13

«Arquímedes —pensaba Cusa—, afirmó que con una palanca apropiada podría moverse el mundo. Pero ¡oh, diosa de Cipro, la más poderosa de todos los inmortales, tú puedes no sólo mover el mundo, sino los mundos y a los dioses mismos; puedes alzar la vida de los mismos brazos de Plutón, dar a los hombres una estatura que pueda desafiar al Olimpo con un solo juramento que será oído por la más lejana estrella!».

Miró con oculta conmiseración a Lucano, el cual ya no parecía dormir, sino que devoraba las lecciones como si tuviese todos los ojos de la Hidra. En cierta ocasión había dicho a Lucano con una sonrisa, pero también con alarma:

—Virgilio ha dicho que la prerrogativa de dioses y hombres es la risa. Tú nunca ríes ahora. ¿Es que odias? Recuerda que el odio consigue victorias pírricas.

Pero Lucano respondió con una breve mirada y desenrolló otro libro e inclinó su dorada cabeza sobre él, como si Cusa hubiese hecho el más asnal de los comentarios.

Cusa dijo con alguna irritación:

—Virgilio también afirmó que la humanidad hacía reír a los dioses. ¿Sería porque los hombres son demasiado serios, especialmente cuando son jóvenes? ¡Por Atenea, pronto me dejarás sin material que enseñarte!

En otra ocasión dijo:

—Hay otras muchas cosas en el mundo aparte de la medicina. Espera que llegues a Alejandría. —Movió su cabeza con gesto de lástima—. Claudio Vesalio está allí, una persona baja y cortante, te meterá en razón con las matemáticas, acerca de las cuales sabes tanto como un mono.

Caminando solitario a través de los bosques, o a lo largo del río, o en los jardines, o tendido en su lecho, bebiendo o comiendo austeramente, trabajando en sus lecciones, o ayudando a Keptah, Lucano sólo tenía una enorme pregunta: «¿Dónde está Rubria?». Toda la luz, color y maravillosas formas de flores, árboles y hierbas; de pájaros, animales, insectos, mariposas, abejas y estrellas, habían desaparecido de la vista de Lucano. Todo su trabajo era un medio para alcanzar un fin vengativo, y la belleza había desaparecido para sus observadores e inteligentes ojos. No respondía a nada sino a los gritos de dolor. Cuando un esclavo moría se sentía inconsolable durante días. Ninguna mano era más amable o compasiva que la suya y ninguna mirada más amarga cuando Keptah era incapaz de ayudar a un sufriente.

—Si esto es todo cuanto puedes hacer, entonces no puedes hacer nada —decía.

Keptah respondía suavemente, pero con cierta severidad:

—¿Son los hombres inmortales?

Desconsolado, Lucano se preguntaba a sí mismo: «¿Si nosotros no somos inmortales entonces por qué hemos nacido? Si al menos pudiese creer que no hay Dios. ¡Pero creo en Él y de Él he de arrancar sus víctimas o su respuesta! Él me persigue. Persigue a todos los hombres para satisfacer su odio».

Antaño el mundo le había parecido iluminado por alguna luz profunda que no procedía del sol, luna o estrellas, sino de una emanación que yacía debajo y, sin embargo, rodeando su apariencia física y dentro de ella. Ahora el mundo, para él, estaba iluminado por un fiero brillo que hería sus ojos, llevando con él una incandescencia infernal. A medida que los días pasaban, su ira y angustia no decrecían. Era como un fuego alimentado continuamente; cada noche, cuando dormía, se sentía abrasado hasta las cenizas; por la mañana se alzaba en aquellas cenizas como un fénix, herido de agonía. Keptah, al contemplarle con disimulo, pensaba: «Es como Jacob, inquieto, luchando con el ángel, pero mi pobre discípulo lucha sumido en odio y tormento. No tiene la visión de la escalera por la que los ángeles se elevaban hacia Dios. Su escalera tiene eslabones de fuego que conducen a regiones infernales. Como el rey de Nemi, camina entre las tumbas de ira con una espada desenvainada, esperando al destructor». Y Keptah rogaba: «¡Oh!, Tú el más santo, el más misericordioso, divino, compasivo, que caminas por esta tierra hoy, en un lugar desconocido y en la forma de un niño. ¡Mira con compasión sobre uno que es un poco mayor en la carne que Tú…! Como Jacob gritó por ti, así grita en su corazón, y aún no ha oído Tu voz. ¡Sé misericordioso, Señor, sé misericordioso…!».

Cuando Lucano era un niño había preguntado las cosas más sencillas e inocentes: «¿Estás ahí, o allí?». Pero ahora que se daba cuenta de las cosas, todo lo que preguntaba era: «¿Dónde está Rubria?». El único alivio de su dolor era cuando atendía a algún sufriente. Los esclavos le veían acercarse y Keptah se maravillaba del repentino brillo y esperanza reflejado en sus rostros, de cómo sus quejidos cesaban cuando Lucano les preguntaba amablemente y de cómo contestaban humildemente y con esperanza. Tan sólo tenía que poner su mano sobre una frente enfebrecida para que la fiebre desapareciese y diese lugar a que el pobre esclavo se durmiese. Sus ojos azules habían adquirido una profunda y penetrante suavidad y una apasionada ternura. Ayudaba a Keptah en los partos y sostenía a los pequeños en sus brazos como un padre, cerca de su pecho, como protegiéndoles. Los esclavos olvidaron que era el hijo de un anterior esclavo. Los mayores olvidaron que en un tiempo le habían ridiculizado por sus pretensiones y habían corrido tras él cuando era un niño y le habían azotado y envidiado, e incluso abofeteado. En pocas semanas se había transformado en un libertador, alguien santo que podía aliviarles, cuyos ojos podían hacer que los suyos se cerrasen con descanso, cuyas manos tenían una extraña cualidad de consuelo, cuya voz alejaba el terror o la conciencia de la culpa. «Apolo le ha tocado», murmuraban entre ellos. Le consideraban con una expectación supersticiosa, con miedo y reverencia. Cuando un esposo, una esposa o un niño moría, los parientes cogían la mano de Lucano y le rogaban, desconsolados, que les consolase. Tan sólo tenía lágrimas que darles, pero veían aquellas lágrimas y pensaban de ellas lo que se piensa de las lágrimas misericordiosas de los dioses, y se sentían consolados. Keptah no se sentía sorprendido ante estas manifestaciones y el mágico poder de curación que Lucano poseía. Su única preocupación era el propio Lucano. Cuando estaba alejado del pequeño hospital, la suave luz de su rostro juvenil desaparecía; adquiría un tono de dureza, austeridad y lejanía.

Un día Keptah llamó a Lucano a sus habitaciones. El médico estaba sentado ante su mesa, con muchos libros desordenados a su alrededor y un rostro grave y sombrío.

—¿Te das cuenta, por supuesto, Lucano, de que tienes un don de curación? ¿Te sientes sorprendido? No lo estés. Basta, no puedo discutir esto ahora. Estamos ante una grave dificultad. —Alzó un frasco que contenía unos turbios orines—. Dime, ¿qué es lo que ves aquí?

Lucano tumbó el frasco, olió su contenido, dejó que éste resbalase sobre el interior del claro cristal. Luego dijo:

—Este hombre está muy enfermo; su orina está llena de veneno, condensado, malo y de color oscuro. Creo que veo la presencia de sangre. Sus riñones están peligrosamente comprometidos. —El rostro juvenil se animó—. Tenemos que ordenarle grandes cantidades de agua y prohibirle la sal y prescribir baños de vapor en seguida para que sude profundamente.

Keptah dijo:

—No es un hombre. Esta orina procede de una mujer que pronto dará a luz. Tiene una edematosis alrededor del vientre, el rostro y las ingles.

—Entonces debemos retirar el fluido —dijo Lucano en tono de pregunta. Examinó de nuevo el frasco y añadió—: Puede morir.

—Sí —dijo Keptah, y suspiró profundamente—. Faltan por lo menos seis semanas para que el niño esté a punto para nacer. Sin embargo, debo precipitar el nacimiento inmediatamente. El niño seguramente morirá por prematuro. Es una elección terrible la que debo hacer. La única oportunidad para salvar a la madre ahora, que está siendo envenenada por su propio feto, es un rápido nacimiento. En verdad, no hay elección posible. La situación es desesperada.

—¿Y el niño no puede vivir?

—Hay muy pocas posibilidades.

Keptah se cogió la cabeza entre las manos y suspiró casi con un quejido.

Lucano se sintió preocupado por él y por la pobre mujer y más aún por el niño inevitablemente condenado a morir tanto si nacía como si no. Luego se dijo a sí mismo: «Y, sin embargo, ¿es bueno vivir?». Dijo a Keptah:

—La mujer podrá tener otros hijos y puede perder éste. ¿Ha tenido hijos previamente?

Keptah le miró con una mirada extrañada:

—Sí, uno. Y aquel niño murió. La mujer no es joven; ha esperado a este niño durante muchos años y ahora se sentirá inconsolable cuando éste muera también. Y el esposo se sentirá mucho más apenado, mucho más, porque ha deseado durante largo tiempo un heredero.

Lucano se sentó repentinamente y su rostro empalideció. Después sus manos cogieron con fuerza la mesa.

—Aurelia —murmuró.

Keptah respondió:

—Todo ha ido muy bien hasta hace cinco días. Es una toxemia de embarazo, una cosa mortal. Lo temía cuando el ama Aurelia empezó últimamente a tener dolores de cabeza y algo de fiebre. Has observado su orina. Sabes lo que todo esto significa. Necesito tu ayuda. He enviado un esclavo a buscar a tu madre. Es una suerte que el noble tribuno no haya ido a Antioquía hoy. —Se levantó y miró a Lucano con severidad—. Aurelia ha tenido dos convulsiones esta mañana. Le he dado un sedante, y sus enfermeras están con ella, sin dejarla ni un momento. Pronto le haré una sangría, y necesitaré tu ayuda. —Se detuvo y la mirada hacia el joven adquirió mayor firmeza—. ¿Cómo es esto? ¿Te sientes como si la muerte se hubiese apoderado de ti? —Alzó la mano con un gesto de prohibición—. Hay un serio trabajo a realizar y si tú me fallas aconsejaré a Diodoro que está malgastando su tiempo y malgastará su dinero en tu educación. ¡Vamos!

Keptah precedió en el camino desde sus habitaciones a través de la casa, hacia la biblioteca donde Diodoro le estaba esperando con impaciencia. Sus fieros ojos estaban iluminados por el miedo.

—Bien —exclamó—. ¡Ya era hora, por todos los dioses! Me enviaste un mensaje para que permaneciese en casa esta mañana en relación con Aurelia. ¿Qué es lo que ocurre?

Lucano le miró con piedad y temor. No amaba exactamente a Diodoro, porque su natural temperamento austero y reservado rechazaba la fuerte violencia y las emociones expresadas con vehemencia, y era muy raro que él se manifestase airado o furioso. Para él, Diodoro era demasiado impulsivo en sus reacciones, demasiado feroz, amenazador, y con frecuencia alarmante, en sus tumultuosos cambios de humor. Sospechaba que Diodoro era un ser inestable, aunque le honraba por su sabiduría y por el amor que sentía por la belleza de un poema escrito o prosa de alta calidad y por su vasta, y algunas veces para Lucano increíble, sabiduría. Lucano sabía que el procónsul le amaba, no como a un hijo, pero quizá como a un sobrino favorito y se sentía agradecido de modo tranquilo e intentaba siempre devolver aquel afecto hacia él con respeto y simpatía. Sin embargo, para tristeza suya, no podía devolver una medida correspondiente al afecto que Diodoro mostraba por él.

Se había sentido menos impresionado ante el pensamiento del trabajoso laborar o posible muerte de Aurelia que a la repentina reaparición de su dolor por Rubria en una casa que había conocido la muerte hacía poco tiempo. Para Lucano no era Aurelia en sí la que estaba en peligro, sino la madre de Rubria.

Pero al mirar en silencio a Diodoro su corazón se estremeció y sintió el amor de un hijo por un padre y deseó caer de rodillas, como si fuese su hijo, ante el procónsul y reclinar la cabeza contra su mano y cubrirla con sus lágrimas. Instantáneamente supo que el romano de nariz aguileña y ojos fieros estaba otra vez a punto de sufrir la agonía del dolor, sino por su esposa, de nuevo por un hijo; y hubiese dado su propia vida en aquel instante por evitar a Diodoro aquella inexpresable tortura.

Keptah dijo:

—Señor, tengo malas noticias para ti. Debo acudir inmediatamente junto al ama Aurelia, pero, sin embargo, debo prepararte. He de precipitar el nacimiento del niño al instante, o tu esposa no vivirá.

Se detuvo, y su oscuro rostro se puso lívido a causa de la emoción.

Diodoro cayó pesadamente sobre una silla. Trató de mojar sus gruesos labios. Después se hundió en un paroxismo de seca tos, como si se ahogase. No podía ni mirar al médico, que permanecía junto a él como una descarnada estatua de dolor vestido con una túnica de lienzo gris.

Keptah continuó con rapidez:

—No tengo elección posible, señor. No puedo decirte: Salvaré a la señora, o salvaré al niño. A menos que nazca, ella morirá y no podrá llegar el niño a buen término porque morirá en su cuerpo. Deseaba prepararte para el hecho de que el bebé será prematuro cuando nazca, y probablemente morirá al instante. Y ahora debo partir.

Diodoro cogió un pliegue de la túnica de Keptah y la apretó con mano trémula; en su rostro se reflejaba la más profunda desesperación.

—¡Salva a Aurelia! —rogó con una voz ahogada. Miró salvajemente, casi cegado, al médico y se colocó sobre el borde de la silla mientras su poderoso cuerpo temblaba violentamente—. ¿Para qué quiero un hijo si mi esposa muere? ¿Qué me son una docena de hijos? —Las venas de sus sienes adquirieron un tono púrpura y se congestionaron, y sus poderosos latidos hincharon su morena garganta—. ¿La salvarás? ¡Debes salvarla!

Su voz quebrada dejaba traslucir un ruego y una creciente angustia.

Lucano se acercó a él rápidamente y puso su mano sobre el ancho, hombro. Luego dijo en una voz clara y firme:

—Has sido un padre para mí, señor, y como un hijo déjame que te consuele. Te doy mi fuerza. ¡Daría mi vida por ti!

Keptah, mientras se alejaba, miró por encima del hombro a Lucano y sonrió débil y extrañamente. Pero Diodoro, que acababa de soltar la única, volvió la acongojada faz hacia Lucano aunque era muy evidente que no le veía ni le comprendía.

—Vamos —dijo Keptah—. Necesitaré tu ayuda y no podemos detenernos ni un solo instante.

—¿No puedo permanecer con él?

—No. ¿Crees que es una mujer? Es un hombre.

Keptah salió rápidamente de la habitación envuelto en su flotante túnica, sus pies calzados con sandalias deslizándose rápidamente sobre el suelo de mármol. Lucano vaciló. Gotas de sudor, como grandes y húmedas piedras, descendían pesadamente de la frente de Diodoro y quedaban intactas sobre el pecho de su túnica o rodaban hacia abajo. Lucano corrió hacia la mesa, llenó una copa de vino y la acercó a los resecos labios de Diodoro. Como si estuviese estupefacto, e incapaz de ofrecer resistencia, el tribuno bebió obedientemente, a tragos cortos y seguidos.

«¡Si al menos pudiese orar!», pensó Lucano, y un helado terror se apoderó de él, y se dio cuenta completa, por primera vez, de lo que la ayuda de Dios significaba para un hombre en sus horas supremas, y percibió su horrible soledad. Pero no se ruega en la aflicción a un dios que no se preocupa de trabajo humano sino que más bien lo ha ordenado.

Diodoro murmuraba sordamente:

—Si ella muere, yo no podré vivir, porque la he sido infiel en mi corazón, y ella es la más amable y tierna de las esposas, la más sacrificada, la más querida.

Lucano se dio cuenta de que el abatido tribuno apenas si percibía su presencia más que la que hubiese percibido de una sombra. No podía soportar aquel seco murmullo de un gemido, y dijo:

—Señor, permíteme: has sido el mejor de los esposos y los… dioses… no te abandonarán. Sin duda vivirá.

Los ojos de Diodoro carecían de lágrimas; todo lo que podía dar procedía de su sudorosa frente. Pero Lucano lloró, inclinando su cabeza sobre el tribuno en tal forma que su mejilla yacía sobre su rudo y erizado cabello. Diodoro oyó aquel sonido de lamento y se movió vaga e inquietamente y vio a Lucano por primera vez.

—¡Ah!, eres tú —murmuró—. Me consolaste antes; me consuelas ahora, Lucano.

Lucano dejó la copa vacía, arrimó el brasero de ardientes brasas más cerca del tembloroso tribuno, tomó una túnica de lana de una silla y la colocó sobre aquellos arqueados hombros, porque era un día helado, de sol pálido y sin color. Diodoro permitió aquellos pequeños servicios de amor, y un débil asombro se filtró a través de su rostro para quedar reemplazado por una mirada vacía.

—He de ir a ayudar a Keptah —dijo Lucano, y sintió de nuevo su terrible soledad.

Sin mirar hacia atrás corrió fuera de la habitación, con lágrimas aún en las mejillas.

Keptah había encontrado a Aurelia un poco adormecida a causa de la droga que le había administrado. Pero gemía en su cama, un terrible color azul cubría su rostro. Había alzado las piernas bajo las mantas, y tenía colocada una mano con fuerza contra su vientre dolorido. Sus músculos se retorcían por todo el cuerpo como si estuviesen poseídos de una vida independiente. Su hinchada lengua medio salía de entre sus labios congestionados y en los bordes tenía una espuma sanguinolenta. Su respirar estentóreo llenaba la habitación. Fijó sus ojos en Keptah con brillo vidrioso y fijo. Las enfermeras informaron al médico que hasta hacía unos pocos momentos la pobre señora había permanecido tranquila y aparentemente dormida.

Keptah tomó su pulso; inclinó su oído contra el pecho y escuchó su corazón. Se movía con rapidez y palpitaciones. Alzó la cabeza y Aurelia empezó a estremecerse contra los mullidos cojines que la rodeaban, que habían sido colocados allí para evitar que se arrojase de la cama durante una convulsión. Sin embargo, fue adquiriendo mayor conciencia a medida que su cuerpo se retorcía. Dijo a Keptah:

—Debes salvar al niño. Estoy muy enferma. Posiblemente moriré. Esto no importa. Salva al niño para mi querido esposo.

Medio se alzó en la cama, tomó su enjuto brazo y sus oscuras y húmedas trenzas cayeron retorcidas sobre sus hombros y pecho.

Keptah cogió una bandeja que una enfermera le alargaba y vertió un dorado líquido, viscoso y brillante, en una pequeña copa. Con respiración entrecortada Aurelia le miraba ausente, con la cada vez mayor aprehensión de los que están casi moribundos.

—¿Salvarás al niño? —rogó con tono lastimero.

El médico la honraba demasiado para mentirle. Por lo tanto, dijo:

—Señora, ¿supón que es el deseo de Diodoro que tú vivas, y el niño muera?

Ella entreabrió sus congestionados labios y sonrió tristemente:

—El niño le consolará. Además, tendrá otro consuelo y yo bendigo ese consuelo; y, si me es permitido, cuando cruce la Stigia rogaré por su felicidad. Porque él ha sido para mí más que padre y madre, que hermano y hermana y que un hijo.

Keptah hizo una inclinación hacia ella, con la reverencia que se tiene a una diosa, sostuvo la copa en sus manos, y ella bebió su contenido de un trago doloroso, porque su garganta estaba inflamada. Entonces, por encima del hombro de Keptah vio a alguien y sus vidriosos ojos se llenaron de atención, con un profundo sentimiento de amor y ruego. Keptah siguió su larga mirada y vio que Iris había entrado en la habitación, envuelta en un blanco lienzo contra el frío, sus doradas trenzas caídas casi hasta sus rodillas.

La mujer griega acudió al instante junto a Aurelia y acarició el oscuro y húmedo cabello con una solicitud amorosa, mientras sus ojos azules estudiaban la azulada y congestionada cara de la enferma. Aurelia olvidó a todos los demás en la habitación excepto a su amiga. Alzó su temblorosa mano y tomó la de Iris, y las manos de las dos mujeres parecieron intercambiar un elocuente e inaudible mensaje.

Entonces Aurelia volvió a caer sobre sus almohadas y miró a Keptah:

—Se dice que Julio César fue extraído del vientre de su madre moribunda a fin de salvar su vida. ¿No puedes hacerme caso? ¿Qué es mi vida comparada con la felicidad de mi esposo?

—Lo que te he dado producirá un efecto casi inmediato, señora —dijo el médico—. He visto sobrevivir a niños más prematuros.

Lucano entró en la habitación y permaneció junto al médico. Su rostro conservaba aún la evidencia de sus lágrimas.

Él y su madre llenaron la habitación con la belleza y serenidad de estatuas. Incluso el alto y patricio Keptah quedó disminuido. El helado y último viento invernal alzó la cortina de la ventana. Recipientes de bronce, cerrados y llenos de calientes brasas envueltos en lana habían sido colocados alrededor del convulso cuerpo de Aurelia. Su mente se aclaraba a medida que la muerte se acercaba. Iris se arrodilló junto a ella, porque Aurelia no soltaba su mano. Dijo a la liberta con voz débil:

—Todo lo que tengo te lo dejo a ti. No llores. Has sido mi amiga, y las amigas son más que la sangre, son más que el nacimiento, más que el dinero, más que la posición social, incluso más que la propia Roma. Ruego de ti lo que en cualquier situación darás: devoción, amor y todo tu corazón.

Lucano, de pie, mirando a Keptah que esperaba, se sintió confusamente sorprendido. ¿Qué es lo que Aurelia decía a su madre? ¿Qué significaba aquella extraña y críptica conversación y por qué su madre tan sólo lloraba y no hacía preguntas? Después olvidó toda su apasionada preocupación por Aurelia porque un cambio se había apoderado en su rostro, una rigidez como si estuviese escuchando algo que sólo ella podía oír en su alma. El hinchado cuerpo quedó instantáneamente rígido, y ella alzó sus brazos y arqueó la espalda en una repentina convulsión. Su cuello se tensó, sus hombros se alzaron, y sonó en la habitación un vasto y subterráneo gemido que más bien parecía surgir de un lugar profundo de su carne, que proceder de su garganta. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, su lengua mojaba continuamente sus enrojecidos labios.

—Atención —dijo Keptah en voz baja a Lucano.

Separó las mantas de la cama y levantó el atuendo nocturno de Aurelia. El inflamado y azulado vientre, recorrido de venas como mármol, palpitaba con fuerza. Olas musculares le recorrían. Después, del canal de nacimiento, surgió un continuo chorro de agua mezclado con sangre, y la habitación se llenó de su olor. Keptah introdujo sus largos y delgados dedos en el cuerpo de la pobre señora y ésta gimió de nuevo, e Iris tomó ambas manos estremecidas y las sostuvo con firmeza. Una de las enfermeras empezó a gemir y las otras dos cayeron sobre sus rodillas en una oración desesperanzada. Aurelia se abandonó a un continuo gemido hasta que éste pareció formar parte de la misma habitación y del aire invernal.

Lucano sabía lo que debía hacer. Presionó con ambas manos la parte alta del vientre y rítmicamente ayudó a los músculos en sus intentos de separar el niño de la carne de su madre. Pero los músculos estaban contraídos a causa de las convulsiones de Aurelia y se resistían como acero en las manos de Lucano. Cerró sus ojos y dejó que sus sensitivos dedos y manos hiciesen su oficio; cuando una ola muscular se debilitaba, él le prestaba su fuerza.

Las convulsiones causadas por la enfermedad de Aurelia impedían que el niño surgiese, pero Keptah vacilaba antes de la terrible cosa que él sabía ya que tenía que hacer. Tenía que tomar una terrible decisión. El niño posiblemente moriría al nacer o nacería muerto; sin embargo, existía forma viable para que naciese y una insignificante posibilidad de que el niño sobreviviera. A fin de que esto pudiese ocurrir, sin embargo, el convulso canal debía ser agrandado por el cuchillo y el niño ser extraído por fuerza. Aurelia entonces moriría de hemorragia, con sus partes dañadas. La cabeza del niño no podía ser alcanzada por fórceps en la presente condición, porque aún no había descendido a la boca del vientre por ser prematuro y también debido a las convulsiones del cuerpo de Aurelia. Para mayor desgracia Keptah vio, después de un nuevo examen, que el niño se presentaba, además, de culo.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró en voz alta.

A una señal de Keptah, Lucano colocó su oído junto al agitado pecho de Aurelia. Miró con alarma al médico porque el corazón de la señora se percibía muy débil, aunque palpitaba como si estuviese aterrorizado. Más aún, la agonía de Aurelia estaba transformándose en algo más de lo que podía soportar. Cuando Lucano vio la oscura y temblorosa mano de Keptah alargarse para tomar un corto y agudo cuchillo, movió sus labios con fuerza y se sintió lleno de una furiosa e impotente ira.

Entonces se inclinó sobre Aurelia y tomó su helado rostro entre las manos. Por la fuerza de su voluntad hizo que los ojos de ella se volviesen hacia los suyos y empezó a murmurar hipnóticamente:

—Tú no sufres dolor, el dolor se ha ido. Estás somnolienta y cansada. El dolor se ha ido, estás somnolienta…, estás relajada…, el dolor se ha ido…, duermes ahora…

Aurelia vio sus ojos y oyó su voz. Sus ojos eran como brillantes lunas para ella, sumergidos en oscuridad. Llenaban todo el universo, iluminándolo instante por instante. Y todo giró alrededor de su voz; ella sentía que flotaba en un mar ligero pero infinitamente consolador y sin dolor. Una tranquila sensación se apoderó de ella. Una ligereza y libertad de la angustia. Todo estaba explicado, todo comprendido, todo era gozo y paz. No sintió el cortar del cuchillo en sus partes vitales, ni la catarata de su sangre. Estaba sin cuerpo. Sonrió y su sonrisa parecía venir de algún lugar profundo que salía a su encuentro, una profundidad llena de amor, ternura y compasión.

—Mamá —dijo débilmente y con cariño; luego se quedó quieta.

Lucano alzó su cabeza y miró a Keptah, y se sintió invadido por una corrosiva ola de amargura.

—Se ha ido —dijo.

Pero Keptah estaba sacando las delgadas piernas del niño del cuerpo de su madre, piernas dobladas grotescamente, pequeñas como las de un muñeco y azuladas. Después apareció un diminuto vientre con mayor rapidez, luego su pequeño pecho y por fin la cabeza empapada de sangre, no mucho mayor que una manzana. Su rostro parecía de cera, salpicado de sangre, igual que todo su cuerpo; los ojos de muñeco estaban cerrados y no parecía respirar.

Cuando el niño quedó echado entre las piernas muertas de su madre, tan inmóvil como ella, en medio de un charco de su sangre, Iris puso su cabeza junto al inmóvil pecho de Aurelia y sus sollozos llenaron la habitación, donde el gemido había cesado, como la continuación de su lamentable sonido.

Todo había acabado. No se había salvado ninguna vida. Keptah se cubrió el rostro con las manos y se arrodilló al pie de la cama. Lucano se irguió rígido. Su mismo cuerpo parecía estallar con helada furia, despecho y coraje. Dos habían muerto sin ningún significado y por ningún propósito; dos, de nuevo, habían sido llevados salvajemente a la muerte por la mano de Dios.

—¡No! —gritó Lucano vehementemente—. ¡No!

Corrió al pie de la cama y tomó al niño que no respiraba en sus brazos. Por un instante su ligereza le sorprendió. Pesaba menos que aquella muñeca que él había dado a Rubria hacía muchos años. Su carne estaba fría y pálida, su rostro azul, su cabeza caída. Lucano forzó los labios infantiles, los abrió e introdujo un dedo en la garganta. Extrajo un coagulo de sangre y moco. Nadie le miraba cuando tomó una manta caliente y envolvió al niño en ella. Abrió de nuevo la increíblemente diminuta boca, alzó al niño hacia su rostro y forzó profundas aspiraciones en su garganta y pulmones. Concentró toda su atención, toda su voluntad, en el bebé. Iris continuaba quejándose; Keptah, arrodillado, lloraba por las dos almas que habían abandonado aquellos cuerpos; las enfermeras, lamentándose, estaban postradas en el suelo.

—¡Vive! —mandó Lucano al niño, mientras grandes gotas de sudor caían de su frente y mojaban sus vestidos.

Su fuerte respiración entraba y salía por la garganta del infante como la misma vida, firme y llena de propósito, decidida a no ser rechazada. Sus dedos presionaban el pecho del niño con suavidad y firmeza, contrayéndolo y dilatándolo, sosteniendo al pequeñito contra su corazón con la mano izquierda y respirando sin cesar en su garganta.

Iris cubrió con una colcha el rostro tranquilo y yerto de Aurelia y sus gemidos murieron cuando vio la débil y plácida sonrisa en los labios de su señora. El trozo de cielo gris, visible a través de la ventana, se oscureció a causa de una tormenta que se acercaba; hasta allí llegaba el distante sonido del trueno, y luego el fulgor del rayo. Las esclavas continuaban llorando y gimiendo y rogando por los muertos. Keptah se sentó sobre las piernas, su cabeza caída. El trueno y el sonido del viento se mezclaban con sus voces.

De pronto Keptah se alzó con rapidez. Había un nuevo sonido en la habitación, débil e inseguro como el grito de un pajarillo. Se apagaba, luego sonaba con más fuerza. Keptah corrió hacia Lucano y exclamó con asombro:

—¡El niño vive! ¡No está muerto!

Pero Lucano no le veía ni le oía. Sus dedos se movían continuamente; proyectaba su respiración y su voluntad y su vida sobre aquel infinitesimal cuerpo. El niño se estremeció contra su corazón; frágilmente, como un pájaro que luchaba. El ensangrentado rostro perdió palidez, se coloreó profundamente. Una mano, increíblemente diminuta, se crispó bajo la manta de lana.

—¡Vive! —exclamó Keptah inundado de gozo—. ¡Respira, es un milagro de Dios!

Nadie sino Iris vio a Diodoro entrar en la habitación, vacilando como un borracho. Ella se dirigió hacia él hasta caer de rodillas y tomó sus brazos y sus piernas y llorando en voz alta.