22

—Debo llegar a esas galeras —dijo Lucano después de haber llamado a Cusa a medianoche.

Había oído durante horas a esclavos y marineros cazando y destruyendo ratas y lavando el barco de arriba abajo con desinfectante. Cusa dijo:

—Estás loco, desde luego. Calentaré algo de vino para ti y lo mezclaré con alguna especia.

Lucano le miró pensativamente.

—Tú eres un hombre inteligente, querido Cusa. ¿Con cuánta rapidez podrías forzar la cerradura de las galeras?

Cusa rehusó tomarle en serio, o más bien rehusó mostrar que tomaba a Lucano en serio.

—¿Forzar una cerradura, Lucano? —Se echó a reír alegremente. Después bostezó terriblemente—. ¿Por qué me has despertado a estas horas? ¿Para qué intercambiemos agudezas?

—Griego marrullero —respondió Lucano— no hay duda de que eres un experto forzador de cerraduras. No había ningún cofre, armario o baúl seguro contra tu curiosidad en Antioquía. Llamas a Callíope curiosa. ¡Tú eres el peor curioso de cuantos existen! Solía vigilarte con admiración, lo confieso, y a distancia cuando era niño. Recuerdo tus talentos muy bien. No aparentes sentirte tan herido.

Escuchó durante un momento. Los ruidos y gritos de las ratas perseguidas habían cesado; el barco crujía, gemía y se balanceaba silenciosamente. Tan sólo el grito de la guardia se oía de cuando en cuando. Lucano empezó a murmurar en voz alta:

—El barco duerme, excepto los esclavos de las galeras, la guardia y los oficiales sobre el puente. A causa de pasadas observaciones, Cusa, juzgo que unos pocos momentos serán para ti suficientes para abrir aquella puerta en las entrañas de la nave y dejarme entrar con mis medicinas.

Cusa empezó a sentirse alarmado.

—Señor, ten en cuenta que puedes contagiarte. Ah, si, me has dicho ya que lo has considerado. ¿Tendré que entregar a Diodoro un cuerpo muerto? Tu rostro está firme como el acero. Consideremos entonces aspectos más prácticos de la situación. Galo te ha negado la entrada a las galeras y me disculpo ante él porque le había considerado una persona grosera a quien ofrecer buen vino era una blasfemia. Tiene el mando supremo de este barco. Si la guardia me descubriese manejando la cerradura, el capitán me cargaría de grillos, y esto tan sólo sería lo que me mereciese. Tú y él, por lo tanto, mantendríais un helado silencio mientras yo languideciese, esperando el día en que fuese desembarcado a fin de ser encerrado en una prisión. Sí, sí —y alzó una delicada palma—, comprendo que tú tomarías sobre ti toda la culpa, pero Galo no pondría a Lucano, el hijo de Diodoro, en grilletes. Puede obligarte a permanecer en tus camarotes, lo cual debiera haber hecho a partir del momento en que partimos. Tengo una esposa y un hijo. La perspectiva de la prisión por haber violado las leyes marítimas no me es muy invitadora. Ten en cuenta la esposa y la niña, Lucano.

Lucano se impacientó.

—He tenido en cuenta todo —dijo—; iré contigo hasta la puerta, y si nos cogen le diré al capitán que tú hacías lo que yo te había ordenado bajo las más feroces amenazas, entonces puedes pedir al capitán que te proteja contra mi locura. Si los grilletes son, a pesar de todo, el resultado, Diodoro hará que te liberen en un abrir y cerrar de ojos.

—Lo dudo —exclamó Cusa—; tú sabes que estricto es con respecto a la ley.

El rostro de Lucano se animó y chasqueó los dedos.

—Envíame a Escipión, el más joven de los dos centuriones.

—¿A esta hora?

—A esta hora. Y date prisa, Cusa. Tus argumentos me aburren.

Moviendo la cabeza dolorosamente, Cusa abandonó el humeante camarote y pronto volvió con Escipión que, aunque con el rostro enrojecido por el sueño y un ojo hinchado y vidrioso, se había puesto primero la armadura, el casco y la espada, como corresponde a un soldado. Alzó el brazo derecho saludando a Lucano, y éste le devolvió el saludo.

—Siéntate junto a mí, mi excelente Escipión —dijo—, deseo hablar contigo.

Cusa permaneció junto a la puerta escuchando, lleno de ansiedad. Lucano dijo:

—Escipión, como soldado, no tienes muy buena opinión de los marineros, ¿verdad?

—Señor, como soldado los desprecio. Sólo valen para colocar los barcos de guerra en buenas posiciones a fin de que los soldados puedan atacar.

Los ojos oscuros de Escipión empezaron a brillar con interés, puesto que, como militar, no preguntaba por qué había sido llamado a media noche. Lucano, para él, era hijo de aquel poderoso soldado, Diodoro, cuyo nombre era reverenciado por todos los soldados de Roma.

—Los marineros son muy arrogantes —dijo Lucano suspirando—, ¿sabes que Galo me ha amenazado esta noche, me ha amenazado con encadenarme en mis camarotes porque he tenido una diferencia de opinión con él? Me gritó que era el rey de este barco.

Escipión se sintió ultrajado.

—¿Te ha hablado así a ti, señor, al hijo de Diodoro Cirino? No podría creer una cosa tan monstruosa.

Lucano suspiró de nuevo.

—Lo ha hecho y en presencia de su esclavo.

—¡En presencia de un esclavo!

El rostro joven de Escipión se oscureció y puso su mano en la empuñadura de su espada e hizo intención de levantarse.

—Pero —gruñó Cusa, alzando sus manos a la cabeza—, ¿quién es el griego marrullero ahora?

Lucano no le hizo caso.

—Soy médico, Escipión, y sin duda que un médico es más inteligente que un simple capitán de un buque de carga, y ciertamente vale más. A bordo tenemos peste.

Al oír esto Escipión palideció y se sentó lentamente.

—A menos de que pueda contenerla en las galeras, todo el barco quedará infectado y quizá todos muramos. ¿Has visto casos de peste, Escipión? Ah, es la cosa más terrible. Tus glándulas se distienden, se llenan de supurante pus; tu cuerpo se corrompe; vomitas sangre, toses sangre. Te revuelves en delirio y caes en las más peligrosas situaciones. Esto es lo que nos espera a todos, la muerte. Hay pocas posibilidades de salvación cuando se contrae la peste. Pero este capitán de cabeza de muñeco me impide tratar de detener la enfermedad. ¿No es esto incomprensible?

—¿Pero qué puede esperarse de un miserable marinero, señor?

Escipión empezaba a excitarse.

—¿Puedo hablar? —preguntó Cusa.

—No puedes —replicó Lucano.

Y Escipión miró a Cusa con desprecio.

—Naturalmente como médico y hombre de la nobleza y de familia, no harás caso de las órdenes de este cretino capitán —dijo Escipión, hirviendo de ira.

—Escipión, eres un joven de la más astuta comprensión —respondió Lucano con admiración.

—¡Ay, ay! —gruñó Cusa—, he sido acusado de tener naturaleza de reptil, pero he aquí a uno que avergüenza a las mismísimas serpientes de Isis…

Lucano continuó ignorándole. Escipión dijo con voz temblorosa por la ira:

—¿Cómo se atreve a dar órdenes al hijo de Diodoro Cirino?

Lucano asintió tristemente.

—Me gritó en la cara su autoridad; golpeó con el puño sobre la mesa. Me amenazó con…, ¿cómo llamaste eso, Cusa? ¡Ah, sí!, con el grillete.

Escipión saltó sobre sus pies.

—¡Alguien pagará esto caro! —exclamó.

—Y todo cuanto yo deseaba era protegernos a todos nosotros de la peste. Llevamos izada la bandera amarilla, Escipión. No nos será permitido desembarcar en Italia. Quizá estemos obligados incluso a volver a Alejandría o a flotar en el mar hasta que todos estemos muertos. Tú sabes lo rigurosos que son los doctores de Roma. ¿Cuánto tiempo hace desde que no has visto a tu novia, Escipión, a tus padres, a Roma, donde los romanos son romanos y no guardias de todo un mundo desagradecido?

Las lágrimas llenaron los ojos de Escipión; podía haber ahogado a Galo en aquellos momentos.

Cusa miró boquiabierto a Lucano, con asombrada admiración. El valeroso idiota era tan sutil como un oriental.

—Necesito tu ayuda, Escipión. Puede que haya guardia y la puerta que conduce a las galeras esté cerrada bajo candado. O la guardia patrullando y por lo tanto puede llegar hasta allí antes de que este maravilloso Cusa descerraje la cerradura.

Descerrajar cerraduras era algo reprensible. Por un momento el rostro de Escipión mostró cierta duda. Después se aclaró. ¿Qué significaba descerrajar cerraduras para un griego?

—Por lo tanto —dijo Lucano haciendo un gesto con la mano—, todo lo que espero de ti, Escipión, es que aparezcas como si padecieses insomnio, o como si yo hubiese ordenado que me guardes esta noche porque soy un hombre nervioso y a veces sufro pesadillas. Por lo tanto, paséate discretamente por el barco. Te acercas a la puerta de las galeras, descubres para mí si la puerta está guardada. Si lo está, no tendrás dificultades en distraer a la guardia que esté allí. Después distraerás a la patrulla de vigilancia mientras Cusa descerraja la cerradura. Tan sólo necesito una o dos horas. Cusa te avisará cuando yo salga de las galeras. Naturalmente, como es un hombre pusilánime, no se atreverá a entrar.

—El ser pusilánime no tiene nada que ver con esto —dijo Cusa—, es una cuestión de Ley.

—Nosotros somos la ley —dijo Escipión dirigiendo a Cusa una cortante mirada—. ¿Crees que la orden de un marinero es más importante que nosotros?

Pero Cusa sólo le miró con piedad, porque era la víctima de una maquinación que él creía no sólo peligrosa sino nefasta.

—Te ordeno que te calles —dijo Lucano.

—A callar —dijo Escisión—. ¿No has oído hablar a tu dueño?

—Bien, sí. Pero él no te ha dicho…

Lucano le interrumpió.

—Todo está muy tranquilo ahora, Escipión. Acepta mi gratitud y ve. ¿Deseas llegar a casa bien y pronto?

—Y encadenado —añadió Cusa desesperadamente.

—Vete también, Cusa, y tráete aquella pequeña cartera de piel negra tuya en la que tienes las delicadas herramientas de descerrajar cerraduras y que posiblemente compraste a algún ladrón —dijo Lucano sonriendo—, y, Cusa, no te creo capaz de intentar contagiar tus cobardes miedos a un soldado de Roma cuando estés lejos de mi vista.

—Señor —dijo el joven centurión orgullosamente—, un romano está sordo para la conversación de un liberto.

Cusa volvió sólo con su negra cartera. Lucano estaba activamente ocupado en examinar el contenido de su propia cartera de médico.

—Naturalmente —dijo Cusa con amargura— enviarás algo de mi excelente vino a Escipión para consolarle cuando el capitán le encierre encadenado. Y olvidarás el enviarme el mismo vino a mí.

—Te preocupas demasiado —dijo Lucano.

Se sentía alerta y fresco como si acabase de levantarse. Sus mejillas sonrosadas y sus ojos brillaban con satisfacción.

—Nunca pensé que un discípulo mío condescendiese a degradarse mintiendo.

Lucano comprobó sus escalpelos.

—Nunca dije la menor mentira.

—No, no, desde luego que no. Eres un sofista. Exhalas virtud. Eso te hace también estoico. Eres un hombre de muchos aspectos, Lucano, y confieso que he desestimado la veta de villanía que existe en ti y, por lo tanto, como maestro tuyo, admito que estaba completamente engañado, lo cual ha sido, por mi parte, muy tonto.

—Muy tonto —afirmó Lucano con un guiño juvenil.

Escipión volvió lleno de satisfacción.

—La puerta de las galeras no está guardada, señor. Evidentemente no se ha creído que fuera necesario. En cuanto a la patrulla, he descubierto que es un agradable compañero mío, a quien yo he estado instruyendo en procedimientos militares. Creo —añadió Escipión con guiño de conspirador— que un pequeño jarro de vino, bebido en mi compañía, en el puente superior, agudizará su interés por las campañas militares.

—Un jarro de vino —dijo Lucano a Cusa, quien, gimiendo como si sufriese el más terrible de los dolores, fue a prepararlo.

Escipión descubrió con agrado que era un jarro lleno, y partió para su trabajo de distraer la vigilancia y mantenerla quieta.

—El capitán colgará al vigilante del mástil o de la quilla o como se llame la maldita cosa —dijo Cusa—, eso, naturalmente, no te preocupará. Has olvidado al oficial de guardia en el puente superior.

—Escipión es un inteligente joven oficial —dijo Lucano sin preocuparse por aquello—. Como tú, ama el criticar y conoce a todos los oficiales a bordo, y, por lo tanto, habrá una feliz conversación entre los tres. ¡Qué solitario debe ser permanecer de guardia en un mar tan tranquilo! Vamos, marchemos. Dentro de tres horas amanecerá. ¡Ah!, espera un momento, necesito dos cubos para agua. No te muevas como un viejo, Cusa; no estás a punto de ser ejecutado.

—Esto es lo que dudo —dijo Cusa con tono pusilánime.

Tomó la linterna del camarote y salió al estrecho corredor de fuera. Lucano se sintió entristecido por el temor de Cusa, por la creencia del maestro en la autoridad absoluta y su indiscutible aceptación de la misma. Mientras que el capitán tenía el derecho de vida o muerte sobre aquéllos que estaban en el barco por amor de otros ante una situación imprevista y caprichosa en la que radicaba un gran peligro, había una ley moral más importante, que ningún hombre tenía el derecho de violar. El capitán tenía sus leyes; pero dejaban de ser leyes y se transformaban en opresiones cuando negaban a aquellos pobres esclavos cualquier clase de socorro, alivio o derecho a la vida.

Lucano recordó muchas historias auténticas de barcos como aquél. Cuando los esclavos de galeras enfermaban de una enfermedad fatal y violenta, eran encerrados abajo sin ninguna clase de ayuda. Aquellos pasajeros y esclavos que no habían contraído la infección podían desembarcar después de un examen por las autoridades de salud pública y luego el barco era remolcado al mar con su carga de prisioneros, moribundos y desesperanzados esclavos enfermos, y prendido fuego. Se estremeció ante el recuerdo. Éste era el destino en perspectiva para los pobres desgraciados de las bodegas.

El joven griego había cubierto sus piernas con apretadas fajas de lienzo y también sus brazos y manos. Estaba envuelto en su manto, con la capucha echada sobre la cabeza. Cusa mantenía la humeante linterna en alto. Los estrechos corredores de madera estaban absolutamente silenciosos y oscuros, cuando los dos hombres se deslizaban por ellos silenciosos. Escipión había realizado su trabajo bien; no encontraron a ningún guardia.

A medida que se deslizaban frente a las puertas cerradas, conteniendo su respiración y caminando tan ligeramente como les era posible, volvían a oír el lejano y rítmico golpeteo de los remos en las profundidades del barco, el crujido de los troncos y distantes ronquidos. Todo el barco exhalaba olor a desinfectante, brea y los correspondientes olores de la carga, humanidad, aceite y salitre.

Los pasillos por donde se deslizaban como espíritus y las escaleras por donde descendían cada vez más hacia las profundidades del barco estaban tan silenciosas como la tierra. El barco se deslizaba sobre la superficie del mar con movimiento apenas perceptible.

Descendieron más profundamente y los rancios olores empezaron a ser casi insoportables. Un nuevo olor se unió a ellos; el olor de la muerte y la enfermedad. El techo del último corredor era tan bajo que Lucano tuvo que inclinar su alta cabeza. Vio que hasta allí se filtraba un líquido nauseabundo en pequeños regueros infinitamente malolientes. Como esfuerzo para detener la infección habían quemado allí abajo, especias y substancias olorosas añadiendo al asfixiante calor y malos olores del aire una densa humareda. La linterna proyectaba las sombras de los dos hombres que se deslizaban sobre el empapado suelo, en medio de podridas paredes de madera y techo goteante.

Lucano empezó a percibir un sonido parecido a un viento incesante, salvaje y sin embargo mudo, sonoro y melancólico. Era la voz de los esclavos en las galeras, voz desesperanzada, infrahumana y sin embargo llena de la agonía de la humanidad. Cusa se detuvo aterrorizado.

—Son los esclavos —susurró Lucano con acento de confianza.

Pero Cusa estaba temblando. Lucano le empujó suavemente hacia adelante. La linterna vacilaba en la mano de Cusa, que murmuró:

—¿Cómo podremos evitar que esto llegase a oídos del capitán? Aquí hay muchos esclavos y un capataz y la noticia se filtrará hasta él.

—Probablemente —respondió Lucano—, pero un hecho cumplido es un hecho consumado y sólo yo seré visto; sin embargo si tengo éxito y creo que lo tendré, el capitán será el primero en ser felicitado por las autoridades y ten por seguro que él no mencionará la parte que yo he tenido en el asunto.

El corredor era allí tan estrecho que tenían que andar uno tras otro, pero era muy corto. Al final del mismo había una gruesa puerta de madera, remachada y cerrada con candado. Lucano hizo un gesto a Cusa que se deslizó hacia ella abriendo su saco de pequeñas y hábiles herramientas.

—No te arrodilles —susurró Lucano—. El agua está contaminada.

Cusa se inclinó hacia la cerradura y empezó a trabajar en ella. Sus húmedas y ágiles manos temblaban. El sudor le cegaba. Lucano mantuvo la linterna cerca y miraba sin cesar hacia atrás. Las lamentaciones de los esclavos detrás de la puerta parecían formar parte del aire, y las paredes y techo del corredor vibraban con ellos. Había esclavos en un corredor adyacente, porque su deber era llevar comida y agua a los esclavos de los remos y reemplazar a aquéllos que morían. La mayoría de ellos eran los que Lucano había visto llegar a bordo el día de su partida. Habían sido condenados a muerte, sin causa, por el capitán y ellos lo sabían. Lucano volvió a oír los ahogados sollozos de las mujeres, los gritos de los niños a través de las paredes.

A medida que Cusa trabajaba Lucano vació paquetes de desinfectante en los dos cubos de agua que habían traído hasta allí con tanta dificultad. Uno era para que bebiesen los enfermos y esclavos moribundos; el otro era para su propio uso. Mantendría las manos húmedas mientras estuviese curando. El olor del desinfectante se unió a otros intolerables olores y Cusa estornudó roncamente, secando su nariz en la manga a medida que sus manos trabajaban. Poco después se oyó un agudo clic y la cerradura quedó abierta.

—Vete a distancia —le susurró Lucano— y yo no abriré la puerta hasta que estés lejos de aquí. Permanece en mi camarote. Si alguien acude, diles que estoy durmiendo.

Por un largo momento el pequeño maestro se quedó quieto mirando a Lucano extrañamente a la luz de la linterna y sus ojos altivos habían adquirido una sorprendente quietud y fijeza. Estaba pensando que si hubiese tenido un dueño menos justo que Diodoro, él también podría estar en una galera así, muriendo, sin ayuda y sin esperanza, y si no hubiese sido por Lucano aún sería un esclavo. Luego murmuró:

—Señor, no te dejaré.

Lucano frunció el ceño y Cusa repitió:

—Donde vayas, allí iré yo también.

Lucano sonrió y a Cusa le pareció ver que una repentina luz había rodeado su rostro por un momento.

—Ven conmigo —dijo el joven griego.

Algunas ratas que habían sobrevivido a la matanza general de aquella noche, pasaron corriendo junto a ellos, gruñendo y arañando y Cusa creyó que se mantenían junto a las paredes del corredor como si algo ultraterreno, sólo visto por ellas, les hubiese dado una orden inaudita. Ante esto, Cusa se animó. Sintió un repentino sentimiento de exaltación. Nada podría herir nunca a Lucano, ni a aquéllos que le sirviesen.

Fue necesaria la fuerza combinada de los dos para abrir la puerta que cedió por medio de un gran esfuerzo; habían colocado la linterna, los cubos y las carteras en el suelo, en el sitio más seco, y de este modo la luz de la linterna cayó sobre el suelo de las galeras. El resto continuaba en una negrura absoluta. Una bocanada de malos olores y calor surgió de las galeras, tan intensa que Cusa sintió como si se hubiesen descargado poderosos golpes contra su cuerpo y su rostro. Retrocedió cubriéndose la cara con una manga. Los gemidos y lamentos de los esclavos llenaron todo el corredor con un eco repetido.

—Rápido —susurró Lucano.

Alzó la linterna y su cartera, y Cusa, recobrándose un poco, pero con arcadas, cogió los dos cubos de agua desinfectante. Lucano proyectó el débil rayo de luz de la linterna sobre las galeras y Cusa le siguió. La puerta giró sobre sí y se cerró tras ellos a causa de un movimiento repentino del mar.

Lucano estaba preparado para contemplar una escena aterradora, pero aquello que veía a la débil luz de la linterna estaba por encima de su imaginación. Tan sólo unos agujeros altos y pequeños, descubiertos, dejaban pasar un poco de luz procedente de un estrellado cielo sin luna y un mar fosforescente. Apenas si era luz; era más bien una sombra de luz, como el reflejo de las alas de la mariposa. Y con aquella escasa iluminación, ayudada por la pálida luminiscencia de los remos que salían de los agujeros y por los oscilantes rayos de la linterna, Lucano pudo ver hombres desnudos y barbudos sentados en los bancos, encadenados y atados, blancos, negros, amarillos y morenos, sus cabezas inclinadas, los ojos cerrados a causa del dolor, los pechos agitados, sus caderas y huesos visibles bajo las descoloridas pieles. Sus brazos se movían con un ritmo mecánico mientras sus bocas murmuraban un vasto gemido, acompañado por el tintineo y brillo de cadenas y grillos como el tono acompasado que se unía a sus lamentos. A lo largo de las paredes, junto a la puerta yacían los muertos y moribundos, apilados juntos, los que aún vivían, con aquéllos que hacía poco habían muerto, o con los que habían muerto hacía horas, con sus rostros semejantes a desnudas calaveras bajo aquella luz incierta. El capataz, un esclavo también y un criminal, andaba de arriba a abajo entre filas de trabajadores, con sus ojos abiertos por el terror, chasqueando el látigo. Se detuvo cuado vio a Lucano y a Cusa y permaneció mudo, mojándose los labios.

Lucano pensó que aquélla era una escena infernal, llena de espectros torturados, invadida de olores que sólo una fila de cadáveres podía desprender. Una pecina negra y deslizante se movía arriba y abajo por el suelo siguiendo el movimiento del barco: sangre vomitada, heces sangrientas, expelidas sobre el suelo y orina sanguinolenta.

El capataz se recobró de su primera sorpresa ante la llegada de los dos intrusos. Pensó que eran espíritus vestidos de blanco. Luego se acercó a ellos temerosamente. Lucano dijo al instante con calma:

—Soy médico y necesito tu ayuda, y éste es mi auxiliar. No tenemos nombres. Debemos trabajar rápidamente.

El hombre permaneció frente a ellos mirando, desnudo como los demás esclavos. Lucano se dirigió hacia él con impaciencia.

—Debemos trabajar —repitió— o todos moriréis. De prisa, toma este cubo y da un trago a cada uno de los hombres.

Su voz sonó con autoridad y el capataz cogió el cubo, recobrándose de su asombro, pero primero bebió él. Lucano y Cusa entretanto echaban el contenido del otro cubo sobre sus rostros y manos y Cusa también humedeció sus piernas. Mientras el capataz le obedecía, Lucano examinó a los enfermos que yacían junto a los muertos. Aquéllos que parecían no estar in extremis, los separó de los muertos y los colocó junto a la pared opuesta, haciéndoles sentar contra ella. A los que estaban más allá de toda ayuda, les dejó con sus compañeros muertos.

Era, sin duda alguna, la peste mortal. Los brazos de los enfermos estaban enormemente hinchados, sus labios, gruesos y cubiertos de una capa blanca, sus pieles, irritadas. Tenían granos palpitantes tumefactos de pus y sangre en las ingles. Las piernas de los hombres estaban sucias de sangre procedente del recto; algunos babeaban sangre por la boca. Algunos de los granos habían reventado; su contenido supuraba y cubría los cuerpos de los enfermos.

A Lucano se le subió el corazón a la garganta, palpitando de piedad. Ningún tratamiento podía ser efectivo para los que ya habían cogido el contacto. Tan sólo podía aliviar algo sus sufrimientos. Abrió rápidamente su cartera y sacó pequeños saquitos que contenían pastillas de fuertes sedantes. En cada boca congestionada derramó un poco de líquido. Los hombres le miraban, mudos como animales atormentados. Lucano les sonreía amablemente; la linterna proyectaba chispas de dorado fuego en aquel aire sobrecargado; sus ojos azules brillaban hacia ellos con la más profunda y tierna de las compasiones. Los hinchados labios de los hombres se movían silenciosamente, uno o dos extendieron sus manos, sin voluntad, para tocar sus vestidos, porque percibían su dolor y el amor que sentía hacia ellos. El capataz volvió con el cubo vacío y miró a Lucano con ojos agudos. Cusa volvió a llenar el cubo de un barril que había cerca y a un gesto de Lucano, vertió en él una nueva cantidad de medicina. Lucano dijo al capataz:

—Da a los hombres un trago de este cubo cada hora. Mañana cubos como éstos, para aquéllos que no están contaminados, serán colocados fuera de la puerta. Ordena al esclavo que está allí que los entre. Habrá también cubos de agua con una señal roja que contendrán desinfectante. Debes echar agua sobre sus cuerpos con frecuencia. Y busca todas las ratas que encuentres y mátalas inmediatamente, arrojando sus cuerpos por las ventanas.

—Sí, señor —susurró el capataz y miró a Lucano con asombro; luego, sonrió trémulamente—. Señor, es como si un dios hubiese entrado aquí. He bebido tu medicina y una nueva vida ha venido a mí y a los esclavos de las galeras.

Fue Cusa quien se dio cuenta de que aquellos hombres ya no se lamentaban. A la luz de la linterna pudo ver cientos de ojos dirigidos hacia Lucano, que cuidaba a los enfermos, ojos de hombres que repentinamente habían recibido esperanza en aquel podrido agujero lleno de malos olores. Alguno de ellos empezó a cantar una canción desconocida, y pronto todos se unieron a él. Era un canto de agradecimiento y gratitud, que se mezclaba con el siseo y crujido de los remos. Incluso los moribundos lo oyeron, movieron sus cabezas y cesaron de lamentarse. El rostro agudo de Cusa se iluminó con una brillante expresión mientras ayudaba a Lucano. En aquel húmedo pozo no había esclavos: eran hombres.

—Bien —dijo Lucano con tono ausente.

Permaneció de pie entre la fila de los enfermos moribundos y muertos, y para Cusa tenía el aspecto de un dios conquistador. Había colgado la linterna de un gancho que pendía del techo húmedo. Sus vestiduras estaban salpicadas de sangre y porquería, pero su rostro estaba radiante. Luego se dirigió al capataz.

—Sobre el puente, dos pisos más arriba, hay anchos agujeros o ventanas. Toma dos de estos remeros y elimina a los muertos de entre vosotros arrojándoles suavemente al mar. Esto no puede esperar hasta mañana. Los muertos son vuestro peligro.

El capataz se estremeció.

—Señor, me está prohibido a mí y a los remeros dejar estas galeras.

—Si esto no se hace y ahora, todos moriréis —dijo Lucano con severidad—. Moveos con tanto silencio como sea posible. No seréis oídos. Hay que hacerlo. ¡Te lo ordeno!

El capataz vaciló. Luego viendo el brillo autoritario en los ojos de Lucano no pudo vacilar más, pues le parecía la orden de un dios. Llamó a tres de los más fuertes y soltó sus grilletes. Se alzaron rígida y débilmente de sus toscos bancos y avanzaron hacia adelante. Empezaron a cargar a los muertos sobre sus cuerpos cubiertos de sudor y desinfectante. Uno o dos, reconociendo los rostros de amigos, sollozaron en voz alta.

La puerta se abrió con un crujido y los esclavos con sus cargas fúnebres se deslizaron fuera. Uno tras otro, a medida que Lucano continuaba administrando a los enfermos, los muertos fueron sacados de allí silenciosamente. El barco se balanceaba y gemían todos sus maderámenes. Cuando el jadeante capataz apareció de nuevo al lado de Lucano, el médico dijo:

—Debéis empapar también las paredes y techo con este desinfectante. Recuerda mis órdenes: es vuestra única oportunidad de vivir.

El capataz contestó con voz ronca:

—Señor, he estado pensando. Aquéllos que lanzamos al mar son más afortunados que nosotros.

—Sí, —dijo Lucano y sus rubias cejas pestañearon—. Sin embargo, algunos de vosotros seréis liberados en alguna ocasión, después de que hayáis cumplido vuestra sentencia. En cuanto a los demás, mientras hay vida hay esperanza —luego añadió apasionadamente—, ¿me crees más afortunado que tú? Te aseguro que todo lo que vive está condenado.

Los enfermos y moribundos se durmieron repentinamente, apilados juntos; los rostros de algunos enfermos habían adquirido un gesto de gran alivio, y la paz se reflejaba en sus sucias y barbudas caras. Cusa permaneció de pie y les miró con temor.

—No hay esperanza para ellos —dijo Lucano tristemente— no tenemos un tratamiento efectivo, pues, incluso bajo las mejores circunstancias, la peste es casi siempre fatal.

Su sombra se proyectó elevada sobre las paredes y parecía como si tuviese alas.

Dio al capataz el resto de los frascos que aún no había abierto. Sé misericordioso, porque eres un hombre; haz que todos los enfermos y moribundos beban a fin de que puedan morir en paz y sin dolor.

Hizo una pausa y luego dijo involuntariamente:

—Que Dios quede con vosotros.

Y no fue él quien realmente habló sino Sara a través de él; repitió sus palabras mecánicamente, viendo su rostro ante sí. Contuvo su respiración con un sonido ronco e indicó a Cusa que debían partir, y tomando de nuevo la linterna y su cartera, salieron. Tenía mucho trabajo que hacer. Debía destilar más desinfectante y medicinas, sólo en su camarote, a fin de que los esclavos pudiesen tener suministros. Escipión y Cusa, de alguna manera, dejarían los cubos a la puerta por las mañanas. Cusa y él empujaron la puerta abierta. Las voces de los esclavos se alzaron tras ellos en una exótica ola de gozo trémulo y fue seguidos de aquella ola, que cerraron de nuevo la puerta y volvieron a poner la cerradura. Fue entonces cuando Cusa se inclinó, alzó el borde de la túnica de Lucano y la besó silenciosamente.

Tres días después el capitán mandó llamar a Lucano a su camarote y Lucano obedeció después de haber calmado con sus palabras al aterrorizado Cusa.

—La culpa es mía. Nadie estaba conmigo —dijo con tono seguro.

El rostro de Galo estaba distendido en una ancha sonrisa.

—Siéntate, honorable Lucano —exclamó para asombro del joven griego, porque había ido preparado para cualquier suceso calamitoso—. ¿Vino? Sí, vino… Hoy soy un hombre feliz, mí querido amigo… ¡Un hombre muy feliz!

Lucano bebió el vino que el capitán le dio con una inclinación de encantada ceremonia y miró aquel rostro bondadoso en cuyos ojos brillaba una luz de triunfo. El capitán se sentó enfrente de él, con las manos cruzadas sobre las rodillas y miró a Lucano con burla. Alzó su dedo como un cariñoso pero reprobador gesto fraternal hacia el joven médico.

—Todas vuestras sombrías profecías —exclamó—. ¡Ah!, si no fueses el hijo de Diodoro Cirino me reiría de ti. Pero eres joven y falto de experiencia, las desgracias y el tiempo te curarán.

Estaba exuberante y Lucano se sintió sorprendido.

—¿Tienes buenas noticias —aventuró— del puerto que tocamos brevemente anoche?

—No tocamos ningún puerto —dijo el capitán—. Un pequeño barco salió hasta nosotros trayéndonos cartas. Una es para ti. Está aquí, sobre esta mesa. No nos fue permitido tocar el puerto llevando la bandera amarilla pero la bandera será arriada hoy —exclamó con alegría y golpeó su cadera mientras hacía un travieso guiño a Lucano. Luego hizo un gesto de tolerancia—. ¡Vosotros los médicos! Incluso mi Príamo estaba equivocado, no había peste a bordo. Sabes que todos mueren cuando están infectados. Pero incluso aquellos esclavos de galeras que estaban enfermos se han recobrado y durante tres días no hemos tenido ningún caso de enfermedad sobre ellos. ¿Me oyes, joven maestro? Incluso los contagiados se han recobrado y esto es imposible cuando se trata de peste. De hora en hora se levantaron del suelo de la galera y ocuparon sus puestos en los remos. —Volvió a golpear sus caderas y rio feliz y con alivio—. ¡Ni una sola, muerte en tres días! No era la peste, en absoluto.

Lucano se sentía incrédulo.

—¡No es posible! —exclamó casi traicionándose a sí mismo. Luego añadió—: Tu Príamo es un excelente médico, no podía estar equivocado; ha visto la plaga en otras ocasiones.

Se sintió estremecido por su propia confianza. ¿Era posible que tanto él como Príamo hubiesen cometido un error? Evocó los rostros de los muertos y moribundos ante él; vio de nuevo los granos; olió los vómitos rojos; sintió el penetrante fuego de las fiebres y movió la cabeza con gesto negativo, sumido en una completa excitación. Los enfermos y moribundos estaban más allá de toda esperanza; sin embargo habían vivido y se habían recobrado rápidamente; habían recobrado la salud. Algo imposible había ocurrido.

No habían sido las medicinas que había dejado para aquéllos que estaban fuera de toda esperanza. Sólo contenían sedantes corrientes para aliviar la agonía de los moribundos. El desinfectante podía haber contribuido a evitar nuevas infecciones de la peste, pero incluso aquello era poco eficaz ante una virulencia como la que había visto. Pero los enfermos y moribundos se habían recobrado y vivían. Lucano movió nuevamente su cabeza, anonadado, y pensó: «¿Qué clase de médico soy?». La única explicación a esto es que estaba equivocado, pero los bubones y las hemorragias del rostro…, ¿podría ser que existiese otra enfermedad hasta ahora desconocida, parecida a la peste?

—Horas tras hora, los que aparentemente estaban enfermos y moribundos se levantaron del suelo y vivieron y estuvieron bien —dijo el capitán jubilosamente.

Alzó su mano y palmeó los hombros de Lucano. Gruñía satisfecho y sin parar.

—He hablado con el capataz; ya sabes lo supersticiosos que son esos animales. Me ha jurado que Apolo y uno de sus ayudantes, brillando como la luz, penetraron a través de la puerta cerrada, ¡la puerta cerrada!, y curaron a los moribundos y éstos se han recobrado. —El capitán movió la cabeza divertido—. ¡Ah!, que los pobres desgraciados disfruten de sus sueños; es todo lo que les queda.

—Sí —dijo Lucano levantándose— es todo lo que todos nosotros tenemos.

Tomó la carta de encima de la mesa del capitán y seguido por la risa de éste abandonó el camarote y se dirigió al suyo con pasos pesados y mente confundida. «Que esto te sirva de aviso —se dijo a sí mismo—. No juzgues demasiado rápidamente». Encontró en su camarote a Cusa, que estaba temblando ante la perspectiva de ser aprisionado y aherrojado. Lucano le sonrió débilmente.

—No tengas miedo —dijo— todo va bien.

Y contó a Cusa la conversación tenida con el capitán.

Cusa escuchó y su lívido rostro adquirió un tono grave y quieto. Miró a Lucano con la más extraña de las expresiones.

—Es como había sospechado —murmuró, y antes de que Lucano pudiese detenerle, cayó sobre sus rodillas y apoyó su cabeza sobre los pies del asombrado joven.

—No, no —dijo— no les curé yo, mi buen Cusa. Después de todo no era la peste.

Pero Cusa besó sus pies y no dijo nada.

Lucano le alzó del suelo tratando de reír.

—Seamos razonables —dijo, y tomando la carta de Roma la leyó.

Iris le había escrito.

De pronto Lucano emitió un gran grito de tristeza y desesperación y cuando Cusa acudió a él se arrojó en los brazos de su maestro y lloró, inconsolablemente.