23

Dos semanas antes de que Lucano hubiese abandonado Alejandría había escrito a Keptah y aquella mañana, un mes después, Keptah desenrolló la carta que había llegado aquel mismo día por medio de los servicios de un barco rápido y correos especiales. El médico leyó la carta, luego se quedó pensativo y melancólico, mirando hacia el jardín en el que estaba sentado. Más allá del pórtico abierto, los árboles se mecían arrullados por el viento otoñal; la tierra exhalaba una fresca dulzura que llegaba con agudeza al corazón. El deslumbrante sol brillaba sobre las toscas fuentes y sobre las grandes y burdas estatuas, porque Diodoro prefería formas y movimientos que se pareciesen a la tierra en sus contornos fuertes y sencillos. De aquí los brillantes colores de los ladrillos que formaban el suelo del pórtico, la firme vulgaridad de las columnas que le rodeaban, los vitales macizos de flores, los frondosos y firmes árboles.

Más allá del jardín, a lo lejos, se alzaban las montañas coloreadas como un mosaico por las maduras uvas de los viñedos, propiedad de la finca. Su perfume llenaba el viento como una rica promesa. Los olivares se extendían sobre otras montañas, y entre la casa y aquéllas, se extendían pastos de un verde esmeralda llenos con las plácidas formas del ganado, las ovejas y los caballos. La pequeña corriente que serpenteaba a través de los claros tenía un tono verde muy brillante, muy tranquilo, habiendo olvidado la turbulencia de la primavera. Un aire de paz, casi palpable, se extendía sobre la tierra, mezclado con la blandura del cálido sol.

Keptah se había hecho un poquito más viejo durante aquellos últimos años; a su alrededor parecía existir la eternidad de oriente y su secreta sabiduría, pero aquella mañana sus profundos ojos estaban intranquilos. Keptah pensó en Diodoro. ¿Debía decirle a su señor la decisión que Lucano había tomado respecto a su futuro? ¿O, teniendo en cuenta la condición física del tribuno, era mejor dejar la noticia en manos del propio Lucano? Keptah volvió a leer la carta especialmente la última parte…

Tengo temerosos presentimientos acerca de mi padre Diodoro; me ha escrito y mi madre también, de sus frecuentes apariciones en el Senado como huésped de Carvilio Ulpiano. No conozco a este senador, que es un pariente de mi padre, pero un estremecimiento de intranquilidad se apodera de mí cuando pienso en él. ¿Quién puede conocer a Diodoro y no honrarle, amarle y respetarle? Seguramente tan sólo los hombres malos.

Comprendo que Diodoro, que es un hombre de acción, a la vez que un hombre inteligente, y que ama patrióticamente a su país, sienta que debe hacer lo posible por salvar a Roma. Pero yo he llegado a la conclusión de que Roma no es digna de ser salvada, tan baja ha caído en los últimos cien años, tan corrompida y monstruosa está. ¿Por qué, por lo tanto, debe mi padre luchar tan desesperadamente? Más aún: el destino del hombre está en las manos de Dios, y Dios no es notable, de acuerdo con mis observaciones, por mostrar su bondad o su amor por sus profetas. Ayer mismo un maestro mío me reprochaba este convencimiento. Me dijo: «Estás demasiado preocupado por el hombre. El sufrimiento y la muerte es el destino común de todos los hombres, por lo tanto, ¿por qué viven en tan amarga rebelión? ¿Qué es lo que querrías, que todos los hombres fuesen inmortales y nunca sintiesen el dolor?». Vi que me había comprendido mal, pero le dije: Cuando Dios hizo al mundo y al hombre, ¿por qué los hizo tan imperfectos, tan llenos de agonía, de tormento y de maldad? Y él me respondió: «Eres demasiado joven. Te he hablado de nuestros profetas y héroes, de nuestra antigua religión y nuestras historias. Dios dio al hombre libre voluntad, de otra manera el hombre hubiese sido tan inocente como los animales del campo. Puesto que el hombre es un alma inmortal, a la vez que un cuerpo físico, se le ha concedido el honor de escoger su propio destino, porque el espíritu no forma parte de los árboles y las bestias. Si el hombre escoge el mal, y sus consecuencias, dolor, sufrimiento y muerte, sólo el hombre tiene la culpa y no Dios».

Parece pues que Roma ha escogido el dolor, el sufrimiento y la muerte con su insaciable sed de sangre, sus crímenes contra la humanidad, su libertismo y opresión. ¿Tiene que luchar mi padre contra estas cosas en vano? Por otra parte tendría que tener en cuenta a mi madre, mis hermanos y hermana. Si tú aún crees en el poder de la oración a un Dios que no ama al hombre, ruego que mi padre vuelva a la paz de sus posesiones, de la cual hablaba constantemente en Antioquía. Porque tengo miedo por él.

«Y yo también», pensó Keptah.

El esclavo encargado de la entrada se acercó a él con rapidez cruzando los senderos cubiertos de grava del jardín.

—Mi señor desea verte, señor. Tiene uno de sus dolores de cabeza.

Frunciendo el ceño, Keptah se levantó y con su aire majestuoso entró en la casa, grande y sencilla, y acudió a la habitación de Diodoro. Diodoro yacía en la cama, agitándose y maldiciendo, apretándose las sienes con las manos. Al ver a Keptah se sentó y le miró airadamente.

—¡Tengo otra vez migraña! —exclamó en tono de acusación—. Pero ésta es la peor de todas y hoy he de ser el huésped de Carvilio Ulpiano en el Senado y debo dirigirme a aquellos sinvergüenzas, en un último esfuerzo de conmover sus almas rapaces. Vosotros los médicos no podéis ni siquiera curar un simple dolor de cabeza, o un resfriado de nariz o una irritación en la garganta, mientras habláis eruditamente de oscuras enfermedades y de su tratamiento. ¡Bah!

Gruñó y volvió a caer sobre la cama maldiciendo y blasfemando. Era evidente que se encontraba muy enfermo. La parte baja de su frente estaba coloreada de un rojo brillante; sus amplias mejillas tenían un tinte grisáceo y los lóbulos de sus oídos y los labios mostraban un acusado tono azul pálido. Sus ojos reflejaban su agonía bajo las negras y feroces cejas y gotas de sudor corrían por su frente. Los pulsos palpitaban amenazadoramente y visiblemente en su obstinada garganta, y parecía tener dificultades para respirar.

Keptah se sentó con tranquilidad junto al lecho. Luego habló:

—Señor, te he dicho que este último año lo que te aflige no son las migrañas corrientes. La presión de tu sangre es excesivamente alta; te he hecho sangrías en numerosas ocasiones. Tu corazón hace ruidos alarmantes algunas veces. Te he rogado que luches por conseguir mayor tranquilidad y calma. Un hombre no es víctima de sus emociones a menos que se deje arrastrar por ellas. Te ruego que esperes a que llegue aquella raíz de la India, ya que tengo entendido que los médicos de allí la han estado usando durante miles de años con efectos maravillosos en el tratamiento de la presión alta de la sangre, la mente preocupada y la locura. El maestro indio de Lucano ha prometido enviarme esta raíz, y estará aquí dentro de cuatro semanas.

Diodoro se volvió a sentar en el lecho repentinamente enfurecido, apretó sus sienes entre las manos, y mirando furiosamente a Keptah exclamó rugiendo:

—¿Locuras?… ¡esclavo infernal!

Keptah respondió con una sonrisa afectuosa.

—No soy esclavo, señor, gracias a ti. Y como médico, y hombre libre, bajo las leyes de Julio César soy también un ciudadano de Roma. No, señor, no te considero loco. Te considero un espíritu noble de completa rectitud y lleno de la pasión por la justicia y la verdad. Debemos agradecer la actitud que han seguido tu mente y tu alma, a nuestros poetas y héroes, a nuestros artistas, nuestros eruditos y patriotas, y aquéllos que, como Pigmalión, tratan de transformar la dura piedra en brillante carne. Y, ¿quién sabe?, quizás dentro de miles de años sus palabras de exhortación belleza, y fortaleza, y sus divinos reproches despertarán un eco con poderosas fuerzas en los corazones y el mal dejará de existir.

Diodoro escuchó con gesto airado, tumbado en su lecho y sosteniendo su cabeza. Luego refunfuñó:

—Todo esto son palabras muy bonitas… ¿Pero no habrá otra voz sino la mía que se alce en favor de Roma? Y si sólo existe mi voz, ¿voy a retirarme? No tengo interés ninguno por las naciones que aún no han nacido. Estoy interesado en mi propio país. ¿Cómo podría vivir de otra forma? —Keptah suspiró y mantuvo silencio. Diodoro se sentó dolorosamente y su voz pareció estar más aquietada, casi suplicante—: Eres un hombre sabio, mi buen Keptah, pero eres un filósofo que esperas que el polvo del desierto se transforme en gobiernos en el futuro lejano. Supón que tomamos las palabras de los filósofos seriamente y dejamos que el mal presente se salga con la suya en forma absoluta. El mal se haría universal y no habría entonces ni presente rejuvenecido, ni tampoco un futuro… Keptah, yo estoy en este mundo ahora, y en el presente. El futuro pertenece a mis hijos. ¿Voy a luchar por un mundo de ley, orden y justicia para ellos, cuando sea cenizas con mis padres? ¿He de limitarme a considerar, como tú, las grandes generaciones futuras y dejar que mis hijos hereden inmediatamente la degeneración, la ilegalidad y el crimen? Escúchame Keptah: el principal deber de un hombre es para con Dios y su patria. Las naciones son la expresión de los reinos espirituales de Dios. Cuando las naciones se abandonan y degeneran, se dan al orgullo sangriento, al saqueo, a la guerra y a la tiranía, entonces han traicionado a los reinos de la tierra y la pena de su traición es la muerte. Roma morirá inevitablemente a menos que hablen muchos como yo. ¿Dónde están las voces que luchen en su favor?, ¿quién gritará a los romanos: habéis destruido lo que Dios ha construido y debéis volver a la libertad, la pureza, y la virtud al instante, si no queréis perecer? —Alzó la mano para evitar que el médico hablase. Su frente estaba casi roja como la sangre, sus venas purpúreas se marcaban en sus sienes y jadeaba—. Déjame terminar. Dios y la patria. Ellos son la ley. Me hablarás de mi familia, como me has hecho en otras ocasiones, poniéndome en guardia por temor frente a un peligro mortal. Pero mi primera responsabilidad es para mi Dios, y mi patria y la memoria de mis padres que murieron por algo. Si muero, entonces dejaré el destino de mi familia en manos de Dios. Si ellos muriesen por causa mía entonces no tendrían que soportar el horror de vivir en un mundo depravado, sin bondad, sin misericordia. Yo preferiría que muriesen porque, ¿qué hombre escogería la vida y la esclavitud? —Alzó su puño crispado con solemnidad—. Mejor morir que vivir en un mundo como el presente y mi desesperado deber es tratar de cambiar este mundo, incluso aunque fracase.

Keptah se levantó e hizo una profunda reverencia ante él.

—Sí, señor, comprendo. Perdóname por haber puesto mi amor por ti antes que la poderosa y justa pasión que te llena. Te prepararé una poción que te libre temporalmente del sufrimiento y te permita ir a Roma esta mañana.

Se dirigía fuera de la habitación cuando Diodoro, en un tono de voz entrañablemente amable, le pidió que volviese. El tribuno alzó su mano, un poco avergonzado, y tomó la mano del médico.

—Mi buen Keptah, amado tanto por mi padre como por mí y por toda mi casa, tú, oscuro pillastre… Sé que nunca abandonarás a mi familia.

Keptah no podía hablar a causa de la emoción. Tan sólo pudo alzar la mano de Diodoro y llevarla hasta sus labios.

—¡Que hable el noble tribuno! —gritaban los senadores y aquí y allá en el Senado, el coro de voces era burlón.

Diodoro se puso en pie; una oscura y aguileña figura vestida con la túnica militar, cubierto con casco emplumado y armadura, ancha espada pendiendo del cinturón. Alzó su mano enguantada y los senadores, algunos despectivos, otros sombríos, otros sonrientes; algunos viejos, otros jóvenes; algunos patricios, otros desconocidos libertos sin honor, quedaron en silencio y miraron al tribuno. La luz del sol se deslizaba sobre sus túnicas blancas y aquí y allá un rostro noble aparecía surcado por una sombría luz, o un labio estaba iluminado o un ojo chispeaba, o un escuálido perfil resaltaba como los trazos inseguros del dibujo de un niño. El suelo de mármol y las paredes deslumbraban, las columnas brillaban; los soldados con sus espadas desenvainadas permanecían de pie ante las abiertas puertas de bronce.

Diodoro les miró a todos y un extraño y formidable sentimiento se apoderó de él. La ira creciente de su corazón aumentó la intensidad de su disgusto y la sensación de que todos los músculos de su cuerpo se tensaban con la pasión abrasadora de su alma. Se dirigió a la tribuna de los oradores, y en el silencio, el eco de sus sandalias metálicas sonó de pared a pared, de columna a columna, mientras la luz del sol hacía que su yelmo y su armadura se iluminasen con una repentina llamarada. Parecía un Marte, dispuesto y a punto para la batalla, armado de luz y rodeado de un aire de altiva grandeza.

Apoyó las manos sobre el púlpito y miró a los senadores. Luego sonrió con una sonrisa desagradable y furiosa.

—Vosotros, romanos, amigos y compatriotas, me habéis oído antes. Hoy hablo en el nombre de Roma por última vez. Después permaneceré en silencio. —Respiró profundamente y su pecho se inundó de pasión y fuerza—. He venido a honrar a Roma, pero no a enterrarla.

Una voz gritó:

—¡Traición!

Diodoro sonrió de nuevo e inclinó la cabeza.

—Siempre es traición decir la verdad —alzó su cabeza y paralizó a los senadores con el poderoso fulgor de sus ojos—. En este mismo Senado, no hace muchos años, un senador murió porque dijo la verdad. No fue asesinado por espada, cuchillo o lanza, ni por piedras arrojadas contra él por manos honestas en su ira. Ninguna mano honorable le golpeó, porque no había ninguna mano honorable aquí. Habló de Roma, dijo que Roma ya no era una República y que se había transformado en un imperio sediento de sangre, gobernado, no por hombres de sabiduría y por la ley, sino por César y sus legiones, sus generales, sus rapaces libertos, sus políticos de palacio. Aquel senador permaneció de pie en este mismo lugar y lloró por la República. Lloró porque los emperadores no eran elegidos por el pueblo sino por infames legiones, y por las perezosas y ansiosas multitudes que tan sólo deseaban devorar los frutos de los graneros y de los tesoros y ser divertidos por charlatanes sinvergüenzas, actores, cantantes, gladiadores y pugilistas a expensas del estado.

»Aquel senador era un hombre joven de ojos brillantes y corazón de toro sagrado, encendido de amor por su patria. Un hombre violento que no usaba frases pulidas y carecía de elegancia. Tan sólo tenía amor por su patria. Un joven apasionado que creía que la verdad era invulnerable y las mentiras tan frágiles como la tela de araña. Pero ya veis vosotros, sólo amaba a su patria y sólo los tontos aman a su patria.

Los senadores cayeron en un duro pero atento silencio, aunque algunos de los más viejos inclinaron sus cabezas, recordando su vergüenza y sintiéndose enfurecidos contra el tribuno que se lo recordaba. Los soldados andaban lentamente arriba y abajo, ante las puertas, y escuchaban, volviendo sus rostros hacia Diodoro y algunos de ellos, que eran jóvenes patriotas, sintieron que sus corazones empezaban a latir más rápidamente. El tribuno golpeó con su desmayada mano el púlpito que sonó como el estallido de un trueno en aquel brillante silencio marmóreo.

—Por avaricia (os gritó aquel joven senador), las multitudes de esta ciudad sostienen a césares malvados, que sólo ansían el poder, porque aquellos césares les habían prometido saquear los tesoros públicos. Senadores venales apoyaron a aquellos césares por provecho propio y poder personal. Los césares embusteros hablaron a las multitudes y les dijeron que nuestro país no podría defenderse contra los bárbaros sin alianzas, que debían ser adulados y consentidos sin fin. Y aquellos traidores césares conspiraron contra su nación, locos con el ansia de ser cubiertos de oro, de ser tratados como dioses por el mundo entero, de ser aclamados por millones de ladrones, mendigos, libertos, sinvergüenzas y por los pusilánimes que nunca sintieron una palpitación de patriotismo en sus corazones de buitres…

—¡Traición! —gritaron varias voces, y algunos rostros se volvieron unos a otros con furia y alarma.

Diodoro permaneció de pie ante el púlpito y colocó sus índices en su cinturón y les miró con odio y desprecio.

—Estas palabras no son mías, aunque las he dicho otras veces ante vosotros. Son las palabras del senador que murió en este mismo lugar.

Abrió la túnica de su pecho y la armadura tintineó sobre el suelo.

—¡Mirad mis cicatrices y la evidencia de mis heridas! Vosotros senadores, vosotros sinvergüenzas, vosotros perfumados embusteros, mirad mis heridas… Vosotros escurridizos villanos que dormís entre sedas al sonido de liras y de los murmullos de prostitutas y mujeres disolutas, que compráis concubinas, ¡mirad mis heridas! ¿Tienen estas huellas vuestras delicadas carnes? ¿Hay heridas parecidas en vuestros corazones, vosotros que traicionáis a Roma con cada respiración y la conducís al infierno con cada ley que promulgáis?

Volvió lentamente su pecho desnudo, lleno de cicatrices a fin de que todos lo pudiesen ver. Era una vista terrible y algunos de los senadores más viejos, se cubrieron los ojos con las manos.

La voz de Diodoro se alzó, en tono más profundo, grave y poderoso.

—Semejantes heridas estaban en la carne del senador que murió aquí aquel día. No con espada honesta, no por poderosa cuchillada, sino con mentiras y condenaciones, con ostracismo y silencio. Porque se atrevió a amar a este país y se atrevió a intentar salvarle de manos de los traidores, asesinos, ambiciosos y embusteros. Su corazón se rompió y no hubo consuelo para él.

»¿Podríais vosotros haberle consolado? ¿Vosotros, que habéis traicionado a vuestra patria y habéis entronizado a vuestros césares traidores? ¿Os hubieseis atrevido a consolarle, vosotros, cuyas lenguas envenenaron su misma sangre y le condujeron a la muerte, a él, que sólo amó a su patria e inocentemente creía que vosotros también amabais a vuestro país?

Diodoro volvió a golpear sobre el púlpito y para algunos de los senadores más ancianos, aquel sonido parecía producirla el propio Marte en persona.

—¡Dejadme conmover vuestros corazones! —exclamó— ¡aún no es tarde! El curso del imperio conduce tan sólo a la muerte. ¡Senadores, miradme! ¡Escuchad con vuestros corazones y no con vuestras envilecidas mentes! ¡Volved a la libertad, a la frugalidad, a la moralidad, a la paz, a Roma! No penséis por más tiempo en aquéllos que os designan, aquellos cuyos vientres piden ser satisfechos a costa de la propia sangre de Roma, de la propia carne de Roma, del oro duramente ganado por Roma. ¡No os inclinéis ante césares falsos, quienes, desafiando nuestra constitución, pronuncian mandatos contra el bienestar de Roma y se colocan a sí mismos por encima de la ley que nuestros padres formularon y por la que lucharon con sus vidas, sus fortunas y su sagrado honor! Roma fue concebida en fe, justicia y culto a Dios, y en el nombre de la virilidad del hombre. Volved a nuestro país al gobierno de la ley y estableced las leyes para el hombre. Restaurad los tesoros, retirad vuestras legiones de las tierras extranjeras que nos odian y nos destruirán en el momento en que convenga a sus intereses. Reducid las tasas que aplastan a aquéllos que trabajan dura e industriosamente. Decid a vuestras multitudes que deben trabajar o morir de hambre. ¡Arrojad del Palatino a las masas de petimetres, egoístas y ladrones! ¡Arrojad del Palatino a los libertos que dicen, sí, sí, al César, y se inclinan ante él como si fuese un dios y no un hombre de carne humana! ¡Limpiad esta cámara de sinvergüenzas y embusteros, demagogos que declaman en frases sonoras, que el bienestar del pueblo es deseado por sus corazones, pero que en realidad lo que quieren decir es que harán la voluntad de la multitud a cambio de viles venganzas, poder y soborno!

Alzó sus manos hacia ellos en actitud suplicante y sus fieros ojos se llenaron de lágrimas mientras contemplaba a los inmóviles senadores.

—¡Romanos! ¡En el nombre de Dios, en el nombre de Cincinato, el padre de este país, en el nombre del heroísmo, la paz, la hombría, la libertad y la justicia, os ruego que os transforméis de nuevo en los guardianes de Roma, que quitéis los poderes del usurpador que, en justicia, os pertenecen a vosotros, que persigáis y castiguéis a aquéllos que se apoderan de estos poderes, a fin de evitar el cumplimiento de las leyes de vuestros padres! ¡Que vuestros corazones romanos, os hablen y vuestros espíritus romanos griten contra los oportunistas, la corrupción, contra la vanagloria y los traidores, contra los césares que se erigen así mismos como dioses y mantienen una corte para los depravados, los ambiciosos y aquéllos que disipan la fuerza de nuestro pueblo, nuestra constitución y nuestras tradiciones! Si os desentendéis de vuestra patria, ella morirá. Miles y miles de legiones no podrán salvarla, y mil sangrientos césares gritarán vanamente a los cuatro vientos.

Sus ojos contemplaron los rostros de los senadores con desesperación. Después dejó caer la cabeza sobre el pecho, descendió del púlpito y se alejó lentamente hacia la puerta, en medio de un cobarde silencio, sin mirar hacia atrás. Los jóvenes soldados le miraron con brillantes rostros mientras permanecían firmes y saludaban, él volvió sus ciegos y llorosos ojos hacia ellos y sonrió como un padre con el corazón roto.

Después, enderezándose, y como un general herido, que fallece por su país, les devolvió el saludo.

Carvilio Ulpiano fue llevado rápidamente al Palatino en su litera. Su capataz azotaba a los esclavos nubios para que marchasen con furiosa velocidad y su trompetero corría ante la litera haciendo sonar el cuerno y gritando:

—¡Haced paso para el muy noble senador Carvilio Ulpiano!

La hirviente multitud se apartaba en la Vía Apia; pero algunos se paraban para gritar y escupir en la dirección de la encortinada litera.

Descendiendo ante el Palatino, Carvilio subió por la larga escalera de mármol como un joven, sosteniendo en alto su toga senatorial, por encima de sus delgadas piernas que contrastaban con su hinchado vientre. Su rostro expresaba terror y abyecta aprensión. Los lacayos y soldados se apartaban ante su rápido paso. Los encargados de las antesalas se sintieron impresionados por su excitación y prometieron informar a Tiberio César de que el senador deseaba verle al instante, a causa de la más urgente de las necesidades.

Fue admitido en la biblioteca del César. Tiberio leía partes militares con languidez. Alzó su frío rostro cuando Carvilio Ulpiano apareció y sus pálidos labios se curvaron. Luego dijo:

—Saludos, Carvilio. Te felicito por llegar tan rápido tras los talones de mis informadores. Has debido de volar desde la sala del Senado. ¿Te prestó Mercurio sus alas?

Alzó su copa de vino basta sus labios y bebió un poco, y por encima del enjoyado oro de la copa miró con una helada y maliciosa diversión.

Carvilio sufrió un sobresalto. Cayó sobre sus temblorosas rodillas ante Tiberio y besó la pálida mano que aquél extendió ante él.

—Señor —dijo con voz temblorosa—, has sido ya informado, por lo tanto no es necesario que te hable de la maldad y traición de mi familiar Diodoro Cirino. Te juro, divino César, que si yo hubiese sabido que iba a hablar así, nunca le hubiese invitado. En sus visitas anteriores a la Cámara como huésped mío, sirvió tan sólo para divertir a los senadores y yo pensé que éste sería el caso de hoy. Bien poco podía yo imaginar que mis oídos y los de mis colegas serían atormentados con manifestaciones traidoras contra tu divina persona y que él gritaría en contra de ti y de todos tus decretos. —Unió sus manos ante él en un implorante ruego y su rostro sudaba con temor—. Es un pariente, pero yo le denuncio.

—Eres un hombre discreto y de nuevo te felicito —dijo Tiberio secamente.

No dio prisa al senador para que se levantase de sus rodillas ni le invitó a tomar vino. Los pretorianos ante las grandes puertas doradas miraban a Carvilio Ulpiano y sus rostros parecían esculpidos en bronce y carentes de emoción. Tiberio contemplaba su copa. Estaba sentado sobre una silla tallada en mármol y vestía su blanca toga bordada de púrpura imperial; un hombre alto y delgado, con expresión fría, atenta e inescrutable. Después habló en tono duro y melancólico como para sí mismo.

—Soy soldado. Estoy rodeado por embusteros y en esto Diodoro tiene razón. ¿Qué es el ansia y la alabanza incomprensiva dada con afán de beneficio personal o por temor? ¿Qué es la adulación si los labios que hablan sólo temen o si adulan en busca de provecho? Un oído esclavo es criado de una lengua más esclava. Como soldado prefiero a los hombres de verdad sencilla y sin complejidades que hablen con honor y patriotismo. También prefiero la condenación inteligente a los aplausos de la plebe. ¿Pero dónde están los hombres en la Roma de hoy?

Carvilio Ulpiano oía esto incrédulamente, mojándose los labios, que repentinamente se habían transformado en pergamino. Se sintió aterrorizado.

—Divino César —gimió Carvilio Ulpiano—, no comprendo.

—No —dijo Tiberio—, no puedes comprender. —Y volvió a contemplar de nuevo su copa—. Como soldado puedo honrar a Diodoro Cirino. Le conozco bien. No es un embustero, ni nunca le he oído decir ni una sola mentira. Ama a su patria. —El emperador se echó a reír con una risa corta y amarga—. ¡Por esto sólo merece la muerte! ¿Quién ama ahora a Roma? ¿Tú, Carvilio Ulpiano? ¿Yo, César? —El senador se apoyó sobre sus talones y se estremeció—. Déjame decirte esto —añadió Tiberio suavemente—: los césares venales, los césares locos por el poder, nunca se apoderan del poder, nunca destruyen la ley, ni la patria. El poder lo consiguen los hombres malos y despreciables, por un pueblo ansioso, un pueblo estúpido y codicioso, un pueblo egoísta y pusilánime. ¿Dónde están los guardianes de la libertad del pueblo? Vosotros calláis, sois esclavos en espíritu, sois ladrones y cobardes. Pero un pueblo merece lo que sus legisladores son —alzó la mano y señaló rudamente a Carvilio Ulpiano—. Ellos te merecen a ti —dijo.

«¡Dioses ayudadme!», pensó el senador mientras su mente se llenaba de confusión. Se mordió los labios; se asustó, todo su cuerpo se agitaba. Tiberio sonrió sombríamente.

—Lo que te acabo de decir no deberá ser repetido por ti, mi querido senador, mi querido y devoto amigo.

—Divino César —dijo el senador a través de sus labios temblorosos—, no he oído.

—Bien. Es muy triste que incluso los césares deseen a veces decir la verdad. Te doy las gracias por tu interés en mi felicidad, Carvilio.

Dejó la copa sobre una mesa de dorado mármol que había junto a él y aunque no era un hombre violento sus modales eran más terribles que los gestos más vehementes.

—¡Roma! —exclamó—. No reconozco esta Roma de esclavos políglotas, de escitas, britones, galos, bárbaros, griegos, asirios, egipcios, y la escoria del mundo entero. ¿Dónde están los romanos? Han perdido su identidad. Han perdido su lengua, sus mentes, sus almas, su dignidad. ¿Qué tengo que ver yo con tal Roma? No soy un hombre honrado, soy lo que el pueblo ha hecho de mí, soy su cautivo, no su emperador. No hay escape de un pueblo vil o malvado. —Sus manos se crisparon sobre los brazos del sillón—. Estoy aquí tan sólo para ser el ruin deseo de una nación obstinadamente determinada a suicidarse. Si rompo la ley y la Constitución en favor de su avaricia, ellos me aplauden. Si abandono mi esperanza de restaurar el tesoro, me aplauden por considerar que pongo su bienestar en primer lugar. ¡Su bienestar! ¡Perros y chacales!

Miró al asombrado senador que se inclinaba ante él. Un silencio absoluto y tembloroso reinó en la gran biblioteca. Los soldados permanecían firmes como ciegas estatuas. Después Tiberio habló de nuevo:

—Sin embargo es demasiado tarde para la verdad y aquéllos que hablan la verdad ya no tienen derecho a vivir en Roma. Por lo tanto Diodoro Cirino debe morir. ¡Cómo se atreve a decir la verdad a una nación así!

Hizo un gesto al capitán de la guardia que se acercó a él al instante saludando.

—Irás al instante, capitán, a las posesiones del tribuno Diodoro Cirino y le dirás que su emperador, su general, no necesita ya de sus servicios y que ante esta situación debe obedecer.

A pesar suyo y de su traición, Carvilio Ulpiano se estremeció. Sabía lo que aquella orden significaba: se ordenaba a Diodoro que se arrojase sobre su espada.

El capitán saludó. Dio media vuelta sobre sus talones, hizo un gesto a dos de sus soldados para que le acompañasen, y abandonó la biblioteca. Carvilio permaneció sobre sus rodillas, con la cabeza agachada. Tiberio le sonrió maliciosamente.

—Ya está hecho —dijo— y de nuevo te felicito, Carvilio Ulpiano; mis informadores eran hombres inferiores, que espiaban en el Senado, y yo, como el dios que vosotros habéis hecho, apenas puedo creer sus palabras. Diodoro merecía ser condenado por uno de sus iguales, y tú me has hecho este servicio. —El senador alzó la cabeza y Tiberio asintió—. Sí, comprendo —dijo el emperador—, es la costumbre confiscar las propiedades de aquéllos que denuncian a César y hablan traicioneramente, pero me siento inclinado a ser misericordioso. Decretaré que las riquezas de Diodoro permanezcan con su viuda y con sus hijos. Apláudeme por mi compasión, Carvilio Ulpiano.

El senador se sintió invadido por el desmayo. Los helados ojos de Tiberio contemplaron al senador, y César asintió de nuevo.

—Pensaste, verdad, que como amigo mío, devoto adorador y denunciante de un traidor que ha hablado contra mí, te premiaría con las posesiones de Diodoro Cirino. ¡Ah, Carvilio!, eres un hombre rico y te recompensaré a su debido tiempo en mi forma personal. Pero no con la riqueza de Diodoro, ni en tal extensión.

El senador se sintió enfermo de desesperación, desilusión y por un sentimiento de degradación. No era un hombre malvado por completo. Hubiese preferido, de haber podido, una vida de paz y agradables lujos. Ni por un instante creyó que Diodoro que había hecho ya bastante atacando a los senadores, hubiese podido escapar con seguridad. Después de todo, Diodoro era apreciado por Tiberio personalmente y el senador había disfrutado oyéndole atacar a los demás senadores, de muchos de los cuales, él no tenía una buena opinión. Incluso había aplaudido a Diodoro delante de ellos, sabiendo que ellos también sabían que el emperador le admiraba. Pero cuando Diodoro había hablado contra los «falsos césares» en tal tono y había implorado al Senado que recuperase sus antiguas leyes y prerrogativas, Carvilio supo que él también corría un peligro mortal.

Pero por el camino había pensado que Tiberio le premiaría con las posesiones de Diodoro. No había olvidado a Iris, y cada vez que la veía, desde que su familia había vuelto a Roma, su lujurioso deseo hacia ella, se había transformado en un hambre desesperada.

Hizo una nueva reverencia ante Tiberio. Luego dijo con cierta vacilación:

—Es ciertamente muy compasivo por parte del divino César que los hijos de Diodoro no tengan que mendigar, porque él es noble y tribuno. Pero la esposa de Diodoro es una liberta. Fue en algún tiempo esclava de sus padres, viuda de un anterior liberto.

Tiberio frunció el ceño.

—¿Es cierto esto?

Carvilio le miró con ansiedad y un poco de saliva manchó el extremo de sus labios lascivos.

—Sí, César. Diodoro inventó una genealogía falsa para ella, a fin de no ofender a sus amigos de Roma y a ti.

El fruncimiento en el rostro de Tiberio se hizo formidable. Golpeó con sus dedos la mesa y pareció pensar. Después involuntariamente sus ojos se fijaron en el senador que temblaba en el suelo con excitación y deseo.

—Ah —dijo el emperador—. ¿Es esa liberta una mujer hermosa?

—La más hermosa, señor…

Tiberio sonrió.

—¡Y tú serías el guardián de los niños de Diodoro y especialmente de sus cofres! ¿Y quieres que revoque la libertad de la hermosa esposa de Diodoro y que te la de como prueba de gratitud?

—La he deseado, durante años, señor, desde que la vi por primera vez en Antioquía. Es la misma Afrodita.

Tiberio escrutó su rostro impasiblemente. Luego dijo:

—Mañana promulgaré un decreto para que la esposa de Diodoro sea guardiana de sus hijos y de la riqueza de su padre, y para que su nombre y falsa genealogía sea inscrita en los libros públicos de Roma.

Carvilio le miró boquiabierto, con los ojos desorbitados y los brazos caídos a ambos lados. Se sintió lleno de terror y vergüenza.

Entonces Tiberio cogió la copa de sobre la mesa y arrojó el contenido al rostro del senador.

—Aquí tienes —dijo— tu justo premio, mi noble senador.