5

Ygraine está insatisfecha. Desea conocer historias de Arturo. Ha oído hablar de una espada clavada en una piedra y quiere que escriba sobre ello. Me dice que fue engendrado por un espíritu en el seno de una reina y que los cielos tronaban y relampagueaban la noche de su nacimiento; tal vez tenga razón y los cielos se alborotaran aquella noche, pero todo aquél a quien pregunté había pasado la noche durmiendo, y por lo que respecta a la espada clavada en la piedra, bien, existió una espada y existió una piedra, pero entran en la historia mucho más tarde. La espada se llamaba Caledfwlch, que significa relámpago fulminante, aunque Ygraine prefiere llamarla Excalibur y así la llamaré yo también, pues a Arturo nunca le importó el nombre de su larga espada. Tampoco se preocupó nunca de su infancia, y ciertamente nunca le oí referirse a ella. En una ocasión le pregunté por sus días de niño y no quiso contestarme. ¿Qué importancia tiene el huevo para el águila?, me preguntó a su vez, y luego me dijo que había nacido, que había crecido y que se había convertido en soldado, y que yo no necesitaba saber nada más.

Sin embargo, en honor a mi más estimada y generosa protectora, Ygraine, permítaseme dejar constancia de lo poco que llegué a conocer. Arturo, a pesar de que Uther negara su paternidad en Glevum, era hijo del rey supremo, aunque tal reconocimiento reportara escasas ventajas, ya que Uther había sido padre de tantos hijos bastardos como crías pueda engendrar un gato. La madre de Arturo se llamaba Ygraine, igual que mi más estimada reina. Provenía de Caer Gei, en Gwynedd, y se decía que era hija de Cunedda, rey de Gwynedd y rey supremo antes que Uther, aunque Ygraine no ostentó el rango de princesa puesto que su madre no era esposa de Cunedda, sino de un cacique de Henis Wyren. Lo único que Arturo dijo jamás de Ygraine de Gwynedd, que murió poco antes de que él alcanzara la madurez, fue que era la madre más maravillosa, inteligente y bella que un niño pudiera desear, aunque según Cei, que la conocía bien, matizaba su belleza cierta mordacidad rencorosa. Cei es el hijo de Ector ap Ednywain, cacique de Caer Gei, que acogiera en su casa a Ygraine y a sus cuatro hijos bastardos cuando Uther los expulsó. La expulsión tuvo lugar el mismo año en que nació Arturo, e Ygraine jamás perdonó a su hijo. Decía con frecuencia que Arturo había sido un hijo sobrante, que tal vez habría mantenido su lugar como amante de Uther de no haber nacido Arturo.

Arturo fue el cuarto de los hijos de Ygraine que sobrevivió a la infancia. Los otros tres eran mujeres y Uther mostraba claramente su preferencia por las hembras, pues eran menos propensas a exigir derechos sobre el patrimonio al hacerse mayores. Cei y Arturo crecieron juntos y Cei dice, aunque nunca en presencia de Arturo, que tanto él como Arturo temían a Ygraine. Arturo, según me contó Cei, era un niño obediente y trabajador que se esforzaba por ser el mejor en todas las cosas, tanto en la lectura como en el manejo de la espada, pero ninguno de sus logros satisfizo jamás a su madre; siempre la idolatró y la defendió, y la lloró inconsolablemente cuando murió de unas fiebres. Contaba entonces trece años y Ector, su protector, apeló a Uther para ayudar a los cuatro huérfanos que Ygerne había dejado en mala situación económica. Uther los llevó a Caer Cadarn, tal vez con la idea de sacar partido de las tres hijas como peones en el juego de los matrimonios dinásticos. El matrimonio de Morgana con un príncipe de Kernow duró muy poco debido a un incendio, pero Morgause casó con el rey Lot de Leonis, y Ana con el rey Budic ap Camran, en la otra orilla del mar, en Britania Armórica. Estos dos últimos matrimonios no fueron importantes, pues ninguno de los dos reyes residía suficientemente cerca como para enviar refuerzos a Dumnonia en tiempos de guerra, pero ambos cumplían su propósito. Arturo, por ser chico, carecía de esta utilidad, de modo que fue a la corte de Uther y aprendió a manejar la espada y la lanza. También conoció a Merlín, aunque ambos guardaron silencio sobre lo sucedido entre ellos en los meses anteriores a la partida de Arturo a Britania Armórica, con su hermana Ana, agotadas sus esperanzas de ganarse el favor de Uther. Allá, en la tumultuosa Galia, se convirtió en soldado y Ana, muy consciente de que un hermano guerrero era un pariente de gran valor, procuró que sus hazañas llegaran a oídos de Uther, gracias a lo cual Uther lo llamó de nuevo a Britania para la campaña que terminó con la muerte de su hijo. El resto ya es sabido.

Ya he contado a Ygraine todo lo que sé sobre la infancia de Arturo, y sin duda alguna ella embellecerá la historia con las leyendas que ya circulan sobre Arturo entre el pueblo llano. Ygraine se lleva estas pieles una a una y las manda traducir a la lengua de Britania a Dafydd ap Gruffud, el administrador de justicia que habla la lengua sajona; no confío en que él o Ygraine respeten estas palabras escrupulosamente, antes bien temo que las hinchen con otras de su preferencia. A veces desearía atreverme a escribir la crónica de esta historia en lengua britana, pero el obispo Sansum, a quien Dios bendiga por sobre todos los santos, sigue recelando de lo que escribo. En algunas ocasiones ha tratado de impedir que completara la tarea, o bien ha ordenado a los diablillos de Satán que me la dificulten. Un día desaparecieron todas mis plumas, otro encontré orina en el tintero, pero entonces Ygraine vuelve a proporcionarme lo necesario y Sansum, a menos que aprenda a leer y consiga dominar la lengua sajona, no podrá confirmar sus sospechas de que esta labor no es, en realidad, el Evangelio en lengua sajona.

Ygraine me pide que escriba más y más deprisa, me ruega que cuente la verdad sobre Arturo pero se queja cuando la verdad no coincide con los cuentos de hadas que ha escuchado en la cocina de Caer o en su vestidor. Quiere bestias fantásticas que cambien de forma, pero no puedo inventar lo que no he visto. Cierto es, y que Dios me perdone, que he cambiado algunas cosas, pero ninguna importante. Por ejemplo, cuando Arturo nos salvó en la batalla a las puertas de Caer Cadarn, tuve noticia de que estaba en camino mucho antes de verlo aparecer, pues Owain y sus hombres sabían desde el principio que Arturo y sus caballeros, recién llegados de Britania Armórica, permanecían escondidos en los bosques al norte de Caer Cadarn, de la misma forma que sabían que la tropa guerrera de Gundleus se aproximaba. Gundleus cometió el error de incendiar el Tor, pues la columna de humo sirvió de aviso a todo el sur del país; de modo que los vigías de Owain habían estado observando a los hombres de Gundleus desde el mediodía. Owain, tras ayudar a Agrícola a vencer la invasión de Gorfyddyd, regresó con presteza al sur para recibir a Arturo, no por amistad, antes bien para estar presente en el momento de la llegada al país de un rival en lides de guerra, y fue una gran suerte para nosotros que Owain regresara tan pronto. No obstante, habría sido imposible que la batalla se desarrollara tal como la he contado. De no haber sabido Owain que Arturo se hallaba cerca, habría confiado al pequeño Mordred a su jinete más veloz para que lo pusiera a salvo, aunque todos los demás hubiéramos perecido bajo las lanzas de Gundleus. Habría podido dejar constancia de esa verdad, naturalmente, pero de los bardos aprendí a dar forma a las historias, de modo que los que escuchan se mantengan atentos hasta llegar a la parte que más les interesa; a fe mía que el relato mejora dejando la noticia de la llegada de Arturo para el último instante. No es sino un pecadillo venial, esto de perfilar una historia, aunque bien sabe Dios que Sansum no me lo perdonaría jamás.

Aún dura el invierno, aquí en Dinnewrac, y la crudeza del frío, pero el rey Brochvael ordenó a Sansum que encendiera las hogueras después de que el hermano Aron fuera hallado muerto por congelación en su celda. El santo varón se resistió, hasta que el rey envió leña desde su Caer, y así tenemos ahora las hogueras encendidas, aunque no muchas ni nunca generosas. Sea como fuere, una fogata pequeña también facilita la tarea de escribir y últimamente el bendito Sansum se muestra menos entrometido. Han llegado dos novicios a nuestra pequeña comunidad, niños aún de voces cristalinas, y Sansum se ha propuesto iniciarlos personalmente en los caminos de nuestro Excelso Salvador. Tal es el interés del santo por sus tiernas almas inmortales que incluso insiste en que los muchachos compartan la celda con él y parece ahora más feliz, en su compañía. Bendito sea Dios por ello, y por la gracia del fuego y por la fuerza para continuar con este relato de Arturo, el Rey Que No Fue, Enemigo de Dios y nuestro Señor de las Batallas.

No deseo cansaros con los detalles de la batalla a las puertas de Caer Cadarn. Fue una derrota aplastante, no una batalla, y sólo un puñado de silurios lograron escapar. Ligessac, el traidor, se contó entre ellos, pero casi todos los hombres de Gundleus cayeron prisioneros. Murieron muchos enemigos, entre ellos los dos desnudos, que cayeron bajo la espada de Owain. Gundleus, Ladwys y Tanaburs fueron apresados vivos. Yo no maté a nadie, ni siquiera mellé el filo de la espada.

Tampoco recuerdo gran número de detalles, pues lo único que deseaba era contemplar a Arturo.

Montaba a Llamrei, su yegua, una gran bestia negra de enmarañadas cernejas y herraduras de hierro planas, fijadas a los cascos con tiras de cuero. Todos los hombres de Arturo cabalgaban en monturas semejantes, a las cuales hendían los ollares para ensanchárselos, facilitándoles así la respiración. Los corceles parecían aún más temibles gracias a unos extraordinarios protectores de cuero duro que les colgaban al pecho a modo de escudo contra las lanzas. Dichos protectores eran tan gruesos y engorrosos que los animales no podían bajar la cabeza para pastar, y al final de la batalla Arturo ordenó a un mozo que quitara el tal artefacto a Llamrei para que triscara por la hierba. Cada caballo necesitaba dos mozos de cuadras; uno se cuidaba del protector del caballo, de la manta y de la silla y el otro lo llevaba por la brida, mientras que un tercer criado se llevaba la lanza y el escudo del guerrero. La larga y pesada lanza de Arturo se llamaba Rhongomyniad y su escudo, de nombre Wynebgwrthucher, estaba hecho de tablas de sauce cubiertas por una placa de plata batida, tan abrillantada que deslumbraba. A la cadera llevaba el cuchillo llamado Carnwenhau y la famosa espada Excalibur, enfundada en su negra vaina con la cruz de hilos de oro.

Al principio no podía verle la cara porque llevaba un yelmo con tan grandes protectores de mejillas que se la tapaban casi por completo. El yelmo, con la ranura para los ojos y el oscuro agujero para la boca, era de hierro pulido con ondulantes filigranas de plata y un alto penacho de plumas blancas de ganso; parecía una calavera temible y daba al que lo llevaba un aspecto tétrico, cadavérico, como si fuera un muerto viviente. También su manto era blanco, como el penacho, y Arturo exigía que siempre estuviera limpio; le colgaba de los hombros para proteger del sol la larga cota maclada de su armadura. Yo nunca había visto cotas malladas hasta entonces, aunque Hywel me las había descrito, y al ver la de Arturo sentí un inmenso deseo de poseer una igual. Era una cota romana hecha de cientos de escamas metálicas no mayores que la huella de un dedo, cosidas en filas superpuestas a una cota de cuero que llegaba hasta la rodilla. Las escamas eran cuadradas en la parte superior, con dos orificios por donde pasar el hilo para coserlas, y puntiagudas en la parte inferior, y se superponían de tal guisa que una punta de lanza tropezaría siempre con dos capas de hierro antes de alcanzar el resistente cuero sobre el que iban cosidos. La rígida armadura tintineaba cada vez que Arturo se movía, y no era sólo el ruido del hierro lo que se oía, pues los herreros habían añadido una hilera de placas doradas alrededor del cuello y varias escamas de plata repartidas entre las de hierro, de modo que la cota entera destellaba como a ondas. Era necesario limpiarla a diario para evitar que el hierro se oxidara, tarea que requería varias horas y, después de cada batalla siempre se perdían unas cuantas escamas que había que reemplazar. Pocos eran los herreros capaces de confeccionar semejantes cotas, y pocos también los hombres con posibilidades de pagarse una, pero la de Arturo procedía de un cacique franco al que había matado en Armórica. Además del yelmo, el manto y la cota de escamas, calzaba botas de cuero y usaba guantes de piel y cinturón de cuero, del que pendía Excalibur, envainada en la funda con la cruz bordada en hilos de oro, que, según se decía, protegía a su dueño de todo mal.

Deslumbrado por su aparición, se me antojó un dios blanco y resplandeciente descendido a la tierra. No podía apartar de él la mirada.

Abrazó a Owain y oí reír a los dos hombres. Owain era alto, pero Arturo lo miraba a los ojos directamente, aunque no era tan robusto como el paladín, todo musculatura y corpulencia, sino delgado y fibroso. Owain palmeó a Arturo en la espalda y Arturo le devolvió el afectuoso saludo antes de encaminarse juntos, asidos por los hombros, hacia donde Ralla se encontraba con Mordred en brazos.

Arturo se postró de hinojos ante su rey y, con una delicadeza sorprendente en un hombre ataviado con una rígida armadura, levantó la enguantada mano y tomó la túnica del niño por una punta. Levantó los protectores de las mejillas del yelmo y besó la tela. Mordred reaccionó con llantos y manotazos.

Arturo se levantó y tendió los brazos a Morgana. Ella era mayor que su hermano, que por entonces tenía sólo veinticinco o veintiséis años, pero cuando se dispuso a abrazarla, ella comenzó a llorar tras la máscara de oro, que chocó ligeramente con el yelmo de Arturo al acercarse uno a otro. La abrazó estrechamente y le dio unas palmadas en la espalda.

—Querida Morgana —le oí decir—, querida y dulce Morgana.

Nunca había sospechado la soledad de Morgana hasta que la vi llorar en brazos de su hermano.

Se separó del estrecho abrazo suavemente y se llevó ambas manos a la cabeza para retirarse el yelmo plateado.

—Tengo un presente para ti —le dijo a Morgana—, a menos que Hygwydd lo haya robado. ¿Dónde estás, Hygwydd?

El criado llamado Hygwydd se adelantó presurosamente y recibió el yelmo del penacho blanco a cambio de un collar de colmillos de jabalí engarzados en oro y ensartados en una cadena de oro también, que Arturo colocó a su hermana en el cuello.

—Un bello ornamento para mi encantadora hermana —dijo. Y luego quiso saber quién era Ralla, y cuando supo de la muerte de su hijo, tanto sufrimiento y comprensión se reflejaron en su rostro que Ralla comenzó a sollozar y Arturo, impulsivamente, la abrazó y a punto estuvo de aplastar al rey contra su acorazado pecho.

Luego le fue presentado Gwlyddyn; le contó a Arturo que yo había dado muerte a un silurio para proteger a Mordred, y entonces fue cuando Arturo se volvió hacia mí para darme las gracias.

Y por primera vez, le vi el rostro abiertamente.

Era un rostro amable, ésa fue la primera impresión. No, eso es lo que Ygraine quiere que escriba. En realidad, lo primero que percibí fue el sudor en abundancia, producido por la armadura en tan caluroso día de verano, pero después del sudor aprecié la bondad que reflejaba su expresión. Arturo inspiraba confianza a primera vista. Por eso siempre gustó a las mujeres, y no por su belleza, pues no era excesivamente bello, pero su mirada transmitía verdadero interés y total benevolencia. Tenía el rostro fuerte, huesudo y rebosante de entusiasmo, la cabeza grande y el cabello castaño; en esos momentos el pelo se le pegaba al cráneo a causa del sudor y del casco de cuero que llevaba bajo el yelmo. Tenía los ojos castaños también, la nariz larga y la mandíbula rotunda y rasurada, aunque el rasgo más sobresaliente era la boca, mucho más grande de lo común y con la dentadura intacta. Estaba orgulloso de sus dientes y se los limpiaba a diario con sal, siempre que la tuviera a mano, o con agua sola si no la tenía. A pesar de su rostro grande y fuerte, lo que más me impresionó fue la bondad que reflejaba y el humor pícaro que le asomaba a los ojos. Todo él respiraba alegría, su cara irradiaba una felicidad que envolvía en su aura cuanto le rodeaba. Ya entonces, y para siempre, me di cuenta de que hombres y mujeres parecían más animados en compañía de Arturo. Tornábanse todos más optimistas, se oían más risas y, cuando él partía, todo parecía apagarse, aunque no poseyera Arturo gran ingenio ni gracia para relatar historias; era simplemente Arturo, un hombre bueno de confianza contagiosa, voluntad impaciente y resolución de hierro. Esa férrea voluntad pasaba desapercibida en un primer momento, incluso el propio Arturo se conducía como si no la poseyera, pero ahí estaba. Un montón de muertos de guerra así lo atestiguaba.

—Gwlyddyn asegura que eres sajón —me dijo en son de broma.

—Señor —fue la única palabra que logré articular mientras caía de rodillas.

Se agachó y me levantó por los hombros con mano firme.

—No soy rey, Derfel —me dijo—, no debes arrodillarte ante mí, soy yo quien habría de postrarse ante ti por haber arriesgado la vida para salvar al rey —sonrió—. Te doy las gracias por ello. —Tenía el don de hacerte sentir que eras la persona más importante para él; yo ya lo adoraba sin remisión—. ¿Qué edad tienes? —me preguntó.

—Quince, creo.

—Pero tu altura es propia de veinte —sonrió—. ¿Quién te enseñó a luchar?

—Hywel —dije—, el administrador de Merlín.

—Ah, ¡el mejor maestro! También a mí me enseñó, ¿cómo se encuentra mi buen Hywel? —preguntó con deseos de saber, pero me faltaron palabras y valor para contestar.

—Muerto —contestó Morgana en mi lugar—. Gundleus lo asesinó. —Escupió por la ranura de la máscara en dirección al rey cautivo, que se encontraba custodiado a pocos pasos de ellos.

—¿Hywel ha muerto? —Arturo quería que le respondiera yo, me clavó los ojos y yo asentí con un parpadeo para evitar que se me cayeran las lágrimas. Arturo me abrazó al instante—. Eres un hombre bueno, Derfel —dijo— y te debo una compensación por haber protegido la vida del rey. ¿Qué deseas?

—Deseo ser guerrero, señor —dije.

Sonrió y se alejó de mí unos pasos.

—Eres afortunado, Derfel, pues eres lo que deseas ser. Lord Owain —se dirigió al fornido y tatuado paladín—, ¿os será de utilidad este buen guerrero sajón?

—Me será de utilidad —replicó Owain, bien dispuesto.

—Así pues, vuestro es —dijo Arturo, y debió de percibir mi decepción porque se volvió hacia mí y me puso la mano en el hombro—. De momento, Derfel —añadió en voz baja—, mis guerreros son de caballería, no lanceros. Sirve a Owain ahora, pues nadie te enseñará mejor el oficio de soldado.

Me apretó el hombro con la enguantada mano, luego se dirigió a los soldados que custodiaban a Gundleus y les hizo seña de que se alejaran. Un tropel de gente se había congregado alrededor del rey cautivo, que permanecía bajo los estandartes de la victoria. Los caballeros de Arturo, con yelmos de hierro, armadura de cuero y hierro y manto de lienzo o lana, junto con algunos lanceros de Owain y fugitivos del Tor se agolparon en el pastizal alrededor de Arturo, que se dirigió a Gundleus.

Gundleus enderezó la espalda. Estaba desarmado pero no renunciaría a su orgullo y no se intimidó al ver aproximarse a Arturo.

Arturo se acercó en silencio y se detuvo a dos pasos del rey prisionero. La gente contuvo el aliento. Gundleus permanecía a la sombra del estandarte del oso negro en campo blanco. El oso ondeaba entre la recuperada enseña del dragón de Mordred y el estandarte del oso de Owain, mientras que a los pies de Gundleus se hallaba su propia enseña, la máscara de zorro, sobre la que habían escupido, orinado y pisoteado los vencedores. Gundleus miró a Arturo y éste sacó a Excalibur de la funda. La hoja, bruñida como la cota de escamas, el yelmo y el escudo, lanzó un destello azulado de acero.

Aguardábamos la estocada fatal, pero Arturo hincó una rodilla en tierra y tendió hacia Gundleus la empuñadura de Excalibur.

—Lord rey —dijo humildemente, y los presentes, que esperaban ver morir a Gundleus, reprimieron un grito de sorpresa.

Gundleus tuvo un instante de duda y luego tocó la empuñadura de la espada. No dijo una palabra, tal vez enmudeciera de asombro.

Arturo se puso en pie y envainó el arma.

—Juré proteger a mi rey —dijo—, no matar a otros reyes. Lo que de vos haya de ser, Gundleus ap Meilyr, no es de mi incumbencia, pero viviréis cautivo hasta que se tome la decisión.

—¿Quién ha de tomarla? —inquirió Gundleus.

Arturo vaciló pues no tenía una respuesta clara. Muchos de los nuestros pedían la muerte de Gundleus, Morgana instaba a su hermano a que vengara a Norwenna y Nimue aullaba reclamando el derecho de venganza sobre el rey prisionero, pero Arturo movió la cabeza negativamente. Tiempo más tarde, me contó que Gundleus era primo de Gorfyddyd, el rey de Powys, de manera que la muerte de Gundleus había constituido cuestión de Estado, no de venganza. Me confesó que deseaba instaurar la paz, y la paz no venía de mano de la venganza. También me dijo que, seguramente, tendría que haberlo matado, aunque tampoco así habrían cambiado mucho las cosas. Pero en ese momento, mirando a Gundleus de frente bajo el sol oblicuo, a las puertas de Caer Cadarn, se limitó a anunciar que el destino de Gundleus estaba en manos del consejo de Dumnonia.

—¿Y qué sucederá con Ladwys? —preguntó Gundleus, señalando a la mujer alta y de blanco rostro que, de pie y detrás de Gundleus, miraba con expresión aterrorizada—. Solicito que se le permita permanecer conmigo —añadió.

—Esa ramera es mía —terció Owain ásperamente.

—¡Es mi esposa! —arguyó Gundleus, dirigiéndose a Arturo y confirmando así el antiguo rumor de que había contraído matrimonio con su amante de baja cuna.

Lo cual implicaba al mismo tiempo que su matrimonio con Norwenna había sido un engaño, aunque tal pecado careciera de importancia frente al trato de que la había hecho objeto.

—Esposa o no esposa —insistió Owain—, esa mujer es mía —vio que Arturo dudaba— hasta que el consejo decida otra cosa —añadió retomando la idea de Arturo de remitirse a una autoridad superior.

Habríase dicho que la reivindicación de Owain preocupara a Arturo, pues su posición en Dumnonia era incierta todavía; por haber sido nombrado protector de Mordred y ser uno más de los señores de la guerra en el reino su rango era equiparable al de Owain. Los allí presentes habíamos percibido que Arturo, tras la derrota de Siluria, había tomado el mando, pero Owain, al reclamar a Ladwys como esclava, le recordó que los dos tenían igual poder. Fue un momento difícil, hasta que Arturo tomó la decisión de sacrificar a Ladwys a la unidad de Dumnonia.

—Owain ha decidido el asunto —le dijo a Gundleus, y se dio media vuelta para no verse obligado a presenciar el efecto que sus palabras causaban en los amantes.

Ladwys expresó su rechazo a gritos, pero enmudeció cuando uno de los hombres de Owain se la llevó a rastras.

Tanaburs soltó una carcajada ante la aflicción de Ladwys. A él, como druida, nada malo le sucedería. No era prisionero, podía marcharse libremente, aunque tendría que hacerlo sin alimentos, bendiciones ni compañía. No obstante, envalentonado por los acontecimientos del día, yo no quería dejarlo partir sin más y lo seguí por el campo cubierto de silurios muertos.

—¡Tanaburs! —le llamé.

El druida se volvió y me vio sacar la espada.

—¡Detente, muchacho! —me dijo, e hizo una señal de aviso con su vara de media luna.

Tendría que haber sentido miedo pero, al acercarme y colocar la espada entre las enmarañadas guedejas blancas de su barba, un nuevo espíritu guerrero me poseyó. Echó la cabeza atrás al sentir el contacto del acero y los huesecillos amarillentos de su pelo tintinearon. Tenía la tez vieja, arrugada, marrón y llena de manchas, los ojos rojos y la nariz torcida.

—Tengo que matarte —le dije, y se echó a reír.

—Te perseguirá la maldición de toda Britania. Tu alma jamás alcanzará el otro mundo, te infligiré desconocidos tormentos sin nombre.

Me escupió y trató de apartar la espada de sus barbas, pero me mantuve firme y se alarmó al notar mi resistencia.

Me habían seguido unos pocos curiosos y algunos quisieron advertirme del horrible sino que me perseguiría si mataba a un druida, pero yo no tenía intención de matarlo, sólo quería asustarlo.

—Hace diez años o más —le dije—, fuiste a las tierras de Madog. Madog era el hombre que había hecho esclava a mi madre, y sus tierras fueron invadidas por Gundleus.

Tanaburs asintió al recordar el ataque.

—Así fue, así fue. ¡Una campaña memorable! Recogimos mucho oro —dijo— y muchos esclavos.

—Y cavasteis un pozo de la muerte —añadí.

—¿Y bien? —dijo, encogiéndose de hombros con una mueca de burla—. Es necesario dar gracias a los dioses por la buena fortuna.

Sonreí y le hice cosquillas en la descarnada garganta con la punta de la espada.

—Y sobreviví, druida, sobreviví.

Tanaburs tardó unos segundos en comprender lo que le decía, pero después palideció y comenzó a temblar, pues sabía que yo era el único en toda Britania con poder para quitarle la vida. Él me había ofrecido a los dioses en sacrificio, pero por no haber elegido la ofrenda con mayor tino, los dioses habían dejado su vida a mi merced. Aulló de terror, pensando que la espada iba a hundírsele en el gaznate, pero retiré el arma de su descuidada barba y me reí de él; dio media vuelta y echó a correr por el prado dando tumbos. Huía de mí desesperado, pero justo antes de alcanzar el lindero del bosque donde se había refugiado un puñado de soldados supervivientes, se volvió hacia mí y me señaló con su mano huesuda.

—Tu madre vive, muchacho —gritó—. ¡Está viva! —Y desapareció.

Me quedé plantado con la boca abierta y la espada inerte en la mano. No porque me invadiera una emoción desbordante, pues apenas recordaba a mi madre y no guardaba memoria de escenas tiernas entre los dos, pero la sola idea de que estuviera viva desgarraba mi mundo con la misma violencia que la destrucción de la fortaleza de Merlín, acaecida esa misma mañana. Sacudí la cabeza con incredulidad, ¿cómo podría acordarse Tanaburs de una esclava entre tantas? Seguro que era mentira, simples palabras para turbarme el ánimo, nada más, de modo que envainé la espada y volví caminando despacio hacia la fortaleza.

Gundleus fue puesto bajo vigilancia en una estancia aneja a la gran fortaleza de Caer Cadarn. Aquella noche se improvisó una especie de festejo, aunque, siendo tan numerosos los asistentes, la carne se preparó precipitadamente y las porciones resultaron cortas. Gran parte de la noche transcurrió en el intercambio de noticias sobre Britania y Armórica entre antiguos amigos, pues muchos de los seguidores de Arturo provenían de Dumnonia u otros reinos britanos. Se me confundieron en la cabeza los nombres de los seguidores de Arturo, pues había más de setenta caballeros, amén de mozos, servidores, mujeres y una recua innúmera de niños. Con el tiempo llegué a familiarizarme con el nombre de los guerreros de Arturo, pero aquella noche no me decían nada: Dagonet, Aglaval, Cei, Lanval, los hermanos Balan y Balin, Gawain y Agravain, Blaise, Illtyd, Eiddilig, Bedwin… Enseguida identifiqué a Morfans, pues era el hombre más feo que había visto en mi vida, tan feo que se enorgullecía de su horrible apariencia, del bocio de su cuello, de su labio leporino y de su mandíbula contrahecha. También reconocí pronto a Sagramor, pues era negro y nunca había visto a un hombre como él, ni creía siquiera en su existencia. Era un hombre alto, delgado, lacónico y con cierta amargura, mas cuando se le convencía para que contara alguna anécdota en el horrísono britano que hablaba, lo hacía con tal gracia que todo el salón estallaba en carcajadas.

Y, por supuesto, también conocí enseguida a Ailleann, una esbelta mujer de pelo negro algo mayor que Arturo, de rostro fino, serio y amable que le hacía parecer muy sabia. Aquella noche vestía galas reales: una túnica de lino teñida de rojo herrumbre con tierra ferruginosa, ceñida por una gruesa cadena de plata y con mangas largas y sueltas ribeteadas con piel de nutria. Se adornaba la garganta con una torques reluciente de oro macizo, las muñecas con brazaletes de oro y en el pecho llevaba un broche de esmalte con el símbolo artúrico del oso. Sus movimientos eran gráciles, hablaba poco y miraba a Arturo con aire protector. Pensé que debía de ser una reina, o una princesa cuando menos, pero llevaba y traía cuencos de comida y frascas de hidromiel como cualquier doncella de la servidumbre.

—Ailleann es una esclava, muchacho —me dijo Morfans el Feo.

Estaba acuclillado en el suelo, en frente de mí, y me había visto seguir con la mirada a la esbelta mujer, que recorría el salón desde las zonas alumbradas por el fuego hasta las que permanecían en las sombras.

—¿De quién es esclava? —pregunté.

—¿A ti qué te parece? —me preguntó a su vez; luego se llevó una costilla de cerdo a la boca y, con los dos dientes que le quedaban, dejó el hueso mondo—. De Arturo —dijo, tras arrojar el hueso a uno de los muchos canes que había en el salón—. Es su amante, claro está, además de su esclava. —Eructó y bebió un trago del cuerno—. Se la regaló su cuñado, el rey Budic, hace mucho tiempo. Es bastante mayor que él y supongo que Budic pensaría que no la conservaría mucho tiempo, pero cuando Arturo se encapricha con alguien, no lo suelta nunca. Ésos son sus hijos gemelos.

Señaló con la grasienta barba hacia el fondo del salón, donde había dos niños de unos nueve años acuclillados en el suelo, entre la suciedad, con sus cuencos de comida.

—¿Son hijos de Arturo? —pregunté.

—Y de nadie más —dijo Morfans con soma—, Amhar y Loholt se llaman, y su padre los adora. Nada es excesivo para ese par de pequeños bastardos, y nunca mejor llamados, muchacho, porque no son más que dos auténticos bastardos inútiles. —Su voz se impregnó de verdadero odio—. Te lo aseguro, hijo, Arturo ap Uther es un gran hombre. Es el mejor soldado que he conocido en mi vida, pero en lo tocante a la crianza, más airosas salen las puercas.

—¿Están casados? —le pregunté, mirando a Ailleann otra vez.

Morfans se echó a reír.

—¡Claro que no! Pero ella le ha hecho feliz estos últimos diez años, aunque verás como llega el día en que la despida, como su padre despidió a su madre. Arturo se casará con una dama de sangre real, que no será ni la mitad de amable que Ailleann, pero así deben proceder los hombres como él, han de contraer matrimonio conveniente. No como tú o como yo, muchacho; nosotros podemos casarnos con quien nos plazca, siempre que no sea de sangre real. ¡Escucha!

Sonrió al oír el grito de una mujer en la noche, fuera del salón.

Owain había salido del salón y seguramente estaba enseñando a Ladwys sus nuevas obligaciones. A Arturo le sobrecogió el grito y Ailleann, levantando la cabeza con elegancia, lo miró con el ceño fruncido, pero la única otra persona que pareció acusar la aflicción de Ladwys fue Nimue. Su rostro vendado ofrecía una expresión demacrada y triste, pero el grito la hizo sonreír por el tormento que causaría ese grito a Gundleus. El perdón no tenía cabida en ella, ni una sola gota. Ya había pedido permiso a Arturo y a Owain para matar a Gundleus con sus propias manos, pero se lo habían negado; no obstante, mientras Nimue viviera, Gundleus sabría lo que era el miedo. Al día siguiente, Arturo llevó una partida de hombres a caballo hasta Ynys Wydryn y regresó esa misma tarde para informar de que la fortaleza de Merlín había sido arrasada hasta los cimientos. Trajo consigo al desgraciado Pelinor, el loco, y al indignado Druidan, que se habían refugiado en un pozo perteneciente a los monjes del Santo Espino. Arturo anunció sus intenciones de reconstruir la residencia de Merlín, aunque nadie sabía cómo lo llevaría a término sin dinero y sin un ejército de peones, y nombró a Gwlyddyn real constructor de Mordred, con orden de proceder a la tala de árboles para iniciar la reconstrucción del Tor. Pelinor fue confinado en una despensa vacía de paredes de piedra aneja a la villa romana de Lindinis, que era la aldea más próxima a Caer Cadarn y el lugar donde las mujeres, los niños y los esclavos que seguían a Arturo encontraron refugio. Arturo organizó todos los trabajos. No se permitió un momento de holganza; odiaba la inactividad, y durante aquellos primeros días tras la derrota de Gundleus, trabajó desde el alba hasta entrada la noche. Pasó la mayor parte del tiempo arreglando el alojamiento de sus seguidores; hubo de alquilárseles tierras reales y agrandar casas para alojar a las familias, y todo sin ofender a los habitantes de Lindinis. Arturo se adjudicó la villa romana, que perteneciera a Uther. No había tarea que considerase trivial, incluso lo sorprendí una mañana peleándose con una plancha de plomo.

—¡Ayúdame, Derfel! —me dijo. Me halagó que recordara mi nombre y me apresuré a levantar con él aquella mole de tan difícil manejo—. ¡Qué material tan raro, éste! —comentó animosamente. Estaba desnudo de cintura para arriba y tenía la piel manchada de plomo. Quería cortar la plancha en tiras para forrar el canal de piedra que anteriormente llevaba el agua desde una fuente hasta el interior de la villa—. Los romanos se llevaron todo el plomo cuando se fueron de aquí —dijo—, por eso no funcionan los conductos. Tendríamos que abrir las minas de nuevo. —Dejó caer la plancha y se enjugó el sudor de la frente—. Abrir las minas, reconstruir los puentes, empedrar los vados, cavar presas y encontrar la forma de convencer a los sais de que vuelvan a su tierra. Trabajo suficiente para una vida, ¿no te parece?

—Sí, señor —respondí nervioso, y me pregunté por qué se ocuparía un señor de la guerra de reparar canales de agua.

El consejo se reuniría ese mismo día, más tarde, y me había imaginado que Arturo estaría ocupado preparándose para la reunión, pero el plomo parecía preocuparle más que los asuntos de Estado.

—No sé si el plomo se sierra o se corta a cuchillo —dijo compungido—. Debería de saberlo. Voy a preguntar a Gwlyddyn; parece que todo lo sabe. ¿Sabías que los troncos de árbol se colocan al revés cuando se usan para hacer pilares?

—No, señor.

—Así se evita que la humedad suba, ¿entiendes?, y la techumbre no se pudre. Me lo ha dicho Gwlyddyn. Admiro esos conocimientos, son útil sabiduría práctica que mantiene al mundo en funcionamiento. —Me sonrió—. Bien, ¿qué tal te encuentras con Owain? —me preguntó.

—Me trata bien, señor —dije, ruborizado por la pregunta.

En realidad, Owain aún me intimidaba aunque jamás se mostrara brusco conmigo.

—Seguro que te trata bien —replicó Arturo—, todo jefe precisa contar con el aprecio de los suyos para engrandecer su reputación.

—Pero yo preferiría serviros a vos, señor —dije, impulsado por la indiscreción de la juventud.

—Me servirás, Derfel —aseguró con una sonrisa—, me servirás, con el tiempo, si superas la prueba de luchar por Owain. —Hizo el comentario como de pasada, pero más tarde me pregunté si no habría intuido Arturo lo que había de suceder. Con el tiempo, superé la prueba de Owain, aunque fue dura, y tal vez Arturo deseara que yo aprendiera esa lección antes de unirme a los suyos. Volvió a agacharse para agarrar la plancha de plomo y, en el momento en que se erguía, un aullido estremeció el mugriento edificio. Era Pelinor, que protestaba por su encierro—. Owain dice que debemos enviar al pobre Pelinor a la isla de los Muertos —dijo Arturo, refiriéndose al islote donde se confinaba a los locos peligrosos—. ¿Qué opinas tú?

La pregunta me sorprendió tanto que me quedé sin palabras, y luego solté de pronto que Merlín apreciaba mucho a Pelinor, que siempre había querido tenerlo entre los vivos y que, en mi opinión, había que respetar los deseos de Merlín. Arturo me escuchó seriamente e incluso me pareció que agradecía el consejo. Naturalmente, para nada lo necesitaba, pero quería que yo me sintiera útil.

—En ese caso, muchacho, que Pelinor se quede aquí —dijo—. Bien, ahora levanta por ese lado. ¡Arriba!

Lindinis quedó vacía al día siguiente. Morgana y Nimue volvieron a Ynys Wydryn, donde pensaban reconstruir el Tor. Nimue me prestó poca atención a la hora de la despedida; aún le dolía el ojo, estaba amargada y nada quería de la vida excepto vengarse de Gundleus, cosa que le había sido negada. Arturo partió al norte con todos sus caballeros para reforzar la frontera septentrional de Tewdric, y yo me quedé con Owain, que se instaló en la gran fortaleza de Caer Cadarn. Por más que fuese guerrero, en aquel final de verano era más importante recoger la cosecha que montar guardia en las almenas del castillo, de modo que durante muchos días seguidos renuncié a la espada y el yelmo, el escudo y la coraza de cuero que había heredado de un silurio muerto y fui a los campos a ayudar a los siervos a recolectar la cebada, el centeno y el trigo. Fue un trabajo duro; se hacía con una hoz corta que había que afilar cada dos por tres con una amoladera, consistente en un bastón de madera impregnado de sebo y recubierto de fina arena que dejaba el filo como para cortar un pelo en el aire, aunque los resultados nunca me satisfacían del todo; a pesar de mi buena forma física, la tarea de manejar la herramienta sin parar con la cintura doblada, me dejó la espalda baldada y los músculos entumecidos. Nunca había laborado tan duramente mientras viví en el Tor pero entonces ya había dejado el mundo privilegiado de Merlín y formaba parte de la tropa de Owain.

Agavillamos la siega en la era, cargamos la paja del centeno en carretas y la acarreamos a Caer Cadarn y Lindinis. La paja se destinaba a la reparación de techumbres y al relleno de colchones, de modo que durante unos cuantos días disfrutamos de la bendición de camas sin piojos ni pulgas, aunque duró poco. Fue entonces cuando empezó a salirme la barba, una pelusa rubia y rala de la que me sentía desmesuradamente orgulloso. Pasaba los días deslomándome en labores del campo, pero luego tenía que someterme a dos horas de entrenamiento militar todas las noches. Si Hywel me había enseñado bien, Owain era aún más exigente.

—Ese silurio al que diste muerte —me dijo Owain una tarde, cuando sudaba en las murallas de Caer Cadarn después de un asalto con palos con un guerrero llamado Mapon—. Te apuesto la paga de un mes contra un ratón muerto a que lo mataste con el filo de la espada. —No acepté la apuesta pero le confirmé que, efectivamente, había hincado la espada como un hacha. Owain lanzó una carcajada y despidió a Mapon con un gesto de la mano—. Hywel siempre enseñaba a luchar empleando el filo —dijo Owain—. Fijate en Arturo la próxima vez que lo veas luchando. Zas, zas, como un segador de heno que quiere acabar antes de que empiece a llover. —Sacó la espada—. Usa la punta, muchacho —me dijo—. Usa la punta siempre, mata más rápido. —Arremetió contra mí y tuve que esquivarlo a la desesperada—. Se ataca con el filo cuando se lucha en campo abierto, cuando el enemigo rompe la formación de defensa de tu bando; en ese caso eres hombre muerto, por buen espadachín que seas. Pero si la defensa resiste, quiere decir que estás hombro con hombro entre los tuyos y no dispones de espacio para estocadas largas, sólo puedes clavar la espada. —Volvió a cargar contra mí y volví a esquivarlo—. ¿Por qué crees que los romanos tenían espadas cortas? —me preguntó.

—Lo ignoro, señor.

—Porque se clava mejor una espada corta que una larga, ahí lo tienes. No pretendo hacerte cambiar de espada, pero no te olvides de usar la punta. La punta siempre gana, siempre. —Se dio media vuelta y volvió a girarse de pronto atacándome con la punta de la espada, pero no se cómo, conseguí apartar el arma con un golpe de palo. Owain sonrió—. Eres rápido —dijo—, eso está bien. Lo conseguirás, muchacho, si permaneces sobrio. —Envainó el arma y se quedó oteando el horizonte oriental. Buscaba columnas de humo gris en la lejanía que delataran la presencia de hordas invasoras, pero también era época de cosecha para los sajones y sus soldados tenían mejores cosas que hacer que cruzar nuestras fronteras más lejanas—. Bien, muchacho, ¿qué opinas de Arturo? —me preguntó Owain de repente.

—Me gusta —dije torpemente, acobardado por sus preguntas, como me sucediera antes, cuando Arturo me interrogó sobre él.

Owain, con su cabezota greñuda tan semejante a la de su amigo Uther, se volvió hacia mí.

—Sí, es bastante agradable —dijo de mala gana—. A mí siempre me ha gustado Arturo. Gusta a todo el mundo, pero sólo los dioses saben si hay alguien que le entienda, exceptuando a Merlín. ¿Crees que Merlín sigue con vida?

—Sé que sí —repuse fervientemente, sin saber nada al respecto.

—Bien —replicó Owain. Sólo porque procedía del Tor, Owain suponía que yo poseía un conocimiento mágico negado a los demás. También había corrido entre sus guerreros el rumor de que me había salvado misteriosamente del pozo de la muerte, al que me había arrojado un druida; me consideraban afortunado y de buen augurio al mismo tiempo—. Me gusta Merlín —prosiguió Owain—, aunque fue él quien dio la espada a Arturo.

—¿Caledfwlch? —dije yo, llamando a Excalibur por su verdadero nombre.

—¿Acaso lo ignorabas? —inquirió Owain, asombrado.

Captó mi sorpresa en la voz; en efecto, Merlín nunca nos dijo que hubiera hecho semejante regalo a nadie. A veces nos había hablado de Arturo, a quien conoció durante la breve época que pasó en la corte de Uther, pero siempre se refería a él con un tono de cordial desprecio como si Arturo fuera un alumno lento pero tenaz cuyas últimas hazañas superaban todas las expectativas de Merlín, pero el hecho de que le hubiera entregado la famosa espada hacía sospechar que lo tenía en mucha mayor estima de lo que nos hacía creer.

—Caledfwlch —me dijo Owain— fue forjada en el otro mundo por Gofannon. —Gofannon era el dios de la fragua—. Merlín la halló en Irlanda —prosiguió Owain—, donde se la conocía con el nombre de Cadalcholg. Se la ganó a un druida en un concurso de sueños. Según los druidas irlandeses, siempre que el portador de Cadalcholg se encuentre en una situación desesperada, no tiene más que clavar la espada en el suelo para que Gofannon deje el otro mundo y acuda a éste en su ayuda. —Sacudió la cabeza negativamente, no porque dudara de la leyenda sino porque le llenaba de admiración—. Así pues —añadió—, ¿por qué entregó Merlín semejante regalo a Arturo?

—¿Por qué no? —pregunté con mucho tino, pues noté los celos de Owain.

—Porque Arturo no cree en los dioses, ya lo ves. Ni siquiera cree en ese dios cobarde que los cristianos adoran. Por lo que sé y puedo deducir, Arturo no cree en nada más que en los corceles grandes, y los dioses sabrán para qué demonios sirven.

—Asustan —dije, manteniéndome leal a Arturo.

—Sí, asustan —convino Owain—, pero sólo cuando se ven por primera vez. Además son lentos, consumen el doble o el triple de forraje que las monturas normales, necesitan dos mozos a su cuidado, se les abren los cascos como manteca caliente si no les atan esas herraduras entorpecedoras y tampoco son capaces de cargar contra un muro de escudos.

—¡Ah! ¿No?

—¡No hay caballo que lo haga! —replicó Owain sarcásticamente—. Si mantienes la posición, cualquier caballo se aparta de una barrera de escudos erizada de firmes lanzas. Los caballos no sirven para la guerra, muchacho, si no es para enviar exploradores por delante.

—Entonces, ¿por qué…?

—Porque —me cortó Owain— el objetivo principal de toda batalla es romper la línea de defensa del enemigo, muchacho. Lo demás es fácil; los caballos de Arturo infunden terror en las líneas enemigas, que huyen despavoridas, pero llegará el día en que el enemigo no ceda terreno y entonces, que los dioses se compadezcan de esos caballos. Y que se compadezcan también de Arturo si llega a caerse de ese montón de carne de caballo e intenta luchar a pie con esa armadura escamosa. El único metal que necesita un guerrero es la espada y la punta de la lanza, lo demás es peso muerto, chico, peso muerto. —Miró hacia las dependencias de la fortaleza; Ladwys se aferraba a la cerca que rodeaba la prisión de Gundleus—. Arturo no durará mucho aquí —dijo en tono confidencial—, a la primera derrota que sufra, volverá a Armórica, donde tanto impresionan los caballos, las cotas de escamas y la espadas mágicas. —Escupió y me di cuenta de que, a pesar del cariño que profesara a Arturo, Owain albergaba algún sentimiento más hacia él, algo más profundo que los celos. Owain sabía que tenía un rival, pero aguardaba que llegara su hora, igual que Arturo, según mis suposiciones, y esa enemistad recíproca me preocupaba, pues a mí me gustaban los dos. La aflicción de Ladwys hizo sonreír a Owain—. Es una perra fiel, eso hay que admitírselo —comentó Owain—, pero acabaré doblegándola. ¿Es ésa tu mujer? —preguntó, señalando hacia Lunete, que llevaba un pellejo de agua a las cabañas de los guerreros.

—Sí —dije, y me sonrojé.

Lunete, como mi reciente barba, era un signo de madurez, dos cosas que sobrellevaba con torpeza. Lunete había preferido quedarse conmigo en vez de regresar a las ruinas de Ynys Wydryn con Nimue. Fue ella la que tomó la decisión, en realidad; a mí todavía me resultaba embarazoso todo lo referido a nuestra relación, aunque ella no parecía tener dudas en cuanto al arreglo. Se había adueñado de un rincón de la cabaña, lo había barrido y lo había rodeado de unas ramas colgantes y había empezado a hablar de nuestro futuro juntos. Yo pensaba que sus preferencias se inclinarían hacia Nimue, pero desde la violación, Nimue se mostraba silenciosa y retraída, hostil incluso, no hablaba con nadie excepto para zanjar cualquier amago de conversación. Morgana le curaba el ojo y el mismo orfebre que había fabricado la máscara de Morgana se ofreció a fabricarle un ojo de oro. Lunete, igual que todos los demás, tenía ahora un poco de miedo de esa malcarada Nimue nueva que escupía a todas horas.

—Es bonita —dijo Owain de Lunete, con poco ánimo—, pero las chicas viven con los guerreros sólo por una razón, muchacho, para enriquecerse. Así que procura tenerla contenta, o como hay peces en el mar que te hará un desgraciado. —Rebuscó en el bolsillo de su capa y sacó un pequeño anillo de oro—. Regálaselo —me dijo. Le di las gracias tartamudeando. Los grandes guerreros solían dar regalos a sus seguidores, pero a pesar de todo, el anillo era más de lo que cabía esperar, pues en verdad yo no había combatido todavía como soldado de Owain. A Lunete le gustó el anillo, que, junto con la pulsera de plata que le hiciera del pomo de mi espada, era la segunda pieza de su tesoro particular. Hizo una incisión en forma de cruz en la gastada superficie del aro, no porque fuera cristiana, sino porque así lo convertía en anillo de compromiso y en prueba visible de que había pasado de niña a mujer. También los hombres llevaban a veces anillos de compromiso, mas a mí me gustaban los simples aros de hierro que los guerreros victoriosos se hacían con la punta de la lanza de los enemigos vencidos. Owain llevaba una nutrida colección de tales aros en las barbas, y tenía los dedos ennegrecidos por otros cuantos más. Arturo, sin embargo, no llevaba ninguno.

Tan pronto como terminamos la cosecha en Caer Cadarn emprendimos la marcha por tierras de Dumnonia para recoger los impuestos pertinentes. Visitamos a reyes y caciques vasallos, siempre acompañados de un actuario del tesoro de Mordred que hacía el cómputo de las rentas. Resultaba extraño pensar que ahora Mordred fuera rey y que ya no llenábamos las arcas de Uther, pero hasta un rey tan joven necesitaba dinero para pagar a las tropas de Arturo y a los demás soldados que velaban por la seguridad de las fronteras de Dumnonia. Algunos de los hombres de Owain fueron enviados a reforzar la guardia permanente en la plaza fronteriza de Gereint, en Durocobrivis, mientras que el resto nos convertimos, temporalmente, en recaudadores de impuestos.

Mucho me sorprendió que Owain, el amante de las batallas, lejos de ir a Durocobrivis o a Gwent, se quedara a realizar una tarea tan vulgar como recaudar impuestos. A mí me parecía trabajo de ínfima categoría, pero entonces yo no era más que un muchacho de barba incipiente que nada entendía de los designios de Owain.

Los impuestos, para Owain, eran más importantes que los sajones. Los impuestos, tal como aprendería más adelante, eran la mayor fuente de riqueza para los hombres que no estaban dispuestos a trabajar, y la época de recaudación, ahora que Uther había pasado a mejor vida, era la oportunidad de Owain. Emplazamiento tras emplazamiento, aceptaba informes de mala cosecha y gravaba así impuestos bajos, mientras que al mismo tiempo iba llenándose las alforjas de oro, que percibía a cambio de informes falsos. No obstante, procedía cándidamente.

—Uther no me lo habría permitido jamás —me dijo un día mientras paseábamos por las costas sureñas hacia la ciudad romana de Isca. Hablaba con cariño del rey difunto—. Uther era más vivo que el hambre y siempre tenía una idea bastante aproximada de lo que debían pagarle, pero Mordred nada sabe.

Miró hacia la izquierda. Estábamos cruzando un brezal desnudo que coronaba un monte; hacia el sur se extendía el mar, brillante y vacío, sobre el que soplaba un viento fuerte que rizaba de espuma blanca la cresta de las grises olas. Lejos, hacia el este, donde terminaba una amplia orilla de guijarros, se elevaba un farellón imponente donde las olas rompían con gran estrépito y abundante espuma. Era casi una isla, unida a tierra firme por un estrecho brazo de piedra y guijarros.

—¿Sabes qué es eso? —me preguntó Owain, señalando con la barbilla hacia el cabo.

—No, señor.

—La isla de los Muertos —dijo, y escupió para ahuyentar la mala suerte.

Me detuve a mirar aquel lugar estremecedor, cuna de pesadillas para los dumnonios. El farallón era la isla de los locos, el lugar donde tendría que estar Pelinor, junto con todos los demás locos peligrosos a quienes se daba por muertos tan pronto como cruzaban el puesto de vigilancia del brazo de tierra. La isla estaba protegida por Crom Dubh, el oscuro dios contrahecho, y algunos decían que la cueva de Cruachan, la boca del otro mundo, se abría en el extremo opuesto de la isla. Me quedé mirando atemorizado hasta que Owain me dio un manotazo en la espalda.

—Tú nunca tendrás que preocuparte por la isla de los Muertos, muchacho —me dijo—. Tienes una cabeza privilegiada sobre los hombros. —Siguió avanzando hacia el oeste—. ¿Dónde dormimos esta noche? —preguntó a Lwellwyn, el contable del tesoro cuya mula acarreaba las declaraciones falsas sobre las cosechas del año.

—Con el príncipe Cadwy de Isca —contestó Lwellwyn.

—¡Ah, Cadwy! Me gusta Cadwy. ¿Qué le sacamos a ese feo bribón el año pasado?

Lwellwyn no tuvo necesidad de consultar los palos de las cuentas para comprobar las muescas correspondientes, recitó de memoria una lista de pieles, vellones, esclavos, lingotes de estaño, pescado en salazón, sal y grano molido.

—Aunque pagó casi todo en oro —añadió.

—Pues entonces me gusta más todavía —dijo Owain—. ¿Qué oferta aceptaría, Lwellwyn?

Lwellwyn calculó una cantidad equivalente a la mitad de lo que Cadwy había pagado el año anterior, y fue exactamente la cantidad que convinieron antes de la cena en el castillo del príncipe Cadwy. Era un lugar grandioso, edificado por los romanos, con un pórtico de columnas situado frente a un extenso valle boscoso que bajaba hacia la desembocadura del río Exe. Cadwy era príncipe de los dumnonios, tribu de la que provenía el nombre de nuestro país; el título de príncipe que Cadwy ostentaba le confería un rango de segundo grado en el reino. Los reyes formaban el rango supremo, y tras ellos venían los príncipes, como Gereint y Cadwy, y los príncipes vasallos como Melwas de los belgas; en tercer lugar los caciques como Merlín, aunque Merlín de Avalón, por su condición de druida, quedaba fuera de toda jerarquía. Cadwy era príncipe y cacique y gobernaba sobre la dispersa tribu que habitaba las tierras entre Isca y la frontera con Kernow. En otro tiempo las tribus de Britania estaban separadas, de modo que los miembros de la tribu catuveliana se distinguían perfectamente de los belgas, pero los romanos habían limado las diferencias. Sólo algunas tribus, como la de Cadwy, conservaban todavía sus rasgos distintivos. Como tribu, se creían superiores a los demás britanos, y para dejar patente constancia de ello, se tatuaban en el rostro los símbolos de su tribu y linaje. Cada linaje, formado por no más de doce familias, por lo general habitaba un valle. Existían rivalidades virulentas entre los diversos linajes, pero nada comparable al antagonismo que sostenía la tribu de Cadwy con respecto al resto de Britania. La capital tribal era Isca, la ciudad romana, con elegantes murallas y monumentos comparables a los de Glevum, aunque Cadwy prefería vivir fuera de la ciudad, en sus propiedades. La mayoría de los habitantes de la ciudad habían adoptado costumbres romanas y evitaban los tatuajes, pero extramuros, en los valles de las tierras de Cadwy donde los romanos nunca lograron asentarse completamente, hombres, mujeres y niños, todos sin excepción, llevaban tatuajes azules en las mejillas. Era una zona próspera, por demás, pero el príncipe Cadwy tenía intención de mejorarla aún más.

—¿Habéis visitado los páramos últimamente? —le preguntó a Owain esa noche.

Hacía un tiempo cálido y agradable, por lo que la cena había sido servida en el pórtico abierto que dominaba la propiedad de Cadwy.

—Jamás —dijo Owain.

Cadwy resopló. Lo había visto en el Gran Consejo de Uther pero ésa fue la primera ocasión que tuve de observar de cerca al hombre responsable de defender Dumnonia de los ataques de Kernow o de la lejana Irlanda. El príncipe era un hombre de edad mediana, bajo de estatura, calvo, corpulento, con tatuajes tribales en las mejillas, los brazos y las piernas. Vestía a la usanza britana, aunque prefería la villa romana, empedrada, con columnas y dotada de canalización de agua, que corría por unos abrevaderos que atravesaban el patio central y salía hasta el pórtico, donde se remansaba en un pilón antes de caer por un dique de mármol y unirse al río más abajo, en el valle. Me dio la impresión de que Cadwy vivía bien. Recogía buenas cosechas, sus vacas y ovejas engordaban en paz y sus muchas mujeres estaban contentas. Además, la amenaza sajona era remota; mas, con todo, no se sentía satisfecho.

—Hay dinero en los páramos —le dijo a Owain—. Estaño.

—¿Estaño? —dijo Owain en tono sarcástico.

Cadwy asintió con solemnidad. Estaba bastante borracho, igual que la mayoría de los hombres reunidos alrededor de la mesa baja donde se había servido la cena. Todos eran guerreros, tanto los hombres de Cadwy como los de Owain, aunque yo, por ser menor, tuve que quedarme detrás del asiento de Owain en calidad de escudero.

—Estaño —repitió Cadwy—, y es posible que también oro, pero mucho estaño.

Era una conversación privada, pues la cena había concluido prácticamente y Cadwy había entregado esclavas a los guerreros. Nadie prestaba atención a los dos jefes, excepto yo mismo y el escudero de Cadwy, un chico amodorrado que seguía las travesuras de las esclavas con la boca abierta y los ojos adormilados. Yo escuchaba a los dos jefes en actitud tan discreta que, a fe mía, olvidaron mi presencia.

—Tal vez no os interese el estaño —dijo Cadwy a Owain—, pero interesa a otros muchos. No se puede fabricar bronce sin estaño, y en Armórica lo pagan a buen precio, por no hablar del norte del país. —Lanzó al aire un puñetazo despectivo refiriéndose al resto de Dumnonia y soltó un eructo que, al parecer, le sorprendió a él mismo. Apaciguó la mala digestión con un trago de buen vino y arrugó el entrecejo como si no se acordara de lo que estaban hablando—. Estaño —dijo al cabo, acordándose.

—Hablad, pues —le instó Owain, observando a uno de sus hombres, que había desnudado a una muchacha y le estaba untando el vientre de mantequilla.

—Ese estaño no me pertenece —dijo Cadwy con convicción.

—Pero de alguien será —repuso Owain—. ¿Queréis que pregunte a Lwellwyn? Es un perro inteligente en lo que se refiere a dinero y propiedades.

El soldado golpeó con fuerza el vientre de la muchacha y la mantequilla salpicó la mesa baja provocando un estallido de carcajadas. La muchacha se quejó, pero el hombre le dijo que callara y empezó a ponerle mantequilla y grasa de cerdo a cucharadas por todo el cuerpo.

—El problema es —prosiguió Cadwy enérgicamente, para desviar la atención de Owain de la chica desnuda— que Uther introdujo a un grupo de hombres de Kernow. Vinieron a trabajar en las viejas minas romanas, pues nuestro pueblo ignoraba la forma de hacerlo. Esos perros, tomad cumplida nota, tienen obligación de enviar sus rentas al tesoro, pero los muy cabrones mandan el metal a Kernow. Me consta sin lugar a dudas.

Owain había levantado las orejas.

—¿A Kernow?

—Están ganando dinero a costa de nuestra tierra, sí, sí. ¡De nuestra tierra! —subrayó Cadwy indignado.

Kernow era un reino aparte, un lugar misterioso de la península occidental de los confines de Dumnonia al que los romanos nunca llegaron. Solían estar en paz con nosotros, pero de vez en cuando el rey Mark salía del lecho de su última esposa y mandaba a una horda de guerreros a la otra orilla del río Tamar.

—¿Qué hacen aquí los hombres de Kernow? —inquirió Owain, tan henchido de indignación como su anfitrión.

—Ya os lo he dicho, nos despojan de nuestra riqueza. Y no termina ahí la cosa, pues descubro que me faltan vacas, ovejas y algunos esclavos de vez en cuando. Esos mineros se propasan y no os pagan como debieran. Pero jamás podríais probarlo, jamás. Ni siquiera vuestro astuto Lwellwyn podría, asomándose al páramo por un agujero, decirnos cuánto estaño se puede extraer en un año. —Cadwy intentó matar una polilla de un golpe y luego sacudió la cabeza malhumoradamente—. Creen estar por encima de la ley, ésa es la cuestión. Sólo porque estaban bajo la protección de Uther se creen exentos de obligaciones.

Owain se encogió de hombros. De nuevo estaba pendiente de la muchacha enmantequillada, a la que ahora perseguían media docena de hombres ebrios por la terraza inferior. La grasa esparcida por todo su cuerpo dificultaba la caza, la grotesca escena hacía retorcerse de risa a unos cuantos que miraban. A mí me estaba costando un gran esfuerzo contenerme. Owain volvió la vista a Cadwy.

—Pues subid allá y matad a unos cuantos de esos perros, lord príncipe —dijo, como si fuera lo más sencillo del mundo.

—No puedo —replicó Cadwy.

—¿Por qué no?

—Uther les garantizó protección. Si la emprendo contra ellos, lo harán saber al consejo y al rey Mark y me obligarán a pagar el sarhaed.

Sarhaed era el precio que la ley imponía por delitos de sangre. El sarhaed de un rey era impagable, el de un esclavo era barato, pero el de un buen minero incluso a un príncipe rico como Cadwy le resultaría elevado.

—¿Cómo habrían de saber que érais vos el responsable de la matanza? —inquirió Owain socarronamente.

Cadwy se dio unos golpecitos en la mejilla por toda respuesta. Parecía insinuar que los tatuajes azules delatarían a sus hombres. Owain asintió. La muchacha embadurnada había caído al fin en manos de sus perseguidores, la habían tirado al suelo entre unos arbustos que crecían en la terraza inferior. Owain redujo a migas un poco de pan y miró a Cadwy de nuevo.

—¿Y bien?

—Pues —dijo Cadwy maliciosamente— algo podría hacer si encontrara a un puñado de hombres capaces de diezmar a esos perros. Los obligaría a pedirme protección, ¿comprendéis? A cambio, les exigiría el estaño que envían a Mark. Y a vos os pagaría… —Hizo una pausa para comprobar que Owain no se dejaba impresionar por la desmañada proposición— consistiría en la mitad de ese estaño.

—¿Cuánto? —preguntó Owain al punto.

Ambos hablaban en voz baja y tuve que aguzar mucho el oído para entender sus palabras en medio de la algazara y las voces de los guerreros.

—¿Qué os parece cincuenta piezas de oro al año? Como éstas —dijo, y tomando un lingote de oro del tamaño de la empuñadura de una espada lo hizo resbalar por sobre la mesa.

—¿Tanto? —Owain, quedó impresionado.

—El páramo es rico —comentó Cadwy sin cejar en su empeño—, muy rico.

Owain tendió la mirada sobre el valle, hacia un punto donde la luna se reflejaba en el río, plana y plateada como la hoja de una espada.

—¿Cuántos mineros hay? —preguntó por fin al príncipe.

—En la aldea más cercana —contestó Cadwy— viven unos setenta u ochenta hombres, con un nutrido grupo de mujeres y esclavos, claro está.

—¿Cuántas aldeas tienen?

—Tres, pero las otras dos se encuentran más lejos. Sólo me preocupa la más próxima.

—Sólo somos veinte —comentó Owain con cautela.

—¿Por la noche? —propuso Cadwy—. Además, nunca han sido atacados, por tanto no deben de montar guardia.

Owain bebió vino de su cuerno.

—Setenta piezas de oro —se limitó a decir—, no cincuenta.

El príncipe Cadwy hizo un gesto de asentimiento tras meditar un momento.

—¿Por qué no, eh? —dijo Owain con una sonrisa. Tocó el lingote de oro y entonces se volvió hacia mí, rápido como una serpiente. Yo no me moví ni aparté los ojos de una de las chicas, que se acurrucaba desnuda entre los brazos de un tatuado soldado de Cadwy—. ¿Estás despierto, Derfel? —me dijo de pronto.

Simulé sobresalto.

—¿Señor? —dije, como si mis pensamientos hubieran estado ocupados en otra cosa durante los últimos minutos.

—Buen chico —dijo Owain, satisfecho de que no hubiera oído nada—. Quieres una de esas chicas, ¿verdad?

—No, señor —dije sonrojado.

Owain se echó a reír.

—Acaba de hacerse con una linda muchachita irlandesa —le dijo a Cadwy— y quiere serle fiel. Pero ya aprenderá. Cuando te vayas al otro mundo, muchacho —me dijo dándome la espalda—, no lamentarás los hombres que no mataste, pero te arrepentirás de cuantas mujeres dejaras pasar de largo. —Habló con amabilidad. Durante los primeros días a su servicio me inspiraba miedo, pero por algún motivo le caía en gracia y me dispensaba buen trato. Volvió a dirigirse a Cadwy—. Mañana por la noche.

Salir del Tor de Merlín e ir a parar a la banda de Owain fue como saltar de un mundo a otro. Me quedé mirando la luna, pensando en los greñudos hombres de Gundleus cuando masacraban a los guardias del Tor; las gentes del páramo tendrían que enfrentarse a una salvajada semejante la noche siguiente; yo lo sabía, mas nada podría hacer por evitarlo, aunque me daba cuenta de que aquello no podía consentirse. Pero el destino, como siempre nos enseñaba Merlín, es inexorable. La vida es una broma de los dioses, solía decir Merlín, y la justicia no existe. Hay que aprender a reír, me dijo en una ocasión, de lo contrario llorarás hasta la muerte.

Nuestros escudos fueron impregnados de brea de astillero para que se parecieran a los negros escudos de las hordas irlandesas de Oengus Mac Airem, cuyas naves alargadas y de afilada proa pirateaban por las costas septentrionales de Dumnonia. Seguimos durante toda la tarde a un lugareño de mejillas tatuadas; nos guió por valles profundos y exuberantes en un lento ascenso que iba acercándonos al inhóspito páramo, que de vez en cuando se columbraba entre los claros de los gruesos árboles. El bosque era excelente, abundaban los corzos y los arroyos rápidos y fríos, que bajaban hacia el mar desde la elevada meseta del páramo.

Llegamos al lindero del páramo con el crepúsculo y, caída la noche, subimos por un camino de cabras hasta las alturas. Era un lugar misterioso. Allí había vivido el pueblo antiguo y todavía se encontraban en los valles sus sagrados círculos de piedras. Las cimas estaban coronadas de roca y las hondonadas presentaban traicioneras zonas pantanosas por entre las que nuestro guía nos condujo sin yerro.

Owain nos contó que las gentes del páramo se habían rebelado contra el rey Mordred y que su religión les enseñaba a temer a los hombres con escudos negros. Fue un cuento bien urdido, y tal vez me lo hubiera creído de no haber escuchado subrepticiamente su conversación de la víspera con el príncipe Cadwy. Owain nos prometió oro si cumplíamos bien nuestro deber y luego nos advirtió que la matanza de esa noche tendría que permanecer en secreto pues íbamos a infligir un castigo sin haber recibido órdenes del consejo. Durante el trayecto a los páramos, en la espesura de un bosque, encontramos un antiguo santuario construido bajo un robledal, y Owain nos hizo prestar juramento ante las calaveras cubiertas de musgo que ocupaban las hornacinas de la pared del santuario de guardar el secreto so pena de muerte. Abundaban en Britania antiguos santuarios ocultos —testigos de la extendida presencia de los druidas antes de la llegada de los romanos—, donde el pueblo acudía todavía a pedir ayuda a los dioses. Y aquella tarde, bajo los robles cubiertos de liquen y postrados de hinojos ante las calaveras, con una mano en la empuñadura de la espada de Owain, los iniciados en los secretos de Mitra recibieron el beso de Owain. Tras recibir tal bendición divina y pronunciar el juramento, proseguimos camino hasta la noche.

Llegamos a un lugar extremadamente sucio. Las grandes hogueras de la fundición despedían chispas y humo hacia los cielos. Las cabañas se desparramaban entre las hogueras y alrededor de la gran boca negra por donde los hombres entraban a cavar las entrañas de la tierra. Había grandes montones de carbón que parecían peñascos negros y el olor del valle no se parecía a nada que yo conociera; en verdad, a mi calenturiento parecer, más semejanza guardaba aquel pueblo minero de las tierras altas con el reino de Annan, el otro mundo, que con cualquier aldea humana.

Ladraron los perros al acercarnos, pero nadie en la aldea percibió el ruido que hacíamos. No había empalizada, ni siquiera un montículo de tierra a modo de protección. Había caballos enanos atados cerca de las hileras de carretas, y empezaron a relinchar cuando nos acercamos dando un rodeo por el valle, pero tampoco entonces salió nadie de las bajas cabañas a investigar la causa de su inquietud. Las cabañas eran cilíndricas, de piedra, con techumbre de turba, pero en el centro de la población había dos viejos edificios romanos, cuadrados, altos y sólidos.

—A dos por cabeza, si no más —dijo Owain en un susurro, para recordarnos a cuántos debíamos matar cada uno—. Los esclavos y mujeres no cuentan. Sed veloces, matad rápidamente y cuidaos las espaldas. ¡Y no os separéis!

Nos dividimos en dos grupos. Yo iba con Owain, cuya barba relucía con el reflejo de las llamas en los aros guerreros de hierro. Los perros ladraban, los caballos enanos relinchaban y, finalmente, un gallo cantó y un hombre salió de una cabaña a ver por qué estaban tan inquietos los animales, pero ya era tarde. La carnicería había comenzado.

Vi muchas matanzas semejantes. En un poblado sajón habríamos incendiado las cabañas antes de comenzar a matar, pero el fuego no prendía en esos cilindros de piedra cruda y turba y hubimos de lanzarnos al asalto con picas y espadas. Cogimos leños encendidos de la hoguera más próxima y los arrojamos al interior de las viviendas antes de entrar, para tener alguna luz que nos alumbrara a la hora de matar, y en algunas ocasiones las llamas causaron alarma suficiente para que los habitantes salieran al exterior, donde les aguardaban las espadas que los descuartizarían como hachas de carnicero. Si el fuego no los obligaba a salir, Owain enviaba al interior a dos guerreros mientras los demás montaban guardia fuera. Temía que me llegara el turno, pero sabía que era inevitable y que no osaría oponerme a la orden. Me había comprometido por juramento a derramar la sangre de aquéllos; negarme habría supuesto sentencia de muerte.

Comenzaron los gritos. Las primeras cabañas no fueron difíciles, pues las gentes dormían o empezaban a despertarse, pero a medida que nos adentrábamos en la aldea encontrábamos más feroz resistencia. Dos hombres nos atacaron con hachas, pero fueron abatidos con desdeñosa facilidad por nuestros lanceros. Las mujeres huían con niños en los brazos. Un perro atacó a Owain y murió entre gemidos con el espinazo roto. Vi a una mujer corriendo, llevaba un niño en brazos y a otro, que sangraba, de la mano; de pronto me acordé de las palabras de Tanaburs cuando se marchó, que mi madre aún vivía. Me eché a temblar al darme cuenta de que el viejo druida me habría lanzado una maldición cuando amenacé con matarlo y, aunque la buena suerte mantuviera la maldición a raya, notaba su maléfica influencia acechándome como un enemigo desconocido en la oscuridad. Me toqué la cicatriz de la mano izquierda y rogué a Bel que la maldición de Tanaburs fuera destruida.

—¡Derfel! ¡Licat! ¡A esa cabaña! —gritó Owain; y yo, como buen soldado, obedecí la orden.

Dejé caer el escudo, arrojé un madero encendido por la puerta y me agaché para pasar por la pequeña entrada. Los niños gritaron al verme y un hombre semidesnudo se me echó encima con un cuchillo, obligándome a virar a un lado a la desesperada. Caí sobre una niña al embestir a su padre, lanza en ristre. La hoja resbaló entre las costillas del hombre, que habría caído sobre mí y me habría hundido el cuchillo en la garganta de no haber sido por Licat, que lo mató. El hombre se dobló por la mitad aferrándose el vientre y ahogó un grito cuando Licat le arrancó la hoja del cuerpo para pasar a cuchillo a los llorosos niños. Salí fuera con la punta de la lanza manchada de sangre e hice saber a Owain que allí sólo había un hombre.

—¡Adelante! —gritaba Owain—. ¡Por Demetia, por Demetia!

Era el grito de guerra de aquella noche, el nombre del reino irlandés de Oengus Mac Airem, situado al oeste de Siluria. Todas las cabañas estaban ya vacías y empezamos a perseguir a los mineros por los oscuros recovecos del poblado. Los fugitivos huían en todas direcciones, pero algunos hombres se quedaron y presentaron batalla. Un grupo de valientes llegó a colocarse en ruda formación y nos atacaron con lanzas, picos y hachas, pero los hombres de Owain destruyeron la primitiva defensa con una eficacia pasmosa, aguantando a pie firme la embestida con los negros escudos y rompiendo después la formación de los atacantes con las lanzas y las espadas. Me encontraba entre soldados eficientes. Que Dios me perdone pero, aquella noche maté al segundo hombre de mi vida, y tal vez a un tercero. Al primero le atravesé la garganta con la lanza, al segundo se la clavé en la ingle. No saqué la espada, pues juzgué indigno del arma de Hywel el propósito de esa noche.

Todo terminó con relativa rapidez. El pueblo quedó vacío de repente, sólo quedaban los muertos, los que agonizaban y unos pocos hombres, mujeres y niños que trataban de esconderse. Matamos a todo el que encontramos. Matamos también a los animales, quemamos las carretas que utilizaban para subir carbón desde los valles, hundimos las techumbres de turba de las cabañas, pisoteamos los huertos y finalmente saqueamos la aldea en busca de objetos de valor. Unas cuantas flechas cayeron desde el horizonte, pero ninguna hizo blanco.

En la cabaña del jefe había una tina con monedas romanas, lingotes de oro y barras de plata. Era la vivienda más grande, de veinte pies de largo, y en el interior, a la luz de las antorchas, vimos al jefe muerto, tendido en el suelo con la cara amarillenta y el vientre abierto. A su lado yacían dos niños y una de sus mujeres. Había aún una niña más, muerta bajo una pieza de cuero empapada de sangre, y se me antojó que movía la mano cuando uno de los nuestros tropezó con ella, pero fingí no verlo y la dejé en paz. Se oyó el grito de otra criatura al ser encontrada en su escondite y atravesada con la espada.

Que Dios me perdone, Dios y todos los ángeles, pero a una sola persona confesé el pecado de aquella noche, y como no era sacerdote, no pudo darme la absolución de Cristo. En el purgatorio, o tal vez en el infierno, sé que me encontraré con aquellos niños asesinados. A sus padres y madres les será entregada mi alma para que la usen a su entero capricho, y tal castigo será bien merecido.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer yo? Era joven, quería vivir, había prestado juramento y seguía a mi jefe. No maté a nadie que no me atacara primero, pero ¿qué pretextos son ésos ante semejante felonía? Mis compañeros no lo juzgaban bochornoso en modo alguno; sólo mataban criaturas de otra tribu, de otra nación, incluso y eso lo justificaba todo; mas yo me había educado en el Tor, entre gentes de todas las razas y tribus, y aunque Merlín fuera un cacique de tribu e incondicional protector de todo aquel que se jactara de ser britano, no preconizaba el odio hacia otras tribus. Sus enseñanzas me hicieron poco apto para matar extranjeros si no mediaba más motivo que el de ser diferentes a mí.

Y sin embargo, apto o no apto, maté, y que Dios me perdone ese pecado y todos los demás, tan numerosos que no quiero recordarlos.

Partimos antes del alba. El valle quedó arrasado, envuelto en humo y empapado en sangre. El páramo hedía a muerte y los gemidos de las viudas y los huérfanos resonaban por doquier. Owain me dio un lingote de oro, dos barras de plata y un puñado de monedas y, que Dios tenga misericordia, los acepté.