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Iris escribió a su hijo Lucano en los siguientes términos:

Hace ya casi cuatro años desde la última vez que nos vimos, mi amado y querido hijo, y tú has inventado continuamente excusas para no venir a Roma que, lo confieso, no es tan hermosa como Siria. Sin embargo vivimos pacíficamente en nuestras posesiones y gozamos de la paz de los atardeceres y del brillante cristal de las mañanas. Para mí es bastante. Tu hermana, Aurelia, tendrá pronto tres años, y es la luz de nuestras almas, con su dorado cabello y sus ojos castaños suaves como el corazón de una margarita. No hay nada que pida, en su infantil insistencia, a su padre, Diodoro, que no se lo consienta inmediatamente a pesar de mis protestas. Tu hermano Prisco, el mejor compañero de juegos de Aurelia, es su tirano. Es un estado de cosas que perdura con el más afable de los contentos. Tu nuevo hermano, Cayo Octavio, a quien hemos puesto el nombre del viejo compañero de armas de tu padre, tiene ya casi un año, es un chico serio, con mis ojos azules y la sombría expresión de su padre. Ríe y prefiere arrastrarse sobre la hierba inspeccionando hoja tras hoja con interés. Es ciertamente un filósofo. Si tan sólo mi hijo Lucano, estuviese con nosotros, seríamos los más felices de los mortales. No escaparás de nosotros. Dentro de tres meses carecerás de excusas, porque dejarás Alejandría transformado en médico.

Durante el pasado año, Diodoro se ha inquietado. Es un hombre de acción y a la vez un hombre de pensamiento. Durante mucho tiempo estaba contento con su biblioteca, sus olivares y palmeras; su jardín, sus campos y su familia. Nos visitó Filón, el filósofo judío, que es muy admirado y estimado en Roma y los dos hablaron incesantemente hasta el amanecer. Desde entonces Diodoro ha empezado a preocuparse y a visitar Roma por lo menos cada siete días, de donde vuelve con el más irascible de los genios y con un nuevo sentimiento de ofensa. No es posible, le digo, que un hombre solo pueda salvar al mundo o enderezarlo, pero esto sólo sirve para hacerle más irritable aún. Con frecuencia le oigo maldecir en su biblioteca, y en cierta ocasión lanzó unos cuantos libros contra la pared y pateó pesadamente arriba y abajo en ella durante horas. Pero es amable como una paloma conmigo, su esposa, y con los tres niños. Quizá cuando nos visites, (y te ruego que te quedes con nosotros) podrás aligerar su sombría expresión y solazarte.

La carta respiraba su tierno amor y contento y su solicitud por la familia. Lucano podía percibir estas cosas, moviéndose inquieto en el gran jardín, cerca de la columnata principal. El suelo de la columnata era de un mármol amarillo oscuro, pero la doble hilera de columnatas brillaban como bruñida nieve desde el suelo, de donde se alzaban hasta el blanco techo. Dos hombres paseaban arriba y abajo en aquel atardecer; uno era un respetuoso estudiante alto, el otro maestro de matemáticas, bajo y de rostro afilado, Claudio Vesalio. La dorada luz les iluminaba mientras paseaban entre las columnas. Algunas veces Claudio Vesalio se detenía para gesticular vehementemente y su aguda voz mujeril turbaba a los pacíficos pájaros y, muy especialmente, turbaba a Lucano. Al maestro no le gustaba ninguno de sus estudiantes; en particular no le gustaba que Lucano, el joven mejor matemático en la universidad, se empeñase insistentemente en hacerse médico. Lucano sonreía pensando en esto. Cada uno de los maestros creía que su propio arte era el más importante de todos y que los demás carecían de significado, con excepción de José ben Gamliel que creía que sólo Dios era la única cosa importante, y todas las artes, ciencias y conocimientos, como las carreteras de la omnipresente Roma, sólo servían para conducir a una mayor comprensión de Dios y a la Ciudad de Dios. Pero José ben Gamliel era judío.

La universidad ocupaba ocho acres de terreno; un ágora de forma cuadrada alrededor de unos inmensos jardines tropicales, y sus cuatro costados eran columnatas como la que se alzaba frente a Lucano. Cada facultad tenía su propia puerta de entrada, que daba a los jardines y a las columnatas. Había facultades de democracia, filosofía, medicina, matemáticas, arte, arquitectura, drama, ciencia, poesía, didáctica y elegíaca, gramática, lenguas y filología, leyes, historia y astronomía, y literatura. Había también una facultad de gobierno para los jóvenes romanos que aspiraban a los cargos públicos, un museo guardado por vigilantes profesores egipcios, la biblioteca más famosa del mundo, un odeón o sala de conciertos, y más allá del ágora, un teatro para esperanzados jóvenes dramáticos y un panteón. Cada profesor creía que su propia stoa albergaba el conocimiento más profundo, y a los más estúpidos de los estudiantes, indignos de ser enseñados por tal maestro. Sólo José ben Gamliel poseía humildad, y su stoa de religión oriental era el único lugar pacífico, inviolado por voces estentóreas e imprecaciones contra los estudiantes de cabezas de asno, que eran enviados regularmente al infierno y aconsejados para que estudiasen albañilería o incluso oficios más bajos. No tenía importancia que un maestro dijese violentamente: «Mis estúpidos estudiantes y yo nos parecemos a Laoconte y, ¿quién me librará de las serpientes?». Pero José ben Gamliel decía con amabilidad: «Contemplemos a Dios juntos y tratemos de descubrir Sus más santas intenciones».

Pensando de nuevo en su maestro, Lucano se movía inquieto en el banco de mármol del centro de los jardines. Tan sólo él no encontraba paz en la stoa de José ben Gamliel. A menudo se preguntaba sombríamente porque el profesor le buscaba con frecuencia para hablar con él en los jardines.

Los edificios de la escuela, tras la columnata, ocultaban el mar, pero Lucano podía oír su eternamente inquieta voz, hablando a la dorada luz de los cielos. ¿Por qué no se iba Claudio Vesalio, cuya aguda voz vibraba continuamente ante el silencioso estudiante, a fin de que los jardines pudiesen traer a Lucano la única quietud que conocía? Los grandes jardines se extendían a su alrededor, llenos de sonidos musicales procedentes de las fuentes, con brillantes setos de flores, susurrando dulcemente con el ruido producido por las palmeras, invadidos por los murmullos del viento que procedía del mar, armoniosamente vivos con las llamadas, canciones y adormecedor gorjeo de los pájaros. Los esclavos negros que iban hacia las fuentes a coger agua, llevando cestos para recoger los dorados racimos de dátiles de las palmeras, o los que trillaban los rojos senderos de arena entre las flores, no turbaban a Lucano. Eran parte natural de la flora y fauna. Sus oscuras pieles contrastaban bellamente con las muchas estatuas de los dioses, y diosas, eruditos y filósofos que se alzaban con blanca y poderosa gracia entre los setos y miraban sobre los jardines con dignidad y majestad. El perfume de las rosas, lirios y jazmines, y otros olores más punzantes, se extendían como redes de fragancia invisible en el aire del cercano atardecer. De pronto un lorito empezó a parlotear y un esclavo se echó a reír y alargó un dátil al pájaro, que descendió volando desde unos árboles para desplegar un aleteo de escarlata, verde y amarillo sobre el hombro del esclavo. Comió el dátil complacido y con un aire de tolerante elegancia.

—Golfo —dijo el esclavo en egipcio.

El pájaro dirigió al esclavo una mirada humorística y sabia, con ojos alertas, cínicos y brillantes, en el dorado aire del atardecer. Lucano se sintió impulsado a reír. Como si el lorito sintiese la diversión, emitió un único y ronco sonido que parecía un juramento. Volvió la cabeza y miró hacia el joven sentado en el banco de mármol, después se elevó para practicar su juramento sobre la rama de un árbol.

El esclavo rio suavemente, y luego, burlona y disimuladamente, miró a Lucano que reposaba con sus cartas sobre las rodillas. Todos los profesores, estudiantes y esclavos se daban cuenta de la belleza y la aristocracia del joven griego y secretamente se maravillaban por ello. Su rubio rostro, que ni el fiero sol podía siquiera oscurecer, poseía suaves y firmes rasgos como si estuviesen esculpidos en blanca piedra. Sus ojos azules, tan perfectamente cerúleos, eran como joyas y poseían la misma frialdad. Su rubio cabello caía hacia atrás de su nívea frente en ondas brillantes, y se rizaba tras sus oídos. Su garganta era una columna, sus hombros, perfectos bajo su pálida túnica. Sobresalía en las carreras, en el lanzamiento del disco, en la lucha, boxeo, salto, lanzamiento de la jabalina, natación y en todos los deportes requeridos a los estudiantes.

«Una mente sana no puede existir excepto en un cuerpo sano, y un cuerpo sano no puede existir excepto en una mente sana», decía el director de la escuela.

Lucano tomó la carta de Diodoro llegada aquella mañana de Roma. Le gustaban las cartas del tribuno; podían ser fieras, picantes y llenas de airados juramentos, pero poseían vitalidad y una saludable furia y elocuencia. Vertía su ira ante su hijastro, comprendiendo que en él tenía un oyente comprensivo.

«Saludos a mi hijo, Lucano», empezaba la carta formalmente. Luego continuaba:

Todo va bien en casa; tu madre reina entre sus hijos como Niobe y es un espectáculo digno de ver. Diferente a como era Niobe, es infinitamente sabia y un constante consuelo para mi corazón, que frecuentemente se inflama después de las visitas a la ciudad. Cada año que pasa la encuentro más digna de ser amada, como si la propia Venus la hubiese tocado con el don de la juventud y belleza inmortal. ¿Qué he hecho yo para merecer tal esposa y tan adorables criaturas? Siento que debo hacerme digno de tal felicidad. De aquí mis frecuentes visitas a Roma y mis furiosas discusiones con los senadores calzados de rojas sandalias, que contemplan complacidos como nuestro mundo desciende rápidamente al infierno. A causa de mis relaciones y por medio de los oficios de Carvilio Ulpiano, que cada día se hace más gordo de cuerpo y más flaco de cara, se me permite algunas veces hablar en el Senado. ¡Escuchan sin aburrirse, te lo aseguro!

Prefieren la tranquilidad al pensamiento; largas, vacías disertaciones sobre sus intereses particulares, a reflexiones serias sobre el estado de nuestra patria. Muchos de ellos son generales de sillón, a quienes les gusta sentarse en sus terrazas por la tarde, con una copa de vino en sus manos, discutiendo con sus amigos las campañas de algún general, comentarlos con tono doctoral y desaprobándolas. Preparan diagramas de las campañas. ¿Qué saben ellos de la vida en el desierto, o de largas y calurosas marchas, o de batallas con los bárbaros? Son legisladores según afirman. ¡Que se queden con sus leyes y dejen a los soldados solos! Pero en cuanto hay la menor agitación entre el populacho, los senadores son los primeros que hablan de pretorianos y legiones con voces pusilánimes. Los prefectos de la policía de la ciudad no son bastante para estos golfos. ¡Necesitan la protección militar! Roma algunas veces parece un campamento en armas.

Entre tanto, mientras no están dirigiéndose a sus propios compañeros de senado sobre la necesidad de tener más baños públicos o más circos, o más casas para las indefinidas turbas de Roma, o más comidas gratis para las masas que no gustan de trabajar, supervisan furtivamente negocios, tales como la confección de uniformes y armamento para los militares, fábricas de tejidos o de mantas, o ayudan a que parientes suyos metidos en estos negocios consigan subsidios, o inclinan contratos del gobierno en su dirección. No he visto ni un solo senador cuya mano no esté manchada con sobornos, o que no ande tras ellos. El Senado se ha transformado en una cerrada organización de indeseables que saquea el tesoro en nombre del bien general y que tienen tras de sí una multitud de estómagos hambrientos, ladrones y avariciosos que ellos llaman sus clientes y acerca de los cuales se expresan con la más emocionante de las solicitudes. El destino de Roma, el destino de los desesperados contribuyentes, no significa nada para tales hombres… ¡Que la deuda pública crezca! ¡Que las clases medias sean aplastadas hasta la muerte bajo los impuestos, extorsiones y explotación! ¿Por qué crearon los dioses las clases medias sino para servir como bueyes tirando de los carros de los senadores seguidos por multitudes de hambrientos mendigos? Un hombre honesto, un hombre que trabaje y honre Roma y la constitución de la República, no sólo es un idiota, sino que se sospecha de él. Hay que enviar al cobrador de impuestos para que consiga de él nuevos latrocinios… Probablemente no está pagando la parte «justa» de las tasas.

Los militares continuamente claman para conseguir apropiaciones para la «defensa» de Roma o contra «el enemigo». Poner en tela de juicio esas apropiaciones es hacer que alcen el grito de denuncia. ¿Soy yo un traidor? ¿Soy indiferente respecto al poderío de Roma? ¿Dejaría yo que Roma se debilitase ante los bárbaros que la rodean? ¿No comprendo que debemos mantener a nuestros aliados fuertes con dones del tesoro, armas y la presencia de nuestras legiones? Esto sin mencionar los consejos de nuestros expertos políticos y militares, cuyos largos y costosos viajes en sus capacidades de consejeros son financiados por el tesoro. Es curioso que Carvilio Ulpiano, que es un egiptólogo y un amante del arte egipcio, se las arreglase para convencer al Senado que era absolutamente necesario que se financiase un viaje suyo para estudiar las actuales defensas de Egipto y que su presencia era necesaria para ese asunto en El Cairo. Fue, por supuesto, acompañado por pretorianos y un gran séquito de hermosas mujeres y esclavos, actores y gladiadores, todos ellos pagados de los fondos del tesoro. Volvió e informó al Senado dándole las tranquilizadoras nuevas de que Egipto era leal a la Pax Romana, aunque el procónsul en El Cairo podía haber enviado las mismas noticias pidiéndoselas simplemente y al coste de un sólo mensajero en uno de los barcos regulares.

Lucano sonrió involuntariamente, pero la sonrisa tenía un tono de cansada melancolía. La carta en sus manos parecía vibrar con la airada pasión del tribuno. Lucano continuó leyendo:

Pero hace diez días estuve presente, como invitado, en el Senado. Un senador declaró tristemente, pero con nobleza, que la dirección del mundo había sido puesta sobre los firmes hombros de Roma. «No ha sido nuestra elección» —dijo aquel embustero hipócrita, haciendo resonar su voz heroicamente—, «sino la elección del destino, de los dioses o de las fuerzas misteriosas de la historia» —dando la impresión de que la historia existe en alguna mística forma por encima y aparte de la humanidad que hace la historia—. «¿Vamos a rehusar el tomar sobre nosotros lo que ha sido decretado porque poseemos genio para el gobierno, genio para la invención, genio para el trabajo productivo? ¡No, por Júpiter, no!… Aunque la carga sea pesada la aceptamos por el bien de la humanidad…».

No pude contenerme. Me alcé de mi asiento de huésped junto a Carvilio Ulpiano y permanecí allí con mis pulgares en la cintura, dejándoles ver mi armadura y mi espada. ¡Cómo aman estos afeminados el despliegue del militarismo! Inmediatamente pusieron una expresión seria, aunque me habían visto con bastante frecuencia, ¡Marte lo sabe! «¡Que hable el tribuno!», gritó alguno de ellos, como si ellos hubiesen podido contener al hijo de Prisco.

Alcé mi puño y lo blandí amenazadoramente ante sus ruines rostros. «¿Y quién —pregunté— ha declarado que a Roma se le ha dado la dirección del mundo? ¿Los civilizados griegos que nos detestan y se ríen de nosotros y de nuestras sangrientas pretensiones? ¿Los egipcios que eran ya dinastía vieja cuando Rómulo y Remo eran amamantados por la loba? ¿Los judíos que tenían su sabio código de leyes cuando Roma no tenía otra ley sino la espada? ¿Los bárbaros de Bretaña, que derriban nuestras fortificaciones tan aprisa como nosotros las construimos? ¿Los galos, o los godos, o los antiguos etruscos, o los germanos, o los millones que no conocen nuestro nombre o que si lo conocen, lo escupen en cuanto lo oyen? ¿Quién nos dio la dirección del mundo sino nosotros mismos, por causa de nuestra fuerza, de nuestra habilidad y amenazas, nuestro deseo de desposeer y robar, nuestra ansia de poder? Somos como un joven, poco familiar pero corrompido por fantásticas fanfarronadas entre hombres mayores o entre niños que se hacen mayores para el futuro por medio de la leche de sus madres».

Las rubias cejas de Lucano se fruncieron con repentina ansiedad. Su corazón palpitó con un vago temor. Honraba a Diodoro por aquellas valerosas y sinceras palabras, aquellas palabras lanzadas ante los rostros embusteros de políticos y otros indeseables imanados por la ambición. Sin embargo, se sintió atemorizado. Trató de consolarse con el pensamiento de que Tiberio César era también soldado y que respetaba a Diodoro y era, a su manera, un hombre honorable.

Esperé que me hiciesen bajar a gritos —continuaba la carta de Diodoro—, pero aquéllos que estaban más cerca de mí permanecieron sentados en sus puestos y me miraron con sus ceños fruncidos. Uno o dos, más jóvenes que los demás, se ruborizaron y se miraron las manos. Carvilio Ulpiano evitó mis ojos y se removía en su asiento. Es posible que tenga un recto irritable, por lo tanto le perdono. Esperé pero nadie me contestó.

Roma no es mi Roma, la Roma de mis antecesores. Los fundadores han sido olvidados o mencionados cuando algún político desea cometer más infamias. Los días de fortaleza, fe y carácter han desaparecido para siempre y también los días de valor y disciplina. ¿Por qué, entonces, lucho yo? Porque es natural que un hombre libre luche contra la esclavitud y las mentiras. Si cae, ha caído en una buena lucha, aunque sea una lucha sin esperanza.

Pero basta ya de tanto pesimismo. Volverás a tu familia en un futuro próximo. Recibiremos a nuestro querido hijo con alegría y afecto. Que Dios te bendiga, hijo mío.

Los ojos de Lucano parpadearon secamente a medida que enrollaba de nuevo la carta. Siempre era peligroso decir la verdad. En un mundo corrompido como aquél era fatal. Si Dios se preocupaba del mundo y de los hombres, pensó Lucano amargamente, crearía muchos Diodoros o los protegería cuando ellos hablasen en voz alta y tonos claros.

«Olvidaré mi familia —se juró a sí mismo Lucano, con firmeza—. No debo amar (aunque ame) porque si quedo envuelto demasiado profundamente, las consecuencias serán, como de costumbre, trágicas; y he sufrido ya bastantes tragedias. Si pudiese rezar, sin embargo, pediría que los senadores cerrasen y atrancasen su Senado contra Diodoro, por su propio y vociferante bien, y por el bien de mi madre, mis hermanos y hermana».

Recordó que últimamente había podido adquirir, aunque a considerable precio, un rollo traducido de Catay que contenía sabias palabras escritas siglos antes por un tal King Fu Ze o Confucio, como José ben Gamliel le había llamado. El maestro judío se había sentido reacio a separarse de él, pero Diodoro, reflexionó Lucano, podía ser suavizado por aquellas tranquilas palabras, tan calmosas, resignadas, mesuradas y contemplativas. Seguramente afirmaría vigorosamente al leer. «Recordad esto, hijos, que un gobierno opresivo es más fiero y más temido que un tigre».

El pequeño Claudio Vesalio había llegado a detenerse con su maltratado estudiante muy cerca de Lucano y alzó la voz:

—Las matemáticas son verdaderamente el arte apolíneo —gritó—. Quienes no gustan de él, o lo evitan, o lo consideran como una ciencia menor son monos que tienen la cabeza de metal.

Lucano pensó un tanto divertido que aquellas palabras iban dirigidas a él y pretendió estar sumido en la lectura de la carta. El pequeño y ratonil griego se sintió indignado. Continuó dirigiéndose a su estudiante, aunque en realidad hablaba para Lucano.

—Considero a Pitágoras superior a cualquier Aristóteles, Hipócrates o Julio César —exclamó—. O a cualquier Fidias o artista, o a lo que sea. Todas las ciencias y artes están basadas en principios matemáticos definidos. ¡Inducción! ¡Todo son matemáticas! Digamos que deseamos probar que la suma de los primeros números impares es ene menos dos, esto es, uno más tres, más cinco, más (más dos menos ene) uno igual a ene menos dos. ¿No es cierto que N es igual a dos? ¡Sí! Porque uno más tres es igual a cuatro, igual a dos al cuadrado. Es también cierto que N es igual a K. En este caso nosotros debiéramos…

Lucano, elaboradamente, bostezó, y al ver esto, Claudio Vesalio, se estremeció. El joven griego se alzó lentamente y se dirigió hacia la más alejada puerta, al otro extremo del jardín. Los dientes de Claudio Vesalio rechinaron. Allí estaba aquél dotado con el arte de Apolo y que prefería manchar sus manos en cadáveres, ensangrentar sus vestidos y oler viles olores en depósitos o enfermerías. ¡Psé! Odiaba a Lucano por aquel mal uso de talento. ¡Al infierno con él! ¡Que ayude a nacer a aquéllos que nunca debieron nacer, que corte los riñones para extraer las piedras de aquéllos que no podían resistir sus apetitos en la mesa, digna vocación de un tal personaje! Aquel pretencioso joven no recorría las casas públicas de Alejandría como hacían los jóvenes normales, y era excesivamente respetuoso con sus maestros. Sus actitudes eran presuntuosas. ¿Acaso favorecía con su presencia las tabernas, circos o teatros? No, por cierto. Era demasiado valioso para aquello. Siempre tenía un extremado cuidado en proteger aquellas delicadas manos en las prácticas de los más rudos deportes, por temor de estropear un dedo que pudiese sostener un escalpelo.

—Es un joven Hermes —dijo el vilipendiado estudiante con admiración, siguiendo a Lucano con sus ojos.

Claudio Vesalio gruñó como un cerdo y le abofeteó con furor.

Lucano dejó los jardines y la universidad. Más allá se extendía un vasto verdor, prados sobre los cuales las palmeras, cipreses; mirtos y sauces proyectaban una sombra esmeralda en medio de aquella brillante y dorada luz. Una dulce tranquilidad se extendía sobre la tierra; el mar, en su insondable misterio, se alargaba hacia el infinito. Lucano estaba solo. Todo permanecía en silencio excepto la incansable voz de las aguas que se proyectaban hasta el occidente.

Repentinamente el crepúsculo descendió y la tierra y el mar cambiaron. El cielo por encima se transformó en un suave e inclinado arco de un azul verdoso. El mar se oscureció hasta alcanzar con rapidez un color de suave púrpura, un rojo con el que el sol teñía las olas. El ilimitado occidente ardía con luz escarlata y anaranjada contra la que se proyectaban nubes negras en forma de galeones romanos, moviéndose en su desconocido viaje, sus velas hinchadas por un insensible, ultraterreno viento. La inmensidad del cielo y el mar empequeñecían la tierra, dominándola, rodeándola, llenándola de expectación, y sin embargo, sombría e impresionante para Lucano.

Involuntariamente recordó a José ben Gamliel, hablando en medio de un atardecer parecido con su suave y, sonora voz; había dicho: «Los cielos declaran su gloria…».

Lucano se sentó en la hierba. Sintió de nuevo el terrible alejamiento entre él y Dios. ¡Ah, pero no se debe permitir nunca que Dios entre en nuestro corazón! Porque con Él traía, en su entrada, órdenes, exhortaciones, temores y tragedias. Una vez posesionado del alma de un hombre se hacía el Rey, y no quedaba nadie aparte de Él.

—Pero con sus órdenes y sus leyes trae también amor, deleite espiritual, paz para el alma y luz en las tinieblas —había dicho José ben Gamliel a Lucano un atardecer—. Sin Él tan sólo se tiene el mundo, la desilusión, el hambre, el polvo y el dolor de una vaciedad que no puede ser llenada por el hombre. Se tiene la muerte, sin el Más Santo, bendito sea Su Nombre. Se tienen las lágrimas, que no pueden ser consoladas. Todo el oro del mundo es incapaz de comprar Su paz, que sobrepasa a todo entendimiento. Te he enseñado los salmos del rey David: «El Señor es misericordioso y lleno de compasión, lento para la ira y grande en misericordia. El Señor es justo en todos Sus caminos y santo en todas Sus obras… No estará para siempre ofendido, ni mantendrá Su ira para siempre porque como los cielos son más altos que la tierra, así es su misericordia para aquéllos que le temen».

»Querido Lucano, le siento junto a ti. Siento su presencia tan íntimamente como la respiración. Su mano está sobre ti. No temas, muchacho, vuélvete a Él en tu pena y ansiedad porque Él sabe que éstas te devoran.

—Él nos aflige —había replicado Lucano amargamente—. No deseo nada de Él. ¿Qué explicación tienes, Rabí, para lo que yo diariamente veo en las enfermerías públicas y en las casas de cura? ¿Por qué debe sufrir un niño y un hombre ser afligido de la lepra? ¿Cómo han ofendido a Dios para que Él les castigue así? El mundo es un inmenso gemido de agonía.

José había vuelto sus grandes y luminosos ojos hacia su discípulo iluminados por la compasión.

—Job fue un hombre afligido y lloró por sí y por sus prójimos, reprochando a Dios por lo que le había parecido la más insensata miseria de la tierra. Y Dios le respondió en tono de reproche: «¿Has mandado tú a la mañana desde tus días y causado que los días naciesen para conocer su lugar?… ¿Has penetrado en las profundas fuentes del mar?… ¿Has visto las puertas y la sombra de la muerte? ¿Puedes tú traer a Mazzaroth en su época? ¿Puedes guiar a Noé con sus hijos? ¿Conoces las órdenes de los cielos? ¿Puedes tú establecer el dominio sobre la tierra?… ¿Puedes enviar el rayo y que vaya y que él te diga, aquí estoy? ¿Quién provee de comida a los cuervos cuando sus hijos claman a Dios?… ¿Aquél que contiende con el Todopoderoso tendrá que instruirle? Quien reproche a Dios, que responda a esto».

José ben Gamliel había estado con él en aquel mismo sitio, alto y majestuoso en su delgada transparencia, vestido con ropas oscuras de marrón y rojo, la cabeza cubierta con una tela de algodón grana. Su rostro barbudo, cuya piel tenía un tono perlado, su delicada nariz aquilina y su cariñosa boca, habían brillado en el atardecer como alabastro. Lucano le amaba y le honraba más que a ninguno de sus otros maestros, y, sin embargo, constantemente exacerbaba el corazón del joven. A pesar de esto, buscaba a José sin saber por qué excepto porque podía lanzarle frías y furiosas preguntas cuyas respuestas cariñosas comentaba cínicamente.

En la tarde que Lucano recordaba, había lanzado a su rostro reverente y amable, palabras como piedras.

—Si alguna vez has sufrido, maestro, y alguna vez has experimentado la pérdida del ser más querido que tuvieses, más querido para ti que la propia vida, y si alguna vez has contemplado a uno de tus amados morir en aflicción y sin esperanza y visto cómo la vida dejaba su cuerpo como un invisible arroyo de agua, y si ella hubiese sido para ti la más dulce de las mujeres, entonces no hablarías así. Tú, como Job, hubieses derramado cenizas sobre tu cabeza y hubieses exclamado reproches contra tu Dios… ¿Hablarías entonces de Su misericordia?

El rostro de José había sufrido un cambio, o quizá fue sólo que el crepúsculo había profundizado su oscuridad. Sin duda había sido el crepúsculo lo que había conferido al rostro del maestro un aspecto de tragedia y cansancio. José nunca hablaba excepto con tranquilidad, como quien ha comido bien y vive con comodidad, sin dificultades ni problemas.

Sí, había sido el crepúsculo que había oscurecido repentinamente y contorsionado su rostro en un solo instante. Luego había sonreído a Lucano y se había alejado en su forma tranquila, con sus ropas flotando colgantes alrededor. Era fácil para aquéllos que no tenían heridas encontrar las heridas de los demás insignificantes y maravillarse ante las quejas que emitían por ellas.

Entonces, mientras Lucano permanecía en aquel nuevo atardecer y miraba al cada vez más oscuro mar y al lejano reflejo de la puesta de sol color naranja y roja, sintió de nuevo su tremenda soledad, su abandono, su eterno e incansable dolor, no sólo por Rubria a quien había perdido para siempre sino por todos los que sufrían y lloraban sin solaz. Su alma se endurecía con resistencia. Nunca más Dios le hablaría porque él había cerrado sus oídos. Lo incontestable no había recibido respuesta ni consuelo.

Un viento frío, salado e inmenso recorrió su carne. Retrocedió, desolado como siempre, para volver a su pequeña casa donde vivía con Cusa y la esposa de éste, Callíope. Volvióse en busca de una lámpara encendida, una cena frugal y sus estudios. Era un soldado en campaña, preparándose para el día cercano, cuando, armado adecuadamente, saldría al encuentro del Dios del dolor y le vencería.

—Bah —dijo Cusa a su esposa Callíope, que permanecía ante él con su gordezuela niña descansando sobre su cadera—. Eres sólo una mujer y es notorio que las mujeres no poseen inteligencia.

—Supe lo bastante para conseguirte como esposo, aunque verdaderamente no eres el hombre más hermoso que existe —replicó Callíope con graciosa e impúdica sonrisa en su rostro agraciado—. Fui yo quien te pedí a Aurelia y fui yo quien sugerí a aquella pobre y noble señora que deseábamos ser libres. Ella comunicó mis deseos a Diodoro y así, aquí estamos, libres aunque no hayamos nacido libres.

—Estás equivocada —dijo Cusa con mal humor, pero sonriendo a su hijita que le estaba haciendo gestos cariñosos—. ¿Fue Aurelia quien nos libertó o el tribuno, aquel feroz descendiente de los Quinitas? No, cuando nos ofreció a Lucano fue nuestro griego de ojos azules quien dijo que no nos aceptaría a menos que fuésemos primero liberados, y como el romano le ama como a un hijo y le ha adoptado como tal, su petición fue concedida a fin de que Lucano no estuviese solo en Alejandría. ¿Pensó acaso el tribuno que sin nuestra vigilancia Lucano se volvería un sibarita o un frecuente visitante de las casas públicas, o un jugador? ¡Ya! ¡Tan sólo quisiera que apreciase algo tales cosas! Es una virgen vestal masculina. ¿Carece de sangre, partes, fuego o pasiones, excepto para aprender su maldita medicina?

—Observarás —dijo Callíope, sentándose y empezando a dar de mamar a la niña— que tú mismo estás lleno de dudas a pesar de tus comentarios sobre mi inteligencia. ¿Por qué se priva Lucano de todos los deleites de los jóvenes? ¿Por qué es tan abstemio? Gente menos caritativa le hubiese considerado o un devoto de Narciso o dedicado a indescriptibles prácticas con otros jóvenes. Pero no es ni una cosa ni la otra. Algo come la vitalidad de su espíritu, como una zorra espartana. Tiene poca paciencia con todo el mundo; sus palabras son frías y sombrías. Permanece sentado en la terraza durante horas, con sus libros y con las manos juntas reposando sobre ellos. A veces, si se le molesta, es duro y cortante de palabras. ¿Le has visto sonreír con frecuencia? Sólo nuestra pequeña Mara puede divertirle. Algunas veces le encuentro pesado. Creo que sobre él ha de pesar algún encantamiento. Ayer visité el templo de Serapis para rogar por él. No es que yo le ame; es imposible amar a un ser tan remoto que parece más una estatua que carne. Más bien pensaba en nosotros mismos.

—Olvidas que fue él quien insistió sobre nuestra libertad.

Callíope se encogió de hombros.

—La libertad es buena para el alma. Así dices tú con frecuencia, y ¿quién soy yo para no estar de acuerdo contigo? Sin embargo, en la casa de Diodoro reinaba la alegría en las habitaciones de los esclavos. Sin duda ahora es aún más alegre en Roma o en las fincas del tribuno. ¿Quién viene a esta casa sino pedantes filósofos y tutores y no precisamente porque Lucano les invite? ¿Tiene Lucano amigos entre los estudiantes? ¿Oímos aquí risas, o la inspirada charla de muchachas y fiestas? ¡No! No somos viejos pero esta casa parece habitada por viejos.

Cusa la miró con el ceño fruncido y un gesto formidable, pero ella acarició sus largas y morenas trenzas diciendo:

—¡Hum!

—Cuando volvamos a Roma dentro de pocas semanas, Callíope, verás a tus amigas otra vez, y podréis dedicaros a vuestras críticas y vuestras alegrías. Diodoro ha conseguido ya una posición para Lucano como oficial médico en Roma, con un excelente salario. Cuidará también de algunos pacientes privados ricos y a la vez estará ocupado en el sanatorio. Podremos entonces celebrar pequeños banquetes con nuestros amigos. No es por culpa de Lucano que no veamos a nadie aquí: somos extranjeros.

Callíope sonrió.

—Con el generoso estipendio que el tribuno te envía y con tu avaricia podremos comprar nuestra pequeña finca y granja cerca de Roma. ¿Es necesario que tú seas parte de la casa de Diodoro y tutor de sus niños?

—Nunca has oído hablar de la gratitud —dijo Cusa con severidad. Palmeó sus caderas y continuó—: No, si Diodoro no nos quiere, podremos permanecer con Lucano en Roma y cuidar de su propia casa, porque estoy seguro que tomará esposa allí.

—¡Ca! —dijo Callíope con un gesto significativo—. Te digo que nunca se casará. ¿Ha aceptado acaso invitaciones de las familias de los estudiantes de Alejandría? No. Vive solo, en ese terrible silencio marmóreo propio de él. Piensa sólo en Rubria; nunca la ha olvidado. Para él es una divinidad. En su nombre se priva de dinero, y esto es poco natural en un griego, para dar lo que puede a todos los mendigos que ve. ¿Acaso no visita las prisiones para curar y consolar a los criminales y a los esclavos? Es un escándalo. Soy una mujer con intuición. No ha dicho nada aún acerca de esa plaza de oficial médico en Roma y permanece silencioso cuando la mencionas. Me temo que rehusará…

—No seas idiota —exclamó Cusa con enfado—. Lucano puede que no sea abierto o cordial pero no es imbécil. ¿Para qué ha estado estudiando?

—Por alguna razón propia —dijo Callíope.

Satisfecha porque había conseguido despertar la ansiedad de Cusa, se retiró con su hija para la siesta de la tarde. Pero Cusa se sentía demasiado inquieto para descansar. Paseó de arriba a abajo en la alta terraza murmurando para sí.

La casa no era grande ni pequeña, construida de piedra blanca, con un agradable pórtico exterior, y una sencilla línea de blancas columnas a través de las cuales podía verse el mar. Detrás de la casa se extendía la calurosa y vehemente ciudad de Alejandría, más políglota incluso que Antioquía, y mucho más corrupta. Maldecía, atronaba, gritaba y gemía en innumerables lenguas; era una inquieta corriente de rostros negros, oscuros y blancos de personas de origen desconocido. Sus gastadas y retorcidas calles hervían con caravanas de camellos, caballos, carros y asnos. Los chacales aullaban toda la noche en las afueras de la ciudad. El prefecto de la ciudad no podía estar seguro de cuántos de sus hombres volverían por la noche a sus puestos; el asesinato era frecuente. Incluso las legiones romanas estacionadas allí no podían mantener siempre el orden. Los cobradores de impuestos desaparecían cuando no iban acompañados de soldados; sus cuerpos eran encontrados con frecuencia sobre el río o cuando las mareas los volvían al amplio y multicolor puerto. Esto no era, para Cusa, el único aspecto agradable de la ciudad, que ardía como si tuviese fuegos internos, día y noche, mañana y tarde. Prostitutas de todas las razas y colores frecuentaban las estrechas y fieras calles a todas horas. Todas las casas de alguna importancia tenían sus propias fuerzas armadas a las puertas y, a pesar de esto, los robos eran tan comunes que pocos hablaban de ellos. Un polvo cálido y amarillo caía sobre la ciudad en tales proporciones que hacía rojizos los suaves cielos nocturnos, bajo la luna y sobre las antorchas colocadas en rejillas a lo largo de las murallas. A media noche se producían choques entre grupos rivales que se maldecían y golpeaban unos a otros con palos y deslumbradores cuchillos. Cada madrugada los callejones aparecían llenos de cadáveres evidencia también de otros conflictos entre otras razas. Aunque los romanos habían establecido un muy adecuado sistema sanitario de desagües que desembocaban en el puerto, la gente usaba las calles como letrinas por la noche. Como consecuencia Alejandría apestaba incluso durante los días más brillantes y secos. En comparación, Antioquía era un limpio sanatorio. El olor de ajo parecía ser un perfume popular; las empedradas calles estaban cubiertas con el estiércol de animales y hombres, a pesar de los ejércitos de esclavos que eran conducidos a la tarea diaria de limpiarlas. Era una ciudad peligrosa y explosiva, una ciudad violenta y agitada, siempre llena de sonidos de persecución y huida. Las epidemias se apoderaban de las casas; las prisiones estaban siempre llenas. Los carros atronaban sin cesar y nunca se sentía uno lejos de su retumbar y de su ruido.

Pero la casa de Lucano estaba en un lugar más o menos aislado, no lejos de la universidad. Estaba rodeada por unos jardines altos y una protectora pared elevada rematada por agudos picos de hierro. Cusa había hecho correr por la ciudad que Lucano no poseía dinero, y que la casa era espartana, sin que hubiese en ella plata, oro o nada digno de ser robado. En consecuencia, tan sólo habían sufrido una docena de intentos de robo en aquellos últimos cuatro años.

Cusa maldecía la ciudad y su inquietud mientras permanecía en la columnata que se elevaba sobre el puerto. El mar poseía el azul más majestuoso, casi de un púrpura imperial, reverberando bajo el ardiente cielo que parecía estar al rojo vivo. Cientos de barcos, pequeños y grandes, llenaban el puerto. Velas azules, rojas, blancas, escarlatas y amarillas colgaban de los mástiles, flácidas porque no soplaba viento en el tranquilo y brillante atardecer. Ningún barco se movía; era la hora del sueño durante aquel intolerable calor. La ciudad estaba relativamente tranquila, para Alejandría, y el ruido más débil llegaba al oído de Cusa. Se enjugó el sudor de su frente con el brazo desnudo y suspiró. Aquella casi imperceptible brisa que llegaba del brillante mar era húmeda. Alejandría era tan sólo tolerable cuando el aire seco procedía de los desiertos. Los barcos se balanceaban perezosamente sobre la lenta e incesante marea.

Las palmeras en el jardín estaban cubiertas de polvo amarillo brillante y lo mismo ocurría con la hierba y los lánguidos árboles. Era imposible combatir el calor de África con agua, puesto que las fuentes estaban sucias. Cusa podía oír su débil quejido entre él y el mar. Las flores herían la vista con sus colores demasiado intensos, y más hería aún la luz del cielo y la purpúrea llamarada del puerto. Sin embargo, Cusa se sentó y se entregó a sus turbados pensamientos.

Lucano nunca había sido un alma alegre, ni cuando era más joven, excepto mientras estaba en compañía de la pequeña Rubria o cabalgando locamente sobre el pequeño asno hacia Antioquía con Keptah. Siempre había sido muy reservado, muy tranquilo; un muchacho demasiado contemplativo; y sus enfados, a pesar de ser poco frecuentes, habían sido tan fríos y glaciales como el hielo. Si alguna cálida brillantez o amor había formado parte de su carácter, la había gastado con la hija de Diodoro. Había reído pocas veces y cuando esto había sucedido, había sido en presencia de ella.

Si Lucano había sido bastante difícil en Antioquía después de la muerte de Rubria, en aquellos últimos cuatro años había sido insoportable para Cusa. Miraba a Cusa con una mirada sardónica cuando el tutor estaba en desacuerdo sobre las tareas traídas a casa de la Universidad. (Cusa pretendía ser igual a cualquiera de los maestros allí, y se ofendía cuando Lucano prefería sus interpretaciones a las de él). Hacía hablar a Cusa tomándole el pelo, no con ligereza, sino con una especie de amargo placer.

—No eres Sócrates —le decía Cusa, secretamente herido—; me fastidian estos interminables diálogos que no conducen a nada excepto a hacerme aparecer tonto. ¿Es ésta tu intención?

Lucano se disculpaba con genuino pesar, pero su rostro permanecía sombrío. «Es como un hombre que muerde constantemente con una muela inflamada, —pensaba Cusa—. ¿Cuándo, por todos los dioses, olvidará a aquella doncella?».

Cusa, sentado bajo la columnata, pensaba en Lucano. Movió su cabeza una y otra vez. A pesar de las quejas de Callíope había decidido no abandonarle, a menos que el joven griego le ordenase marchar.