15

Diodoro llamó a Iris ante su presencia aquella misma tarde.

En el camino, acompañada por una esclava y por el niño, se dirigía mentalmente a Aurelia desde lo más profundo de su alma: «Me ha llamado a su presencia, señora; tú sabes cuánto nos hemos amado, y que nunca te fuimos desleales porque te amábamos a ti. Puedo ir ahora a él y decirle: donde tú estés, Cayo, allí estoy yo, Caya. Querida amiga, te recordaremos con amor y con la más preciosa de las memorias. Si somos bendecidos con hijos, llamaremos a la primera niña como tú, la más amable de las amigas».

Su gozo era tan exuberante que su bellísimo rostro brillaba con luz. Se había recogido el dorado cabello con blancas cintas y su estola estaba cuidadosamente plegada, los bordes caídos sobre sus blancos pies. Estaba radiante y joven como una diosa y su cuello tenía un tinte rosado causado por la rapidez del pulso de su sangre. A causa de su excitación tenía que dominarse para no correr.

Entró sola en la biblioteca, y el azul éxtasis de sus ojos era como un relámpago del cielo. Diodoro, de pie ante su mesa, sintió una insoportable agonía y desesperación, pasión y amor al verla y pensó que Afrodita, surgiendo de entre las olas, no tendría un aspecto tan radiante, una belleza tan perfecta para asombrar al mundo. No había recordado por entero la maravilla de su cabello, la blancura de su carne, la moldeada nieve de sus brazos, la iridiscencia de su carne. Pero no era sólo su belleza lo que le producía asombro; ella emanaba algo, para él, algo divino envuelto en luz, incontaminado de infección humana. Mostraba su maravillosa belleza tan simple e inocentemente como un lirio y poseía la misma pureza.

Él se mantuvo de pie frente a la mesa, vestido con su corta túnica militar y armadura; su espada, corta y ancha, ceñida al cinto. El casco reposaba junto a él sobre la mesa y era evidente que estaba a punto de partir para Antioquía. Le rodeaba un aire de prisa y rudeza, de frío militarismo, de lejanía. Y fue este aire lo que detuvo a Iris repentinamente en el pórtico y la contuvo de caer sobre sus rodillas ante él y besar su mano. Un agudo sentimiento de calamidad se apoderó de ella y la luz desapareció de su rostro. Aquel hombre gastado y más delgado, aquel hombre formidable y amenazador, no era el Diodoro que ella conocía, era un extraño.

—Saludos, noble señor —murmuró y el sentimiento de calamidad se profundizó en ella—. Espero que hayas tenido un viaje agradable hasta aquí.

—Entra, Iris —respondió él, y volvió su rostro dejando su perfil claramente destacado ante ella e Iris pudo ver la férrea voluntad de contenerse que le dominaba—. No te detendré por mucho tiempo. He sido informado del tierno y maternal cuidado que has dado a mi hijo, por lo cual ningún oro bastaría. Pero esto es todo cuanto tengo para ofrecerte.

Iris le miró con una sonrisa que experimentaba su desilusión.

—No me debes nada, señor —dijo desmayadamente—. Ha sido un gozo hacer de madre de tu hijo, que es como un joven Marte, lleno de alegría.

Se detuvo. Sintió que un dolor agudo se apoderaba de su pecho y garganta.

Mirando el rostro desesperanzado de él sintió una profunda opresión y ansiedad, olvidándose de sí misma. ¿Estaría enfermo? ¿Por qué aquella expresión de profunda angustia, aquella pálida dureza en sus labios, aquella amarga arruga en su frente? Exclamó con temor:

—Señor, no te encuentras bien… ¿Contrajiste las fiebres en Roma?

Se acercó a él, con su corazón temblando de amor y temor, y sus ojos azules se fijaron intensamente en él, recorriendo los detalles de su perfil. Él no la miraba. Tenía la mano apoyada sobre el casco y los tendones se contraían sobre él. «¡Pobre Diodoro!, —exclamó ella para sí—. ¡Alma de mi alma! ¿No sabes que daría mi vida gozosamente por ti? Dime, ¿qué es lo que te atormenta?».

Diodoro aún no se atrevía a mirarla. Percibió la fragancia de su carne, cálida y juvenil, dulce como una flor. Su mano se contrajo en un espasmo de aguda angustia. Habló como si ella no hubiese hablado.

—En mi última carta a ti, Iris, te preguntaba si volverías a Roma conmigo cuando me vaya para siempre de este maligno lugar a fin de que cuidases a mi hijo —se detuvo. La carne grisácea que rodeaba sus ojos se distendió— pero ahora no puedo pedirte eso. Tu hijo parte dentro de tres semanas para Alejandría. Desearás permanecer junto a él. Como un don, y como una señal de estima hacia ti, te doy a Cusa, que ayudará en la educación de Lucano en Alejandría, y Callíope, que es ahora su esposa, para que te ayude. Más aún; depositaré cinco mil sestercios de oro para ti a fin de que puedas vivir confortablemente en alguna casa cerca de la universidad y todos los meses de diciembre la misma cantidad te será entregada. Comprendo, desde luego, que todo esto es un pago pobre por lo que tú y tu hijo habéis hecho por mí, pero es todo cuanto tengo.

El terror, el abandono y desmayo se apoderaron de Iris, Miró a Diodoro incrédulamente.

—¿Me envías lejos de ti, señor?…, ¿para siempre? —exclamó, y presionó sus manos contra el pecho de él—, ¿para siempre, Diodoro? ¿Soy tan odiosa a tus ojos?

Las lágrimas empezaron a descender por sus blancas mejillas.

—Estoy intentando ser justo —dijo Diodoro con voz ronca—. Pensé que preferirías estar cerca de tu hijo. Comprendo que será duro separarte de Prisco, para quien has sido como una madre, como mi propia madre fue para ti. Pero la vida es una continua partida —había percibido en su voz la tortura y su incredulidad—. No debes creerme ingrato. —Después volvió su rostro rápidamente hacia ella y éste cambió—. ¿Crees que esto es fácil para mí? —preguntó rudamente—. Sin embargo ésta es mi voluntad porque no hay otra forma.

—Entonces, de alguna forma imperdonable, yo he debido disgustarte terriblemente —exclamó Iris.

«Él ya no me ama, —pensó con profunda y abrumadora desesperación y desmayo—. Ha encontrado alguna dama en Roma con quien casarse. Soy un inconveniente y un entorpecimiento para él. Olvidará incluso que he existido».

Se sintió débil; deseó echarse sobre el suelo y quedar inerte o morir. Una aridez, como el polvo en la boca de un hombre moribundo, secó sus labios y su lengua, y su corazón palpitó con un aplastante dolor.

«Déjame ir como la más humilde esclava en tu casa, —imploró silenciosamente—. No me dejes ni siquiera aparecer ante tu vista. Pero no me alejes de ti, por el nombre de todos los dioses. Será bastante bueno vivir bajo el mismo techo que tú, contemplarte de lejos, oír el eco de tu voz, ¿cómo puedo vivir de otra manera?».

—Iris —dijo y de pronto se detuvo.

No podía cambiar de opinión. No se atrevía a volver a ver nunca más a aquella mujer. Pensó en Aurelia y le pareció que ella le miraba con severidad pidiendo este tremendo sacrificio para limpiar su culpabilidad.

Colocó el casco sobre su cabeza. No podía volver a mirar a Iris porque sus brazos se sentían débiles y vacíos y sabía que debía huir de aquella habitación si deseaba salvarse.

—Desearás preparar tu viaje y el de tu hijo —dijo, mirando ciegamente al suelo—. Iris, no nos veremos nunca más. He ordenado que mi hijo vuelva a esta casa mañana por la mañana con su aya. —Hizo una pausa—. Iris, te deseo todas las bendiciones de los dioses y toda felicidad.

Ella cogió una silla y se sentó, su cabeza caída sobre el pecho, sus brazos flácidos, luego empezó a hablar en voz baja pero muy clara.

—Señor, no puedo aceptar nada de ti. Lo que he hecho, si es de alguna importancia, fue hecho por amor…, por amor a Aurelia y al niño… tomar el más pequeño de los dones sería insultarles a ellos y a mí.

Diodoro empezó a caminar hacia la puerta. Luego, abrumado por una terrible desolación, pena y deseo, se detuvo de espaldas a ella.

—Sin embargo —dijo suavemente—, soy romano y debo expresar mi gratitud de algún modo.

Iris alzó su cabeza y le miró como a un igual que le había ofendido imperdonablemente. Él notó su fuerza e involuntariamente se volvió y la miró frente a frente. Parecía una noble estatura allí sentada, cubierta con la blanca estola caída sobre su pecho y su perfecta cintura, reposando sobre los elevados arcos de sus pies. Estaba tan privada del color como el mismo mármol. Estaba envuelta en dignidad y orgullo y sus pálidos labios se curvaron con desprecio.

—Diodoro —dijo con voz firme y enojada—. Hay algo que debo decirte. Yo no soy una mera criada que pueda ser despedida o arrinconada. He guardado un secreto durante mucho tiempo por el deseo de tu madre, el ama Antonia, porque pensó que te ofendería profundamente…, ¡como romano que eres! Sin embargo me dio permiso para contarte este secreto cuando yo lo creyese necesario y ahora encuentro que es necesario. Después que tu padre murió ella me adoptó legalmente, pero en secreto, como hija suya. El pretor así lo escribió en Roma, antes de que tú volvieses de Jerusalén y en Roma hay mucho dinero depositado para mí, que no he usado hasta ahora. Mi esposo nunca supo nada de esto. Me miras como si estuviese mintiendo… Sólo tienes que hacer una visita al pretor en Roma.

Se levantó lenta y graciosamente como la estatua de una diosa esculpida por Escopas. Llenó la biblioteca de luz y quieto poder.

—No creas —dijo amargamente— que yo voy a decir esto a nadie nunca para humillarte. Nunca me cruzaré contigo en Roma o en cualquier otro sitio pidiendo que me reconozcas como tu hermana. Nunca diré: «El noble tribuno Diodoro es mi hermano adoptivo», porque conozco cuán terriblemente orgulloso eres. Tu madre me amaba con tanto cariño como a una hija. Aunque tú no lo sabes, ella no deseó que me casase con el pobre Eneas. Pero yo te conocía, Diodoro. Sabía que entonces me amabas y que siempre me habías amado y que como romano nunca considerarías en casarte conmigo, una anterior esclava. Para terminar para siempre con tus deseos y luchas internas me casé con Eneas. Antes de la adopción, hubiese consentido en ser tu amante, ser la mujer más baja, llevar la leña para tu baño, pero después ya era la hija de tu madre y no podía ofender su memoria.

Diodoro retrocedió hasta la mesa, quitó su casco y se mantuvo mirándola. Se sentía enfermo de vergüenza. Abrió los labios trató de hablar pero no pudo. Tosió secamente y se pasó la mano por la frente.

—Déjame hablar —dijo casi inaudiblemente— y después separémonos —continuó mirando a su yelmo—. ¿Sabes lo que sufro? ¿Sabes cuánto te amo y siempre te he amado? ¿Sabes que la única cosa que me sostuvo cuando llevé las cenizas de mi esposa y de mi hija a Roma eras tú? ¿Sabes que mis noches más oscuras fueron iluminadas por la visión de tu rostro? —Se detuvo y tosió de nuevo—. Pero he sabido que Aurelia conocía mi pasión por ti. Recuerdo lo que ella debió haber sufrido a causa de esto. Soy culpable ante ella. Debo hacer penitencia.

—¡Oh! —exclamó Iris, y de nuevo se echó a llorar, pero su rostro era como el sol tras la lluvia—. ¡Oh, tú, tonto romano, tú querido, amado tonto! Claro que Aurelia lo sabía. Lo supo en el mismo momento en que entró en tu casa. Te amábamos las dos, y ella era feliz porque era una dama sensata no un hombre de dura cabeza. ¡Ni una sola vez se sintió turbada! Tú eras su esposo y eras un hombre honorable. ¿Es tu alma tan pequeña que se atreva a insultar a la gran y gentil alma de Aurelia, mi amiga? Mientras esperaba a tu hijo tuvo presentimientos de muerte y se confió a mí. Y antes de morir me pidió que permaneciese contigo para siempre, te consolase y te hiciese feliz; sin embargo tú la insultas.

De nuevo se sintió enfadada. Dio un paso o dos hacia la puerta. Diodoro dijo:

—Espera…, amor mío… Tengo algo peor que decirte. Mientras estuve en Roma inventé un árbol genealógico para ti a fin de que pudiese casarme contigo con honor.

Ella se detuvo y le miró con los ojos muy abiertos y luego con ternura; después con una sonrisa y por fin con un repentino y dulce gesto. Corrió hacia la puerta y llamó al ama de cría que esperaba afuera.

—¡Trae al niño! —exclamó.

Y cuando el niño le fue entregado lo sostuvo en sus brazos y lo acarició, mientras el niño jugueteaba con Iris.

—¡Tu hijo! —dijo a Diodoro—. El hijo que has descuidado y apenas visto porque creías que había causado la muerte de su madre. El querido niño que es como tú y Aurelia. ¡Mírale! No te conoce, fiero romano.

Luego colocó al niño en los brazos de su padre y echando su cabeza hacia atrás rio como una niña. Prisco gruñó felizmente y tiró del pelo de Diodoro. El tribuno miró a Iris y toda el alma liberada y su amor brillaron en sus ojos.

—No —dijo Iris y su sonrosada cara se ruborizó—. Primero debes besarle a él…