Cusa miró a Lucano con consternación.
—No es posible, señor —exclamó, sosteniendo su cabeza entre las manos.
Su impío rostro y nariz impúdica, de sátiro, habían palidecido con horror.
—Lo siento —dijo Lucano pacientemente—, he tratado de explicarlo. No hay necesidad de otro oficial médico público en Roma, que está lleno de modernos sanatorios. Sí, comprendo que la Asamblea Pública me ha designado muy amablemente bajo la recomendación de Diodoro y con un estipendio considerable. ¿Pero acaso un médico no ha de ir allí donde es más necesario? Hipócrates lo ha dicho así y yo he prestado su juramento. Mi trabajo será entre los pobres, oprimidos y abandonados, los moribundos y los que están desesperadamente enfermos, para quienes no hay ningún cuidado en las ciudades que bordean el Gran Mar. Atenderé a los esclavos y a aquéllos que viven en desesperanzada pobreza, y no les cobraré nada, excepto al rico dueño de esclavos. Iré entre los que están en las prisiones y en las galeras, en las minas y en los barrios bajos, en los puertos y en las enfermerías para indigentes. Allí está mi trabajo y no puedo renunciar a él.
—Pero ¿por qué? —exclamó Cusa incrédulamente.
Lucano estaba sentado sobre su cama, en una austera y blanca habitación donde dormía, estudiaba, y contemplaba sus largas y pálidas manos.
—Te lo he dicho; debo ir donde se me necesita.
Cusa movió la cabeza entre las manos. ¿Estaría Lucano loco? ¿Habrían desordenado las furias su mente? ¿Le habría visitado Hécate en secreto durante la noche? ¡Por todos los dioses, aquello no podía ser ni comprendido ni soportado! Cusa habló con voz que quiso ser convincente y tranquila, como se habla a un hombre que sufre locura.
—Señor, tu familia te necesita; tu padre adoptivo se siente orgulloso de ti y es el más orgulloso de los romanos. Tu madre no te ha visto durante años, tu hermano y hermana ni siquiera te conocen. ¿Qué se dirá de Diodoro, que ha adoptado como hijo suyo a un vagabundo, que cuida de la escoria de la tierra en ciudades bárbaras y ardientes, en los caminos y callejuelas? Esto está bien para un médico esclavo, pero no para el hijo de Diodoro Cirino. ¿Qué dirás a Diodoro y a tu madre? Se sentirán avergonzados ante todo Roma.
Lucano movió la cabeza con gesto cansado.
—No tengo palabras que lleguen hasta ti Cusa, o que disipen la niebla de tu excitación. Basta. Tú y tu familia partiréis mañana conmigo para Roma y las posesiones de mis padres. Allí os sentiréis felices.
Sonrió con afecto a su antiguo maestro.
—Mi falta de comprensión es suave comparada con la falta de comprensión que Diodoro mostrará.
—Lo sé. —Lucano frunció su ceño, luego sonrió recordando al belicoso romano— pero debo hacer lo que debo hacer.
—No sabes lo que es la pobreza, señor. Cuando seas un médico mendigo, que vague de puerto en puerto (porque ciertamente Diodoro no te sostendrá con su bien guardado dinero bajo tales circunstancias), descubrirás lo que es pasar hambre, estar sucio, sin hogar y en harapos. No te deleitarás en ello, Lucano, porque tu carne ha sido cuidadosamente criada, mimada, vestida con lino del mejor y la mejor lana. Lucano explícame, ¿qué es esta locura? ¿Qué es un esclavo, un pobre, un criminal? Menos que humanos. ¡Mejor sería para ti tratar a los perros y otros animales de los ricos patrimonios de Roma! Traería menos vergüenza y tristeza a Diodoro si hicieses esto.
Lucano reflexionó. ¿Cómo podía decir a Cusa: «Debo liberar a los torturados por su enemigo»? Cusa quedaría entonces completamente convencido de que estaba loco.
Cusa le contemplaba con interés. Luego estalló:
—¡Es ese maldito José ben Gamliel! Le he escuchado hablar contigo en los jardines. Señor, los judíos son incomprensibles y su misericordioso Dios, sus mandamientos y sus leyes cosas ridículas referente al trato del hombre con el hombre. Todo es una superstición deplorable y añade tristeza a la vida. ¿Has visto que algún judío tenga el rostro feliz? ¿Has oído la risa de las fiestas romanas y el abandono y baile propio entre los romanos en la casa de un judío? ¡No, esto queda sólo para los bárbaros romanos! No es que yo —añadió Cusa— considere a un romano mucho más que un bárbaro. Pero por lo menos es un hombre de nervio y sangre y siente el respeto debido por las artes de Grecia, aunque sea un hijo de loba. El romano es realista. Los judíos tratan con supersticiones transcendentales. Hablan de libertad, lo cual es imposible; esperan lo imposible de su Dios y cualquiera con un poco de sentido comprende que los dioses nunca tratan con imposibles o esperan una gran virtud de ellos.
Lucano respondió con furor:
—¡No creo que Dios sea misericordioso ni bueno! No creo lo que José ben Gamliel me dice de Él. Ahorra tu aliento, Cusa. Debo dejarte ahora para ir a despedirme de mis profesores.
Cusa, excitado, herido y completamente confundido, comprendió que había sido despedido y se fue en busca de su esposa. Callíope le escuchó mientras daba de mamar a su hija y se mordió los labios repetidamente. Luego encogiéndose de hombros dijo:
—Siempre he creído que Lucano era extraordinario.
Lucano no sentía pena por abandonar Alejandría. Desde que Rubria había muerto, no había sentido atracción por ningún lugar del mundo, ni deseos de visitarlo o de viajar como un joven rico. Para él, el mundo era una enfermería, lleno de gemidos, ninguna belleza o arquitectura, ninguna música tenía poder para aligerar su infinita tristeza. Pero la noche anterior había soñado con Sara bas Eleazar; Sara cuyo padre había sido enterrado ayer. Había tenido un sueño confuso. Ella había acudido corriendo hacia él a través de un campo de flores, riendo dulcemente, y cuando llegó junto a él su rostro era el rostro de Rubria, brillante como si estuviese iluminado por un sol de primavera. Su oscuro cabello caía hacia atrás de su blanca frente y Lucano se había sentido transportado en un éxtasis y completamente transido de gozo. Después había visto el color violeta de sus ojos y el dolor se había apoderado de él. En su sueño, sin saber por qué, le había respondido interrogativamente: «¿Rubria?», y ella había respondido con su dulce voz: «Amor». Él había negado con la cabeza: «No hay lugar en mi vida para el amor. Nunca más tomaré el amor, porque el amor es como una serpiente en el pecho, llena de veneno y agonía». Entonces ella se había apartado de él, con un aspecto lloroso que se extendió por todo su rostro, inquisitiva y triste y las flores se habían elevado y la habían ocultado de él. De nuevo volvió a sentir su antigua tristeza, y lloró. En aquel momento se despertó.
Recordaba este sueño mientras empaquetaba en su gran cartera de médico sus valiosos instrumentos quirúrgicos: fórceps, escalpelos, sierras para amputar, probetas, jeringuillas y taladros. Cada instrumento de acero cuidadosamente forjado, tenía que ser envuelto en un paño de lana impregnado con aceite de oliva para resguardarlo del óxido. Poseía también instrumentos más antiguos, de cobre y bronce, menos agudos. Aquéllos eran también guardados en su cartera, envueltos con sumo cuidado. Añadió sus valiosos libros de medicina, una serie de ligaduras en una caja de seda y algunos frascos especiales de medicina orientales. Cusa cuidaría de sus efectos personales, de los cuales él tenía pocos. Lucano los examinó para ver lo que podía dar a los pobres y a los desheredados en la enfermería y en la escuela de medicina. Un pequeño saco cayó desde algún vestido al suelo, produciendo un sonido fuerte, y cuando lo levantó y lo abrió, vio que la cruz de Keptah, que Rubria le había dado, estaba en su mano, con su cadena de oro relumbrando. Lucano sintió un repentino hervor y desesperación en sí mismo y deseó arrojar la cruz lejos de su vista. Pero Rubria la había colocado sobre su mano en el momento de morir. No recordaba como la había llevado allí. Lo había olvidado. Luego alentó sobre el oro y lo frotó contra su manga hasta que volvió a brillar con intensidad y, recordando a Rubria, con un nuevo acceso de dolor, besó el signo de la infamia, lo volvió a su bolsa y la colocó en su cartera de médico. De nuevo pensó en Sara, la hermosa y joven Sara, gentil figura que florecía hacia la plena feminidad, su blanco cuello y amables ojos inocentes. Abandonó la habitación aprisa, como huyendo, y se dirigió hacia la Universidad.
Sus maestros le saludaron con afecto y todos le dieron amuletos, incluso los cínicos médicos griegos y todos expresaron su pena por su partida y le bendijeron.
—Recuerda, mi querido Lucano —dijo uno de los griegos— que la medicina ha estado siempre asociada con el sacerdocio, porque no hay que cuidar sólo el cuerpo y un médico debe también tratar las almas, de sus pacientes, y en último extremo, debe depender para la curación del Divino Médico. —Lucano se sintió sorprendido ante aquella afirmación de uno de los griegos de mente más lúcida, pero el hombre le miraba seriamente; después le besó en ambas mejillas—. No temo por ti —dijo.
Tan sólo a uno de sus maestros deseaba evitar Lucano. Pero encontró a José ben Gamliel esperándole y el maestro le introdujo en la biblioteca que tenía en la stoa. La biblioteca era pequeña, fresca y austera, los muebles sencillos.
—No nos encontraremos de nuevo —dijo el maestro judío tristemente, contemplando a Lucano con sus grandes y luminosos ojos—. Nunca nos volveremos a ver. Éste es un adiós definitivo para nosotros.
—No lo sabes —dijo Lucano.
—Ah, lo sé.
José ben Gamliel permaneció silencioso por un momento. Apartó su barbudo rostro de Lucano y la cálida luz blanca que brillaba a través de la pequeña ventana iluminó aquel perfil, dándole un misterioso fulgor, moldeándole y cambiándole.
—Debo contarte una historia —dijo José.
Lucano sonrió con impaciencia.
—He descubierto que los judíos siempre tenéis una historia que contar —dijo—. Todo está poetizado, o es una metáfora o hipotético, u oscuro, o dicho en la forma de una pregunta implícita. La vida es corta. ¿Por qué han tratado los eruditos judíos el tiempo como si no existiese y como si hubiese una eternidad para discutir?
—Por una razón —dijo José—. Porque el tiempo no existe y hay una eternidad para la discusión. ¿Crees aún, mi pobre Lucano, que el espíritu del hombre está encadenado por el tiempo o los acontecimientos?
Se volvió hacia Lucano y de nuevo su rostro cambió y adquirió un tinte extraño de infinita tristeza, y Lucano pensó en los antiguos profetas, acerca de los cuales había oído relatos de los judíos en Antioquía y de José en Alejandría.
—Recordarás la esperanza de los judíos en un Mesías que vendrá, de la cual te he hablado —dijo José—. Él librará a su pueblo, Israel, en conformidad con la promesa de Dios. Fue Abraham, el padre de los judíos, un babilónico de la antigua ciudad de Ur, quien nos trajo estas buenas nuevas. Has leído las profecías de Isaías en relación con Él. Él será llamado el Príncipe de Dolor, según este profeta y su Madre aplastará la cabeza de la serpiente con su talón y el hombre será librado del dolor, y la muerte no existirá más. Por sus heridas nosotros seremos curados.
—Sí —dijo Lucano con una creciente impaciencia. José le miró—. Conozco las Escrituras judías. Conozco las profecías en relación con vuestro Mesías. ¿Pero en que me concierne esto? ¿Todos los pueblos tienen sus ritos y sus dioses y que representa un Dios judío con respecto a los otros?
—No hay más que un Dios —dijo José—. Él es el Padre de todos los hombres. ¿Crees que el Mesías vendrá sólo para los judíos? Ellos son el pueblo de la profecía, por lo tanto es comprensible que la profecía se les diese a ellos. La Ley fue entregada por manos de Moisés. Por la Ley un hombre vive o muere. Los gentiles deben aprender por medio de la elevación de sus imperios, su sangriento declinar y el vasto y cambiante polvo de los siglos. Lucano, recordarás que la profecía del Mesías se ha introducido en todas las religiones del mundo y no sólo en las Escrituras de los judíos. Dios dotó a todos los hombres y en todos los lugares, con un pálido conocimiento de su venida entre los hombres. El alma tiene su modo de conocer por encima de los estériles razonamientos de la mente. Tiene sus instintos, como el cuerpo tiene los suyos.
Lucano no contestó. Su impaciencia estaba haciéndose incontrolable. Jugó con la cadena de oro que colgaba de su cuello y recordó que en el último momento había quitado la cruz de Keptah de su cartera y la había colgado de su cuello. La cruz quedó sobre su túnica, José la vio y una gran emoción cruzó su rostro. Pero continuó hablando suavemente:
—Hace trece años, Lucano, yo era profesor de Ley Santa en Jerusalén. Mi esposa dio a luz a un hijo una noche fría de invierno. Era una noche muy extraña, porque una gran estrella, que había aparecido en los cielos, permaneció fija durante unas pocas horas y después se dirigió hacia el Oriente. Nuestros astrónomos se excitaron mucho. La llamaron Nova y profetizaron que su aparición anunciaba portentos y tremendos acontecimientos. Recuerdo aquella noche muy bien. Nuestro rey era Herodes, un hombre malo. Se extendió por toda la ciudad de Jerusalén el rumor de que en la pequeña ciudad de Betlehem había nacido el Rey de los judíos. Llegó a Jerusalén contado por hombres humildes y sencillos, entre ellos unos pastores que relataban la más asombrosa historia. Hablaron de una Compañía Celestial que se les había aparecido mientras guardaban sus rebaños en las montañas y les había dado nuevas de gran gozo. Puesto que los reyes son desconfiados, tienen miles de oídos, y así aquella historia llegó a oídos de Herodes, la historia de unos desconocidos e ignorantes pastores. Inmediatamente, temiendo por su poder, ordenó que todos los niños nacidos recientemente fuesen atravesados por la espada.
José hizo una pausa. Lucano escuchó con involuntaria fascinación. Entonces, de pronto, recordó la gran estrella que había visto de niño en Antioquía y su corazón palpitó de temor.
José añadió sencillamente:
—Mi hijo estaba entre aquellos asesinados por Herodes y el corazón de mi esposa no pudo resistirlo y murió.
Lucano se sintió inmediatamente lleno de compasión y avergonzado por su impaciencia, y más avergonzado aún por los vehementes y enfadados comentarios que había dirigido a José en el pasado. José había conocido la muerte, el dolor y la amarga pena, y él, Lucano, le, había acusado de no saberlo. Miró a José con piedad. Luego dijo:
—¡Cuánto has debido odiar no sólo a Herodes, sino a Dios por aquellas muertes insensatas!
José movió su cabeza con signo negativo y sonrió débilmente.
—No. ¿Cómo puede un hombre inteligente odiar a Dios? Éstas son pasiones infantiles.
Luego mantuvo silencio por tan largo rato que Lucano creyó que le había olvidado. Después, José, mirando a través de la estancia hacia la lejanía continuó con acento más suave:
—En la última Pascua, visité mi antiguo hogar en Jerusalén. La ciudad estaba invadida por peregrinos de Galilea, Samaria y Judea. En un patio interior estuve hablando con mis amigos eruditos y comentadores. Era un día de hermosa primavera, lleno con los perfumes de las flores y los ricos olores de especias e incienso. El cielo parecía una brillante perla y la ciudad estaba inundada de luz, de sonidos y canciones de gozo. Nunca había visto yo un día tan hermoso y lleno de calma y el corazón del pueblo estaba contento y olvidaron a César y a Herodes porque Dios les había sacado de nuevo de la tierra de Egipto. El sonido de los címbalos y trompetas se oía por doquier. La ciudad brillaba llena de coloreadas banderas y el templo se alzaba contra el cielo como una joya de oro. Aunque era viudo, con tan sólo una hija casada en Alejandría, sentí mi primer gozo en trece años y mi corazón se sintió inundado por una ola de expectación.
Hizo una pausa. Sus patéticas manos se unieron y su rostro se alzó sonriendo ensoñador.
—Los soldados romanos llenaban las calles. Ellos también habían sentido el raro deleite de la primavera. Tan sólo tenían una forma de expresarlo, porque eran extranjeros en una tierra extraña que les odiaba. ¡Los pobres muchachos! Deseaban participar en el gozo general, pero los judíos les ignoraban en su fiesta. Los soldados se emborrachaban e iban por las calles cantando. Es triste que un hombre sea despreciado por sus hermanos y yo sentía compasión por los romanos. Teníamos guardia en el templo, que protegía los patios interiores de toda intrusión. ¿Dónde estaba la guardia aquél día? No lo sé. Pero de pronto las cortinas se separaron y un joven muchacho entró en el patio. Un joven muchacho alto y muy hermoso, vestido con la ropa ruda de la gente común. Sus pies estaban bronceados por el sol e iba descalzo. Su blanca piel estaba también tostada por el sol y unos rubios rizos caían sobre sus hombros. Sus ojos eran tan azules como los cielos de verano y poseía un aire majestuoso y comedido. No sonrió, no como un muchacho que acaba de alcanzar la edad de Bar Mitzvah y, por lo tanto, se siente tímido en un mundo de adultos. Su sonrisa era la sonrisa de un hombre y se sentía libre, como un hombre entre sus iguales, como un erudito y hombre sabio entre eruditos y hombres sabios. Nos sentimos muy sorprendidos. Algunos de nosotros fruncimos el ceño. ¿Qué hacía aquel muchacho en nuestro recluido patio dedicado sólo a la sabiduría y a la discusión? ¿Dónde estaba la guardia? El muchacho era evidentemente un campesino. Después nos preguntamos por qué no le habíamos ordenado inmediatamente que se fuese, pero yo, al verle, pensé en mi hijo que, si no hubiese sido asesinado, hubiese tenido su edad. Así es que le dije: «Niño, ¿qué haces aquí? ¿Dónde están tus padres?». Me respondió con una sonrisa seria y el acento inculto y tosco de los pobres de Galilea: «He venido a preguntaros y a contestaros, señor».
La cabeza y rostro de Lucano empezaron a picarle. De pronto deseó marcharse y se puso de pie. Pero José aparentó no haberle visto y continuó en su voz lejana y soñadora:
—Tenía el aire de un rey, aquel joven campesino de Galilea, con sus manos gastadas por el trabajo, sus pies desnudos y su elevada cabeza. Creo que fue su aspecto lo que evitó que los doctores y eruditos le mandasen salir con enfado. No consideramos a la gente de Galilea con mucho respeto. Son pastores y trabajadores y su hablar es iletrado, puesto que son gente muy humilde. Pero aquel muchacho parecía un rey. Se sentó entre nosotros y habló con nosotros y pronto nos sentimos sorprendidos por sus preguntas y sus respuestas, porque, a pesar de su acento galileo, hablaba como quien tiene autoridad y con un profundo conocimiento. Nos sumergimos con él en una conversación. Le preguntamos las más difíciles y oscuras preguntas y las contestó con sencillez. Era como si la luz penetrase en una oscura habitación llena de libros eruditos y polvorientos. Y él apenas había salido de la niñez, aquel joven campesino de las áridas y cálidas montañas de Galilea, donde no hay doctores ni hombres sabios. Yo le dije: «Muchacho, ¿quién es tu maestro?», y él con una sonrisa dirigida a mí, una sonrisa como el sol, no me respondió. Fue entonces cuando la cortina se abrió rápidamente y un hombre rudo y barbudo junto con una hermosa mujer joven, vestidos con ropas de campesinos, penetraron en el patio.
De nuevo José hizo una pausa, sonrió con sonrisa infinitamente dulce y remota.
Lucano, lentamente, volvió a sentarse. Dijo para sí mismo: «No debo escuchar… esto es un oscuro absurdo». Pero escuchó y esperó a que José continuase.
—Nunca olvidaré a aquella mujer, porque tenía un rostro como el rostro de un ángel, radiante más allá de toda descripción. Recuerdo que me sentí instantáneamente sorprendido ante aquel rostro, alzado sobre un cuello y hombros vestidos con baratos y vulgares vestidos. Un manto azul colgaba de su cabeza y vi su brillante cabello y su pura frente. ¿Cómo podría describirla? No hay palabras en ningún lenguaje. Tendría unos veintisiete años de edad. No mucha edad ni siquiera para una mujer. Pero daba la impresión de ser tan vieja como Eva y tan joven como la primavera al mismo tiempo. La historia y el futuro estaban unidos en uno; carecía de tiempo y de años. Supe al instante que era la madre del muchacho, porque poseía un aspecto de reina. El barbudo campesino no dijo nada, aunque era aparente que estaba preocupado. Permaneció junto a la cortina; pero la mujer avanzó hacia el muchacho que volvió la cabeza y la miró y entonces ella le dijo: «Hijo mío. ¿Por qué nos has abandonado, de tal forma que te hemos echado de menos, cuando ya íbamos de camino hacia casa y nadie te había visto? Te hemos buscado por toda la ciudad». El muchacho no contestó por un momento y luego dijo con mucha amabilidad: «¿Por qué me habéis buscado?, ¿no sabéis que en los negocios de mi Padre me conviene estar?», y sus ojos brillaron con un amor tierno hacia ella.
José quedó silencioso y Lucano espero. Pero José no habló de nuevo y Lucano dijo impacientemente:
—¿Es eso todo?
—Eso es todo.
Lucano se mordió los labios.
—No me has explicado nada, José ben Gamliel. ¿Quién era aquel muchacho?
José se levantó y Lucano se levantó también. José puso sus manos sobre los hombros de Lucano y le miró con profundos y penetrantes ojos.
—Eso debes descubrirlo por tu cuenta, Lucano.
Luego sonrió a Lucano con repentina tristeza.
—Dicen nuestras Escrituras que Dios no siempre lucha contra los espíritus de los hombres. —Vaciló un momento—. Cuando Dios lucha con el espíritu de un hombre es con un propósito santo y misterioso y este propósito a veces permanece oscuro para el hombre hasta el día de la muerte En tu caso, Lucano, no creo que permanezca siempre escondido para ti. —Alzó sus manos con un gesto de bendición—. Vete en paz, discípulo mío, muy querido y amado médico.