—Bien, ya eres libre —dijo Diodoro con rigidez, después que Keptah y él regresaron de visitar al pretor de Antioquía—. Pero no estoy obligado a darte aquella gran suma de oro, hasta que tengas cuarenta y cinco años. Esta parte de la promesa hecha a mi padre pienso cumplirla.
El día había sido caluroso; la ciudad demasiado alborotada y exuberante para la moral del romano. Estaba sentado en el blanco recibidor de mármol de su casa y con gesto arisco paladeaba una copa de vino fresco y comía higos maduros que tomaba de una bandeja de plata colocada a su lado.
—¡Bah, este resinoso vino griego! —exclamó. Estaba de mal humor—. Aún creo que te aprovechaste de un momento de debilidad para imponerte sobre mí. Pero dejémoslo, dejémoslo, sinvergüenza. Me has fastidiado bastante con la cantidad que fijaste como estipendio. Pronto serás tan rico como uno de esos sirios en el bazar y sin duda establecerás tu propio negocio, comprarás tus propios esclavos y yo tendré que ir a mendigar tu indulgencia para que atiendas mi casa.
Keptah contuvo una sonrisa. Estaba de pie ante Diodoro y le miraba con un humor sombrío.
—Señor —dijo—, te estaré siempre agradecido y a tu disposición; donde tú vayas iré yo y mi vida está aún a tus órdenes, es aún tuya.
—Bonitas palabras —murmuró Diodoro. Sus airados ojos se posaron sobre el liberto con enojo. Pero dijo:
—Supongo que la ocasión necesita celebrarse. ¡Qué el diablo te lleve! Detrás de ti, sobre aquella mesa, hay otra copa. Si puedo darte órdenes, como dices, te mando que participes de este vino conmigo y tomes un higo o dos.
—Señor, prefiero los vinos romanos, y te ruego que me releves de la necesidad de beber los griegos.
Diodoro maldijo para sus adentros, pero se sintió un tanto pacificado. Contempló el vino que contenía su copa.
—Es ciertamente un líquido maldito —dijo—. Respeto tu gusto. El próximo barco traerá buenos vinos. —Y añadió con sarcasmo:
—Confío en que me permitirás enviar unas cuantas botellas a tus habitaciones para tu deleite.
Sacudió sus herradas sandalias sobre el blanco suelo y contempló a Keptah con sus ojos cubiertos por unas erizadas y negras cejas.
—Toma un higo —dijo.
Keptah inclinó con elegancia su largo cuerpo y tomó una fruta. Con pereza Diodoro introdujo otra en su boca.
—Por Pólux, que ésta es una ciudad detestable —exclamó—. Un montón de basura procedente de todas las cloacas del mundo. Si no tuviese un sentido del deber tan arraigado pediría el relevo. ¿Pero quién otro podría tratar mejor con esa masa de viles gusanos?
—Nadie sino tú, noble Diodoro.
Diodoro le contempló de nuevo con una mirada en la que brillaba la sospecha.
—Tienes una voz tan untosa que fluye, brilla y se pega. Ácido mezclado con miel.
—Siento no serte grato, señor. —Keptah sonrió de nuevo.
—No podrías complacer menos a Plutón —dijo Diodoro, aún agresivo.
Tomó otro higo y se chupó los dedos.
—Ordenaré que sea dado un sestercio a cada esclavo en tu honor. ¡Qué perro más arrogante eres con todo ese aspecto de humildad! No hay nadie tan sabio como tú, en tu opinión.
Keptah mantuvo su dignidad pese a los impulsos que sentía de echarse a reír.
—Sin duda que ahora te darás más aires que nunca, pero te aconsejo que no vuelvas a usar otra vez trucos como el que usaste la otra noche con aquellos pobres esclavos.
Keptah estuvo estudiándole. ¿Debía decir a Diodoro la verdad? ¿Debía revelarle que, en realidad, no había hipnotizado a los esclavos sino tan sólo al tribuno? Decidió no decir nada. Diodoro no le perdonaría nunca. Hizo una reverencia y dijo:
—Te prometo, señor, que no volveré a usar trucos. Y ahora, si me permites partir, debo ir a ver a la pequeña Rubria.
El rostro de Diodoro se aclaró.
—¡Ah! Está mucho mejor ¿Verdad? Puede ya abandonar su lecho y tiene un color en el rostro que no es de fiebre, sino de salud ¿Cuándo crees que estará curada?
Keptah vaciló.
—Creo, señor, que dentro de pocos días podrá dejar la casa y salir al jardín, y en otros catorce días podrá reemprender sus estudios con el tutor que enseñará también a Lucano, el hijo de Eneas. Y después de esas lecciones, ¿queda entendido que estudiará conmigo?
—¿Por un estipendio extra? —preguntó Diodoro de nuevo enfurecido.
—No, señor; le enseñaré cuanto sé en agradecimiento hacia ti.
Diodoro gruñó mientras contemplaba la alargada sombra de su liberto deslizarse por la pared de mármol, al pasar Keptah por entre ésta y el sol, que derramaba sus rayos por entre la columnata que quedaba a su derecha.
«Soy demasiado blando —se dijo Diodoro después de otro trago de la copa de vino resinoso—. Trato a mis libertos como iguales y a mis esclavos como a libertos. Así no hay que maravillarse de que no me respeten. Tendré que hacer sonar el látigo con más frecuencia e imponer un poco de disciplina militar en esta casa».
Pero en el fondo estaba convencido de que era incapaz de ser brutal o injusto, lo mismo que les había ocurrido a sus virtuosos padres, los cuales habían respetado las vidas y las personas del más humilde de los hombres. Diodoro comenzó de nuevo a pensar con desagrado en la Roma moderna y su rostro volvió a ensombrecerse.
¡Aquellos generales que podían dirigir con petulancia las campañas de endurecidos comandantes en lejanos campos de batalla y proyectar tácticas y estrategias como si supiesen algo acerca de tales asuntos! ¡Aquellos suaves y pálidos senadores vestidos con blandas togas, dedicados a la compra y venta en la bolsa, después de una larga mañana en los baños, recuperándose de una noche de orgía y restaurados parcialmente gracias a la habilidad de los esclavos que con manos ágiles, daban masaje a sus fláccidos músculos! ¡Los perros, comprando y vendiendo lo que había costado las vidas de otros hombres ofrecidas en aras de Roma, mientras ellos agitaban perfumados pañuelos ante sus rostros, en tanto que regateaban, ofrecían y se engañaban unos a otros y mientras, entre oferta y oferta, comentaban el último chisme obsceno de la ciudad! Sus degeneradas mujeres, concubinas, esposas depravadas, que llevaban los nombres más nobles de Roma y cometían adulterios como si fuesen pasatiempos de moda… Desgraciadamente lo eran. ¡Aquellos parásitos, los augustales, que entraban y salían del Palatino, tan aristocráticos, como estatuas, podridos de cuerpo, con arpías en sus mentes y traición en sus almas astutas! ¡Literas de oro y mimados muchachos esclavos mantenidos con propósitos vergonzosos; aquella rapacidad y lujuria de lo que antes había sido una sociedad disciplinada, modesta, heroica y frugal; aquella lenta desaparición de una sólida clase media, desaparición que había sido deliberadamente proyectada! ¡La brillante ciudad, la amada del mundo, transformada ahora en un sumidero de corrupción, avaricia, traición, placer, conspiración y decadencia, en una pestilente impureza de la que manaban fiebres, locura y enfermedad, que estaba infectando los más lejanos rincones del Imperio! ¡Y luego, aquellas multitudes romanas procedentes de todas las razas! ¡Incluso Julio César las había temido, con razón, y se había acobardado ante ellas; las había adulado y complacido! ¡La turba romana, versátil, inestable, políglota, sangrienta, desalmada y avariciosa! Donde antes había existido una población sobria y parca, orgullosa de los antepasados, celosas de la república, que encontraba su cabal expresión en el trabajo, la familia y los dioses; que vivía feliz en hogares tranquilos y bajo la sombra de sus árboles, ahora vivía una multicolor y rapaz canalla, presta siempre a aclamar o asesinar, presta a la pelea y a insensatos asentimientos, amontonada en malolientes y congestionadas casas, aborreciendo el trabajo y prefiriendo mendigar y solicitar continuamente del Senado que la mantuviese, adulando a viles políticos que cedían a sus peticiones y amenazando a los pocos hombres honrados que se oponían a sus exigencias por el bien de Roma y de ellos mismos; una multitud que pedía continuamente pan y circo, ansiosas de mezquinos placeres, fanática de gladiadores insensatos y adorando al último corredor, actor y lanzador de disco, como si fuesen los más grandes hombres; una multitud que, en su indolencia, devoraba las contribuciones, cada vez más pesadas, impuestas sobre hombres que valían mucho más que ella, para poder pagar su miserable sustento, cuando el mundo hubiese sido mejor si el hambre o la peste le librasen de ella. ¡Ah, la plebe romana, las malditas multitudes, apropiados señores y esclavos de sus amos, políticos y receptores de sus votos!
No era extraño que Roma tuviese ahora tan pocos artesanos buenos comerciantes y constructores. El monstruoso gobierno chupaba el fruto de su trabajo por medio de impuestos a favor de una canalla perezosa, gruñona y devoradora mantenida a expensas del Estado. ¿Qué le importaba al esclavizado hombre de la calle, de mirada turbia y boca rapaz, haber destruido el heroico esplendor de Roma, difamado sus dioses y envilecido con estiércol las estatuas de los antepasados? ¿Acaso no conseguía ahora, por medio de gruñidos e inscripciones pintadas en las paredes por la noche, que su plato fuese colmado una y otra vez con más grano, sopa y pan, y contemplar espectáculos cada vez más sangrientos en el Circo Máximo? Los amos eran dignos de sus esclavos, y éstos de aquéllos.
En el Palatino aún vivía el anciano soldado, César Augusto, un hombre rígido y moral. Pero ¿qué podía hacer rodeado como estaba por senadores corrompidos y estadistas elegidos por una canalla aún más corrompida? Diodoro recordó de pronto una carta que había recibido unas semanas antes de uno de sus amigos, sellada cuidadosamente y enviada por un mensajero de confianza. (¿Cuánto tiempo hacía que los hombres honrados se veían forzados a sellar sus cartas para protegerlas de los rapaces y vengativos ojos de espías empleados por el Estado?). Su amigo le había escrito: «Temo que Roma esté muriendo. Yo, como tú, querido amigo, he creído durante mucho tiempo (y he rogado para que así fuese) que las viejas virtudes aún florecían en algún lugar de la ciudad, como flores excelentes y bellas en un olvidado jardín, preparando la semilla que crecería de nuevo en amplios espacios. ¡Pero el jardín no existe! Ha sido pisoteado en el barro de la plebe, y por sus codiciosos dueños, que viven del favor de la multitud».
Diodoro, hundido en un estado de impotencia y desesperación como nunca antes había experimentado, pensó en los dioses de Roma. Antaño habían personificado el trabajo honrado, el amor, la santidad del hogar y la propiedad privada, la libertad, gracia y amabilidad, las virtudes castrenses del deber y devoción, el cariño hacia los niños, el respeto entre los empleados y quienes empleaban, el patriotismo, la obediencia a decretos divinos e inmutables, y el orgullo y dignidad del individuo. Pero ¿qué había hecho Roma de estos dioses? Les había transformado en réplicas venales e indescriptibles de sí misma en todos los aspectos.
Diodoro arrojó la copa que sostenía, la cual se estrelló contra la pared de mármol. Se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo sobre los solitarios y blancos suelos, haciendo sonar las sandalias con un sonido parecido al repique de un tambor.
Recordó el final de la carta de su amigo: «La única esperanza de Roma es volver a los valores religiosos».
No una vuelta a los indignos dioses… ¿Pero a qué? ¿A quién? ¿Al «Dios Desconocido» de los griegos? ¿Pero quién era y dónde estaba? ¿Él, el Incorruptible, el Padre, el Amante y Justo? ¿Por qué estaba silencioso si existía? ¿Por qué no hablaba a la humanidad y reordenaba el maloliente mundo, trayendo paz a los que no la tenían, esperanza a los desesperanzados, amor a quienes carecían de él, satisfacción a aquéllos que tenían hambre de justicia? Si existía, ésta era la hora en la que debiera manifestarse, antes de que el mundo quedase envuelto por su propia iniquidad o muriese por su propia espada.
Diodoro se sintió lleno de impaciencia e incontrolable ansiedad. Se detuvo entre dos columnas blancas, con las piernas separadas y firmes, de pie, como están los soldados, y contempló el sol poniente sobre los árboles y palmeras. Su dolor disminuyó por un momento. Nunca había visto tan gloriosa puesta de sol, tan llena de luz sonrosada y dorados reflejos, tan brillante y pura que las ramas de los árboles, las brillantes frondas de las palmeras y las columnas de la casa brillaban con reflejos propios y reflejaban los colores del cielo. Irradiaba majestad y belleza como si una voz hubiese concedido una bendición sobre el mundo entero, como si una poderosa mano se hubiese alzado en un gesto de ternura y amor. El rostro fiero de Diodoro se suavizó y adquirió una expresión casi infantil. Su mente disciplinada le decía que aquello era tan sólo una esplendorosa y poco corriente puesta de sol; su alma le decía que la palabra había sido pronunciada.
Entonces recordó los excitados rumores que circulaban en Antioquía aquel día. Una estrella particularmente brillante, más intensa que la luna, más esplendorosa, había aparecido en el cielo la noche anterior y había sido vista por muchos, incluso durante las horas más vergonzosas de las Saturnales. Había producido mucho temor y las multitudes habían corrido ciegamente por las calles a causa de su terror, con sus alegres vestidos esparcidos por todos los sitios. Pero un sacerdote del templo de Mercurio había informado a Diodoro que había sido un simple cometa o meteoro, y había hablado con indulgencia. Diodoro había preguntado:
—Pero ¿dónde estabas tú que no la viste?
—Estaba durmiendo, noble tribuno —había contestado el sacerdote.
Diodoro miró hacia el lugar donde la estrella había permanecido según sus informantes. Allí no había nada sino la estrella vespertina parpadeando suavemente. Pero, de pronto, creyó que ciertamente había habido una estrella. Su corazón se sintió elevado por una poderosa ola de alegría y consolado, aunque no podía explicarse por qué.
El jazmín nocturno despertó con una ola de fragancia que Diodoro aspiró como si fuese incienso. Se sintió humilde y en paz, lleno de fuerza. «Haré lo que pueda y viviré de acuerdo con los valores y verdades que me han sido enseñados, de acuerdo con las virtudes y justicia que conozco y sin duda Él se acordará de mí, aunque el mundo entero se vuelva loco».
Empezó a caminar entre las columnas por el sendero de mármol hacia las habitaciones de las mujeres. De pronto encontró en el patio a dos de sus oficiales, dos jóvenes que amaba porque les había enseñado él y en quienes confiaba a causa de sus rostros honrados, sus cándidos ojos y su devoción hacia él y las antiguas virtudes. Prestaron atención en cuanto le vieron y le saludaron con marcialidad; Diodoro se detuvo tratando de aparecer severo pese a su gran cariño por ellos.
—¿Cómo es que no habéis vuelto a Antioquía, muchachos? —preguntó.
Nunca mantenía una guardia personal en su casa, como hacían otros jefes militares, porque confiaba en su propio brazo derecho y le disgustaba un excesivo despliegue de militarismo.
—Noble Diodoro, hoy hemos oído rumores alarmantes en Antioquía —replicó uno de los soldados—. Una parte de la plebe murmura que la estrella que pretenden creer que vieron anoche indicó la caída de Roma y la ira de los dioses contra los romanos. Se dice que la estrella se movía hacia el Este, alejándose de la Ciudad Imperial, y esto indica, según dicen, que Roma está a punto de caer. Y cuando un imperio cae, creen ellos, es el momento para que un país sojuzgado se levante y muerda.
—No te alarmes, Sexto —dijo Diodoro, y puso su mano sobre el hombro del joven capitán—. Vamos, vamos, ¿no temeréis por mi causa? ¿Es por esto por lo que habéis desobedecido mis órdenes expresas? Os aseguro que si Roma cae será a causa de la falta de mentes disciplinadas.
—De todas formas, noble tribuno, preferiríamos permanecer de guardia durante algunas noches —dijo el joven Sexto con obstinación y una mirada de súplica en los ojos.
Diodoro se detuvo. Contempló a Sexto y al centurión y vio su obstinación. «Si les mando que vuelvan a Antioquía, pensó, se ocultarán en los jardines, a cubierto de mis miradas, insomnes y hambrientos, y esto será para ellos una carga. ¿Es esto una recompensa justa por lo que consideran es su deber?». Con un deje de emoción dijo:
—Bien está, jóvenes locos y testarudos como mulas, permaneced aquí tanto tiempo como queráis. Ordenaré que dispongan habitación y comida para vosotros y patrullaréis alrededor de la casa vigilando las puertas para que estéis tranquilos. No es que me disguste vuestra actitud —añadió con cierta precipitación por causa de la disciplina—, pero cuando estoy en casa no soy un soldado. Soy tan sólo un pacífico cabeza de familia.
Llegó a los departamentos de las mujeres y estaba a punto de ordenar a una esclava que llamase a Aurelia cuando ésta apareció acompañada de Iris. Reían suavemente como si fuesen hermanas, y la mano de Aurelia descansaba levemente sobre el brazo de Iris, que nunca había parecido tan hermosa a Diodoro. Fue a ella a quien él miró y como si en sus sorprendidos ojos hubiese habido algo terriblemente revelador, el rostro de Iris se oscureció y sus azules ojos se humedecieron como con pena y ansiedad.
Para la «vieja romana» Aurelia, la esposa de un liberto no era un ser despreciable, aunque hubiese sido esclava anteriormente. Si era digna de amor, recibía amor, y si de respeto, respeto. Aurelia e Iris eran íntimas amigas. Pero Diodoro ignoraba que Iris visitaba con frecuencia su casa cuando él se hallaba ausente. Aurelia se sintió sorprendida y feliz al verle.
—¿Llego tarde, Diodoro? —preguntó, acercándose a él y tomando su mano—. El sol aún no se ha puesto del todo.
—Soy yo que vengo temprano —replicó él.
Deseaba besar su redonda mejilla, besarla de lleno en los labios. Era un reflejo contra algo que le amenazaba.
Aurelia empezó a charlar alegremente, en su forma acostumbrada:
—Iris me ha estado ayudando a tejer los lienzos y lanas de invierno. ¡Mira mis dedos! Están encallecidos y casi sangrantes.
Extendió sus manos ante él y se echó a reír. Su cabello, peinado para estar en casa, colgaba sobre sus hombros en dos brillantes trenzas que llegaban por debajo de su cintura; el rostro y la frente brillaban a causa de un ligero sudor y unos rizos oscuros y juveniles caían sobre sus mejillas y frente.
Iris se mantuvo aparte, inabordable como una ninfa de mármol, el dorado cabello peinado a la manera griega, sujeto sobre su cabeza con cintas blancas. La misma clase de cintas sujetaban su esbelta cintura sobre la que se alzaba un pecho perfecto. La luz poniente cayendo sobre ella, daba un tono trasluciente a su carne y Diodoro pensó que no era Diana sino la griega Artemis. El rostro, los brazos, la garganta de Iris parecían una rosa, la compostura de su tranquila expresión y la gentil dignidad de su figura eran las de una soñadora estatua sumergida en lejanos pensamientos sin relación con la humanidad. Su aspecto hizo pensar a Diodoro, pese a la presencia de su esposa, que él era como Acteón y sin duda le estaba prohibido mirarla.
Aurelia vio la fijeza en el rostro de Diodoro al mirar a la joven liberta, e hizo un gesto de comprensión. Entonces Iris, tras una profunda reverencia, se alejó, perdiéndose su alta y bien formada figura entre las sombras de los soñolientos árboles. Diodoro contempló cómo desaparecía. Aurelia le tomó su brazo afectuosamente. No sentía celos. Amaba a Diodoro demasiado y conocía bien la virtud de Iris. Ciertamente era permisible que un hombre mirase a una mujer y su esposa tenía demasiada dignidad y respeto hacia sí misma para sentirse molesta.
Entraron juntos en la casa mientras Diodoro se quejaba de la guardia personal. Aurelia, sin embargo, se sintió aliviada. Había oído rumores entre los esclavos sobre los sentimientos de la gente en Antioquía.
—Hemos de arreglar alojamiento y comida para esos devotos soldados —dijo con placidez.
Le encantaba que otros amasen también a Diodoro. Quería mostrar a su esposo la milagrosa mejora de su hija Rubria y aunque Diodoro preguntaba sin parar acerca de la condición de la niña. Aurelia se limitó a asentir y sonreír misteriosamente. Diodoro, seguido por Aurelia, ascendió por la ancha escalera y entró en la habitación de Rubria.
Allí estaban la enfermera, Keptah y el muchacho Lucano, pero Diodoro sólo vio a su hija, sentada en la cama y riendo. Las mejillas de la niña tenían un saludable color y sus ojos se movían con viveza; tenía recogido el negro pelo detrás de la cabeza con una cinta dorada. Sus diminutas manos sostenían una muñeca hecha por Lucano, pintada de brillantes y alegres colores y con los brazos y piernas flexibles. La muchacha hacía bailar la muñeca sobre sus rodillas y adoptar posturas grotescas. Lucano la contemplaba con una firme y ansiosa mirada mientras Keptah mezclaba una poción en una copa.
Al ver a Diodoro Rubria se sentó erecta en la cama y exclamó con excitación:
—¡Mira, padre! ¿No es una maravilla? ¡Lucano me la ha traído hoy!
Besó a Diodoro a prisa, con deseos de volver a su juego, y él la contempló amorosamente. ¡Ah, la pequeñita había escapado del mismo borde de los campos Elíseos! Viviría y alegraría el corazón de su padre con una buena boda posteriormente y niños a quienes mecer en las rodillas. «Pero debemos regresar a Roma —pensó el tribuno—. Este clima es malo para la niña». Llevaría a la familia a su granja en una provincia cercana a Roma donde el aire era excelente y seco; allí viviría como un terrateniente, olvidando la corrompida ciudad, disfrutando de su familia, y acaso también vendrían hijos.
Miró a Lucano. El muchacho captó su mirada y dijo con deferencia, pero en tono de orgullo:
—Rubria ha estado hoy sentada en su silla durante dos horas, señor.
Luego rompió a reír con la niña ante las contorsiones de la muñeca y de nuevo eran ambos dos niños. Por primera vez Diodoro pensó en los gastos en la Universidad de Alejandría sin que le doliesen. El chico terminaría por reemplazar a Keptah cuando éste fuese demasiado viejo. Permanecería con la familia, que le amaba, doquiera ellos fuesen. Puesto que Lucano había nacido libre podría casarse con la hija de alguna buena y virtuosa familia romana, quizá la de un comerciante próspero, acaso de una familia romana. Lucano y su esposa (que sería elegida por Diodoro teniendo en cuenta su dote, moralidad y capacidad para ser una madre saludable) tendrían un hogar en la granja. El alma paternal del tribuno se ensanchó. En su vejez estaría rodeado de voces y risas infantiles, de la vista de los campos y bosques, del agradable mugido del ganado, de árboles frutales, de sombra y del murmullo sonoro de un río.
Más feliz que nunca, desde hacía mucho tiempo, Diodoro ordenó a Lucano que se quedase a cenar y dijo a la enfermera que enviase un esclavo a la casa de Eneas para informar a los padres del muchacho de que llegaría tarde a casa. Lucano se ruborizó; nunca había sido invitado a comer en la mesa del tribuno y su esposa, pero no vaciló. Rubria pidió al momento que la bajasen abajo y Keptah asintió a la mirada interrogante de su señor. Diodoro llevó a la niña en sus brazos y su corazón estaba tan aliviado que no notó su fragilidad. Tan sólo tenía conciencia de sus risas y de su cabeza apoyada en su pecho.
El comedor estaba decorado con estuco pintado y una alfombra persa cubría el suelo. Las ventanas se abrían frente a las palmeras cuyas ramas estaban teñidas de escarlata por los últimos rayos del sol; fragancia de jazmines y rosas llenaban el cálido aire. Estaba todo tan tranquilo y sereno que podía oírse la voz del río. Keptah, a causa del nuevo honor que le dispensaban como liberto y valioso médico, se sentaba lejos, al final de la mesa, pero Lucano quedó instalado junto a Rubria. «Es como un hijo mío», pensó Diodoro de pronto, y sintió amor por el rostro de Lucano, tan parecido al de su madre, apreciando la nobleza de su frente. «Después de todo —pensó—, llegando al fondo de su repentina democracia y pérdida de las convenciones, los romanos hemos concedido siempre la superioridad a los griegos, incluidos los filósofos. Este muchacho sin duda tiene antepasados patricios, probablemente más antiguos que los míos».
La comida fue una sorpresa para Lucano, porque la mesa de su padre era mucho más lujosa y los vinos mejores. Sirvieron un plato de cordero cocido frío, no muy bien aderezado y demasiado lleno de aceite; luego pan vulgar y varias clases de quesos de los menos distinguidos; y el vinagre y aceite con que estaban arreglados los rábanos y pepinos eran de la más baja calidad, debido a la frugalidad y falta de aprecio de Diodoro. Lucano vio que ni el tribuno ni Aurelia tenían paladar; eran en verdad, gente sencilla y cordial que preferían comidas sencillas y sólidas, las cuales comían con agrado. Lucano echó de menos la mesa de su padre; Iris podía aderezar y sazonar tan hábilmente un sencillo plato de humildes alubias que se transformaba en una delicia epicúrea.
Keptah, admitido por primera vez en la mesa del tribuno, arrugó su oscura y aquilina nariz. Aquello era comida de cerdos, no de hombres. Diodoro roía un pequeño hueso; olía fuertemente a ajo. «Un hombre civilizado puede ser distinguido de la plebe por la cantidad de ajo de su comida», pensó Keptah, limitándose por su parte a un bocado de queso, un trozo de pan y un poco de vino de la clase menos repulsiva. Sin embargo, sentía considerable afecto por Diodoro.
Rubria quedó de pronto cansada y su vivaz voz juvenil se hizo más lenta. Diodoro la llevó a su habitación en la parte de arriba de la casa. Los esclavos estaban encendiendo luces por toda la casa. Lucano acompañó al tribuno; Rubria suspiró satisfecha entre sus almohadas. Extendió su mano a Lucano que la tomó y con un ademán suave besó sus dedos. Rubria cerró los ojos y sonrió, e inmediatamente quedó dormida.
Había oscurecido ya y Diodoro informó a Lucano que sería él y no un esclavo quien le llevaría a casa. En el camino, a través de la noche que avanzaba rápidamente, Diodoro habló de Alejandría con mucho detalle porque conocía la ciudad. El colegio de medicina sólo era enorme; la biblioteca era una de las maravillas del mundo. Lucano debería sentirse humilde ante el pensamiento de ser un estudiante allí. Lucano asintió con gravedad.
—Costará mucho dinero —dijo Diodoro cautelosamente, mientras trataba de ver la cara que ponía Lucano por medio de la débil luz de las estrellas y la naciente luna—. No soy un hombre rico, Lucano. Tus matrículas serán pagadas, pero habrás de ser frugal.
Lucano ocultó una sonrisa y dijo:
—Señor, estaría agradecido con un camastro en el suelo de un establo y mis necesidades serán pequeñas. A cambio, te ruego que me permitas servirte. Y si no, que pueda pagarte luego con lo que gane como médico.
Diodoro se sintió complacido ante esta austeridad. Había tomado a Lucano por la mano y la apretó.
—Tonterías, tonterías —dijo generosamente—. Sólo deseo que aprecies tu fortuna. Desde luego, después de que te gradúes permanecerás con la familia. Keptah será entonces viejo; también él recibirá un generoso estipendio, que mi padre, Prisco, le dejó. ¡Qué hombre tan extraño y elíptico!
Detrás de ellos, desapercibido incluso para el agudo oído del soldado, un joven centurión les seguía, escondido entre los árboles en la distancia y con la espada desenvainada para protegerles. Por fin llegaron a la vista de la casa de Eneas y Lucano rogó a Diodoro que no siguiese más lejos. Entonces echó a correr hacia la casa, deteniéndose un momento para decir adiós con la mano, y un poco triste, a su benefactor, que correspondió al saludo con indulgencia. «Si —pensó Diodoro—, éste es el hijo que yo debía haber tenido». Por un momento se sintió invadido de tristeza. Se detuvo. Lucano entró corriendo a la casa. Ahora estaba todo en silencio, excepto los pequeños cantos de los grillos y el misterioso susurro de las palmeras y los árboles. Diodoro no sabía por qué se había detenido y por qué sentía una repentina desolación en su pecho. La única lámpara encendida en la casa de Eneas vaciló. Entonces la puerta se abrió y apareció Iris sola. La luz de la luna daba un aspecto de plata flotante a su vestido blanco. Anduvo como una diosa hacia un árbol y se reclinó en él, ignorante de la presencia de Diodoro allí cerca. Su dorado cabello caía suelto sobre sus hombros.
Diodoro contuvo la respiración. Apenas podía distinguir el perfil de la muchacha en la plateada y difusa luz. Pero podía ver que ella miraba en dirección de su casa y permanecía tan quieta como una estatua. La mano apoyada en el árbol y el brazo extendido eran perfectos y esbeltos, más blancos y radiantes que la misma luna.
Por un momento los oídos de Diodoro zumbaron. Pasaron unos instantes e Iris aún miraba hacia la casa del tribuno, estaba tan inmóvil, que Diodoro pensó en una aparición. Entonces percibió el sonido de un llanto suave y quedó perplejo. Iris se cubría el rostro con las manos.
Diodoro dio un paso hacia delante en su dirección, luego se detuvo. Deseó gritar, pero no pudo. Tan sólo tenía que acercarse a Iris y tomarla entre sus brazos; su carne sentía un incontenible deseo. Podía sentir el cuerpo de ella contra el suyo, sus manos hundidas en aquel maravilloso cabello, con el que tan descuidadamente había jugado cuando era un muchacho. Sería como seda dorada, perfumado con flores recién cortadas.
Pero no se movió, a pesar de que su apasionado deseo hacía temblar sus brazos y palpitar su corazón con violencia. Bajó la cabeza y silenciosamente, retrocedió, pasó a paso, se retiró entre los árboles y se alejó de allí.