11

Rubria se recobró un poco, lo bastante para ser bajada al jardín, bajo un árbol en la cálida luz de primavera. El pálido aspecto de su rostro adquirió un color débil. Keptah había dicho a Diodoro que la joven frecuentemente tendría estas recaídas de parcial invalidez. El devoto padre no sabía que las largas mangas que la niña usaba, y los vestidos de lana a pesar del calor, eran para ocultarle las dolorosas hemorragias visibles bajo su delgada piel y para calentar aquel débil cuerpo. Aurelia y él habían acordado que ella y Rubria no marcharían a Roma hasta el otoño. Entretanto, se cruzaban calurosas cartas entre él y el senador acerca de la dote.

Cusa permitía tanto como podía que Lucano tuviese sus lecciones en el jardín, cerca de Rubria, a fin de que el joven pudiese estar con la doncella. Rubria ya no estudiaba; su vacilante fuerza, su delgadez y repentinas caídas en una gran debilidad, prohibían todo esfuerzo, pero sonreía con infinita dulzura cuando Lucano recitaba sus lecciones. Reía amablemente ante alguna de las salidas de Cusa. Él siempre se había creído ingenioso. En favor de la muchacha, Cusa con frecuencia permanecía en vela toda la noche, inventando agudezas o historias alegres. El corazón del hábil griego se hacía de mantequilla en presencia de Rubria. Él que creía que todos los hombres eran malos, incapaces de motivos verdaderamente desinteresados, de naturaleza de lobos, disolutos en sus pensamientos, se asombraba de sí mismo. Ante aquella muchacha se sentía inspirado tan sólo por el amor.

En la casa había esclavas más bellas que aquella doncella. En comparación con Iris, lo bastante mayor para ser su madre, ella era como una mortal comparada con una deslumbradora diosa. Y sin embargo, Cusa empezó a creer que nunca había nacido una criatura tan perfectamente amorosa. A medida que su moreno y grácil rostro adelgazaba, sus oscuros ojos se hicieron enormes, brillantes y llenos con una luz sobrenatural, húmedos de ensueños y de amor. Su boca, se decía Cusa a sí mismo, era cual una flor. Su largo y negro cabello parecía tejido de cristal, cayendo en cascada sobre sus hombros y sus aniñados pechos. Cuando se reclinaba hacia atrás en la silla con las piernas y pies cubiertos con mantas de lana, incluso en los días calurosos, los contornos de su cuerpo tomaban un aspecto impalpable, como los contornos de un espíritu. Cuando dormía, parecía no respirar. Se despertaba tan repentinamente como había caído en la modorra y miraba a su alrededor con ardiente tristeza y cariño. A pesar de ser una doncella romana, de noble familia, trataba a los esclavos con la misma cortesía que si fuesen sus iguales. Abrazaba la vida con cariño y reverencia. A medida que su vida mortal declinaba, su alma tomaba unas dimensiones más allá de la comprensión de los hombres.

Cuando se estaba con ella, parecía que toda la existencia era buena y estaba llena de poesía y significado. Sus pájaros favoritos acudían sobre sus hombros para comer el pan o la fruta que ella sostenía entre sus labios para ellos. Se colgaban en uno de sus delicados dedos y se inclinaban hacia ella con intensidad, como para aprender de ella algún inefable secreto. Incluso el sol parecía ser más brillante cuando ella estaba presente, y brillar más cálidamente. Si sufría, nadie, excepto Keptah, lo sabía. La tranquilidad y serenidad le rodeaban como un aura; no tenía temor. Durante los últimos meses, desde que la enfermedad se había apoderado de ella de nuevo, se transformó en una mujer y, según la humilde creencia de Cusa, en una divinidad. Él sabía que ella estaba muriendo; todos lo sabían excepto el apasionado y devoto padre. Cusa sospechaba que Rubria también lo sabía. Su sublime paciencia, su ternura, la forma de mirar el jardín que se extendía a su alrededor y los rostros de aquéllos que la rodeaban con tranquila intensidad y delicia, afirmaba en él la creencia de que ella comprendía que pronto abandonaría todo esto, antes de que el invierno llegase. Y sin embargo, nunca se quejaba: tan sólo sonreía como si poseyese algún divino secreto.

Y diariamente Lucano se hacía más duro, más frío, excepto cuando estaba con Rubria. La austeridad de su rostro parecía haber llegado hasta los mismos huesos. Estaba triste por su padre, y Rubria lo sabía. Ella había visto pocas veces a Eneas, pero sufría por Iris y Lucano. No hablaba del muerto, pero algunas veces suspiraba mirando a su viejo compañero de juegos. Era un requisito específico impuesto por ella que Lucano comiese con frecuencia con ella y sus padres, cuando tenía fuerza suficiente para bajar al comedor. A fin de ahorrar ansiedad al padre, descendía andando lenta y débilmente hasta su lugar en la mesa. Cuando estaba allí, toda su atención era para Diodoro, que no dejaba de mirarla amorosamente. Él creía que mejoraba. Keptah evitaba sus más agudas preguntas con respuestas evasivas y suaves.

Diodoro, feliz porque Carvilio Ulpiano había finalmente prestado su consentimiento a los términos de la dote, se sintió inspirado en la creencia de que su hija mejoraba lenta y seguramente. También le excitaba la perspectiva de que Aurelia le proporcionase un hijo.

—Naturalmente —decía con orgullo a su esposa—, será un chico. ¿Acaso no he sacrificado bastante a los dioses? Ayer mismo sacrifiqué una hecatombe. ¡Con los precios que cargan estos sirios, los muy ladrones! He dedicado el chico a Marte. Deberá nacer en Roma, desde luego, no en esta malvada tierra.

Aurelia sonreía. Cuando algunas veces él descubría su llanto, ella le decía tristemente:

—Debes recordar que las mujeres tienen estas debilidades cuando esperan un hijo. Pon tu mano sobre mi vientre, querido; nota cómo el niño salta como un cordero. ¡Ah, es fuerte! Es casi digno de su padre.

Un día, al final del verano, Rubria y Lucano estaban solos bajo la sombra de un gran y susurrante árbol verde. Lucano estaba sentado junto a ella, que permanecía un poco amodorrada, estudiando sus lecciones y desarrollando los libros de referencia. De pronto una temerosa debilidad le envolvió y la sensación de una insufrible desesperación se apoderó de él. Dejó a un lado las tabletas y el estilo. Miró a las largas pestañas negras de Rubria, que sobresalían de sus pálidas mejillas como sombras; sus manos dobladas tan transparentes como alabastro. Tenía el aspecto de la muerte, de una suprema rendición y su pecho apenas se movía. Entonces supo, con absoluta certidumbre, a pesar de su rebelión, a pesar de sus exclamaciones y algunas veces blasfemas oraciones, a pesar de su lucha contra la voluntad de Dios, que ella moriría y que moriría muy pronto. Los huesos de su rostro eran como marfil bajo la piel sin carne; su garganta era como un tallo. Lucano dejó caer la cabeza lentamente sobre sus rodillas, cerró los ojos y se abandonó a la tristeza.

«Cuando muera, me marcharé —pensó—. Me transformaré en un vagabundo sobre la faz de la tierra. Me iré en la noche y me iré a los últimos extremos del mundo donde nadie conozca mi nombre. No hay nada para mí sin la amada de mi corazón, nada de cuanto ciertamente yo he amado».

Los pájaros cantaban y revoloteaban, pero no los oía. El sol danzaba sobre las hojas de cada flor, pero tan sólo la oscuridad se extendía ante sus ojos. Era joven y ardiente; pero se sintió viejo, y frío como la muerte. Todo deseo de vivir le había abandonado. Cuando la oscuridad de la tumba o la pira funeral devorase a aquella muchacha, también le devoraría a él. Una débil paralización corrió su carne y se sintió mortalmente enfermo, como si él también fuese a morir. Un débil gemido surgió de su garganta.

Una mano ligera como una hoja, tocó la cima de su dorada cabeza y le hizo mirar hacia arriba. Rubria le estaba sonriendo con la tierna sabiduría de una mujer. Sus ojos brillaron llenos de amor y de comprensión. Él tomó una de sus manos y la besó con una fuerza de desesperación. Podía percibir su fragilidad, su frialdad, su casi espiritual vaporosidad.

Entonces ella habló:

—No debes apenarte, querido Lucano —dijo en voz baja e infinitamente tierna.

El corazón de Lucano dio un vuelco. Entonces, la muchacha lo sabía. Era posible que lo hubiese sabido desde hacía mucho tiempo. No podía sufrir que un ser joven y bello hubiese conocido la verdad y la hubiese aceptado sin el temor natural, sin pena, tan sólo con un valor sublime. Maldijo a Dios en su interior y pensó: «Cuando ella muera, iré con ella, porque no hay nada para mí sin ella». Una gran tranquilidad le inundó y le aquietó.

—No te apures —repitió, y su voz sonó con mayor suavidad—. Me siento feliz. No estaré separada durante mucho tiempo de ti y mi padre. Los dioses son buenos; ellos no odian el amor entre los mortales.

«Pero Dios es malo», pensó Lucano. Puso de nuevo su cabeza sobre las rodillas de Rubria y la belleza del jardín que les rodeaba se transformó para él en algo fantasmal, lleno de formas agónicas.

Rubria habló de nuevo débilmente.

—Siento en mi corazón lo que estás pensando, querido. No debes pensar así. Dios tiene un gran destino para ti. Él es nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos. ¿Crees que Él nos inflige dolor y pena sin un propósito? Nos hubiese llevado con Él.

—No —dijo Lucano—. Si Él es como tú dices, Rubria, que te alce de esta silla, ponga sangre en tu rostro y fuerza en tus miembros.

Su garganta se cerró en un angustioso espasmo.

La doncella suspiró.

—Seguramente Él sabe lo que es mejor. Seguramente que la paz que siento es por Su gracia y Su bondad. Hoy no tengo ningún dolor. Anoche dormí como un niño y mis sueños fueron maravillosos, más allá de todo lo imaginable. Me sentí llena de gozo y el gozo está conmigo hoy. El mundo es hermoso, pero el lugar donde yo voy es más hermoso aún y allí no habrá separaciones.

Alzó su cabeza de la almohada y contempló el grave rostro de Lucano, su rígida boca, y el brillo amargo en sus azules ojos.

—Ah, tú has olvidado —dijo—. Cuando éramos más jóvenes eras tú quien me decías todo esto.

«Pero es mentira», pensó Lucano. No podía hablar; no podía privar a la joven de su último consuelo, aunque éste fuese falso.

Rubria le miró con gravedad.

—Es verdad —dijo—. Todo cuanto me dijiste cuando éramos niños, es verdad. Mi alma lo dice así, y no hay mentiras al borde de la sepultura. Voy a Dios.

Llevó la mano a su pecho y extrajo la cruz de oro que Keptah le había dado y la puso en la palma de la mano de Lucano. Luego miró al cielo.

—Keptah es un hombre extraño y lleno de sabiduría, Lucano. Él me ha dicho que Uno que morirá sobre esta cruz está viviendo con nosotros en el mundo ahora, apenas más que un niño. Donde Él vive nadie lo sabe, y quién es Él sólo lo sabe Su madre. Su nacimiento fue profetizado por los sacerdotes de Babilonia hace miles de años, y Él ha venido. Él nos conducirá a la vida eterna, y allí no habrá más muerte, sino únicamente gozo.

Lucano repentinamente pensó en la gran cruz blanca que había visto en el templo secreto de los caldeos de Antioquía. Y se sintió ridículo, abrumado de ira, odio y disgusto. Los sacerdotes eran notorios farsantes, con sus oráculos, sus profecías, sus conjuros, sus engaños, su lenguaje misterioso. Se reían en secreto ante la ingenuidad de aquéllos que creían en ellos. Engordaban de los sacrificios. Cometían abominaciones. Llenaban sus cofres con el oro de los fatuos. Ante la presencia de la muerte sus grises rostros se difuminaban y sus voces quedaban silenciosas.

La cruz de oro brilló en la mano de Lucano. Deseó apasionadamente arrojarla lejos de él y maldecir por la falsedad que era. Pero Rubria, inclinándose en su silla, colocó gentilmente sus dedos alrededor de ella.

—Es mi regalo para ti.

El sol poniente se mantuvo en el cielo occidental, un mar de escarlata y oro, lleno con las verdes tonalidades de dispersas nubes. La brisa gentil desapareció; el olor de las flores y de la tierra fértil se elevó como un incienso. Rubria dormía y Lucano estaba sentado junto a ella, con la cabeza sobre su regazo, y las manos de ella sobre su dorado cabello. No supo cuánto tiempo habían permanecido así. Los bordes de la cruz cortaban sus manos, pero no lo sentía.

Por fin alzó la cabeza, y la mano de la doncella cayó de ella pesadamente. Una sonrisa iluminaba el rostro de Rubria, como si hubiese despertado a un gozo y serenidad completa. Sus mejillas y sus labios habían palidecido hasta alcanzar una absoluta blancura y su frente brillaba. Sus pestañas caían sobre sus mejillas proyectando una suavísima sombra.

Lucano se levantó lentamente y el peso de la edad cayó sobre él. Se inclinó sobre Rubria y emitió un solo, vibrante y terrible gemido.