18

Un crepúsculo liliáceo se difuminaba por el aire de Alejandría cuando Lucano, exhausto, dejó la enfermería y el depósito. Aquí y allá una salpicadura de sangre seca manchaba su túnica y su cabeza ardía. Encontró a José ben Gamliel que aparentemente le había estado esperando. José dijo:

—Saludos, Lucano. Deseo de ti un favor. Tengo un amigo querido que ha vivido en Alejandría durante dos meses, no por deseo suyo sino porque está muy enfermo y cercano a la muerte. Su nombre es Eleazar ben Salomón, un comerciante rico que viaja por todo el mundo. Es un comerciante extremadamente rico y un hombre bueno. ¿Querrás visitarlo?

Lucano respondió con frialdad:

—Lo siento, José, pero no deseo curar a ningún hombre rico en ninguna parte. He decidido viajar por todos los puertos y barcos para atender a los destituidos, a los esclavos de todas las ciudades y de las galeras, para quienes no hay sanatorios en ningún sitio excepto en Roma, en la que, por lo tanto, no me necesitan.

—Nosotros decimos en nuestras Escrituras que la sabiduría con una rica herencia es muy buena —dijo José sonriendo—. No te sofoques así, querido Lucano. Simplemente estoy felicitándote por tener un padre adoptivo rico. De otra forma, ¿cómo podrías vivir en tus viajes a esos puertos? No he oído —añadió José— que los ricos sufran menos en sus enfermedades que los pobres ni que Dios les haya concedido ninguna clase de inmunidad. Un cáncer produce tanta agonía a un César como al más bajo de los esclavos.

—A pesar de todo, no deseo tratar a ningún hombre rico —repitió Lucano fríamente. Luego se sintió furioso—. Aún soy un novato. ¿No ha consultado tu amigo a ninguno de los médicos competentes que hay en Alejandría y que viven ansiosos de honorarios importantes? Podría nombrarte una docena.

José le miró reflexivamente.

—Lucano, creo que podrías ayudar a Eleazar ben Salomón y creo que sólo tú puedes hacerlo. Está muriendo, es posible que no puedas salvar su vida. Tiene también el alma destrozada y tú podrías consolarle.

—¡Yo! —exclamó Lucano, y sonrió tristemente—. ¿Yo, el inconsolable, dar consuelo?

—Esto es lo que haces todo el tiempo —dijo José con gravedad—. Ven como un favor personal hecho a mí, porque amo a Eleazar ben Salomón. Cuando éramos niños vivíamos juntos en Jerusalén, antes que yo viniese a Alejandría.

Su rostro cambió y adquirió un tono de sutil desolación.

—Mi litera está esperando fuera del jardín.

Lucano vaciló. Había algo misterioso en las maneras de José, pensó y a pesar de la repugnancia que el joven griego sentía hacia los ricos y privilegiados, su corazón de médico no podía negarse. Por esto dijo:

—Es posible que tenga una enfermedad en la que yo esté interesado, por lo tanto iré.

José sonrió bajo su barba.

Llegaron a las puertas que fueron abiertas para ellos por esclavos armados… José no poseía esclavos ni los tenía su familia. Empleaban sólo hombres libres a quienes habían comprado como esclavos y luego liberado. Los portadores de su litera eran jóvenes y fuertes que se inclinaron respetuosamente ante su señor. Era un atardecer cálido y el cielo ardía cubierto de un color amatista. José y Lucano se sentaron juntos en la litera, descorriendo las cortinas de lana para aprovechar la menor brisa. De pronto, aquella tierra tropical, quedó cubierta por el manto de la noche que se extendió sobre Alejandría y la luna ocupó su lugar en el cielo.

La ciudad como de costumbre era un crisol de colores, lámparas, voces clamorosas, animales, hombres y mujeres, porque tan sólo en el atardecer adquiría Alejandría toda su viveza. Antorchas ardientes crujían en sus soportes; mendigos gemían y pedían a pocos metros. Carros crujientes descendían por las tortuosas calles. Hombre que gritaban, mujeres que reían; música que surgía detrás de blancas paredes sobre las que colgaban flores blancas, rojas y amarillas. La luz de la luna apareció con rapidez iluminándolo todo, haciendo brillar las blancas y bajas terrazas, tan llanas como la tierra. Era tan pálida como el agua al reflejarse sobre aquellas terrazas en las cuales los habitantes de las casas se iban reuniendo en busca del fresco. Sus oscuras formas y morenos rostros se movían de un lado para otro; hablaban, reían y palmeaban solicitando que los esclavos llevasen vino y sonaban voces en muchas lenguas extrañas. De cuando en cuando una arqueada puerta se abría en una pared y se podía contemplar a través de ella los jardines iluminados, dulcemente perfumados, llenos de fuentes y estatuas, sobre las que la luz de la luna resbalaba como un chorro de plata.

José no habló durante el corto viaje. Parecía hundido en una melancolía personal y Lucano no quiso turbarlo. Estaba enfadado consigo mismo; se preguntaba por qué le era siempre difícil negar a José ben Gamliel cualquier cosa que le pidiese. El murmullo y olor del mar se hizo más intenso por lo que Lucano comprendió que la casa a la que iba estaba cerca del agua y por lo tanto era un lugar agradable. La inmensa luna blanca miraba impecablemente la calurosa y poblada ciudad, sin enviar ninguna frescura sobre ella. Llegaron a una suave y blanca pared, elevada e iluminada y uno de los libertos llamó a una puerta arqueada. Se abrió y tras ella apareció un jardín iluminado por la luz de la luna y dormido, lleno de flores, árboles, hierba y fuentes, pero sin estatuas. Un perfume de higos en flor y jazmín salía hasta la calle. La casa, a poca distancia era grande y blanca, con una amplia columnata y balcones a los lados de estilo oriental.

Pero incluso en aquella cálida frescura, el fétido y penetrante olor de oriente se mantenía insistente. No era desagradable, era un olor, a especias e incienso y a una tierra extraordinaria y fecunda.

—Es un lugar agradable —murmuró Lucano pensando en la enfermería de la universidad—. Este hombre no ahorra dinero.

—¿Por qué ha de hacerlo? —preguntó José en voz suave—. ¿Puede el dinero ser guardado para siempre?

—Podría ser usado muy bien en ayudar a los que carecen de ayuda, en construir sanatorios para los pobres y cobijo para los que no tienen hogar —dijo Lucano.

José suspiró.

—Eleazar ben Salomón es conocido por sus muchas obras de caridad y su bondad, porque tiene un gran corazón. Redime a cuantos judíos esclavos encuentra. No descubrirás esclavos en su casa o en ninguna de las casas que tiene en muchas ciudades. Cuanto más da, más Dios le concede.

Las cortinas de las ventanas estaban corridas a fin de que pudiese entrar el fresco. En los jardines todo estaba tranquilo y los dos hombres se acercaron a la casa. Los ruiseñores cantaban a la luna con trinos penetrantes y agudos. Se oía el canto de los grillos y, en algún lugar, los loros parloteaban. Pero no se oían voces humanas. Las grandes puertas de bronce permanecían abiertas y el recibidor que se veía tras ellas estaba construido de níveo mármol, lleno de altas columnas e iluminado por muchas lámparas de plata sostenidas sobre candelabros. Había flores por todos los lugares colocadas en jarrones griegos y egipcios instalados en el suelo.

La más hermosa muchacha que Lucano había visto en su vida corrió hacia José, con las manos extendidas en un gesto de bienvenida amoroso. Era más hermosa que Iris, la madre de Lucano, a quien el joven había considerado insuperable hasta entonces incluso por la más hermosa de las estatuas. Parecía tener menos de veinte años y probablemente rondaba los dieciséis, tan ligera y bien formada bajo su azul vestido, que su estatura no era aparente a primera vista. Parecía una reina, y se movía en forma real, deslizándose sobre el blanco mármol. Su pequeña y majestuosa cabeza flotaba con unas trenzas oscuras sueltas que brillaban como seda y su cabello era tan hermoso que parecía estar formado por un flotante vapor. Su rostro ovalado tenía el color de las perlas, traslúcido y brillante como si poseyese una luz interna; sus labios eran de un rojo suave, su nariz delicada y finamente formada, sus ojos de un profundo y brillante color violeta. Llevaba un collar, pendientes y un brazalete de deslumbradoras piedras azules engarzadas en un elaborado trabajo de oro a la moda. Un delicioso perfume, como de rosas, parecía proceder de su nívea carne más bien que de los vestidos o del cuello. Su vestido azul caía redondeado sobre sus pechos de doncella y su esbelta cintura estaba ceñida por un cinturón de oro, cuajado de piedras azul oscuro. La seda descendía sobre su suave cintura y resaltaba sus exquisitas piernas. Calzaba sandalias de piel repujada en oro.

Se sintió gozosa ante la vista de José y su luminosa y blanca garganta palpitó como si estuviese luchando por contenerse y romper en sollozos de alivio y gratitud por la presencia de José. Éste tomó sus manos encendidas y las sostuvo con calor y miró a sus ojos con amor de padre.

—Mi querida Sara —dijo amablemente—. ¿Confío en que tu padre esté mejor esta noche?

Sara no se dio cuenta de pronto de que Lucano la contemplaba desde el fondo, encantado por la visión de su virginal belleza henchida de primaveral pureza y adorables matices. La sonrisa abandonó su rostro y sus labios cubrieron unos dientes que parecían de porcelana.

—No, no está mejor, José —dijo con voz llorosa y suave como la de una paloma—. Pero se sentirá feliz al verte.

Ella como José, hablaba arameo. Sus largas y negras pestañas parpadearon, y sus oscuras cejas, sedosas y brillantes, resaltaban como flechas sobre la blancura de su frente. No necesitaba artificios, ni botes de pintura o kohl para sus ojos, ni tintes para teñir la punta de sus rosadas uñas. La naturaleza la había dotado con los más exquisitos colores, vivos como los de una flor. José se volvió hacia Lucano.

—Sara —dijo—, aquí está mi discípulo favorito, Lucano, de quien te he hablado con frecuencia. Es un maravilloso médico; le he persuadido para que vea a tu padre.

Lucano estaba de tal modo sorprendido, excitado y asombrado por la vista de una joven de tan sobrenatural belleza, que transcurrió un momento o dos antes de que pudiese inclinarse en saludo reverente. Su sangre griega palpitó con adoración hacia aquella belleza; pensó en una estatua de la joven Hebe que había visto una vez en un templo de Alejandría, porque Sara había nacido para servir al amor y la devoción. Esto era evidente en su aire de ternura, su solicitud y gentil humildad.

—Antes de que veas a mi padre, José —dijo con sus ojos repentinamente fijos con fascinación en Lucano—, los dos debéis cenar y beber algo.

—Beberemos un poco de vino —dijo José.

Siguieron a la muchacha hacia una habitación tras el recibidor, amueblada ricamente aunque con sencillez y llena de flores de muchos colores. Tampoco allí había estatuas. Las paredes estaban formadas de brillantes mosaicos representando flores en capullo, hojas entrelazadas y estilizadas formas orientales. Las columnas eran de mármol amarillo, las lámparas de bronce de Corinto, el suelo de mármol blanco y negro en cuadros cubierto con alfombras persas que parecían joyas tejidas.

—Pero debemos volver a nuestros hogares para cenar. Si no lo hiciésemos, nuestras familias estarían preocupadas por nosotros.

—Ah, sí, así es —dijo Sara, incapaz de apartar los ojos de Lucano que permanecía de pie en el centro de aquella grande y fresca habitación, un poco incómodo, como un alto y hermoso dios.

Al cabo de un momento Sara parpadeó, se ruborizó y bajó los ojos; su hermoso pecho se agitó rápidamente y luego quedó quieto. Dio unas palmadas y un criado entró con una bandeja de plata sobre la que descansaban unas copas, cuajadas de muchas piedras preciosas diferentes. La propia Sara sirvió un vino excelente, que desprendía el aroma de soleadas viñas. Como abstraída dio a Lucano una copa antes que a José que era más viejo. Lucano la tomó y sus dedos se rozaron, y el muchacho, a pesar suyo, sintió un estremecimiento eléctrico. Acostumbrado como estaba a las maneras recatadas de Aurelia, de Iris y de las mujeres romanas de costumbres antiguas, se asombró un poco ante la libertad y ligereza de aquella joven.

Bebió el vino que tenía un gusto y aroma oloroso y se sorprendió al darse cuenta de que disfrutaba de él. José bebiendo también preguntó en voz baja a la doncella por su padre, y ella contestó con notas de preocupación en su voz. Lucano se sintió encantado con los tonos de la voz de la muchacha, tan dulces, variados y elocuentes. De vez en cuando, a medida que hablaba, miraba tímidamente hacia Lucano y cuando sus ojos se encontraban se ruborizaba profundamente.

Finalmente los dos hombres siguieron a la muchacha a través de una abierta columnata, cuyas columnas parecían hechas de brillante plata iluminadas por la luz de la luna. Ella corrió una cortina de pesado tejido oriental y penetraron en un gran dormitorio, que brillaba suavemente alumbrado por lámparas de plata y estaba lleno de un perfume de flores y especias. Sobre una gran cama esculpida en marfil, plata y oro, yacía un hombre de mediana edad, reclinado sobre cojines de seda y cubierto con una manta de claros colores tendida sobre sus pies. Antes de que Lucano pudiese ver su rostro, pudo oír la variable y desesperada respiración del hombre y su instinto de médico le hizo olvidar todo excepto su dedicación profesional.

—Saludos, mi querido Eleazar —dijo José acercándose a la cama seguido de Lucano.

José tomó las manos de su amigo y se inclinó sobre él sonriendo con tierna preocupación, y Sara permaneció a los pies sonriendo ansiosamente a su padre.

Eleazar trató de hablar pero su voz, entrecortada por pesadas respiraciones, sonó apresurada y débil. Tosía repetidamente.

—Descansa —dijo José—. He traído al joven médico Lucano.

Se levantó y miró al griego, haciéndole una señal con sus ojos. Lucano se acercó con toda su mente alerta y atenta hacia el hombre enfermo. Inmediatamente, sin hablar, vio que Eleazar estaba in extremis. El comerciante y traficante judío era un hombre moreno, emancipado, escuálido de complexión y que poseía unos grandes y tristes ojos que brillaban aún con vida, a pesar de su condición de moribundo. Sus rasgos le recordaron a Diodoro, porque Eleazar tenía el mismo perfil de águila, la misma agudeza y expresión y Lucano pensó de nuevo en el extraño parecido que existía entre los judíos y los romanos.

Eleazar trató de sonreír con cortesía a Lucano, pero estaba extremadamente inquieto a pesar de su postración. Sus labios, los lóbulos de sus oídos y las puntas de sus dedos estaban amoratados. Un aspecto de profunda melancolía invadía su rostro. Su boca permaneció abierta mientras intentaba respirar y los espasmos de sus pulmones hacían su respiración silbante y ronca. Lucano, sin hablar, levantó la túnica del pecho del hombre, inclinó su cabeza y colocó el oído en la región del corazón. Sí, sonaban sístoles anormales y una fibrilación auricular. Los sonidos del corazón eran sofocados, cortos y débiles, espaciados, con ritmo variable y palpitante. La desplazada palpitación estaba allí, el corto y rápido pulso, el débil pero bien definido primer sonido seguido de otro sofocado. El paciente sufría un grave fallo del corazón. Alzando su cabeza, Lucano estudió de nuevo silenciosamente su rostro, y el color mortecino de su carne, escuchó la tos y vio el tinte sanguinolento en los extremos de sus labios moribundos y la agrandada hinchazón tóxica de la glándula de su garganta. El joven médico tomó un frasco de la dorada mesa de mármol a la cabecera de la cama lo olfateó y examinó su contenido. Frunció el ceño; el estimulante cardíaco era demasiado fuerte. Sin embargo se podía hacer poco ya por aquel sufriente e inmediatamente el alma de Lucano se sintió conmovida y olvidó que Eleazar ben Salomón era un hombre rico. Era tan sólo un hombre que estaba siendo atormentado. Lucano le dijo amablemente en arameo:

—¿Has tenido los mejores médicos? No hables; simplemente responde con gestos de tu cabeza. Calculo que caíste enfermo hace unas pocas semanas. Has tenido indigestión, has vomitado, náuseas, y diarrea —hizo una pausa y dijo con mayor amabilidad— ¿comprendes tu condición?

Eleazar yacía sobre las almohadas y estudió el rostro de Lucano con gran atención, los bien dibujados, llenos pero ascéticos labios, la larga y cincelada nariz griega, la inclinada frente, los elocuentes ojos azules llenos ahora de piedad, simpatía y amabilidad. Un gran interés cruzó el rostro del hombre moribundo, como reflejo de un esfuerzo en busca de sus últimas energías. Su rígida mirada penetró en el alma de Lucano con la peculiar intensidad de los moribundos y sonrió. Susurró roncamente y con dificultad:

—Sí, lo comprendo, y no siento tristeza por mi excepto por la niña que debo dejar.

Dirigió hacia Sara una profunda y amante mirada y ésta estalló en lágrimas. Se arrodilló ante el lecho y colocó su cabeza junto al hombro de su padre.

—Como médico no puedo hacer nada por ti —dijo Lucano, porque comprendió que ante él tenía un hombre heroico y no debía insultarlo con mentiras piadosas—, tú estás más allá de la ayuda humana, Eleazar.

—Pero no más allá de la ayuda de Dios, bendito sea su nombre —respondió Eleazar.

—Bendito sea su nombre —añadió José con gran emoción.

Se volvió hacia José y dijo:

—No sé porque he sido llamado. ¿Fue tan sólo para repetir lo que otros y mejores médicos han dicho ya de Eleazar ben Salomón?

—No —dijo José— ha sido para oír su historia y hacerle una promesa de ayudarle. Porque yo creo que puedes dar esta ayuda, aunque no lo sé. Nosotros los judíos tenemos frecuentemente intuiciones espirituales misteriosas, más allá de la razón natural, más allá de toda explicación.

Sus ojos se posaron sobre Lucano con gravedad y se acarició la barba.

—Levántame —rogó el hombre enfermo.

Sara y José le alzaron sobre las almohadas. Durante la operación no apartó su mirada suplicante de Lucano; parecía como si supiese que la última esperanza estaba allí. Lucano dijo:

—Debiera descansar. No se le puede permitir hablar. —Se sentía profundamente vejado por las palabras crípticas de José; su lógica mente griega rechazaba el sonoro misticismo de los judíos—. Sin embargo, si puedo ayudar a Eleazar lo haré, aunque la forma como puedo ayudarle la desconozco.

—Quizás no es desconocida para Dios —dijo José, y Lucano ignoró el comentario.

Mezcló un poco del elixir contenido en el frasco con un poco de vino y lo llevó a los labios de Eleazar y el mercader lo tragó dolorosamente. La enorme glándula de su garganta parecía a punto de romper su fuerte y curtida piel. Lucano podía sentir el dolor en su propia garganta y la dificultad en tragar y de pronto su cabeza empezó a dolerle.

Eleazar dijo:

—Debo hablar, porque tengo poco tiempo y he oído a José ben Gamliel de quien nunca he escuchado un comentario insensato. Hay algo en mí también que me asegura, joven maestro, que tú puedes ayudarme. Acércate a mí.

Se detuvo y luchó de nuevo por respirar, y el rostro de Lucano se puso rígido con tristeza ante aquel sonido angustioso.

—Hace dos años —dijo Eleazar jadeando— mi querida esposa Rebeca dio a luz a nuestro primero y único hijo, en esta misma casa. Ella murió en el parto. —Sus ojos se llenaron de lágrimas sangrientas—. Puse al niño Arieh, «león», por nombre, y él me consoló, porque ciertamente parecía un joven león, fuerte y hermoso. Era el gozo de mi corazón, porque nunca en todo Israel hubo un niño tan encantador, y yo le dediqué a Dios.

Unió sus delgadas y lívidas manos en un gesto convulsivo de agonizante tristeza.

—Mi tiempo se acorta —susurró—, Sara, no llores. Debo hablar. Joven maestro, no tengo esclavos, sólo hombres y mujeres libres que son devotos a mi persona y familia. Un día dos ayas jugaban con Arieh, mi hijo, en el patio y jardín cerrado de la casa y yo desde mi biblioteca oía la risa del niño. De pronto me di cuenta de que las voces y ruidos habían cesado. Abandoné la biblioteca para descubrir la razón de aquel silencio. Las muchachas yacían sobre las flores con sus cabezas aplastadas y ensangrentadas y mi hijo había desaparecido.

Se detuvo y cerró los ojos, y la tortura de aquel recuerdo perló su rostro con grandes gotas de sudor. Hizo un gesto débil y abrió de nuevo os ojos.

—El prefecto de la ciudad tomó el asunto por su cuenta. ¿Tenía yo enemigos? ¿Quién sabe los enemigos que un hombre tiene entre sus amantes amigos? He tratado de ser un hombre justo, honorable en todos mis tratos, y me he hecho muy rico. ¿Acaso esto inspiró a mis amigos la envidia y furor? Es posible. Un hombre puede guardarse de sus enemigos pero nunca de sus amigos, porque ellos están dentro de su casa. El prefecto, contra mis protestas, arrestó a algunos de mis hombres, buenas gentes, e incluso les torturó. ¿Cómo, preguntó, era posible que se hubiesen cometido dos asesinatos dentro de las guardadas paredes de los jardines y se hubiese secuestrado a un niño sin el conocimiento de los demás criados? Pero el encargado de la entrada no había visto a ningún extranjero. Los guardianes de las puertas no habían admitido a nadie. ¿Habían sido sobornados? Era muy posible. Mi gente fue puesta en libertad a causa de mi insistencia. Me juraron que no habían estado complicados en el rapto.

Lucano se sintió lleno de ira, olvidando que Eleazar era un hombre rico y sintiendo su angustia en sí mismo.

—Esto ocurrió hace dos meses —dijo Eleazar—. Mi hijo, Arieh, tiene sólo dos años de edad. ¿Qué han hecho con el niño? ¿Está muerto, enterrado en algún lugar solitario del desierto? ¿Ha sido ahogado? No siento en mi corazón que esto haya ocurrido; sé que está vivo y que su rapto fue una deliberada maldad inspirada por el odio. ¿Quién es el amigo que sobornó a un criado para que matase y robase al pequeño? ¿Está algunas veces junto a mi casa murmurando palabras de consuelo y bebiendo mi vino o consolando a mi hija Sara y jurando venganzas contra mis enemigos? Es muy posible. Mis ojos han quedado ciegos observando todos los rostros. ¿Quién es el amigo? Está vestido de maldad y por lo tanto es invisible.

Eleazar alzó su mano izquierda y se la mostró a Lucano. El dedo meñique estaba graciosamente mal formado, doblado agudamente por la segunda falange, en tal forma que montaba sobre el siguiente.

—Este dedo es la marca de los varones de mi familia —dijo—. Mi hijo Arieh, la tiene. Esto le identificará.

Cesó de hablar pero sus apenados ojos no abandonaron en ningún momento los ojos de Lucano.

—Tú encontrarás a mi hijo —y sonrió débilmente—. Mi corazón me dicta esto. Quizá no sea mañana; ni dentro de diez o veinte años. Pero lo encontrarás. He ofrecido una gran recompensa en todas las capitales del mundo, pero aún no hay ninguna respuesta, aunque miles y miles de informadores, ladrones, soldados, marineros, esclavos y hombres de mar andan buscándole movidos por su ansiosa avaricia. Las manos de pequeños niños, multitudes de niños pequeños en todos los sitios, son examinadas furtivamente, en cientos de ciudades y pueblos, poblaciones, calles, callejuelas, cuevas y en los hogares de los ricos y de los pobres. Tengo hombres libres por todo el mundo que investigan los rumores y corren cada vez que tienen alguna información, pero aún así no hay ningún signo de mi hijo.

—Entonces lo más probable es que esté muerto —dijo Lucano con tristeza.

—No —respondió Eleazar. Colocó su mano sobre el pecho—. Mi corazón me dice que vive, quizás escondido, pero ciertamente vivo. Sabría si estuviese muerto. Por lo tanto, tú le encontrarás y tú le llevarás a Jerusalén para que herede lo que le dejo. Mi hijo, con su dedo torcido, mi hijo que parece un león.

Lucano permaneció silencioso, tanto a causa de su compasión como por la ira que sentía contra Dios. Comprendía ahora que Eleazar muriese de dolor y agonía.

—Encontrarás a mi hijo —repitió Eleazar y sonrió con un gozo tembloroso reflejado en su rostro—, tú le devolverás a su pueblo, a su hermana y a las puertas de Jerusalén.

Lucano pensó que aquello era esperar mucho de él. Abrió la boca para protestar, pero quedó silencioso sin saber por qué. Finalmente dijo mientras Eleazar le contemplaba:

—Soy médico y estaré siempre entre los pobres, quienes no tienen amigos ni quien les consuele, ni pueden pagar honorarios. Buscaré a tu hijo. Es todo cuanto puedo prometerte.

—Es bastante —dijo Eleazar y alzó su trémula mano hacia Lucano que la tomó sintiendo su frío sudor.

El rostro de Eleazar, bajo el toque de los dedos de Lucano sufrió un cambió extraordinario. Una mirada de maravillosa paz y libertad del dolor se apoderó de él. Sus ojos se cerraron y la difícil respiración se calmó, haciéndose más lenta por momentos mientras Lucano sostenía sus manos. Y de pronto se fue, quedando sólo la débil y desconsolada sonrisa en el rostro firme.

Sara se puso en pie con un sollozo que rompía el corazón y permaneció junto al lecho. Las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas. Crispó sus manos y se estremeció.

José ben Gamliel dijo en alta y reverente voz:

—El Señor da y el Señor quita. Bendito sea el nombre del Señor.

—Bendito sea el nombre del Señor —repitió Sara, en medio de sus lágrimas.

Lucano bajó la mano del muerto con un gesto de amor, pero la ira y el dolor rugía de tal modo en su corazón que se sintió enfermo. Miró a José ben Gamliel con fieros y brillantes ojos. ¿Cómo era posible que un hombre serio y entendido alabase el nombre del enemigo mortal de todos los hombres? Pensó que las palabras de José eran indignas y débiles, las palabras de un esclavo servil bajo el látigo. Se sintió disgustado; su cabeza hervía con un furioso y torturador dolor. Giró sobre sus talones, abandonó la habitación, atravesó rápidamente la columnata y dejó la casa.