El maestro griego de Rubria y Lucano era un joven activo y pequeño, con un rostro oscuro y travieso y modales grotescos. Era esclavo y valioso, porque poseía mucho saber. Le había costado a Diodoro quinientas monedas de oro, una extravagancia que de cuando en cuando producía al tribuno un estremecimiento. Se llamaba Cusa, un nombre que a Diodoro le parecía pagano, ni griego ni romano, y tenía los rasgos de un sátiro joven y una lengua picante e impúdica. No temía a nadie ni a nada excepto a Diodoro, y aunque era juguetón y a veces tramposo y alborotador con los otros esclavos, poseía un ingenio brillante y cualidades de poeta. Sobre todo odiaba el analfabetismo y la estupidez y se metía con ellos en un lenguaje tan sucio que hacía reír a Diodoro aunque reprendía a su esclavo.
—Por todos los dioses —le había dicho en una ocasión—, creí, por ser soldado, que conocía todas las palabras, pero tus inventivas, mi querido Cusa, han superado a todas.
Cusa la tomó con Lucano desde un principio. Como muchacho feo que era, envidiaba la belleza apolínea del chico. Como esclavo, consideraba que Lucano, hijo de padres que habían sido esclavos, era una imposición sobre él. Pero el amo era un hombre caprichoso y había que obedecer sus órdenes. A pesar de todo, Cusa se proveyó de una pequeña fusta que usaba sobre Lucano más a menudo de lo necesario, cuando, en opinión de Cusa, el chico hacía alarde de evidente estupidez. Hacía esto en ausencia de Rubria o cualquier otro que pudiese informar al tribuno, y Lucano, aunque indignado y fastidiado, no se quejaba. Pero algún día, se prometió a sí mismo, «cogeré la fusta y la usaré sobre los hombros de Cusa para que escarmiente». Cusa veía a veces un brillo de orgullo en los azules ojos del muchacho y hacía una mueca. «Soy bajo de estatura —pensaba—, y tú eres más alto que yo, mi querido ignorante, a pesar de tu edad; ¡pero el amo aquí soy yo!».
La habitación de clase era pequeña, amueblada con una sola mesa, tres sillas y una estantería llena de libros enrollados. Cusa dejaba la puerta abierta y algunas veces, cuando tenía buen humor y como deferencia a Rubria, dejaba que sus alumnos saliesen fuera y se sentasen en la hierba, Rubria sobre un cojín para protegerla de la humedad. En estas ocasiones solía decir:
—Los filósofos vagabundeaban por entre columnatas y se reclinaban sobre piedras.
Entonces ordenaba a Lucano que se sentase sobre una piedra particularmente incómoda y manifestada socarronamente:
—Hemos de aprender a ser estoicos; es excelente para el alma y la disciplina de la mente.
Pero como él no era nada estoico extendía su rojo manto de lana sobre la hierba para sus propias posaderas.
En cierta ocasión dijo a Diodoro:
—Señor, te ruego que no te sientas contrariado. Ese chico puede que sea hermoso, pero su cabeza es como el mármol que parece.
—Enséñale a ser carne y cerebro —dijo Diodoro comprendiendo bien a Cusa—. Te aconsejo que lo prepares para Alejandría tan rápidamente como sea posible.
Estas palabras hicieron que Cusa aborreciese a Lucano más que nunca. «¡Ah! —decía para sí— la única cosa que hace falta para atraerse un benefactor es tener el pelo amarillo y la piel blanca. Tú, mi buen Cusa, pareces un camello o un mono, y esto es tu desgracia».
Sin embargo, a lo largo de las horas, semanas, meses, y, al final, de dos años de contacto, tuvo que reconocer y respetar, aunque involuntariamente, la rapidez con que Lucano aprendía, su poder de concentración y la casi milagrosa captación de conocimiento que el muchacho tenía. El chico poseía una mente devoradora; datos, poemas y lenguas eran captadas, asimiladas y hechas suyas. Hacía mucho tiempo que había dejado a la pequeña Rubria muy atrás, y ella le miraba con admiración y aplaudía sus éxitos. Por ser muchacha no se esperaba de ella una inteligencia desacostumbrada; su padre deseaba que aprendiese lo bastante para que pudiese disfrutar de la poesía y de los libros menos pesados. Diodoro, sabiendo, por su hija, los progresos de Lucano, solía decir:
—Ahora es cuando ese sinvergüenza de Cusa empieza a ganar el dinero que gasté en él.
A pesar suyo, Cusa empezó a encontrar placer enseñando a Lucano. El chico le mantenía siempre excitado y las horas de enseñanza dejaron de ser aburridas como cuando sólo había tenido a Rubria por discípula. Intentó llegar a los límites de la capacidad de Lucano enseñándole intrincadas lecciones, muy superiores a la que correspondían a su edad, pero Lucano siempre iba un paso más allá y con facilidad. Cusa, que era un verdadero maestro, sentía un secreto y anonadado orgullo por su discípulo, aunque su sarcástica lengua no lo dejase traslucir jamás.
—Serás un buen contable —decía con frecuencia—. Pero ¿qué fantasía te persuade de que llegarás a médico? Nada sabes si no es de memoria, y lloro ya por tus futuros pacientes.
Su fusta estaba siempre a punto. Al cabo de dos años Lucano podía discutir con Diodoro sobre los principales poetas y filósofos, con gran contento por parte del tribuno. Diodoro abría su valiosa biblioteca al muchacho y Lucano estudiaba allí después de las horas de clase y sólo la oscuridad le arrancaba de aquel lugar. Pasaba también algún tiempo con Keptah y las horas con él eran para Lucano las más compensadoras de todas.
Cuando estaban juntos nunca hablaban de la inevitable muerte de Rubria. Era cierto que su juvenil cuerpo empezaba a redondearse con la dulzura de la próxima pubertad, pese a que era dos años más joven que Lucano. Su hermosa cara morena estaba más llena y vivaz, con la alegría de ser joven y mimada; y su apetito había mejorado e incluso podía jugar vigorosamente con Lucano, aunque breves momentos. Pero Keptah sabía que su mortal enfermedad tan sólo estaba contenida.
Para Lucano era bastante estar con Rubria, tocar su pequeña y cálida mano, cambiar miradas divertidas a expensas de Cusa, correr sobre la hierba o coger una húmeda flor roja para tirarla contra Rubria. Se tiraban pelotas uno a otro, reían y gritaban. Imitaban el canto de las aves y miraban con asombro e interés a los pequeños seres silvestres de los árboles. En algunos momentos se sentían tan llenos de inexpresable alegría que tan sólo podían permanecer mirándose a los ojos con un radiante y tímido gozo. Día, tras día aumentaba la belleza de Rubria y también el amor que su compañero de juegos sentía por ella. Lucano pensaba en ocasiones: «Sin duda que Dios no puede arrebatarme este tesoro, esta amada mía, hermana y corazón de mi corazón. Sin Rubria no habría canciones, ni delicias, ni ternura, ni razón de existir». Jugaba con el cabello de Rubria como Diodoro lo había hecho con el de Iris, y se alegraba en sus sedosas trenzas impregnadas de frescura y oloroso olor de vida. Algunas veces se abrazaban, incapaces de hablar, y la impresión de la mejilla de Rubria junto a la suya le invadía de un reverente éxtasis. Sostenía a Rubria entre sus brazos y sentía como si el mundo entero estuviese lleno de belleza y suavidad.
Keptah veía esto y ya no hablaba a Lucano de la inevitable desolación que tendría que llegar. Se creía a sí mismo en la presencia de algo santo y lleno de inocencia. En ocasiones se preguntaba tristemente: «¿Da Dios sólo para quitar? ¿Arrebata con el único propósito de hacer que el corazón humano vuelva a él?».
Una tarde Cusa descubrió a Rubria y Lucano que habían salido de clase. Lucano tejía una guirnalda de flores para Rubia y ella le contemplaba con un atento placer. Tenía sobre su hombro un pájaro amaestrado rojo y jade, que picoteaba su oído. De cuando en cuando, ella se volvía y besaba su amarillo pico. El maestro, que siempre tenía a punto un comentario cáustico sobre la pérdida de tiempo, se sintió repentinamente silencioso. Los contempló desde alguna distancia y le invadió la melancolía. Los dioses envidiaban celosamente la belleza, juventud y felicidad de los mortales. Aquel muchacho era como Febo, el dios del sol, y ella una doncella de dulce y piadosa virginidad. Cusa, cargado de tristeza, se alejó de allí. Aunque era un escéptico, aquella noche rogó a los dioses que no sintiesen envidia de tanta hermosura y sincera dulzura. A la mañana siguiente, dijo, a Lucano con doble intención:
—Si has de ser erudito y médico, te aconsejo que no juegues descuidadamente con las muchachas jóvenes. Esto es para el vulgo y la plebe. ¡Atención! Esta mañana volveremos a los diálogos de Sócrates. Estás muy obtuso con ellos, chico.
Aquél fue un verano delicioso, todo serenidad. La solicitud que Diodoro había enviado pidiendo el traslado a Roma no había sido contestada aún, pero tenía buenas esperanzas. Cultivaba asiduamente el trato con su esposa y esto le proporcionaba bastante serenidad. Evitaba a Eneas cuanto podía y no volvió a acompañar a Lucano hasta su casa. Iris permanecía en su mente como el recuerdo de la mañana, pero evitó con firmeza los encuentros con ella. Era un sueño, para ser recordado como un sueño. Si un hombre era incapaz de controlar con rigor sus pensamientos no era un hombre y mucho menos un hombre romano. La vida exigía disciplina de cuerpo y mente y muy particularmente del corazón. Recibía libros de Roma y se sumergía en su lectura. Aquellas filosofías de hombres ascéticos, llenos de sabiduría, tenían ahora para él un significado especial que levantaba solemnes notas de paciencia y fortaleza. Sumergido en filosofía eterna, olvidaba la corrupción de Roma, y el fétido y alborotado presente. «Que el mundo entero se pierda. La verdad es eterna». «La gente estúpida acude a Roma —se decía a sí mismo—, pero el hombre encuentra refugio en la verdad».
Rubria alcanzó la pubertad y Aurelia se sintió llena de alegría. Se ofrecieron importantes sacrificios en el templo favorito de Aurelia, el templo de Juno. Encomendó a su hija a la esposa de Júpiter, la guardiana de la salud, la familia y los niños. Miraba los ojos luminosos de Rubria, puros e inocentes, y soñaba con nietos. Aún existían familias romanas que tenían hijos fieles, devotos de los dioses y de su patria. Podía tener nietos, ya que no había tenido hijos. Recogió el cabello de Rubria con cintas y le aconsejó modestamente. Le enseñó el arte de la cocina, del gobierno de la casa y cómo una esposa puede mejor complacer a su marido. Escribió a sus amigos de Roma comentando la creciente belleza y madurez de Rubria.
—Te estás precipitando —dijo Diodoro una tarde—. La niña sólo tiene once años.
Tenía celos del joven que se llevase a su hija y gozase de sus risas y dulzura, que la uniese a su vida e hiciese que ella olvidase a su padre.
Aurelia, ocupada laboriosamente con una tableta cubierta de cera en la que estaba escribiendo a una amiga muy querida, madre de apuestos muchachos, preguntó distraídamente:
—¿Cuál será la dote de nuestra hija? Diodoro, te ruego que olvides tus bancos. Debemos tener en cuenta la fortuna de Rubria. En menos de tres años estará dispuesta para el matrimonio.
«Tres años. Soy un viejo», pensó Diodoro con resentimiento. Luego contestó:
—Estás precipitando las cosas. La chiquilla juega en la hierba y es todavía una niña.
Aquella noche acunó a la niña en sus brazos, cantando canciones hasta que se durmió; luego se sentó a su lado y contempló las sombras de sus pestañas proyectadas sobre las sonrosadas mejillas y observó la dulce curva de su boca. «Querida mía —pensó—, querida de mi corazón. Sin duda que nunca ha existido una doncella tan hermosa, inocente, cálida y querida. Una Hebe nacida para servir a los mismos dioses». Apartó este pensamiento con repentino terror. «¡Que los dioses tengan otros servidores! Son dioses y disponen de multitudes», mientras que él sólo tenía a su hija.
Una tarde Keptah entró en la sala de clase y dijo brevemente a Lucano.
—Ven.
Cusa frunció el ceño y le contestó:
—El muchacho estudia en este momento a Platón.
—Vamos —repitió Keptah, ignorando al tutor que, a fin de cuentas, era tan sólo un esclavo.
Lucano, sin una palabra, se levantó y abandonó la habitación con el médico. Pero en el dintel, se detuvo; e hizo una reverencia a Cusa, pues sabía que los esclavos y siervos son muy sensibles.
Diodoro había puesto un asno al servicio de su liberto Keptah.
—Un animal innoble —decía el médico en tono vejado—. Pero me consuela haber oído decir que los asnos son con frecuencia más sabios que los hombres y que tienen además un gran sentido del humor.
Tomó prestado otro para Lucano.
—Hoy vamos a Antioquía —dijo—. Bien, aquí llega tu animal del establo. Es una suerte que no hayamos pedido caballos, porque nos hubiéramos sentido decepcionados. A pesar de ser romano, nuestro señor no se deja impresionar por la raza equina y todos sus animales están comidos de pulgas. ¿Para qué sirve el dinero si no es para disfrutarlo? Hay, sin embargo, hombres que gozan más con el pensamiento de sus cofres que con el de aprovecharse de ellos.
La mala intención de Keptah hizo sonreír a Lucano. Los asnos estaban rollizos y tenían la piel brillante y miraban al médico y al muchacho con ojos arrogantes.
—Tampoco se dejan impresionar por nosotros —dijo Keptah montando.
Sus largas y huesudas piernas colgaban casi hasta el suelo y Lucano se echó a reír. Por su parte, se instaló en el asno que le habían asignado y acarició el cuello del animal, que cerró los ojos aburrido. Iniciaron un trotecillo por la carretera que conducía a Antioquía y Keptah mantenía un silencio desacostumbrado. Había cubierto su cabeza con la capucha, más con el propósito de permanecer en soledad que para protegerse de los intrusos rayos del sol. De vez en cuando Lucano arreaba a su burro hasta conseguir que galopase, disfrutando del aire y del sol, que no parecían afectar su rubia piel. Con el dorado cabello suelto cantaba feliz. No sabía adónde le llevaba Keptah, pero le bastaba estar libre en plena luz, ser joven y poder contemplar las múltiples agrupaciones de flores silvestres azules, granates y escarlatas que adornaban el estrecho camino. Y soñaba.
Antioquía, como siempre, era un tumultuoso crisol de colores, olores y calores. Flotas recién llegadas de Oriente y de otros lejanos países estaban ancladas en el intenso azul del puerto, con sus velas blancas y verdes resaltando contra el cielo. En las estrechas, pendientes y tortuosas calles sonaban voces extrañas, y en todas las puertas, parajes y galerías aparecían voraces rostros oscuros y resonaban con exclamaciones blasfemas, gritos y risas. Las tiendas eran hormigueros. Los gritos de los mercaderes ensordecían. Los camellos gruñían; cruzaban carros y rebuznaban asnos; un fuerte olor agrio de carne cocida caliente, vino y especias reinaba en los cálidos rincones de las calles. Judíos, sirios, sicilianos, griegos, egipcios, tesalonicenses, negros, galos y bárbaros inclasificables, vestidos con los más raros atuendos, paseaban o alborotaban por todas las calles, levantando nubes de blanco polvo que brillaban a la luz del sol. Aquí o allá surgían acaloradas discusiones y querellas; edificios pálidos y brillantes se alzaban en el aire. Bandadas de niños jugaban en el paso de los vehículos y animales, maldecían a los conductores o mendigaban limosna con rostros impertinentes y tostados por el sol.
A Lucano le gustaba la ruidosa ciudad y se sentía excitado. Veía a hombres y mujeres que entraban en pequeños templos de columnas con palomas y niños pequeños en los brazos. Contemplaba las brillantes banderas y aspiraba el fuerte olor a polvo o el cálido olor del heno. Esperaba que Keptah le llevase a la taberna favorita del médico, pero pasaron ante ella sin que éste se dignase ni mirarla. Soldados romanos cortejaban a muchachas vestidas con atuendos de vivos colores y se sentían especialmente atraídos por las doncellas cubiertas con velos. Asediaban a las mujeres jóvenes, y los ojos negros brillaban con destellos a la luz del sol. El polvo era palpable en el sobrecargado aire de la ciudad y, por encima de los demás olores, prevalecía un fuerte olor a estiércol y ajo. Diodoro hablaba de Roma, la Ciudad Imperial, pero a Lucano le parecía que ninguna otra ciudad podía tener tales olores y semejante atracción. Muchas mujeres se asomaban a los balcones de sus casas. Del interior de algunas surgía el alborozado ruido de música y risas. Jardines interiores, protegidos por altas paredes, exhalaban perfumes de rosas y de naranjos en flor hacia las polvorientas calles.
Keptah mantenía el trote de su asno, aislado y remoto, a los ojos de Lucano como una figura deprimente en medio de tanto color. Un grupo de marineros vestidos tan sólo con taparrabos y con grandes anillos dorados en las orejas, reñían en una esquina con gestos vehementes y rostros morenos, fieros y violentos. Sus voces extrañas hablaban una lengua que Lucano no pudo reconocer, resonaban en el cálido ambiente y un cuchillo brilló de pronto. Keptah continuó su camino como si fuese solo y Lucano suspiró. Había más que ver en la vida que en la filosofía. Cuerpos calurosos se apiñaban alrededor de su asno, y un acre olor a sudor reinaba por doquier. Palmeras secas y cubiertas de polvo aparecían a intervalos en las calles. Vendedores ambulantes con bandejas de manzanas en dulce, cubiertas de moscas, gritaban sus mercancías o corrían tras el hombre de morenos pies descalzos que les robaba, y luego, casi siempre, incapaces de darle alcance, le maldecían a gritos. Infinidad de mendigos permanecían sentados contra las paredes, gimiendo, agitando sus platos, cubiertos de barbas enmarañadas y sucias. Mujeres ofrecían flores en cestos y viejos caminaban en medio del alboroto como ciegos, igual que si ya no perteneciesen a este mundo. Un grupo de cabras conducidas por un muchacho interrumpió el paso momentáneamente, bailando, saltando y moviéndose inquietas. Lucano, como siempre, estaba encantado. Se echó a reír al ver un mono insolente sobre el hombro de un hombre y quiso inspeccionar una tienda de loros.
Las calles por las que transitaban ahora estaban más quietas y menos llenas, y Lucano empezó a ver que había menos gente y menos vehículos en ellas. Los edificios eran viejos y decadentes y presentaban un aspecto ruinoso. Los ruidos de la ciudad disminuyeron. Los aullidos de los perros dejaron de oírse. Lucano, más tranquilo, cabalgó junto a Keptah y preguntó.
—¿Dónde vamos? Nunca he estado aquí antes de ahora.
—Tranquilidad —respondió Keptah en un tono de voz débil y áspera que parecía salir de su capucha—. He estado esperando durante mucho tiempo respuesta a un mensaje y hoy mismo ha llegado.
El aire de aquella parte de la ciudad era más fresco, los guijarros del suelo estaban húmedos y brillantes como si hubiese llovido, y las paredes de las casas cerradas y sombrías. Los cascos de los asnos despertaban ecos y levantaban un polvo áspero. Un reguero de agua de desagües corría sobre las piedras, oscuro, brillante y maloliente, produciendo un ruido ahogado. A ambos lados de la cerrada calle se alzaban paredes de piedra oscura y de ellas no procedían voces ni ruidos. Pero una o dos veces Lucano oyó el suave maullido de invisibles gatos que le sugirieron el pensamiento de Isis, la venerable diosa de los egipcios, de ritos ocultos y de los misterios de oriente. El muchacho se estremeció; un helado sudor enfrió su cuerpo y deseó haber traído con él una capa.
De pronto Keptah detuvo su asno gris e hizo un gesto al muchacho. Se había detenido ante una elevada pared de basalto, negra y lisa. Ninguna ventana se abría sobre su impresionante y poderosa vaciedad. Ningún sonido de vida procedía de detrás de su altura. Sólo una pequeña puerta se abría en aquella fachada repelente. Keptah sin decir una palabra, llamó a la puerta como con una señal. La llamada despertó ecos entre las dos paredes de la calle. Keptah esperó; luego volvió a llamar de nuevo. Esta vez hubo un sonido de cadenas y corrimiento de cerrojos. La puerta se abrió con quejidos de bisagras. La abertura se ensanchó y apareció un viejo, vestido con una tosca túnica gris, un hombre increíblemente bajo con una barba blanca y los ojos más brillantes que Lucano había visto en su vida, ojos de niño sonriente y asombrado. De su cinturón de cáñamo colgaba un manojo de tintineantes llaves; sus pies estaban descalzos.
Habló a Keptah en una lengua incomprensible, rápida y con acento de bienvenida, y luego hizo una profunda reverencia… Durante todo este tiempo sus ojos se posaban en Lucano con curiosidad. Abrió por completo la puerta, hizo otra reverencia y se apartó para dejar paso.
Lucano parpadeó sorprendido. Al otro lado de la puerta se extendía un amplio jardín de afelpada hierba, palmeras de dátiles, árboles brillantes, fuentes, setos de rosas, lilas y toda clase de flores. El jardín, inundado de sol, parecía otro mundo. Grupos de sauces agitaban sus ramas como verdes cataratas en el más suave y dulce aire. Las fuentes parecían cantar y los árboles contestar su canto. A cierta distancia, en medio del brillo y perfume, se alzaba un edificio cuadrado bajo y radiante, construido de mármol blanco y más allá de éste se alzaba otro de granito gris, con ventanas de arcos, cerradas contra la luz y tan silencioso como un sepulcro.
A través del jardín discurrían senderos de piedra amarilla y aquí y allá había bancos de mármol bajo la sombra protectora de algún árbol. Lucano no había visto nunca belleza y tranquilidad semejantes a la que reinaba, con aire de retiro y dignidad, en los jardines y edificios, el silencio que no rompía ni una sola voz y la ausencia absoluta de personas visibles en el jardín o alrededor de los dos edificios. El muchacho estaba asombrado. Permanecía incierto mientras la puerta se cerraba tras él y Keptah, y ni se dio cuenta del cuidadoso cierre de cadenas.
—Ven —dijo Keptah, y Lucano le siguió por sobre la suave hierba.
Pájaros de todos los colores le miraban desde las brillantes ramas. Las fuentes murmuraban. Las rosas se mecían y exhalaban una suave fragancia. Los lirios alzaban sus blancos cálices y emitían su sagrado perfume mientras las abejas volaban sobre ellos y sumergían sus dorados cuerpos en la profundidad de las copas. De pronto Lucano se percató de un sonido que no había percibido antes; apenas era perceptible para el oído. Ni cántico, ni canción, sino una débil combinación de ambas cosas. Formaba parte del aire brillante, de las fuentes y de la brisa, y, sin embargo, era una voz humana.
Keptah condujo a Lucano en silencio a través de la hierba hacia el edificio cuadrado de mármol, que carecía de ventanas y de pórticos. Una puerta de bronce grabada con extrañas figuras resaltaba en medio de tanta blancura y una vez abierta Keptah dijo:
—Entra.
Pese a su asombro, Lucano se sintió picado por la curiosidad. Ninguna mano había abierto la puerta; parecía haberse movido por su cuenta y sin crujido de goznes. Lucano se detuvo en el umbral y vaciló antes de entrar. Keptah murmuró:
—No hables nada, ni hagas preguntas. Te voy a dejar por un rato.
La puerta se cerró ante él y Lucano quedó solo.
Aunque no había ventanas y la puerta no estaba abierta, la desnuda blancura de la gran habitación emitía una insegura y perlada luz que aumentaba y disminuía su intensidad, se difuminaba y volvía de nuevo a brillar. Era imposible ver el origen de aquella luz que palpitaba como un corazón tranquilo. Estaba perfumada con un olor parecido al incienso que procedía de todos los sitios y de ninguno en concreto. Lucano sintió al instante que estaba en un templo, pero no sabía que clase de templo, y por alguna razón inexplicable empezó a temblar.
En el centro de la habitación se alzaba el objeto más extraño que había visto en su vida, pero era algo que llenó de un repentino temor el alma del muchacho. En una ancha plataforma central compuesta de tres blancos escalones de mármol, se alzaba el gran símbolo del objeto más infamante en el mundo, el símbolo de la más vil de las muertes y del crimen: era una enorme cruz hecha de algo que parecía transparente alabastro, y se elevaba casi hasta el techo plano de piedra. El temor de Lucano fue transformándose en expectación y asombro. La cruz se erguía solitaria, y no había en el templo más que su sencilla e impresionante majestad, ni sonido alguno que turbase el absoluto silencio.
La luz vacilaba y palpitaba mientras la cruz permanecía invariable. Lucano se mantuvo durante mucho tiempo contemplándola, notando en los oídos el latido de su corazón. Unas pocas veces, muy pocas, había visto cómo crucificaban a un hombre en una de las colinas cercanas a Antioquía, y se había sentido emocionado hasta el llanto por una indescifrable ira. También había visto la cruz de oro en la mano de Keptah la noche de la Estrella, hacía unos dos años, pero casi lo había olvidado.
Con timidez, andando despacio a fin de no turbar aquel sagrado silencio ni acelerar el ritmo de la fluyente radiación, se acercó a la cruz y se detuvo al pie de las deslumbradoras escaleras, mirando hacia arriba. Sus grandes brazos se extendían abiertos en lo alto. Tenía una cualidad expectante y misteriosa, ultraterrena y fría. Su cuerpo era firme y poderoso, y, sin embargo, parecía menos pétrea para el muchacho, como si fuese algo eterno y vigilante, inconmovible en su grandeza, esculpido en majestad.
Lucano permaneció en quieta contemplación, incapaz de retirarse de allí. No sentía nada aparte de un indefinido sentimiento de anticipación. Sintió oprimida la garganta. Sin que su voluntad interviniese, las rodillas se doblaron y quedó arrodillado en el primer escalón, con las manos unidas y sin dejar de contemplar la cruz. Se alzaba sobre él y percibió su impresionante presencia y cómo los brazos se extendían protectores sobre su cabeza. La luz del templo aumentó de intensidad, como un reflejo de luna sobre grandiosas alas.
Lucano no pensaba, ni sentía la presencia de la carne, sólo un sentimiento de profundo asombro y algo como gozo mezclado con tristeza. Se mantuvo de rodillas durante largo tiempo, con la vista fija en la cruz y las manos unidas.
No supo en que momento la cruz aumentó su fulgor ni cuándo empezó a teñirse de un tinte rosado de tonos pálidos. Parecía como si su alma se hubiese dado cuenta antes de que su mente adquiriese conciencia de ello, por lo que no sintió alarma. Percibía también, como entre sueños, una invisible presencia, que era una misma cosa con la cruz, con la luz y con el mármol. La presencia era como un rayo de profunda luminosidad, lleno de masculina ternura. Lucano exclamó en voz alta, moviendo sus pálidos labios: «¡El Dios Desconocido!».
Durante los dos últimos años, la abundancia de su vida, el apasionado goce del saber, las ambiciones, el intenso amor por Rubria, su sentimiento de pertenecer al mundo y a aquéllos que le amaban, su dedicación a la medicina, su entrega a Keptah, la vivacidad y gozo propios de la edad, su exuberante salud y deleite en todas las cosas, habían oscurecido y difuminado cuanto conocía o sentía como niño. Incluso el Dios Desconocido había venido a ser uno más en el panteón; y las leyendas, benevolencia y aspectos de los dioses habían intrigado su joven corazón con tremendas fantasías de belleza. Sus días, durante más de dos años, yacían ante él, delante y detrás, como un río de vivos colores lleno de promesas. Cusa era escéptico y Lucano había adquirido el hábito de considerar todas las cosas bajo un aspecto humorístico, incluso los sueños y misterios que había conocido de niño. Como si se diese cuenta de este fenómeno, Keptah había hablado con él cada vez con menos frecuencia del Dios Desconocido y se había limitado a darle lecciones de medicina. Algunas veces su rostro desconfiado y ausente había hecho que Lucano sintiese un incierto sentimiento de culpabilidad.
Pero en aquellos momentos, su vida parecía una sombra, la vida de un muchacho muy joven, y se encontraba de nuevo en presencia del gran Milagro, que no le reprochaba nada, sino que le daba la bienvenida. No comprendía el significado de la cruz en su mente; tan sólo su corazón comprendió, pero carecía de palabras para expresar sus intuiciones.
Quedó sumido en un éxtasis, como si ante él se hubiesen abierto visiones magníficas aunque dolorosas, con dolor sobrenatural, más allá de la comprensión humana.
Los destellos de la cruz se hicieron más profundos en matices, y más intensos, en tal forma que las blancas paredes, techo y suelo, palidecieron como nubes y adquirieron un tono tenue. Lentamente, momento tras momento, el sonrosado y variable matiz fue pareciéndose a sombras de sangre que cubrían y se extendían por todo el enorme cuerpo de la cruz. La leve luminosidad que inundaba el templo se movió con mayor rapidez, como si presencias etéreas ganasen intensidad y concentración. El muchacho notaba que no sentía temor; tan sólo un creciente asombro y un amor tan profundo que apenas si su cuerpo podía soportarlo. Los reflejos escarlatas de la cruz se reflejaban en su rostro, en la blanca túnica, las manos unidas, los ojos y sus dobladas rodillas.
Lentamente, como movido por un encantamiento, se puso en pie y ascendió los bajos escalones hasta quedar al nivel de la cruz. Era un árbol de rojo y blanco intermitente, palpitante con una vida desconocida para él. Se atrevió a colocar la mano sobre ella y tocarla; el tacto era frío y, sin embargo, vibraba ligeramente. De repente se sintió poseído por una pasión indescriptible, transportado al mismo corazón de la cruz. Sus piernas se debilitaron y cayó sobre la plataforma rodeando el cuerpo de la cruz con sus brazos y reposando su rostro contra ella y, sin la menor conciencia de lo que ocurría, todo su cuerpo empezó a temblar con adoración y la paz más profunda que había experimentado se adueñó de él. Cerró los ojos; se sentía en el mismo centro del universo.
La puerta de bronce se abrió silenciosamente, como movida por una mano invisible, y cuatro hombres aparecieron en el umbral, uno de ellos Keptah. Se detuvieron y a través de la abertura vieron al postrado muchacho, con sus brazos abrazando la cruz, las mejillas sobre su base. Tres de los hombres, mucho más altos y anchos que el propio Keptah, sonrieron tiernamente y se miraron entre sí. Se acercaron a la plataforma con pasos que parecían deslizarse sobre terciopelo y se detuvieron para contemplar la cruz en silencio por varios momentos. Después los cuatro se arrodillaron, inclinaron las cabezas sobre el pecho y cerraron los ojos. Sus labios empezaron a moverse en una oración.
Tres de los hombres iban vestidos como majestuosos reyes, porque eran reyes en verdad. Sus túnicas y mantos brillaban con granate azul, blanco y el más delicado jade. Cinturones de oro labrado, incrustados de piedras preciosas y raras, ceñían sus cinturas. Tocados de pura y blanca seda cubrían sus cabezas, adornados con gemas que brillaban con luz celestial. Alrededor de sus cuellos llevaban grandes collares de oro y plata, de varias vueltas, y adornados con otras preciosas joyas de varios colores. Sus desnudos brazos morenos llevaban anchos y enjoyados brazaletes por debajo de los hombros y alrededor de las muñecas, y sus pies iban calzados con sandalias de oro. Sus rostros orientales estaban tostados por el sol de los desiertos y sus cortas barbas eran viriles y brillaban con el reflejo de aceites perfumados. Bajo sus espesas pestañas brillaban unos ojos que despedían destellos como estrellas, sus narices aguileñas, ganchudas y majestuosas, les daban un aspecto indomable, confirmado por la firmeza de los labios.
Lucano no supo en que momento se percató de la presencia de los extranjeros y de Keptah. Pero no le pareció extraño que estuviesen allí y les miró con una tranquila expresión confiada, esperando, mientras sus brazos se mantenían aún alrededor de la cruz. Cuando ellos se levantaron él no se movió, porque parecía como si le hubiesen olvidado o no lo viesen. Abandonaron el templo y Lucano volvió a quedar sumido en un estado de sueño o inconsciencia que no pudo después explicarse a sí mismo. Sentía una gran resistencia a abandonar la cruz; mientras permanecía allí le parecía estaba seguro, en paz y con todos sus deseos colmados.
Keptah se mantuvo separado de los extranjeros mientras éstos hablaban entre sí, escuchando atentamente al que hablaba y gestos de asentimiento llenos de la más profunda gravedad. Hablaban una lengua que ni el mismo Keptah entendía, aunque sus tonos tenían para él una resonancia familiar, como si oyese ecos de su niñez.
Luego, como si hubiesen llegado a una conclusión, sonrieron a Keptah con afecto; uno de los extranjeros se le acercó y, cuando Keptah se arrodilló ante él, puso sus manos sobre su cabeza en gesto de bendición. Después habló y Keptah pudo entonces comprender sus palabras:
—No estás equivocado, hermano —dijo—. Tienes razón. El muchacho es uno de los nuestros. Pero no puede ser admitido en la Hermandad, aunque no puedo atreverme a decirte por qué. Existe para él otro camino y otra luz, aunque a través de largos y desolados lugares, grises y áridos, y él debe encontrarlo. Dios tiene para él una tarea que deberá realizar antes de que haga su último viaje, y un mensaje único que darle. No te sientas desolado ni llores. Has obrado bien y Dios aprueba tu labor. Muchos serán llamados desde los más remotos lugares de la tierra, pero cuándo y cómo son escogidos no está en nuestras manos sino en las de Dios. Enséñale lo que puedas, después déjale marchar, pero ten la seguridad que no andará perdido en las tinieblas y de que volverá de nuevo a la cruz.
Uno de ellos miró pensativamente hacia el jardín, como si viese una lejana visión. Luego murmuró:
—Irá a ella y se sentará a sus pies. Ella le hablará de las cosas que guarda en su corazón y acerca de las cuales no hablará a ningún otro hombre. Apenas si es mayor que el propio Lucano en edad, y también sufrirá la angustia que aceptó la noche de la anunciación angélica. Él verá su belleza y dulzura y oirá su dulce voz. Pero todo esto ocurrirá en el futuro y no está dispuesto para ahora.
—He deseado verla y tocar su manto —dijo Keptah con voz temblorosa—. He tenido sueños en los que la he visto con el infante en los brazos.
—La verás —dijo uno de los extranjeros en tono bajo—. Si no aquí, en el cielo.
—Misteriosos son los caminos de Dios —manifestó aún otro de ellos—. No podemos hacer más que obedecer.
—No tengo nada que dar —dijo Keptah.
—Estás dando tu vida. Eres fiel y estás lleno de sabiduría.
Keptah se levantó e inclinándose besó las gemas de las túnicas de los extranjeros, mientras sus ojos se cegaban con lágrimas. Ellos se alzaron, le abrazaron y partieron en dirección del edificio de granito.
—Dadme sabiduría —murmuró Keptah mirando en su dirección.
Lucano atravesó la puerta abierta parpadeando, cegado por la luz, y encontró a Keptah solo. El muchacho y el hombre se miraron frente a frente, demasiado llenos de pensamientos para poder hablar por el momento. Después Lucano dijo:
—¿Quiénes son esos hombres? Parecen reyes.
—Son reyes —dijo Keptah suavemente—. Son los Magos.
Tomó la mano helada de Lucano y le condujo hacia la salida.
—No me hagas preguntas, que no puedo responder. No me está permitido hablar.