Fue sólo cuando estuvo sobre la cubierta del barco en el puerto de Alejandría y miró a la chillona y vociferante ciudad, llena de multitudes y cubierta por un ardiente cielo azul, que Lucano empezó a sentir la garra de la nostalgia. Dejó que sus ojos vagasen por la ciudad y de pronto se preguntó dónde habían ido los años, por qué nunca había sentido ningún lazo que le atase a sus compañeros y profesores y por qué el tiempo había sido como un sueño para él. Había ofrecido excelentes regalos de despedida a sus profesores pero se daba cuenta entonces de que habían sido ofrecidos sin ningún sentimiento, avergonzándose de sí mismo. Era demasiado tarde para volver a sus maestros y decirles lo que sentía en su corazón: «Os amo y os reverencio, porque los maestros sois hombres nobles que trabajáis por poco, y sólo con el afán de sentir vuestras almas desinteresadas satisfechas. En vuestro nombre y en vuestra memoria haré lo mejor que pueda y siempre os recordaré».
El gran galeón anclado cabeceaba perezosamente. Barcos más pequeños, con velas de color rojo, verde, blanco, amarillo, y escarlata, hormigueaban como si hiciesen diabluras alrededor del gran casco, igual que libélulas, reflejando sus colores lívidamente sobre las quietas y purpúreas aguas. Iban llenos de pescadores medio desnudos; sus morenos cuerpos brillaban en el ardiente sol, sus rojas bocas se abrían para emitir maldiciones, gritos, risas y canciones. Cuando pasaban junto al galeón romano miraban hacia Lucano y le saludaban, hacían algún comentario obsceno con sus voces ásperas o pedían limosna. Sonriendo como no había sonreído en muchos años, el joven abría su cartera y les lanzaba monedas que recogían; el sol brillaba como oro y plata. Los hombres alcanzaban las piezas diestramente y como eran alegres sinvergüenzas besaban las monedas, hacían una reverencia irónica y algún comentario malicioso, luego se alejaban de nuevo. El agua lamía plácidamente el barco. Estaban cargándole aún en el muelle. Esclavos negros, rubrios o escitas, hacían rodar los pesados barriles de aceite, miel y vino por la rampa o acarreaban fardos de tejidos o cestos de olivas o de cacahuetes. Otros subían sacos y cajas de madera cargadas con especias y variados productos de Oriente. De pronto un quejumbroso sonido surgió del concurrido muelle, procedente de un grupo de esclavos encadenados, hombres y mujeres, negros del desierto que eran azotados para que ascendiesen por la rampa y Lucano, contemplándoles, dejó de sonreír. Se volvió y miró los desesperados y llorosos ojos y surgió en él un apasionado furor. Algunas de las mujeres llevaban niños; aquí y allá algún pequeño corría tras un padre o una madre llorando. Los esclavos fueron amontonados abajo, donde las lamentaciones quedaron más contenidas, aunque más insistentes.
Dos centuriones romanos, que habían recibido el encargo de guardarles durante el viaje, aparecieron a su lado y Lucano miró con desprecio sus juveniles rostros tostados por el sol.
—Señor —dijo uno de ellos—, estamos a tu servicio.
Se sentían encantados de volver al hogar, aunque fuese atendiendo a un griego, misión que creían poco importante, por lo tanto estaban agradecidos a Lucano.
—No necesito nada —respondió fríamente.
Uno de ellos se despojó del yelmo y dijo:
—¡Uf! —Y enjugó su sudoroso rostro—. Una ciudad corrompida —exclamó señalando hacia Alejandría—. Me encuentro bajo mi armadura como la carne bajo la llama.
—¿Por qué no te la quitas? —preguntó Lucano.
Los dos jóvenes soldados se sintieron sorprendidos por esta impropiedad y se alejaron a distancia. Lucano sonrió débilmente. No era culpa de aquellos muchachos que los esclavos hubiesen sido llevados al barco y había sido poco lógico, al demostrar su disgusto. Miró a los soldados que permanecían de pie y contemplaban el puerto y los almacenes de carga, sus pulgares metidos en sus cinturones de cuero y sus espaldas más rectas que de costumbre, como si le reprochasen a él. Miró alrededor buscando a Cusa que estaba supervisando activamente un toldo rojo sobre una sección de la parte de atrás del barco, que estaba reservada para Lucano. Llamó a Cusa:
—¡Atención!
Cusa le miró con irritación, después, expresando renovados consejos y amenazas a los vigorosos marineros que estaban luchando con las cuerdas y con la instalación se dirigió, dándose importancia hacia Lucano, vestido con una rica túnica de algodón egipcio, brillantemente roja y con intrincados bordados de seda amarilla. Se había ungido su escasa barba con aceite perfumado y también su cabello, llevaba una delgada daga alejandrina en una funda de plata en su cinturón.
—Hueles —dijo Lucano— como una ramera.
—Ah —replicó Cusa con un gesto lascivo—, ¿cómo sabes tú eso?
—No te importe —respondió Lucano. Indicó a los ofendidos jóvenes soldados con una inclinación de cabeza—. Sube un jarrón de nuestro mejor vino, si es que tenemos el mejor vino.
—¿Para ellos? —preguntó Cusa con incredulidad.
—Para ellos.
—Pero señor, el vino del país es bastante bueno. ¿No dicen los romanos alardeando que, como cosmopolitas, lo que el país produce es bueno para ellos, sea lo que sea?
—Digo —remarcó Lucano con severidad, pero con un guiño en sus ojos que no había aparecido desde que era muy joven— el mejor vino que tengamos.
Cusa consideró la orden. Luego miró a Lucano con un candor abierto que no engañó al joven.
—Señor, tú sabes que no hemos tenido ninguna clase del mejor vino. Sin falta de respeto hacia ti, debo admitir que careces de paladar.
—Ladrón —respondió Lucano—, tú siempre te preocupas de que lo mejor esté en tu propia mesa. ¿Acaso no vi hace poco tiempo como subías a bordo varias botellas precintadas y envueltas, acunadas en tus brazos como un hijo querido? Tráeme una y tres copas. Yo mismo siento curiosidad por probar tal néctar.
Cusa parpadeó.
—Señor Lucano, compré aquellas botellas de mi propio bolsillo, del generoso estipendio que me paga Diodoro.
—Muy bien —dijo Lucano—. Te compraré una botella.
Cusa hizo una reverencia elaborada.
—Permíteme, ¡oh Baal!, ofrecerte una botella con mis saludos. —Habló con sarcasmo. Luego vaciló y miró a Lucano con un gesto implorante—. Es un crimen contra los dioses permitir a esos bárbaros romanos lavar sus bocas de cuero con semejante vino. Tenemos un vino bueno y fuerte de Alejandría, muy a propósito para su gusto.
—El mejor vino —dijo Lucano— y no me engañes. Examinaré los sellos cuidadosamente.
—¿Supongo —respondió Cusa— que no me será permitido que suba una cuarta copa y permanezca burlonamente a una prudente distancia de estos patricios romanos y beba un poco de mi propio vino?
—Puedes beber un poco, muy poco, del vino que te compro —dijo Lucano con gravedad.
—Te lo regalo —respondió Cusa con suavidad y bajó abajo.
Mientras esperaba, Lucano contempló de nuevo la ciudad. Los colores violentos le hacían parpadear. El sol brillaba fieramente sobre las purpurinas aguas y suscitaba olores de caliente madera, de aceite y brea del barco, de pescado muerto, de sal y sudor. Su fogosa luz danzaba sobre los barcos menores, que se deslizaban por debajo, cuyas velas parecían arder. Las armaduras de los soldados despedían fulgores. Los esclavos que cargaban la nave empezaron a cantar de forma quejumbrosa y los capataces les gritaban y hacían chasquear sus látigos. Más y más carros cargados de mercancías llenaban el muelle.
Cusa, con gran dignidad, apareció con una bandeja de plata en la que había cuatro copas, una de ellas de plata incrustada con turquesas para Lucano. Colocó la bandeja sobre un rollo de aceitada cuerda que había cerca con un gesto que parecía indicar que estaba más acostumbrado a mesas de mármoles. Los centuriones inclinaron sus cabezas y le contemplaron con interés, y al ver el sonrosado vino se lamieron los labios furtivamente. Luego, con gran asombro, oyeron que Lucano les llamaba.
—¿Me concederíais el placer de beber conmigo una copa de este vino excelente que, según mi maestro asegura, es el mejor del mundo?
Se acercaron a él con una sonriente velocidad, perdonándole al instante. Lucano apartó a Cusa y les escanció el vino personalmente. El sol se reflejó en él prestándole tonalidades de destilados rubíes. Lucano dio una copa a cada uno y se sirvió a sí mismo. Vertió unas cuantas gotas como libación y ellos siguieron su gesto. Saboreó un poco y dijo:
—Excelente, excelente. Mi maestro es el paladar más delicado de los tres mundos.
—¿Y cómo sabes eso? —murmuró Cusa, sin sentirse apaciguado.
Se sirvió una copa llena con el respeto de un sacerdote que oficia ante el altar, lenta y reverentemente. Por lo menos uno de los cuatro apreciaría aquella delicia. Permaneció separado del grupo compuesto por Lucano y los soldados y paladeó su vino. Aquel vino procedía de una viña maravillosa. El mejor de todas las posibles cosechas. Parecía haber atesorado rayos de sol en sus líquidas entrañas, lleno de un cálido y dulce fuego, quedaba en la boca, perfumado y delicioso. Cusa miró a Lucano y a los soldados y se sintió deprimido. Los soldados, era evidente, sólo eran capaces de percibir que el vino era de calidad y en cuanto a Lucano, era imposible concebir que pudiese jamás apreciar su exquisitez. Hablaba, para sorpresa de Cusa, con más animación de la que había mostrado antes y con un amable interés. «¿Qué le habrá ocurrido?, —pensó Cusa—. Puedo casi creer que tiene, después de todo, carne palpitante y no mármol. ¡Por Baco, lo que había dicho era realmente un chiste y no precisamente de los más delicados…!». «Lo habría aprendido inconscientemente de alguno de aquellos impúdicos estudiantes. Me pregunto si sabe lo que realmente significa… ¡Ja, ja!, es muy bueno, muy bueno y bellamente verde». Cusa se sintió muy alegre. Si Lucano mantenía aquel humor, el viaje no sería tan gris como había pensado. El profesor sintióse ligeramente animado, no parpadeó ni siquiera, cuando Lucano llenó de nuevo su copa y la de los soldados. «Si se emborracha —pensó Cusa—, me alegraré».
El capitán del barco se acercó a Lucano, pero antes de que pudiese hablar, Lucano exclamó:
—Mi buen Galo, únete a nosotros. ¡Cusa, trae otra copa!
Maldiciendo al capitán, de quien sospechaba que tenía un agudo olfato para las botellas, Cusa obedeció y trajo otra copa. El capitán era un hombre fornido de mediana edad, con un rostro burdo, pero inteligente. Empezó a contar historias poco delicadas a lo que los centuriones hacían rechifla con alboroto y Lucano sonreía. Cusa decía para sus adentros agriamente que por lo menos aquellas historias obscenas estaban por encima de la comprensión de Lucano, ya que una mirada interrogante había aparecido en el rostro del joven griego, indicación clara de que encontraba la conversación aburrida o desagradable. Era evidente que Galo había aprendido los chistes en casas públicas no distinguidas e incluso Cusa los encontraba un poco fuertes para su gusto. En tono expansivo Galo dijo:
—Es un honor tenerte a bordo, Lucano. Eres el único pasajero de alguna importancia. Esto, como sabes, es un barco de carga, pero es rápido y no cabecea como los barcos de placer. A pesar de que tocaremos una serie de puertos en la ruta, llegaremos rápidamente a Italia.
—Estoy ansioso por llegar a casa —dijo Lucano—. En algunos de los puertos de parada, sin duda habrá cartas para mí.
El capitán miró a las enormes velas blancas que empezaban a ser desplegadas contra el cielo como las alas de gigantes pájaros y gritó algunas admoniciones a los marineros que gateaban por los mástiles. Lucano sirvió más vino, pero no para él.
—Tenemos un buen viento —dijo el capitán bajando la voz al tono normal— y en cuanto la marea baje, partiremos. Esto ocurrirá en menos de una hora.
Lucano miró a la ciudad y por alguna razón que no quiso examinar se sintió asaltado por una poderosa nostalgia y tristeza. Le dolía su corazón con un deseo anónimo y se sintió solitario y perdido. Le asaltó un deseo casi irresistible de dejar el barco. Olvidó al capitán y a los soldados. Luchó con sus oscuras emociones sin rostro ni voz.
—¿Qué pasa? —preguntaba Galo a uno de sus oficiales jóvenes, que se acercó hacia él saludándole.
El oficial murmuró algo a su oído y el capitán miró rápidamente a Lucano y sus turbios ojos de ágata, tan joviales y agudos, se iluminaron y en su rostro tostado por el sol se formaron arrugas sonrientes. Se volvió hacia Lucano y palmeándole cordialmente en un hombro y haciendo guiños, exclamó:
—Una litera llevada por bien vestidos esclavos de Bitinia, acaba de llegar al muelle, Lucano. —E hizo un guiño a los centuriones también—. No soy un oráculo délfico, pero apostaría tres sestercios de que es una señora noble. ¡Ah, lo que es ser joven! ¿Mencioné que los esclavos indicaron que la señora desea tener unas palabras contigo antes de que partas?
Lucano abrió los ojos. Miró hacia el muelle y vio que ciertamente esperaba allí una litera con las cortinas cerradas debidamente y llevada por seis vigorosos bitinios, cuyos fuertes brazos estaban adornados por anchas pulseras de plata. La sangre acudió con fuerza al rostro de Lucano y empezó a temblar.
—No conozco a nadie —murmuró—. ¿Estás seguro de que es una señora?
Miró a la adornada litera.
—Estoy dispuesto a apostar contigo —respondió capitán.
Cusa al oír la conmoción se acercó más y también contempló a la distante litera, haciendo sombra a sus ojos para ver mejor. ¿Una mujer? Aquello era imposible en el caso de aquel virgen vestal masculino. Cusa movió la cabeza dubitativamente. Pero Lucano descendió la rampa lentamente, su cabeza brillante al sol; y los alegres soldados, el capitán y Cusa se apoyaron sobre la barandilla del barco y concentraron en la litera toda su atención. Cuando Lucano estuvo junto a ella dijo:
—¿Quién desea hablarme?
La cortina de la litera se abrió y vio el rostro pálido de Sara bas Eleazar mirándole. Iba vestida de negro oscuro y Lucano vio que su vestido estaba rasgado de aquí y allá, siguiendo la forma de vestir de duelo de los judíos, y que sus hermosos ojos violeta estaban empañados de tristeza.
—¡Sara! —exclamó Lucano, y un gran nudo se formó en su garganta.
Ella extendió su diminuta mano blanca hacia él, y él la tomó.
—No debiera haber venido, Lucano —murmuró—, porque estoy de duelo por mi padre.
Su negro cabello tenía huellas de cenizas. Trató de sonreír pero tan sólo consiguió sollozar sin lágrimas.
Su mano estaba fría entre las de él. A su alrededor reinaba la actividad del muelle, las carreras de los esclavos, los gritos y exclamaciones. Lucano, sin embargo, no veía a nadie sino sólo a aquella joven muchacha, y mientras la contemplaba pensó: «Es como Rubria».
—Sara —dijo otra vez, percatándose de que sus emociones tenían un rostro y una voz.
—José ben Gamliel me dijo que partías hoy —dijo ella. Su voz sonó ligeramente ronca a causa de pasados llantos—. He venido hasta aquí, aunque esté mal y sea escandaloso, para agradecerte, querido Lucano, la tranquilidad que llevaste a mi padre y la promesa que le hiciste.
—Fue una promesa hecha con la certeza de que probablemente sería imposible de cumplir —dijo Lucano con tono ausente.
Pensó que la mañana de primavera estaba en los ojos de la muchacha; una fragancia de rosa surgía de su vestido. Incluso de luto estaba más bella que ninguna mujer que él hubiese visto antes; su frente más pura y más blanca, su cuerpo virginal más dulce y más suave. El sol se reflejó sobre su rostro, penetrando a través de las separadas cortinas y las mejillas mostraron las huellas de las lágrimas.
—Encontrarás a mi hermano, Lucano —dijo ella con voz dulce—. Yo estaré esperando en Alejandría o en Jerusalén, o —añadió con voz temblorosa— en cualquier otro sitio. Siempre me podrás encontrar, Lucano.
Permanecieron en silencio mirándose uno al otro. El rostro de Lucano estaba tan pálido como el de ella. Después el joven dijo:
—Sara, donde voy yo, nadie más podrá ir. Ni hermano, ni hermana, ni madre, ni esposa. Tengo mucho que hacer y seré un sin hogar y un vagabundo. No hay lugar en mi vida para un amor personal, porque el amor para mi significa pérdida.
De pronto, recordó a Asah en el patio y sus palabras junto al pozo y movió la cabeza en una negativa desesperada. Pero no soltó la mano de Sara. Ésta respondió:
—Yo puedo siempre encontrarte, Lucano.
Y sus ojos se llenaron de deseo. De nuevo movió él la cabeza con gesto negativo. Alzó la mano de ella y la besó y luego, volviéndose abruptamente se alejó rampa arriba. No miró hacia atrás ni siquiera cuando ella exclamó tras él:
—¡Adiós, que Dios vaya contigo!
Lucano no usaba el espacio cubierto con el toldo púrpura sobre el puente que le había sido destinado. Por lo tanto Cusa se aprovechó de esto y se tendió sobre cojines como un rey y se dedicó a meditar. «¿Por qué —se preguntaba a sí mismo—, aquel incomprensible tonto de Lucano permanecía abajo durante aquellos hermosos días otoñales, saliendo al exterior del barco sólo a la hora del crepúsculo?». Permanecía abajo todo el día, con sus libros, pero hacia el crepúsculo salía sobre la crujiente cubierta de madera, indicando que no deseaba conversación. Se apoyaba en la barandilla y contemplaba las violentas puestas de sol y el oscuro mar cruzado por reflejos de fuego, sin darse cuenta de la presencia de los marineros, los centuriones, el capitán y los demás pasajeros. Su rostro tenía la cerrada y quieta expresión de la piedra; sus ojos estaban rodeados de profundas ojeras. Parecía estar perdido en algún oscuro sueño del cual nada ni nadie podía despertarle.
Al atardecer la voz del mar, pacífica y susurrante todo el día, empezó a clamar fuertemente. Las blancas velas tendidas contra el cielo y la lechosa estela del barco, adquirieron las tonalidades sangrientas del sol poniente, silencioso pero amenazador. Hubo un momento en que los cielos estallaron en una corta pero turbulenta tempestad; negras nubes con brillantes crestas iluminadas por los relámpagos huían por encima de los elevados y oscilantes mástiles; el trueno despertaba ecos de su voz gigantesca sobre las encrespadas y amenazadoras aguas. Pero Lucano parecía no darse cuenta de aquello y continuaba apoyado pesadamente sobre la barandilla, sin sentir la lluvia cálida y constante que caía sobre él empapándolo. Miraba hacia Oriente, como si tratase de cruzar con sus ojos la distancia cada vez mayor. Estaba enfermo de una enorme vaciedad y nostalgia. Por encima y debajo del trueno y de la tumultuosa galerna, oía la voz de Sara.
El barco se detuvo durante el día en varios puertos brillantemente coloreados, pero Lucano no subió a cubierta para verlos. Parecía como si la vida se hubiese transformado en una cosa terrible e hiriente para él y como si sus heridas hubiesen vuelto a supurar a causa de una nueva infección. Sus luchas internas habían alcanzado un grado insufrible. «¡No puedo amar de nuevo!», exclamaba para sí mismo «El amor son grillos y cadenas; el amor es la muerte; el amor es lo que ata a un hogar y el fuego del hogar destruye la paz del hombre».
Grecia no le deslumbró; continuó abajo en su caluroso camarote pequeño, con los ojos vacíos y las manos cruzadas sobre las rodillas.
—Por lo menos debieras dar un vistazo a la tierra de tus antepasados —le sugería Cusa con impaciencia y preocupación. Pero Lucano tan sólo negó con su cabeza—. Si me dijeses lo que atormenta a tu alma… —empezó Cusa de nuevo. Pero Lucano hizo un gesto negativo con la cabeza—. No comes —dijo Cusa—. Te he traído mi vino, mi valioso vino y apenas si lo bebes.
Pero Lucano permanecía silencioso.
Un día el mar y el aire estaban tan quietos que las velas cayeron y quedaron flácidas; el sol era una verdadera furia. El barco continuó avanzando lentamente, puesto que los esclavos de las galeras eran el único medio de propulsión. Al atardecer el barco parecía una mariposa vagabunda sobre la lisa y heliotrópica superficie del mar. La estela que dejaba tras de sí, apenas despertaba un sonido audible. Fue entonces cuando Lucano, que estaba sobre el puente, oyó el profundo y doloroso canto de los esclavos y le pareció que era una prolongación de su propia miseria. «Deben cantar así todo el tiempo —pensó—. No lo he oído antes… He estado pensando con egoísmo en mi propio dolor». Mientras así pensaba se volvió y vio que algunos hombres subían las escaleras de los puentes inferiores llevando pesadamente el cuerpo desnudo de un hombre negro. Arrojaron el cuerpo por encima de la barandilla y cayó sobre la superficie del mar con un débil chasquido.
Los esclavos contemplaron cómo desaparecía, luego llevaron los amuletos que colgaban de sus cuellos a sus labios y se escurrieron abajo. La muerte llegaba a los barcos igual que a las ciudades. Recordó que había oído vagamente aquel sombrío sonido de un cuerpo echado al mar durante otros atardeceres. Frunció el ceño. Después fue en busca del capitán, que estaba sentado en su propio camarote de abajo, con algunos de sus subordinados. Miró a Lucano cuando éste entró y Lucano vio que la ancha faz estaba ansiosa y enfadada. Pero el capitán se levantó y sonrió. Luego dijo cordialmente:
—Pensé que te había ofendido, Lucano. No me has hablado ni dos veces desde que partimos de Alejandría. ¿Quieres cenar conmigo?
—Gracias, pero ya he cenado, Galo —Lucano vaciló observando el rostro del hombre—. He visto arrojar un cuerpo al mar hace un momento. ¿Estoy equivocado en creer que últimamente he oído esta clase de entierros repetirse varias veces?
El capitán hizo una pausa. Miró furtivamente a sus oficiales, luego sonrió ampliamente.
—Ah, éstas son las muertes normales en un viaje largo como éste —contestó—. Traed vino —ordenó imperiosamente a sus oficiales—, no un vino tan excelente como el tuyo, Lucano —añadió dirigiéndose al joven griego— pero adecuado, confío.
Sonrió a Lucano y le ofreció una cómoda silla cerca de la ventana. La habitación del capitán estaba caliente y sofocante; las paredes estaban recubiertas de mapas; sobre una mesa de madera reposaba un sextante y el diagrama de las estrellas. Lucano se sentó. Notaba un curioso olor seco en aquel aire cerrado y repentinamente lo reconoció como una especie de incienso y hierbas medicinales. Entonces se dio cuenta de que ardían en una pequeña lámpara que había sobre la mesa. Una gran linterna colgaba del techo, balanceándose, humeando.
Uno de los oficiales trajo un jarro de vino y algunas copas y el capitán, sus hombres y Lucano bebieron lentamente. Por alguna razón, sobre el camarote se extendió un sorprendente e intenso silencio y el alma del médico empezó a estremecerse. Estudió los rostros de Galo y de los otros; permanecían realmente cerrados y secretos. El barco apenas si se movía, parecía deslizarse sobre una gruesa capa de aceite; el canto de los esclavos llegaba hasta ellos más agudo y cercano. Entonces Lucano dijo suavemente:
—Cuéntame, Galo.
El capitán le miró con complacida sorpresa.
—¿Y qué es lo que quieres que te cuente, Lucano?
Lucano le miró fijamente por unos momentos.
—Has olvidado, Galo, que yo soy médico.
Miró a la lámpara humeante significativamente, pero no perdió el rápido intercambio de miradas entre el capitán y sus oficiales.
—Ah, sí que lo eres —respondió Galo alegremente— y yo no lo he olvidado.
Hizo un gesto a los oficiales y éstos abandonaron el camarote, pero cuando se hubieron ido Galo no tuvo prisa en hablar. Contempló su copa, luego la volvió a llenar, cerró los ojos, y pretendió quedar dormido paladeando aquel vino de clase inferior. Luego dijo:
—Me complace que estés esperando, Lucano, y que no te hayas mezclado con los otros pasajeros. Después de todo tú eres nuestra carga más importante.
—Se me ocurre, Galo, que no he visto a ninguno de los otros pasajeros, aunque confieso que no he buscado su compañía.
—Permanecen abajo, siguiendo mi consejo.
Galo colocó su copa sobre la mesa y se inclinó sobre un diagrama extendido sobre ella.
—¿Peste? —preguntó Lucano suavemente.
Pareció como si no hubiese hablado durante un minuto o dos. Después Galo apartó el diagrama y apoyó la barbilla sobre la palma.
—Te habrás dado cuenta que no hemos tocado en algunos puerto de escala. —Después cruzó sus manos sobre la mesa y dejó de sonreír—. Debía habértelo dicho antes por tu propia protección, pero como nunca estabas entre los demás… Sí, es la peste. Hemos izado la bandera amarilla, que posiblemente no habrás percibido. No nos dejarán entrar en los puertos cuando vean esa bandera. Pero tan sólo ha habido unos pocos casos y éstos entre los esclavos de los remos —suspiró—, ¡el maldito Oriente! Todas las dificultades de Roma proceden de allí. Cuando lleguemos a casa no nos permitirán desembarcar por lo menos hasta una semana después de que nos veamos libre de la peste. Ésta es la ley.
—Soy médico —repitió Lucano.
—Llevamos un doctor a bordo —dijo Galo anonadado—, tú eres un pasajero. No estás a mi servicio. Eres el hijo de Diodoro Cirino. ¿Qué nos ocurriría si te expones al peligro y cogieses la plaga y murieses? —Sus ojos preocupados brillaron sombríamente—. Te lo he dicho: sólo los esclavos están contagiados y les mantenemos cerrados bajo los puentes. La pasada noche no tuvimos ninguna muerte. Es una pena que hayas visto el entierro en el mar esta noche, Lucano; son tan sólo esclavos, perros y criminales —añadió con tono convincente.
Lucano pensó en los anónimos desgraciados que estaban en la bodega, encerrados juntos, estremeciéndose, enfermos y muriendo. Dijo abruptamente:
—Ordena a tu médico que se presente inmediatamente.
El médico era un hombre cansado, de mediana edad. Un galo con atrevidos ojos oscuros y también esclavo.
—Éste es mi médico Príamo, Lucano —dijo Galo.
Príamo miró a Lucano e hizo una reverencia.
—¿Hay peste a bordo? —preguntó Lucano.
—Sólo entre los esclavos de los remos —dijo Galo impacientemente—. Pero ahora que lo sabes, Lucano, y yo temía hacértelo saber, ordené que una de estas lámparas humeantes sea enviada a tu propio camarote. Tú y Cusa ya lo sabéis. Él tiene a su esposa e hija encerradas en su propio camarote, excepto cuando te sirve. Le ordené, como capitán y absoluta autoridad en este barco, que no divulgase que tenemos plaga a bordo, a fin de evitar inquietudes.
—Los esclavos son hombres —dijo Lucano con voz dura.
Galo le miró con sorpresa. El rostro de Príamo adquirió un gesto extraño y también miró a Lucano.
—¿Qué es un esclavo? —Galo se sintió abatido. No podía creer a sus oídos. Sabía que Lucano era raro y distinto de los demás jóvenes, pero aquello era increíble—. Lucano, esas criaturas son felones, asesinos, ladrones, condenados a las galeras para toda su vida.
—A pesar de todo, son hombres —repitió Lucano.
En su pálido rostro aparecieron señales de furor tiñendo sus pómulos de rojo y sus azules ojos brillaron enfurecidos, bajo las rubias cejas. Galo quedó convencido de que estaba loco. ¡Un esclavo de galeras un hombre! Se sintió alarmado y dijo con solicitud:
—Tienes aspecto de no estar bien, Lucano. El clima de Alejandría es duro, lo sé. Si se lo permites, Príamo te recomendará un ligero sedante…
—No me comprendes —dijo Lucano tratando de mantener su voz pacífica—. Para mí, como médico, un esclavo es un hombre, un ser humano, capaz de sufrir tan fieramente como un César. Un criminal, un felón, un asesino son también hombres. Su condición humana no les hace ajenos a nosotros.
Los ojos de Galo se endurecieron. Haría intoxicar con vino a Lucano. «Dioses —pensó—, no soy responsable de su desvío, ¿pero qué diré a las autoridades cuando llegue a la patria? ¿Que el hijo adoptivo de Diodoro Cirino ha sido confinado por loco?». El pensamiento le hizo estremecer. Dijo, con un acento fraternal, tratando de calmar a Lucano:
—Sí, sí, ciertamente. Príamo te conducirá a tu camarote. Permanecerá contigo durante algún tiempo. Ha sido graduado en Tarso y sin duda encontrarás en él mucho conocimiento médico que podréis discutir juntos.
Medio se levantó de su asiento. Pero Lucano se inclinó hacia adelante y dijo con tono contenido:
—Aún no comprendes. Eres romano y crees y piensas como romano, Galo. Un esclavo para ti es menos que un chacal. Para mí es un hermano.
Galo se sintió desesperado. Tenía ya bastantes dificultades y ahora resultaba que tenía a bordo de su propio y valioso barco un loco… Miró a Príamo, que miraba a Lucano como si estuviese hipnotizado y con una lágrima brillando en sus ojos. Galo miró a su médico. ¿Estaba el sinvergüenza bebido? Dijo con enfado:
—Príamo, conduce al noble Lucano a sus habitaciones y prepara un sedante para él al instante… Evidentemente está enfermo.
Pero Lucano se volvió hacia Príamo y dijo:
—Mis maestros hindúes me enseñaron que las ratas y las pulgas esparcen esa enfermedad. ¿Has oído?
Príamo era incapaz de hablar. Movió su cabeza con gesto afirmativo.
—Es cierto —dijo Lucano con el tono de un médico hablando a otro. Señaló a las oscuras y delgadas piernas de Príamo. Debieras usar vendajes de lienzo sobre ellas para protegerte de las pulgas cuando estás entre los esclavos.
Galo perdió el control de sí mismo y gritó:
—¿Crees que iba a permitir a mi médico, por quien pagué mil sestercios de oro, que bajase a las galeras? Está aquí para proteger a mis pasajeros, no a los esclavos. Y ninguno de los pasajeros ha sido contagiado. En el momento en que me informó de que la peste había contagiado a los esclavos de galeras les prohibí incluso acercarse a su atrancada puerta. ¡Soy el capitán! ¡Mis órdenes son de vida y muerte en este barco y no me justificaré ni incluso ante ti, Lucano, al recordarte esto!
—Sugiero que todas las ratas de este barco que puedan ser encontradas sean exterminadas al instante —respondió Lucano con tranquilidad— que todas las habitaciones sean fumigadas contra las pulgas, que hasta el último centímetro de la madera de este barco sea lavado con desinfectante.
Galo había vuelto a dominarse. Lucano hablaba razonablemente, pero los locos también tienen sus momentos razonables.
—Daré estas órdenes al instante. Y ahora…
Lucano se levantó.
—Y ahora voy a ir abajo a las galeras y ver lo que puedo hacer, después de envolver mis propias piernas y brazos con lienzos contra las pulgas.
Galo se puso en pie, y dijo con tono amenazador:
—Debo recordarte otra vez que soy el capitán y que incluso si César fuese un pasajero mío tendría que obedecer las leyes marítimas. Mientras estemos en este barco, mi barco, soy la autoridad suprema. Volverás a tu camarote, Lucano, y mi médico irá contigo para calmarte.
—No —respondió Lucano— a menos que me arrastres de aquí. Soy médico y tengo también mis deberes y mis leyes.
«Habrá que confinarle y vigilarle estrechamente —pensó el desafortunado capitán—. En cualquier momento puede volverse violento, y sólo los dioses saben lo que ocurriría». ¿Cómo era posible que incluso un loco llegase a semejantes grados de locura?
—Iré a las galeras…
Galo vaciló. Llamaría a sus oficiales y ataría las piernas y brazos de Lucano con una cadena ligera. Pero la descorazonadora perspectiva de entregar al fin del viaje al hijo adoptivo de Diodoro Cirino el descendiente de uno de los quinitas, el anterior procónsul de Siria, atado como un criminal se abrió ante él. Los arranques de furia de Diodoro eran conocidos por todo el mundo. El propio capitán tendría que responder por su seria ofensa contra la persona de Lucano, incluso aunque estuviese obviamente loco. Galo consideró el problema. El dilema era odioso. Pero tenía a la ley de su lado y era por causa de la protección de Lucano que debía actuar.
—¿No tienes piedad, Galo? —preguntó Lucano desesperadamente—. Sé que un esclavo, particularmente un esclavo de galeras, es menos que un animal para ti. Los esclavos de galeras pueden ser asesinados con impunidad. Pero considera lo que te digo. Deja que tu corazón escuche y se conmueva por un momento. Los esclavos sangran como tú sangras; mueren como tú mueres. Y donde vaya tu espíritu allí irán también sus almas. ¿Te preocupa mi propia salud y seguridad? Sí, si yo fuese contagiado, o muriese, entonces temerías a Diodoro, mi padre adoptivo. Lo comprendo. —Su voz se suavizó—. Tan sólo has de dejar la puerta de las galeras abierta. Tengo mis medicinas, y te juro que haré todo cuanto pueda para protegerme y te absolveré de todo reproche respecto a mí. Nadie necesita saber sino nosotros de que estoy cuidando a los esclavos. Iré y vendré sin que nadie me vea, excepto ellos.
—Estoy muy cansado, Lucano —dijo el capitán—. Déjame y vete a tus habitaciones al instante o yo tendré… tendré… tendré que llevarte allí a la fuerza.
—A menos que detenga la enfermedad, Galo, se extenderá a todos los pasajeros. Puede que llevemos a puerto un barco lleno tan sólo de hombres muertos.
Galo se volvió de espaldas.
—Vete a tus habitaciones —repitió—. Entretanto haré que se den órdenes para que se haga como has sugerido.