la cabeza con un gesto de duda cuando sus hijos y nietos les recordaban que Julio había sido un dictador en potencia y que había despreciado al Senado, que Cayo Octavio y Tiberio se sometieron al Senado de acuerdo con la ley.
—¿Llamáis a esto leyes? —preguntaban los viejos con soberbio desprecio—. El Senado puede aparentar que tiene el poder, pero éste, en realidad, es de Tiberio. Han abdicado sus prerrogativas frente a él, a fin de conseguir más poder personal. ¿No es esto una paradoja?
Las multitudes marcharon a la puerta de Ostia para contemplar la vuelta de Tiberio y su séquito, antes incluso de que el sol en su dorado esplendor surgiese entre las casas, palacios y montañas orientales. César se había detenido en Ancio para visitar su villa, entretener su parsimoniosa marcha y sacrificar a Ceres y Proserpina, ahora que la última había vuelto a su madre desde las moradas crepusculares de la muerte. Incluso su propia cara tranquila y desprovista de color parecía adquirir un cierto aire de vida, y el tono de su voz al hablar con los senadores era menos despectivo. Cuando vio las vastas multitudes esperándole en la puerta de Ostia, rodeado por sus pretorianos que llevaban las águilas de Roma, incluso saludó con su aire mordaz. Despectivo hacia una canalla domada, era lo bastante humano para sentirse emocionado por la atronadora ovación con que le recibieron. Permaneció de pie en su dorado carro como un corredor y alzó su brazo derecho con un digno saludo militar. Un polvo amarillo, iluminado por el sol, brillaba a su alrededor y esto también, después del húmedo y helado invierno, alegró al pueblo. Aunque silbaron a las señoras, gritaron, se rieron de los senadores, hicieron comentarios sardónicos sobre el propio Tiberio y se burlaron de las augustales y patricios, se sintieron felices.
El gris y oscuro invierno, con una nieve que azotaba como mordiente arena, había sido también olvidado en las propiedades del difunto Diodoro. Casi de la noche a la mañana pareció como si las montañas hubiesen estallado cubiertas de vegetación, los olivares brillaron con nueva plata, el riachuelo adquirió un tono casi de azul celeste, el cielo se suavizó hasta alcanzar un delicado tono azul, los campos se cubrieron de flores, los negros y puntiagudos cipreses, destacándose contra el cielo, perdieron su rigidez. Los capullos se abrieron y aparecieron sobre los árboles; los cactus florecieron y se tornaron esmeralda, los nuevos corderitos saltaban tras sus madres, los caballos tornaron a adquirir su eterno desprecio por las mulas, el ganado empezó a discurrir de aquí para allá o permanecía sumido, en sus aparentes reflexiones junto a los bordes azules del estrecho río. Pequeñas hojas aparecieron sobre los matorrales de rosas en el jardín, y las fuentes empezaron de nuevo a murmurar. Palomas de plumaje púrpura se arrullaban entre los pórticos, arcos y columnatas; los pájaros gritaban vehemente y se preparaban para construir nidos durante las puestas de sol, el aire brillaba con un amplio y cálido oro y la estrella del atardecer parecía recién nacida; una luna de cobre se alzaba alta sobre el horizonte envuelta en las últimas llamaradas escarlatas del atardecer. Lo más dulce de todo, lo más excitante, era el apasionado y penetrante olor de la tierra, a la vez santo y carnal, a la vez pacificador y perturbador.
Lucano no había experimentado hasta entonces una primavera romana. El turbulento Oriente había, simplemente, tomado una más suntuosa forma en aquella época del año. Aquel suave y primaveral verdor, aquel dulce clamor colmado de murmullos, aquel amable contraste de tonos, le encantaron pese a su dolor y a su crónica inestabilidad espiritual. Incluso cuando estaba en el pequeño sanatorio para los esclavos, sumido en el examen de algún caso grave, no podía evitar alzar su cabeza y escuchar las voces de la tierra, el olor divino y el insistente perfume, y sentir la cálida y suave brisa acariciar sus mejillas. Algunas veces sonreía y se sentía de nuevo joven.
—Incluso el hombre más endurecido debe sentir una promesa en la primavera —decía Keptah a Cusa un bello atardecer, mientras permanecían sentados en el pórtico exterior y contemplaban el cielo—. Es la profunda promesa de Dios y ningún hombre puede resistirla aunque su corazón esté tan roto como un barco vacío.
—Lucano lo resiste con más o menos éxito —dijo Cusa.
—Piensa demasiado en Diodoro —dijo Keptah tristemente—. En cierta ocasión me reprochó el haber permitido al tribuno ir a la ciudad en aquel día fatal. Yo debía haberle drogado, exclamó ante mí. El hecho de que el destino del tribuno era inevitable por ser hombre de carácter, integridad y honor, no ha servido de nada para calmar el enfado del joven contra mí. Como toda juventud es inconsistente. Está determinado a seguir su camino a lo largo del gran mar, entre pestilentes barcos, malolientes puertos, ciudades y poblaciones, porque cree que éste es su deber. Le digo que Diodoro sentía hacia su propio deber una pasión tan inmensa como la que él tiene por el suyo.
—¿Y qué dice a esto? —preguntó Cusa con avidez.
—Dice que Roma ya está perdida, pero que el hombre no está perdido: un sofisma que no pude evitar el señalarle. El hombre es su propio verdugo; se cuelga a sí mismo en su propia cruz; es su propia enfermedad, su propio destino, su propia muerte. Las civilizaciones son expresión del hombre. Pero nuestro joven médico no siente el menor cuidado por las civilizaciones; piensa sólo en los oprimidos despreciados y rechazados, que están así porque su nación está corrompida y porque ellos la han hecho así. Sin embargo, está obsesionado por su estrecha idea, como una mosca metida en ámbar. Los hombres sufren de los hombres, le digo, pero me responde algo amorfo, como que la sociedad es la torturada del hombre; sólo Dios, cree él, y los poderosos que Él ha creado, son los opresores.
Keptah se volvió hacia Cusa, que pensaba sobre todo aquello. Le había hecho la misma pregunta muchas veces antes de entonces.
—¿Estás seguro de que había peste en aquel barco?
—Maestro Keptah, estoy completamente seguro de que lo era. Te he descrito los síntomas una y otra vez, el aspecto de los muertos, los bubones y los vómitos sangrientos.
Keptah asintió.
—Incluso sabiendo mucho, no sé que decirte, mi buen Cusa, y estoy todavía sorprendido por lo que me has contado.
Cusa miró a Keptah curiosamente en aquella cálida y dorada puesta de sol escarlata.
—Eres muy misterioso. Yo creo, por mi parte, que él ha sido tocado por la divinidad. Es un protegido de Quirón, no hay duda acerca de esto. Trato de recordar esto cuando más me exaspera.
Keptah permaneció silencioso durante algún tiempo y luego dijo:
—Hay algo más que le devora, además de la tristeza por la muerte de Diodoro.
Cusa se sintió interesado porque le gustaban tanto los comentarios como a su esposa Callíope. Por primera vez contó a Keptah lo de la oculta dama que había acudido en litera a decirle adiós a Lucano en el puerto de Alejandría.
—Vi su blanca mano —dijo con alivio—, aunque no su rostro, pero la mano era extraordinariamente pequeña y hermosa. Nunca he visto una mujer fea con una mano como aquélla, ni a una mujer verdaderamente bella que tenga una mano fea. Y Lucano volvió al barco con un rostro tan quieto como la muerte, los ojos hundidos por la tristeza y la desesperación. A propósito, él besó aquella mano.
Keptah se enderezó y se golpeó la barbilla, una mirada de excitación apareció en su rostro.
—¡Una dama! Las mujeres no acuden a los puertos llenos de esclavos y multitudes para decir adiós, a menos que amen y sean amadas. ¡Ah!, todo de una pieza. Ha renunciado a esa mujer y a todas las mujeres a causa de su obsesión. Sin embargo, me alegro. Continuemos esperando. Si esa mujer enamorada y con dinero es tan inquieta y audaz, tan imposible de abatir, como un tigre, le verá otra vez.
—Tendrá que ser muy aguda de verdad —dijo Cusa agriamente—. Pero de nuevo es posible que tengas razón. Pasó muchas noches vagabundeando como una sombra, sin hablar. Le oí también gritar durante su sueño, con gemidos de quien llora a un ser desaparecido.
Lucano estaba sentado con su madre, hermanos y hermana, un atardecer. Se sentía más tranquilo que de costumbre. Miraba el sombreado verde de los valles y las colinas iluminadas por el sol poniente; el aire brillaba como si estuviese lleno de joyas en polvo y en los más oscuros lugares de los jardines los insectos luminosos empezaron a brillar silenciosamente. La carne de Iris había perdido su sonrosado color y adquirido un pálido brillo, como la madreperla, y el azul de sus ojos se había intensificado con la serenidad silenciosa de su pena resignada. Lucano se sintió lleno de orgullo y piedad; no sólo veía en ella a su madre, sino también la esposa y la mujer, y a menudo se preguntaba cuáles serían sus pensamientos y sus deseos; con frecuencia se sentía tímido ante ella. Otras veces ella le sorprendía por la forma con que había aceptado los acontecimientos y la muerte de su amado esposo. Él hubiese preferido la rebelión y el furor contra el destino. En cierta ocasión ella le había dicho.
—Sé que Diodoro vive y que algún día me uniré a él con alegría y gozo, porque Dios es bueno y Él no defrauda a sus criaturas.
Algunas veces ella era un misterio impenetrable para Lucano.
Amaba a los hijos tenidos con Diodoro, la pequeña Aurelia y Cayo Octavio, pero parecía amar al hijo de Diodoro y a Aurelia, incluso más. El alegre Prisco era cariñoso y devoto, y adoraba a su madrastra; y pese a su alegre naturaleza poseía un profundo sentimiento de responsabilidad, aunque apenas si tenía cinco años de edad. Era como un padre para su pequeña hermana, cuyo cabello se parecía al de la madre y cuyos suaves ojos castaños brillaban con dulzura, y para el hermano pequeño, que aún no tenía dos años, y que se movía con gravedad entre las hierbas e inspeccionaba las flores con gesto de filósofo. El pequeño Cayo se parecía a su padre de una forma sorprendente y algunas veces esto divertía a Lucano. Pero Prisco hacía estremecer su corazón de dolor, porque su rostro era el rostro de su hermana muerta, Rubria, y tenía la misma vivacidad y alegría que ella.
Cayo deseó inspeccionar los insectos luminosos, pero Iris le cogió justamente cuando se caía y lo colocó sobre sus rodillas, besándole. Su dorado cabello quedó brevemente iluminado por última vez por un rayo de sol antes de que el astro se ocultase tras las oscuras colinas. Cayo inspeccionó el rostro de su madre seriamente, luego apoyó la cabeza sobre el pecho de ella e Iris se inclinó sobre él.
—Aunque apenas habla aún —dijo Iris— tiene pensamientos muy serios y hace las más profundas preguntas —miró hacia Lucano—, como su querido y amado hermano —añadió suavemente.
Lucano no dijo nada; había intentado durante todos aquellos meses mantenerse alejado de su familia por terror a amarles demasiado. Se había sentido lleno de una excitada e inquietante ansiedad. Debía abandonar tan pronto como fuese posible a aquellos niños y a su madre, porque si no se apoderarían de su corazón y lo romperían con dolor entre sus manos. Contempló la brillante luna que entonces se alzaba sobre una colina. Para él, la luna era como una vieja calavera marchita de tristeza y tragedia. Su belleza, por lo tanto, no le emocionaba, porque era la belleza de la muerte, la misma belleza amenazadora que había en el amor.
Iris le contemplaba con las pestañas entornadas. Vio el pálido brillo de su rostro, la rigidez de su expresión y sus contenidos ojos. Suspiró y luego dijo:
—Nunca fui una mujer de temperamento ardiente que pudiese expresar mis emociones con libertad. Pero debes comprender, querido hijo, lo que significa para mí tener mi familia conmigo, y a ti, en casa después de todos estos años. ¿No es maravilloso que hayas sido nombrado por gracia del César, principal médico oficial en Roma? Tendrás que permanecer en la ciudad sólo tres días a la semana, y después volver aquí, donde la casa te necesita. Y tu madre más que nadie —añadió en voz baja.
Los labios de Lucano se separaron, después permaneció silencioso otra vez. Miró el hermoso anillo que Diodoro había encargado para él; el tribuno había querido ofrecer el anillo a la vuelta de su hijo adoptivo. Estaba hábil y exquisitamente trabajado: un ancho aro de oro de intrincado trabajo en el que estaba engarzada una gran esmeralda verde. Sobre esta esmeralda había sido grabado un caduceo de oro, el signo de los médicos, el báculo alrededor del cual se enrollaban dos serpientes con las alas de Mercurio en un extremo formadas por nubes. A Prisco le había dejado el noble anillo de su padre, que no era tan valioso y rico como aquél, ni, para Lucano, tan significativo. Diodoro no había olvidado a Lucano en la cuestión del dinero. Le había nombrado heredero de una gran cantidad y designado, en la posibilidad de la muerte de su madre, tutor de sus hijos. Pero Lucano se dijo a sí mismo que aunque su madre era vieja, tenía casi treinta y ocho años de edad, gozaba de buena salud y podía esperarse que viviría aún un número considerable de años.
Se dio cuenta de que debía hablar entonces, aunque había evitado hablar durante seis meses, temiendo turbar a su madre y aumentar su dolor. Contestó con tanta suavidad como le fue posible.
—Debo hablarte, madre. No puedo aceptar el cargo que me ofrece Tiberio. No puedo permanecer aquí.
Iris esperó. Lucano miró a su madre, esperando lágrimas de protesta e incredulidad. Pero Iris esperaba tranquilamente. Luego dijo:
—Cuéntame hijo mío.
Y Lucano contó a su madre, que escuchó con la cabeza inclinada, mientras sus manos acariciaban distraídas al pequeño Cayo que se había quedado dormido. Prisco y Aurelia perseguían vivamente a los insectos luminosos y sus charlas y risas se mezclaban con los sonidos y canciones de los pájaros del atardecer. La luna se elevó más y el poderoso olor de la tierra, los cipreses y los nuevos árboles en flor, se hizo más insistente. De pronto las copas de los cipreses quedaron plateadas.
Iris había quedado tan silenciosa después que Lucano terminó de hablar, que éste, por fin dijo:
—¿Comprendes?
—Sí —respondió Iris—, comprendo. Eres muy parecido a Diodoro, querido hijo, y esto me hace feliz. Tienes la misma firmeza y disciplina de carácter, la misma dedicación al deber, cosas raras en este mundo perverso. ¿Te das cuenta, sin embargo, de que el sendero que has elegido está lleno de tristeza y soledad, lleno de agudas piedras, y no está alumbrado por ningún sol?
—Sí —dijo—, pero esto no me importa. Desde hace mucho tiempo sé que el mundo no me ofrece ninguna promesa de gozo ni de felicidad.
—Yo he rogado —dijo Iris— que te casases y trajeses a tu esposa a esta casa y que tuviésemos nietos para que alegrasen mi vejez.
Lucano movió la cabeza con gesto negativo.
—No has olvidado a Rubria —dijo Iris y suspiró de nuevo.
—Nunca la olvidaré —Lucano vaciló, luego habló con brusquedad—: Madre, amo a una mujer que a mí me parece Rubria renacida. Es en su naturaleza donde encuentro el parecido; la misma amabilidad, la misma suave animación, la misma pureza de carácter, la misma firmeza femenina. Se llama Sara bas Eleazar. Esto es todo lo que puedo decirte. Ella se mezcla en mi mente con Rubria, de modo que son una y la misma a la vez. Sin embargo, como Rubria desapareció, así ella debe desaparecer de mi vida.
Al oír esto los ojos de Iris se llenaron de lágrimas porque consideraba aquello una gran calamidad.
—El amor entre un hombre y una mujer es una cosa santa, hijo mío, y está bendecido.
—Para mí, no lo está —respondió Lucano con firmeza y su madre contempló su rostro. Después de un rato continuó—: Hoy he escrito al César agradeciéndole su ofrecimiento, pero rehusándolo. Roma no tiene necesidad de mí, como ya te he dicho. La ciudad está llena de excelentes sanatorios y buenos médicos. Hay incluso un buen sanatorio en una isla en el Tíber para los más abandonados esclavos y criminales. Pero en las ciudades, pueblos y lugares perdidos a lo largo de las costas del Gran Mar, hay muy pocos lugares para los enfermos y los pobres.
Aunque Iris comprendía, se sentía abrumada. Un hombre tan dotado, joven y hermoso, tan rico, y miembro de familia tan distinguida al que César concedía sus gracias… Sin embargo iba a abandonar todas aquellas cosas para elegir las multitudes anónimas en ciudades sin nombre y desconocidas para ella.
—Deseo estar libre —dijo Lucano—, y cuantas mayores necesidades tiene un hombre, menos libertad. No deseo nada para mí.
Sus manos permanecían apoyadas sobre las rodillas y tenían el aspecto de piedra tallada a la luz de la creciente luna, mientras el maravilloso anillo colocado en su dedo brillaba débilmente. Iba vestido con una túnica sencilla y barata. Su guardarropa era tan pobre y limitado como el del más humilde liberto. «Sin embargo —pensó su madre—, tiene una majestad superior a la de César y una nobleza parecida a la de los dioses». Su corazón se sintió de pronto aligerado y misteriosamente consolada, y miró hacia el cielo, que se oscurecía, como si oyese una voz procedente de allí.
Las ayas salieron de la casa, que se alzaba tras ellos, para buscar a los niños, e Iris se levantó. Cuando las ayas se llevaron a los niños ella les siguió con sus ojos azules tiernamente humedecidos. Luego colocó su mano sobre el hombro de su hijo.
—Que Dios esté siempre contigo, mi querido Lucano —dijo, y le dejó.
Keptah encontró solo a Lucano bajo los susurrantes mirtos iluminados por la suave luz de la luna. Los cipreses destacaban sombríos y una gran tranquilidad envolvía los jardines. Keptah se sentó en la silla que antes había ocupado Iris y miró a su antiguo discípulo.
—¿Se lo has dicho a tu madre? —preguntó.
Lucano se movió con inquietud.
—Se lo he dicho. Y ella comprende.
—Tienes las más sorprendentes ideas sobre la vida —dijo Keptah—, y puesto que yo no tengo tus puntos de vista, aunque honre los tuyos, no puedo por menos que estar sorprendido. Sin embargo, por supuesto, así ha sido establecido.
—¿Por quién? —preguntó Lucano con desprecio—. Yo he ordenado mi propia vida.
Keptah hizo un gesto negativo con su cabeza.
—No —se detuvo un momento—, también estás en un error acerca de otras cosas y este error deberá ser corregido o no tratarás sinceramente de encontrar tu camino. Tu naturaleza es caótica, barrida por los vientos de la anarquía, insensata, inspirada sólo por la violencia; una vida clamorosa pero, esencialmente, sin ningún propósito. La civilización para ti es el patético esfuerzo del hombre por poner orden en la naturaleza, regulada de alguna forma que tenga significado. Tu naturaleza, en su siembra, crecimiento y muerte, es una suma sin la ecuación correspondiente, un círculo que no conduce a nada, un árbol que florece, da fruto y muere en un desierto gris. Tales pensamientos son mortales; están amenazados de muerte.
—¿Qué más? —respondió Lucano con impaciencia.
Pensó que Keptah se estaba haciendo tan tedioso como José ben Gamliel. De nuevo Keptah movió su cabeza con gesto negativo.
—Estás equivocado. La naturaleza es un orden absoluto, gobernado por leyes inmutables y absolutas, establecidas al principio del universo por Dios. Las civilizaciones, en tanto que estén de acuerdo con la naturaleza y sus leyes, tales como la creación, libertad de crecimiento, dignidad de todo lo que vive, belleza de forma, reverencia por el Ser de Dios y el ser del hombre, sobrevive. En cuanto se vuelven a la rigidez y al anonimato del estado, regula las grandes formas a un nivel infecundo, a la degradación de los mejores por masas de hombres infecundos, al rechazo de la libertad para todos, entonces la naturaleza debe destruirlos, por medio de guerras o pestes o una rápida decadencia. Tú estás, vives en medio, en esta época, del trabajo y de la ley.
—Estamos tan sólo continuando las conversaciones sin fin, sobre el mismo asunto, que hemos tenido durante todos estos meses —dijo Lucano con tono cansado.
—No lo discutiré de nuevo —respondió Keptah—, sólo quiero recordarte que estás equivocado. El hombre no es la pobre, silenciosa y sufriente criatura que tú crees que es. Es una furia, nacido de Hécate y sólo uno puede salvarle del destino que ha elegido.
Esperó que el testarudo Lucano hablase, pero no lo hizo. Luego Keptah habló de nuevo.
—¿Eres de carne y sangre o de piedra? Tu preocupación por el hombre es impersonal, nunca compasiva. Me temo que es incluso vengativa. Eres joven todavía. El mundo está lleno de mujeres amables y dignas de ser amadas. Debieras tomar esposa.
Lucano se ruborizó y se volvió a él con enfado.
—¿Quién eres tú para hablar así? Tú nunca te has casado.
Keptah le miró con una mirada extraña.
—Eneas y Diodoro no fueron los únicos hombres que amaron a tu madre. He conocido a Iris desde que era una niña. ¿Me creerás un presuntuoso, yo, que antes fui un esclavo?
—No creo que ningún hombre sea esclavo —dijo Lucano.
Miró a Keptah y su rígida y juvenil cara se suavizó por un momento.
—Todos los hombres son esclavos. Ellos lo han querido así. Sólo Dios puede liberarles. Él que les dio la libertad en el nacimiento, aunque ellos hayan renunciado siempre a ella y siempre renuncien.
Keptah se levantó. Después, sin hablar de nuevo, se alejó de Lucano.
Lucano miró hacia el cielo, que se había cuajado de ardientes estrellas. Pensó de pronto en la Estrella que había visto cuando era un niño. Los astrónomos egipcios le habían hablado de aquella Estrella. Era tan sólo una Nova. Al principio habían creído que era un meteoro, pero se había movido demasiado lentamente, había brincado excesivamente, demasiado segura en su paso. Se había desvanecido a la noche siguiente. Lucano recordó la profunda emoción de su corazón cuando vio la Estrella, la apasionada e inefable seguridad que se había apoderado de él, el intenso gozo. De pronto se sintió sobrecogido por una sensación de honda pena y tristeza y se cubrió el rostro con las manos.