9

He oído decir que no hay ciudad, ni siquiera Roma o Jerusalén, tan bella como Ynys Trebes, y quizá sea cierto, pues aunque jamás vi esas ciudades, sí que estuve en Ynys Trebes, y en verdad es un lugar de maravilla, el más hermoso de cuantos he visto. Levantábase sobre una escarpada isla de granito, en una bahía amplia y poco profunda que en ocasiones semejaba un campo de espuma barrido por vientos aullantes, mientras que en el interior de Ynys Trebes todo permanecía en calma. En verano la bahía ardía de calor, pero la capital de Benoic siempre se conservaba fresca. A Ginebra le habría entusiasmado Ynys Trebes, pues allí todo lo antiguo era venerado y no se permitía fealdad alguna que empañara su gracia.

Naturalmente, los romanos habían llegado a Ynys Trebes, pero no la habían fortificado, sino que se habían limitado a construir un par de villas en la cumbre. Las villas continuaban en pie, el rey Ban y la reina Elaine las habían unido y mejorado a costa de las construcciones romanas de tierra firme, de donde habían obtenido columnas, pedestales, mosaicos y estatuas; así pues, en la cumbre de la isla se elevaba un palacio espacioso y lleno de luz, con cortinas de lino blanco que se agitaban al menor soplo de brisa marina. El mar era la vía de acceso más fácil a la ínsula, aunque existía una especie de terraplén que quedaba bajo las aguas cada vez que subía la marea y que durante la bajamar resultaba traicionero, pues se formaban arenas movedizas. El terraplén estaba marcado por sarmientos trenzados, pero las marcas eran arrasadas una y otra vez por las tremendas mareas y sólo un insensato osaría cruzar por allí sin contar con los servicios de un guía local que le condujera entre las arenas movedizas y las rías engañosas. En el punto más bajo de la marea, Ynys Trebes emergía del mar en medio de una extensión de arenas rizadas surcada por barrancos y profundos charcos y, cuando el mar subía y el viento de poniente soplaba con fuerza, la ciudad semejaba una nave monstruosa abriéndose paso intrépidamente por las tumultuosas aguas.

Al pie del palacio había un corrillo de edificios de menor importancia, colgados de las escarpadas laderas de granito cual nidos de gaviotas. Había templos, comercios, iglesias y viviendas, todo encalado y construido en piedra, todo adornado con cuantos relieves y ornamentos no hubieran encontrado acomodo en el palacio de Ban; orientábanse las casas hacia el camino pavimentado que ascendía en escalones, rodeando la empinada ladera de la isla hasta alcanzar la morada del rey. En el lado oriental de la ínsula había un pequeño muelle de piedra en el que sólo se podía atracar sin riesgo en los momentos de mayor calma; por tal motivo habíamos desembarcado nosotros en otro punto más seguro, a un día de marcha hacia poniente. Más allá del muelle había un puertecillo que no era sino un gran charco formado por las mareas y protegido por bancos de arena. Durante la bajamar el charco quedaba aislado del mar, y cuando subía la marea el amarre no era seguro si el viento soplaba del norte. Una muralla de piedra mantenía a raya al mundo exterior rodeando enteramente el pie de la ínsula, excepto en las partes donde la pared de granito era de por sí imposible de escalar. Fuera de Ynys Trebes acechaban los tumultos, los enemigos francos, la sangre, la pobreza y la enfermedad, pero murallas adentro respirábase dedicación al estudio, a la música, a la poesía y a la belleza.

Mi destino no era la amada ínsula y capital del rey Ban, pues tenía la misión de defenderla combatiendo en tierra firme contra los francos, que atacaban las tierras de labor que a su vez sustentaban la magnífica capital; sin embargo, Bleiddig insistió en que conociera al rey, de modo que fui conducido por el terraplén hasta cruzar las puertas de la ciudad, adornadas con un hombre sirena que blandía un tridente. Subimos después por la empinada escalera de piedra serpenteando entre templos y tiendas; vi casas con tiestos de flores en los balcones, estatuas y fuentes que vertían sus aguas limpias y frescas en abrevaderos de martitol en donde cualquiera podía llenar un cubo o agacharse a beber. Bleiddig me guiaba y protestaba por el derroche que acarreaba la ciudad, cuando todo ese dinero estaría mejor empleado en reforzar las defensas de la tierra, pero yo estaba perplejo. Me pareció que valía la pena luchar por semejante lugar.

Cruzamos las últimas puertas adornadas con hombres sirena y llegamos al patio de palacio; tres lados estaban ocupados por edificios de paredes cubiertas de parras y el cuarto se abría ampliamente al mar en una serie de arcos blancos. En todas las puertas había guardias con mantos blancos y lanzas de punta brillante y mango pulido.

—No sirven para nada práctico —musitó Bleiddig—, no serían capaces ni de enfrentarse a un pelele, pero adornan mucho.

Un cortesano con toga blanca salió a nuestro encuentro y nos escoltó durante un largo recorrido por varias salas, todas llenas de singulares tesoros. Vi estatuas de alabastro, platos de oro y, en una de las habitaciones, una hilera de espejos de azogue que me dejó atónito, pues mi imagen se reflejaba interminablemente: un soldado sucio con barba y manto rojo repetido infinitas veces, cada vez más pequeño, en los diversos espejos. En la siguiente estancia, que estaba pintada de blanco y olía a flores, una muchacha tocaba el arpa. Llevaba una túnica corta, nada más. Sonrió al vernos pasar y siguió tocando. Tenía el pecho dorado por el sol, el cabello corto y la sonrisa pronta.

—Esto parece un prostíbulo —dijo Bleiddig en un murmullo ronco—, y ojalá lo fuese, así al menos serviría para algo.

El cortesano de la toga abrió las últimas puertas con pomos de bronce y, con una inclinación de cabeza, nos hizo pasar a un espacioso aposento con vistas al brillante mar.

—Lord rey —dijo, y se inclinó ante el único ocupante de la sala—, el jefe Bleiddig y Derfel, capitán dumnonio.

Un hombre alto y delgado, de expresión preocupada y escaso pelo blanco, que estaba sentado a una mesa escribiendo en un pergamino, se levantó entonces. Un soplo de aire movió el pergamino y el hombre se apresuró a sujetarlo por las esquinas con cuernos de tinta y piedras de serpiente.

—¡Ah, Bleiddig! —exclamó el rey, avanzando hacia nosotros—. Habéis regresado, veo. Bien, bien. Algunos no regresan jamás, los barcos no sobreviven. Deberíamos reflexionar sobre ello. ¿Será la respuesta naves de mayor envergadura, creéis vos? ¿O será por ventura que las construimos defectuosamente? No estoy seguro de que nuestros conocimientos de construcción naval sean adecuados, aunque nuestros pescadores juran que sí, a pesar de que algunos de ellos tampoco regresan nunca. Es un problema. —El rey Ban se detuvo en medio de la habitación y se rascó la sien, con lo que manchó de tinta un poco más, su escaso cabello—. No adivino en modo alguno una solución inmediata —anunció por fin, y entonces se quedó mirándome—. Vos sois Drivel, si no yerro.

—Derfel, lord rey —dije hincando una rodilla en el suelo.

—¡Derfel! —Pronunció mi nombre con gran asombro—. ¡Derfel! ¡Permitidme un momento de meditación! Derfel. Si vuestro nombre significa algo, supongo que debe de referirse a perteneciente a un druida. ¿Es así, Derfel?

—Merlín me crió, lord rey.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Oh, sí, sí, ciertamente! ¡Vaya, vaya! Gran hallazgo. Hemos de hablar vos y yo. ¿Cómo se encuentra mi querido Merlín?

—Hace cinco años que no lo vemos, señor.

—¡De modo que es invisible! ¡Ja! Siempre pensé que dominaba ese truco, entre otros. Y resulta harto útil. Tengo que pedir a mis sabios que investiguen ese tema. Alzaos, alzaos, no puedo soportar que la gente se arrodille ante mí. No soy un dios, o al menos no creo serlo. —El rey me miró de arriba abajo y pareció decepcionado por lo que veía—. ¡Parecéis un franco! —puntualizó con tono confuso.

—Soy dumnonio, lord rey —dije con orgullo.

—No lo dudo un momento, un dumnonio precursor de mi querido Arturo, ¿verdad? —preguntó con interés.

—No, señor —dije. ¡Qué pocos deseos tenía de que llegara ese momento!—. Arturo está rodeado de numerosos enemigos. Lucha por la supervivencia de nuestro reino y por ese motivo me ha enviado a mí con unos pocos hombres, cuantos fueron posibles, y tengo orden de escribirle y comunicarle si son necesarios más.

—Son necesarios más, en verdad que son necesarios —dijo Ban con el tono más fiero que le permitió su delicada y aguda voz—. ¡Ay de mí, sí! De modo que habéis traído a unos pocos hombres, ¿cuán pocos son unos pocos, exactamente?

—Sesenta, señor.

El rey Ban se dejó caer en una silla taraceada de marfil.

—¡Sesenta! ¡Esperaba trescientos! ¡Y a Arturo en persona! Parecéis harto joven para ser capitán de soldados —dijo, y en su voz había duda. De pronto se exaltó—. ¿He entendido correctamente? ¿Habéis dicho que sabéis escribir?

—Sí, señor.

—¿Y leer? —inquirió con vehemencia.

—Por supuesto, lord rey.

—¿Lo veis, Bleiddig? —exclamó el rey con tono triunfante, levantándose de la silla como movido por un resorte—. ¡Hay guerreros que saben leer y escribir sin menoscabo de su hombría! El conocimiento de las letras no les reduce a la condición de escribientes, mujeres, reyes o poetas, tal como vos sostenéis con tanto empeño. ¡Ja! Un guerrero que sabe leer y escribir. ¿Por ventura escribís poesía? —me preguntó.

—No, señor.

—¡Qué lástima! Somos una comunidad de poetas. ¡Somos una hermandad! Nos llamamos los fili, y la poesía es nuestra severa dueña. Por decirlo de otro modo, la poesía es nuestra misión sagrada. Tal vez os inspiréis aquí. Venid conmigo, mi sapiente Derfel.

Ban olvidó por completo la ausencia de Arturo y empezó a corretear exaltado por la habitación. Me hizo una seña para que lo siguiera y salimos por otras grandes puertas, cruzamos una habitación más reducida donde tañía el arpa otra muchacha semidesnuda como la anterior e igual de bonita y finalmente llegamos a una gran biblioteca.

Nunca hasta entonces había visto una biblioteca de verdad, y el rey Ban, alardeando de la suya, observaba mi reacción. Me quedé boquiabierto y había motivos para ello, pues todos los pergaminos estaban atados con un lazo y colocados en una especie de casillas abiertas, hechas a medida, que se apilaban una encima de otra como las celdas de un panal. Había cientos de celdas, cada cual con su pergamino y una etiqueta esmeradamente manuscrita con tinta.

—¿Qué lenguas conocéis, Derfel? —me preguntó Ban.

—La sajona, señor, y la britana.

—¡Ah! —exclamó decepcionado—. Sólo lenguas plebeyas. Por mi parte, he llegado a poseer cierto dominio del latín, el griego, el britano, naturalmente, y una iniciación al árabe. El padre Celwin, que está ahí, habla tantas como yo pero multiplicadas por diez, ¿no es cierto, Celwin?

El rey se dirigió al único ocupante de la biblioteca, un sacerdote viejo y con barba que tenía una grotesca joroba y un hábito monacal negro. El sacerdote alzó la mano en gesto de asentimiento, pero no levantó la cabeza del legajo de pergaminos que tenía encima de la mesa. Por un momento creí que el anciano tenía una bufanda de piel alrededor de la capucha del hábito, pero de pronto vi que era un gato gris, pues levantó la cabeza, me miró, bostezó y volvió a dormirse. El rey Ban pasó por alto la rudeza del sacerdote y me llevó al otro lado de las hileras de casillas para enseñarme los tesoros de su colección.

—Todo lo que hay aquí —dijo con orgullo— perteneció a los romanos que habitaron estas tierras o son regalos que mis amigos se acuerdan de enviarme. Algunos manuscritos son tan viejos que no se pueden manipular, y son los que copiamos. A ver, ¿qué es esto? ¡Ah, sí! Una de las doce comedias de Aristófanes. La tengo todas, claro está. Aquí tenemos Los babilonios, una comedia en griego, jovencito.

—Con menos gracia que el pan duro —soltó el sacerdote desde la mesa.

—Y tremendamente divertida —dijo el rey Ban, impertérrito ante la falta de gentileza del sacerdote, a la que, sin duda, debía de haberse habituado—. Tal vez fuera necesario que los fili construyéramos un teatro para representarla —añadió—. ¡Ah! Esto os agradará. Ars poética, de Horacio. Esta copia la hice yo.

—Por eso es ilegible —terció de nuevo el padre Celwin.

—Obligo a todos los fili a estudiar las máximas de Horacio —me dijo el rey.

—Razón por la cual hay poetas execrables —remató el sacerdote, que no había levantado la cabeza de los pergaminos.

—¡Ah, Tertuliano! —El rey sacó un pergamino de la casilla y sopló para quitarle el polvo—. Una copia de su Apolo geticus.

—¡Basura! —exclamó Celwin—. ¡Qué lástima de tinta, con lo preciosa que es!

—¡La elocuencia misma! —exclamó el rey Ban con entusiasmo—. No soy cristiano, Derfel, pero algunos escritos cristianos rebosan de recto sentido moral.

—Nada más lejos de la verdad —insistió el sacerdote.

—¡Ah, sí! Seguro que conocéis este trabajo —prosiguió el rey extrayendo otro pergamino de su casilla—, Meditaciones, de Marco Aurelio. Es una guía sin parangón, mi estimado Derfel, del modo en que el hombre debería vivir la vida.

—Perogrulladas de un romano aburridísimo escritas en un griego pésimo.

—Probablemente es la joya más grande del mundo en lo que a libros se refiere —comentó el rey con aire soñador; dejó a Marco Aurelio y sacó otro pergamino—. Esto es una gran curiosidad, ciertamente. El gran tratado de Aristarco de Samos. Sin duda lo conocéis.

—No, señor —confesé.

—Tal vez no se encuentre en la lista de lecturas imprescindibles de todas las personas —comentó el rey con tristeza—, y sin embargo, no carece de cierta gracia curiosa. Aristarco afirma, no os riáis, que la Tierra gira alrededor del Sol, y no el Sol alrededor de la Tierra. —El rey ilustró tan peregrina noción moviendo sus largos brazos en círculos de una manera harto extravagante—. Lo entendió al revés, ¿comprendéis?

—A mí me parece sensato —opinó Celwin, que seguía sin mirarnos.

—¡Y Silio Itálico! —El rey señaló varias celdillas todas llenas de pergaminos—. Mi estimado Silio Itálico. Tengo sus dieciocho volúmenes sobre la segunda guerra plúmbea. En verso, naturalmente. ¡Un auténtico tesoro!

—La segunda guerra púnica —dijo el sacerdote.

—Ésta es mi biblioteca —resumió Ban con orgullo, y salimos de la estancia—, ¡la gloria de Ynys Trebes! La biblioteca y los poetas. Disculpadnos las molestias, padre.

—¿Qué molestias puede causar un saltamontes a un camello? —apostilló el padre Celwin; cerramos la puerta y seguí al rey.

Pasamos ante la arpista del pecho descubierto y volvimos con Bleiddig.

—El padre Celwin dirige un trabajo de investigación —anunció Ban con orgullo— relativo a la envergadura de las alas de los ángeles. Tal vez le pregunte acerca de la invisibilidad. Al parecer, todo lo sabe. Pero, Derfel, ¿comprendéis ahora por qué es tan importante que Ynys Trebes no sucumba? Este reducido espacio, mi querido amigo, cobija la sabiduría de nuestro mundo, recogida de entre las ruinas y de la cual nos hacemos depositarios. Me pregunto qué será un camello. ¿Sabéis vos qué es un camello, Bleiddig?

—Una clase de carbón, señor. Los herreros lo usan para fabricar el acero.

—¿Es cierto eso? ¡Qué interesante! Pero sería difícil que un saltamontes molestara al carbón, ¿no es cierto? No es probable que tal contingencia haya lugar, por tanto, ¿por qué plantearla? ¡Qué perplejidad! Tengo que preguntárselo al padre Celwin cuando esté de humor para preguntas, lo cual no sucede a menudo. Bien, jovencito, sé que habéis venido a salvarme el reino y no dudo de que estéis deseando poneros manos a la obra, pero antes debéis quedaros a cenar. Mis hijos se encuentran aquí, ¡ambos son guerreros! Tenía la esperanza de que dedicaran su vida a la poesía y al estudio, pero los tiempos demandan guerreros, ¿no es cierto? Con todo, mi amado Lancelot tiene a los fili en tan alta estima como yo mismo, así que hay esperanzas para el futuro. —Hizo una pausa, arrugó la nariz y me sonrió con benevolencia—. Creo que debéis de estar deseando un baño.

—¿Cómo decís?

—Sí —remató Ban con decisión—. Leanor os conducirá a vuestros aposentos, os preparará el baño y os proporcionará ropa limpia.

A unas palmadas suyas, la primera arpista apareció en la puerta. Al parecer se llamaba Leanor.

Me hallaba en un palacio a orillas del mar que rebosaba de luz y belleza, poseído por la música, consagrado a la poesía y hechizado por sus habitantes, que se me antojaban procedentes de otra época y de otro mundo.

Y entonces conocí a Lancelot.

—No sois más que un niño —me dijo Lancelot.

—Cierto, señor —contesté.

Estaba comiendo langosta con salsa de mantequilla y creo que hasta el momento no había probado jamás bocado tan delicioso, ni después tampoco.

—Arturo nos insulta enviándonos a un simple niño —insistió Lancelot.

—No es cierto, señor —dije, con la barba llena de mantequilla.

—¿Me acusáis de mentir? —me preguntó con exigencias el príncipe Lancelot, Edling de Benoic.

—Os acuso, lord príncipe —respondí con una sonrisa—, de equivocación.

—¿Sesenta hombres? —dijo en son de burla—. ¿Eso es todo lo que Arturo puede hacer por nosotros?

—Así es, señor.

—Sesenta hombres al mando de un niño —resumió Lancelot con sarcasmo.

No debía contar él un año o dos más que yo, aunque sentía hacia el mundo el hastío propio de un hombre mucho mayor. Era impresionantemente bello, alto y bien proporcionado, con un rostro estrecho de ojos oscuros que resultaba tan impactante en su masculinidad como el de Ginebra en su femineidad, aunque Lancelot tenía un no sé qué de serpiente en su distante forma de estar. Llevaba el oscuro cabello aceitado y peinado en rizos que se sujetaba con peinetas de oro; el bigote y la barba bien recortados y aceitados también, de forma que brillaban, y olía a espliego. Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida, y peor aún, él lo sabía, pero me disgustó desde el primer momento. Nos conocimos en el salón de festejos de Ban, que por cierto, no se parecía a ninguno de los que yo había visto. Tenía columnas de mármol, cortinas blancas que nublaban la vista del mar y paredes lisas y revocadas, decoradas con frescos de dioses, diosas y animales fabulosos. Los sirvientes y los guardias se alineaban junto a las paredes de la hermosa habitación, iluminada por un millar de pequeños platos de bronce donde ardían mechas que flotaban en aceite; gruesos velones de cera alumbraban directamente la larga mesa, cubierta por un paño blanco que yo no cesaba de manchar de gotas de mantequilla, igual que la incómoda toga con que el rey Ban quiso que acudiera al banquete.

La comida era deliciosa, pero la compañía, insoportable. Estaba también el padre Celwin, y me habría gustado tener ocasión de hablar con él, pero se dedicaba a importunar a uno de los tres poetas presentes, miembros de la estimada banda de fili del rey Ban, y yo quedé aislado en el otro extremo de la mesa con el príncipe Lancelot. La reina Elaine, que ocupaba un lugar junto a su esposo, defendía a los poetas de las pullas de Celwin, que parecían mucho más divertidas que la desagradable conversación de Lancelot.

—Arturo nos insulta —insistió una vez más.

—Lamento que penséis de ese modo, señor —respondí.

—¿Es que no discutís jamás, niño? —me preguntó.

Lo miré a los ojos, duros y fríos.

—Es necedad que los guerreros discutan durante un banquete, lord príncipe —dije.

—De modo que sois un niño tímido —se burló.

—¿En verdad queréis discutir, lord príncipe? —dije en voz baja, al límite de la paciencia—, porque si es eso lo que queréis, llamadme niño una vez más y os parto el cráneo —dije con una sonrisa.

—Niño —me dijo.

Volví a mirarlo confuso; no sabía si se trataba de un juego cuyas reglas ignoraba, pero si de juego se trataba, era tremendamente serio.

—Diez veces la espada negra —dije.

—¿Cómo? —preguntó con el ceño fruncido, pues no reconocía la seña de Mitra y, por ende, no era hermano mío—. ¿Os habéis vuelto loco? —añadió, e hizo una pausa—. ¿O sea que sois un niño tímido y loco, por demás?

Le golpeé. Tenía que haberme dominado, pero el malestar y la rabia pudieron con la prudencia. De un solo codazo le hice sangrar por la nariz, le partí el labio y lo tiré al suelo de espaldas. Quedó allí tendido y me arrojó la silla, pero la esquivé rápidamente, aunque estábamos tan cerca que el golpe carecía de fuerza. Aparté la silla de una patada, levanté a Lancelot y lo empujé haciéndole caminar hacia atrás hasta arrinconarlo contra una columna; allí, le golpeé la cabeza contra la piedra y le clavé una rodilla en la entrepierna. Se encogió; su madre gritaba y el rey Ban y los poetas invitados me miraban con la boca abierta. Un inquieto guardia de manto blanco me apuntó a la garganta con la lanza.

—Retiradla —le dije— o sois hombre muerto. —Y la retiró.

—¿Qué soy, lord príncipe? —pregunté a Lancelot.

—Un niño.

Le agarré por la garganta con el brazo, ahogándolo casi. Él se resistía pero no podía librarse de mí.

—¿Qué soy, señor? —pregunté de nuevo.

—Un niño —dijo entrecortadamente.

Me tocaron el hombro y, al volverme, vi a un hombre rubio de mi misma edad que me sonreía. Como durante la cena ocupaba el otro extremo de la mesa, lo había tomado erróneamente por un poeta más.

—Hace tiempo que tengo ganas de hacer lo que acabáis de hacer vos —me dijo—, pero si lo que pretendéis es que mi hermano deje de insultaros, tendréis que matarlo y, tal como exige el honor de la familia, yo tendría que mataros a mi vez, pero dudo que desee hacerlo.

Aflojé el brazo con que sujetaba a Lancelot. Se quedó quieto unos segundos, recuperando el aliento, y después sacudió la cabeza, me escupió y volvió a la mesa. Sangraba por la nariz, los labios se le estaban hinchando y sus rizos aceitados y repeinados colgaban en lastimoso desorden. La pelea pareció agradar a su hermano.

—Soy Galahad —dijo—, y me siento orgulloso de conocer a Derfel Cadarn.

Se lo agradecí y después, haciendo un esfuerzo, me acerqué a la silla del rey Ban; a pesar de lo mucho que le desagradaban los modales respetuosos, me arrodillé ante él.

—Os pido perdón, lord rey, por haber insultado a vuestra casa —dije—, y estoy dispuesto a aceptar el castigo pertinente.

—¿Castigo? —dijo Ban, sorprendido—. No seáis necio. Sólo es por el vino, exceso de vino. Deberíamos aguar el vino como hacían los romanos, ¿no os parece, padre Celwin?

—Me parecería una ridiculez supina —repuso el sacerdote.

—No hay castigo, Derfel —dijo Ban—. Y alzaos, no puedo soportar que me adoren. ¿Cuál ha sido la ofensa? Simplemente, estar ávido de discusión. ¿Qué mal hay en ello? Me place la discusión, ¿no es cierto, padre Celwin? Una cena sin discusión es como un día sin poesía. —El rey desoyó el cáustico comentario del sacerdote a propósito de la bendición que sería un día semejante—. Mi hijo Lancelot se precipita un tanto. Tiene corazón de guerrero y alma de poeta, lo cual, me temo, es una mixtura que arde al menor soplo. Quedaos y cenad.

Ban era una monarca sumamente generoso, pero observé el disgusto que causaba la decisión a su esposa Elaine. Tenía la reina el cabello gris, pero no había arrugas en su rostro, distendido y elegante como convenía a la serena belleza de Ynys Trebes. No obstante, en aquel momento me miró reprobatoriamente con el ceño fruncido.

—¿Todos los guerreros dumnonios hacen gala de tan pésimos modales? —preguntó la reina en general, con un tono punzante en la voz.

—¿Es que los guerreros han de ser cortesanos? —reconvino Celwin con brusquedad—. ¿Serán enviados a matar francos vuestros caros poetas? Y no me refiero a que lo hagan disparando sus versos, aunque ahora que lo pienso, tal vez resultara efectivo.

Lanzó a la reina una mirada lasciva que hizo temblar a los poetas.

Celwin había burlado de alguna manera la prohibición de cosas feas en Ynys Trebes. Sin la protección del hábito que llevaba en la biblioteca, era un hombre asombrosamente mal parecido, con un ojo penetrante y un parche mohoso en el otro, la boca sucia y torcida, el pelo lacio que crecía a partir de la línea de la tonsura, serrada y desigual, la barba descuidada que ocultaba a medias una ruda cruz de madera que colgaba sobre su pecho hundido, y el cuerpo encorvado y retorcido a causa de la formidable chepa. El gato gris que tenía enroscado al cuello en la biblioteca descansaba en ese momento en su regazo y comía migajas de langosta.

—Venid a este lado de la mesa —dijo Galahad— y dejad de culparos.

—Pero soy culpable —dije—. Todo ha sido culpa mía, tenía que haber dominado el mal genio.

—Mi hermano —me dijo Galahad, una vez asentados—, mejor dicho, mi medio hermano se complace en provocar a la gente, es su pasatiempo preferido, pero casi nadie se atreve a enfrentarse a él porque es el Edling, lo cual significa que un día será amo y señor de la vida de los demás. Vos habéis actuado como procedía.

—No, he actuado mal.

—No pienso discutir, pero os llevaré a tierra firme esta noche.

—¿Esta noche? —pregunté sorprendido.

—Mi hermano no encaja la derrota con facilidad —me dijo en voz baja—. ¿Qué os parecería un cuchillo entre las costillas mientras dormís? Si yo fuera vos, Derfel Cadarn, me reuniría con mis hombres en tierra firme y dormiría a salvo entre los míos.

Miré al otro extremo de la mesa, donde el bello y siniestro Lancelot se dejaba consolar por su madre, la cual le enjugaba la sangre de la cara con un pañuelo mojado en vino.

—¿Medio hermano, habéis dicho? —pregunté a Galahad.

—Madre era amante del rey, no su esposa —me dijo, inclinándose hacia mí y bajando la voz—. Pero padre me ha tratado bien y me llama príncipe.

El rey Ban discutía con el padre Celwin a propósito de una oscura cuestión de teología cristiana. Ban debatía el tema con entusiasmo cortés y Celwin escupía insultos, pero ambos se divertían de lo lindo.

—Vuestro padre me ha dicho que Lancelot y vos sois guerreros —le dije.

—¿Los dos? —Galahad se rió—. Mi amado padre paga a los poetas y a los bardos para que canten sus alabanzas como el más grande guerrero de Armórica, pero aún no le he visto nunca en la línea de combate.

—Pero yo tengo que luchar —dije con amargura— para defender su herencia.

—El reino está perdido —dijo Galahad sin mayor énfasis—. Padre ha gastado el dinero en construcciones y manuscritos, no en soldados; Ynys Trebes está muy alejada de nuestra gente, y por eso el pueblo prefiere retirarse a Brocelianda en vez de acudir a nosotros en busca de ayuda. Los francos vencen por todas partes. Vuestra obligación, Derfel, consiste en conservar la vida y volver a vuestra casa sano y salvo.

Tanta honestidad hízome mirarlo con renovado interés; tenía el rostro más ancho que su hermano, de rasgos menos definidos y expresión más abierta, la cara que inspira confianza cuando uno se la encuentra a la derecha en la línea de combate. El lado derecho, en la línea de combate, es el que queda bajo la protección del escudo del compañero, de modo que era cosa buena ser amigo del tal compañero; el instinto me indicó que no sería difícil sentir aprecio por Galahad.

—¿Queréis decir que no deberíamos enfrentarnos a los francos? —pregunté en voz baja.

—Lo que digo es que la lucha está perdida; pero efectivamente, jurasteis a Arturo que lucharíais y cada momento más que Ynys Trebes sobreviva, será un momento más de luz en un mundo oscuro. Quiero convencer a padre de que envíe la biblioteca a Britania, pero creo que antes se arrancaría el corazón. De todas formas, opino que cuando llegue el momento, la enviará a otra parte. Bien —separó su dorada silla de la mesa—, ahora vos y yo debemos partir. Antes de que —y bajó la voz aún más— reciten los fili. A menos, claro está, que os agrade escuchar versos sin fin sobre las glorias del claro de luna entre los juncales.

Me puse en pie, golpeé la mesa con uno de los cuchillos para comer que el rey Ban ponía a disposición de sus invitados y quedáronse todos mirándome con recelo.

—Deseo pediros disculpas —dije—, no sólo a todos vosotros sino también a mi señor Lancelot. Un guerrero de su talla bien merecía un compañero de mesa más adecuado. Ahora, perdonadme, necesito dormir.

Lancelot no respondió. El rey Ban sonrió, la reina Elaine parecía indignada y Galahad me condujo rápidamente al lugar donde estaban mi ropa y mis armas; después bajamos al muelle, iluminado por antorchas, donde nos esperaba una barca para llevarnos a tierra firme. Galahad, que aún tenía la toga puesta, cargaba un fardo que arrojó al fondo de la barca; cayó el fardo con un ruido de metal.

—¿Qué es? —pregunté.

—Mis armas y mi armadura —dijo. Soltó la amarra y saltamos al bote—. Voy con vos.

El bote se separó del amarradero con una vela negra desplegada. El agua lamía la proa y chapoteaba suavemente contra el casco; salimos a la bahía y Galahad se quitó la toga, la entregó al remero y vistió el atavío de guerrero. Me quedé mirando el palacio encaramado en la peña. Parecía suspendido del cielo como una nave celestial surcando la nubes, o una estrella caída a la tierra; un lugar de sueños, un refugio gobernado por un rey justo y una bella reina donde los poetas cantaban y los ancianos podían dedicarse al estudio de la envergadura de las alas de los ángeles. Ynys Trebes era bella, infinitamente bella.

Pero estaba condenada sin remedio, a menos que lográramos salvarla.

Luchamos durante dos años. Dos años contra todo pronóstico. Dos años de esplendores y vilezas. Dos años de matanzas y festines, de espadas rotas y escudos destrozados, de victoria y de desastre; a lo largo de tantos meses, de tantas luchas y tanto sudor, en que hombres valientes se ahogaron en su propia sangre y hombres comunes realizaron gestas jamás soñadas, no vi a Lancelot ni una sola vez. Sin embargo, ensalzábanlo los poetas como el héroe de Benoic, el más perfecto de los guerreros, el luchador de luchadores. Los poetas dijeron que Benoic se mantenía merced al valor de Lancelot, no merced al mío, ni al de Galahad, ni al de Culhwch, sino merced al valor de Lancelot. Pero Lancelot pasó la guerra en la cama, rogando a su madre que le llevara vino y miel.

Bien, no pasó toda la guerra en la cama, exactamente. A veces acudía a la lucha, pero rezagado a una milla de la línea de combate para ser el primero en llegar a Ynys Trebes con las nuevas de la victoria. Sabía rasgarse el manto, mellar el filo de la espada, despeinarse e incluso hacerse unos cortes en la mejilla y presentarse en casa caminando penosamente como un héroe; entonces su madre ordenaba a los fili que compusieran un cantar, que llegaría a Britania en boca de mercaderes y marineros, de forma que hasta en la remota Rheged, al norte de Elmet, creían que Lancelot era el nuevo Arturo. Los sajones temían su llegada y Arturo le envió como regalo un tahalí bordado y con una vistosa hebilla de esmalte.

—¿Creéis que la vida es justa? —me preguntó Culhwch cuando me oyó protestar por la dádiva.

—No, señor —le dije.

—Pues no malgastéis palabras en Lancelot —dijo Culhwch, el hombre que Arturo dejara al frente de sus caballeros de Armórica cuando partió a Britania.

Era, por demás, primo de Arturo, aunque en nada se parecía a mi señor, pues era de complexión cuadrada, de cerrada y abundante barba, camorrista de largos brazos, y nada pedía a la vida salvo abundancia de enemigos, bebida y mujeres. Habíalo dejado Arturo al frente de treinta hombres y otros tantos caballos, pero los brutos habían muerto y la mitad de los caballeros había partido, de forma que Culhwch luchaba a pie. Uní mis hombres a los suyos y me puse a sus órdenes. Culhwch ansiaba concluir la guerra de Benoic y volver a luchar junto a Arturo. Lo adoraba.

Fue una guerra singular. Cuando Arturo estaba en Armórica, los francos se hallaban aún a varias millas hacia el este, en terreno llano y sin árboles, condiciones idóneas para la caballería pesada; sin embargo, en esos momentos el enemigo había penetrado hasta el corazón de los bosques que envolvían los montes del centro de Benoic. El rey Ban, igual que el rey Tewdric, había depositado su confianza en las fortificaciones, pero mientras que la situación de Gwent era idónea para el emplazamiento de guarniciones fuertes y altas murallas, los bosques y colinas de Benoic ofrecían al enemigo numerosos senderos hasta las fortalezas de la cima de las colinas, defendidas por las desanimadas fuerzas de Ban. Nuestra misión consistía en devolver la esperanza a esos hombres, y para ello recurrimos a las tácticas de Arturo: largas marchas y ataques por sorpresa. Los boscosos montes de Benoic se prestaban a tal clase de batallas y nuestros hombres eran incomparables. Pocas cosas pueden igualarse al júbilo de la lucha que sigue a una emboscada bien tendida, cuando se cae sobre un enemigo desperdigado que aún no ha sacado las armas. El largo filo de Hywelbane cobró unas cuantas abolladuras más en aquellos lances.

Los francos nos temían, nos llamaban lobos del bosque y adoptamos el insulto como símbolo propio colocándonos en el yelmo colas de lobo gris. Aullábamos para atemorizarlos, no los dejábamos dormir, los acechábamos noche tras noche y tendíamos emboscadas cuando nos convenía, no cuando ellos las esperaban convenientemente preparados; con todo, el enemigo era numeroso y nosotros pocos y, de mes en mes, disminuía el número de los nuestros.

Galahad luchaba con nosotros. Era un gran guerrero, y cultivado por demás, pues no en vano frecuentaba la biblioteca de su padre; por las noches nos hablaba de los dioses antiguos, de las nuevas religiones, de países extraños y de grandes hombres. Recuerdo una ocasión en que acampamos entre las ruinas de una villa. Tan sólo una semana antes era un asentamiento próspero con molino, alfarería y lechería, pero los francos habían pasado por allí y sólo quedaban ruinas humeantes, sangre derramada, muros destruidos y un pozo envenenado por los cadáveres de mujeres y niños. Pusimos centinelas en los caminos, de modo que nos permitimos el lujo de encender una hoguera para asar unas cuantas liebres y un cabritillo. Bebimos agua y fingimos que era vino.

—Falerno —dijo Galahad con aire soñador, levantando la taza de arcilla hacia las estrellas como si fuera un cáliz de oro.

—¿Quién es? —preguntó Culhwch.

—Mi estimado Culhwch, Falerno es un vino, el más grato de los vinos romanos.

—Nunca me ha gustado el vino —replicó Culhwch, y bostezó a lo grande—. Es bebida de mujeres. Pero la cerveza sajona… ¡Eso sí que es bebida! —Al cabo de unos minutos se quedó dormido.

Galahad no podía dormir. La fogata ardía con llamas bajas y las estrellas brillaban intensamente sobre nuestras cabezas. Una cayó describiendo una trayectoria blanca y veloz en el cielo y Galahad se santiguó, pues era cristiano y para él la caída de una estrella simbolizaba el ángel expulsado del Paraíso.

—Una vez estuvo en la tierra —dijo.

—¿A qué os referís? —pregunté.

—Al Paraíso. —Se recostó en la hierba con la cabeza apoyada en los brazos—. El Paraíso Terrenal.

—¿Os referís a Ynys Trebes?

—No, no, Derfel. Me refiero a que, cuando Dios hizo al hombre, lo puso a vivir en el Paraíso, y se me ocurre que hemos ido perdiéndolo pulgada a pulgada desde entonces. Creo que harto pronto habrá desaparecido por completo. Se acerca la oscuridad. —Guardó silencio unos momentos y de pronto se sentó otra vez, recobrada la energía merced a algún pensamiento—. Detente a pensarlo un instante. No hace ni cien años vivíamos aquí en paz; los hombres construían grandes casas. Ahora no sabemos construirlas así. Padre ha levantado una hermosa ciudadela, pero sólo con piezas sueltas de palacios antiguos vueltas a unir y remendadas con piedra. No sabemos construir como los romanos, no sabemos levantar altos y elegantes edificios. No sabemos hacer carreteras, canales ni acueductos. —Yo ni siquiera sabía qué era un acueducto, pero nada dije; Culhwch roncaba plácidamente a mi lado—. Los romanos construyeron ciudades enteras —prosiguió Galahad—, tan vastas que se tardaba una mañana entera en cruzarlas de lado a lado, andando siempre por calles bien empedradas y alineadas. Además, en aquellos tiempos uno podía viajar días y días sin salir de territorio romano, bajo la ley romana y hablando la lengua romana. Sin embargo ahora, fijaos. —Señaló hacia la noche—. No hay más que tinieblas, y las tinieblas avanzan, Derfel. La oscuridad se adueña ladinamente de Armórica. Desaparecerá Benoic, y después Brocelianda, y tras Brocelianda, Britania; se acabaron las leyes, los libros, la música, la justicia. Sólo quedarán hombres viles que planearán las muertes del día siguiente sentados alrededor de humeantes hogueras.

—No mientras Arturo viva —dije con tozudez.

—¿Un solo hombre contra la oscuridad? —preguntó Galahad con escepticismo.

—¿Acaso no fue vuestro Cristo un solo hombre contra la oscuridad? —pregunté.

Galahad meditó un momento, con la mirada fija en la fogata, que ensombrecía su vigoroso rostro.

—Cristo —dijo al cabo— era nuestra última esperanza. Nos enseñó a amarnos unos a otros, a hacer el bien entre nosotros, a dar limosna al pobre, alimentar al hambriento y vestir al desnudo. Por eso los hombres lo mataron. —Se volvió a mirarme—. Creo que Cristo sabía lo que estaba por venir, y por eso prometió que si vivíamos conforme a sus enseñanzas nos reuniríamos con él en el Paraíso. Pero no en la tierra, Derfel, sino en el cielo. Allá arriba —señaló hacia las estrellas—, porque sabía que la tierra estaba condenada. Éstos son los últimos tiempos. Hasta vuestros dioses nos han abandonado. ¿No me habéis dicho vos que Merlín busca y rebusca en tierras extrañas los secretos de los dioses antiguos? ¿Y de qué servirán esos secretos? Vuestra religión murió tiempo ha, cuando los romanos arrasaron Ynys Mon, y lo único que os queda son fragmentos inconexos de sabiduría. Vuestros dioses ya no están.

—No —dije, pensando en Nimue, que sentía su presencia aunque los dioses siempre me habían parecido distantes y misteriosos.

Bel era para mí como Merlín, sólo que más lejano, indescriptiblemente grandioso y muchísimo más misterioso. Tenía de él la vaga idea de que vivía en los confines septentrionales, y Manawydan en poniente, por donde las aguas caían sin cesar.

—Los dioses antiguos se han ido —repitió Galahad—. Nos abandonaron porque no somos dignos.

—Arturo sí lo es —insistí—, y también vos.

Galahad hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Soy un pecador tan vil, Derfel, que tiemblo de pensarlo.

—Pamplinas —dije, y me reí de su tono absolutamente despectivo.

—Mato, tengo deseos carnales, envidio.

Se sentía rastrero en verdad, pero Galahad, igual que Arturo, juzgaba su alma de continuo y la hallaba siempre en falta; jamás conocí un solo hombre que, siendo así, fuera feliz mucho tiempo.

—Matáis a hombres que os matarían a vos —dije, defendiéndolo.

—Que Dios se apiade de mí, porque además disfruto haciéndolo.

Se santiguó de nuevo.

—Bien, ¿y qué mal hay en tener deseos carnales?

—Que el deseo vence a la razón.

—Pero vos sois razonable.

—Pero deseo, Derfel, con toda mi alma. Hay una muchacha en Ynys Trebes, una de las arpistas de mi padre.

Sacudió la cabeza desesperanzado.

—Pero sabéis controlar vuestros deseos —dije—, de modo que podéis sentiros orgulloso.

—Me siento orgulloso, y el orgullo también es pecado.

Era inútil discutir con él, y sacudí la cabeza negativamente.

—¿Y la envidia? —dije, para completar el trío de sus pecados—. ¿A quién envidiáis?

—A Lancelot.

—¿A Lancelot? —No me esperaba tal respuesta.

—Porque es Edling, y yo no. Porque toma lo que desea cuando le place y no siente remordimientos. ¿Quiso a la arpista? Pues la tomó. Ella gritaba y se negaba, pero nadie osó detenerlo porque es Lancelot.

—¿Ni siquiera vos?

—Yo lo habría matado, pero me hallaba ausente.

—¿Tampoco lo detuvo vuestro padre?

—Mi padre estaba enfrascado en sus libros. Tomaría los gritos de la muchacha por graznidos de gaviotas en el mar o por peleas entre sus fili por una metáfora.

—Lancelot es un gusano —dije, escupiendo en el fuego.

—No —recalcó Galahad—, es sencillamente Lancelot. Consigue lo que quiere y pasa los días preparando el modo de conseguirlo. A veces es encantador, harto convincente, y podría llegar a ser un gran rey.

—Jamás —dije con firmeza.

—Ciertamente. Si lo que quiere es poder, y así es, y si llega a recibirlo, tal vez sus apetitos se calmen. Quiere ser amado, en verdad.

—Pues lo intenta de forma harto curiosa —dije, acordándome de cómo me había hostigado en la mesa de su padre.

—Supo desde el principio que a vos no os complacería, y por eso os retó. Así, habiéndoos hecho su enemigo abiertamente podría justificar vuestra falta de afecto para con él. Sin embargo, es amable con quienes no suponen una amenaza. Puede llegar a ser un gran rey.

—Es débil —dije en son de burla.

—Y vos sois Derfel el fuerte —replicó con una sonrisa—, Derfel el que no tiene dudas. Debemos de pareceros todos harto débiles.

—No, pero sí me parece que estamos todos harto fatigados y que mañana tenemos que matar francos, así que voy a dormir.

Al día siguiente dimos muerte a numerosos francos, en efecto, y luego descansamos en una plaza fuerte de Ban situada en la cima de un monte; con las heridas vendadas y habiendo afilado de nuevo las abolladas espadas, regresamos al bosque. Sin embargo, semana a semana, mes a mes, la lucha iba replegándose hacia Ynys Trebes. El rey Ban pidió auxilio a su vecino, Budic de Brocelianda, pero Budic estaba fortificando sus propias fronteras y renunció a malgastar hombres en una causa perdida. Ban llamó a Arturo de nuevo y éste le envió una nave con un puñado de hombres, mas él no acudió. La guerra contra los sajones se lo impedía. A veces teníamos noticias de Britania, aunque solían ser escasas e imprecisas; supimos que nuevas hordas de sajones intentaban colonizar la tierra media y ofrecían gran resistencia en las fronteras de Dumnonia. Gorfyddyd, una gran amenaza cuando salí de Britania, no había hecho ningún movimiento últimamente debido a una peste terrible que asolaba su país. Los viajeros decían que hasta el mismo Gorfyddyd había caído enfermo y que seguramente no llegaría a final del año. La misma enfermedad que afligía a Gorfyddyd había terminado con la vida del prometido de Ceinwyn, un tal príncipe Rheged. Ignoraba incluso que la princesa se hubiera prometido de nuevo y confieso que sentí una alegría egoísta por la muerte del príncipe Rheged, pues así no se casaría con la estrella de Powys. De Ginebra, Nimue y Merlín, nada llegué a saber.

El reino de Ban se desmoronaba. El último año faltaron brazos para recoger la cosecha, y al llegar el invierno hubimos de refugiarnos en una fortaleza en el extremo sur del reino, sobreviviendo de carne de venado, raíces, bayas y aves silvestres. De vez en cuando hacíamos una incursión en territorio franco, pero éramos como avispas empecinadas en matar a un toro a picotazos, pues los francos se multiplicaban por doquier. Sus hachas levantaban ecos en los bosques durante el invierno, a medida que limpiaban terrenos para levantar casas de labor y nuevas empalizadas de troncos limpiamente cortados que brillaban al pálido sol invernal.

A principios de la primavera hubimos de retirarnos ante un ejército de guerreros francos. Llegaron tocando tambores bajo enseñas hechas de cuernos de toro ensartadas en mástiles. Vi una línea de combate de más de doscientos hombres y comprendí que nuestros cincuenta supervivientes no podrían romperla jamás, de modo que, flanqueados por Galahad y Culhwch, nos batimos en retirada. Los francos se burlaron con ganas y nos persiguieron lanzándonos una lluvia de jabalinas.

No quedó gente en el reino de Benoic. La mayoría había huido a Brocelianda, donde prometían tierras a cambio de servicios de guerra. Los antiguos asentamientos romanos fueron abandonados y las malas hierbas inundaron los campos. Los dumnonios marchamos al norte arrastrando las lanzas a defender el último bastión del reino de Ban: la propia Ynys Trebes.

Los refugiados atestaban la ciudad insular. Cada casa alojaba a veinte. Los niños lloraban y menudeaban las peleas familiares. Algunos fugitivos escapaban en pequeñas naves pesqueras hacia el oeste, en dirección a Brocelianda, o hacia el norte, en dirección a Britania, pero no había embarcaciones suficientes y, cuando los ejércitos francos aparecieron en la costa frente a la isla, Ban ordenó que las naves restantes permanecieran ancladas en Ynys Trebes, en el pequeño puerto de difícil acceso. Deseaba mantenerlas allí para aprovisionar a la guarnición cuando comenzara el sitio, pero los patronos de barco son de carácter tozudo y, cuando supieron de la orden, muchos levaron anclas y huyeron hacia el norte de vacío. Sólo quedó un puñado de embarcaciones.

Lancelot fue nombrado comandante de la ciudad y las mujeres lanzaban vivas a su paso por la calle que la circundaba. Los ciudadanos creían que a partir de ese momento todo marcharía bien, pues el más grande soldado se pondría al mando.

Lancelot aceptó la adulación con dignidad y pronunció discursos en los que prometió construir un nuevo terraplén para Ynys Trebes con los cráneos de los francos muertos. Ciertamente, el príncipe tenía aspecto de héroe, ataviado con cota de escamas con las placas esmaltadas de un blanco deslumbrante, de forma que refulgía al sol de la temprana primavera. Lancelot decía que la cota había pertenecido a Agamenón, un héroe de la antigüedad, aunque Galahad me dio fe de que era de factura romana. Lancelot calzaba botas de cuero rojo, cubríase con manto azul oscuro y ceñía al costado, colgada del tahalí bordado que le regalara Arturo, la espada Tanlladwyr, asesina brillante. El yelmo era negro, coronado por unas alas abiertas de águila marina.

—Para huir volando —comentó Cavan, mi adusto irlandés, con tono zahiriente.

Lancelot convocó un consejo de guerra en la alta estancia próxima a la biblioteca de Ban, donde siempre soplaba el viento. La marea estaba baja y el mar habíase retirado de los bancos de arena de la bahía, donde varios grupos de francos buscaban un camino hacia la ciudad. Galahad había colocado indicaciones falsas por la bahía con la intención de llevar al enemigo a las arenas movedizas o a los arenales que primero quedarían aislados tan pronto como la marea comenzase a anegar las playas. Lancelot, dando la espalda al enemigo, nos contó sus planes estratégicos. Su padre y su madre, sentados uno a cada lado del príncipe, sonreían ante la sagacidad del hijo.

Lancelot anunció que la defensa de Ynys Trebes era sencilla. Lo único que teníamos que hacer era defender las murallas de la ínsula, nada más. Los francos poseían pocas embarcaciones y no eran seres voladores, de forma que sólo caminando se acercarían a Ynys Trebes, y eso sólo con la bajamar y habiendo descubierto previamente el camino correcto. Llegarían cansados a la ciudad, e incapaces en cualquier caso de trepar por las murallas.

—Defended las murallas —dijo Lancelot— y estaremos a salvo. Tenemos embarcaciones que nos aprovisionarán. ¡Ynys Trebes no ha de caer jamás!

—¡Cierto! ¡Cierto! —exclamó el rey Ban, animado por el optimismo de su hijo.

—¿Con qué víveres contamos? —preguntó Culhwch con un gruñido.

—Con la totalidad del mar —dijo Lancelot, mirándolo con desdén—; en el mar abunda el pescado. Esas cositas brillantes, lord Culhwch, que tienen cola y aletas. Se comen.

—Lo ignoraba —contestó Culhwch, impertérrito—, he estado ocupado matando francos.

Algunos soldados rieron discretamente. Había un puñado que, como nosotros, había participado en las luchas de tierra firme, pero los demás eran partidarios del príncipe Lancelot y acababan de recibir, con vistas al sitio, nombramiento de capitanes. Bors, primo de Lancelot, era el paladín de Benoic y comandante de la guardia de palacio. Al menos él había visto la lucha de cerca y habíase ganado cierta fama en el campo de batalla, aunque en esos momentos, repantigado, en uniforme romano y con el negro cabello aceitado y pegado al cráneo, igual que su primo Lancelot, parecía hastiado de todo.

—¿Con cuántas lanzas contamos? —pregunté.

Lancelot había hecho caso omiso de mi presencia hasta el momento. Sabía que no había olvidado nuestro encuentro, dos años antes, y sin embargo mi pregunta le hizo sonreír.

—Contamos con cuatrocientos veinte hombres armados, cada cual con su lanza. ¿Sois capaz de deducir la respuesta?

—Las lanzas se rompen, lord príncipe —dije, devolviéndole su aterciopelada sonrisa—, y para defender las murallas, los hombres arrojan las lanzas como si fueran jabalinas. Cuando hayamos arrojado cuatrocientas veinte lanzas, ¿qué arrojaremos?

—Poetas —gruñó Culhwch en voz tan baja que, por suerte, Ban no lo oyó.

—Tenemos lanzas —contestó Lancelot con desenvoltura—, y además, utilizaremos las que arrojen los francos.

—Poetas, a fe mía —repitió Culhwch.

—¿Habéis dicho algo, lord Culhwch? —preguntó Lancelot.

—Un eructo, lord príncipe. Pero, ahora que tan gentilmente me prestáis atención, decidme, ¿tenemos arqueros?

—Algunos.

—¿Cuántos?

—Diez.

—Que los dioses nos asistan —concluyó Culhwch, y se hundió en la silla. Odiaba las sillas.

Después intervino Elaine para recordarnos que en la ínsula se cobijaban mujeres, niños y los más grandes poetas el mundo.

—La vida de los fili depende de vosotros —nos dijo—, y sabéis lo que les pasará si fracasáis.

Le di un puntapié a Culhwch para que se ahorrase el comentario.

Ban se levantó e indicó la biblioteca.

—Ahí hay siete mil ochocientos cuarenta y tres pergaminos —anunció solemnemente—, el tesoro de la sabiduría humana; si la ciudad cayera, la civilización desaparecería. —Entonces nos relató la historia de un héroe de la antigüedad que entró en un laberinto para matar a un monstruo y fue dejando tras de sí un hilo de lana para encontrar el camino de vuelta en la oscuridad—. Mi biblioteca —añadió, a modo de moraleja de la larga historia— es ese hilo. Si lo perdemos, caballeros, quedaremos sumidos en la oscuridad eternamente. Por eso os lo ruego, ¡os ruego que luchéis! —Hizo una pausa y sonrió—. Además he pedido ayuda. He enviado misivas a Brocelianda y a Arturo, y no creo que esté lejano el día en que nuestro horizonte amanezca cubierto de velas amigas. ¡No olvidéis que Arturo juró por su honor acudir en nuestro auxilio!

—A Arturo —terció Culhwch— le salen sajones por las orejas.

—¡Un juramento es un juramento! —le recriminó Ban.

Galahad preguntó si íbamos a seguir hostigando a los francos de tierra adentro. Adujo que no sería difícil acercarse en las embarcaciones y atracar a la diestra o a la siniestra de las posiciones enemigas; pero Lancelot rechazó la idea.

—Si abandonamos las murallas, moriremos, así de sencillo.

—¿Y no haremos más incursiones? —preguntó Culhwch indignado.

—Si abandonamos las murallas —repitió Lancelot—, pereceremos. Las órdenes son bien simples: permaneced intramuros.

Anunció que los mejores guerreros de Benoic, cien veteranos de la guerra en tierra firme, defenderían la entrada principal. A los cincuenta dumnonios sobrevivientes nos destinaron a las murallas de poniente y la leva de la ciudad, engrosada por fugitivos llegados de tierra firme, defendería el resto de la ínsula. Lancelot y una compañía de la guardia de palacio serían la reserva que seguiría la marcha del combate desde palacio e intervendría donde más falta hiciera.

—Será como llamar a las hadas —comentó Culhwch de mal humor.

—¿Otro eructo? —preguntó Lancelot.

—Por comer tanto pescado, lord príncipe —replicó Culhwch.

El rey Ban nos invitó a inspeccionar la biblioteca antes de partir, con la intención, tal vez, de que el valor de lo que habíamos de defender nos prestara coraje. La mayoría de los asistentes al consejo de guerra entraron con desánimo, contemplaron boquiabiertos los pergaminos encasillados y después salieron a mirar a la arpista del torso desnudo que tocaba en la antecámara de la biblioteca. Galahad y yo nos retrasamos un poco mirando unos libros cerca de la mesa donde se encontraba el jorobado padre Celwin, que seguía trabajando y tratando al mismo tiempo de que el gato no jugara con su pluma.

—¿Seguís investigando la envergadura de las alas de los ángeles, padre? —le pregunté.

—Alguien tiene que hacerlo —contestó; se volvió y me miró atravesadamente con su único ojo—. ¿Quién eres?

—Derfel, padre, de Dumnonia. Nos conocimos hace dos años. Me sorprende que aún estéis aquí.

—Me es indiferente que te sorprendas o no, Derfel de Dumnonia. Además, has de saber que me ausenté una temporada. Fui a Roma, una ciudad harto sucia. Pensaba que los vándalos la habrían limpiado, pero aquello sigue lleno de sacerdotes con sus muchachos gordezuelos, y por eso volví. Las arpistas de Ban son mucho más bonitas que los niños catamites de Roma. —Me miró de mala manera—. ¿Te preocupa mi vida, Derfel de Dumnonia?

No podía decirle que no, aunque ganas tuve.

—Mi tarea consiste en proteger vidas —contesté pretenciosamente—, incluida la vuestra, padre.

—En ese caso, en tus manos encomiendo mi vida, Derfel de Dumnonia —dijo; volvió su feo rostro hacia la mesa y apartó al gato de la pluma—. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonia, y ahora, ve a luchar y déjame hacer algo útil.

Quise preguntar al sacerdote acerca de Roma, pero me despachó con un gesto y volví entonces al almacén de las murallas de poniente, que sería nuestro hogar durante el sitio. Galahad, que ya se consideraba dumnonio honorífico, estaba con nosotros; intentamos calcular el número de francos que se retiraban al empezar a subir la marea, después de haber intentado una vez más encontrar el camino entre la arena. Los bardos que cantan el sitio de Ynys Trebes dicen que el enemigo era más numeroso que los granos de arena de la bahía. No había tantos, pero de todos modos eran muchísimos. Todas las bandas francas del lado occidental de la Galia habían aunado sus fuerzas para conquistar Ynys Trebes, la joya de Armórica, pues se creía que estaba atestada de tesoros procedentes de la caída del imperio romano. Galahad calculó que había tres mil francos, yo, que dos mil, y Lancelot nos aseguró que eran diez mil. Pero, fueran cuantos fuesen, nos rodeaban en número ingente.

Los primeros ataques fueron desastrosos para los francos. Hallaron un camino en el arenal y asaltaron la puerta principal, donde fueron rechazados sangrientamente; al día siguiente atacaron la sección de las murallas defendida por nosotros y recibieron el mismo trato, y además, como se demoraron mucho más, gran parte de sus hombres quedaron aislados a causa de la subida de la marea. Unos cuantos perecieron bajo las aguas al tratar de alcanzar tierra firme, otros se refugiaron en el estrecho brazo de tierra que rodeaba nuestras murallas y que se reducía por momentos, y allí fueron exterminados por un grupo de lanceros emboscados al mando de Bleiddig, el jefe que me llevara a Benoic y que comandaba entonces el grupo de veteranos de Benoic. La incursión de Bleiddig en la arena desobedecía radicalmente las órdenes de Lancelot de permanecer intramuros, pero fueron tantos los muertos que Lancelot fingió haber ordenado el ataque y más adelante, después que Bleiddig hubiera muerto, aseguró haber comandado la incursión él mismo. Los fili compusieron un cantar sobre el dique que Lancelot había levantado en la bahía con los cadáveres de los francos abatidos, cuando en realidad el príncipe había permanecido en palacio durante la ofensiva de Bleiddig. Los cadáveres de los guerreros francos quedaron flotando alrededor de la isla durante muchos días, traídos y llevados por las olas y sirviendo de pasto a las gaviotas carroñeras.

Después los francos comenzaron a construir un terraplén más seguro. Cortaron cientos de árboles, los colocaron en la arena y los aseguraron con piedras que los esclavos transportaron hasta la costa. Las mareas eran formidables en la bahía de Ynys Trebes, a veces subían hasta cuarenta pies y las corrientes destrozaban el nuevo terraplén, de forma que al bajar la marea la arena quedaba cubierta de troncos a la deriva, pero los francos no cejaban, transportaban más árboles cortados y más piedras y rellenaban los huecos. Contaban con miles de esclavos y no les importaba sacrificarlos a cientos en la construcción del terraplén. A medida que la obra avanzaba, disminuían nuestras provisiones. Las pocas embarcaciones que nos quedaban salían a pescar y a buscar grano en Brocelianda, pero los francos botaron sus propias embarcaciones y, cuando capturaron a dos de las nuestras y destriparon a la tripulación, los patronos decidieron no hacerse a la mar de nuevo. Los poetas de la cima, que utilizaban las lanzas como ornamento, vivían de las bien provistas despensas de palacio, pero los guerreros arrancábamos lapas de las rocas, comíamos mejillones y navajas o guisábamos las ratas que quedaban atrapadas en nuestra bodega, llena todavía de pellejos, sal y barriles de clavos. No nos moríamos de hambre. Diariamente tendíamos al pie de las rocas redes confeccionadas con ramas de sauce, y siempre nos proporcionaban algo de pesca menuda, aunque cuando bajaba la marea, los francos nos las destrozaban.

Con la pleamar, las naves francas navegaban alrededor de la isla para recoger las redes tendidas más allá de la costa de la ciudad. La bahía era poco profunda y el enemigo descubría las redes fácilmente, de forma que podía romperlas enseguida con las lanzas. Una de esas naves embarrancó al volver a tierra firme y allí quedó, perdida a un cuarto de milla de la ciudad cuando bajó la marea. Culhwch ordenó un ataque rápido y treinta de nosotros bajamos a recoger las redes suspendidas de la pared rocosa. Los doce hombres de la tripulación de la nave huyeron tan pronto nos acercamos; en la nave abandonada encontramos un barril de pescado en salazón y dos hogazas de pan seco, que nos llevamos triunfantes a nuestra posición. Cuando subió la marea, trasladamos la embarcación a la ciudad y la amarramos a la sombra de nuestras murallas. Lancelot vio nuestra desobediencia desde lejos, y aunque no nos hizo llegar su recriminación, la reina Elaine exigió saber qué provisiones habíamos encontrado en la nave. Le hicimos llegar pescado seco, lo cual fue tomado como un insulto. Entonces Lancelot nos acusó de habernos apoderado de la embarcación para abandonar Ynys Trebes y ordenó que la amarrásemos en el pequeño puerto de la bahía. En respuesta, subí hasta palacio y le exigí que defendiera con la espada tal acusación de cobardía. Le lancé el reto desde el patio de armas, a voz en grito, pero el príncipe y sus poetas permanecieron tras las puertas cerradas. Escupí en el umbral y me marché.

Cuanto más desesperada se hacía la situación, mayor contento mostraba Galahad. Debíase su alegría en parte a la presencia de Leanor, la arpista que me saludara al llegar dos años antes, la misma que despertaba el deseo carnal de Galahad, según me confesó él mismo, es decir, la que Lancelot tomara contra su voluntad. Galahad y ella cohabitaban en un rincón de la bodega. Teníamos mujeres con nosotros. Nuestra situación era tan desesperada que la propia desesperanza modificaba la conducta normal, de modo que vivíamos lo más intensamente posible, antes de morir, aquellas horas que dábamos por últimas. Las mujeres montaban guardia con nosotros y apedreaban a los francos cuando trataban de romper nuestras redes. Hacía tiempo que nos habíamos quedado sin lanzas, sólo teníamos las que habíamos traído a Benoic con nosotros, pues las reservábamos para el combate postrero. El puñado de arqueros no contaba sino con las flechas que los francos disparaban a la ciudad, arsenal que aumentó cuando el nuevo terraplén permitió al enemigo situarse a tiro de arco de la puerta principal de la ciudad. Al final del terraplén levantaron una barricada de paja desde la que los arqueros disparaban contra los defensores de las puertas. Los francos detuvieron en ese punto la construcción del terraplén, pues su única intención era salvar la distancia hasta el lugar apropiado para comenzar el asalto. Así pues, sabíamos que el ataque no tardaría en llegar.

Cuando detuvieron las obras del terraplén era principios de verano. La luna estaba llena y provocaba mareas colosales. El terraplén estaba casi siempre anegado, pero cuando las aguas bajaban, una extensa playa se abría alrededor de Ynys Trebes, y los francos, que aprendían día a día los secretos de los arenales, se esparcían por todas partes a nuestro alrededor. Sus tambores eran nuestra música a todas horas y oíamos sus amenazas constantemente. Un día en que celebraron una festividad propia de sus tribus, en vez de atacarnos, encendieron grandes hogueras en la playa e hicieron desfilar una columna de esclavos hasta el final del terraplén; allí los decapitaron uno a uno. Eran esclavos britones en su mayoría, y algunos tenían parientes que hubieron de contemplar su muerte desde la muralla de la ciudad, de suerte que algunos defensores de Ynys Trebes, espoleados por tan bárbara carnicería, precipitáronse por las puertas de la ciudad en un vano intento de rescatar a los desgraciados niños y mujeres. Los francos esperaban el ataque y formaron en línea de batalla sobre la arena de la playa, pero los hombres de Ynys Trebes, enloquecidos por la ira y el hambre, cargaron. Bleiddig fue uno de ellos. Murió ese día, atravesado por una lanza franca. Los dumnonios permanecimos observando la retirada de los escasos supervivientes. No habríamos podido sino añadir nuestros propios cadáveres al montón de muertos. El cuerpo de Bleiddig fue desollado, destripado y empalado al final del terraplén, de modo que hubimos de contemplarlo hasta la siguiente pleamar. El cuerpo quedó en la estaca aunque las aguas lo cubrieron por completo, y al día siguiente, al alba gris, las gaviotas se cebaron en la carne bañada en sal.

—Teníamos que haber cargado con Bleiddig —me dijo Galahad apesadumbrado.

—No.

—Más hubiera valido morir como hombres frente al enemigo que de hambre aquí dentro.

—Tendréis ocasión de enfrentaros al enemigo —le prometí, aunque tomé las medidas necesarias para ayudar a los míos en la derrota.

Levantamos barricadas en los senderos que llevaban a nuestro sector para mantener a los francos a raya, si acaso entraban en la ciudad, mientras las mujeres escapaban por un sendero estrecho y rocoso que serpenteaba por un costado de la peña de granito hasta llegar a una pequeña hendidura de la costa noroccidental de la ínsula, donde habíamos escondido la nave capturada al enemigo. La hendidura no servía de amarradero, así que, para no dejar la embarcación a merced de las olas y el viento, que la habrían estrellado contra los riscos, la anclamos llenándola de piedras, de modo que quedaba bajo las aguas dos veces al día. Supuse que el enemigo atacaría durante la bajamar y di órdenes a dos de nuestros heridos de que la vaciaran y dejaran a flote tan pronto como comenzara el asalto. La idea de escapar en la nave era desesperada, pero infundió coraje a nuestra gente.

No acudieron naves a rescatarnos. Una mañana divisamos una gran vela en el norte y corrió por la ciudad el rumor de que Arturo había llegado, pero la vela se alejó poco a poco hasta desaparecer en la calina estival. Estábamos solos. Durante la noche, cantábamos y contábamos historias antiguas y por el día observábamos el aumento de las bandas guerreras francas que iban reuniéndose en tierra firme.

Iniciaron el asalto una tarde de verano, al final de la marea baja. Cayeron como un enjambre inmenso de hombres con corazas de cuero, yelmos de hierro y escudos de madera, que sostenían en alto. Cruzaron el terraplén, saltaron y subieron la suave cuesta de arena que llevaba a las puertas de la ciudad. Los que venían en cabeza transportaban un tronco descomunal a modo de ariete, con la cabeza curada al fuego y forrada de cuero, y los que corrían detrás llevaban escalas. Una horda llegó hasta nuestra muralla y fijó varias escalas.

—¡Dejad que suban! —ordenó Culhwch a nuestros soldados. Esperó a que hubiera cinco hombres en una escala y arrojó entonces una gran piedra directamente a los travesaños. Los francos cayeron gritando. Una flecha alcanzó a Culhwch en el yelmo al asomarse a lanzar otra roca; muchas flechas más rascaron los muros o silbaron por encima de nuestras cabezas y una lluvia de jabalinas se estrelló en vano contra la piedra. Los francos formaban una masa oscura que pululaba al pie de la muralla soportando las pedradas y las aguas negras que les arrojábamos. Cavan consiguió levantar una escala entera por encima de la muralla y la rompimos en astillas, que luego lanzamos contra los atacantes. Cuatro mujeres llegaron al muro arrastrando una columna estriada de piedra desde la puerta de la ciudad; la izamos por encima de la muralla y nos regocijamos con los gritos horribles de los hombres que aplastó en su caída.

—¡He aquí que la oscuridad se extiende! —me dijo Galahad a gritos.

Estallaba de júbilo, librando la última batalla y escupiendo a la muerte en la cara. Aguardó a que un franco llegara al final de la escala para rebanarle la cabeza de una estocada tremenda; la cabeza cayó dando tumbos por la arena y el cuerpo quedó aferrado a la escala, impidiendo el paso a los que subían detrás, que de esa forma se convirtieron en blanco fácil de nuestras pedradas. Nuestro arsenal procedía de las paredes de la bodega, que estábamos destruyendo para no quedarnos sin proyectiles, y además estábamos ganando la batalla porque cada vez eran menos los francos que osaban trepar por las escalas. Terminaron por retirarse del pie de las murallas y nos burlamos de ellos diciéndoles que habían sido derrotados por mujeres, pero que si atacaban de nuevo, despertaríamos a nuestros guerreros y se las verían con ellos. No sé si llegaron a entender nuestras baladronadas, pero se mantuvieron a distancia, temerosos de nuestra defensa. El ataque más feroz no cejaba en la entrada principal, las embestidas del ariete conmovían la bahía entera como si de un tambor gigantesco se tratara.

El sol alargaba sobre la arena las sombras del cabo occidental de la bahía y pintaba de rosa las nubes, que semejaban rayas en el cielo. Las gaviotas se recogían para pasar la noche. Los dos heridos destinados a vaciar nuestra nave partieron a cumplir su misión —yo albergaba la esperanza de que los francos no se hubieran adentrado tanto en la isla como para descubrir nuestra vía de escape—, aunque dudaba de que fuéramos a necesitarla siquiera. Caía la tarde y la marea subía, de modo que las aguas pronto harían retroceder al enemigo hacia el terraplén, hasta sus campamentos, y nosotros celebraríamos una victoria histórica.

Pero entonces se elevaron grandes clamores de guerra y triunfo entre las filas de más allá de las puertas de la ciudad, los francos derrotados echaron a correr para unirse a un asalto lejano y supimos que la ciudad había sido tomada. Más tarde, hablando con los supervivientes, supimos que los francos habían logrado entrar por el muelle de piedra del puerto y que se esparcían ya por la ciudad como un hormiguero arrasador.

Entonces comenzaron los gritos.

Galahad y yo cruzamos la barricada más cercana con veinte hombres. Algunas mujeres corrían hacia nosotros, pero al vernos, intentaron trepar por la colina de granito, presas del pánico. Culhwch se quedó a defender la muralla y a cubrirnos la retirada hasta la embarcación; la primera columna de humo de una ciudad tomada se elevó en el cielo del atardecer.

Pasamos por detrás de los defensores de la entrada principal, bajamos por unas escaleras de piedra y vimos al enemigo desplegándose como ratas en un granero. Lanceros enemigos invadían a cientos la ciudad desde el muelle. Los estandartes de cuernos de toro avanzaban en todas direcciones, sus tambores retumbaban y las mujeres atrapadas en las casas de la ciudad gritaban. A nuestra izquierda, en el lado opuesto del puerto, donde sólo unos pocos atacantes habían ganado posiciones, vimos aparecer de repente a unos cuantos lanceros de manto blanco. Bors, primo de Lancelot y comandante de la guardia de palacio, dirigía el contraataque; por un momento llegué a creer que en ese instante cambiaría el signo de la jornada y que el enemigo sería obligado a batirse en retirada definitivamente, pero en vez de iniciar el asalto al muelle, Bors llevó a sus hombres por unos escalones hacia una flotilla de pequeñas naves que aguardaba para llevarlos a todos a buen puerto. Vi al príncipe Lancelot corriendo en medio de la guardia, llevando a su madre de la mano y dirigiendo a un grupo de cortesanos aterrorizados. Los fili abandonaban la ciudad sentenciada. Galahad redujo a dos hombres que trataban de subir por los escalones y en ese momento vi que la calle que teníamos a la espalda se llenaba de francos envueltos en negros mantos.

—¡Atrás! —grité, y me llevé a Galahad a rastras, lejos del callejón.

—¡Dejad de luchar!

Trató de librarse de mí para enfrentarse a los dos hombres que subían ya por los peldaños de piedra.

—¡Dejadlo, insensato! —De un empujón le obligué a ponerse detrás de mí, apunté la lanza a mi izquierda, la levanté y se la clavé a un franco en la cara. Solté el arma, paré la lanza del segundo hombre con el escudo, saqué a Hywelbane y largué una estocada por debajo del escudo que hizo recular al hombre; el franco gritó al caer por los peldaños agarrándose las tripas con las manos, desangrándose—. Vos sabréis sacarnos de la ciudad —le dije a Galahad. No recuperé la lanza pero, de un empujón, alejé a Galahad de los enemigos sedientos de lucha que subían en gran número por los escalones. Al final de la escalinata había una alfarería, y a pesar del sitio el alfarero no había retirado los tenderetes donde exponía la mercancía ni los toldos que los protegían. Derribé una de las mesas, llena de vasijas y jarras, en medio del camino de los atacantes, corté el toldo y se lo arrojé a la cara—. ¡Enseñadnos el camino! —le pedía a gritos.

En Ynys Trebes había callejones y jardines que sólo sus habitantes conocían, y necesitábamos esos vericuetos para poder escapar.

Los invasores entraban ya por la puerta principal y quedamos apartados de Culhwch y sus hombres. Galahad nos llevó colina arriba, torció a la izquierda, hacia un túnel que se abría a un templo, luego cruzamos un jardín y subimos hasta el muro de una cisterna de agua de lluvia. A nuestros pies, la ciudad se estremecía de horror. Los francos victoriosos tiraban abajo las puertas para vengar a sus compañeros muertos en la arena. Los gemidos de los niños eran ahogados por la espada. Vi a un guerrero franco, un hombre enorme de gran estatura con cuernos en el casco, que cortaba por la mitad a cuatro defensores con el hacha. El humo salía de las casas. Aunque la ciudad estuviera construida con piedras, había muebles, brea para embarcaciones y tejados de paja suficientes para incendiar sin tino. En el mar, la marea ya subía inundando los bancos de arena; vi brillar el casco alado de Lancelot en una de las tres naves que huían mientras sobre mi cabeza, rosado bajo el sol poniente, el hermoso palacio esperaba sus últimos momentos. La brisa del crepúsculo esparció el humo gris y agitó suavemente la cortina blanca de una de las ventanas de palacio.

—¡Por allí! —dijo Galahad, señalando hacia un estrecho sendero—. ¡Seguid el camino hasta nuestra nave! —Nuestros hombres corrieron para salvar la vida—. ¡Vamos, Derfel! —me dijo.

Pero no me moví; me quedé mirando la empinada subida.

—¡Vamos, Derfel! —insistió Galahad.

Pero yo estaba escuchando una voz interior, la voz de un viejo, una voz seca, sardónica y antipática, una voz que no me dejaba mover.

—¡Vamos, Derfel! —gritó Galahad una vez más.

En tus manos encomiendo mi vida, fueron las palabras del viejo, y súbitamente, le oí otra vez. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonia.

—¿Cómo llego a palacio? —pregunté a Galahad.

—¿A palacio?

—¡Decidme! —grité furioso.

—¡Por aquí, por aquí!

Y subimos.