7

Diodoro Cirino despertó bajo el peso de tres enojosas impresiones: el marido de la hermana mayor de Aurelia, el senador Carvilio Ulpiano, era un desagradable huésped en la casa. Había llegado la noche anterior, y adoptado un aire de paternal protección porque, al parecer, había olvidado que, aunque miembro de una familia muy antigua y noble, se había casado con Cornelia por causa de su dinero. Este dinero no sólo había contribuido a que llegase a senador (gracias al soborno, decía Diodoro con furor), sino que le había permitido dedicarse a su pasión por el arte egipcio. Había oído hablar de unos jarrones y pequeñas estatuas que databan de la segunda dinastía, y estaba de camino hacia Egipto para tratar de adquirirlas.

El segundo hecho miserable que Diodoro tenía ante sí aquella mañana consistía en que aquél era el día señalado para celebrar sesión con los magistrados sirios en la Casa de Justicia, escuchar las quejas de los nobles locales; de los propietarios y jefes, acerca de los impuestos que se recogían en la provincia y especialmente de los que pesaban sobre ellos, y para recibir los informes de los perversos cobradores de impuestos, a quien Diodoro odiaba más que a ninguna otra clase de hombres. Para Diodoro, un cobrador de impuestos, aunque aparentemente necesario en aquellos degenerados días, era más despreciable que el más sucio chacal y tenía algo que recordaba los hábitos de los chacales, sobre lo cual Diodoro maldecía en alta voz en compañía de sus oficiales y en los términos groseros de los soldados. Esto, invariablemente, animaba a las víctimas de los cobradores de impuestos.

Su tercera miseria era que le dolía la cabeza. Conocía aquellos dolores de cabeza que le atormentaban particularmente en días como aquél, y todo el arte de Keptah apenas si podía aliviarle. Se había despertado con un repentino y deslumbrador relámpago de luz ante los ojos. Luego había sentido náuseas; después la aguda disminución de la visión y la temporal pérdida de vista y, por último, aquel maldito dolor de cabeza en uno de los lados. El hecho de que Keptah le dijese en tono doctoral que era una migraña y que Hipócrates había escrito un largo y exacto tratado acerca de ella, no disminuía su dolor ni el martilleo en el lado izquierdo de su cabeza, ni la sensación de que la muerte no sería a fin de cuentas una visita desagradable.

—¡Que el infierno trague a tu Hipócrates! —decía furiosamente a Keptah—. No, no más infusiones ni más pociones.

Pero invariablemente se sometía a las infusiones y a los brebajes, y después triunfalmente vomitaba ante Keptah y le miraba con mirada acusadora. La migraña no le abandonaría hasta el atardecer. Tan pronto como dejase Antioquía, de regreso a casa, desaparecería todo, excepto la agradable debilidad que anticipaba los amantes cuidados de Aurelia y su preocupación. Sometido a los cuidados de su esposa, diría a Keptah:

—Ves, las manos de una mujer son más sabias que las de cualquier médico.

A esto Keptah sólo sonreía. Había dicho una vez a Diodoro que los dolores de cabeza eran una protesta contra los magistrados y los cobradores de impuestos a quienes detestaba, pero Diodoro se había sentido tan enfurecido ante la insinuación de mujeril histerismo, que Keptah nunca más había repetido la indiscreción.

Diodoro, el romano virtuoso, creía que los miembros de un hogar responsable debían levantarse antes del amanecer. El senador no se levantaba al amanecer y Aurelia, que sentía afecto incluso por su cuñado, no permitía que los esclavos hiciesen el asalto habitual y bullicioso con escobas y estropajos sobre las columnas, suelos y paredes hasta que el senador hubiese pedido su desayuno en cama. Esto, para el tribuno, era degradación sobre degradación. ¡Una casa sucia y el desayuno en la cama! Era el típico caso de la moderna Roma, por supuesto. El séquito del senador, esclavos consentidos y secretarios (siempre estaba escribiendo cartas, incluso cuando visitaba a Diodoro «asegurándose de que sus clientes no olvidasen mantener sus cofres llenos durante su ausencia»), eran instalados invariablemente en las mejores habitaciones de la parte de la casa dedicada a los esclavos. Normalmente traía dos jóvenes y hermosas esclavas, lo cual aumentaba la ira de Diodoro que terminaba encerrando a las muchachas enojado.

—En esta casa no habrá orgías —decía al indulgente y sonriente senador, que siempre se sorprendía ante las hermosas esclavas que habitaban aquella casa y que nunca despertaban el interés ni la mirada del dueño.

Además, el senador usaba agua de colonia y aceites perfumados, ante lo que Diodoro exclamaba en voz alta:

—¡No sólo una casa sucia y el desayuno en cama, sino perfumes!

Encontraba al senador insufrible, lo cual convenció a éste de que Diodoro debía permanecer en Siria a pesar de sus cartas a Roma. Esto era una cuestión sobre la cual el senador aún no había hablado con su cuñado. Pensó que necesitaba antes un prolongado descanso. Todo el viaje hasta Antioquía lo había pasado mareado. Además, Diodoro era un hombre difícil.

El dolor de cabeza era extraordinariamente severo aquella mañana, y Keptah, mezclando pociones mientras su señor gruñía que no las tomaría, comprendió que Carvilio Ulpiano representaba una tortura extra que añadir a su enfermedad. Dio la copa a Diodoro y dijo suavemente:

—Un estudiante de Hipócrates preguntó en cierta ocasión al gran médico: ¿Un asesinato consentido no calmaría los sufrimientos de un paciente? A lo cual Hipócrates respondió: «Sin duda alguna».

—¿Estás insinuando que si yo cometiese un asesinato, digamos de alguien elegido a capricho y sin sentir repugnancia, mi dolor de cabeza desaparecería? —preguntó Diodoro enfurecido y sentándose en la cama.

Keptah asintió. Diodoro empezó a jurar, luego sonrió con añoranza pensando en su cuñado.

—¡Agua de rosas! —murmuró—. ¡Uf!

Se hundió de nuevo entre las almohadas y se dedicó a fantasear placenteramente. La migraña perdió un poco de intensidad y esta vez Diodoro no devolvió la poción. Sin embargo, aún estaba en malas condiciones y de muy mal humor cuando salió de la casa a la fresca y brillante mañana, sin haber desayunado, porque no podía comer cuando le afligía el dolor. «Este descendiente de una larga línea de cerdos podía por lo menos haber traído a Cornelia con él —pensó—, para que visitase a mi esposa en lugar de traer cartas de su parte». Pero Cornelia, tan sencilla, simple y poco imaginativa como Aurelia, hubiese inhibido algo las diversiones del senador. Diodoro se consoló a sí mismo pensando que las visitas del senador eran pocas y muy espaciadas.

La migraña, después de un primer momento en el que la vista disminuía, siempre hacía que Diodoro viese las cosas con una claridad anormal, demasiado agudamente, en forma tal, que el ver ya era de por sí doloroso. Esta intensa conciencia de las cosas le deprimió. Oyó reír y parpadeó, llevándose una mano a la cabeza. ¿Quién podía reír mientras el dueño de la casa estaba muriendo de dolor y temiendo el ruido, los crujidos y repiqueteo de la cuadriga que pronto llegaría para llevarle a Antioquía? Murmurando palabras que nunca usaba con nadie, salvo con los cobradores de impuestos, dejó el patio y salió a los jardines. Su hija Rubria y Lucano jugaban a la pelota con dos jóvenes esclavas y hacían un ruido capaz de despertar a los mismos muertos. «Esto es —pensó Diodoro— bastante para despertar a cualquiera, excepto al perfumado senador».

Era un cuadro agradable, el de la doncella de oscuros ojos vestida con una larga y sonrosada túnica corriendo para coger la pelota que Lucano o una esclava tiraban, sus mejillas rosadas y su negro cabello flotando al aire. Lucano parecía un rubio y juvenil dios, contrastando con ella; las esclavas, vestidas con la misma sencillez que su joven señora, e igualmente encantadoras, parecían ninfas; sus blancos pies estaban salpicados de rocío, las rojas y morenas trenzas flotaban detrás de ellas cual banderas. Alrededor de los jóvenes, el jardín parecía recién salido de las manos de Ceres; las palmeras se inclinaban y murmuraban en el perfumado aire; brillaban las estatuas, las fuentes saltaban como nítida plata y la bóveda celeste estaba teñida del más inefable azul.

Por un momento el mal humor de Diodoro se suavizó. Contempló a las muchachas y al chico y pensó: «¡Qué maravilloso es ser inocente y bello!». Después volvió de nuevo a estar enfadado. Nadie tenía derecho, ni incluso una doncella y un chico, a ser inocentes en un mundo podrido, compuesto de perfumados senadores, viles cobradores de impuestos, magistrados, oficiales y césares que no contestaban a cartas urgentes.

«La niña tiene catorce años ahora; debiera estar ya prometida y preparándose para el matrimonio», pensó Diodoro con resentimiento. El hecho de que el senador hubiese mencionado discretamente a uno de sus propios hijos, que tenía diecisiete años y estaba dispuesto para el matrimonio, y de que esta mención hubiese hecho que Diodoro apareciese como un verdadero Marte con ojos enrojecidos por el furor, fue completamente olvidada por el tribuno. Rubria, aunque aún demasiado grácil, y propensa a repentinos ahogos y a una blancura excesiva alrededor de sus labios cuando se cansaba, tenía ya un pecho redondo, y sus piernas, que brillaban inmodestamente bajo su flotante túnica, eran indiscutiblemente las piernas de una mujer. Diodoro se sintió abatido ante este nuevo aspecto de su hija y ante el hecho de que aún no estuviese prometida. Se sintió enfurecido con Lucano por alguna oscura razón. Alzó la voz y con tono estentóreo dijo:

—¿Qué es este juego? ¿No es acaso la hora de la escuela? ¿Por qué este desenfreno?

Las esclavas le miraron aterrorizadas y huyeron hacia la parte de atrás de la casa como pétalos esparcidos por el viento. Rubria, aún sonriendo, quedó de pie con la pelota en sus gráciles manos morenas, y Lucano se ruborizó.

—No es la hora, padre —dijo la niña, y corrió a besarle.

Enrolló sus brazos alrededor de su cuello y él no pudo evitar el responder a sus caricias. Pero miró con el ceño fruncido a Lucano.

—¡Dieciséis años —exclamó— y jugando con chicas! ¿No puedes encontrar compañeros de juego mejores entre los de tu propio sexo?

Rubria le besó de nuevo en la forma en que lo hacía su madre, pero el padre siguió mirando a Lucano con el ceño fruncido y sombrío, por encima del hombro de su hija. El joven permaneció en silencio, su dorada cabeza alzada orgullosamente y su rostro frío y remoto.

—¿Y con quién va a jugar? —preguntó Rubria, mientras sus manos acariciaban los brazos de su padre. No se sentía turbada, había aprendido de su madre a tratar a Diodoro como un querido pero, de cuando en cuando, furioso niño—. Ninguno de los esclavos tiene su edad, y no hay familias que tengan hijos cerca de nosotros —dirigió a Lucano una sonrisa y una maliciosa mirada—. Además, es demasiado serio.

—No demasiado serio para descuidar sus lecciones y entretenerse en tonterías de niño —dijo Diodoro. No le gustaba el joven aquella mañana—. ¿Acaso hay que esperar que el reloj de arena haya dejado caer el número exacto de granos antes de empezar a estudiar? ¿En tal irresponsable debo gastar mi dinero?

Lucano le miró con unos ojos azules claros y duros y abrió la boca para responder furiosamente, pero entonces vio que Diodoro tenía un color amarillo enfermizo y que no se había afeitado. Su barba era oscura sobre la gruesa piel. Lucano recordó que éste era el día de los magistrados y cobradores de impuestos y que en tales días Diodoro inevitablemente tenía mal humor. La barba sin afeitar era un signo tan seguro como la lectura de un reloj de agua. Por lo tanto, respondió con suavidad:

—Haces bien en reprobarme, señor. —Después se alejó de allí andando con movimientos graciosos, y Diodoro le vio marchar más deprimido que nunca.

—Vete con tu madre —dijo a su hija con una rudeza desacostumbrada.

La cuadriga se acercaba. Podía oír su infernal ruido y repiqueteo, y parpadeó de nuevo mientras emitía un quejido. Rubria le besó, acarició su rostro, le dirigió una mirada de cariñosa conmiseración y se alejó de allí. Diodoro la siguió con su mirada hasta que se perdió de vista y sintió que el corazón le dolía. Ayer era una niña, en el pecho de su madre; hoy ya era una mujer, y pronto abandonaría a sus padres. Era una de las más insoportables trampas de la naturaleza. Pensó de nuevo en Lucano y otra vez su incomprensible furor volvió. Había visto la ardiente mirada que Rubria dirigía al muchacho y cómo Lucano había respondido con una profunda sonrisa. Diodoro azotó a sus caballos y se sintió atemorizado. Si a él no le era posible marchar de aquel lugar, enviaría a Rubria a Roma e incluso el hijo del senador, que era un frágil y estudioso muchacho, no precisamente el ideal para Diodoro, sería un yerno soportable. Por lo menos algo del dinero volvería a la familia, pensó Diodoro, que consideraba ofensivo que Carvilio Ulpiano pudiese gastarlo.

Un viejo orgullo volvió al romano, y su corazón se endureció con la afrenta. Le molestaba ahora que Lucano, el hijo de un liberto, pudiese siquiera mirar amorosamente a su hija. Olvidó, en su creciente y negra ira, que Lucano era el hijo de Iris, a quien no había visto desde hacía mucho tiempo y cuando la veía era únicamente pasar a distancia. Diodoro decidió tener una seria conversación con Aurelia aquella misma noche. Él, Diodoro, mantendría la promesa de educar al joven, a: fin de que éste pudiese servir a la familia humildemente; una esclava de alguna categoría, modesta y hábil en las artes de la casa, sería liberada y su matrimonio con Lucano arreglado. El señor romano tan sólo tenía que mandar y sin duda mandaría. Que Lucano llevase a su esposa a Alejandría con él y que ella cuidase de la humilde casa para su esposo estudiante, cociese su pan y le sirviese el vino inferior que propiamente le correspondía. «He sido suave y débil, —pensó el tribuno, mordiéndose el labio inferior y castigando con el látigo a sus caballos—. He olvidado, en esta sofocante, suave y depravada provincia, que soy romano. He tratado a mis esclavos como si fuesen mis iguales».

Había olvidado también muchas otras cosas. El rostro de Eneas se alzó ante él —aquel insignificante, dulzón, suave de palabras, imitación de hombre—. La ira le cegó los ojos por unos momentos y su corazón palpitó como si hubiese sido humillado más de lo que podía soportar. Luego una vieja angustia, indescifrable, volvió a morder su pecho. Estaba de un humor vengativo cuando llegó a Antioquía. Nunca había matado a un hombre, excepto en batalla, pero ahora deseaba matar. Si él fuese Hércules, destrozaría aquella ciudad con sus manos desnudas. Su nariz, asaltada por los olores de la ciudad, percibió el olor predominante que flotaba en ella: olor de orina. «Una ciudad que parece un urinario…». ¿Y qué hacía un procónsul romano conduciendo él su cuadriga como un pobre mercader? ¿No se le respetaba? ¿Dónde estaban sus oficiales, sus soldados? Olvidó que él mismo había dispuesto las cosas así y que con frecuencia afirmaba que era un soldado sencillo, no un afeminado como los que vivían en la moderna Roma y que Cincinato había cabalgado por la ciudad imperial sobre el lomo de un asno, sin ningún ayudante salvo aquellos pobres granjeros como él. «¡Habrá que hacer un cambio!», se prometió a sí mismo Diodoro en un silencio amenazador.

Fue recibido por Sextus y una tropa de soldados, cubiertos con yelmos y escudos, armados, como era costumbre el día que se administraba justicia. Diodoro gritó a Sextus, con su rostro congestionado por la ira.

—¿Es ésta la hora más temprana en que puedes salir de la cama y venir a mi encuentro para escoltarme? ¿Soy acaso un perro provinciano o un magistrado indigno de honores y de escolta, y debo conducir mi carro como el más pobre campesino desde mi propia casa?

Sextus estaba acostumbrado al mal humor del tribuno en días como aquél, pero no a tales ataques contra su integridad de soldado y de oficial valioso y leal. Por lo tanto, se sintió anonadado. No se refugió en una reserva militar y obediente, como había aprendido debía hacer cuando fuese azotado por la lengua de un superior, sino que exclamó en respuesta:

—Noble Diodoro, me he limitado a obedecer tus expresas órdenes. Constantemente has rehusado la escolta, has ordenado que ningún soldado permanezca cerca de tu casa.

Miró a Diodoro con desmayo y sus soldados mantuvieron rostros inexpresivos, y se miraron unos a otros mientras alzaban las fasces y las banderas.

Diodoro detuvo sus caballos con tanta violencia que éstos se encabritaron y estuvieron a punto de patear el rostro de Sextus. Sin embargo, éste no retrocedió. Sus juveniles ojos brillaron con reproche y excitación.

—¡Vamos, por Zeus! —gritó Diodoro azotando a sus caballos—. ¿Dónde está tu discreción militar? —Consiguió controlar a los caballos y juró contra ellos—. ¡No sólo me acompañarás hoy a la Casa de la Justicia, sino que volverás conmigo a mi casa y permanecerás allí presto a mis órdenes!

Partió a galope y Sextus hizo un gesto de desmayo. Después, volviéndose hacia los soldados, dio una orden seca de seguir tras el tribuno. La cuadriga de Diodoro estaba ya al final de la empedrada calle, envuelta en una blanca nube de polvo calizo. Sextus y sus soldados iniciaron un trote militar tras él y la humillación del joven soldado fue completa ante la mofa de los transeúntes. Rechinó los dientes con ira.

Bien porque los magistrados fuesen más aburridos que de costumbre, o los informes de los recaudadores de contribuciones más tediosos, o los mercaderes locales más quejosos que otras veces, el caso es que para Diodoro aquél fue el peor día que recordaba. Gritó, golpeó con el puño sobre la mesa esparciendo papeles; denunció, insultó y adscribió vergonzosas ascendencias a los magistrados, jueces, nobles y cobradores de impuestos por igual. Tenían cabezas de asno; sus madres habían estado entregadas a innumerables obscenidades desde la pubertad; eran analfabetos y habitaban el más despreciable y depravado país del mundo. Tenían inteligencias de mosquito. Antioquía era una cloaca, y ellos habitantes dignos de tal lugar. Les despreciaba en el lenguaje más descriptivo que podía usar. En alguna ocasión, sin duda, había ofendido en forma imperdonable a los dioses porque de otro modo no estaría allí. Les envió a todos a Plutón; puso en tela de juicio su honradez, sus decisiones y sus informes. Eran unos ladrones, mentirosos, idiotas e inútiles. Aunque sus muñecas estaban sujetas con muñequeras de cuero, se dislocó una mano de tanto golpear con el puño sobre la mesa de madera, y su rostro, congestionado y escarlata, parecía a punto de estallar. No quiso comer nada, y cuando le ofrecieron vino expresó su opinión sobre él y escupió con desprecio.

Cuando por la tarde salió de allí, una tempestad de dolor rugía en su cabeza y los músculos del cuello se contraían en espasmos dolorosos. Quienes quedaron detrás estuvieron de acuerdo por primera vez. El tribuno estaba loco, sin duda alguna, y era un bestia como todos los romanos. Mercaderes y cobradores de impuestos unieron sus cabezas y conferenciaron unos con otros. Los magistrados expresaron con murmullos su ferviente esperanza, no sólo de que el tribuno descendiese pronto al infierno, sino también que Roma le siguiese.

Sextus se había agenciado caballos para él y tres de sus oficiales jóvenes, y galoparon tras la cuadriga de Diodoro. Apenas si podían conservarse a la altura del tribuno. «Conduce como Apolo —pensó Sextus—; con habilidad, pero sin la belleza de Apolo. Debería acudir a las carreras del circo. ¡Dioses, va a matar a esas pobres bestias!». Pero su corazón militar estaba lleno de consternación. El tribuno se hallaba aparentemente enfermo y, por el momento, fuera de sus cabales. Sextus invocó a Marte, mientras galopaban tras de Diodoro por la mal pavimentada carretera.

El húmedo calor era intenso y bajo las armaduras los hoscos soldados sudaban sintiendo que los escudos pesaban demasiado. Uno o dos de ellos se preguntaban qué clase de castigo les esperaría por unas faltas que desconocían.

El senador Carvilio Ulpiano estaba elegantemente sentado en el pórtico exterior de la casa con su cuñada Aurelia, paladeando uno de los vinos más caros de Diodoro y comentando su calidad para sí en un lenguaje muy expresivo. Aurelia, como buena ama de casa, cosía hacendosa, un hábito vulgar que también tenía su hermana Cornelia, la cual nunca llegaría a ser una dama elegante. Fueron sorprendidos por el tronar de cascos de caballo y la visión de una gran polvareda luminosa en la distancia. El senador se puso en pie al tiempo que sus blancas ropas caían a su alrededor, y exclamó:

—¡Por Mitra! ¿Es el Minotauro que se acerca o Plutón que sale violentamente de debajo de la tierra?

—Probablemente es Diodoro —respondió Aurelia imperturbable—. Éste es siempre un mal día para él. Pero ¿no vienen otros caballos con él?

Apartó su costura y permaneció en pie mirando y escuchando. Era una mujer joven y optimista y nada que se saliese de lo corriente le parecía amenazador.

—¿Traerá huéspedes con él para cenar?

—Si son huéspedes no hay duda que deben ser corredores que se entrenan —contestó el senador, cubriendo sus ojos con la mano para protegerlos del sol del atardecer y tratando de ver a lo lejos.

De pronto rompió a reír al ver a Diodoro azotando a sus caballos y de pie en la cuadriga como un corredor, y los soldados a galope tras él envueltos en una radiante nube de polvo. Empezó a aplaudir y gritar con entusiasmo, como alguien que estuviese añorando a los corredores del circo.

—¡Lo conseguirá! ¡Llegará el primero a la puerta!

—¡Por los dioses! Con este calor —murmuró Aurelia— y con su dolor de cabeza. ¿Por qué vienen Sextus y los otros con él?

—¿Soy su esposa para saber lo que suele hacer Diodoro? —preguntó el senador aún riendo.

Diodoro llegó como un trueno a la puerta, saltó de la cuadriga y arrojó las riendas a un lado. Sus seguidores frenaron violentamente y apenas si tuvieron tiempo para evitar estrellarse contra el carro. Sus caballos se movieron, bracearon y se encabritaron alrededor de él, relinchando de cansancio. La luz del sol se reflejó en las armaduras y cascos de los soldados y la espuma que cubría los caballos. Diodoro cruzó por la puerta con rapidez y luego por el patio exterior. Miró al senador e ignoró a su esposa.

—¿Cómo? ¿Todavía estás aquí? —preguntó en tono áspero—. ¿No empiezas aún a echar de menos a tus bacantes y corifeos, ni sientes ansiedad por tus gladiadores y actores favoritos?

Estaba jadeante, con las sienes enrojecidas y chorreando sudor.

—Querido —empezó Aurelia, asombrada por la rudeza y el aspecto de su esposo.

Dio un paso hacia él, pero el tribuno la apartó con un gesto.

—Vete a tus habitaciones, mujer —dijo sin mirarla, y Aurelia recogiendo sus labores desapareció tras las columnas de la casa con lágrimas en los ojos. Diodoro nunca le había hablado en aquel tono.

El senador no perdió la calma. Se mantuvo allí de pie, mostrando su alta elegancia y con un gesto de humor en el rostro. Pensó que Diodoro era un grosero, un militar imbécil cuyo temperamento, como el de todos los militares, era más propio de un animal que de un hombre. Alzó las cejas, sonrió y contemplando enigmáticamente la copa que sostenía en su mano respondió:

—Baco desdeñaría tal vino, mí querido amigo y hermano, y, por lo tanto, aunque los echo de menos, a mí alrededor no acuden las bacantes.

El sutil insulto hizo estremecer a Diodoro. Se mantuvo en pie ante aquel suave patricio de manos delicadas y elegante toga como la figura selvática y oscura de un bárbaro militar, cubierto de polvo, con ojos brillantes y rostro enrojecido y convulso. Su jadeo era claramente audible en la tranquilidad del atardecer. Se quitó el casco y lo tiró sobre las piedras del suelo. Carvilio Ulpiano tomó un delicado sorbo de vino y movió su cabeza con un gesto de censura. El casco rodó y repiqueteó sobre el pavimento.

El senador volvió a sentarse con un gesto elegante. Sus sandalias eran de plata y cintas de oro.

—Siéntate —sugirió, con el tono de un hombre que recibe en su propia casa a otro de inferior condición—. Toma un poco de vino; te refrescará. ¿Sigue el dolor de cabeza siendo tan intenso? Mi médico, que está aquí conmigo, tiene una medicina muy beneficiosa. ¿Quieres que requiera sus servicios?

Sentado en la silla tenía el aspecto de una figura majestuosa y cómoda que contrastaba con el crudo pórtico y frente a una casa que él creía plebeya en extremo y apropiada sólo para un superintendente de esclavos.

—¡Que Mercurio maldiga a tu médico! —respondió Diodoro.

Se dejó caer en una silla y empezó a secarse el sudor de la frente con las manos. Cuando el senador le ofreció su propio y perfumado pañuelo para que se enjugase, lo rechazó con un juramento. El senador se echó a reír.

—Debe haber sido un día muy excitante en la Casa de la Justicia —comentó sirviéndose una fruta almibarada de una bandeja de plata que reposaba en una mesa junto a él.

Miró alrededor en busca de un criado. Era esperar demasiado que en aquella bárbara casa hubiese un criado a mano, por lo tanto, el propio senador escanció una copa de vino para el tribuno y se la ofreció con una leve reverencia. Diodoro quiso rechazarla, pero su boca estaba seca y áspera de polvo y fiebre, por lo que cogió la copa y la vació de un largo trago. Empezaba a sentirse embarazado por haber insultado a su huésped, aunque éste fuese su cuñado. Estaba sentado, con las piernas separadas y su poderoso y enjuto cuerpo inclinado hacia delante y la cabeza un poco caída. Contempló el interior de la copa vacía y dijo sombríamente:

—Todo mi cuerpo es una pura y dolida irritación.

Carvilio Ulpiano se preguntaba dónde estarían sus propios criados. La plebeya libertad y falta de costumbres de aquella casa sin duda les había contagiado, y andarían criticando con los demás esclavos de la casa. Sin embargo, se sintió cómodo. Encontraba el aire de Siria tranquilo y la temperatura gratamente cálida para un hombre poco sanguíneo como él.

El senador comprendió que Diodoro se disculpaba ante él menos que por sentirse furioso, como por haber cometido una falta grave contra las buenas maneras, seria incluso para un soldado. Adoptó una expresión aristocrática, agradable y comprensiva, y sus pequeños ojos, pálidos, de color indefinido, adoptaron el aire benigno que usaba cuando trataba con sus clientes, especialmente con aquellos propietarios de los que esperaba un favor particular o una tarifa respetable.

El tribuno se puso en pie y se quitó la coraza, aflojó el cinturón de cuero y se desprendió de la corta espada, dejándolo todo sobre una silla. Se mantuvo en pie, cubierto sólo con la túnica de tejido casero color rojo tierra que la industriosa Aurelia había hilado, tejido y cosido para él. Sus musculosas piernas, brazos y pecho, cubiertos de crespo vello negro, exhalaban tal fuerza, masculinidad y sudor que el senador cerró sus delicados ajos. «Los soldados —reflexionó— son inevitablemente violentos y estúpidos, y Diodoro no es una excepción». Aunque Cornelia, aquella simple mujer, afirmaba que los libros que el senador estaba constantemente obligado a mandar a Antioquía eran para el uso personal de Diodoro, el senador no lo creía. Era un vándalo. Él, su padre y todos sus ascendientes tenían en Roma reputación de absoluta integridad, honor, virtud y cualidades militares. Esto, consideraba el senador, eran sus cualidades: faltos de imaginación, groseros y poco inteligentes. A pesar de todo, aunque los augustales se reían de Diodoro e incluso el frío César Tiberio sonreía a la mención de su nombre, tenía influencia en Roma entre aquéllos que eran igual que él, y nunca se podía desestimar el poder de los tribunos y los militares, pese a su falta de inteligencia.

Diodoro llenó de nuevo la copa y un poco de vino cayó sobre sus manos. La rojiza luz del sol se reflejaba sobre las blancas paredes de la casa y transformaba las columnas en sonrosados pilares. Un perfume dulce y cálido procedía del jardín en la parte de atrás de la casa y las palmeras murmuraban. Todo estaba tranquilo y en paz, y aquella quietud era buena para los nervios de un caballero que acababa de llegar de Roma, donde el mismo aire que se respiraba estaba cargado de intrigas. Diodoro volvió a sentarse, y repitió en un tono menos agresivo, pero más firme:

—Todo mi cuerpo es una pura y dolida irritación.

El senador suspiró y contempló sus enjoyadas manos pensativamente. No podía evitarlo, pero lo intentó.

—Seguramente que no es —dijo— a causa de esta tranquilidad y del poder que tienes en toda la provincia. César está muy satisfecho de ti. Me dijo un poco antes de partir: «Mis saludos a nuestro buen Diodoro y dile que no conozco otra provincia que esté mejor gobernada».

—Quiere decir —respondió Diodoro con rudeza— que yo no soy un ladrón ni un embustero, que le envío las contribuciones puntualmente y que manejo los asuntos de la provincia con tanta justicia como es posible para evitarle dolores de cabeza.

El senador suspiró de nuevo. Tenía una cabeza estrecha y delgada, cubierta con escaso pelo oscuro. Su boca era demasiado afeminada y excesivamente roja para un hombre. Diodoro continuó, y su voz tembló un poco:

—Recuerdo a mi antiguo camarada de armas, Cayo Octavio, a quien vuestros petimetres llamaban Augusto. Cuando me escribiste que había muerto en Nola, el ancestral hogar de sus padres, y en brazos de su esposa, sentí que mi corazón se rompía. No reconozco a su sucesor como a mi César, por lo menos en mi corazón, y a pesar de que vosotros habláis de él como una divinidad, ¡divinidad!

El senador miró a su alrededor con rápido gesto. Esperaba que nadie les estuviese espiando, alguien que pudiese repetir afirmaciones tan peligrosas. Tosió y murmuró:

—Un hombre debe ser discreto. No te muestres tan airado, mi buen Diodoro. Si no recuerdo mal, en las cartas que me dirigías te quejabas de que tu «viejo camarada de armas» había finalmente destruido la República Y extinguido las libertades políticas. Quemé aquellas cartas porque eran muy peligrosas.

—Absurdo —contestó Diodoro, con ira y acento sombrío—. Le escribí a él mismo en relación con este asunto. Los viejos amigos, los antiguos compañeros de armas, son honrados unos con otros. Yo era como un hijo para él. Discutimos acerca de los honores que había aceptado y mi padre discutió también con él por las mismas razones. Sí, la República murió con él y no fue únicamente por su falta. Era un excelente soldado, mejor, en mi opinión, que el propio Julio César. Al buen soldado se le pueden perdonar muchas cosas, aunque no, por supuesto, la usurpación de poder, y, por lo tanto, yo mismo le reprendí muchas veces y él me dijo, cuando ya era un viejo lleno de sabiduría: «Los ciudadanos corrompidos incuban gobernantes corruptos y es la multitud la que, al fin de cuentas, decide cuándo ha de morir la virtud».

En contra de su voluntad, el senador se sintió sorprendido y por primera vez, empezó a sentir respeto por Diodoro, capaz de reprender a un Cesar con impunidad y recibir de él una respuesta de excusa.

—Ese indeseable que ahora está coronado con hojas de laurel y que es un individuo de sangre fría, puede ser técnicamente mi emperador, y yo le sirvo como soldado, como mi padre sirvió a Cayo Octavio, pero no tengo por qué pretender que le adoro y le considero como uno de los dioses. —Diodoro se movió inquieto en la silla—. Además, deseo volver a mi granja cerca de Roma y olvidar vuestras malditas multitudes, toda vuestra política y depravación, y quedarme con mi familia bajo mis árboles frutales.

—¿Y olvidar también que eres un soldado, mi fiero Marte?

Diodoro vaciló.

—Si Roma me necesita como soldado, deberé responder: No soy necesario en Siria. Enviad aquí a uno de vuestros sinvergüenzas que ocupe mi plaza; él encajará en este condenado lugar mejor que yo. —Suspiró profundamente—. Por lo menos, mi César era un hombre virtuoso y su esposa fue querida hasta su muerte durante más de cincuenta años. ¿Es Tiberio un hombre así?

El senador frotó su barbilla y su mirada recorrió el pórtico y la abierta puerta. Con mucho tacto respondió:

—Soy un hombre a quien no gustan las discusiones; mi tarea es la política y aunque veo con frecuencia al César, nunca discutimos cosas que puedan dar pie a controversias.

—En otras palabras: Tiberio no ha hecho caso de mis cartas y tú no las has discutido con él.

Los vehementes ojos de Diodoro destellaron.

—Paciencia, paciencia —murmuró el senador, mientras se preguntaba cuándo servirían la cena. Empezaba también a sentir dolor de cabeza. Luego añadió, esperanzado—: ¿Habrá invitados a la cena?

Unos invitados producirían un efecto tranquilizador sobre aquel intratable soldado.

—¡Invitados! —exclamó Diodoro—. No. ¿Acaso voy a invitar en mi casa a mis inferiores? No conoces Antioquía te lo aseguro. Es aquí donde me irrito. Si no visitase una vez o dos al año al procurador de Judea, me moriría de aburrimiento e ira. ¿No esperarás un banquete como los que estáis acostumbrados a celebrar en Roma con Tiberio?

«¡Oh, dioses!», pensó el senador con desmayo. Pero dijo en voz alta, con acento razonable:

—¿Por qué estás en contra de Tiberio? Después de todo, es un magnífico soldado: ha disminuido los impuestos tanto como ha podido en nombre de la economía; es, relativamente, un hombre honrado y un caballero honorable; es justo en el trato con las provincias y ha consolidado el Imperio. En cuanto a los banquetes, como soldado, Tiberio no disfruta de ellos. ¿Te crees que es un Baco?

—Estuve con él en una campaña —dijo Diodoro sombríamente y frotándose su dolorida frente—. No puede compararse a Cayo Octavio —añadió en tono defensivo—. Es un espíritu silencioso y un hombre frío. Tiene demasiadas deferencias con vosotros los senadores; consiente que demasiadas lenguas sueltas anden libres, y esto no es propio de un emperador. No impone disciplina…

—Sin embargo, al contrario que tu querido Octavio, es un romano de tu propia clase. Cuando ascendió al trono había menos de cien millones de sestercios en el tesoro. Ahora la cantidad aumenta día por día. Es muy frugal…

—Sin embargo —repitió Diodoro—, usa perversos espías e informadores, lo cual no haría ningún soldado. Cuando un hombre desconfía de sus propios compatriotas y teme el asesinato, habría que examinar a tal hombre. —De nuevo miró al senador con ira—. ¿Por qué no contesta mis cartas?

—Porque estás administrando esta provincia a su completa satisfacción. Si no lo hicieses te llamaría abruptamente. Te lo aseguro: Tiberio y tú sois de la misma clase.

—Esto no me enorgullece —dijo Diodoro. Se levantó—. Si yo fuese el César os pondría a vosotros los senadores en el lugar que os corresponde.

—En otras palabras: serías un tirano —dijo el senador sonriendo.

—Impondría disciplina —respondió Diodoro ajustándose el cinturón de su túnica—. Apoyaría a los hombres «nuevos», las clases medias en Roma; a los hombres ilustres del campo, a los mercaderes, comerciantes, abogados, médicos y constructores. Ya sé que ellos no son patricios, pero tampoco lo soy yo. Muchos de ellos proceden de antiguas familias etrurias. —Sus ojos brillaron—. En cuanto a lo que a mí respecta, daría Italia a los etruscos y les dejaría, a ellos, a los «nuevos» hombres romanos, que tratasen a la canalla romana, y no la adulasen como hacéis vosotros, los senadores, para lograr sus indignos favores. Tampoco llenaría mi palacio con gladiadores, sinvergüenzas y libertos, ni les llamaría mis clientes. ¡Canalla!

El senador se sentía bastante divertido.

—Tiberio no es Catilina, y en cuanto a mí se me alcanza, los hombres «nuevos» no han conseguido ningún nuevo Cicerón.

Diodoro empezó a alejarse, gruñendo su desdén. Se detuvo un momento y dijo:

—Recordarás, mi buen Carvilio, que cenamos cuando suena el gong. Entre tanto, voy a lavarme el polvo pegajoso de Antioquía de mis manos y cara.

El senador quedó solo en la purpúrea y decadente luz del atardecer; se reclinó hacia atrás en su silla y suspiró con satisfacción. Unos pocos días más aliviarían por completo su nerviosismo. Aquella casa, aunque bárbara, con pocos muebles y carente de toda clase de lujos y distinción y en especial de marfiles, cristales valiosos, con pocas estatuas buenas ni aún de los dioses, sin candelabros de bronce corintio, ni pinturas de mérito, y a pesar de que los dormitorios eran simples agujeros destinados al sueño primitivo y animal y no al placer, respiraba un reposo sencillo. Mejor aún: nadie esperaba de él ningún favor y no había necesidad de mantenerse en guardia. Los bárbaros eran en ocasiones, dignos de ser admirados. También consideró que en Roma no le perjudicaba lo más mínimo estar asociado por matrimonio a la respetada y antigua familia de Diodoro. Incluso Tiberio sonreía a Carvilio Ulpiano con más frecuencia que a sus colegas, y aunque su sonrisa era invariablemente apenas perceptible y ácida, por lo menos era una sonrisa. Además preguntaba por Diodoro con cierta regularidad.

Las fuentes en el jardín de detrás de la casa, murmuraban un claro y musical sonido en el silencioso atardecer y los pájaros coreaban esta música. Desperezándose de placer, el senador se levantó y se dirigió hacia los jardines. Tenía su propia finca fuera de las puertas de Roma, pero no podía recordar que fuese tan tranquila como aquélla, ni que las fuentes murmurasen tan armoniosamente ni reflejasen igual la dorada curva de la saliente luna. El oeste se había transformado en una serie de pequeños lagos de fuego rodeados por un deslucido y difuminado tono verde, como un prado celestial. Las blancas columnas de la casa, sencillas y de estilo jónico, y las lisas columnatas, parecían nieve esculpida, salpicadas aquí y allá, con los últimos reflejos anaranjados del sol.

El senador llegó a los jardines. Todo el recinto reflejaba la luz del heliotropo, callada y secreta, pero el agua de las fuentes brillaba como la plata. El perfume del jazmín flotaba en las alas de la suave brisa del atardecer y las palmeras agitaban sus abanicos contra el cielo oscuro del color de la amatista. Miró a su alrededor con placer, gozando del silencio que sólo rompía el sonido del agua y las lánguidas voces de las aves. De pronto quedó sorprendido.

Nunca había percibido aquella bella estatua de mujer, de tamaño natural, que permanecía cerca del centro de la fuente con un níveo brazo extendido en tal forma que los dedos podían tocar las fantásticas aguas en la taza de mármol. ¿Dónde había conseguido Diodoro; que nunca apreciaba una obra de arte, creación tan maravillosa? El senador se estremeció de envidia. Probablemente en Sicilia. Los sicilianos coloreaban sus estatuas y algunas veces lo hacían con delicadeza. La estatua tenía el cabello dorado, iba vestida a la moda griega, y el encantador y curvado perfil color rosa estaba tan perfectamente logrado que casi se podía jurar era carne viviente. La túnica admirable de alabastro envolvía un perfecto y bellísimo pecho, que casi parecía respirar en aquella tenue y misteriosa luz, y los pliegues de la túnica, sencillos y nobles, caían desde la cintura rectos como una vara y se adaptaban sobre las torneadas caderas. El senador nunca había visto una cosa tan adorable. Plaxíteles jamás había modelado una forma tan gloriosa y de tan exquisita perfección.

De pronto, para terror del supersticioso augustal que no creía en los dioses, pero los temía, la estatua se balanceó un poco y empezó a moverse. Retrocedió un paso, mojándose los labios. No le hubiese sorprendido que la móvil estatua hubiese alzado su plateada frente y le hubiese dirigido una flecha contra su corazón por haber pretendido mirar a la propia Artemisa en su virginidad. Fue entonces cuando vio a Diodoro, de pie en medio de uno de los arcos de las columnas, sin ver a su huésped entre las purpúreas sombras cada vez más oscuras. Diodoro estaba mirando a la escultural muchacha, que, con la cabeza baja, marchaba lentamente hacia la puerta del jardín.

La absoluta inmovilidad del tribuno llamó la atención despierta del senador. Contempló el rostro de Diodoro, y su oscura intensidad podía ser apreciada aun en la oscuridad del atardecer. Vio su perfil, contraído por algún dolor intenso y desesperada nostalgia. La muchacha, sin haber visto a los dos hombres, llegó a la puerta, la abrió y desapareció en la oscuridad.

«¡Vaya, por Jove! —pensó el senador, intrigado por la actitud y expresión de su cuñado—. Después de todo no es invulnerable. Ésta no es la expresión de un esposo virtuoso ni de un soldado olvidadizo. Es la de un hombre enamorado, y no se lo reprocho. Esa esclava suscitaría el éxtasis del propio Júpiter».

Oyó el corto suspiro de Diodoro, que sonó en el atardecer como un sonido terrible, y percibió las velludas manos del tribuno apoyadas en sus lados. Más intrigado que nunca, el senador tosió y luego se acercó a su cuñado. Diodoro se sintió sorprendido y miró a su huésped inexpresivamente, mientras el dolor se iba borrando lentamente de sus fieros ojos. Pareció no ver al senador por un momento o dos.

—Bien —dijo Carvilio Ulpiano con una expresión de genial felicitación—, es la más bella esclava que he visto en mi vida. Por un momento pensé que era una estatua y que podría comprártela. En realidad, mi oferta sigue en pie.

Diodoro no respondió; parecía que hubiese perdido el habla temporalmente. Tan sólo podía mirar al senador con aquella falta de expresión, como si hubiese sido profundamente turbado. Carvilio Ulpiano le palmeó afectuosamente en un hombro.

—Afrodita nunca estuvo vestida de semejante belleza —añadió—. ¿Qué mercader te vendió esa mercancía y dónde está ese ejemplar? ¿Tienes otras delicias semejantes? ¿Posees un establo de tales eurídices, de semejantes encantadoras formas y rostros olímpicos?

Chasqueó los labios delicadamente. Estaba sofocado por el deseo y la envidia. Luego continuó:

—Aunque es posible que haya perdido su virginidad —y al decir esto tosió— estoy dispuesto, mi querido Diodoro, a hacerte una espléndida oferta por ella.

Se sintió anonadado por el gesto de Diodoro al volverse hacia él, una expresión de tan salvaje furor, sufrimiento y afrenta que el senador retrocedió precipitadamente y se preguntó si no estaría frente a un loco. Pero cuando Diodoro habló lo hizo en voz baja y ronca, como si se estuviese ahogando:

—Estás equivocado. Esa mujer no es esclava. Es mi liberta.

—¿Que has dado la libertad a una criatura tan gloriosa? —preguntó el senador con un asombro que superaba a su anterior excitación.

—Era como una hija para mi madre —dijo Diodoro, su voz, aún contenida—. No es una muchacha. Es una mujer de casi treinta años de edad, la esposa de mi contable, Eneas, un liberto. —Respiró pesadamente—. Además es la madre de mi protegido Lucano, a quien estoy educando para que sea médico.

El senador, desilusionado y sofocado, movió la cabeza.

—Hubiese jurado que era una virgen joven. Es una calamidad que sea libre. Hubiese proporcionado una fortuna a su dueño. —Se rascó la barbilla descuidadamente con una cuidada uña—. ¿Te estaba esperando acaso, Diodoro, y he venido a molestarte?

—No —contestó Diodoro, casi en un susurro—. No sabía que estuviese aquí. Es evidente que se ha retrasado.

Sus ojos adquirieron un oscuro brillo de tristeza; se volvió y desapareció en el interior de la casa. En aquel momento sonó el gong y el senador, tratando de tragar heroicamente su disgusto ante la rudeza de su cuñado, que le había precedido sin una sola palabra, le siguió con elegantes movimientos.