Ygraine me habla de amor. Es primavera en Dinnewrac y el sol entibia débilmente el monasterio. En las laderas del sur pacen los corderos, aunque ayer un lobo mató a tres y dejó un rastro de sangre ante nuestras puertas. Cuando Ygraine acude a visitarnos, los mendigos se agolpan a las puertas, piden comida y extienden las manos enfermas hacia ella. Uno de los pordioseros arrebató a los cuervos carroñeros unos restos de cordero llenos de gusanos y estaba sentado mordisqueando el pellejo cuando Ygraine llegó esta mañana.
Me preguntó si Ginebra era tan bella como cuentan, y le dije que no, aunque muchas mujeres cambiarían su belleza por el atractivo de Ginebra. Como es natural, Ygraine me preguntó si ella era bella, y le dije que sí, pero me contestó que los espejos de la casa de su esposo eran harto viejos y estaban gastados, y que era difícil verse.
—¿No sería un placer vernos tal como somos? —dijo.
—Dios nos ve como somos —contesté—, sólo él puede hacerlo.
—No me gusta que me sermoneéis, Derfel —dijo arrugando la cara—, no es propio de vos. Si Ginebra no era bella, ¿por qué se enamoró Arturo?
—¡En el amor no cuenta sólo la belleza! —le dije con reprobación.
—¿Por ventura he dicho yo lo contrario? —replicó indignada—. Decís que Arturo se enamoró de Ginebra desde el momento en que la vio, y digo yo, si no fue por su belleza, ¿por qué fue?
—Le hervía la sangre con sólo verla.
A Ygraine le gustó la respuesta y sonrió.
—Así pues, era bella.
—Era como un reto para él —maticé—, y se hubiera tenido por menos que hombre de haber fracasado en conquistarla. También es posible que los dioses estuvieran jugando con nosotros. —Me encogí de hombros, incapaz de aducir más razones—. Por otra parte, nunca he insinuado que no fuera bella, pero lo suyo era algo más que belleza. Era la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—¿Me incluís entre ellas? —preguntó mi reina inmediatamente.
—¡Pobre de mí! —repuse—. Mis ojos no son lo que eran.
Ygraine rió mi forma de esquivar la pregunta.
—¿Ginebra amaba a Arturo?
—Amaba la idea de Arturo, que fuera el paladín de Dumnonia, y… tal como lo vio la primera vez, con la armadura, Arturo el grande, el resplandeciente, el señor de la guerra, la espada más temida de toda Britania y Armórica.
Quedó pensativa, jugueteando con el cordón de borlas que ceñía su túnica blanca.
—¿Os parece que yo hago hervir la sangre a Brochvael? —preguntó, soñadora.
—Noche tras noche —repuse.
—¡Ay, Derfel! —suspiró. Bajó del alféizar de la ventana y dio unos pasos hasta la puerta desde donde dominaba nuestro pequeño corredor—. ¿Habéis estado tan enamorado alguna vez? —me preguntó.
—Sí —confesé.
—¿De quién? —me preguntó sin tardanza.
—No tiene importancia.
—Para mí sí. Decídmelo. ¿De Nimue, acaso?
—No, de Nimue no —respondí con firmeza—. Nimue era distinta. La amaba, pero no me desesperaba por poseerla. Me parecía infinitamente… —hice una pausa buscando la palabra justa, pero no la encontré—, maravillosa —dije con escasa convicción, y sin mirar a Ygraine para que no descubriera mis lágrimas.
—Entonces —insistió al cabo de unos momentos—, ¿de quién estábais enamorado, de Lunete?
—¡No! ¡No!
—¿De quién, pues? —volvió a insistir.
—Con el tiempo llegaremos a esa parte, si es que vivo hasta entonces.
—Claro que viviréis. Os haremos llegar viandas especiales desde el Caer.
—Viandas que mi señor Sansum —le dije, para que se ahorrara las molestias— se ocupará de negarme por no ser yo digno de tanta merced.
—Venid, pues, a vivir al Caer —dijo con decisión—. ¡Os lo ruego!
—Lo haría de mil amores, señora —dije con una sonrisa— mas ¡ay de mí! Juré vivir aquí.
—Pobre Derfel.
Volvió a la ventana y se quedó mirando al hermano Maelgwyn, que cavaba en el huerto. Lo acompañaba el novicio superviviente, el hermano Tudwal. El otro novicio murió de fiebres a finales de invierno, pero Tudwal aún vive y comparte la celda con el santo varón. El santo varón quiere que el chico aprenda a leer, con la intención, tengo para mí, de comprobar si realmente estoy traduciendo el Evangelio a la lengua sajona; pero el mozo no es espabilado y más presto parece a cavar que a leer. Sería hora de que vinieran a Dinnewrac algunos eruditos de verdad, pues con esta tímida primavera han llegado las habituales y enconadas discusiones en torno a la fecha de la Semana Santa, y no habrá paz hasta que se zanje la cuestión.
—¿Sansum desposó en verdad a Ginebra y a Arturo? —preguntó Ygraine de súbito, interrumpiendo mis lúgubres pensamientos.
—Sí, así es.
—¿Y no celebraron la ceremonia en una gran iglesia, al son de las trompetas?
—Fue en un claro del bosque, junto a un arroyo, entre el croar de las ranas y las candelillas de sauce que caían tras el dique de los castores.
—Nosotros nos casamos en un salón de festejos —dijo Ygraine— y el humo me hizo llorar los ojos. —Se encogió de hombros—. Bien, ¿qué cambios habéis introducido en la última parte? —me preguntó acusadoramente—. ¿Hasta qué punto habéis deformado la historia?
—Nada en absoluto.
—Pero, durante la aclamación de Mordred, ¿sólo posaron la espada en la piedra? ¿No la clavaron en la roca? ¿Estáis seguro?
—Fue depositada encima de la piedra, lo juro —hice la señal de la cruz—, lo juro por la sangre de Cristo, señora mía.
Ygraine se encogió de hombros.
—Dafydd ap Gruffud va a traducir el relato como yo le diga, y me gusta la idea de la espada clavada en la piedra. Me alegro de que hayáis tratado bien a Cuneglas.
—Era un hombre bueno —dije.
Cuneglas era además el abuelo del esposo de Ygraine.
—¿Ceinwyn era realmente bella?
—Sí, era bella realmente. Tenía los ojos azules.
—¡Azules! —Ygraine se estremeció al evocar un rasgo tan característicamente sajón—. ¿Qué hicisteis con el broche que os regaló?
—¡Ojalá lo supiera! —mentí.
El broche está en mi celda, a salvo incluso de los exhaustivos registros de Sansum. El santo varón, a quien sin duda Dios enaltecerá por encima de todos los hombres, vivos o muertos, no nos permite poseer tesoro alguno. Todas nuestras pertenencias deben serle confiadas conforme a la regla; ya le he entregado cuanto me perteneciera, incluida Hywelbane, pero, que Dios me perdone, me he quedado con el broche de Ceinwyn. El oro está algo gastado por los años, pero todavía veo a Ceinwyn cuando, en la oscuridad, saco la joya de su escondite y contemplo a la luz de la luna los entresijos de filigrana. A veces…, bueno, siempre, me lo acerco a los labios. Me he convertido en un viejo chalado. Tal vez se lo regale a Ygraine, ella apreciará todo su valor, aunque aún lo conservaré un tiempo, pues el oro es cual rayo de sol en este recinto helado y frío. Claro que tan pronto como Ygraine lea estas líneas sabrá que el broche existe, pero si es tan bondadosa como creo, permitirá que lo conserve como recordatorio de una vida de pecado.
—No me gusta Ginebra —dijo Ygraine.
—Entonces he fracasado —dije.
—La pintáis con trazos duros.
Permanecí unos momentos en silencio, escuchando el balar de las ovejas.
—Podía ser bondadosa en extremo —dije, tras la pausa—. Sabía convertir la tristeza en felicidad, pero le disgustaba la vulgaridad. En su visión del mundo no cabían la imperfección, el aburrimiento ni la fealdad, pretendía hacer realidad esa idea prohibiendo tales inconveniencias. Arturo tenía su propia visión, también, pero ofrecía apoyo a los imperfectos, y quería hacerla realidad con la misma vehemencia que ella.
—Quería a Camelot —dijo Ygraine con nostalgia.
—Lo llamábamos Dumnonia —repliqué con severidad.
—Derfel, queréis despojar de dicha la historia —contestó ella enfadada, aunque en realidad nunca se enfadaba conmigo—. Quiero que sea la Camelot del poeta: praderas verdes, torres altas, damas ricamente ataviadas y guerreros esparciendo flores por el camino a su paso. ¡Quiero trovadores y risas! ¿Por ventura jamás fue así?
—En cierto modo, aunque no recuerdo muchos caminos de flores. Sí que vi muchas veces a los guerreros salir cojeando de la batalla, o arrastrándose por el polvo y gimiendo con las tripas fuera.
—¡Basta! —exclamó Ygraine—. Entonces, ¿por qué los bardos lo llaman Camelot? —preguntó retadoramente.
—Porque los poetas siempre desvarían…, de otro modo no serían poetas.
—¡Vamos, Derfel! ¿Qué tenía Camelot de especial? Decidme.
—Fue diferente porque repartió justicia en la tierra.
—¿Nada más? —preguntó Ygraine con el ceño fruncido.
—Pequeña mía, es más de lo que muchos jefes serían capaces de sonar siquiera y cuanto menos de hacerlo realidad.
Ygraine no insistió más en el tema.
—¿Ginebra era inteligente? —me preguntó.
—Mucho.
—Habladme de Lancelot —dijo jugueteando con la cruz que llevaba al cuello.
—¡Aguardad!
—¿Cuándo aparece Merlín?
—Enseguida.
—¿El santo Sansum os trata horriblemente?
—El santo varón soporta la carga de nuestras almas inmortales sobre su conciencia. Cumple con su deber.
—Pero ¿es cierto que cayó de hinojos suplicando martirio antes de desposar a Arturo y Ginebra?
—Sí —dije, y no pude evitar una sonrisa al recordar.
—Voy a pedir a Brochvael que convierta al señor de los ratones en un mártir de verdad —dijo riéndose—, y vos quedaréis al cargo de Dinnewrac. ¿Os complacería, Derfel?
—Me complacería un poco de paz para proseguir el relato —le censuré.
—Bien, ¿qué sucedió después? —me preguntó con entusiasmo.
Es la hora de Armórica, la tierra del otro lado del mar, la bella Ynys Trebes, con el rey Ban, Lancelot, Galahad y Merlín. ¡Señor, qué hombres aquellos! ¡Y qué días aquellos, cuántas batallas libramos y cuántos sueños quebramos en Armórica!
Después, mucho tiempo después, cuando rememorábamos aquellos tiempos, los llamamos simplemente los años malos, pero apenas hablábamos de ellos. A Arturo no le gustaba que le recordaran los primeros días en Dumnonia, cuando su pasión por Ginebra dividió la tierra y la sumió en el caos. El compromiso con Ceinwyn había sido como un broche complicado que mantuviese cerrada una tenue túnica de gasa; retirado el broche, el atuendo se deshizo en hilachas. Arturo se sentía culpable y no deseaba hablar de los años malos.
Durante una época Tewdric no quiso luchar contra unos ni contra otros. Culpaba a Arturo del quebrantamiento de la paz y, como castigo, permitió que Gorfyddyd y Gundleus cruzaran Gwent con sus bandas guerreras para llegar a Dumnonia. Los sajones ejercían presión en levante, los irlandeses invadían las costas de poniente y, por si fueran pocos enemigos, el príncipe Cadwy de Isca se rebeló contra la autoridad de Arturo. Tewdric procuraba mantenerse al margen de todos los conflictos, pero cuando los sajones de Aelle arrasaron sus fronteras, sólo pudo acudir a los dumnonios en demanda de ayuda; de ese modo, finalmente hubo de ponerse del lado de Arturo en la guerra, aunque para entonces los lanceros de Powys y Siluria ya habían pasado por sus caminos y se habían apoderado de las montañas del norte de Ynys Wydryn, y cuando Tewdric se declaró a favor de Dumnonia, se hicieron también con Glevum.
Maduré durante esos años. Perdí la cuenta de los hombres que maté y de los aros de guerrero que llegué a forjarme. Me pusieron un mote, Cadarn, que significa el poderoso. Derfel Cadarn, sobrio en la batalla y veloz con la espada. En una ocasión Arturo me invitó a unirme a sus caballeros, pero preferí continuar con los dos pies en la tierra, en condición de lancero. Durante aquel tiempo observé mucho a Arturo y empecé a comprender por qué era tan insigne soldado. No era una simple cuestión de bravura, y bravo lo era, sino de astucia, por medio de la cual siempre vencía al enemigo. Nuestro ejército era poco flexible, de marcha lenta y escasa facilidad de movimientos una vez puesto en marcha, pero Arturo formó una reducida fuerza de hombres que viajaban raudos. Él los dirigía, algunos a pie, otros a caballo, en largas manchas que rodeaban al enemigo por los flancos, de forma que siempre aparecían donde menos se los esperaba. Solíamos atacar al amanecer, cuando el enemigo aún cabeceaba sumido en los vapores etílicos de la víspera, o lo atraíamos con falsas retiradas y atacábamos entonces sus flancos desprotegidos. Tras un año de escaramuzas tales, cuando por fin expulsamos a las tropas de Gundleus y Gorfyddyd de Glevum y del norte de Dumnonia, Arturo me nombró capitán y comencé a repartir oro entre mis seguidores. Dos años después recibí el máximo elogio que puede recibir un guerrero: una oferta del enemigo para cambiar de bando. Hubo de provenir nada menos que de Ligessac, el comandante de la guardia que traicionara a Norwenna, el cual me habló en el templo de Mitra, donde su vida estaba bajo protección; ofrecióme una fortuna a cambio de servir a Gundleus, como hacía él. Me negué. A Dios gracias, siempre me mantuve leal a Arturo.
También Sagramor fue leal, y mi iniciador al servicio de Mitra. Era Mitra un dios traído a Britania por los romanos, y seguramente debió de agradarle nuestro clima, pues aún hace notar su poder. Es una deidad de soldados, ninguna mujer puede iniciarse en sus misterios. Mi iniciación tuvo lugar a finales de invierno, cuando los soldados disponen de tiempo libre. Sucedió en las montañas. Sagramor me llevó a mí solo a un valle tan profundo que la helada de la mañana permanecía en la hierba aún a la caída de la tarde. Nos detuvimos a la entrada de una cueva; Sagramor me dijo que dejara las armas a un lado y me despojara de la ropa. Me quedé allí, temblando, mientras el numidio me tapaba los ojos con una venda de gruesa tela y me decía que debía obedecer todo lo que me fuera ordenado, que si vacilaba o hablaba una vez, una sola, volvería a vestirme y a tomar las armas y sería expulsado.
La iniciación es una agresión a los sentidos, y para sobrevivir es necesario recordar una sola cosa: obediencia. Por eso a los soldados les gusta Mitra. La batalla es igual, una agresión a los sentidos que hace fermentar el miedo, y la obediencia es el tenue hilo que nos rescata del caos del miedo y nos permite sobrevivir. Más tarde yo también inicié a muchos otros en los misterios de Mitra y llegué a dominar los trucos, pero aquella primera vez, cuando entré en la gruta, no tenía la menor idea de lo que me sucedería. Entré pues en la gruta del dios y Sagramor, o algún otro, me hizo girar sobre mí mismo en el sentido del sol, tan veloz y violentamente que me mareé; entonces, me ordenaron avanzar. Me asfixiaba el humo, pero seguí adelante, bajando por el camino inclinado del suelo rocoso. Una voz me ordenó que me detuviera, otra que corriera, una tercera que me arrodillara. Me arrojaron algo a la boca y el olor de excremento humano me hizo retroceder, la cabeza me daba vueltas.
—¡Come! —gritó una voz, y a punto estuve de escupir el bocado, pero me di cuenta de que se trataba sólo de pescado en salazón.
Tomé no sé qué brebaje infecto que se me subió a la cabeza. Debía de tratarse de extracto de estramonio mezclado con mandrágora o amanita muscaria, pues a pesar de llevar los ojos bien tapados, veía bichos brillantes con alas arrugadas que se me acercaban y se lanzaban contra mí con bocas de pico. Noté en la piel llamas que me chamuscaban el vello de las piernas y los brazos. Me ordenaron seguir caminando, luego pararme, y oí que amontonaban leños en una hoguera cuyo inmenso calor notaba muy cerca. El fuego crepitaba, las llamas me abrasaban la piel desnuda y la hombría y entonces una voz me ordenó acercarme al fuego. Obedecí, y para mi sorpresa pisé agua helada… A punto estuve de lanzar un alarido de espanto, pues creí haberme metido en una cuba de metal fundido.
Me tocaron el miembro viril con la punta de una espada, la empujaron y me ordenaron avanzar hacia el arma; en el momento en que di un paso adelante, la punta de la espada desapareció. Meros trucos, naturalmente, pero las hierbas y las setas maceradas en el brebaje los agrandaban hasta darles dimensiones de milagro; tras recorrer el tortuoso camino, llegué en un estado de puro terror y exaltación a la asfixiante cámara llena de ecos donde había de celebrarse la parte más importante de la ceremonia. Condujéronme a una piedra de la altura de una mesa, pusiéronme un cuchillo en la mano derecha, y la izquierda, con la palma hacia abajo, sobre un vientre desnudo.
—Lo que tocas con la izquierda es un niño, sapo miserable —dijo la voz, y otra mano me llevó la derecha hasta situar la punta del cuchillo en la garganta del niño—, un niño inocente que no ha hecho daño a nadie —prosiguió la voz—, un niño que no merece sino vivir, y tú vas a matarlo. ¡Mata!
El niño gritó cuando hundí el cuchillo; noté la sangre caliente que me salpicaba la muñeca y la mano. El vientre que se agitaba bajo mi mano izquierda sufrió un último espasmo y no se movió más. Una hoguera ardía muy cerca y el humo se me atascaba en las fosas nasales.
Postráronme de hinojos para darme a beber un líquido templado y nauseabundo que se pegaba a la garganta y amargaba el estómago. Sólo entonces, cuando hube apurado el cuerno de sangre de toro, me quitaron la venda de los ojos y vi que había matado un cordero lechal con el vientre rasurado. Me rodearon amigos y enemigos felicitándome efusivamente: acababa de entrar al servicio del dios de los soldados. Formaba parte de una sociedad secreta que provenía sin interrupciones desde el mundo romano e incluso desde más allá; una sociedad de hombres que se habían puesto a prueba en la batalla, no como simples soldados sino como auténticos guerreros. Era un gran honor convertirse en servidor de Mitra, pues cualquier miembro de la secta podía prohibir la iniciación de otro. Hombres hubo que comandaron ejércitos mas nunca fueron elegidos, y otros que, sin destacarse de entre los rangos más bajos, llegaron a ser miembros de honor.
Después, convertido ya en elegido, me devolvieron la ropa y las armas; una vez vestido, me enseñaron las palabras secretas que me permitirían identificar a mis camaradas en la batalla. Si en medio de un combate descubriera que mi enemigo era un camarada de la secta, debía darle una muerte rápida y piadosa; en caso de que cayera prisionero en mis manos, debía tratarlo con honor. Luego, terminados los formalismos, nos dirigimos a otra gruta, enorme y alumbrada por humeantes antorchas y una hoguera donde se asaba un toro. Fue para mí un gran honor comprobar el alto rango de los asistentes a la fiesta. La mayoría de los iniciados ha de conformarse con sus propios compañeros, pero en la fiesta de Derfel Cadarn, los más poderosos de ambos bandos se habían dado cita en la gruta de invierno. Allí estaba Agrícola de Gwent, junto con dos de sus enemigos de Siluria, Ligessac y un lancero de nombre Nasiens, el paladín de Gundleus. También se hallaban presentes doce guerreros de Arturo, algunos de mis hombres e incluso el obispo Bedwin, consejero de Arturo, que ofrecía una imagen inusitada, con una oxidada cota, cinturón y manto de guerrero.
—Fui guerrero en tiempos —dijo a modo de explicación—, e iniciado, pero ¿cuándo? ¿Hace treinta años? Mucho antes de convertirme al cristianismo, claro esta.
—¿Y eso? —pregunté, señalando hacia la cueva donde la cabeza del toro estaba alzada sobre un trípode de lanzas de modo que la sangre goteaba en el suelo—. ¿No va contra vuestra religión?
—Así es —replicó Bedwin encogiéndose de hombros—, pero no quería perderme este momento de camaradería. —Se me acercó y bajó la voz en tono confidencial—. Espero que no le digas al obispo Sansum que he venido aquí. —Me reí sólo de pensar en contarle algo al colérico Sansum, que rezongaba a todas horas, cual abeja obrera, por la miseria en que vivía Dumnonia a causa de la guerra. Condenaba de continuo a sus enemigos y carecía de amigos—. El joven señor Sansum —añadió Bedwin con la boca llena de carne y la barba pringosa de jugos sanguinolentos— desea colocarse en mi lugar y creo que lo conseguirá.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamé horrorizado.
—Lo desea mucho y se esfuerza con gran denuedo. ¡Dios mío, cómo se esfuerza ese hombre! ¿Sabes lo que descubrí el otro día? ¡No sabe leer! ¡Ni una palabra! Ahora bien, para ser eclesiástico superior es necesario saber leer; ¿cómo se las arregla? Un esclavo le lee todas las cosas en voz alta y él se las aprende de memoria. —Bedwin me dio un leve codazo como para asegurarse de que me percataba de la extraordinaria memoria que poseía Sansum—. Todo lo aprende de memoria, salmos, oraciones, liturgia, escritos de los padres, ¡todo de memoria! ¡Dios me asista! —Sacudió la cabeza—. Tú no eres cristiano, ¿verdad?
—No.
—Pues piénsalo. Tal vez no ofrezcamos muchos placeres terrenales, pero vale la pena conservar la vida después de la muerte. Nunca logré convencer a Uther pero con Arturo tengo esperanzas.
—Arturo no está —dije mirando a los reunidos y un tanto decepcionado porque mi señor no perteneciera a la secta.
—Fue iniciado en su día —dijo Bedwin.
—¡Pero si no cree en los dioses! —repliqué, haciéndome eco de las palabras de Owain.
—Arturo cree —dijo Bedwin—. ¿Cómo podría un hombre dejar de creer en Dios o en los dioses? ¿Te parece posible que Arturo crea que el hombre se ha hecho a sí mismo? ¿O que el mundo apareció por casualidad? Arturo no es tonto, Derfel Cadarn. Arturo cree pero se guarda sus creencias para sí. De tal modo los cristianos piensan que es de los suyos y los paganos también, y todos le sirven con mejor disposición. No olvides, Derfel, que Arturo es amado por Merlín, y te aseguro que Merlín no ama a los descreídos.
—Añoro a Merlín.
—Todos lo añoramos —dijo Bedwin con calma—, pero consolémonos por su ausencia, pues significa que Britania no está amenazada de destrucción. Merlín vendrá cuando lo necesitemos.
—¿No creéis que lo necesitemos ahora? —pregunté molesto.
Bedwin se limpió la barba con la manga y bebió un trago de vino.
—Algunos dicen —comentó bajando la voz— que estaríamos mejor sin Arturo, que sin él habría paz, pero sin Arturo, ¿quién protegería a Mordred? ¿Yo? —sonrió al pensarlo—. ¿Gereint? Es un hombre bueno, pocos hay mejores que él, pero falto de inteligencia, indeciso, y además no desea gobernar Dumnonia. Ha de ser Arturo o nadie, Derfel. Mejor dicho, Arturo o Gorfyddyd. Y esta guerra no está perdida. Nuestros enemigos temen a Arturo, y mientras él viva, Dumnonia está a salvo. No, no creo que necesitemos a Merlín todavía.
Ligessac el traidor, otro cristiano que no veía contradicción entre la fe que abrazaba y el culto secreto a Mitra, habló conmigo al final del festín. Lo traté con frialdad a pesar de ser camaradas iniciados en el culto de Mitra, pero hizo caso omiso de mi hostilidad y me llevó por el codo hasta un rincón oscuro de la cueva.
—Arturo va a perder. Lo sabes, ¿verdad? —me dijo.
—No.
—Se unirán a la guerra más hombres de Elmet. —Sacóse un resto de carne de entre los dientes—. Powys, Elmet y Siluria —dijo contando con los dedos— unidas contra Gwent y Dumnonia. El próximo Pandragón será Gorfyddyd. Primero expulsaremos a los sajones de las tierras del este de Ratae y luego bajaremos al sur a terminar con Dumnonia. ¿Dos años?
—Se te ha subido el festín a la cabeza, Ligessac —contesté.
—Y mi señor paga los servicios de un hombre como tú. —Ligessac estaba transmitiéndome un mensaje—. Gundleus, rey y señor mío, es generoso, Derfel, muy generoso.
—Dile al rey y señor tuyo que Nimue de Ynys Wydryn tomará su cráneo como vasija para beber y que yo se lo serviré en bandeja.
Con esas palabras me alejé de él.
La guerra volvió a campear aquella primavera, aunque al principio menos destructivamente. Arturo entregó oro a Oengus Mac Airem, rey irlandés de Demetia, para que atacara a las guarniciones occidentales de Powys y Siluria, ataques que consumieron la resistencia de nuestros enemigos en las fronteras septentrionales. Arturo en persona dirigió una banda guerrera para pacificar el oeste de Dumnonia, donde Cadwy había declarado independientes sus tierras tribales; pero mientras estaba allí, los sajones de Aelle lanzaron un ataque arrasador sobre las tierras de Gereint. Más tarde supimos que Gorfyddyd había pagado a los sajones con la misma moneda con que nosotros habíamos pagado a los irlandeses, y seguramente Powys invirtió mejor su oro, pues la oleada de sajones obligó a Arturo a regresar precipitadamente del oeste, tras dejar allí a Cei, su compañero de la infancia, a cargo de la lucha contra los tatuados hombres de la tribu de Cadwy.
En esos momentos, cuando el ejército sajón de Aelle amenazaba con conquistar Durocobrivis y las fuerzas de Gwent luchaban en dos frentes, contra Powys y contra los sajones del norte, y mientras la rebelión no sofocada de Cadwy recibía el apoyo del rey Mark de Kernow, fue cuando el rey Ban de Benoic envió demanda de ayuda.
Todos sabíamos que el rey Ban había consentido la partida de Arturo hacia Dumnonia so condición, única e ineludible, de que regresara a Armórica si Benoic se encontraba en peligro. En ese momento, declaró el mensajero de Ban, Benoic se hallaba en situación desesperada, y el rey Ban, conminando a Arturo a cumplir su juramento, exigía su regreso.
Recibimos la noticia en Durocobrivis. La ciudad había sido una próspera guarnición romana con lujosas termas, una audiencia de justicia hecha de mármol y un gran mercado, pero ahora no era más que un empobrecido puesto fronterizo condenado a vigilar el este por si atacaban los sajones. Todos los edificios de extramuros habían sucumbido al fuego de los invasores de Aelle y jamás fueron reconstruidos; de las grandes edificaciones romanas de intramuros apenas quedaban sino montañas de cascotes. El mensajero de Ban nos encontró bajo los arcos en ruinas del antiguo salón de las termas romanas. Era de noche y una hoguera ardía en lo que había sido la piscina; el humo se arremolinaba en el techo abovedado hasta ser absorbido por una corriente de aire que lo lanzaba al exterior por un ventanuco. Acabábamos de cenar, sentados en círculo sobre el frío suelo, y Arturo condujo al mensajero de Ban al centro; allí esbozó en la tierra un mapa de Dumnonia y señaló la situación de nuestros amigos y enemigos con trozos de azulejos rojos y blancos. En todas partes los azulejos rojos de Dumnonia quedaban estrangulados entre fragmentos blancos. Habíamos tenido una refriega ese día y una lanza había alcanzado a Arturo en el pómulo derecho; la herida no era peligrosa, pero sí lo suficiente como para dejarle toda la mejilla abierta. Había luchado sin yelmo, pues veía mejor sin el impedimento metálico, y si el sajón hubiera apuntado una pulgada más arriba y hacia un lado, le habría atravesado el cráneo. Luchó a pie, como solía, pues reservaba la caballería, más pesada, para las batallas desesperadas. Todos los días solían salir al combate seis caballeros montados, pero la mayoría de las caras y escasas bestias de guerra permanecían inactivas en el corazón de Dumnonia, a salvo de asaltos del enemigo. Ese día, después de que Arturo fuera alcanzado, el puñado de hombres a caballo dispersó el frente sajón tras matar a su jefe y obligar a los supervivientes a retroceder hacia el este; tan magra victoria hizo cundir el desánimo entre nosotros. El mensajero del rey Ban, un cacique llamado Bleiddig, vino a amargarnos aún más.
—Ved que no puedo ausentarme ahora —dijo Arturo a Bleiddig, señalando los azulejos rojos y blancos.
—Un juramento es un juramento —replicó Bleiddig rotundamente.
—Si el príncipe abandona Dumnonia —terció el príncipe Gereint—, Dumnonia sucumbe.
Gereint era corpulento y de corto entendimiento, pero leal y honesto. Como sobrino de Uther, podía reclamar su derecho al trono, pero jamás lo hizo y siempre se mantuvo fiel a Arturo, su primo bastardo.
—Antes sucumba Dumnonia que Benoic —contestó Bleiddig, desoyendo impávido los iracundos murmullos que siguieron a sus palabras.
—Juré proteger a Mordred —señaló Arturo.
—Jurasteis defender Benoic —replicó Bleiddig sin inmutarse por la objeción—. Llevad al niño con vos.
—Tengo el deber de entregar el reino a Mordred —insistió Arturo—. Si él se ausenta, el reino pierde rey y corazón a una. Mordred se queda.
—¿Y quién amenaza con robarle el reino? —preguntó Bleiddig iracundo. El cacique de Benoic era corpulento, semejante a Owain y con una fuerza bruta comparable—. ¡Vos! —señaló a Arturo desdeñosamente—. ¡Si hubiérais tomado a Ceinwyn por esposa no habría guerra! ¡Si la hubiérais tomado por esposa, no sólo Dumnonia, sino también Gwent y Powys enviarían tropas de apoyo a mi rey!
Los hombres gritaban y algunos desenvainaron la espada, pero Arturo pidió silencio. Un hilo de sangre brotó de la postilla y le resbaló por la larga y hundida mejilla.
—¿En cuánto estimáis el tiempo que le resta a Benoic?
Bleiddig frunció el ceño incapaz de dar una respuesta exacta, pero dijo que seis meses o un año. Explicó que los francos habían llegado al este del país con nuevos ejércitos y que Ban no podía enfrentarse a tan elevado número. El ejército de Ban, comandado por el paladín Bors, luchaba en la frontera norte, y los hombres que Arturo había dejado tras de sí defendían la del sur al mando de su primo Culhwch.
Arturo miraba fijamente el mapa de azulejos rojos y blancos.
—Tres meses —dijo—. Acudiré dentro de tres meses, si puedo. Tres meses, y mientras tanto, Bleiddig, os enviaré una banda guerrera compuesta de hombres valientes.
Bleiddig discutió la propuesta argumentando que el juramento exigía la presencia inmediata de Arturo en Armórica, pero Arturo no estaba dispuesto a ceder. Reiteró que dentro de tres meses o nunca y Bleiddig tuvo que aceptar su palabra.
Arturo me hizo seña de acompañarle al patio de columnas que se abría al lado del salón. En el pequeño espacio había unas cubas fétidas como letrinas, pero Arturo no pareció percatarse.
—Bien sabe Dios, Derfel —dijo, y entonces comprendí la gran presión a que se hallaba sometido, pues había utilizado la palabra dios, en singular, como los cristianos, aunque se enmendó rápidamente—. Bien saben los dioses que no deseo perderte, pero tengo que enviar a alguien que no tema romper las filas enemigas. Tengo que enviarte a ti.
—Lord príncipe…
—¡No me llames príncipe! —me interrumpió con rabia—. No soy príncipe, y no discutas conmigo. Todo el mundo discute conmigo. Todo el mundo sabe cómo ganar esta guerra salvo yo. ¡Melwas pide hombres a gritos, Twedric quiere que acuda al norte, Cei dice que precisa cien lanzas más, y ahora Ban me quiere a mí! ¡Si empleara más dinero en el ejército y menos en poetas no tendría problemas!
—¿En poetas?
—Ynys Trebes es un refugio de poetas —dijo con amargura; se refería a la capital de la isla del rey Ban—. ¡Poetas! ¡Necesitamos lanceros, no poetas! —Se detuvo y se apoyó en una columna. Parecía más cansado que nunca—. No conseguiré nada hasta que dejemos de luchar. Si por lo menos pudiera hablar con Cuneglas cara a cara, tal vez habría una esperanza.
—No es posible mientras viva Gorfyddyd —dije.
—No es posible mientras viva Gorfyddyd —repitió; guardó silencio y supe que estaba pensando en Ceinwyn y en Ginebra. Por un hueco abierto en la techumbre, el claro de luna se colaba entre las columnas y teñía de plata su rostro huesudo. Cerró los ojos; se culpaba a sí mismo de la guerra, pero lo hecho, hecho estaba. Era necesario encontrar la paz para Britania y sólo un hombre sería capaz de imponerla, el propio Arturo. Abrió los ojos e hizo un gesto de desagrado—. ¿Qué olor es, ése? —preguntó; por fin se había dado cuenta.
—Ahí blanquean el paño, señor —le dije, y señalé las cubas de madera llenas de orina y excrementos batidos de pollo en que se procesaba el preciado paño blanco que tanto gustaba a Arturo.
En circunstancias normales Arturo habría alabado tal prueba de laboriosidad en una ciudad ruinosa como Durocobrivis, pero se limitó a olvidar el hedor con un encogimiento de hombros y a tocarse el hilo de sangre fresca que le bajaba por la mejilla.
—Una cicatriz más —comentó con arrepentimiento—. Pronto tendré tantas como tú, Derfel.
—Deberíais llevar el yelmo, señor.
—Con el yelmo puesto no veo a diestra ni a siniestra —respondió sin darle más importancia. Se alejó de la columna y me indicó que le acompañara a pasear por la arcada—. Bien; escucha, Derfel. Luchar contra los francos es igual que luchar contra los sajones. Todos son germanos, y los francos no tienen nada de especial, salvo que llevan jabalinas arrojadizas, además de las armas más conocidas. Así que mantén la cabeza baja cuando comience el ataque, y después, como siempre, barrera de escudos contra barrera de escudos. Son luchadores tenaces pero beben más de la cuenta, de forma que puedes superarlos usando la cabeza. He ahí el motivo por el que te envío a ti. Eres joven pero tienes cabeza, cosa de la que carecen muchos soldados. Creen que basta con beber y repartir hachazos a diestro y siniestro, pero así no se ganan las guerras. —Hizo una pausa y trató de disimular un bostezo—. Perdóname. Y, por lo que se me alcanza, Derfel, la situación de Benoic no es tan desesperada. Ban es de carácter emocional —pronunció la palabra con acritud— y se asusta fácilmente, pero perder Ynys Trebes le partiría el corazón y yo tendría que vivir con otra culpa sobre la conciencia. Confía en Culhwch, es bueno. Bors es efectivo.
—Pero traicionero —dijo Sagramor desde las sombras, cerca de las tinas de blanqueo.
Había dejado la sala para vigilar a Arturo.
—No es justo —dijo Arturo.
—Es traicionero —repitió Sagramor con su rudo acento— porque está con Lancelot.
—Lancelot puede plantear dificultades —admitió Arturo—. Es el heredero de Ban y le gusta hacer las cosas a su modo, pero a mí también. —Sonrió y me miró—. Sabes escribir, ¿verdad?
—Sí, señor —dije. Habíamos dejado atrás a Sagramor, que permanecía entre las sombras sin perder a Arturo de vista. Los gatos se escabullían sigilosamente a nuestro paso y los murciélagos revoloteaban alrededor del gablete por donde salía el humo del gran salón. Me pareció imposible que ese lugar hediondo hubiera estado alguna vez alumbrado por candiles y poblado de romanos con túnicas—. Escríbeme y cuéntame lo que sucede —dijo Arturo—, así no tendré que fiarme de la imaginación de Ban. ¿Cómo está tu mujer?
—¿Mi mujer? —No esperaba tal pregunta, y por un momento creí que se refería a Canna, una esclava sajona que me hacía compañía y que me enseñaba su dialecto, algo diferente del sajón que había aprendido yo, de mi madre; pero entonces me di cuenta de que se refería a Lunete—. Nada sé de ella, señor.
—Y tampoco preguntas, ¿verdad? —Me sonrió con picardía y después suspiró. Lunete había partido con Ginebra a la lejana Durnovaria, al antiguo palacio de invierno de Uther. Ginebra no quería abandonar su bonito palacio nuevo cerca de Caer Cadarn y Arturo hubo de convencerla de que se adentrara más en el país para ponerse a salvo de invasiones enemigas—. Sansum me ha comunicado que Ginebra y todas sus damas adoran a Isis.
—¿A quién?
—Exacto —dijo Arturo con una sonrisa—. Isis es una diosa extranjera, Derfel, con sus propios misterios; tiene que ver con la luna, creo. Eso es lo que afirma Sansum. No creo que él sepa nada, tampoco, pero insiste en que prohíba el culto; en su opinión los misterios de Isis son innombrables, pero cuando le pido que me diga en qué consisten, no lo sabe. O no lo dice. ¿Sabes tú algo de eso?
—Nada, señor.
—Claro que —añadió Arturo, un tanto obligado—, si Ginebra encuentra solaz en Isis, nada malo puede haber en ello. Pero estoy preocupado por Ginebra; le prometí muchas cosas, ¿sabes?, y todavía no le he dado nada. Quiero devolver a su padre al trono, y lo haremos, sí, lo haremos, pero nos costará más de lo previsto.
—¿Queréis luchar contra Diwrnach? —inquirí, consternado.
—No es sino un hombre como cualquier otro, Derfel, y puede morir. Lo conseguiremos un día. —Se volvió hacia el salón—. Partirás, pues, hacia el sur; sólo puedo darte sesenta hombres. Sé que no es suficiente en caso de que Ban se encuentre en verdadero peligro, pero cruza el mar con ellos Derfel, y ponte a las órdenes de Culhwch. ¿Pasarías por Durnovaria, de camino, y me enviarías nuevas de mi amada Ginebra?
—Sí, señor.
—Llévale un presente de mi parte. ¿Qué te parece el collar que lucía el cabecilla sajón? ¿Crees que será de su agrado? —me preguntó con ansiedad.
—Sería del agrado de cualquier mujer —respondí.
El collar era de factura sajona, burdo y macizo, pero muy bonito. Estaba hecho de placas de oro dispuestas como los rayos del sol y tenía gemas incrustadas.
—¡Bien! Llévalo a Durnovaria en mi nombre, Derfel, y luego ve a salvar Benoic.
—Haré lo posible, señor —dije con toda mi buena intención.
—Lo posible —repitió Arturo—, por el bien de mi conciencia —añadió en voz baja; apartó de un puntapié un fragmento de arcilla que asustó a un gato, el cual, arqueando el lomo, bufó—. Parecía todo tan fácil hace tres años —dijo, casi en un susurro—. Y después, Ginebra.
Al día siguiente partí hacia el sur con sesenta hombres.
—¿Te ha enviado a espiarme? —me preguntó Ginebra con sonrisa.
—No, señora.
—Querido Derfel —se burló de mí—, cuánto te pareces a mi esposo.
—¿Yo? —pregunté sorprendido.
—Sí, Derfel; te pareces a mi esposo, aunque él es mucho más inteligente. ¿Te agrada este lugar? —me preguntó, refiriéndose al patio.
—Es hermoso —contesté.
La villa de Durnovaria era romana, naturalmente, aunque en su día sirvió a Uther como residencia de verano. Bien sabe que no sería tan hermosa cuando el rey la ocupaba, pero Ginebra había devuelto al edificio algo de su antigua grandeza. El patio tenía columnas, como el de Durocobrivis, pero el tejado estaba en perfecto estado y las columnas, encaladas. El emblema de Ginebra se repetía en las paredes interiores en cada arcada, una sucesión de ciervos coronados con una luna creciente. Al ciervo, el de su padre, había añadido ella la luna; los semicírculos completaban vistosamente la obra de arte. El agua corría por unos canales cubiertos de azulejos junto a los que crecían rosas blancas; había en sendas perchas dos halcones de caza que movían la encapuchada cabeza a nuestro paso bajo la arcada romana. También había estatuas de hombres y mujeres desnudos repartidas por el patio, y en los plintos que servían de basa a las columnas, bustos de bronce festoneados de flores. El macizo collar sajón, regalo de Arturo, lucía en ese momento en el cuello de un busto de bronce. Ginebra, después de juguetear unos momentos con la joya, frunció el ceño.
—Una pieza burda, ¿no te parece? —me preguntó.
—El príncipe Arturo piensa que es bella, señora, y digna de vos.
—Mi querido Arturo —comentó como al descuido, escogió el busto de un hombre feo, de expresión ceñuda, y le colocó el collar al cuello—. Así está mejor —dijo refiriéndose al busto—. Le llamo Gorfyddyd porque se parece un poco a él, ¿no crees?
—Sí, señora.
Ciertamente, la cara amarga y desdichada del busto recordaba a Gorfyddyd.
—Gorfyddyd es un animal —dijo Ginebra—. Quiso robarme la virginidad.
—¿Eso es cierto? —logré decir tras recobrarme de tamaña revelación.
—Lo intentó pero no lo consiguió —ratificó con firmeza—. Estaba borracho, me besuqueaba por todas partes, me dejó llena de babas, hasta aquí —dijo, señalándose los senos. Llevaba una sencilla enagua de lino que le caía recta desde los hombros hasta los pies. A fe mía que debía ser de un paño carísimo, pues era de una sutileza tan atractiva que, si miraba a Ginebra con atención, cosa que procuré evitar en lo posible, su cuerpo desnudo se insinuaba bajo los delicados pliegues de la tela. Llevaba en el cuello un ciervo de oro con la luna creciente, pendientes de gotas de ámbar engarzadas en oro en las orejas y, en la mano izquierda, un anillo de oro con el oso de Arturo cortado por una cruz de amante—. Me besuqueaba con su boca babosa —prosiguió encantada— cuando terminó, o mejor dicho, cuando dejó de intentarlo y de balbucear que iba a convertirme en su reina y que sería la mujer más rica de Britania, me fui a ver a Iorweth para que me hiciera un conjuro contra un amante no deseado. No le dije al druida que se trataba del rey, claro está, aunque seguramente no habría importado porque Iorweth era capaz de cualquier cosa a cambio de una sonrisa; así pues, preparóme el conjuro y yo lo enterré. Luego, por medio de mi padre hice saber a Gorfyddyd que había enterrado un conjuro contra la hija de un hombre que había intentado violarme. Gorfyddyd comprendió de quién se trataba y, como adora a su insípida pequeña Ceinwyn, no volvió a molestarme. —Soltó una carcajada—. ¡Qué necios son los hombres!
—Excepto el príncipe Arturo —dije con firmeza, procurando no olvidar el título que Ginebra insistía en adjudicarle.
—Lo suyo con las joyas es necedad —dijo secamente, y fue entonces cuando me preguntó si me había enviado a espiarla.
Seguimos paseando por entre las columnas. Estábamos solos. Un guerrero llamado Lanval, comandante de la guardia de la princesa, quiso dejar a sus hombres en el recinto, pero Ginebra le pidió que los despidiera.
—Que murmuren de nosotros —comentó risueña, aunque después frunció el ceño—. A veces tengo la impresión de que Lanval está aquí para espiarme.
—Lanval tal sólo cuida de vos, señora, pues de vuestra seguridad depende la felicidad del príncipe Arturo, y de su felicidad depende todo un reino.
—Muy bonito, Derfel. Me gusta —dijo, con retintín de burla.
Seguimos caminando. Bajo la sombra que ofrecían las columnas como refugio contra el calor del sol, un cuenco lleno de agua y pétalos de rosa esparcía un agradable perfume.
—¿Deseas ver a Lunete? —me preguntó súbitamente.
—No creo que ella desee verme a mí.
—Probablemente. Pero no estáis casados, ¿verdad?
—No, señora, no nos hemos casado.
—Entonces, poco importa, ¿no crees? —me preguntó, aunque no especificó qué era lo que dejaba de importar, ni yo se lo pregunté—. Quería verte, Derfel —me dijo con gran interés.
—Me halagáis, señora.
—¡Tus palabras son cada vez más bellas! —exclamó, aplaudiendo; acto seguido arrugó la nariz—. Dime, Derfel, ¿te lavas alguna vez?
—Sí, señora —contesté sonrojado.
—Apestas a cuero, sangre, sudor y polvo. Un aroma bastante agradable en algunas ocasiones, pero no ahora. Hace demasiado calor. ¿Te gustaría que mis damas te dieran un baño? Lo hacemos al estilo romano, con abundante vapor y estropajo. Resulta agotador.
Me alejé un paso de ella deliberadamente.
—Ya buscaré un arroyo, señora.
—Sin embargo, quería verte —repitió. Se acercó a mí de nuevo e incluso me tomó del brazo—. Háblame de Nimue.
—¿De Nimue? —pregunté desconcertado.
—¿Sabe hacer magia, en verdad? —inquirió, vivamente interesada. La princesa era de la misma estatura que yo y su rostro, hermoso y de pómulos altos, me miraba muy de cerca. Tanta proximidad me producía una gran perturbación, comparable a la ofuscación de los sentidos que causa el brebaje de Mitra. Su cabello rojo olía a perfume y sus deslumbrantes ojos verdes, enmarcados con una raya de resma y hollín de bujía, parecían aún más grandes—. ¿Sabe hacer magia? —preguntó de nuevo.
—Creo que sí.
—¡Crees! —Se alejó de mi decepcionada—. ¿Sólo lo crees?
Noté pulsaciones en la cicatriz de la mano izquierda y no supe qué decir. Ginebra se reía.
—Dime la verdad, Derfel. ¡Necesito saberlo! —Volvió a tomarme del brazo y me llevó un poco más lejos—. Ese espantoso obispo Sansum quiere convertirnos a todos en cristianos, y no estoy dispuesta a consentirlo. Pretende hacernos sentir culpables a todas horas y no dejo de decirle que nada tengo de qué arrepentirme; pero el poder de los cristianos va en aumento. ¡Están levantando una nueva iglesia aquí! Y algo peor aún. ¡Ven! —Impulsivamente, dio media vuelta y batió palmas. Varios esclavos acudieron al punto y Ginebra ordenó que le trajeran el manto y los perros—. Voy a enseñarte una cosa, Derfel, para que veas con tus propios ojos lo que ese obispo malvado está haciendo a nuestro reino.
Se abrochó el manto de lana malva para ocultar la fina enagua de lino y tomó las correas de un par de mastines, que jadeaban a su lado con las largas lenguas colgando entre sus afilados dientes. Se abrieron de par en par las puertas de la villa y salimos a la calle mayor de Durnovaria seguidos por dos esclavos y con una guardia de cuatro hombres que formó apresuradamente a nuestro alrededor; la calle estaba muy bien pavimentada con grandes piedras y sumideros que recogían el agua de lluvia y la llevaban al río, que pasaba por el este de la ciudad. En los grandes escaparates de las tiendas había todo tipo de mercancías: calzado, carnes, sal, alfarería… Algunas casas se habían derrumbado pero la mayoría estaban bien conservadas, debido tal vez a la prosperidad que había aportado la presencia de Ginebra y Mordred. Naturalmente no faltaban mendigos, que se acercaban arrastrándose sobre sus muñones, procurando evitar los golpes de lanza de los guardias, a recoger las monedas de cobre que los dos esclavos de Ginebra iban distribuyendo. Ginebra avanzaba impertérrita, con el cabello rojo expuesto al sol, sin inmutarse por la expectación que causaba su presencia.
—¿Ves aquella casa? —me preguntó señalando hacia un elegante edificio de dos pisos que se levantaba en la parte norte de la calle—. Ahí vive Nabur, y ahí es donde nuestro pequeño rey se tira pedos y vomita. —Se estremeció—. Mordred es un niño particularmente repugnante. Cojea y jamás deja de gritar. ¡Escucha! ¿No lo oyes? —Ciertamente, oí el llanto de un niño, aunque no había forma de saber si se trataba de Mordred o no—. Bien; ven por aquí.
Se abrió paso entre una multitud que la admiraba desde un lado de la calle; después subió un montón de cascotes que se levantaba cerca de la bonita casa de Nabar.
La seguí hasta un solar en construcción, o mejor dicho, un lugar donde estaban derrumbando un edificio y levantando otro sobre los mismos cimientos. El edificio que estaban echando abajo era un templo romano.
—Aquí adoraban a Mercurio —dijo Ginebra—, pero ahora tendremos un templo dedicado a un carpintero muerto. Pero ¿cómo podrá un carpintero muerto procurarnos buenas cosechas? ¡Dime! —Las últimas palabras, aunque ostensiblemente dirigidas a mí, fueron pronunciadas en voz tan alta que molestaron al grupo de obreros cristianos que trabajaba en su nueva iglesia. Algunos colocaban piedras, otros azolaban las jambas de las puertas y otros tiraban abajo los muros antiguos para extraer material con que levantar los nuevos—. Si necesitáis un tugurio para vuestro carpintero —dijo Ginebra con voz vibrante—, ¿por qué no lo alojáis sin más en el edificio antiguo? Se lo pregunté a Sansum, pero dice que todo debe ser nuevo, de forma que sus caros cristianos no hayan de respirar el mismo aire respirado antes por paganos; por tamaño desatino eliminamos lo antiguo, que era exquisito, y levantamos una construcción espantosa a base de piedra mal revestida y sin gracia alguna. —Escupió al suelo para ahuyentar el mal—. ¡Dice que es una capilla para Mordred! ¿Puedes creerlo? Está decidido a convertir al niño lisiado en un cristiano quejumbroso, y, piensa hacerlo en este lugar abominable.
—¡Querida señora! —El obispo Sansum salió de detrás de uno de los muros nuevos, que verdaderamente estaban revocados con mal gusto, comparados con el esmerado trabajo de los restos del templo antiguo. Sansum llevaba manchada de polvo blanco la negra sotana, y también el hirsuto cabello—. Vuestra graciosa presencia nos honra altamente, señora —dijo inclinándose ante ella.
—No te hago ningún honor, gusano. He venido a mostrar a Derfel la carnicería que estáis perpetrando. ¿Cómo podéis adorar en semejante lugar? —Señaló despectivamente la iglesia a medio construir—. De la misma forma podríais hacerlo en una cuadra de vacas.
—Nuestro amado Señor nació en un establo, señora, de modo que mucho me congratula que nuestra humilde iglesia os recuerde a un refugio de ganado.
Volvió a inclinarse ante ella. Unos cuantos albañiles, reunidos en el extremo opuesto de la edificación, entonaron un himno sagrado para protegerse de la torva presencia de paganos.
—Ciertamente, suena como un establo de vacas —replicó Ginebra secamente; pasó ante el sacerdote y, pisando cascotes, se acercó a una cabaña de madera levantada contra una de las paredes de piedra y ladrillo de la casa de Nabur. Soltó a los perros y los dejó correr a su gusto—. ¿Dónde está la estatua, Sansum? —preguntó con orgullo al tiempo que abría la puerta de la cabaña de un puntapié.
—¡Ay, graciosa señora! Quise salvarla para vos, pero nuestro bendito señor ordenó que fuera fundida, para los pobres, ¿comprendéis?
—¡Bronce! —exclamó, volviéndose al sacerdote con fiereza—. ¿De qué sirve el bronce a los pobres? ¿Acaso lo comen? —Me miró—. Una estatua de Mercurio, Derfel, alta como un hombre alto, maravillosamente cincelada. ¡Una auténtica obra de arte de los romanos, no de los britanos! Pero ya no existe, la han fundido en un horno cristiano porque vosotros —dijo, mirando de nuevo a Sansum con verdadero desprecio— no podéis soportar la belleza. Os asusta la belleza. Sois como larvas que destrozan los árboles sin saber lo que hacen. —Entró en la cabaña agachando la cabeza; allí guardaba Sansum los objetos de valor que encontraba entre los restos del templo. Salió de nuevo con una pequeña estatua de piedra y la lanzó a las manos de un guardia—. No es gran cosa, pero al menos se libra de una larva carpintera nacida en una cuadra de vacas.
Sansum, sin dejar de sonreír a pesar de los insultos, me preguntó por la marcha de la guerra en el norte.
—Vamos ganando poco a poco —dije.
—Decid a Arturo, príncipe y señor mío, que ruego por él.
—Ruega por sus enemigos, sapo —terció Ginebra—, tal vez así ganemos más presto. —Se quedó mirando a sus dos perros, que en ese momento orinaban contra las paredes de la nueva iglesia—. Cadwy hizo una incursión hacia aquí el mes pasado —me dijo—, y se acercó mucho.
—A Dios gracias, nos libramos —añadió piadosamente el obispo Sansum.
—Pero no gracias a ti, miserable gusano —dijo Ginebra—. Los cristianos huyeron, se levantaron la faldas y echaron a correr hacia el este. Los demás nos quedamos, y Lanval, gracias a los dioses, expulsó a Cadwy. —Escupió hacia la nueva iglesia—. Más adelante seremos liberados de nuestros enemigos y, cuando tal cosa ocurra, Derfel, haré derrumbar esa cuadra de vacas para construir un templo digno de un verdadero dios.
—¿Un templo a Isis? —preguntó Sansum maliciosamente.
—Cuidado, sapo —le advirtió Ginebra—, pues mi diosa gobierna la noche y podría despojarte de tu alma para divertirse. Aunque sólo los dioses saben de qué serviría a nadie un alma tan miserable. ¡Vamos, Derfel!
Recogimos a los dos mastines y volvimos a subir la cuesta. Ginebra temblaba de ira.
—¿Has visto lo que está haciendo? ¡Arrasa lo antiguo! ¿Por qué? Para imponernos sus mezquinas y vulgares supercherías. ¿Por qué no puede dejar en paz las cosas antiguas? A nosotros no nos importa que unos necios quieran adorar a un carpintero, ¿por qué ha de preocuparle a él a quién adoremos nosotros? Cuantos más dioses haya, mejor, digo yo. ¿Por qué exaltar a un dios ofendiendo a otro? No tiene sentido.
—¿Quién es Isis? —pregunté al entrar por las puertas de la villa; ella me miró con picardía.
—¿Por ventura no es ésa una pregunta de mi querido esposo?
—Sí —dije.
—¡Bien hecho, Derfel! —dijo riéndose—. La verdad siempre asombra. De modo que a Arturo le preocupa mi diosa.
—Le preocupa porque Sansum le molesta con cuentos de misterios.
Se quitó el manto y lo dejó caer sobre el embaldosado para que lo recogiera un esclavo.
—Dile a Arturo que no hay de qué preocuparse. ¿Duda acaso de mi afecto?
—Os adora —dije con tacto.
—Y yo a él. —Me sonrió—. Díselo así, Derfel —añadió con ternura.
—Lo haré; señora.
—Y dile que no hay por qué preocuparse por Isis. —Me tomó la mano impulsivamente—. Ven —me dijo, igual que antes, cuando me llevó al templo cristiano; en esta ocasión la seguí por el patio, saltando por encima de los canales hasta una puerta pequeña situada en la arcada del fondo—. Aquí —dijo, y me soltó la mano para abrir la puerta—, éste es el templo de Isis que tanto preocupa a mi amado señor.
—¿Pueden entrar hombres? —pregunté, vacilante.
—Durante el día sí, mas no por la noche. —Agachó la cabeza para entrar y apartó una gruesa cortina de lana colgada a la misma entrada. La seguí y, al pasar al otro lado de la cortina, me encontré en un recinto negro, sin luz—. No te muevas de donde estás —me advirtió; al principio pensé que se trataría de un precepto de Isis; cuando la vista se me acostumbró a la densa oscuridad, vi que me había hecho detener para evitar que cayera en el estanque de agua que ocupaba el centro. Sólo entraba algo de luz por los bordes de la cortina de la puerta, pero al cabo de un rato percibí una luz gris que se colaba por el otro extremo de la estancia; después Ginebra empezó a retirar una a una varias capas de cortinajes negros que colgaban de un mástil sujeto con abrazaderas; eran tan gruesas que ni la menor luz habría podido filtrarse a través de las capas superpuestas. Detrás de los cortinajes, amontonados ahora en el suelo, había unos postigos que Ginebra abrió de par en par; la luz entró a chorros.
—Ahí los tienes —dijo, colocándose a un lado de la gran ventana arqueada—, ¡los misterios!
Se burlaba de los temores de Sansum, aunque bien es verdad que la estancia resultaba misteriosa, pues allí todo era negro. El suelo era de piedra negra, las paredes y el techo abovedado estaban pintados de negro; en el centro del suelo había un estanque poco profundo de aguas negras, y al otro lado, entre el estanque y la ventana, un trono de piedra negra.
—¿Qué te parece, Derfel? —me preguntó.
—No veo a la diosa —dije, buscando con los ojos una estatua de Isis.
—Acude con la luna. —Traté de imaginarme la luna plena entrando por la ventana, rielando en el estanque y reflejándose en las negras paredes—. Háblame de Nimue —me ordenó—, y yo te hablaré de Isis.
—Nimue es la sacerdotisa de Merlín —dije, y mi voz resonó en las piedras negras— y está aprendiendo sus secretos.
—¿Qué secretos?
—Los secretos de los dioses antiguos, señora.
—Pero ¿cómo descubre Merlín los secretos? —preguntó con el ceño fruncido—. Tengo entendido que los antiguos druidas no escribían nada, que tenían prohibida la escritura, ¿no es así?
—Sí, señora, pero a pesar de ello Merlín busca sus secretos.
—Sabía que habíamos perdido cierto conocimiento. ¿De modo que Merlín lo está buscando? ¡Tanto mejor! Tal vez sirva de escarmiento a ese sapo vil de Sansum. —Ginebra estaba en medio de la ventana y miraba más allá de los tejados de Durnovaria, unos de paja y otros de tejas, hacia los paramentos del sur y el túmulo herboso del anfiteatro, y más lejos aún, hacia las grandes murallas de tierra de Mai Dun que asomaban en el horizonte. Había nubes blancas en el cielo, pero lo que me quitó la respiración fue la luz del sol que se filtraba por la tenue enagua blanca de Ginebra, de modo que la dama de mi señor, la princesa de Henis Wyren, parecía completamente desnuda; por unos momentos, con la sangre martilleándome los oídos, sentí celos de mi señor. ¿Sabía Ginebra lo traicionero que era el sol? Creí que no, pero tal vez me equivocara. Estaba de espaldas a mí y de repente se volvió un poco y me miró—. ¿Lunete es maga?
—No, señora.
—Pero aprendió con Nimue, ¿no es así?
—No. Jamás tuvo permiso para entrar en las habitaciones de Merlín. No tenía interés.
—¿Y tú? ¿Entrabas en las habitaciones de Merlín?
—Sólo dos veces —contesté. Le veía los senos y bajé deliberadamente la vista a las negras aguas; mas, para mayor tormento, las aguas reflejaban su belleza y matizaban su esbelto cuerpo cubriéndolo con un seductor velo de misterio. Cayó sobre nosotros un silencio de plomo y entonces me di cuenta, pensando en nuestras últimas palabras, de que Lunete debía de haber afirmado poseer algún conocimiento de la ciencia de Merlín, y que sin duda yo acababa de desmentir su pretensión—. Es posible —añadí con poca convicción—, pues Lunete sabe más de lo que me ha demostrado.
Ginebra se encogió de hombros y volvió a darme la espalda.
Yo levanté de nuevo la mirada.
—Pero ¿dirías que Nimue sabe más que Lunete?
—Infinitamente más, señora.
—He pedido a Nimue por dos veces que acuda junto a mí —me dijo en tono cortante—, y por dos veces se ha negado. ¿Cómo podría obligarla?
—La mejor forma de conseguir que Nimue haga una cosa —dije— es prohibirle que la haga.
De nuevo quedamos en silencio, aunque se oían los ruidos de la calle, los gritos de los vendedores en el mercado, el golpeteo de las ruedas de los carros sobre la piedra, el ladrido de los perros, el ruido de cacharros de alguna cocina tercena; pero nosotros estábamos en silencio.
—Un día —dijo Ginebra, rompiendo el silencio— levantaré un templo a Isis allá. —Señaló hacia las murallas de Mai Dan, que llenaban el horizonte sur—. ¿Es tierra sagrada?
—Mucho.
—Mejor. —Una vez más se volvió hacia mí, con el sol en los cabellos y en la suave piel, que se traslucía bajo la enagua blanca—. No pienso jugar a ser más lista que Nimue, Derfel, quiero que venga aquí. Necesito una sacerdotisa con poderes, una amiga de los dioses antiguos para derrotar a esa larva de Sansum. Necesito a Nimue, Derfel; así pues, por el amor que profesas a Arturo, dime qué mensaje me la traería. Dímelo y yo te diré por qué adoro a Isis.
Me quedé pensando qué cebo atraería a Nimue.
—Decidle que Arturo le entregará a Gundleus si ella os obedece, pero no faltéis a vuestra palabra —añadí.
—Gracias, Derfel. —Sonrió y se sentó en el negro y pulido sitial—. Isis es una diosa de mujeres y su símbolo es el trono. Aunque sea un hombre el que se siente en el trono de un reino, Isis puede decidir qué hombre ha de ser. Por ese motivo la adoro.
Capté un rastro de traición en sus palabras.
—Señora, el trono de este reino —dije, repitiendo la frecuente afirmación de Arturo— lo ocupa Mordred.
Ginebra sonrió burlonamente.
—Mordred no es capaz de ocupar ni un orinal él solo. ¡Es un tullido! ¡Es un niño malcriado que ya huele el poder como un cerdo a una cerda en celo! —Hablaba con tono zahiriente y desdeñoso—. ¿Desde cuándo pasan los tronos de padres a hijos, Derfel? ¡Dime! Jamás fue así en los días antiguos. El poder pasaba a manos del mejor hombre de la tribu, y así debería seguir siendo ahora. —Cerró los ojos como arrepentida de su súbito arranque—. ¿Eres amigo de mi esposo? —me preguntó al cabo, con los ojos abiertos de nuevo.
—Sabéis que sí, señora.
—Entonces, tú y yo somos amigos, Derfel. Somos uno porque los dos amamos a Arturo. ¿Crees tú, mi amigo Derfel Cadarn, que Mordred sería mejor rey que Arturo?
Vacilé, pues Ginebra me incitaba a hablar a la par como traidor y sinceramente, en un recinto sagrado, de modo que opté por decir la verdad.
—No, señora. El príncipe Arturo sería mejor rey.
—Bien. —Me sonrió una vez más—. Pues di a Arturo que nada debe temer, sino al contrario, mucho ha de ganar de mi dedicación a Isis. Dile que rindo aquí culto a la diosa por su futuro y que nada de lo que suceda entre estas cuatro paredes redundará en su perjuicio. ¿Lo has entendido claramente?
—Así se lo diré, señora.
Me miró fijamente un largo rato. Yo me mantuve tieso como un soldado, con el manto rozando el suelo, Hywelbane a un costado y la barba, ya abundante, dorada a la luz del santuario.
—¿Vamos a ganar la guerra? —me preguntó al cabo.
—Sí, señora.
—Dime por qué —me ordenó, sonriendo por la seguridad que mostraba.
—Porque Gwent defiende el norte inamovible como una roca, porque los sajones luchan entre sí como nosotros y jamás se unen para atacarnos. Porque Gundleus de Siluria tiembla de pensar en otra derrota, porque Cadwy es una babosa que sera aplastada tan pronto como tengamos tiempo que perder, porque Gorfyddyd sabe luchar pero no sabe dirigir un ejército, y por encima de todo, señora, porque tenemos al príncipe Arturo.
—Bien —dijo, y se puso de pie; el sol traspasaba esa tenue enagua blanca—. Debes partir, Derfel. Ya has visto suficiente. —Enrojecí y Ginebra se rió—. ¡Busca un arroyo! —me dijo aún, al tiempo que yo salía por la cortina de la puerta—. Apestas como un sajón.
Encontré un arroyo, me lavé, reuní a mis hombres y los llevé hacia el sur, hacia el mar.
No me gusta el mar. Es frío y engañoso, sus cambiantes montañas grises llegan incesantes desde el lejano poniente, donde el sol muere a diario. Un marinero me contó que en algún lugar más allá del vacío horizonte se encuentra la fabulosa tierra llamada Lyonesse, que nadie ha visto y de la cual nadie ha regresado; así, se ha convertido en un refugio bendito para los marineros pobres; dicen que es una tierra de maravilla donde no existen la guerra ni el hambre y, sobre todo, una tierra sin naves que surquen el mar gris y grumoso ni rompan las crestas blancas que el viento arrastra azotando las laderas gris verdosas que zarandean sin piedad nuestras pequeñas naves de madera. Veíase la costa de Dumnonia verde como una esmeralda. No me había percatado de lo mucho que amaba esa tierra hasta que salí de ella por vez primera.
Navegábamos en tres navíos con esclavos a los remos; cuando salimos del río empezó a soplar un viento de poniente; entonces recogieron los remos y las deshilachadas velas arrastraron las naves precipitándolas por los empinados costados de las olas. Muchos de mis hombres se marearon. Eran jóvenes, más jóvenes que yo en su mayoría, pues ciertamente la guerra es un juego de niños, pero había algunos mayores que yo. Cavan, el segundo en el mando, rozaba los cuarenta; tenía la barba entrecana y el rostro lleno de cicatrices. Era un adusto irlandés que se había puesto al servicio de Uther y no encontraba extraño hallarse ahora a las órdenes de un hombre que contaba la mitad de sus años. Me llamaba señor porque, sabiendo que procedía del Tor, me tomaba por heredero de Merlín, o cuando menos por hijo encumbrado del mago engendrado de una esclava sajona. Creo que Arturo me dio a Cavan por si, debido a mi escasa edad, no lograba imponer la autoridad necesaria; pero, sinceramente, nunca tuve problemas para mandar a los hombres. Se les dice a los soldados cuál es su deber, se les da buen ejemplo, se les castiga si no cumplen debidamente y, por lo demás, se les premia con generosidad y se les conduce a la victoria. Mis lanceros eran todos voluntarios que iban a Benoic porque deseaban estar a mi servicio o, más probablemente, alentados por la perspectiva de ganar mejor botín y mayor gloria al sur del mar. Viajábamos sin mujeres, sin caballos y sin criados. Di libertad a Canna y la envié al Tor con la esperanza de que Nimue la cuidara, pero pensaba que no volvería a ver a mi pequeña sajona nunca más. Enseguida encontraría marido, mientras yo iba en busca de la nueva Britania, la Britania de los galos, y contemplaba con mis propios ojos la belleza legendaria de Ynys Trebes.
Bleiddig, el mensajero del rey Ban, viajaba con nosotros. Protestó por mi juventud, pero cuando Cavan le dijo de mal humor que seguramente yo había matado a más hombres que el propio Bleiddig, el cacique optó por guardar para sí toda objeción en mi contra. Aún hubo de quejarse por el número reducido de hombres. Dijo que los francos estaban ansiosos de tierras, que eran harto numerosos y que iban bien armados. Le parecía que doscientos habrían supuesto una ayuda, pero que sesenta eran muy pocos.
La primera noche anclamos en la bahía de un isla. Los mares rugían en la boca de la bahía y en la playa una banda de harapientos comenzó a gritarnos y a arrojarnos débiles flechas que ni con mucho habrían alcanzado a ninguna de nuestras tres naves. El capitán de nuestra nave temía que se acercara una tormenta y sacrificó un cabrito que llevaba a bordo con ese solo propósito; salpicó la proa del barco con la sangre del animal agonizante y por la mañana el viento amainó, aunque una espesa niebla ocultaba el mar por completo. Ninguno de los capitanes quería navegar con la niebla, de modo que hubimos de aguardar un día entero y una noche, y después, al amanecer del día siguiente, bajo un cielo limpio, remamos hacia el sur. Fue una jornada larga. Bordeamos unas rocas espantosas llenas de esqueletos de naves que habían zozobrado; al atardecer, cálido atardecer, con un viento ligero y la marea alta que ayudaba a nuestros cansados remeros, entramos en un río de ancho cauce: con el auspicio favorable de una bandada de cisnes volando sobre nosotros, hicimos embarrancar las naves. Había una plaza fuerte en las cercanías y unos hombres armados descendieron hasta la orilla para enfrentarse a nosotros, pero Bleiddig les dijo a gritos que éramos amigos. Entonces los hombres saludaron en britano y nos dieron la bienvenida. El sol poniente doraba las ondas y los remolinos del río. Olía a pescado, a salitre y a pez. Junto a los botes amarrados había tendales con redes negras colgadas, bajo las cribas de sal brillaban las hogueras, los perros entraban en el agua y salían corriendo, huyendo de las pequeñas olas y ladrándonos, y un grupo de niños salió de las cabañas más próximas y se acercó a vernos desembarcar chapoteando en el agua.
Yo fui el primero en bajar y bajé con el escudo, donde se distinguía el oso de Arturo invertido; traspasada la línea de desechos que deja la pleamar, clavé la punta de la lanza en la arena y di gracias a Bel, mi protector, y a Manawydan, el dios del mar, y rogué que un día me permitieran navegar desde Armórica y regresar al lado de Arturo, señor mío, y a mi bendita Britania.
Después partimos a la guerra.