Lunete no deseaba trasladarse a Corinium, donde Arturo pasaba el invierno con sus hombres. No quería separarse de sus amigos, y además, añadió como improvisadamente, estaba encinta. Recibí la noticia con incredulidad y en silencio.
—Así que ya lo sabes —me reprochó—, espero un hijo y no puedo viajar. No tenemos obligación de ir. Aquí vivíamos bien. Owain era un buen señor, pero tuviste que echarlo todo a perder. ¿Por qué no te vas solo? —Estaba acuclillada junto al hogar de la cabaña, aprovechando el poco calor que proporcionaban las débiles llamas—. Te odio —dijo, y trató, en vano, de quitarse el anillo de prometida.
—¿Esperas un hijo? —pregunté atónito.
—¡Tal vez no sea tuyo siquiera! —exclamó a gritos; dejó de martirizarse el hinchado dedo del anillo y, a modo de misiva, en vez del anillo me arrojó una astilla.
La esclava suspiró amargamente al fondo de la cabaña y Lunete le tiró un leño para que se callara.
—Pero tengo que ir —dije—, tengo que ir con Arturo.
—¿Abandonándome a mí? —replicó a voces—. ¿Quieres que me convierta en una prostituta? ¿Es eso lo que pretendes?
Me lanzó otra astilla y renuncié a la pelea. Era el día siguiente al duelo de Arturo y Owain y habíamos vuelto todos a Lindinis, donde Arturo convocaría al consejo de Dumnonia para celebrar reunión en la villa; por ese motivo rondaba por las cercanías de la casa romana gran número de peticionarios con sus familiares y amigos, aguardando impacientes a que se abrieran las puertas. En la parte de atrás, donde antaño se hallara el jardín, se apiñaban armerías y arsenales. Allí precisamente aguardábanme apostados los guerreros de Owain. Bien supieron escoger el lugar de la emboscada, pues los acebos lo ocultaban a la vista de los edificios cercanos. Eché a andar por el camino acompañado de las imprecaciones de Lunete, que seguía llamándome traidor y cobarde a voz en grito.
—Bien te conoce tu mujer, sajón —dijo Griffid ap Annan, y me escupió.
Sus hombres me cerraron el paso. Había al menos una docena de lanceros, todos antiguos camaradas, mirándome con hostilidad. Por más que Arturo me hubiera tomado bajo su protección, nadie sabría jamás cómo había terminado muerto en el barro, en ese rincón oculto a las ventanas de la villa.
—Faltaste al juramento —dijo Griffid acusadoramente.
—No es cierto —me defendí.
Minac, un viejo guerrero cargado de collares y brazaletes de oro que Owain le había dado, enristró la lanza.
—No te preocupes por tu mujer —dijo con retorcida intención—, somos muchos los que sabemos cuidar de las viudas jóvenes.
Saqué a Hywelbane. A mi espalda habían empezado a congregarse mujeres, que salían de las cabañas a presenciar la venganza de sus hombres por la muerte de su señor. Lunete también estaba, y me insultaba como las demás.
—Hemos hecho otro juramento —dijo Minac—, pero no somos como tú; nosotros somos fieles a nuestra palabra.
Avanzó por el camino con Griffid a su lado. Apiñáronse los demás lanceros tras sus jefes, en tanto las mujeres se me aproximaban más y más por detrás; algunas incluso dejaron ruecas y husos, de los que nunca se desprendían, y empezaron a arrojar piedras para obligarme a avanzar hacia la lanza de Griffid. Sopesé la espada, todavía mellada en el filo por la lucha de Arturo contra Owain, y pedí a los dioses que me concedieran una muerte digna.
—Sajón —me increpó Griffid, con el peor insulto que se le ocurrió. Avanzaba muy despacio, pues conocía mi destreza con la espada—. Sajón, traidor —dijo, y reculó al punto, pues una piedra cayó en el barro entre él y yo.
Miró más allá de donde yo estaba y de pronto sintió miedo y humilló la punta de la lanza.
—Vuestros nombres —oí sisear a Nimue tras de mí— están escritos en la piedra. Griffid ap Annan, Mapon ap Ellchyd, Minac ap Caddan…
Pronunció los nombres completos de los lanceros y, con cada nombre, escupía hacia la piedra maldita que había lanzado por lo alto al medio del camino. Bajaron las lanzas.
Me hice a un lado para dar paso a Nimue. Llevaba un manto negro con capucha; su rostro quedaba en la sombra y, de la sombra, salía un brillo malévolo, el del ojo de oro. Se detuvo a mi lado; de súbito, dio media vuelta y señaló con una vara adornada de muérdago a las mujeres que antes arrojaban piedras.
—¿Queréis ver a vuestros hijos convertidos en ratas? —les increpó—. ¿Queréis que se os agrie la leche en los senos y que la orina os queme como el fuego? ¡Idos!
Las mujeres cogieron a los niños y huyeron a refugiarse en las cabañas.
Griffid sabía que Nimue era la amada de Merlín y que participaba del poder del druida, y temblaba de miedo por la maldición que podía echarle.
—Os lo ruego —dijo, cuando Nimue lo miró de frente.
Pasó junto a la lanza humillada y propinó a Griffid un sonoro golpe con la vara.
—¡Al suelo! —ordenó—. ¡Todos al suelo! ¡Tumbaos boca abajo! ¡Tumbaos! —Golpeó a Minac—. ¡Al suelo! —Se tumbaron de cara al suelo y Nimue les pisó la espalda uno por uno, con paso leve pero aplastándolos bajo el peso de una maldición terrible—. Vuestra muerte está en mis manos —les dijo—, vuestras vidas me pertenecen. Vuestros espíritus son mis juguetes. Cada mañana al despertaros daréis gracias por mi clemencia, y cada anochecer rogaréis por que vuestro sucio rostro no aparezca en mis sueños. Griffid ap Annan: jura lealtad a Derfel. Besa su espada. ¡De rodillas, mal nacido! ¡De rodillas!
Me opuse a que esos hombres me juraran lealtad, pero Nimue se volvió iracunda hacia mí y me ordenó presentar la espada. Entonces, uno a uno, con terror y barro en la cara, mis antiguos compañeros se acercaron de rodillas a besar la punta de Hywelbane. El juramento no me otorgaba derechos de señorío sobre ellos, pero les prohibía atacarme so riesgo de perder el alma, pues Nimue les advirtió que si faltaban al juramento, sus almas quedarían condenadas a vagar eternamente en la oscuridad del más allá sin encontrar nunca otro cuerpo para volver a esta tierra verde y luminosa. Uno de ellos, que era cristiano, se enfrentó a Nimue y le dijo que el juramento no significaba nada, pero le falló el valor cuando Nimue, tras arrancarse el ojo de oro de la órbita, lo tendió hacia él musitando una maldición; el lancero, aterrorizado hasta lo indecible, cayó de rodillas y besó mi espada como los demás. Una vez prestado el juramento, Nimue ordenó a los hombres que se tumbaran otra vez en el suelo; se colocó el ojo de oro en su sitio y nos marchamos dejándolos en el barro.
Subimos por el camino hasta que nos perdieron de vista, y Nimue se reía.
—¡Cuánto me he divertido! —exclamó; por un momento su voz vibró de picardía infantil, como antaño—. Ha sido divertido en verdad. ¡Cuánto odio a los hombres, Derfel!
—¿A todos?
—A los que se visten de cuero y llevan lanzas —dijo con un estremecimiento—. A ti no, pero a los demás, los odio. —Volvió la cara y escupió en el suelo—. Mucho deben de reírse los dioses de tan míseros gallitos de corral. —Se retiró la capucha y me miró—. ¿Quieres que Lunete te acompañe a Corinium?
—Juré que la protegería —contesté cariacontecido—, y me ha dicho que espera un hijo.
—¿Eso significa que deseas conservarla a tu lado?
—Sí —dije, queriendo decir no.
—Creo que eres un insensato, Derfel. Lunete hará lo que yo le diga. Pero a ti Derfel, te digo que si no la dejas ahora, te dejará ella en su momento. —Me detuvo por el brazo. Nos habíamos acercado a la entrada de la villa, donde los peticionarios aguardaban audiencia con Arturo—. ¿Sabes una cosa? —me preguntó en voz baja—. Arturo tiene intención de dejar a Gundleus en libertad.
—No. —La noticia me impactó.
—Sí. Cree que Gundleus mantendrá la paz a partir de ahora, y que es el más indicado para reinar en Siluria. No lo dejará en libertad sin el consentimiento de Tewdric, de modo que la rehabilitación no será inmediata, pero cuando sea realidad, Derfel, lo mataré. —Hablaba con la drástica sencillez de la verdad. La ferocidad le prestaba una belleza que la naturaleza le había negado. Miraba a lo lejos, por encima de la tierra húmeda y fría, hacia la lejana prominencia de Caer Cadarn—. Arturo sueña con la paz —añadió—, pero jamás habrá paz. ¡Jamás! Britania es un potaje puesto al fuego, Derfel, y Arturo lo removerá hasta el horror.
—Te equivocas —dije, fiel a mi señor.
Nimue respondió a mis palabras con una sonrisa burlona y después, sin decir más, dio media vuelta y desanduvo lo andado, en dirección a las cabañas de los guerreros.
Me abrí camino hasta la villa entre la multitud. Arturo levantó los ojos al verme entrar, me saludó sin ceremonias y volvió su atención al hombre que se quejaba de que su vecino había movido las piedras que señalaban la linde de sus tierras. Bedwin y Gereint compartían mesa con Arturo mientras que Agrícola y el príncipe Tristán permanecían de pie a un lado como montando guardia. Había cierto número de consejeros y magistrados sentados en el suelo, que, curiosamente, estaba caliente gracias a un sistema romano consistente en dejar un espacio vacío bajo el suelo, el cual se llenaba de aire caliente gracias a un horno. Por entre las rendijas se escapaban algunos hilillos de humo que quedaban flotando en la espaciosa estancia.
Escuchaban a los peticionarios por turno y se impartía justicia. La mayoría de los casos habrían podido ser atendidos en la corte de magistrados de Lindinis, situada a unos cien pasos de la villa, pero el pueblo, sobre todo los campesinos paganos, creían que las decisiones tomadas en el real consejo tenían más peso que los juicios de un jurado instituido por los romanos; por ese motivo guardaban sus disputas y contiendas hasta que se anunciaba la próxima celebración de dicho consejo. Arturo, en representación del infante Mordred, los atendía con paciencia, pero se alegró de que llegara el momento del asunto más importante del día. Dicho asunto consistía en desenredar la maraña de cabos sueltos producto de la pelea de la víspera. Los guerreros de Owain pasaron a manos del príncipe Gereint, con la expresa recomendación de Arturo de que los repartieran entre tropas diferentes. Un capitán de Gereint llamado Llywarch fue nombrado sucesor de Owain en el cargo de comandante de la guardia real. A un magistrado le fue encomendada la tarea de hacer recuento de los bienes de Owain y enviar a Kernow la parte debida en concepto de sarhaed. Advertí la brusquedad con que Arturo conducía los asuntos, mas no sin dejar de conceder siempre a cada uno la ocasión de expresar su opinión. Tal proceder podía llevar a discusiones interminables, pero Arturo poseía el don de comprender rápidamente asuntos complicados y proponer soluciones que a todos satisfacían. Por otra parte, a Gereint y a Bedwin les complacía que Arturo se hubiera asignado el primer puesto. Bedwin había depositado en la espada de Arturo todas sus esperanzas en lo tocante al futuro de Dumnonia y era, pues, su más firme partidario; por otra parte, Gereint, como sobrino de Uther, habría podido rivalizar con él, pero el príncipe carecía de la ambición de su tío y aceptaba de buen grado la disposición de Arturo para asumir la responsabilidad del gobierno. Dumnonia ya tenía un nuevo paladín del rey, Arturo ap Uther, y el alivio general se dejaba sentir en el ambiente.
Se ordenó al príncipe Cadwy de Isca que contribuyera al pago del sarhaed debido a Kernow. Se opuso a tal decisión, pero temblando ante la ira de Arturo, se avino dócilmente a satisfacer una cuarta parte del precio reclamado por Kernow. Sospecho que a Arturo le habría agradado infligir más oneroso castigo, pero yo estaba obligado por mi honor a no revelar la complicidad de Cadwy en el ataque a los páramos, y era yo el único que podía demostrarlo; así pues, Cadwy se libró de un castigo mayor. El príncipe Tristán aprobaba las decisiones de Arturo con gestos de asentimiento.
El asunto siguiente fue disponer el futuro de nuestro rey. Hasta el momento Mordred había vivido en casa de Owain, de modo que necesitaba un nuevo hogar. Bedwin propuso a un hombre llamado Nabur, jefe de los magistrados de Durnovaria. Un consejero elevó su protesta al punto, alegando que Nabur era cristiano.
Arturo golpeó la mesa para poner fin a una amarga discusión antes de que se produjera.
—¿Nabur se halla presente? —preguntó.
Un hombre de gran estatura se puso en pie al fondo de la sala.
—Yo soy Nabur. —Estaba bien afeitado y vestía toga romana— Nabur ap Lwyd —dijo presentándose formalmente.
Era joven, tenía el rostro estrecho, la expresión grave y profundas entradas en el pelo que le hacían parecer un obispo o un druida.
—¿Tenéis hijos, Nabur? —preguntó Arturo.
—Tres hijos vivos, señor. Dos varones y una niña. La niña es de la edad de nuestro señor Mordred.
—¿Hay druida o bardo en Durnovaria?
—Derella el bardo, señor.
Arturo consultó a Bedwin, el cual asintió, y luego se dirigió de nuevo a Nabur.
—¿Aceptaríais haceros cargo de la custodia del rey?
—Sería un honor, señor.
—Podéis enseñarle vuestra religión, Nabur ap Lwyd, pero sólo en presencia de Derella, el cual será tutor del niño a partir de los cinco años de edad. Recibiréis del tesoro la mitad de los emolumentos correspondientes a un rey y mantendréis una guardia permanente de veinte hombres para proteger a nuestro señor Mordred. Responderéis de su vida con vuestra alma y las de toda vuestra familia. ¿Estáis de acuerdo?
Nabur palideció al oír que pagaría con la vida de sus hijos y su esposa cualquier cosa que le sucediera a Mordred; mas con todo, aceptó la responsabilidad, pues la ganancia no era despreciable: un puesto muy cercano al centro del poder de Dumnonia, a cambio de asumir la custodia del rey.
—Acepto, señor —dijo.
El último asunto del día fue decidir la suerte de Ladwys, esposa y amada de Gundleus y esclava de Owain. Encaróse a Arturo con aire de desafío al ser conducida a la sala.
—En el día de hoy —le dijo Arturo—, parto hacia Corinium, donde vuestro esposo permanece cautivo. ¿Deseáis acompañarme?
—Y sufrir mayor humillación a manos vuestras —dijo Ladwys.
Owain, a pesar de su brutalidad, no había logrado quebrantar el ánimo de la mujer.
Arturo frunció el ceño ante tono tan hostil.
—Para que os reunáis con él, señora —replicó Arturo amablemente—. La prisión que sufre vuestro esposo no es dura, disfruta de una casa como ésta, aunque debo admitir que bajo vigilancia. Podéis vivir con él en paz y en privado, si así lo deseáis.
A Ladwys se le escaparon unas lágrimas.
—Acaso no me quiera ya. He sido mancillada.
—No puedo hablar por Gundleus —dijo Arturo encogiendo los hombros—, sólo pido vuestra decisión. Si preferís permanecer aquí, podéis hacerlo. La muerte de Owain os deja en libertad.
Tamaña generosidad pareció desconcertarla, pero logró hacer un gesto de asentimiento.
—Iré, señor.
—Bien. —Arturo se levantó, llevó la silla a un lado de la habitación e invitó cortésmente a Ladwys a tomar asiento. Después, se dirigió a la asamblea de consejeros, lanceros y jefes—. Debo deciros una cosa, una sola, pero habréis de entenderla bien y transmitirla a vuestros hombres, a vuestras familias, a vuestras tribus y a todo vuestro linaje. Nuestro rey es Mordred y sólo Mordred; a él debemos lealtad y a él sometemos la espada. En los años venideros el reino habrá de enfrentarse a sus enemigos, como todos los reinos, y habrá necesidad de tomar grandes decisiones; cuando dichas decisiones sean tomadas, algunos de entre vosotros murmurarán que usurpo el poder real. Es posible que lleguéis a pensar que me tienta el poder del trono. Así pues, ahora, ante todos vosotros, ante nuestros amigos de Gwent y de Kernow —hizo una inclinación hacia Agrícola y Tristán— juro por lo que cada cual tenga por más sagrado que pondré el poder que me concedéis al servicio de un único fin, cual es ver el instante en que Mordred tome el reino de mis manos tan pronto como cumpla la edad exigida. Así lo juro —concluyó abruptamente.
Prodújose cierta agitación en la sala. Hasta el momento nadie había reparado en que Arturo se había hecho rápidamente con el poder de Dumnonia. El hecho de verlo sentado a la mesa con Bedwin y el príncipe Gereint parecía indicar que los tres detentaban igual poder, mas el discurso de Arturo proclamaba que uno, y sólo uno, se hallaba por encima de los demás; Bedwin y Gereint apoyaban la decisión de Arturo con su silencio. Ni el uno ni el otro quedaban privados de su poder sino que, a partir de ese momento, lo ejercerían a gusto de Arturo, cuyo decreto consistió en que Bedwin continuara como árbitro de disputas en el reino y Gereint defendiera la frontera sajona, mientras que Arturo iría al norte a enfrentarse a las fuerzas de Powys. Yo sabía, y tal vez Bedwin también, que Arturo tenía grandes esperanzas de paz con el reino de Gorfyddyd, pero hasta el momento de asegurar dicha paz, continuaría en pie de guerra.
Aquella misma tarde una gran compañía partió hacia el norte. A la cabeza iban Arturo, acompañado de sus dos guerreros y su sirviente Hygwydd, y Agrícola con sus hombres. Morgana, Ladwys y Lunete viajaban en carreta y yo caminaba junto a Nimue. Lunete había sucumbido a la ira de Nimue. Pasamos la noche en el Tor y contemplé los grandes trabajos de Gwlyddyn. La empalizada nueva estaba en pie y la torre comenzaba a levantarse sobre los cimientos de la anterior. Ralla estaba encinta. Pelinor no me reconoció, sólo andaba de un lado a otro en la nueva jaula como si montara guardia y gritara órdenes a unos lanceros invisibles. Druidan se comía a Ladwys con los ojos. Gudovan el escribano me enseñó la tumba de Hywel, situada al norte del Tor y luego condujo a Arturo al sagrario del Santo Espino, donde reposaban los restos de santa Norwenna, muy cerca del arbusto milagroso.
A la mañana siguiente me despedí de Morgana y de Nimue. El cielo estaba azul de nuevo, el viento era frío y partimos rumbo al norte con Arturo.
Mi hijo nació en primavera y murió al tercer día. Pasaba el tiempo pero yo continuaba viendo su pequeño rostro arrugado y enrojecido y se me llenaban los ojos de lágrimas con el recuerdo. Parecía tan sano… Mas una mañana, envuelto en pañales y colgado en la pared de la cocina para que no lo rozaran los perros ni los lechones, murió sin más. Lunete lloró, como yo, y me acusó de la muerte del pequeño diciendo que el aire de Corinium era mortal, aunque en realidad, ella se encontraba a gusto en la ciudad. Eran de su agrado los limpios edificios romanos y nuestra pequeña casa de ladrillo, situada en una calle empedrada; extrañamente, había trabado amistad con Ailleann, la amada de Arturo, y con sus dos hijos gemelos Amhar y Loholt. Me gustaba Ailleann, pero los dos niños era auténticos diablos. Arturo todo se lo consentía, tal vez se sintiera culpable de que ellos, igual que él, no fueran hijos legítimos con derecho a ser sus herederos, sino simples bastardos que tendrían que labrarse el porvenir por sí solos en este mundo cruel. Jamás vi que recibieran castigo alguno, excepto en una ocasión en que los sorprendí metiendo un cuchillo a un perrito en los ojos, y los azoté a los dos. Habían cegado al perrito y decidí, por su bien, darle muerte inmediatamente. Arturo me dio la razón pero me advirtió que no me incumbía azotar a los niños. Sus guerreros me aplaudieron y creo que Ailleann aprobó mi acción.
Grande era la pesadumbre de Ailleann por aquellos días, pues sabía que sus días como compañera de Arturo estaban contados; su compañero se había convertido en el hombre más poderoso del más poderoso reino de Britania y habría de contraer matrimonio con una mujer que reforzara su poder. Yo sabía que la candidata era Ceinwyn, estrella y princesa de Powys, y tengo para mí que Ailleann no lo ignoraba. Ella deseaba regresar a Benoic, pero Arturo no consentiría que sus preciados hijos abandonaran el país. Ailleann sabía que Arturo jamás la dejaría morir de hambre, como tampoco haría una desgraciada a su real esposa manteniéndola a ella a su lado. A medida que la primavera vestía los árboles de hojas y la tierra de flores, su tristeza se hacía más y más honda.
Los sajones atacaron en primavera, pero Arturo no acudió a la guerra. El rey Melwas defendía la frontera sur desde Venta, la capital, y las bandas guerreras del príncipe Gereint se lanzaron desde Durocobrivis contra las levas sajonas del temido rey Aelle. Las fuerzas de Gereint hubieron de afrontar la peor parte de la guerra y Arturo envió refuerzos, treinta caballeros al mando de Sagramor, con lo cual se inclinó la balanza a nuestro favor. Supimos que los sajones de Aelle tomaron al negro Sagramor por un monstruo enviado desde el reino de la noche y que, careciendo de hechiceros y espadas para enfrentarse a él, optaron por la retirada. Tanto obligó a retroceder el guerrero numidio a los hombres de Aelle que ensanchó la vieja frontera en un día de jornada, marcándola con una fila completa de cabezas sajonas. Se adentró mucho en Lloegyr, e incluso en una ocasión llevó a sus caballeros hasta Londres, la ciudad más importante en tiempos romanos, aunque en esos momentos estaba en decadencia, con las murallas derruidas. Los britanos que allá sobrevivían, según palabras de Sagramor, eran apocados y le rogaron que no amenazara la frágil paz que habían establecido con los caciques sajones.
Seguíamos sin noticias de Merlín.
Aguardamos en Gwent el ataque de Gorfyddyd, pero en vez de tal ataque llegó un mensajero a caballo desde la capital, situada en Caer Sws, y dos semanas después Arturo se dirigió hacia el norte al encuentro del rey enemigo. Fui con él y once guerreros más, todos armados de espadas pero sin escudos ni lanzas. Íbamos en misión de paz, Arturo estaba emocionado por la perspectiva. Con nosotros venía Gundleus de Siluria y primero nos dirigimos hacia el este, a la capital de Tewdric, Burrium, una ciudad amurallada del tiempo de los romanos donde abundaban las armerías y el apestoso humo de las fraguas de los herreros; desde allí seguimos hacia el norte acompañados por Tewdric y sus hombres. Agrícola se hallaba en la guerra, defendiendo la frontera de Gwent contra los sajones, y Tewdric, igual que Arturo, tomó sólo una reducida guardia para que lo acompañara, aunque llevó también a tres sacerdotes, Sansum entre ellos, el curilla iracundo de negra tonsura a quien Nimue había bautizado con el nombre de Lughtigern, señor de los ratones.
Componíamos un grupo variopinto. Los hombres de Tewdric llevaban uniforme romano y manto rojo y los de Arturo, las nuevas capas verdes regaladas por su señor. Viajábamos bajo el palio de cuatro enseñas: el dragón de Mordred en representación de Dumnonia, el oso de Arturo, el zorro de Gundleus y el toro de Tewdric. Ladwys cabalgaba con Gundleus, era la única mujer del grupo. Había recobrado la alegría y Gundleus parecía satisfecho de tenerla consigo de nuevo. Continuaba en condición de prisionero, pero ceñía espada y cabalgaba en un lugar de honor, junto a Arturo y Tewdric. Tewdric aún recelaba de él, pero Arturo dábale trato de viejo amigo. Al fin y al cabo, Gundleus formaba parte de su plan de paz entre los britanos, una paz que permitiría volver las espadas y las lanzas contra los sajones.
Un cuerpo de guardia salió a nuestro encuentro en la frontera de Powys para rendirnos honores. Cubrieron el suelo con esteras y un bardo cantó la victoria de Arturo sobre los sajones en el valle del Caballo Blanco. El rey Gorfyddyd no acudió en persona pero envió en su lugar a Leodegan, el rey de Henis Wyren, a quien los irlandeses habían despojado de sus tierras y que desde entonces vivía refugiado en la corte de Gorfyddyd. El escogido fue Leodegan porque su rango lo permitía, aunque era un hombre de renombrada insensatez. Tenía una estatura extraordinaria, muy delgado, con el cuello largo, el cabello oscuro y escaso y la boca floja y húmeda. No podía parar quieto; se sobresaltaba, brincaba, guiñaba los ojos, se rascaba y gesticulaba sin cesar.
—El rey habría venido en persona —nos dijo—, sí, ciertamente; pero no ha venido. ¿Comprendéis? Sea como fuere, ¡saludos de Gorfyddyd! —Observó envidioso el oro con que Tewdric recompensó al bardo. Según sabríamos después, Leodegan se había empobrecido completamente y dedicaba mucho tiempo a tratar de recuperarse de las grandes pérdidas sufridas cuando Diwrnach, el conquistador irlandés, le arrebatara las tierras—. ¿Proseguimos? Tenemos alojamiento dispuesto en… —se detuvo—. Por todos los santos, se me ha olvidado, pero el comandante de la guardia lo sabe. ¿Dónde está? Allí. ¿Cómo se llama? No importa, llegaremos de todos modos.
La enseña de Powys, el águila, y la de Leodegan, el ciervo, se unieron a las nuestras. Seguimos una vía romana, recta como una lanza, que atravesaba buenos campos de labor, los mismos campos que Arturo devastara el otoño anterior, aunque sólo Leodegan podía ser tan importuno como para recordarle la campaña.
—Naturalmente, vos ya habéis pasado por aquí —le dijo.
Leodegan no tenía montura y tuvo que acercarse a pie al grupo real.
—No estoy seguro —replicó Arturo con diplomacia, aunque frunció el ceño.
—Naturalmente, naturalmente. ¿Veis? ¿Veis aquella casa quemada? ¡Vos lo hicisteis! —Leodegan miraba a Arturo con expresión resplandeciente—. Os subestimaron, ¿no es cierto? Yo se lo advertí a Gorfyddyd, se lo advertí directamente. El joven Arturo vale mucho, le dije, pero Gorfyddyd nunca ha sabido prestar oídos a palabras sensatas. Es guerrero pero no pensador. Mejor es su hijo, en mi opinión. Cuneglas, sí, mucho mejor. Me gustaría que el joven Cuneglas casara con una de mis hijas, pero Gorfyddyd no quiere ni oír hablar del tema. No importa.
Tropezó en una mata de hierba. El camino, igual que el Fosse Way cercano a Ynys Wydryn, tenía terraplenes a los lados para impedir que el agua se acumulara en la calzada, pero con los años los terraplenes se habían llenado y el camino iba cubriéndose de tierra, de modo que entre las piedras nacía toda clase de hierbas. Leodegan continuó señalando lugares devastados por Arturo, pero al cabo de un rato, y viendo que no obtenía respuesta, renunció a la conversación y vino a unirse a la guardia, que caminaba detrás de los tres sacerdotes de Tewdric.
Primero intentó hablar con Agravain, el comandante de la guardia de Arturo, pero lo encontró de mal humor y decidió que el más comprensivo de los que rodeaban a Arturo era yo, de modo que empezó a asaetearme a preguntas sobre la nobleza de Dumnonia. Quería saber quién estaba casado y quién no.
—¿Y el príncipe Gereint? ¿Es casado, es casado?
—Sí, señor —le dije.
—¿Y ella goza de buena salud?
—Sí, por cuanto yo sé, señor.
—¿Y el rey Melwas? ¿Tiene reina?
—Murió, señor.
—¡Ah! —se animó al punto—. Es que ¿sabéis?, tengo hijas —me dijo con entusiasmo—, dos hijas, y las hijas deben contraer matrimonio, ¿no es cierto? Las hijas solteras de nada sirven a hombre ni a bestia. Aunque debo deciros que una de mis queridas hijas se ha prometido. Me refiero a Ginebra. Va a casarse con Valerin. ¿Conocéis a Valerin?
—No, señor.
—Un buen hombre, buen hombre, sí, buen hombre, pero no… —Hizo una pausa mientras buscaba el término correcto—. ¡No posee riquezas! No posee tierras de verdad, ¿sabéis? Unos pocos terrenos llenos de espinos, creo, pero ninguna fortuna contante y sonante. No posee rentas ni oro, y un hombre sin rentas ni oro poco vale. ¡Ginebra es una auténtica princesa! Y también su hermana, Gwenhwyvach, que no tiene ningún pretendiente, ¡ninguno! Vive exclusivamente de mi bolsa, y bien sabe Dios cuán magra es mi bolsa. Sin embargo, la cama de Melwas está vacía, ¿no es así? ¡Una buena idea! Aunque es una pena renunciar a Cuneglas.
—¿Por qué, señor?
—¡Al parecen no quiere a ninguna de mis hijas! —replicó Leodegan indignado—. Se lo propuse a su padre, como sólida alianza entre reinos vecinos; un arreglo perfecto. Mas no puede ser. Cuneglas ha puesto los ojos en Helledd de Elmet y, según se dice, Arturo casará con Ceinwyn.
—Yo no lo sé, señor —repuse con inocencia.
—Ceinwyn es muy bella. ¡Sí, muy bella! También lo es mi Ginebra, pero va a casarse con Valerin. ¡Ay de mí! ¡Qué lástima! Ni rentas ni oro, ni dinero ni nada más que unos prados anegados y un puñado de vacas enfermas. ¡No le va a gustar! Está acostumbrada a las comodidades, sí, a Ginebra le gustan las comodidades, pero Valerin no sabe siquiera qué es la comodidad. Vive en una porqueriza, por lo que sé. Pero es un jefe. ¡Hay que ver! ¡Cuanto más se adentra uno en Powys, más hombres se encuentran que se autoproclaman jefes! —suspiró—. ¡Pero Ginebra es princesa! Creí que alguno de los hijos de Cadwallon, que viven en Gwynedd, la querría por esposa, pero Cadwallon es un hombre extraño. No le gusto mucho, no me ayudó cuando vinieron los irlandeses.
Calló, rumiando en silencio la gran injusticia de que había sido objeto. Ya habíamos viajado bastante en dirección norte; la gente y el paisaje resultaban extraños. En Dumnonia estábamos rodeados por Gwent, Siluria, Kernow y los sajones, pero aquí la gente hablaba de Gwynedd y Elmet, de Lleyn y de Ynys Mon. Lleyn era la antigua Henis Wyren, el reino de Leodegan, del cual formaba parte Ynys Mon, la isla de Mona. Ambas estaban ahora bajo dominio de Diwrnach, uno de los lores irlandeses de la otra orilla del mar que buscaban extender sus reinos en tierras britanas. Pensé que Leodegan debía de haber sido presa fácil para hombre tan temible como Diwrnach, famoso por su crueldad. Hasta Dumnonia había llegado noticia de que pintaba los escudos de sus guerreros con sangre de los que mataba en la batalla. Se decía que era preferible luchar contra los sajones que contra Diwrnach.
Sin embargo, nos dirigíamos a Caer Sws para instaurar la paz, no para hablar de guerra. Caer Sws era una ciudad pequeña y lodosa construida alrededor de una guarnición romana carente de todo atractivo, asentada en un valle ancho y plano junto a un profundo vado del Severn, llamado aquí río Hafren. La capital del reino de Powys era Caer Dolforwyn, una bonita colina coronada por una piedra real, pero Caer Dolforwyn, al igual que Caer Cadarn, carecía de agua y de espacio suficientes para alojar cómodamente una corte real, con el tesoro, las armerías, las cocinas, las despensas y demás; por ese motivo, de la misma forma que los asuntos cotidianos se solucionaban en Lindinis, el gobierno de Powys se ejercía desde Caer Sws, y sólo en momentos de peligro o durante celebraciones importantes procedía la corte de Gorfyddyd a trasladarse río abajo, hasta la cima dominante de Caer Dolforwyn.
Las construcciones romanas de Caer Sws habían desaparecido, pero el salón de festejos de Gorfyddyd estaba construido sobre los cimientos de piedra de una antigua villa romana, con sendos pabellones nuevos a los lados, uno para Arturo y otro para Tewdric. El rey de Powys era un hombre taciturno cuya manga izquierda colgaba vacía sobre un costado por obra de Excalibur. Era de edad mediana y constitución robusta; abrazó a Tewdric con una expresión suspicaz en sus pequeños ojos, sin el menor asomo de cariño, y farfulló unas palabras de bienvenida. Permaneció en silencio, resentido, cuando Arturo, que no era rey, se arrodilló ante él. Sus jefes y guerreros tenían largos bigotes trenzados y pesados mantos, empapados por la lluvia que no había cesado de caer en todo el día. El salón olía a perros mojados. No había más mujeres que dos esclavas, encargadas de traer y llevar un jarro de hidromiel del que Gorfyddyd se servía con harta frecuencia. Más tarde supimos que se había aficionado a la bebida durante las largas semanas que siguieron a la pérdida del brazo, cercenado por Excalibur, las cuales pasó con gran fiebre para consternación de sus hombres, que no confiaban en su recuperación. Tratábase de un hidromiel espeso y fuerte de cuyos efectos se esperaba que el gobierno de Powys pasara de manos del amargado y ofuscado Gorfyddyd a espaldas de su hijo Cuneglas, Edling de Powys.
Cuneglas, joven, de rostro redondo, expresión inteligente y largos bigotes oscuros, dábase con gusto a la risa y poseía un carácter tranquilo y amistoso. Resultaba evidente que Arturo y él eran almas gemelas. Juntos salieron de caza a las montañas durante tres días seguidos, y por las noches se dedicaron a la fiesta y a escuchar a los bardos. No abundaban los cristianos en Powys, pero tan pronto como Cuneglas supo que Tewdric era cristiano, convirtió unas despensas en iglesia e invitó a los sacerdotes a rezar. Incluso asistió a algún que otro sermón, aunque después manifestó que prefería a los viejos dioses. El rey Gorfyddyd opinaba que la iglesia era una insensatez, pero no prohibió a su hijo que observara tal deferencia para con el rey Tewdric, aunque se ocupó debidamente de que un druida rodeara la improvisada capilla de un círculo mágico.
—Gorfyddyd no está plenamente convencido de que deseemos la paz —nos advirtió Arturo la segunda noche—, pero Cuneglas le ha persuadido. Así pues, y por el amor de Dios, permaneced sobrios, no desenvainéis la espada y no provoquéis peleas. Al menor chispazo, Gorfyddyd nos expulsaría y nos declararía la guerra otra vez.
Al cuarto día se reunió el consejo de Powys en el gran salón. La cuestión principal del día era establecer la paz, lo cual, y a pesar de las reservas de Gorfyddyd, se logró con prontitud. El rey de Powys, apoltronado en su sitial, asistió a la proclamación pronunciada por su hijo. Cuneglas anunció que Powys, Gwent y Dumnonia serían aliadas, sangre de la misma sangre, y que cualquier ataque a cualquiera de ellas sería tomado como un ataque a las demás. Gorfyddyd asintió con un gesto, aunque sin el menor entusiasmo. Cuneglas continuó hablando y dijo que tan pronto como se consumara su matrimonio con Helledd de Elmet, dicho reino se uniría asimismo al pacto, de forma que los sajones se verían rodeados por un frente común de reinos britanos. Dicha alianza era la mejor ventaja que Gorfyddyd ganaría por firmar la paz con Dumnonia, pues podría combatir contra los sajones, y el precio que Gorfyddyd exigía a cambio de la paz era el reconocimiento de que Powys se situaría a la cabeza de dicha guerra.
—Desea proclamarse rey supremo —protestó Agravain, dirigiéndose hacia los que estábamos en las últimas filas del salón.
Gorfyddyd también exigió la restauración en su trono de su primo Gundleus de Siluria. Tewdric, el más afectado por los ataques silurios, se mostró reacio a reponer a Gundleus en el trono, y nosotros, los dumnonios, no estábamos dispuestos a olvidar el asesinato de Norwenna; por mi parte, odiaba además al hombre que tanto mal había causado a Nimue, pero Arturo nos había convencido de que la libertad de Gundleus era un precio nimio a cambio de la paz, de modo que el traidor Gundleus recuperó su poder con todos los honores.
A pesar de que Gorfyddyd pareciera reacio a firmar el tratado, debía de estar convencido de sus ventajas, pues se mostró bien dispuesto a pagar el precio más elevado de todos para zanjarlo definitivamente. Deseaba que su hija Ceinwyn, la estrella de Powys, contrajera matrimonio con Arturo. Gorfyddyd era adusto, suspicaz y severo, pero amaba a su hija de diecisiete años y la colmaba de todo el cariño y de toda la ternura que le quedaban en el alma; el hecho de que deseara casarla con Arturo, que no era rey ni poseía siquiera título de príncipe, era prueba de que estaba convencido de que sus guerreros debían dejar de lado la lucha contra los paisanos britanos. Del mismo modo, tal compromiso ponía de manifiesto que Gorfyddyd, igual que su hijo Cuneglas, reconocía que Arturo representaba el poder real de Dumnonia, de modo que durante la gran fiesta que siguió al consejo, Ceinwyn y Arturo quedaron formalmente comprometidos.
La ceremonia de compromiso fue considerada de importancia suficiente como para que el consejo en pleno se trasladara de Caer Sws al salón de festejos de la cumbre de Caer Dolforwyn, lugar más auspicioso. Dicha cumbre recibía su nombre de la pradera que se extendía a sus pies, nombre que significaba, con toda propiedad, pradera de la doncella. Llegamos a la puesta del sol, cuando la cumbre se hallaba envuelta en el humo de las grandes hogueras donde se asaban venados y cerdos. A gran distancia bajo nuestros pies, el Severn describía una curva de plata en el valle y, hacia el norte, las grandes cordilleras se perdían en dirección a la oscura Gwynedd. Decían que en los días claros se veía Cadair Idris desde el pico de Caer Dolforwyn, pero aquella tarde una lejana cortina de lluvia empañaba el horizonte. Cuando el sol tiñó de escarlata las nubes de poniente, una pareja de milanos reales salió volando de entre las tupidas copas de los gruesos robles que poblaban las faldas bajas del monte; todos convinimos en que la presencia de dos aves volando a hora tan tardía era un presagio maravilloso de lo que estaba a punto de suceder. En el gran salón los bardos cantaban la historia de Hafren, la doncella humana que había dado nombre a Dolforwyn y que se había convertido en diosa cuando su madrastra trató de ahogarla en el río al pie de la colina. La canción duró hasta el ocaso total del sol.
La ceremonia se llevó a cabo durante la noche para obtener la bendición de la diosa Luna. Arturo se preparó convenientemente; abandonó el salón durante una hora y volvió revestido de todo su esplendor. Hasta los hombres más aguerridos contuvieron el aliento al verlo entrar, pues llegó con armadura completa. La cota de escamas, con placas de plata y oro, destellaba a la luz de las antorchas, y las plumas de ganso de su yelmo plateado que se asemejaba a una calavera acariciaron las vigas del techo a su paso por el pasillo central. El escudo, repujado en plata, brillaba a la luz; y Arturo avanzó barriendo el suelo con el manto blanco. En los salones de festejos no se llevaban armas, pero aquella noche plugo a Arturo portar a Excalibur. Llegó pues hasta la alta mesa a grandes pasos, como un conquistador que impone la paz; incluso Gorfyddyd de Powys contempló boquiabierto el avance hacia el estrado del que otrora fuera su enemigo. Hasta el momento Arturo había sido hacedor de la paz, pero esa noche quería recordar a su futuro suegro el alcance de su poder.
Unos momentos más tarde Ceinwyn hizo su entrada en el salón. Había permanecido oculta en las habitaciones de las mujeres desde nuestra llegada a Caer Sws, y ese encierro tan sólo había conseguido aumentar las expectativas de los que jamás habíamos visto a la hija de Gorfyddyd. Confieso que muchos de nosotros esperábamos que la estrella de Powys nos decepcionara, mas en verdad su hermosura sobrepasaba con mucho la de la más esplendorosa estrella. Entró en el salón rodeada de sus damas y su visión dejó sin aliento a los hombres. A mí me cortó la respiración. Tenía su tez el color claro común entre los sajones, pero en ella adquiría un candor y una delicadeza más sutiles. Parecía muy joven por su expresión tímida y su actitud recatada. Iba vestida de lino teñido de amarillo dorado, el tinte de la resma de abejas, con estrellas blancas bordadas alrededor del cuello y del borde del vestido. Su cabello dorado era tan sedoso que brillaba como la armadura de Arturo, y su talle tan grácil que Agravian, que estaba sentado a mi lado en el suelo del salón, comentó que no serviría para alumbrar hijos.
—Cualquier criatura de tamaño regular moriría en el intento de pasar entre esas caderas —dijo agriamente; a pesar de todo compadecí a Ailleann, quien con toda seguridad habría deseado que la esposa de Arturo no fuera más que una conveniencia dinástica.
La luna ascendía sobre la cima de Caer Cadarn cuando Ceinwyn avanzó despacio, tímidamente, hacia Arturo. Llevaba en las manos una correa, dádiva destinada a su futuro esposo en señal de que pasaba de la tutoría de su padre a la de él. Arturo se azoró y a punto estuvo de dejar caer la correa cuando Ceinwyn se la entregó, un mal presagio a fe mía, pero todos sin excepción, incluso el propio Gorfyddyd, tomaron la cosa a chanza; entonces Iorweth, el druida de Powys, formalizó el compromiso de la pareja. Las antorchas temblaron cuando unieron sus manos con una guirnalda de hierbas. Arturo ocultaba el rostro tras el yelmo plateado, pero Ceinwyn, la dulce Ceinwyn, estaba radiante de dicha. El druida los bendijo y encareció a Gwydion, la diosa de la luz, y a Aranrhod, la diosa dorada de la aurora, que fueran sus más caras protectoras y que bendijeran a toda Britania con el don de la paz. Un músico tañó el arpa, los hombres aplaudieron y Ceinwyn, la maravillosa Ceinwyn de plata, lloraba y reía por el regocijo que le colmaba el alma. Aquella noche entregué mi corazón a Ceinwyn, como muchos otros hombres. Se sentía bienaventurada, y no era de extrañar, pues con Arturo veíase libre de la pesadilla de toda princesa, es decir, contraer matrimonio según los dictados de su país, no según el deseo de su corazón. Una princesa podía ser entregada en matrimonio a cualquier chivo viejo, panzudo y maloliente si con ello se aseguraba una frontera o se establecía una alianza, pero Ceinwyn había encontrado a Arturo, en cuya juventud y bondad cifró sin duda el fin de sus temores.
Leodegan, el rey exiliado de Henis Wyren, llegó al salón en el momento culminante de la ceremonia. El rey refugiado no había permanecido con nosotros desde la llegada sino que había partido a su hogar, al norte de Caer Sws. En ese momento, ansioso por participar de la generosidad que se prodigaba en las ceremonias de compromiso, apareció en las últimas filas y se unió a los aplausos que agradecían la distribución de oro y plata por parte de Arturo. Además, Arturo había obtenido licencia del consejo de Dumnonia para devolver a Gorfyddyd la armadura que le arrebatara el año anterior, aunque dicho tesoro fue devuelto en privado para que ninguno de los presentes hubiera de recordar la derrota de Powys.
Una vez cumplida la entrega de presentes, Arturo se retiró el yelmo y tomó asiento junto a Ceinwyn. Habló con ella, inclinándose un poco según su costumbre, de modo que sin duda ella creería ser la persona más importante para él bajo el firmamento, y en realidad estaba en todo su derecho de sentirse así. A muchos de los presentes nos picaron los celos al contemplar amor tan perfecto, en apariencia al menos, y hasta el propio Gorfyddyd, que sin duda había de lamentar la entrega de su hija al hombre que lo había lisiado para siempre en el campo de batalla, parecía participar de la felicidad de Ceinwyn.
Mas hubo de ser esa misma noche, cuando por fin se anunciaba la paz, la noche en que Arturo propiciara la ruina de Britania.
En aquel momento ninguno lo sabíamos. Al reparto de regalos de compromiso siguieron la bebida y los cantos. Nos deleitaron los malabaristas, escuchamos al bardo real de Gorfyddyd y cantamos a grandes voces nuestras propias tonadas. Uno de los nuestros, olvidando la advertencia de Arturo inició una pelea con un guerrero de Powys; los dos borrachos fueron arrastrados al exterior y remojados profusamente hasta que, media hora después, reaparecieron el uno en brazos del otro jurándose amistad eterna. En algún momento durante ese rato, cuando las hogueras ardían al máximo y la bebida corría por todas las gargantas, vi que Arturo miraba fijamente hacia el fondo del salón y, curioso como era, me volví hacia el objeto de su atención.
Descubrí entonces a una mujer joven, cuya cabeza y hombros sobresalían entre la multitud, que observaba el ambiente con gesto desafiante. Su actitud parecía decir: Si eres capaz de dominarme a mí, serás capaz de dominar cualquier cosa que se presente en este mundo vil. Todavía la veo, erguida entre sus perros cazadores de cuerpo tan esbelto y fuerte, hocico tan alargado y mirada tan depredadora como su propia ama. Tenía ojos verdes, con un fondo de crueldad. No era tierno su rostro, ni tampoco su cuerpo. Era una mujer de rasgos duros y pómulos altos, lo cual favorecía la imagen de su cara hasta la hermosura, pero con dureza, con extrema dureza. El cabello la hacía definitivamente bella, así como el porte, pues manteníase erguida como una lanza con el pelo sobre los hombros cual cascada de suaves rizos rojos. El tono de sus cabellos suavizaba la dureza de los rasgos, pero su risa escarnecía a los hombres cual salmones caídos en la trampa. Han existido numerosas mujeres más bellas, y miles mucho mejores, pero desde que el mundo es mundo, dudo que hayan abundado damas tan inolvidables como Ginebra, primogénita de Leodegan, rey exiliado de Henis Wyren.
Y de mayor provecho habría sido, solía decir Merlín, que semejante mujer hubiera sido arrojada al agua el día de su nacimiento.
Al día siguiente hubo partida real de caza de venados. Los mastines de Ginebra abatieron un cervatillo, un macho joven que aún no tenía cuernos, aunque oyendo a Arturo alabar a los perros habríase dicho que la pieza cobrada era el mismísimo Ciervo Montaraz de Dyfed.
Los bardos cantan al amor y los hombres y las mujeres suspiran por él, pero nadie sabe lo que es hasta que nos alcanza como lanza arrojada en la oscuridad. Arturo no podía apartar los ojos de Ginebra, aunque bien saben los dioses que lo intentó. Durante los días posteriores a la ceremonia de compromiso, de vuelta a Caer Sws, Arturo paseaba y conversaba con Ceinwyn, pero no podía esperar a ver a Ginebra, y ella, que sabía exactamente el juego que se traía entre manos, lo hipnotizaba. Valerin, su prometido, se hallaba en la corte; Ginebra paseaba de su brazo y reía, y de vez en cuando lanzaba a Arturo una tímida mirada de soslayo; Arturo creía que el mundo se detenía en ese momento, y es que se consumía por Ginebra.
¿La presencia de Bedwin habría podido cambiar el signo de las cosas? A fe mía que no. Ni siquiera Merlín habría sido capaz de impedir lo que siguió. Habría sido como ordenar a la lluvia que regresara a las nubes o a un río que se replegara hasta sus fuentes.
La segunda noche después de la ceremonia, Ginebra acudió al pabellón de Arturo en la oscuridad y yo, que estaba de guardia, oí el cascabel de sus risas y el murmullo de sus palabras. Conversaron toda la noche, tal vez hicieran algo más pero lo ignoro, aunque hablar, hablaron, y eso lo sé porque estaba apostado a la puerta del aposento y no podía sino oír los susurros. A veces bajaban mucho el tono de voz, pero en ocasiones oí a Arturo prodigándose en explicaciones y zalamerías, en ruegos y acosos. Seguro que hablaron de amor aunque no lo oí, pero sí que oí a Arturo hablar de Britania y del sueño que le había traído desde Armórica, cruzando el mar. Habló de los sajones, dijo que eran una peste que había que erradicar para conseguir la felicidad de la tierra. Habló de la guerra y del gozo cruel que sentía cuando cabalgaba hacia la batalla sobre un caballo con armadura. Habló como me habló a mí en las heladas murallas de Caer Cadarn, describiendo una tierra pacífica en la que el pueblo no había de temer la llegada de lanceros en la madrugada. Habló apasionadamente, ansiosamente, y Ginebra escuchaba con atención, asegurándole que su sueño era una inspiración. Arturo tejió con su sueño un futuro en el que Ginebra formaba parte inseparable de la trama. La pobre Ceinwyn contaba sólo con su belleza y su juventud, mientras que Ginebra descubrió la íntima soledad de Arturo y prometió remediarla. Se fue antes del alba, una silueta oscura deslizándose por Caer Sws con una media luna atrapada en la maraña de sus cabellos.
Al día siguiente Arturo, lleno de remordimiento, paseó con Ceinwyn y con su hermano. Ginebra lucía una torques nueva de oro macizo y algunos de nosotros nos apiadamos de Ceinwyn, mas la estrella de Powys era una niña, Ginebra una mujer y Arturo nada podía en contra de esas cosas.
Era desvarío aquel amor, enajenación comparable a la de Pelinor, demencia bastante como para condenar a Arturo a la isla de los Muertos. Todo se desvaneció a sus ojos, Britania, los sajones, la nueva alianza, la magna estructura de paz, tan equilibrada y bien planeada, en pos de la cual tanto se había esforzado desde que llegara de Armórica; todo salió despedido hacia la destrucción en un remolino a cambio de la posesión de una princesa pelirroja sin dote ni reino. Arturo sabía lo que hacía, pero no podía evitarlo, del mismo modo que no podía evitar que el sol saliera. Estaba poseído, pensaba en ella, hablaba de ella, soñaba con ella, no podía vivir sin ella, pero de alguna forma, agonizando en el empeño, continuaba fingiendo fidelidad a su compromiso con Ceinwyn. Comenzaron los preparativos de la boda. Como contribución de Tewdric al tratado de paz, la ceremonia se celebraría en Glevum; Arturo partiría hacia allí en primer lugar para tomar las medidas necesarias. No podría celebrarse la boda hasta que la luna estuviera crecida. En esos días estaba en menguante, de modo que no era recomendable exponerse a tan mal presagio; por el contrario, al cabo de dos semanas los augurios serían favorables y Ceinwyn viajaría hacia el sur con flores en el cabello.
Pero Arturo llevaba un mechón de Ginebra al cuello. Era una fina trenza roja que ocultaba bajo el jubón, y tuve oportunidad de verla cuando le llevé agua una mañana. Tenía el torso desnudo y estaba afilando la navaja de afeitar en una piedra; se encogió de hombros al comprender que yo había visto la trenza.
—¿Crees que el pelo rojo da mala suerte, Derfel? —me preguntó, viendo mi expresión.
—Eso dicen todos, señor.
—¿Pero todos tienen razón? —preguntó al espejo de bronce—. Para templar bien una espada, Derfel, no la mojas con agua, sino con orina de un muchacho pelirrojo. Será porque da buena suerte, ¿no es cierto? ¿Y qué nos importa que el pelo rojo dé mala suerte? —Hizo una pausa, escupió en la piedra y siguió afilando la hoja—. Tenemos la misión de cambiar las cosas, Derfel, no de dejarlas como están. ¿Por qué no hacer que el pelo rojo dé suerte?
—Vos lográis cuanto deseáis, señor —dije, leal y desdichado a un tiempo.
—Espero que sea cierto, Derfel —contestó con un suspiro—, lo espero de veras. —Se miró en el espejo y se estremeció al rozarse la mejilla con la cuchilla—. La paz es algo más que un matrimonio. ¡Ha de serlo! No se hace la guerra por una prometida. Si la paz es tan deseable, no se abandona la paz porque no tenga lugar un matrimonio, ¿no te parece?
—No lo sé, señor —dije.
Lo único que sabía era que mi señor buscaba razones mentalmente y las repetía una y otra vez hasta creérselas. Estaba transido de amor, tan loco que hacía del norte el sur y del calor el frío. Era la primera vez que veía a Arturo de tal forma; un hombre apasionado y, me atrevo a decir, egoísta. Había llegado tan alto y tan velozmente… Cierto que llevaba en sus venas sangre real, pero no le había sido reconocido su patrimonio y, por ende, tenía como méritos propios todas sus hazañas. Sentíase orgulloso por ello y convencido de que merced a tales gestas sabía más que cualquier otro, salvo Merlín, tal vez; puesto que su sabiduría solía coincidir con los deseos desordenados de otros hombres, sus egoístas ambiciones eran consideradas nobles y grandemente esclarecedoras; mas en Caer Sws las ambiciones chocaron de frente con los deseos de otros hombres.
Lo dejé afeitándose y salí a la luz del nuevo día, donde encontré a Agravain afilando una lanza para osos.
—¿Y bien? —me interrogó.
—No desposará a Ceinwyn —contesté.
No podían oírnos desde el pabellón, pero aunque hubiéramos estado más cerca, Arturo no nos habría oído porque estaba cantando.
—Casará con quien le han dicho que ha de casar —dijo Agravain, y escupió al suelo; después clavó la lanza en el suelo y se dirigió al pabellón de Tewdric a grandes zancadas.
No sabría decir si Gorfyddyd y Cuneglas se hallaban al corriente de cuanto sucedía, pues ninguno de los dos tenía tanto contacto con Arturo como nosotros. Probablemente, de haberlo sabido Gorfyddyd, habría pensado que la cosa carecía de importancia. Sin duda creería, si es que en algo creía, que Arturo tomaría a Ginebra por amante y a Ceinwyn por esposa. Naturalmente, sería feo llegar a semejante arreglo en la misma semana del compromiso, pero esos detalles nunca habían preocupado a Gorfyddyd de Powys. Él no había observado jamás conducta menos reprochable y sabía, como saben todos los reyes, que las esposas servían para forjar dinastías y las amantes para forjar placeres. Su esposa había muerto hacía tiempo, pero su cama seguía caliente gracias a una serie de esclavas y, en su opinión, Ginebra, empobrecida como estaba, jamás subiría por encima del rango de esclava, razón por la cual no era rival para su amada hija. Cuneglas, sin embargo, era más perspicaz, y a fe mía que algo había olido, pero prefirió invertir toda su energía en el establecimiento de la paz con la sana esperanza de que la obsesión de Arturo por Ginebra se disipara como un chubasco de verano. Tampoco sería imposible que Gorfyddyd ni Cuneglas sospechasen nada, pues bien es verdad que no enviaron a Ginebra lejos de Caer Sws, aunque sólo los dioses saben si tal proceder habría cambiado las cosas. Agravain pensaba que se trataría de una locura pasajera. Me contó que Arturo ya había sufrido una obsesión semejante en otra ocasión.
—Fue por una muchacha de Ynys Trebes —me dijo—, pero no me acuerdo de su nombre. Mella, tal vez, o Messa, algo así. Era muy linda. Arturo se enamoró perdidamente de ella, la seguía como un perrillo a un carro fúnebre. Pero entonces era joven, tan joven que su padre creyó que jamás llegaría a nada, de modo que envió a la tal Mella o Messa a Brocelianda y la casó con un magistrado cincuenta años mayor. Murió al dar a luz, pero entonces Arturo ya la había olvidado. Es que estas cosas pasan, Derfel. Tewdric le hará entrar en razón a martillazos, ya verás.
Tewdric pasó toda la mañana encerrado con Arturo y pensé que tal vez habría conseguido hacer entrar en razón a mi señor, pues Arturo quedó escarmentado para el resto del día. No miró a Ginebra ni una sola vez, se obligó a mostrarse solícito con Ceinwyn y aquella noche, tal vez para complacer a Tewdric, Ceinwyn y él acudieron juntos a escuchar la prédica de Sansum en la pequeña capilla improvisada. Creo que a Arturo debió de gustarle el sermón del señor de los ratones, pues lo invitó a su pabellón y departieron largo rato.
A la mañana siguiente Arturo apareció con un gesto firme y severo y anunció que partiría esa misma mañana. En esa misma hora, para ser exactos. No estaba previsto que marcháramos hasta al cabo de dos días, por lo que supongo que Gorfyddyd, Cuneglas y Ceinwyn se sorprenderían, pero Arturo los convenció de que necesitaba más tiempo para preparar la ceremonia y Gorfyddyd aceptó la excusa con relativa placidez. Tal vez Cuneglas pensara que Arturo precipitaba la partida para evitar la tentación de Ginebra y, por tanto, lejos de oponerse, ordenó que dispusieran pan, queso, miel e hidromiel para el viaje. Ceinwyn, la linda Ceinwyn, se despidió primero de nosotros, la guardia. Nos había enamorado a todos y nos dolía el desvarío de Arturo, pero ninguno podíamos hacer nada contra el resentimiento que nos provocaba. Ceinwyn nos obsequió con un pequeño objeto de oro a cada uno, y todos tratamos de rechazarlo, pero ella insistió. A mí me regaló un broche de dibujos que se enlazaban, quise dárselo de nuevo a la mano, pero con una sonrisa me cerró los dedos sobre el objeto.
—Cuida de tu señor —dijo con ardor.
—Y de vos, señora —respondí fervorosamente.
Sonrió de nuevo y se dirigió a Arturo con un ramillete de rosas silvestres para que le procuraran un viaje rápido y sin peligro. Arturo colocó las flores en el cinturón de la espada y besó la mano de su prometida antes de subir al ancho lomo de Llamrei. Cuneglas quería darnos una escolta de guardias, pero Arturo rechazó tal honor.
—Dadnos licencia para partir, lord príncipe —dijo—, y nuestra felicidad será afianzada con mayor premura.
Mucho agradaron a Ceinwyn las palabras de Arturo, y Cuneglas gentil como siempre, ordenó que se abrieran las puertas; Arturo, como alma liberada del infierno, salió al galope de Caer Sws y cruzó el hondo vado del Severn enloquecido a lomos de Llamrei. Los de la guardia lo seguimos a pie y descubrimos un ramo de rosas silvestres tirado en la otra orilla del río. Agravain lo recogió del suelo para que Ceinwyn no lo encontrara.
Sansum venía con nosotros. Nadie nos dio explicación de su presencia, pero Agravain se figuró que Tewdric habría ordenado al sacerdote ayudar a Arturo a olvidar su locura, aquel desvarío por cuyo fin todos rogábamos, mal que en vano, como vana fue toda esperanza desde el momento en que Arturo divisara, al fondo del salón de Gorfyddyd, la pelirroja cabellera de Ginebra. Sagramor nos contaba una antigua historia sobre una batalla habida en el viejo mundo contra una gran ciudad de torres, palacios y templos que comenzó a causa de una mujer, por la cual vertieron su sangre en el polvo diez mil guerreros vestidos de bronce.
A fin de cuentas la historia no era tan antigua, pues dos horas después de haber salido de Caer Sws, en un bosque solitario donde no se veían casas sino sólo las paredes verticales de las montañas, rápidos arroyos y añosos árboles, encontramos a Leodegan de Henis Wyren aguardando a la vera del camino. Nos condujo, sin decir palabra, por un sendero que daba vueltas y revueltas en torno a las raíces de robles enormes, hasta llegar a un claro que se abría junto a un estanque construido por castores en el curso del río. El bosque rebosaba de mercuriales y lirios, y las últimas campanillas se cimbreaban en la umbría como bailarinas. El sol calentaba la hierba cuajada de primaveras, jarillos y violetas, y allí, más resplandeciente que las flores, esperaba Ginebra con una túnica de lino color crema. Habíase adornado el cabello con prímulas y lucía la torques de oro de Arturo, brazaletes de plata y una capelina de lana teñida de color lila. Su sola presencia nos puso un nudo en la garganta. Agravain maldijo en voz baja.
Al punto, se apeó Arturo del caballo y corrió hacia ella. La tomó entre los brazos y la oímos reír mientras nuestro señor giraba con ella en vilo.
—¡Mis flores! —exclamó Ginebra con una mano en la cabeza, y Arturo la depositó en el suelo suavemente; arrodillóse después a besarle el orillo de la túnica.
—¡Sansum! —gritó poniéndose en pie.
—¿Señor?
—Cásanos ahora.
Sansum se negó. Se cruzó de brazos, plantado con su sucio hábito negro, y levantó la barbilla.
—Estáis comprometido, señor —dijo, no sin cierto temor.
Creí que Sansum actuaba con nobleza, pero en realidad todo estaba acordado de antemano. El sacerdote no nos había acompañado a requerimiento de Tewdric, sino de Arturo. Arturo lo miró entonces, encolerizado por el cambio de opinión del terco sacerdote de cara de ratón.
—¡Es lo convenido! —insistió Arturo, y al ver que Sansum se limitaba a negar con la cabeza, tocó el puño de Excalibur—. Podría arrancarte la cabeza, sacerdote.
—Los mártires siempre lo son a manos de los tiranos, señor —declaró Sansum y, postrándose de hinojos entre las flores, inclinó la cabeza y dejó expuesto su mugriento cuello—. Hacia vos voy, ¡oh, Señor! —oró, desgañitándose con la cabeza hacia el suelo—. ¡Este humilde siervo acude a vuestra gloria! ¡Alabado seáis! ¡Veo abrirse las puertas del cielo! ¡Veo a los ángeles que me aguardan! ¡Acogedme, Jesús, señor mío, en vuestro santo seno! ¡Voy hacia vos! ¡Voy hacia vos!
—Calla y ponte en pie —dijo Arturo en tono cansado.
—¿No vais a concederme la bendición de ir al cielo? —dijo Sansum mirando a Arturo con malicia.
—Anoche —replicó Arturo— convinimos en que nos casarías. ¿Por qué te niegas ahora?
—Lo he debatido con mi conciencia, señor —replicó Sansum con un encogimiento de hombros.
Arturo comprendió y dejó escapar un suspiro.
—¿Qué precio te pones, sacerdote?
—Una diócesis —contestó Sansum al punto, mientras se ponía de pie.
—Creía que era vuestro papa el que concedía tales honores —replicó Arturo—. ¿No se llama Simplicio?
—Simplicio, sí, el más santo y bendito y que disfrute de una larga vida plena de salud —dijo Sansum—, pero dadme una iglesia, señor, y un sitial en la iglesia, y los hombres me llamarán obispo.
—¿Una iglesia y una silla? —preguntó Arturo—. ¿Nada más?
—Y el nombramiento de capellán del rey Mordred. ¡Eso es imprescindible! ¡Su capellán personal, el único capellán del rey! ¿Comprendéis? Más unos emolumentos a cargo del tesoro que me permitan disponer de ayuda de cámara, ujier, cocinero y paje. —Se sacudió las hierbas de la sotana—. Y lavandera —añadió apuradamente.
—¿Eso es todo? —inquirió Arturo sarcásticamente.
—Un lugar en el consejo de Dumnonia —añadió Sansum sin darle mayor importancia—. Eso es todo.
—Tuyo es —respondió Arturo con displicencia—. Bien ¿qué hay que hacer para casarse?
Mientras se consumaban dichas negociaciones yo observaba a Ginebra. Tenía una expresión de triunfo en la cara, y no era de extrañar pues casaba muy por encima de las esperanzas de su pobre padre, el cual, con boca temblorosa, contemplaba la escena con abyecto pavor, temiendo que Sansum no llegase a celebrar la ceremonia; detrás de Leodegan había una muchacha pequeña y regordeta que, al parecer, tenía a su cuidado los cuatro mastines de Ginebra, que permanecían atados, y las escasas posesiones de la real familia en el exilio. Más tarde supe que la tal muchacha era Gwenhwyvach, hermana menor de Ginebra. Al parecer tenían también un hermano, pero habíase retirado hacía mucho tiempo a un monasterio de la costa salvaje de Strath Clota, donde unos extraños ermitaños cristianos competían entre sí malviviendo de bayas silvestres, dejándose crecer el cabello y predicando a las focas.
El matrimonio se llevó a cabo con escaso ceremonial. Ginebra y Arturo se situaron bajo la enseña de éste y Sansum abrió los brazos para decir unas oraciones en lengua griega; después Leodegan desenvainó la espada y tocó a su hija en la espalda con la hoja antes de brindar el arma a Arturo, como señal de que Ginebra pasaba de la potestad del padre a la del esposo. Después Sansum recogió un poco de agua del arroyo y roció a la pareja diciendo que, con esa acción, los limpiaba de pecado y los recibía en el seno de la Santa Iglesia, la cual, de ese modo reconocía su unión indisoluble, sagrada a los ojos de Dios y consagrada a la procreación de hijos. Terminado el discurso, nos miró a los guardias uno por uno y nos exigió que nos declarásemos testigos de la solemne ceremonia. Todos hicimos lo que se nos pedía, pero Arturo, en su inmensa dicha, no percibió la desgana con que cumplimos la orden, aunque no pasó desapercibida a Ginebra. Nada pasaba desapercibido a Ginebra.
—Ya está —dijo Sansum concluido el mezquino rito—, sois casado, señor.
Ginebra rompió a reír y Arturo la besó. Era tan alta como él, tal vez incluso un dedo más, y he de confesar que al verlos me parecieron una pareja espléndida. Más que espléndida, pues Ginebra era atractiva en verdad. Ceinwyn era bella, pero Ginebra hacía palidecer al sol con su presencia. Los guardias estábamos escandalizados. No habríamos podido hacer nada para impedir que se consumara el delirio de nuestro señor, tanto más indecente y falso por cuanto se había perpetrado con tal precipitación. Sabíamos que Arturo era hombre impulsivo y entusiasta, pero tan extrema decisión nos dejó sin aire. Leodegan, por el contrario, no cabía en sí de gozo y charlaba por los codos contando a su hija menor que la familia recobraría sus riquezas y que, en menos que canta un gallo, los guerreros de Arturo expulsarían a Diwrnach, el usurpador irlandés, de Henis Wyren. Arturo, al oír semejante baladronada, se volvió raudo hacia él.
—No creo que tal cosa sea posible, padre —dijo.
—¡Posible! ¡Naturalmente que es posible! —terció Ginebra—. Tal será el regalo de bodas que me hagáis, señor, devolver el reino a mi querido padre.
Agravain escupió asqueado. Ginebra, haciendo caso omiso del gesto, fue pasando ante nosotros y nos dio a cada uno una prímula de la diadema con que se adornaba. Después, cual criminales huyendo de la justicia de su señor, apresuramos la marcha hacia el sur para salir del reino de Powys antes de que la ira de Gorfyddyd nos diera alcance.
Merlín siempre decía que el destino es inexorable. ¡Cuántas cosas sucedieron a aquella apresurada ceremonia en el claro alfombrado de flores junto al arroyo! ¡Cuánta muerte! ¡Cuántos corazones rotos y cuánto derramamiento de sangre! Se vertieron lágrimas como para formar un gran río. Sin embargo, con el tiempo se calmaron los remolinos, se juntaron nuevos ríos y, arribadas las lágrimas al ancho mar, algunos olvidaron cómo había comenzado todo. Llegaron tiempos de gloria, mas lo que pudo haber sido no fue y, de todos los que sufrieron a causa de aquel momento bajo el sol, Arturo fue quien llevó la peor parte.
Pero aquel día Arturo fue feliz. Volvimos a casa apresuradamente.
Las nuevas del matrimonio conmovieron Britania entera como el choque de una lanza divina contra un escudo, produciendo asombro en primer lugar; durante ese periodo de calma, mientras los hombres trataban de comprender las consecuencias, llegó una delegación de Powys. Valerin, el cacique al que Ginebra se había prometido, se encontraba entre los delegados. Retó a Arturo a singular combate, pero Arturo no lo aceptó y, cuando Valerin hizo el gesto de desenvainar, los guardias tuvimos que expulsarlo de Lindinis. Era Valerin un hombre alto y vigoroso, de negros cabellos, barba negra, mirada intensa y nariz partida.
Grande era su pesadumbre, y mayor aún su ira, mas sus ansias de venganza quedaron desbaratadas.
Iorweth el druida encabezaba la delegación, enviada por Cuneglas más que por Gorfyddyd. Gorfyddyd se había emborrachado de rabia e hidromiel, mientras que su hijo aún conservaba la esperanza de extraer paz del desastre. El druida Iorweth, hombre serio y sensible, departió largamente con Arturo. Dijo que su matrimonio no era válido porque había sido celebrado por un sacerdote cristiano, cuya religión no reconocían los dioses britanos. Propuso que Arturo tomara a Ginebra como amante y desposara a Ceinwyn.
—Ginebra es mi esposa —le oímos replicar todos.
El obispo Bedwin se puso de parte de Iorweth, pero no logró hacer cambiar a Arturo de opinión; ni la perspectiva de la guerra le habría hecho cambiar de opinión. Iorweth habló de la posibilidad de que tal catástrofe sucediera aduciendo que Dumnonia había insultado a Powys y que tal insulto habría de lavarse con sangre en caso de que Arturo no cambiara de opinión. Tewdric de Gwent había enviado al obispo Conrad para abogar por la paz y para rogar a Arturo que renunciase a Ginebra y contrajera matrimonio con Ceinwyn; Conrad llegó a amenazar a Arturo con la posibilidad de que Tewdric firmara un tratado de paz con Powys por su cuenta.
—El rey y señor mío no luchará contra Dumnonia —oí que Conrad le decía a Bedwin, mientras los dos obispos paseaban por la terraza situada frente a la villa de Lindinis—, mas tampoco luchará por esa ramera de Henis Wyren.
—¿Ramera? —inquirió Bedwin, alarmado y sorprendido por semejante apelativo.
—Tal vez no lo sea —admitió Conrad—, pero os aseguro, hermano mío, que nadie la ha atado corto jamás.
Bedwin hizo un gesto de desaprobación ante tanta permisividad por parte de Leodegan; luego se alejaron y no oí nada más. Al día siguiente el obispo Conrad y la delegación de Powys partieron hacia sus respectivos países sin buenas noticias en las alforjas.
No obstante Arturo creía llegado el tiempo de la felicidad. Estaba seguro de que no habría guerra porque Gorfyddyd había perdido ya un brazo y no querría arriesgarse a perder el otro. Además, la sensatez de Cuneglas era un seguro de paz; eso creía Arturo. Pensaba que durante un tiempo proliferarían las rencillas y la desconfianza, pero todo pasaría. Creía que su felicidad había de abarcar todo el orbe.
Empleáronse peones en la ampliación de la villa de Lindinis para hacer de ella un palacio digno de una princesa. Arturo envió recado a Ban de Benoic, su antiguo señor suplicando le prestase mamposteros y yeseros duchos en restauración de edificios romanos. Quería un huerto, un jardín y un estanque con peces; deseaba además una bañera con agua caliente y un patio donde tocaran arpistas. Arturo pretendía regalar a su dama un paraíso en la tierra; mas otros buscaban venganza, y aquel verano supimos que Tewdric de Gwent y Cuneglas se habían reunido con el fin de firmar un tratado de paz en el cual, entre otras cosas, se acordó que los ejércitos de Powys tendrían paso franco por las vías romanas que cruzaban Gwent. Todas esas vías conducían únicamente a Dumnonia.
Con todo, el verano iba transcurriendo sin que se produjeran ataques. Sagramor mantenía a raya a los sajones mientras Arturo pasaba un estío de amor. Como miembro de su guardia, yo estaba con él día si día no, pero en vez de ir armado con espada, lanza y escudo solía ir provisto de jarros de vino y canastas de viandas, pues Ginebra gustaba de ir a merendar a recónditos claros entre los árboles y a la orilla de arroyos ocultos; de este modo, los lanceros habíamos de cargar con bandeja de plata, cuernos de bebida, viandas y vino al lugar designado. Rodeóse Ginebra de una corte de damas, de la cual, válgame el cielo, formaba parte mi Lunete; ella, que tan amargamente se había quejado por abandonar su casita de ladrillo en Corinium, en cuestión de días entrevió un futuro mucho más halagüeño junto a la princesa. Lunete era bella y Ginebra decía que sólo deseaba ver a su alrededor gentes y objetos bellos, de modo que tanto ella como sus damas se ataviaban con los más finos paños y se adornaban con oro, plata, azabache y ámbar; además la princesa pagaba a arpistas, cantores, danzarines y poetas para solaz de la corte. Jugaban en los bosques a perseguirse y esconderse y pagaban prenda si rompían alguna de las complicadas reglas que Ginebra inventaba. Leodegan administraba el dinero de los juegos y el que se gastaba en la villa de Lindinis, pues había recibido el nombramiento de tesorero de la casa de Arturo. Juraba que el dinero provenía íntegramente de rentas en anticipo, y tal vez Arturo creyera a su suegro, aunque los demás dábamos crédito a las oscuras habladurías según las cuales, en el tesoro de Mordred, el oro iba menguando en la misma proporción en que aumentaban las inútiles promesas de devolución de Leodegan. A Arturo no parecía inquietarle. Aquel verano fue para él como la cata de la paz en Britania, pero a los demás nos parecía el cielo de un loco.
Amhar y Loholt también fueron llamados a Lindinis, aunque no así su madre, Ailleann. Los gemelos se presentaron a Ginebra, y a fe mía que Arturo tenía la esperanza de que se quedaran a vivir en el palacio de columnas que se estaba levantando en torno al centro de la antigua villa. Ginebra pasó un día en compañía de los pequeños y luego dijo que su presencia le molestaba. No eran agraciados, dijo, como tampoco lo era su hermana Gwenhwyvach, y como no eran agraciados ni divertidos, no había lugar para ellos en su vida. También dijo que los gemelos pertenecían a la antigua vida de Arturo y que tal cosa ya era asunto acabado. No los quiso ni le importó anunciarlo públicamente.
—Si queremos hijos —dijo acariciando a Arturo en la mejilla—, los haremos nosotros mismos, príncipe mío.
Ginebra siempre llamaba príncipe a Arturo, y él, en un principio, insistió en que ese título no le correspondía, pero Ginebra se empeñó en que era hijo de Uther y por tanto tenía sangre real. Arturo, para complacerla, consintió en el tratamiento. Pero los demás no tardamos en recibir la orden de dirigirnos a él como príncipe, y lo que Ginebra ordenaba siempre se cumplía.
Nadie había llevado la contraria y ganado la partida a Arturo jamás respecto a Amhar y Loholt, excepto Ginebra, que consiguió que los niños fueran devueltos a su madre, a Corinium. La cosecha fue escasa aquel año, pues se malogró a causa de las lluvias tardías que dejaron las mieses negras y marchitas. Corría el rumor de que los sajones habían tenido mejor suerte, pues en sus tierras no había caído agua a destiempo, de modo que Arturo llevó una banda de guerreros hacia el este, más allá de Durocobrivis, a buscar y saquear sus provisiones de grano. Creo que se alegró de librarse de las canciones y danzas de Caer Cadarn, y nosotros nos alegramos de que por fin se hubiera puesto al mando otra vez y nos hiciera empuñar lanzas en vez de traer y llevar paños de fiesta. Fue una incursión fructuosa que llenó de cereal los graneros de Dumnonia y el reino de oro y esclavos sajones. Leodegan, nombrado también miembro del consejo, tenía la misión de distribuir el grano gratuitamente entre todos los pueblos, pero se extendió el rumor de que la mayor parte no se entregaba gratis sino que se vendía, y que las ganancias eran desviadas hacia la casa nueva que Leodegan se estaba construyendo al otro lado del río, frente al palacio blanqueado de su hija.
A veces la locura termina. Los dioses lo disponen, no el hombre. Arturo había pasado el verano enfebrecido de amor, y no fue mal verano, a pesar de nuestros quehaceres de sirvientes, pues nuestro señor mostrábase cautivador y generoso; pero cuando llegó el otoño, con lluvias, viento y hojas doradas, pareció despertar de su sueño estival. Seguía enamorado… A fe mía que jamás dejó de estarlo, pero entonces vio el daño que había causado a Britania. En vez de paz, había una tregua preñada de resentimiento, y sabía que no duraría.
Hizo cortar fresnos desmochados para fabricar lanzas y en las cabañas de los herreros resonaba el golpeteo del martillo contra el yunque. Pidió a Sagramor que se acercara al centro del reino y envió un mensajero al rey Gorfyddyd disculpándose por el mal que había causado al rey y a su hija y suplicándole que no rompiera la paz de Britania. Envió a Ceinwyn un collar de oro y perlas, pero Gorfyddyd devolvió el collar atado a la cabeza cortada del mensajero. Supimos que Gorfyddyd había dejado la bebida y había vuelto a tomar las riendas del reino de manos de su hijo Cuneglas. Tal noticia significaba que jamás habría paz hasta que la ofensa hecha a Ceinwyn fuera vengada por las largas lanzas de Powys.
Los viajeros venían de todas partes con relatos de mal agüero. Los señores de allende el mar reunían guerreros en los reinos de las costas. Las bandas guerreras francas se multiplicaban en las fronteras de la tierra bretona. La cosecha de Powys fue almacenada y los campesinos de la leva cambiaron la hoz por la espada. Cuneglas desposó a Helledd de Elmet y de aquel país septentrional llegaron más hombres a engrosar las filas del ejército de Powys. Gundleus, que ocupaba de nuevo el trono de Siluria, forjaba espadas y lanzas en los profundos valles de su reino, y por levante llegaban sajones sin número a las costas conquistadas.
Arturo vistió la cota de escamas, por tercera vez, que yo viera, desde su llegada a Britania, y entonces, con dos veintenas de caballeros armados, recorrió Dumnonia. Quería mostrar su poder al reino y quería que los viajeros que transportaban mercancías hasta más allá de las fronteras propagaran también sus hazañas. Después volvió a Lindinis, donde Hygwydd, su sirviente, limpió la herrumbre reciente de las placas de su armadura.
La primera derrota fue ese mismo otoño. Se declaró una plaga en Venta que debilitó a los hombres del rey Melwas, y Cerdic, el nuevo jefe sajón, derrotó a la banda guerrera de los belgas y se apoderó de una franja de buena tierra ribereña. El rey Melwas suplicó le enviaran refuerzos, pero Arturo sabía que Cedric era el menor de sus problemas. Los tambores de guerra retumbaban por toda la Lloegyr sajona y reinos britanos del norte, no era posible ceder lanceros a Melwas. Por otra parte Cedric parecía enteramente ocupado en sus nuevas tierras y no entrañaba peligro inminente para Dumnonia, de modo que Arturo prefirió dejar en paz a los sajones por el momento.
—Demos una oportunidad a la paz —dijo Arturo al consejo.
Pero no hubo tal.
A finales de otoño, cuando los ejércitos se preparan para engrasar las armas convenientemente y guardarlas durante los meses fríos, avanzó el poder de Powys. Britania estaba en guerra.