Era peligroso andar solo por las calles de Alejandría durante la noche y Lucano aflojó la daga que llevaba al cinto. No tenía miedo; era un atleta, alto y fuerte y no estaba lejos de su casa. Mantuvo la mano en el puño de la daga y anduvo rápidamente, lleno de furor y piedad. La capucha de su blanco manto cubría su cabeza, los vestidos flotaban a su alrededor. Caminaba por el centro de las tortuosas calles, evitando basuras, sin ver a nadie que se cruzase con él, percibiendo el mal olor, los mezclados y aromáticos perfumes de la ciudad; su corazón y su mente consumidos por sus pensamientos. Antorchas colocadas en cestas de hierro instaladas sobre las paredes iluminaban su figura con una moribunda y apagada luz roja. Una gran luna ardiente y blanca corría sobre él lanzando rayos de fuego plateado y su aspecto era tan poderoso y formidable, que rostros furtivos, que miraban desde los arcos y las puertas, retrocedían rápidamente como ante la vista de una aparición andante.
Lucano no se daba cuenta de los gritos o exclamaciones lejanos, de la música y de las risas, ni del tumultuoso palpitar y sonidos de aquella tórrida ciudad. Tan sólo se daba cuenta de sus turbulentos pensamientos, su pena por Eleazar y la hermosa joven Sara; su ira contra Dios que incansablemente traicionaba y perseguía con espíritu vengativo y constante al hombre. Pensó en el niño Arieh. Estaba convencido de que estaba muerto, asesinado a causa de la malicia y el odio y, por primera vez, Lucano se volvió contra el mal en el hombre, contra su crueldad y falta de piedad, contra su avaricia y envidia, contra su sed de sangre e incontrolada dureza de corazón y contra los crímenes cometidos contra el prójimo. Había otro enemigo además de Dios; el hombre mismo. En aquellos tremendos momentos Lucano odió por igual al hombre y a Dios y se sintió cansado de su propia vida, su propia presencia en el mundo de la humanidad. El universo era malo hasta las entrañas; las mismas estrellas estaban todas con un tinte de vida. Todo aparecía engrandecido, torcido y deformado ante los ardientes ojos del joven griego. Estaba borracho de ira. Cuando un hombre al cruzarse con él rozó su mano, apretó la daga y por primera vez en su existencia emitió un violento juramento, ante el cual el hombre se apartó de él aterrorizado viendo la daga desenfundada y sintiendo, más que viendo, una ira sobrehumana, percibiendo la airada mirada, incluso bajo la capucha y percatándose de que era un furor que sobrepasaba el de cualquier hombre.
Las sandalias de Lucano repiqueteaban sobre las piedras como la marcha de un dios. Sin pensar nada concretamente, excepto que buscaba el camino más corto a través de una calleja hacia su casa, torció por una calle estrecha y oscura, iluminada por el resplandor de una sola antorcha en la entrada y el brillo de la luna. Altas paredes oscuras cerraban la calle y repentinamente todo quedó allí silencioso, con una tranquilidad siniestra. El único sonido cercano era el murmullo del agua sucia discurriendo por la cuneta; un olor insoportable llenaba el callejón. Lucano continuó descendiendo por la calle, luego se detuvo. Había llegado frente a una pared alta: la calle carecía de salida. Miró a su alrededor, las impresionantes paredes parecían haberle atrapado. Estaba solo allí; no podía ver nada, sino las oscuras formas de los pisos finales y sin luz de las casas más allá de las paredes. Nadie hablaba o gritaba; aquél era un lugar muerto.
Jadeando vio que estaba momentáneamente perdido. Tenía que volver sobre sus pasos al final de la calle y mirar a su alrededor. De nuevo emitió un juramento bajo y violento. Quizás habría una puerta en la pared que se alzaba ante él, que le permitiese entrar en el patio y desde allí pasar a una calle menos peligrosa. Con la ayuda de la luz de la luna y sus sensitivos dedos exploró la pared y sólo encontró una piedra ruda y áspera. Continuó explorando y, por fin, al final de la pared, donde ésta se juntaba con la de la calle, su mano percibió una aldaba. La alzó y se abrió una puerta pequeña y estrecha; contempló un patio empedrado rodeado por las sombrías viviendas que albergaban a los más pobres de la ciudad; pero todas las ventanas estaban a oscuras y cerradas, y las puertas atrancadas. En el centro del patio había un pozo común redondo, construido de piedra oscura. Allí no se veían flores. No existía el perfume de la rosa, el jazmín o el lirio, sino tan sólo el agrio olor de pobreza, el miedo y la muerte. Por medio de la luz de la luna Lucano pudo ver que las escuálidas casas circundaban el patio y que no había entrada alguna hacia otra calle o calleja. Cerró la puerta, dejó caer la aldaba y volvió a retroceder hacia el extremo de la opresora calleja. Percibió el murmullo del agua, en silencio, las amenazadoras paredes y mantuvo su mano apretada firmemente sobre la daga. La distante antorcha parpadeaba roja y débilmente en un extremo.
Estaba cerca de la esquina cuando oyó el rápido pisar de unos invisibles pies acercándose a él. Se detuvo abruptamente. El sonido de la huida despertó todos sus instintos guerreros. Consideró que la gente que huía podían ser ladrones escapando de la persecución. De pronto un hombre y una mujer doblaron la esquina y corrieron hacia él, impulsados por un horror palpable, volviendo sus cabezas hacia atrás. Lucano podía oír sus rápidas respiraciones en el intenso silencio, y los tropezones de la mujer sobre las piedras.
Casi se echaron encima de Lucano antes de verle y se detuvieron en la mitad de su huida mirándole con ojos asombrados, brillantes como los de animales atemorizados en medio de la luz de la luna. Si él hubiese surgido del suelo para enfrentarse a ellos no se hubiesen sentido más aterrorizados. La capucha de su manto había caído sobre sus hombros y la luz de la luna reveló el dorado fuego de su cabeza y los firmes rasgos de su rostro, semejantes los rasgos del rostro de una estatua. El hombre y la mujer retrocedieron, porque había algo en la alta figura de Lucano que atenazaba la respiración en sus gargantas, y forzaron su mirada sobre él. Lucano vio que eran muy jóvenes e inmediatamente supo que no eran criminales, aunque el hombre iba vestido con harapos, sus pies estaban desnudos y carecía de manto o de armas. El vestido de la mujer era bueno, modesto y respetable, de un suave color púrpura; llevaba un cinturón de plata y pendientes del mismo metal con piedras sencillas en sus orejas; en sus brazos tintineaban pulseras de plata y sus pies estaban calzados.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucano rápidamente en griego.
No contestaron por lo que Lucano repitió la pregunta en egipcio. La mujer estalló en sollozos, luego se echó a los pies de Lucano, cogiendo sus vestidos.
—¡Ayúdanos, señor! —exclamó y empezó a gemir febrilmente.
El joven permaneció aparte sin poder apartar sus ojos de Lucano. Pero se encogía hacia atrás y trataba de cubrir su cuerpo con sus harapos.
Entonces Lucano oyó ruido de muchos pies de perseguidores acercándose por la calle y vio rojas sombras de antorchas que se aproximaban. La joven gimió e instintivamente presionó su frente contra Lucano como si de nuevo le rogase que les ayudase. Pero el joven dijo en una voz curiosamente ronca:
—Mujer, vete con ese hombre, que te ayudará a escapar, y dejadme. ¡Vuelve con tus hijos!
La muchacha volvió a gemir.
—No, permaneceré contigo para siempre —sollozó— moriré contigo.
El sonido de los perseguidores que se acercaban despertó a Lucano. Alzó a la muchacha de sus pies y dijo al hombre:
—¡Venid conmigo! ¡De prisa!
Cogió la mano de la muchacha y corrió con ella hacia la pared de atrás, seguido por el hombre. Encontró la puerta, la abrió e hizo que los dos entrasen diciendo suavemente:
—Permaneced aquí. Yo les distraeré.
Permanecieron temblando los dos por un momento y le miraron y de nuevo se sintieron sorprendidos por lo que vieron. Luego la puerta se cerró y quedaron solos.
—Es como Osiris —susurró la muchacha.
Unió sus manos y cayó sobre el brocal del pozo. El hombre no se acercó sino que se acurrucó junto al lado de las casas que circundaban el patio y cerró los ojos.
—¿Viste su rostro? —Siguió la muchacha e inclinó la cabeza.
—Silencio, querida —respondió el hombre y se mantuvo lejos de ella.
Lucano volvió a recorrer la calle rápidamente cuando una multitud de hombres aparecieron en la entrada, vacilaron y alzaron las antorchas en alto maldiciendo; el griego redujo su velocidad y se acercó a ellos con calma. Miraron al callejón. Le vieron acercarse y se detuvieron. Él continuó andando con digna seguridad, como andan los nobles, su daga en la mano. Vio a los sudorosos soldados armados y habló en la lengua autoritaria de Roma.
—¿A quién andáis buscando? —preguntó dirigiéndose sólo al centurión—, soy Lucano, hijo de Diodoro Cirino, de Roma, y médico.
La luz de las antorchas iluminaban las oscuras caras de la muchedumbre que rodeaba a los soldados y Lucano pudo ver los salvajes ojos y las indignas bocas, así como los palos alzados moviéndose alumbrados por una luz rojiza. Un agudo silencio cayó sobre los perseguidores. Después el centurión dio un paso hacia adelante, alzó su mano respetuosamente y habló con una mirada un tanto asombrada.
—Señor, buscamos a un hombre y una mujer; un hombre y su esposa. Corrían delante de nosotros. ¿Los has visto?
Lucano hizo una pausa. Las mentiras le eran extrañas por lo que respondió:
—Ved que estoy solo y que nadie está conmigo. Además, esta calle no tiene salida. Observa la pared de atrás. Volvía a mi casa y me he perdido. Me sentiría muy agradecido si me dieses de escolta a uno de tus soldados porque esta ciudad es peligrosa.
Su único pensamiento era alejar a la multitud y a los soldados de aquella calle a fin de que el hombre y la mujer pudiesen después escapar. El centurión le saludó.
—Señor, uno de mis hombres te acompañará. Entretanto debemos buscar a esa gente hasta que los encontremos.
—¿Son ladrones? —preguntó Lucano.
Contuvo su respiración para evitar el penetrante olor de sudor y violencia que rodeaba a los perseguidores.
—No, señor. El hombre está leproso.
—¿Un leproso?
Lucano los miró.
—Sí, señor, un tal Sira. Fue echado de la ciudad al desierto hace unos meses. Sabes que es obligatorio matar a los leprosos que vuelven una vez han sido expulsados a las cuevas, donde viven. Sin embargo, algunos de sus vecinos le vieron mirando a través de la ventana de su casa, mirando a su esposa y a sus hijos, a unas cuantas calles de aquí.
—La esposa, Asah, vive con sus padres, y su padre es un tendero de alguna importancia. Los vecinos despertaron a la guardia. Como médico, señor, comprenderás que un leproso en la ciudad no sólo es una amenaza, sino que debe morir, porque ha violado la ley y podría infectar a otros.
—Sí, comprendo.
Lucano hizo una pausa poseído por agitados pensamientos. Se estremeció. Luego se encogió de hombros. Y sin embargo su corazón se sintió lleno de una cálida compasión y tristeza al pensar en el deseo de Sira que sólo quería ver a su esposa y sus niños de nuevo antes del exilio eterno y de la muerte. Dijo:
—¿Cómo supo la mujer la presencia de su esposo en la ventana?
El centurión respondió pacientemente:
—Oyó los gritos de los vecinos que pedían la presencia de la guardia y salió corriendo de la casa y al ver que su esposo empezaba a huir corrió con él, sabiendo que él debe morir al instante —el centurión movió su cabeza—. Las mujeres no tienen inteligencia, señor.
«No, sólo amor», pensó Lucano.
Enfundó su daga. No sabía qué hacer pero debía hacer algo. Pensó que Sira sólo había deseado ver a su familia. Era evidente que no había tenido intención de permanecer en la ciudad ni de permitir que su esposa supiese su presencia. Esto quería decir que si los vecinos no le hubiesen visto hubiese vuelto a partir de nuevo tan silenciosamente y mudo como había vuelto, a aquella muerte evidente y al sufrimiento en el desierto. Era digno de aquella oportunidad aunque la muerte era mejor que la vida del leproso. Más aún, había que tener en cuenta a su esposa. Debía evitar que viese como una vil muchedumbre caía sobre su esposo y le destrozaba ante sus propios ojos. Lucano volvía a percibir el ansia de sangre entre los perseguidores, el deseo de matar, de aplastar, de destruir, de destrozar y fue aquel ansia lo que le decidió. Por lo tanto dijo:
—La situación es muy seria, mi buen centurión. Por lo tanto no te privaré ni de un sólo hombre en esta búsqueda. Como médico comprendo la gravedad del asunto. No vivo muy lejos de aquí. Entretanto el desgraciado está escapando. Vete al instante en su busca.
El centurión vaciló. El hijo de Diodoro Cirino era un hombre importante, honorable y además médico. Debía ser guiado. Pero Lucano se alzaba ante él, alto, joven y fuerte y estaba armado. El centurión sonrió y saludó y hombres y soldados volvieron hacia atrás, iluminados por sus rojizas antorchas, y desaparecieron como un crujiente alud.
Lucano esperó hasta que la calle estuvo de nuevo silenciosa. Ni una sola luz había aparecido en las oscuras ventanas de las paredes, ni un sólo extraño había salido, ni una sola puerta escondida se había abierto, a pesar del ruido. Aquél era un lugar negro y siniestro y los habitantes se habían mantenido quietos discretamente dentro de casas, ventanas y paredes. Lucano volvió cautelosamente a la puerta; miró de nuevo arriba y abajo de la calle, levantó la aldaba y entró rápidamente en el patio circular.
Asah estaba sentada en el bajo brocal del pozo, llorando y gimiendo, Sira permanecía de pie a alguna distancia, escondiéndose de la luz de la luna y contemplando con ansiedad a su esposa, a quien trataba de consolar en voz baja y evitar sus lágrimas. Ninguno de los dos se dio cuenta de la presencia de Lucano, que permaneció en las densas sombras con la puerta cerrada.
—Ah, querido mío —gemía la joven—. ¡Si como médico no hubieses intentado curar a los leprosos! Pero tú tan caritativo, tan tierno y amable, debías atenderles y debiste sacrificar por ellos en los templos. Les escondiste de las autoridades en tu desesperada compasión. «¿Acaso no son humanos, carne de mi carne, mis hermanos, la palpitación de mi corazón?», esto es lo que tú decías querido mío, pero los dioses y los hombres son crueles y sin justicia, y la terrible enfermedad se apoderó de ti contagiada por aquéllos que se sentían afligidos por ella. ¿Tuviste en cuenta a tu esposa y tus pequeños niños? No; me dijiste que como médico estabas dedicado a uno mayor que nosotros, que ha profesado el juramento sagrado de aliviar a la humanidad y suprimir sus sufrimientos. En venganza, los dioses te han afligido con este horror monstruoso y te han separado de los brazos de tu esposa y los besos de tus hijos.
Sira gimió.
—No traicioné mi juramento. Si los dioses me han traicionado, el crimen es suyo.
La joven alzó su pálido rostro a la luz de la luna y su oscuro cabello cayó en desorden sobre sus hombros y sus lágrimas relucieron como brillante plata.
—Ah, sí —murmuró—; es cierto que los hombres son a veces mejores que sus dioses. ¿Hubiese yo conseguido separarte de los afligidos? No lo creo. ¿Qué más puede hacer un hombre sino cumplir con su deber?
Se levantó y se dirigió hacia su esposo con los brazos extendidos tristemente. Pero él exclamó:
—¡Impuro, impuro!
—No para mí, no para mí, Sira. Soy tu esposa. Donde tú vayas yo iré. Donde vivas, allí viviré yo. ¿Qué son los hijos y los padres para una esposa que ama a su esposo? Ellos son como nada para mí; no son ni sombras cuando oigo la voz de mi esposo. ¿Morarás en una cueva? Entonces allí moraré yo. ¿Comerás el pan de caridad? También lo comeré yo. Si duermes con las zorras y los cuervos, también yo dormiré y tu cama será mi cama. Porque no hay nada en el mundo para mí sino tú, y ningún mar, muerte, sangrienta mano del hombre, ni ningún odio de los dioses nos separará.
Sira extendió sus palmas desesperadamente para mantenerle lejos.
—Te ruego, amor mío, que no te acerques a mí. ¡En el nombre de los dioses, mantente lejos de mí! No, no irás conmigo a morir como leprosa, a llamar a las puertas para suplicar la compasión de los demás, a corromperte, sangrar y transformarte en inútil, ciega y llena de heridas. He amado tu dulzura y tu belleza. ¿Moriré recordando lo que podrías llegar a ser por mi culpa?
—¿Moriré yo, Sira, recordando que te he abandonado, a ti, a quien juré nunca abandonar?
Sus manos se extendieron hacia él, pero él se refugió contra la pared, como un reptil, y, se deslizó a lo largo de ella, produciendo un sonido áspero.
—¿Me torturas, Asah, con la vista de tu amado rostro leproso? Vete te ruego. Vete y olvídame. Soy uno entre los muertos. He de morir. La corrompida cosa que tú ves ante ti no es tu esposo. Eres joven; cásate otra vez y ten más hijos, y llora por mí, pero no te acuerdes de mí.
—En mi corazón siempre habrá un recuerdo. No me separes de ti, Sira. Déjame abrazarte. Déjame volver a besar de nuevo tus labios.
Asah lloraba, y el débil sonido de su llanto llenaba el patio con ecos más descorazonadores. Siguió tras él lentamente. Una persecución impulsada por el amor y la devoción.
—¡No! —exclamó Lucano, y surgió de entre las sombras—. ¡Tu esposo tiene razón, y no debes tocarle!
Sira y Asah se sorprendieron ante el sonido de su voz y permanecieron mudos, mirándole. Su cabeza surgía de entre sus anchos hombros como la cabeza de un dios, con una belleza hermosa y terrible. Asah puso sus manos sobre sus labios y permaneció inmóvil mientras el viento nocturno levantaba su cabello como una bandera. Sira le miró desde las sombras y sus ojos se abrieron. Lucano se acercó a él, le tomó de un hombro y le sacó a la luz de la luna y luego le examinó cuidadosamente.
—Soy médico —dijo Sira con voz rota— tengo la lepra.
No había ninguna duda. El aspecto leonino de la enfermedad había ya engrosado los rasgos de Sira. Costras de un color azul rojizo y amarillento marrón manchaban su rostro; aquí y allí, sobre su frente y garganta se abrían lesiones ulceradas que supuraban pus y suero. Su voz ronca traicionaba la invasión de su laringe por la enfermedad. Incluso sus manos revelaban el horror de la enfermedad, y dos o tres de sus dedos estaban gangrenados.
—Que impíos son los dioses —dijo Asah mientras sus brazos temblaban extendidos hacia su esposo—. Mi Sira es el más amable de los hombres, el más delicado, y sin embargo ahora debe morir y no puede escapar de la ciudad sin ser visto. Pero si él debe morir, yo moriré con él, buen señor.
—Señor, llévatela de mí —imploró Sira—, condúcela a nuestro hogar, porque está perdida si permanece aquí por más tiempo.
Lucano se sintió poseído de un éxtasis de furor, desesperación y piedad. Cogió con fuerza los hombros de Sira en sus firmes manos y cerró los ojos, dirigiéndose a Dios en silencio pero con furor:
«Oh, Tú que has atormentado así a éste hombre, que tan sólo deseaba salvar a Tus víctimas de Tu odio… ¿Golpearás siempre a aquéllos que ayudan a los afligidos, que son inocentes, que carecen de maldad y de malicia? ¿Debes siempre reservar Tus sonrisas para los viles, y Tus bendiciones deben ser derramadas sobre los injustos? ¿Por qué no nos destruyes y nos dejas tener paz para siempre en la infinita tumba, cubiertos por la piadosa noche, lejos de Tus vengativos ojos? ¿Qué hemos hecho para merecer Tu odio, Tú que no tienes ojos, ni miembros, ni sangre de hombre, ni posees su carne? ¿Sangras Tú como sangra el hombre? ¿Tiembla Tu corazón como tiembla el corazón del hombre? ¿Has sufrido dolor, oh, Tú, que afliges con dolor? ¿Has amado como ama el hombre? ¿Has tenido un hijo a fin de que puedas saber lo que es gemir por él?».
Sira y su esposa permanecían tan quietos como piedras, forzando sus oídos; no oían voz alguna pero débilmente se percataban de que algo terrible sonaba en aquel lugar iluminado por la luz de la luna, en aquel lugar silencioso y fétido. Vieron el rostro contraído de Lucano, sus ojos cerrados, sus labios separados entre los que brillaban sus dientes como mármol.
De nuevo se dirigió a Dios con una salvaje amargura en su corazón.
«¡Oh —murmuró—, si fueses misericordioso en Tu ilimitado poder podrías curar a este miserable hombre y devolverle a su esposa y a sus hijos! Si poseyeses tan sólo un ápice de piedad humana quitarías esta enfermedad de él y le dejarías limpio. ¿Soy yo mayor que Tú; más misericordioso que Tú? Te juro por todo lo que me es querido que si yo pudiese tomar sobre mí estas lesiones y huir para siempre al desierto, recordando que había salvado a un hombre, este hombre volvería con su esposa y con sus niños».
Sira notó las manos de Lucano sobre sus delgados hombros y le pareció que una extraña y asombrosa fuerza emanaba de los dedos de Lucano como un frío y poderoso fuego. La fuerza penetró, agitándose a través de sus huesos, estremeciendo su carne, y haciendo que su espalda se arquease y sus pelos se pusiesen de punta. Era como si un rayo hubiese caído sobre él. No podía respirar ni moverse; se apoyaba contra las manos de Lucano y su corazón palpitaba en sus oídos como con un sonido de tambores ultraterrenales. Pensó para sí: «¡Estoy muriendo!». Y la luz de la luna desapareció de sus ojos y todo quedó cubierto por una profunda oscuridad.
«¡Yo no soy Dios!, —exclamó Lucano en su corazón—. Soy sólo un hombre. Por eso tengo compasión. ¡Oh, sé misericordioso! ¡Sé misericordioso!».
Abrazó a Sira contra su pecho y le mantuvo contra él con firmeza, mientras las lágrimas caían de sus mejillas y corrían por la frente del otro hombre. Y Asah comprendiendo vagamente que algo había ocurrido más allá de la comprensión humana, cayó de rodillas a los pies de Lucano y apoyó su cabeza contra ellos.
Después Lucano sintió que una tremenda virtud le había abandonado, como sangre que hubiese escapado de sus venas y una misteriosa debilidad hizo temblar su cuerpo.
Amablemente, con manos temblorosas, apartó a Sira de él suspirando.
—Toma mi manto y capucha —dijo— esconde tu rostro en él. Aquí están mis sandalias —e inclinándose sacó sus sandalias y las colocó cerca de los pies del leproso—, aquí está mi bolsa y mi daga. Nadie te reconocerá. Vete de la ciudad y no vuelvas. Y si hay Dios vete con su paz.
Colocó su manto sobre los hombros de Sira y puso la daga y la bolsa en sus manos y permaneció de pie ante el esposo y la esposa, descalzo y vestido tan sólo con su túnica amarilla. Ellos le miraron incapaces de hablar a causa de su excitación y gratitud y les parecía como si aquel joven fuese el mismísimo hijo de Isis.
Lucano se volvió, abrió la puerta y salió a la oscura calle, mientras las piedras cortaban sus pies sin que sintiese el dolor. Cegado por las lágrimas se alejó vacilando, hundido en tristeza y pesadumbre.
Durante largo tiempo Sira y Asah no se movieron ni hablaron. Permanecieron allí, a la luz de la luna, como estatuas esculpidas, mudos de asombro. Después Asah, se acercó a su esposo otra vez y extendió sus brazos, pero él los apartó de sí.
—Impuro —murmuró, y dejó que ella viese claramente su rostro y sus brazos a la luz.
Asah emitió un alto y desgarrador grito, después cayó sin sentido sobre las piedras, como si hubiesen descargado sobre ella un golpe. Sira miró sus brazos y vio que estaban completamente limpios y sin postillas. Asombrado les dio vueltas y los examinó y descubrió que no había en ellos ni la más pequeña mancha. Se llevó las manos a las mejillas y frente y sintió que estaban tan suaves como la carne de un niño, cálidas y llenas de sensibilidad.
Miró a la puerta cerrada a través de la cual Lucano había desaparecido, cayó de rodillas junto a su desmayada esposa y alzó sus manos en oración.
—¡Oh, tú muy bendito; oh, tú que nos has visitado…!