10

Sin duda preferirías seguir a Keptah por entre los camastros de los esclavos llenos de fiebres infecciosas y estar sabiamente examinando sus orinales —dijo Cusa sarcásticamente—. Sin embargo, si has de llegar a Alejandría con algo más que una capa de sabiduría te aconsejo que te apliques a tus lecciones. Aunque —añadió sombríamente— ello no haga mucho bien a uno de tu limitada inteligencia.

Ésta era su manera de espolear a Lucano a esfuerzos extraordinarios. Normalmente Lucano contestaba con una de sus tranquilas y austeras sonrisas. Pocas veces conseguía Cusa excitar su ira, pero cuando lo conseguía se transformaba en un ser tan resistente como la piedra y un relámpago amargo y azul brillaba en el fondo de sus ojos.

Lucano estaba sentado hoy en silencio, su mano inmóvil sobre el estilo, los libros enrollados y la cabeza inclinada. Pero cuando Cusa le vituperó miró a su maestro y el helado fuego de sus ojos puso en guardia al tutor. Sin embargo Cusa añadió:

—No me mires tú, que eres hijo de un antiguo esclavo, como si fueses mi dueño y yo te hubiese insultado imperdonablemente. Es sólo la fortuna que te hizo libre. En una casa más sensible estarías fregando las piedras y vaciando los orinales en lugar de estar sentado en una mesa de mármol como un patricio.

—Déjame en paz —dijo Lucano en tono sofocado.

Entonces Cusa vio que el joven estaba sometido a alguna terrible preocupación y que más insultos le incitarían a la violencia. El maestro hacía mucho tiempo que había dejado de pegarle durante las lecciones. En el fondo de su corazón amaba a su discípulo y casi había dejado de envidiarle por su belleza y los favores que Diodoro le dispensaba.

—Bien —dijo Cusa pensativamente y rascándose su barbilla de sátiro.

Estudió a Lucano. Su mente iba de un lado a otro como si fuese una saltarina cabra. Miró a la silla vacía de Rubria. La doncella había estado más sofocada de lo corriente en los últimos días, y una o dos veces había cerrado los ojos como si fuese a desmayarse y sus labios y mejillas habían adquirido una palidez particularmente espectral. Cusa, cuya curiosidad era insondable había pasado muchos años estudiando los libros de medicina de Keptah y algo se deslizó en su ágil mente. Era algo mortal. Reflexionó que Lucano no estaría sometido a una angustia tan grande si la enfermedad de Rubria fuese trivial. Cusa vio que el joven también miraba hacia la silla vacía de Rubria y que su boca se contraía rígidamente. Como Cusa temía, los dioses habían estado esperando en su luminoso silencio para golpear a la doncella en forma mortal y Lucano lo sabía. El maestro aclaró su garganta.

—Rubria no está aquí —dijo, contemplando a Lucano con atención—. Ah, ¡qué debilidad es ser mujer! Ella estará presente mañana.

Pero Lucano sin oírle, tan sólo miraba a la silla de Rubria y su garganta estaba tan rígida como el mármol. Cusa sintió una piedad poco corriente en él.

—Atención —dijo desenrollando un manuscrito. El libro crujió en el silencio—. Diodoro gasta mucho tiempo, esfuerzo y también dinero en ti. Seamos hombres, no niños.

Lucano no contestó. Sus dedos estrujaron el estilo como si estuviesen torturados. Cusa reflexionó. Luego dijo:

—Consideremos por un momento al pasar a Anacrusio. Observa su filosofía: «Es en los momentos críticos, cuando un hombre demuestra lo que es. Por lo tanto, cuando la crisis te afecte recuerda que Dios, como un entrenador de luchadores, te ha enfrentado con un rudo y valeroso antagonista. ¿A qué fin?, preguntarás. A fin de que puedas salir victorioso en los grandes juegos».

Una sonrisa sardónica y triste cruzó los labios de Lucano. Miró a su maestro.

—Siempre has declarado que Dios era una alegoría. Una imaginación de poetas.

Cusa movió su cabeza en tono de reproche.

—Así es. Pero últimamente he estado pensando que es algo más: El elemento vital del universo, como dice Aristóteles.

—Así pronto te veremos sacrificando en algún templo —dijo Lucano con frío desdén.

Cusa se encogió de hombros.

—Se ha dicho que los sacrificios no hacen daño a nadie. Si los dioses existen, los sacrificios les complacerán y esto es bueno. Si no existen, los vecinos comentarán acerca de tu piedad y esto es todavía mejor.

Le había herido el hecho de que su intento de aligerar el sombrío humor de Lucano no hubiese tenido éxito.

—Atención, Anaxágoras declaró que el hombre se hizo inteligente porque aprendió a usar sus manos. Carecía de observación: los monos usan sus manos y sin embargo su inteligencia no es notable. Los conejos del campo alzan las zanahorias con sus patas delanteras y las devoran como lo harían los hombres, pero los conejos son tan sólo un poco menos estúpidos que algunos estudiantes humanos que yo podría mencionar. Aristóteles sostuvo que el hombre aprendió a usar sus manos porque se había transformado en un ser inteligente. También mantuvo que el cerebro es sólo un órgano para enfriar la sangre. Los filósofos orientales declaran que el cerebro, y no el corazón es el asiento del alma, el ego y la mente. Aristóteles tuvo sus momentos de estupidez, y yo prefiero a los filósofos orientales en este asunto. Sin embargo no es éste el asunto en discusión. ¿Qué filósofo te parece a ti más acertado en este asunto? ¿Anaxágoras o Aristóteles? ¿Y por qué?

El estilo de Lucano se movía perezosamente, pero con mayor velocidad a medida que su mente tomaba el problema en sus invisibles manos y le daba vueltas estudiándolo y pensándolo. Escribía limpia y concisamente en letras pequeñas. Cusa le admiraba furtivamente. Alguna noticia odiosa había impresionado al joven; sin embargo podía permitir que una idea se adueñase de sus pensamientos. Sólo un rústico se dejaba abrumar por sus emociones. «Sin embargo, reflexionó Cusa con un poco de melancolía, los hombres rústicos gozan de una paz mental considerable, una paz desconocida al hombre educado. ¿Acaso el precio de la inteligencia era siempre el dolor?».

Cusa bostezó; a medida que Lucano, aún muy blanco y rígido, se aplicaba a sus lecciones. El día se había hecho muy caluroso, silencioso y sofocante. El sol brillaba excesivamente, los pájaros estaban callados. De pronto, a pesar del sol, un cavernoso y atronador sonido llenó todo, sacudiendo la casa, y, haciendo estremecer momentáneamente a los árboles que se veían a través de la abierta puerta. Luego siguió un amenazador silencio. Cusa salió a la puerta y miró hacia el jardín. La hierba y las flores, las mismas fuentes parecían haber sido apresadas por una luz absoluta, a la vez extraña y aterradora. Todos los colores habían intensificado sus tonalidades y absorbido vagamente una nota de terror.

Cusa se encontró respirando con dificultad; era como si la tapa de una caldera hubiese sido levantada de pronto. Contempló el cielo. La luz tenía una curiosa tonalidad metálica, oscureciendo el azul. «Ajá, pensó Cusa, vamos a tener mal tiempo». Conocía aquellas rápidas y semitropicales tormentas, violentas y destructivas. Sin embargo, pasaban rápidamente. Pero nunca había visto una luz tan metálica. En un momento la tierra quedó cubierta de color anaranjado. Las mismas palmeras estaban bañadas en una luz ocre. Las hojas de los árboles adquirieron tonalidades amarillas. La hierba un color topacio. Los blancos lirios parecían amarillentos. Una inquietud amenazadora llenaba el aire y el calor aumentó insoportablemente a medida que el sol parecía agrandarse hasta transformarse en el dorado escudo de Zeus, vuelto hacia el mundo, no en nubes, sino en azafranada inmensidad.

«No me gusta eso», pensó Cusa. Como en respuesta de una burla de los dioses, los cielos explotaron con llamarada ambarina. La furia se apoderó de los árboles, de las palmeras y de la hierba. Se retorcieron incontrolablemente. Los libros fueron arrojados de la mesa de mármol en la sala de clase. Un terrible chirrido llenaba el aire, como si millones de loros se hubiesen vuelto locos. Todo color desapareció de los jardines envuelto en un brillo amarillento. «El mundo entero se ha vuelto cetrino», pensó el aterrorizado Cusa. Luchó con la puerta, porque la tempestad le azotaba el cuerpo con violentos golpes. Llamó a Lucano en su auxilio, pero su voz fue arrastrada por el viento. Sin embargo, el joven griego estaba junto a él. Fue necesaria la fuerza combinada de los dos para cerrar la puerta y una vez cerrada permanecieron mirándose uno al otro y jadeando. No había posibilidad de hablar. El trueno, continuo y ensordecedor, les envolvía, acompañado por un terrible y constante relampagueo de color de limón. El suelo retemblaba sin parar bajo sus pies. Mantenían sus bocas abiertas, luchando por respirar, ya que el calor era como la llamarada procedente de muchos hornos. Una o dos veces oyeron un ruido salvaje, como el de aguas atormentadas.

Después llegó la lluvia; no caía continua, sino en cortinas de agua aplastante que procedía de los lados y tenía color amarillo. Cusa y Lucano se dirigieron hacia la mesa de mármol, que temblaba bajo sus sudorosas manos. Los labios de Cusa se movían en una frenética oración. Lucano le contemplaba y su boca se contrajo con desagrado. Cusa, pausando un momento en sus rezos, quedó sorprendido por la expresión del joven. Cusa continuó en sus oraciones a toda prisa, porque el sonido de un trueno atronó cual las ruedas de un poderosísimo carro cruzando sobre la tierra. Pero continuó rezando. El inflamado relampagueo iluminaba una y otra vez el rostro de Lucano con un reflejo amarillo y parecía como si se reflejase sobre el de una trágica estatua. Una y otra vez la tierra se estremeció.

El huracán golpeaba contra la puerta de bronce con puños de hierro. La cortina de la ventana, desplegada como una vela, bailaba sin cesar. Deslumbrado por los relámpagos, estremecido en el fondo de su corazón, Cusa se tapaba los ojos. No vio cómo el agua empezó a penetrar bajo la puerta. Primero penetró en pequeñas filtraciones vacilantes. Luego en un ancho y serpenteante avance, discurriendo y murmurando, inundó el enladrillado suelo. Cuando llegó a las sandalias de Cusa, éste dio un salto y abrió los ojos. Pero Lucano no se movió. Su cabeza estaba inclinada y parecía como si meditase.

«Sin duda esto pasará pronto», pensó el aterrorizado maestro. Pero la tempestad aumentó de intensidad. Parecía como si quisiese devorar la tierra en fuego. Un raro sonido subrayaba el rugido del trueno, susurrante e indescifrable. Cusa perdió la conciencia del tiempo. Si las columnas de la casa hubiesen caído, si las columnatas hubiesen sido sacudidas, él no se hubiese sorprendido. Nadie se acercó a la escuela por la puerta interior. Toda la casa estaba acobardada. De cuando en cuando el continuo estallido del trueno quedaba salpicado de otro sonido y una nueva llamarada, cuando un árbol era derribado. Las blancas paredes de la habitación palpitaban en olas de brillante luz, que se oscurecía momentáneamente para luego quedar otra vez encendidas.

Cusa nunca había visto una tormenta como aquélla. Deseó el consuelo humano y el valor. Lucano, sin embargo, no podía ofrecérselo. Aparentemente no percibía los asaltos sobre la tierra de los crujientes y atronadores cielos. Tenía el codo apoyado sobre la mesa y soportaba su barbilla con el pulgar y el índice de su mano izquierda. Parecía más bien un estudiante que estuviese considerando un teorema.

De pronto, con la misma rapidez que había empezado, todo acabó. El relampagueo cesó de blandir su llameante espada sobre la tierra; el trueno paró tan abruptamente como una voz ahogada. Las llamas que habían golpeado las paredes de la habitación desaparecieron. La cortina cayó flácida sobre la ventana. Los oídos de Cusa, sin embargo, continuaron vibrando por muchos minutos más. Pasó algún tiempo antes de que pudiese controlar sus temblorosas piernas, levantarse y pisar sobre las límpidas aguas que inundaban el suelo. Abrió la puerta y nueva cantidad de agua penetró dentro.

Un sol inocente y claro, recién nacido y amplio, miraba sobre la tierra. Palmeras y árboles derribados yacían sobre el suelo como leña. Las fuentes derramaban el exceso de agua en cascadas de plateada luminiscencia. Pero las flores habían sido derribadas como frágiles y coloreados cuerpos. De pronto, el dulce olor de la rosa procedente del suelo y las rotas flores se mezcló con el de jazmín. Los pájaros iniciaron un tímido canto de agradecimiento por su preservación. La voz del río, demasiado cercana, continuaba su agitado diálogo con el cielo. Por todos los sitios brillaba un color plateado, a través de las derribadas hierbas y los caídos árboles y desde los troncos y las hojas.

De la casa empezaron a salir esclavos. Contemplaron la destrucción y empezaron a lamentarse. Cusa les gritó:

—¿Dónde habéis estado escondidos, cobardes? Traed pan, vino y queso al instante. ¿Hemos de morirnos de hambre en medio de los libros?

Por primera vez Lucano miró hacia arriba y sonrió ligeramente. Pero ya no era la sonrisa de la juventud; era la sonrisa de un hombre cansado. Un esclavo, aún temblando, trajo una bandeja de pan duro, vino barato y un grueso trozo de seco y amarillento queso, junto con unos pepinillos en leche agria. Al llegar dijo:

—¡Oh, hay mucho daño hecho! Dos de nuestros mejores cerezos han sido derribados, seis manzanos y todas las plantas de granadas destruidas. En cuanto a los olivos, uno se estremece al pensar en ellos. Mucho ganado ha sido carbonizado en los campos lejanos y las ovejas han desaparecido.

Cusa se acercó a la mesa con aire fanfarrón, hundió un dedo en el tazón de los pepinillos y leche agria y chupó uno.

—No está bastante maduro —comentó con tono crítico. Miró al esclavo—. ¿Eres un niño para temer a la tempestad? (¿Ha habido una tempestad?). Nosotros considerábamos el Fedón. Lárgate.

El agua salía ahora por la puerta. Lucano dijo:

—Me pregunto quién sería el que se acurrucaba junto a mí gritando a la vez imprecaciones y rezos.

—Atención —dijo Cusa—. Vamos a considerar las categorías de Aristóteles.

El ardiente sol secó el agua y el cielo quedó brillante. Ahora todo el jardín, toda la tierra, estaba envuelta en una niebla radiante. El río mugía aún, y Cusa, con cierto temor, se preguntaba si no invadiría la tierra. Todo goteaba; mil pequeñas voces musicales repiqueteaban por todas partes. Las estatuas en el jardín estaban inundadas por una luz aguada. El perfume del jazmín tenía el olor de los blancos lirios que crecían en las orillas del Lete, imponiéndose por completo a los sentidos. Las voces de los esclavos desde fuera llegaban hasta la escuela, llenas de exclamaciones y asombro ante la destrucción de la tempestad.

Cusa comió con alivio, pero Lucano se limitó a beber un poco de vino. Parecía absorto en sus libros. Transcurrió una hora. Luego otra y otra más. El sol primaveral empezó a descender hacia el oeste. Cusa no podía leer en el rostro tranquilo de Lucano, estaba poseído de una firmeza. El estilo se movía produciendo un suave sonido.

La puerta interior se abrió y Diodoro penetró en la clase mientras Lucano y Cusa se levantaban. El rostro del tribuno estaba blanco y tenso. Se acercó a la mesa de mármol y miró de lleno a los ojos de Lucano. Intentó hablar pero no pudo. Lucano exclamó cogiendo uno de sus musculosos brazos:

—¡Rubria!… ¿Rubria?

—Ven conmigo —dijo el tribuno y extendió su brazo alrededor de los hombros del joven como un padre.

Iris estaba augusta en medio de su dolor. Aurelia lloraba junto a ella, pero Iris no lloraba. Lucano no podía acercarse a su madre porque a su alrededor había tal majestad que rechazaba todo gesto de consuelo. Se hallaba en pie, en el centro del recibidor de la casa, envuelta en silencio con el rostro ciego y ausente y las manos unidas ante ella. Parecía oír sólo a Diodoro, quien le estaba contando cómo había ocurrido la muerte de su esposo Eneas.

—Mientras otros huyeron como gallinas, él permaneció con sus cuentas en el pequeño cobertizo cerca del río —decía Diodoro en voz baja—. Hay ocasiones en que el valor es una locura, pero ¿quién pondrá en tela de juicio la lealtad y el valor? Él no podía llevarse los libros y por lo tanto permaneció allí. Pero el río se desbordó y arrastró a Eneas cuando se retiró.

Sentía profunda admiración y reverencia hacia su liberto, que había intentado guardar sus archivos aún a costa de su vida. No sabía que para Eneas, los archivos, la simple escritura de su mano eran más valiosos, en momentos de desastre, que su propia vida. Habían simbolizado para Eneas la razón de su existencia; en ellos quedaba plasmada la evidencia de que él había sido un hombre importante y en su limpieza una refutación a su anterior esclavitud. Triunfalmente, al fin había visto a Diodoro marchar hacia terrenos más altos, incapaz de arrancarle del lado de sus tabletas, su mesa, sus estilos.

Sólo Lucano, en virtud de una percepción interna, comprendía y se sentía sorprendido. Durante los últimos años él y su padre se habían distanciado más y más y la figura de Eneas se había difuminado ante los ojos de su joven hijo. No había escuchado debidamente cuando Eneas, por las tardes, le había expuesto pomposamente los filósofos griegos. Lucano sabía más sobre ellos, con más certidumbre y profundidad. A menudo le había irritado observar la superioridad de su padre. Tan sólo la presencia de Iris había evitado que Lucano expresase su impaciencia. Algunas veces había encontrado a su padre insufrible. Le habían enfurecido los corrosivos comentarios sobre la falta de cultura de Diodoro. Decía que el interés del tribuno por Lucano era un reconocimiento de la inferioridad del romano. «Es un tributo que la grosería con poca frecuencia ofrece al razonamiento», solía decir. Lucano abría la boca con un gesto impulsivo, pero el gesto de ternura de su madre y la azul mirada de aviso le hacían desistir conteniéndose.

Para Lucano la muerte de su padre era una tragedia que iba más allá que la misma muerte. No podía llorar. Tan sólo podía permanecer sentado contemplando a su madre. Deseó caer a sus pies, pidiendo perdón.

«He vivido tan sólo en casa de Diodoro —pensó Lucano—. He vivido sólo para Rubria, Keptah y mis libros. Todo hombre desea aparecer como un dios ante los ojos de su hijo. He dejado que mi padre sintiese que era un pigmeo. Él se ha visto disminuido ante mí. ¡Oh, no podía dejarle creer que era importante, aunque traté de hablarle con acento de respeto! ¡En tal degradación he caído!».

—Cuando el río entregue su cuerpo, haré que le hagan un funeral de héroe —dijo Diodoro, mirando a la bella Iris, que le devolvió la mirada con azul ceguedad—. Yo mismo encenderé la pira. Ordenaré que pongan banderas y trompetas y la presencia de soldados en uniforme de gala; e incienso, sonido de tambores y una túnica roja y blanca.

Aurelia, llorando, pensó en qué hubiese sido de ella si Diodoro hubiese sido lo bastante estúpido como para intentar rescatar aquellos inútiles libros y archivos.

—Mañana empezaré sacrificios en el templo de Hércules, el dios de todos los héroes —dijo Diodoro.

Si Aurelia, Lucano y Keptah no hubiesen estado presentes se hubiese arrodillado y besado el borde del vestido de Iris. Deseaba honrarla, a causa de su esposo muerto. El desprecio que sentía por Eneas había sido devorado por su admiración y por su amor a Iris. Su tranquilo y maravilloso rostro emocionó su corazón y deseó exclamar: «Iris, mi compañera de juegos, mi amada, mi vida es tuya con sólo que la pidas».

Keptah había desaparecido tras una cortina que conducía a la cocina. Volvió a salir con un brebaje en una copa, e inclinándose ante Iris, como ante una diosa, puso en su mano la copa. Ella bebió, pero aún miraba a Diodoro con aquellos profundos ojos que no veían.

—Elevaré una estatua en su memoria —dijo Diodoro desconsoladamente—. Tendrá un nicho de honor cerca del altar de Hércules En el nombre de Eneas te será pagada una cierta suma cada año, Iris. Es lo menos que puedo hacer.

Aurelia lloró de nuevo con mayores lágrimas. Los libros, después de todo, habían sido arrastrados con Eneas. Su gesto de trágico heroísmo había sido inútil. ¡Oh, la emocionante locura de los hombres, que creen que un gesto es más importante para sus familias que sus propias vidas! Los hombres eran héroes; pero las mujeres eran sensibles. Aurelia se sentía muy apenada por Iris, que tenía un héroe por esposo.

—No le amaba como a mi esposo, sino como una madre ama a un hijo —dijo Iris hablando por primera vez.

Aurelia comprendió y asintió entre sollozos. No estaba sorprendida ante su honradez.

—Era para mí como mi hijo, digno de mi ternura y de mi protección —dijo Iris en tono débil y soñoliento—. Era un hombre trágico.

—Sí, sí —dijo Diodoro sin comprender nada—. Pero la tragedia es el destino de los héroes.

Estaba muy cansado y cubierto de barro. Había trabajado durante horas para salvar lo que pudo ser salvado. Tres barcos cargados con los mejores productos de Siria se habían hundido. Había nadado junto con sus oficiales buscando el cuerpo de Eneas en vano. Cuando vio que Eneas era arrastrado, se había lanzado con sus sandalias, espada, coraza y todo en las rugientes y amarillas olas. Su único pensamiento había sido Iris.

—Creo —dijo Keptah con voz muy suave— que será mejor que el ama Aurelia condujese a Iris a su dormitorio. El brebaje está haciendo efecto.

Iris había empezado a vacilar irresistiblemente. Aurelia se puso en pie y colocando sus brazos alrededor de su amiga, la condujo a través de la cortina hacia el dormitorio. Al marchar dijo a su esposo:

—Permaneceré aquí algún tiempo. Cuando vuelvas, Diodoro, envía aquí a mi esclava especial, Maia, para que guarde y vele a Iris durante la noche.

Los tres hombres quedaron solos. Diodoro miró a Lucano, quien en su dolor estaba sentado en presencia del tribuno. Diodoro puso su mano sobre el hombro del muchacho.

—Que la nobleza y el sentido del deber de tu padre sea una perdurable lección para ti —dijo en tono mesurado.

Keptah dobló sus manos sobre su túnica y cerró los ojos.

—No he sido un buen hijo —respondió Lucano.

Diodoro palmeó sus hombros.

—Siempre nos reprochamos cuando aquéllos que amamos nos son arrebatados —dijo—. Pero si meditamos podemos ver cómo ellos pueden inspirar nuestras vidas, hacer nuestros años más significativos, gracias a sus lecciones.

—Ruego tu perdón, señor, pero no comprendes —dijo Lucano, abatido a causa de su pena.

—Nunca entiendo; esto es lo que todo el mundo me dice —dijo Diodoro con un poco de irritación. Su cansancio le hacía débil. De nuevo palmeó los hombros de Lucano—. Permanece con tu madre. Consuélala. Anima su espíritu, porque es la esposa de un héroe.

Lucano se levantó y acudió a la habitación de su madre. Iris yacía en su cama como una blanca estatua caída. Tenía los ojos cerrados. Se arrodilló al lado de ella mientras Aurelia colocaba las mantas sobre sus helados pies. Lucano besó una flácida mano. Iris abrió sus ojos y le miró y sus labios se movieron. Por primera vez lloró y Lucano inclinó su áurea cabeza contra su pecho y la mantuvo allí en un mudo y dolorido abrazo.

Su corazón era como una inmensa piedra. Deseó rezar por el alma de su padre que estaría vagabundeando en algún espiritual campo del Elíseo, clamando débilmente y solitario. Pero no podía pensar, incluso entonces, sino en Rubria, la brillante, tierna y adorable joven que pronto recorrería también aquel odioso sendero hacia las profundidades de la muerte y a quien él perdería para siempre.