Transcurridas dos semanas de la clausura del Gran Consejo, Norwenna y Gundleus contrajeron matrimonio. La ceremonia tuvo lugar en una capilla cristiana de Abona, ciudad portuaria de nuestras costas norteñas del mar Severn situada frente a Siluria, y con toda seguridad no fue una ocasión feliz para Norwenna, pues esa misma tarde regresó a Ynys Wydryn. Nadie del Tor asistió a la ceremonia; la princesa acudió acompañada de un grupo de monjes con sus respectivas esposas. Volvió a casa como reina Norwenna de Siluria, si bien tal título no supuso más guardias ni ayudantes a su servicio. Gundleus volvió en barco a su país donde, según nos hicieron saber, se habían producido escaramuzas con los Ui Liatháin, los irlandeses Escudos Negros que habían colonizado el antiguo reino britano de Dyef, al que ahora denominaban Demetia.
Nuestra vida apenas cambió por el hecho de tener a una reina entre nosotros. Aunque los que morábamos en el Tor pareciéramos ociosos comparados con los villanos de la colina, teníamos deberes que cumplir. Cortábamos el heno y lo tendíamos a secar en hileras, esquilábamos las ovejas y sumergíamos el lino recién cosechado en las malolientes cubas de enriado para extraer la fibra. Las mujeres de Ynys Wydryn andaban con las ruecas y los husos de acá para allá hilando la lana recién trasquilada y sólo la reina, Morgana y Nimue quedaban dispensadas de esa interminable tarea. Druidan castraba a los cerdos, Pelinor mandaba ejércitos imaginarios y Hywel, el administrador, preparaba sus largos palillos para contar las rentas del verano. Merlín no regresó a casa, a Avalón, ni recibimos noticia alguna de su parte. Uther descansaba en su castillo de Durnovaria mientras Mordred, su heredero, crecía al cuidado de Morgana y Gwendolin.
Arturo continuaba en Armórica. Algún día volvería a Dumnonia, decían, pero sólo cuando hubiera cumplido su deber para con Ban, cuyo reino de Benoic lindaba con Brocelianda, reino del rey Budic, el cual estaba casado con Ana, hermana de Arturo. Esos reinos de Britania Armórica eran un misterio para nosotros, moradores de Ynys Wydryn, pues jamás habíamos cruzado el mar para explorar las tierras donde tantos britanos, empujados por los sajones, habían buscado refugio. Sabíamos que Arturo comandaba el ejército de Ban y que había saqueado el país situado al oeste de Benoic para mantener a raya a los francos, pues nuestras noches de invierno eran amenizadas con cuentos de viajeros sobre las proezas de Arturo que, por demás, nos hacían babear de envidia en lo relativo al rey Ban. El rey de Benoic estaba casado con una reina llamada Elaine, y entre los dos habían fundado un reino maravilloso donde se aplicaba la justicia equilibrada y puntualmente, donde hasta el más mísero de los siervos recibía alimento durante el invierno a expensas de las reservas reales. Todo parecía hermoso en exceso para ser verdad, si bien, andando el tiempo, llegué a visitar el reino de Ban y descubrí que los relatos no exageraban. Ban había establecido su capital en una isla-fortaleza, Ynys Trebes, famosa por sus poetas. Se mostraba pródigo el rey en afecto y dineros con una ciudad que había ganado fama de ser más bella que la misma Roma. Se decía que Ban había canalizado y embalsado las fuentes de Ynys Trebes de modo que cada cual tuviera agua fresca a disposición al pie de su casa. Allí se comprobaba la exactitud de las balanzas de los mercaderes, el palacio del rey permanecía abierto día y noche a los que desearan ser resarcidos de sus agravios, y las diversas religiones tenían orden de convivir en paz o reducir sus templos a polvo. Ynys Trebes era un paraíso de paz, siempre y cuando los soldados de Ban consiguieran mantener al enemigo fuera de sus murallas, motivo por el cual, el rey Ban se mostraba reacio a consentir el regreso de Arturo a Britania. Y tal vez tampoco estuviera en el ánimo de Arturo regresar a Dumnonia en tanto Uther siguiera con vida.
Aquel verano fue una bendición para Dumnonia. Recogimos el heno seco en grandes almiares, que levantamos sobre capas aislantes de helechos para evitar la corrosión de la humedad y el saqueo de las ratas. El centeno y la cebada maduraban en los campos, los sembrados que se extendían entre las marismas de Avalón y Caer Cadarn semejaban un gran cobertor de retales, las manzanas crecían hermosas en los huertos del este y las anguilas y los lucios engordaban en nuestros lagos y arroyos. No hubo plagas ni lobos y los sajones escasearon. De vez en cuando divisábamos en la distancia una humareda sobre el horizonte sudeste y nos imaginábamos que un grupo de piratas sajones embarcados habría prendido fuego a un asentamiento, pero después del tercer supuesto incendio, el príncipe Gereint condujo a un grupo de guerreros decididos a vengar Dumnonia y las incursiones sajonas cesaron. Incluso el jefe sajón pagó su tributo a tiempo, aunque fue el último que percibiríamos de los sajones durante muchos años, y con toda seguridad provendría en su mayor parte de los saqueos de nuestras propias aldeas fronterizas. Con todo, aquel verano fue una época feliz y Arturo, según decían los hombres, se moriría de aburrimiento si llevara sus famosos caballeros a la pacífica Dumnonia. Hasta en Powys reinaba la calma. El rey Gorfyddyd, rota su alianza con Siluria y habiendo optado por no enfrentarse a Gundleus, hizo caso omiso del pacto matrimonial de éste con Dumnonia y concentró sus lanzas contra los sajones que amenazaban sus territorios del norte. Gwynedd, reino situado al norte de Powys, estableció relaciones con los temibles soldados irlandeses de Diwrnach de Lleyn, pero en Dumnonia, el más próspero de los reinos de Britania, la paz gozaba de buena salud y los cielos eran cálidos.
Aquel mismo verano, tan idílico verano, maté a mi primer enemigo y así me convertí en hombre.
Mas la paz nunca dura eternamente y la nuestra se concluyó de forma cruel. Uther, rey supremo y Pandragón de Britania, murió. Sabíamos que estaba enfermo, que había de morir pronto y que había hecho cuanto estaba en su mano por prepararlo todo para el momento de su muerte, pero creíamos que ese momento nunca llegaría. Tantos años había sido rey, tanto había prosperado Dumnonia bajo su reinado, que parecía que todo habría de seguir igual por siempre. Pero justo antes de la siega el Pandragón murió. Nimue aseguró haber oído gritar a una liebre al sol del mediodía en ese mismo momento. Morgana, huérfana repentinamente, se encerró en su cabaña y lloró como una niña.
El cuerpo de Uther fue enterrado según las antiguas tradiciones. Bedwin habría preferido darle sepultura cristiana, mas el resto del consejo se negó a consentir tamaño sacrilegio, de modo que el hinchado cuerpo fue colocado en una pira en la cima de Caer Maes y se le prendió fuego. Ystrwth, el herrero, fundió la espada real, y el metal fundido fue vertido en un lago para que Gofannon, dios de la forja de ultratumba, forjara de nuevo la espada para el alma renacida de Uther. El metal ardiente chisporroteó al tocar el agua y el humo se elevó en una nube espesa mientras los videntes se inclinaban sobre el lago para predecir el futuro del reino en las retorcidas formas que adoptaba el metal al enfriarse. Los augurios fueron buenos, a pesar de lo cual el obispo Bedwin tuvo la precaución de enviar a sus más veloces mensajeros hacia el sur, con destino a Armórica, para avisar a Arturo, mientras que otros mensajeros más lentos se dirigieron al norte, hacia Siluria, para comunicar a Gundleus que el reino de su hijastro necesitaba a partir de ese momento a su protector oficial.
La pira de Uther ardió durante tres noches. Sólo entonces se permitió que las llamas fueran extinguiéndose, proceso que una potente tormenta procedente del mar del oeste contribuyó a completar prestamente. Grandes nubes se arremolinaron en el cielo, los relámpagos hendieron la tierra del difunto y una lluvia torrencial se abatió sobre una ancha franja de cosechas sin recoger. En Ynys Wydryn, acurrucados en las cabañas, escuchamos el tamborileo de la lluvia y el fragor de la tormenta y vimos caer el agua a chorros por los tejados de paja. Durante la tormenta, el mensajero del obispo Bedwin llevó a Mordred el pendón real del gran dragón. El mensajero tuvo que gritar como loco para hacerse oír por los del interior de la empalizada, hasta que por fin Hywel y yo le abrimos la puerta; cuando cesó la tormenta y el viento dejó de soplar, clavamos la bandera en la fortaleza de Merlín, señal de que Mordred era ya rey de Dumnonia. El pequeño no era rey supremo, naturalmente, puesto que tal honor sólo lo concedían los reyes, previo acuerdo unánime, a aquel al que consideraban superior entre ellos, ni tampoco era Pandragón, puesto que tal título lo había de ganar el rey supremo en el campo de batalla. En realidad Mordred no era aún rey de Dumnonia propiamente, ni lo sería hasta que fuera llevado a Caer Cadarn y allí, por la espada y por la voz, fuera proclamado monarca sobre la piedra real del reino; pero el pendón era suyo y, por tanto, el dragón rojo ondeaba en la alta fortaleza de Merlín.
El pendón consistía en un cuadrado de lienzo blanco, de la misma altura y la misma anchura que la lanza de un guerrero. Se mantenía desplegado mediante hebras de sauce hilvanadas a los dobladillos e iba sujeto a un asta, una larga vara de olmo con un dragón dorado en el extremo superior. El dragón bordado en la bandera misma era de lana roja, y cuando llovía soltaba tinte y manchaba de rosa la parte inferior del paño. A la llegada del pendón siguió, con pocos días de diferencia, la de la guardia real, un grupo de cien hombres al mando de Owain, el paladín del rey, cuya misión consistía en proteger a Mordred, rey de Dumnonia. Owain transmitió a Norwenna un consejo del obispo Bedwin, según el cual, ella y Mordred deberían instalarse más al sur en Durnovaria, consejo que la reina se apresuró a cumplir, pues deseaba que su hijo se criara en una comunidad cristiana, lejos de los aires ostensiblemente paganos del Tor; pero antes de hacer los preparativos llegaron malas noticias del país del norte. Gorfyddyd de Powys, al saber de la muerte del rey supremo, había enviado a sus lanceros contra Gwent, y ahora esos hombres incendiaban, saqueaban y tomaban cautivos adentrándose en las tierras de Tewdric. Agrícola, el comandante romano de Tewdric, respondía a los ataques, mas los traidores sajones, que con toda seguridad se habían aliado a Gorfyddyd, entraron también en Gwent con grupos de guerreros, y de pronto nuestro más antiguo aliado se halló inmerso en una lucha por su propia supervivencia. Owain, que habría dado escolta a Norwenna y al niño hasta Durnovaria, se llevó a sus guerreros al norte para ayudar al rey Tewdric, y Ligessac, de nuevo al mando de la guardia de Mordred, insistió en que el niño estaría mejor protegido tras el puente de tierra de Ynys Wydryn, tan fácil de defender, que en Caer Cadarn o en Durnovaria; así pues, Norwenna hubo de permanecer en el Tor a su pesar.
Contuvimos la respiración hasta saber de parte de quién se pondría Gundleus de Siluria, y la respuesta no se hizo esperar. Lucharía a favor de Tewdric y contra su antiguo aliado Gorfyddyd. Gundleus envió un mensaje a Norwenna diciendo que cruzaría los pasos de montaña con sus tropas para caer sobre Gorfyddyd por la retaguardia, y que tan pronto como las bandas de Powys fueran derrotadas, regresaría al sur para proteger a su esposa y a su real hijo.
Quedamos a la espera de noticias, observando las montañas distantes día y noche para divisar las almenaras, desde las cuales nos enviaban mensajes en caso de desastre o de aproximación del enemigo; aquéllos fueron días felices, aun con la incertidumbre de la guerra. El sol restañó las heridas causadas por las tormentas y secó el grano; Norwenna, por su parte, a pesar de hallarse rodeada de paganismo en el Tor, mostrábase más segura, ahora que su hijo era rey. Mordred seguía siendo el mismo niño, pelirrojo, falto de alegría y con un corazón tenaz; pero durante esos días amables hasta parecía feliz, jugando con su madre o con Ralla, su nodriza, y el hijo de ésta, de oscuros cabellos. El esposo de Ralla, el carpintero Gwlyddyn, talló unos cuantos animales para Mordred: patos, cerdos, vacas, ovejas y gamos, y el rey disfrutaba jugando con ellos a pesar de que aún era muy pequeño como para saber siquiera qué eran. Norwenna se alegraba de ver feliz a su hijo. Recuerdo que le hacía cosquillas para provocarle la risa, le consolaba cuando se hacía daño y le prodigaba cariño en todas las ocasiones. Le llamaba su pequeño rey, su amor eterno chiquitín, su milagro, y Mordred respondía con gorjeos y chasquidos de la lengua que consolaban el apesadumbrado corazón de su madre. Gateaba desnudo al sol y todos veíamos crecer hacia dentro, cual puño, su deforme pie izquierdo; pero por lo demás se criaba fuerte con la leche de Ralla y el cariño de su madre. Fue bautizado en la iglesia de piedra que había cerca del Santo Espino.
Llegaron buenas noticias de la guerra. El príncipe Gereint derrotó a una banda de sajones en la frontera oriental de Dumnonia, y por el norte Tewdric acabó con otro grupo de invasores sajones. Agrícola, al mando del resto del ejército de Gwent, aliado con Owain de Dumnonia, hizo retroceder a los invasores de Gorfyddyd hasta los montes de Powys. No tardó en llegar un mensajero de Gundleus diciendo que Gorfyddyd de Powys quería la paz; el mensajero depositó a los pies de Norwenna las espadas de dos guerreros de Powys que habían caído prisioneros, como recuerdo de la victoria de su esposo. Y lo que era mejor, según informó el hombre, Gundleus de Siluria se encontraba ya de camino al sur para recoger a su esposa y a su precioso hijo. Había llegado la hora, decía Gundleus, de que Mordred fuera proclamado rey en Caer Cadarn. Nada habría sonado más dulce a oídos de Norwenna, y tan satisfecha quedó que pagó al mensajero con un grueso brazalete de oro antes de enviarlo al sur para que el mensaje de su esposo llegara también a Bedwin y al consejo.
—Di a Bedwin —aleccionó al mensajero— que la proclamación de Mordred se celebrará antes de la siega. ¡Que el Señor preste alas a tu montura!
El mensajero partió rumbo al sur y Norwenna comenzó los preparativos para la ceremonia de aclamación en Caer Cadarn. Ordenó a los monjes del Santo Espino que se prepararan para viajar con ella y prohibió perentoriamente a Morgana y Nimue que acudieran, porque a partir de ese día declaraba Dumnonia reino cristiano, razón suficiente para que las brujas de la vieja fe se mantuvieran alejadas del trono de su hijo. La victoria de Gundleus prestó valentía a Norwenna, que reunió valor para ejercer una autoridad de la que Uther no la habría investido jamás.
Esperábamos la reacción de Morgana o de Nimue al verse excluidas de la ceremonia, pero ambas encajaron el veto con sorprendente tranquilidad. Morgana se limitó a encogerse de hombros, aunque ese mismo día, al anochecer, se encerró con Nimue en las habitaciones de Merlín portando un caldero de bronce. Norwenna, que había convidado a cenar en el Tor al superior de la orden del Santo Espino y a su esposa, comentó que las brujas estaban cociendo maldades en su jugo y todos los presentes se rieron. La victoria era de los cristianos.
Yo no estaba seguro de tal victoria. Nimue y Morgana no se apreciaban; sin embargo se habían encerrado juntas y sospeché que sólo un asunto de la máxima importancia podría reconciliarlas hasta tal punto. Sin embargo, Norwenna no albergaba dudas. La muerte de Uther y las victorias de su esposo le proporcionaban una libertad maravillosa; pronto abandonaría el Tor y asumiría el lugar que le correspondía por derecho, como madre de rey, en una corte cristiana donde su hijo creciera a imagen de Cristo. Jamás fue tan dichosa como aquella noche en que ejerció el poder supremo; una cristiana en el corazón de la fortaleza pagana de Merlín.
Pero entonces reaparecieron Morgana y Nimue.
Hízose silencio en el salón cuando las dos mujeres se acercaron a la silla de Norwenna, ante la cual y con la debida humildad, se arrodillaron. El superior de los monjes, un hombre pequeño y violento de barba hirsuta, que había sido curtidor antes de convertirse al cristianismo y que aún olía a los excrementos que empleaba en su antiguo oficio, les exigió que comunicaran sus intenciones sin demora. Su esposa se defendió del diablo haciendo la señal de la cruz, aunque no olvidó escupir para asegurarse la jugada.
Morgana contestó al monje sin quitarse la máscara de oro. Con claridad desacostumbrada, anunció que el mensajero de Gundleus había mentido. Nimue y ella, dijo, habían consultado el caldero y habían visto la verdad reflejada en el espejo del agua. No se había obtenido victoria en el norte, aunque tampoco derrota, pero Morgana advirtió que el enemigo estaba más cerca de Ynys Wydryn de lo que nadie imaginaba, y que nos preparáramos todos para abandonar el Tor con las primeras luces del alba y marchar hacia el sur de Dumnonia en busca de seguridad. Morgana habló sobria y gravemente, y concluido su mensaje se inclinó ante la reina y se acercó torpemente para besar el orillo de su vestido azul.
Norwenna apartó el vestido con brusquedad. Había escuchado en silencio la negra profecía, pero entonces empezó a llorar y, con las repentinas lágrimas, estalló también en un acceso de rabia.
—¡No eres más que una bruja contrahecha —le gritó a Morgana— y sólo pretendes que tu hermano el bastardo sea rey! ¡Pero no lo conseguirás! ¿Me oyes? ¡No lo conseguirás! ¡El rey es mi hijo!
—Gran señora mía —terció Nimue, pero fue interrumpida inmediatamente.
—¡Tú no eres nada! —gritó Norwenna, volviéndose como una fiera hacia Nimue—. ¡No eres más que una niña histérica, una perversa hija del diablo! ¡Has maldecido a mi hijo! ¡Sé que has sido tú! Nació cojo porque tú estabas presente cuando nació. ¡Oh, Dios! ¡Mi hijo! —Gemía y gritaba, golpeaba la mesa con los puños y rezumaba odio contra Nimue y Morgana—. ¡Idos! ¡Las dos! —El salón quedó sumido en el silencio mientras Nimue y Morgana salían hacia la noche.
A la mañana siguiente Norwenna creyó que todo iba bien porque no se vieron lucernas a lo lejos, en los montes del norte. Ciertamente fue la mañana más hermosa de aquel hermoso verano. La tierra seguía cuajándose de frutos a medida que se acercaba la siega, los montes parecían dormitar envueltos en la calina y el cielo amaneció despejado. El aciano y las amapolas florecían entre los espinos al pie del Tor, nubes de mariposas blancas revoloteaban entre las corrientes de aire cálido que mecían los verdes sembrados de las laderas parceladas; pero Norwenna, sin prestar atención a la belleza del día, recitó sus oraciones matutinas con los monjes que habían venido de visita y anunció que abandonaría el Tor y aguardaría la llegada de su esposo en las habitaciones para peregrinos de la capilla del Santo Espino.
—He vivido demasiado tiempo entre el mal —anunció con gran presunción; en ese mismo instante un guardia dio la voz de alarma desde la muralla este.
—¡Hombres a caballo! —gritó el vigía—. ¡Hombres a caballo!
Norwenna echó a correr hacia la empalizada, donde se había reunido un grupo de gente para ver a los caballeros armados cruzar el puente de tierra que unía la calzada romana con las verdes cuestas de Ynys Wydryn. Ligessac, comandante de la guardia de Mordred, parecía saber quién llegaba, pues envió orden a sus hombres de franquear el paso a los visitantes por el muro de tierra. Los jinetes entraron por la puerta y se acercaron hacia nosotros portando una brillante bandera con la enseña roja del zorro. Era Gundleus en persona, y Norwenna rompió a reír de satisfacción al ver a su esposo llegar victorioso de la guerra con el amanecer de un nuevo reino cristiano brillando en la punta de la lanza.
—¿Lo ves? —dijo dirigiéndose a Morgana—. ¿Lo ves? Tu caldero mintió. ¡Ha habido victoria!
Mordred empezó a llorar al notar la conmoción y Norwenna ordenó bruscamente que se lo llevaran a Ralla; después envió a buscar su mejor vestido y una diadema de oro para adornarse, y así, ataviada con galas de reina, aguardó a su rey ante las puertas de la fortaleza de Merlín.
Ligessac abrió la puerta de tierra del Tor. La maltrecha guardia de Druidan formó en línea más o menos recta y el pobre loco de Pelinor gritó desde su jaula solicitando noticias. Nimue echó a correr hacia las habitaciones de Merlín y yo me fui a buscar a Hywel, el administrador de Merlín, porque sabía que le gustaría recibir al rey.
Los veinte caballeros de Siluria desmontaron al pie del Tor. Venían de la guerra y portaban lanzas, escudos y espadas. Hywel, apoyando su única pierna en su gran espada, frunció el entrecejo al ver al druida Tanaburs entre los soldados.
—Tenía entendido que Gundleus había abandonado la vieja religión —comentó el administrador.
—Yo tenía entendido que había abandonado a Ladwys —comentó socarronamente Gudovan el escribano, y levantó la barbilla hacia los jinetes que ya habían comenzado a subir por el empinado sendero del Tor—. ¿Lo ves? —dijo Gudovan, y ciertamente había una mujer entre los guerreros vestidos de cuero. La mujer iba ataviada como un hombre, pero llevaba el cabello largo y suelto flotando al viento. Llevaba espada pero no escudo—. A nuestra pequeña reina le va a costar trabajo competir con ese diablo de Satán —masculló Gudovan al verla.
—¿Quién es Satán? —pregunté, y Gudovan me dio un cachete por hacerle perder el tiempo con preguntas tontas.
Hywel frunció el entrecejo y se llevó la mano a la empuñadura de la espada cuando los soldados de Siluria se acercaron a los últimos y empinados peldaños que llevaban hasta la puerta donde nuestros variopintos soldados aguardaban en dos hileras sinuosas. De pronto, un instinto, afilado como en sus tiempos de guerrero, despertó sus temores y le puso sobreaviso.
—¡Ligessac! —gritó alarmado—. ¡Cierra las puertas! ¡Ciérralas! ¡Ahora!
Ligessac, en vez de cerrar, sacó la espada. Luego se volvió y aprestó la oreja como si no le hubiera oído.
—¡Cierra las puertas! —volvió a gritar Hywel.
Uno de los hombres de Ligessac se dispuso a cumplir la orden, pero Ligessac lo detuvo y miró a Norwenna en espera de sus órdenes.
Norwenna se volvió hacia Hywel con el ceño fruncido, desaprobando la orden que éste había dado.
—Es mi esposo el que llega —le dijo—, no un enemigo. —Volvió a mirar hacia Ligessac—. Mantén abiertas las puertas —ordenó imperiosamente, y Ligessac inclinó la cabeza en señal de obediencia.
Hywel soltó una maldición, bajó de la muralla como pudo y se alejó saltando con su muleta hacia la cabaña de Morgana, mientras yo me quedaba mirando la puerta, vacía y soleada, preguntándome qué sucedería a continuación. Hywel había olido contratiempos en el aire veraniego, aunque jamás supe cómo lo hizo.
Gundleus llegó a las puertas abiertas. Escupió en el umbral y sonrió a Norwenna, que le esperaba a unos pasos. La reina levantó sus rechonchos brazos para saludar a su señor, que llegaba sudoroso y sin aliento después de haber subido la cuesta del Tor con toda su vestimenta guerrera puesta. Llevaba cota de cuero, polainas acolchadas, botas, casco de hierro con una cola de zorro en lo alto y un grueso manto rojo sobre los hombros. El escudo, con la enseña del zorro, le colgaba del brazo izquierdo y llevaba la espada ceñida a la cadera y una pesada lanza de guerra en la mano derecha. Ligessac se arrodilló y le ofreció la empuñadura de su espada desenvainada, y Gundleus se adelantó para tocar el pomo del arma con su mano enguantada.
Hywel se había ido a la cabaña de Morgana y Sebile salió corriendo de ella con Mordred en brazos. ¿Sebile, y no Ralla? No entendí por qué, y seguro que Norwenna tampoco, cuando la esclava sajona corrió a colocarse a su lado con el pequeño Mordred envuelto en su rico ropaje de tela dorada, pero la reina no tuvo tiempo de preguntar a Sebile porque Gundleus ya se acercaba a ella.
—Os ofrezco mi espada, querida reina —exclamó con voz sonora, y Norwenna sonrió feliz, tal vez porque no había llegado a ver a Tanaburs y a Ladwys, que habían entrado por las puertas abiertas con la banda de guerreros de Gundleus.
Gundleus clavó la lanza en la hierba y sacó la espada, pero en vez de ofrecérsela a Norwenna por la empuñadura, apuntó la hoja hacia su rostro. Norwenna, sin saber qué hacer, se acercó vacilante a la brillante punta del arma.
—Me congratula vuestro regreso, querido señor mío —dijo diligentemente, y se arrodilló a sus pies como exigía la costumbre.
—Besad la espada que defiende el reino de vuestro hijo —ordenó Gundleus, y Norwenna se inclinó hacia delante con torpeza y rozó con su finos labios el acero que le presentaban.
Besó la espada tal como le ordenaban, y en el momento en que sus labios tocaban el gris acero, Gundleus hincó la hoja con fuerza. Reía mientras mataba a su esposa, reía al empujar la espada más allá de la barbilla, hacia el hueco de la garganta, y siguió riendo mientras hundía el afilado acero venciendo la resistencia y las convulsiones del cuerpo que se moría de asfixia. Norwenna no tuvo tiempo de gritar, ni le quedaba voz para ello cuando la hoja le atravesó la garganta y se le clavó en el corazón. Gundleus hundió el acero en su objetivo con un gruñido. Había arrojado el pesado escudo de guerra para poder asir la espada con ambas manos y empuñarla y retorcerla con más fuerza. La espada y la hierba se tiñeron de sangre, y también el vestido azul de la reina, y aún se vertió más cuando Gundleus sacó el largo filo violentamente y el cuerpo de Norwenna, libre de la rigidez de la espada, cayó desplomado a un lado, tembló unos segundos y quedó inmóvil.
Sebile dejó caer el niño y huyó gritando. Mordred lloró también, pero Gundleus le cortó el llanto de raíz con la espada. Con un solo mandoble de la ensangrentada espada, el paño dorado quedó empapado en rojo. ¡Cuánta sangre en un niño tan pequeño!
Sucedió todo muy deprisa. Gudovan, a mi lado, abría la boca sin dar crédito a sus ojos, mientras que Ladwys, una belleza de considerable estatura, cabellos largos, ojos oscuros y rostro afilado y feroz, celebraba la victoria de su amante. Tanaburs saltaba a la pata coja con un ojo cerrado y un brazo levantado hacia el cielo, señal de que estaba en comunión con los dioses, mientras pronunciaba fatales encantamientos que Gundleus y sus hombres se apresuraron a hacer realidad repartiéndose por el lugar lanza en ristre. Ligessac se unió a las filas de Siluria y colaboró con los lanceros en la masacre de sus propios hombres. Unos pocos trataron de resistirse, pero estaban colocados en fila para rendir honores a Gundleus, no para enfrentarse a él, y si los soldados de Siluria acabaron en breve con la guardia de Mordred, menos tardaron aún en dar cuenta de los lamentables soldados de Druidan. Era la primera vez en mi vida que veía a los hombres morir a punta de espada y oía sus terribles lamentos al ser enviados sus espíritus al otro mundo por la fuerza de las armas.
Durante unos segundos me quedé paralizado de horror. Norwenna y Mordred habían muerto, el Tor aullaba y el enemigo corría hacia la fortaleza y hacia la Torre de Merlín. Morgana y Hywel aparecieron por detrás de la torre; Hywel avanzaba cojeando con la espada en la mano, pero Morgana corría hacia la puerta de mar. Una horda de mujeres, niños y esclavos corría con ella, un puñado de gente aterrorizada a la que Gundleus dejó escapar sin más. Ralla, Sebile y los pocos soldados deformes de Druidan que se habían salvado de las lanzas silurias corrían con ellos. Pelinor saltaba sin cesar en su jaula, riéndose como una gallina, desnudo, encantado ante tanto horror.
Salté de la muralla y eché a correr hacia la fortaleza. No es que fuera valiente, es que estaba enamorado de Nimue y no deseaba huir del Tor sin antes asegurarme de que se encontraba a salvo. Los guardias de Ligessac habían muerto y los hombres de Gundleus habían empezado a registrar las cabañas cuando entré por la puerta y eché a correr hacia las habitaciones de Merlín; pero antes de llegar a la pequeña puerta negra, una lanza se interpuso en mi camino y tropecé. Caí con todo mi peso; una mano pequeña me agarró por el cuello y con fuerza increíble me arrastró hacia el lugar que me sirviera de escondite en otra ocasión, detrás de los cestos de los atavíos de fiesta.
—No puedes ayudarla, insensato —me dijo Druidan al oído—. ¡Estate quieto!
Me puse a salvo unos segundos antes de que Gundleus y Tanaburs entraran en el salón, pero no atiné sino a quedarme mirando la entrada del rey, el druida y tres de sus hombres, que se dirigieron a la puerta de Merlín. Sabía lo que iba a pasar mas no podía evitarlo porque Druidan me tapaba la boca fuertemente con su pequeña y recia mano para evitar que chillara. Supuse que Druidan no habría acudido al salón para salvar a Nimue, sino por ver si podía rapiñar algo de oro antes de huir con los demás hombres, pero su intervención al menos me había salvado la vida. Aunque a Nimue de ningún mal la libró.
Tanaburs eliminó la barrera espiritual de una patada y abrió la puerta de un golpe. Gundleus entró seguido de sus hombres.
Oí el grito de Nimue. Ignoro si recurrió a algún truco para proteger la habitación de Merlín o si ya había abandonado toda esperanza. Sé que se quedó a proteger los secretos de su maestro por orgullo y por deber, y ahora lo pagaría caro. Oí la risa de Gundleus y después poco más, excepto el jaleo de los silurios que rebuscaban entre las cajas, cestos y fardos de Merlín. Nimue gemía, Gundleus aulló triunfante y luego Nimue lanzó un horrible grito de dolor.
—Así aprenderás a escupirme el escudo, niña —dijo Gundleus mientras Nimue lloraba desconsolada.
—Ya la han violado —me dijo Druidan al oído, recreándose morbosamente.
Llegaron más hombres de Gundleus al salón y entraron en las habitaciones de Merlín. Druidan había abierto un agujero con la lanza en la pared de adobe y me ordenó que me metiera allí y lo siguiera arrastrándome colina abajo, pero yo no tenía intención de marchar mientras Nimue siguiera con vida.
—Enseguida vendrán a registrar estos cestos —me advirtió el enano, pero ni aun así quise irme con él—. ¡Gran locura, chico! —me dijo; gateó por el agujero y se escabulló hacia el espacio sombreado que había entre una cabaña cercana y una jaula de gallinas.
Me salvó Ligessac. No porque me viera sino porque dijo a los silurios que nada encontrarían en los cestos que me servían de cobijo sino manteles para los banquetes.
—El tesoro está dentro —anunció a sus nuevos aliados, y yo me agazapé sin atreverme a salir mientras los soldados victoriosos saqueaban las habitaciones de Merlín.
Sólo los dioses saben qué encontrarían: pellejos humanos, huesos viejos, encantamientos nuevos y antiguas saetas de elfo, pero muy pocos tesoros codiciados. Y sólo ellos saben qué le harían a Nimue, porque jamás me lo contó, aunque no hacía falta. Le hicieron lo que hacen siempre los soldados a las mujeres que capturan, y cuando terminaron la dejaron sangrando y medio loca.
La abandonaron a una muerte cierta, pues tras saquear la habitación y no hallar sino mohosas fruslerías y muy poco oro, tomaron una tea encendida del fuego del salón y la arrojaron en medio de los cestos rotos. El humo salía por la puerta a grandes bocanadas. Los hombres de Gundleus arrojaron más troncos encendidos a los cestos donde me escondía yo y luego se retiraron del salón. Algunos consiguieron oro, otros algunas baratijas de plata, pero la mayoría salió con las manos vacías. Cuando el último soldado hubo salido, me tapé la boca con una esquina del jubón y crucé corriendo entre el humo, que me asfixiaba, hacia la puerta de Merlín, y encontré a Nimue en la habitación. El aire estaba denso de humo, las cajas eran pasto de las llamas, los gatos aullaban y los murciélagos agitaban las alas presos de terror.
Nimue no quería moverse. Estaba boca abajo, agarrándose la cara con las dos manos, desnuda, con las piernas cubiertas de sangre espesa. Lloraba.
Corrí hasta la puerta que daba a la Torre de Merlín pensando que tal vez hubiera forma de salir, pero al abrirla encontré paredes lisas. También descubrí que la torre, lejos de ser la cámara del tesoro, estaba casi vacía. Un suelo de tierra, cuatro paredes de paja y un tejado abierto. Era como un observatorio astronómico, pero a media altura de la abertura de ventilación, suspendida de un par de vigas, divisé una plataforma de madera que iba ahumándose rápidamente y a la que se accedía por una recia escala. La torre era una sala de sueños, un espacio vacío donde Merlín escuchaba el eco de las voces de los dioses. Me quedé mirando la plataforma desde abajo unos segundos, pero de pronto una nueva vaharada de humo se levantó a mi espalda y llenó el respiradero por completo, de modo que me acerqué corriendo a Nimue, agarré su capa negra de entre las desordenadas ropas de la cama y la envolví en ella como si de un animal enfermo se tratara. Cerré la capa por las esquinas como si fuera un fardo, cargué a la espalda el ligero peso de Nimue, salí al salón como pude y me dirigí a la lejana puerta. El fuego se alzaba imponente ahora, prendiendo vorazmente en la madera seca; los ojos me lloraban y sentía en los pulmones la acritud del humo, que se acumulaba con mayor densidad junto a la puerta principal del salón. De tal guisa arrastré a Nimue, tironeando de su cuerpo por el suelo de tierra, hasta el agujero de rata que Druidan había hecho en la pared. Miré por el agujero con el corazón sobresaltado de terror, pero no vi enemigos. Ensanché el hueco a patadas, doblando las ramas de sauce y rompiendo pedazos enteros de yeso, y luego entré como pude, siempre arrastrando a Nimue tras de mí. Se quejó quedamente cuando tiré de ella para sacarla de la burda conejera, pero al parecer el aire fresco la hizo revivir, porque enseguida intentó levantarse por su propio pie y entonces, cuando se apartó las manos de la cara, comprendí por qué su último grito había sido tan desgarrador. Gundleus le había sacado un ojo. Tenía la cuenca llena de sangre y volvió a cubrírsela con la mano ensangrentada. Como la había sacado del angosto pasaje a fuerza de tirones, se había quedado desnuda, así que desenganché la capa, que colgaba de una caña astillada, y se la coloqué sobre los hombros antes de tomarle la mano libre y emprender la carrera hacia la cabaña más próxima.
Un hombre de Gundleus nos vio; después Gundleus mismo reconoció a Nimue y ordenó a gritos que atraparan viva a la bruja y la arrojaran a las llamas. El clamor de la persecución fue subiendo de tono, eran fuertes voces guturales como las de los cazadores cuando persiguen a un oso herido hasta que muere, y seguro que nos habrían atrapado a los dos si otros fugitivos no hubieran abierto antes un agujero en la empalizada del lado sur del Tor. Me dirigí corriendo hacia la abertura y descubrí que Hywel, el bueno de Hywel, yacía muerto en la brecha, aliado de su muleta, con la cabeza medio abierta y la espada aún en la mano. Recogí la espada y empujé a Nimue hacia delante. Llegamos a la empinada cuesta meridional y bajamos dando tumbos, gritando los dos y resbalando por la hierba de las laderas, que caían en picado, Nimue medio ciega y completamente trastocada por el dolor y yo atenazado por el miedo; no sé cómo pero me aferré a la espada de Hywel y obligué a Nimue a incorporarse tan pronto llegamos al pie del Tor para seguir adelante y dejar atrás el pozo sagrado, el huerto de los cristianos y un grupo de alisos, hasta llegar al sitio donde yo sabía que Hywel guardaba su bote marismeño, junto a la cabaña de un pescador. Empujé a Nimue al interior del bote de juncos tejidos, corté la amarra con la espada recién adquirida y al dar un impulso al bote para alejarlo del embarcadero, caí en la cuenta de que no tenía pértiga con que dirigir la primitiva batea entre el intrincado laberinto de canales y lagos que formaban las marismas. Tuve que recurrir a la espada; el arma de Hywel dejaba que desear como pértiga impulsora, pero era lo único de que disponía, hasta que el primer hombre de Gundleus alcanzó los marjales de la orilla y, como no podía perseguirnos entre el lodo apelmazado, nos arrojó la lanza.
La lanza llegó silbando por el aire. Durante un segundo me quedé petrificado, embobado al ver la gruesa pértiga con su brillante punta metálica volando hacia nosotros, y entonces el arma pasó zumbando a mi lado y fue a clavarse en la borda de juncos de la batea. Cogí la vara vibrante y, usándola como pértiga, dirigí la embarcación rápidamente hacia la corriente. Allí estábamos a salvo. Unos cuantos hombres de Gundleus nos persiguieron por el sendero de madera que corría paralelo a nosotros, pero enseguida nos alejamos de ellos. Otros saltaron a sus embarcaciones de mimbre y cuero y remaron con las lanzas, pero esas embarcaciones no podían compararse en ligereza con la batea de juncos, de forma que rápidamente los dejamos atrás. Ligessac disparó una flecha, pero ya estábamos fuera de su alcance y la saeta se hundió sin ruido en las oscuras aguas. Detrás de nuestros frustrados perseguidores, en las verdes alturas del Tor, las llamas se apoderaban vorazmente de las cabañas, de la fortaleza y de la torre y un humo gris se arremolinaba y se elevaba en el cielo azul del verano.
—Dos heridas —eran las primeras palabras que Nimue pronunciaba desde que la rescatara de las llamas.
—¿Cómo?
Me volví hacia ella. Estaba acurrucada en la proa, arropado su delgado cuerpo en el manto negro y con una mano sobre el ojo vacío.
—He sufrido dos heridas de la sabiduría, Derfel —dijo como presa de un éxtasis delirante—. La herida del cuerpo y la herida del orgullo. Ahora sólo me queda enfrentarme a la locura, y entonces alcanzaré la sabiduría de Merlín.
Esbozó una sonrisa, pero su voz tenía un deje de histeria salvaje que me hizo pensar si no sería ya presa de locura.
—Mordred ha muerto —le dije—, y también Norwenna y Hywel. El Tor está en llamas.
Todo nuestro mundo agonizaba por la destrucción, y sin embargo Nimue permanecía inmutable ante el desastre. Lo que es más, parecía eufórica por haber superado dos pruebas de sabiduría.
Seguí impulsando la embarcación hasta más allá de unas redes de pesca, luego viré hacia Lissa’s Mere, un gran lago negro de la parte meridional de las marismas. Quería llegar a Ermid’s Hall, un poblado de cabañas de madera donde Ermid, el cacique de la tribu, tenía su fortaleza. Sabía que no lo encontraría en casa porque se había ido al norte con Owain, pero su pueblo nos ayudaría, y también sabía que nuestra batea llegaría allí antes que el caballo más veloz de Gundleus, porque tendría que rodear todo el contorno del lago, plagado de marjales y ciénagas. Habría de galopar, cuando menos, hasta Fosse Way, la gran calzada romana que se extendía al este del Tor, para alcanzar el extremo oriental del lago y tomar el camino del poblado de Ermid, y para entonces ya les llevaríamos gran ventaja camino del sur. Divisé varias embarcaciones a lo lejos, delante de nosotros, y supuse que serían los fugitivos del Tor, que se ponían a salvo con ayuda de los pescadores de Ynys Wydryn.
Le conté a Nimue mi plan de llegar a Ermid’s Hall y seguir luego hacia el sur hasta que cayera la noche o encontráramos a algún amigo.
—Bien —me contestó sin ánimo, aunque me pareció que no había entendido nada de lo que le decía—. Bien, Derfel —añadió—. Ahora sé por qué los dioses me hicieron confiar en ti.
—Tú confías en mí —repliqué con rabia, al tiempo que hundía la lanza en el lodo del fondo del lago para empujar la embarcación— porque estoy enamorado de ti, y eso te da poder sobre mí.
—Bien —repitió, y no dijo nada más hasta que la batea de juncos se acercó a la sombra de unos árboles donde se encontraba el amarradero, al pie de la empalizada de Ermid.
Me adentré en las umbrías del arroyo y vi a los otros fugitivos del Tor. Allí estaba Morgana con Sebile, y con Ralla, que gemía con su niño sano y salvo en brazos, al lado de su esposo, Gwlyddyn. Lunete, la niña irlandesa, también se encontraba con ellos, y se acercó llorando a la orilla para ayudar a Nimue. Le conté a Morgana que Hywel había muerto y ella me dijo que había visto a un soldado de Siluria matar a Gwendolin, la esposa de Merlín. Gudovan se había salvado, pero nadie sabía qué había sido del desgraciado Pelinor ni de Druidan. De los guardias de Norwenna no había sobrevivido ni uno, pero un puñado de los lisiados hombres de Druidan había logrado ponerse a cubierto en Ermid’s Hall, aunque fuera sólo provisionalmente, al igual que tres ayudantes de Norwenna, que no cesaban de llorar y unos doce huérfanos protegidos de Merlín, que estaban muy asustados.
Tenemos que marcharnos enseguida —le dije a Morgana—. Están buscando a Nimue.
A Nimue la estaban vistiendo y vendando unas criadas de Ermid.
—No es a Nimue a quien buscan, insensato —me dijo Morgana bruscamente—, sino a Mordred.
—¡Mordred ha muerto! —repliqué, pero Morgana, como respuesta, se giró y arrebató a Ralla el niño que tenía en brazos.
De un tirón, arrancó el trapo marrón que envolvía al pequeño y vi el pie contrahecho.
—¿Creías, insensato, que permitiría que dieran muerte a nuestro rey? —me increpó Morgana.
Me quedé mirando a Ralla y a Gwlyddyn sin comprender cómo habrían podido avenirse a dejar morir a su propio hijo. Gwlyddyn respondió a mi mirada muda.
—Él es rey —me dijo, sencillamente, señalando a Mordred—, mientras que nuestro hijo era sólo el hijo de un carpintero.
—Y Gundleus —añadió Morgana enfadada— descubrirá enseguida que el niño al que ha dado muerte tenía sanos los dos pies, y entonces enviará en nuestra busca todos los hombres de que pueda disponer. Nos vamos hacia el sur.
En Ermid’s Hall no estaban seguros, el jefe y los guerreros habían partido a la guerra y sólo quedaba allí un puñado de criados y niños.
Nos pusimos en camino un poco antes del mediodía y nos internamos en los verdes bosques del sur de las tierras de Ermid. Un cazador de Ermid nos condujo por senderos angostos y pasos secretos. Eramos treinta, mujeres y niños casi todos, con sólo unos seis hombres capaces de esgrimir armas, de los cuales sólo Gwlyddyn había matado alguna vez en combate. Los pocos dementes de Druidan que habían sobrevivido no servirían para nada, y yo, que jamás había luchado con verdadera furia, cerraba la marcha con la espada desnuda de Hywel al cinto y la pesada lanza de guerra del silurio en la mano derecha.
Pasamos despacio bajo los robles y castaños. De Ermid’s Hall a Caer Cadarn no había más de cuatro horas de marcha, aunque nosotros tardaríamos mucho más porque viajábamos a escondidas, dando rodeos, y los niños retrasaban el paso. Morgana no había dicho adónde nos dirigíamos, pero yo sabía que el santuario real era el destino más probable, porque sólo allí encontraríamos soldados de Dumnonia, aunque seguramente Gundleus llegaría a las mismas deducciones y se encontraría en una situación tan desesperada como nosotros mismos. Morgana, que poseía astucia suficiente como para conocer la maldad de este mundo, se figuró que el rey de Siluria tenía planeada esa guerra desde la celebración del Gran Consejo y que había esperado la muerte de Uther para lanzar su ataque en liga con Gorfyddyd. Nos había engañado a todos. Le creímos un amigo y nadie se ocupó de vigilar las fronteras, y ahora Gundleus aspiraba nada menos que a ocupar el mismísimo trono de Dumnonia. Pero para ganar ese trono, nos dijo Morgana, necesitaría algo más que un puñado de hombres a caballo, por eso seguramente sus lanceros estarían apresurándose al encuentro de su rey en ese mismo momento, recorriendo la gran calzada romana que comenzaba en la costa norte de Dumnonia. Los soldados de Siluria campaban a sus anchas por el país, pero para que Gundleus pudiera declararse victorioso, Mordred habría de desaparecer. Tenía que dar con nosotros, pues de otro modo todos sus planes se vendrían abajo.
El gran bosque amortiguaba nuestros pasos. Algún que otro pichón zureaba esporádicamente entre las altas ramas u oíamos el picoteo de un pájaro carpintero en las cercanías. En determinado momento se produjo un gran alboroto de hojarasca pisoteada y aplastada en unas matas cercanas y todos nos quedamos inmóviles pensando que sería un silurio a caballo, pero no era más que un jabalí de grandes colmillos que apareció atolondrado en un claro, nos miró y se alejó de nuevo. Mordred lloraba y no quería el pecho de Ralla; los más pequeños también lloraban de miedo y de cansancio, pero todos callaron cuando Morgana los amenazó con convertirlos en sapos hediondos.
Nimue renqueaba delante de mí. Sabía que sufría, pero no se quejaría. A veces lloraba en silencio, y nada de lo que Lunete dijera podía consolarla. Lunete era una niña morena y delgada, de la misma edad que Nimue y parecida a ella físicamente, pero sin sus conocimientos ni su espíritu clarividente. Nimue veía en los arroyos la morada de espíritus del agua, mientras que para Lunete eran simples lugares donde lavar la ropa. Al cabo de un rato Lunete se puso a caminar a mi lado.
—¿Qué va a ser de nosotros ahora, Derfel? —me preguntó.
—No lo sé.
—¿Vendrá Merlín?
—Eso espero —dije—, o quizá venga Arturo —añadí con ferviente esperanza, aunque sin demasiada fe, porque lo que necesitábamos era un milagro.
Por contra, se habría dicho que estábamos atrapados en una pesadilla en pleno día, pues al cabo de un par de horas de caminata nos vimos obligados a dejar el bosque y cruzar un río hondo y serpenteante que culebreaba por unos pastos abundantes y cuajados de flores; y fue entonces cuando divisamos más columnas de humo en el lejano horizonte orieritil, aunque nadie podía saber si eran de incendios provocados por soldados de Siluria o por sajones que se aprovechaban de nuestra debilidad.
Un corzo salió corriendo del bosque a un cuarto de milla hacia el este.
—¡Al suelo! —ordenó el cazador entre dientes, y todos nos escondimos entre las matas del lindero del bosque.
Ralla acalló a Mordred obligándolo a tomar pecho, y el pequeño reaccionó mordiéndola con tanta saña que las gotas de sangre le llegaron hasta la cintura, pero ni el niño ni el aya emitieron un solo sonido cuando el jinete que había espantado al corzo apareció en el confín del bosque, también hacia el este, aunque mucho más cerca que las piras, tan cerca que distinguí perfectamente la máscara de zorro de su escudo redondo. Llevaba una lanza larga y un cuerno, que hizo sonar tras mirar insistente y atentamente en nuestra dirección. Todos temimos que aquella señal significara que nos había descubierto y que enseguida veríamos aparecer una partida completa de silurios a caballo, pero cuando el hombre hincó espuelas al caballo y se internó de nuevo en el bosque, creímos que el toque del cuerno significaba que no había encontrado nuestro rastro. Oímos el eco de otro cuerno a lo lejos, y después, silencio.
Aguardamos largos minutos. Las abejas zumbaban entre la hierba de las riberas. Todos observábamos la línea de árboles con el temor de ver aparecer más hombres armados, pero no apareció ningún enemigo y al cabo de un rato nuestro guía nos ordenó en susurros que nos arrastráramos hasta llegar al río, lo cruzáramos y siguiéramos por el suelo hasta alcanzar los árboles de la otra orilla.
Fue un camino difícil, sobre todo para Morgana, con su pierna izquierda retorcida, pero finalmente todos logramos llegar al agua y cruzar al otro lado del río. Una vez en la orilla opuesta seguimos caminando, empapados pero con la grata sensación de habernos librado del enemigo.
Mas por desgracia no concluyeron ahí nuestros males.
—¿Nos harán esclavos? —me preguntó Lunete.
Como muchos de nosotros, Lunete había sido hecha prisionera para engrosar el mercado de esclavos de Dumnonia, pero vivía en libertad gracias a la intervención de Merlín. Ahora, perdida la protección de Merlín, temía verse condenada otra vez.
—No creo —le dije—, a menos que nos capturen Gundleus o los sajones. A ti te harían esclava, pero a mí seguramente me matarían —dije, sintiéndome muy valiente.
Lunete me tomó del brazo como buscando amparo y su actitud me halagó. Era bonita y hasta el momento me había tratado con desdén pues prefería la compañía de los salvajes hijos de los pescadores de Ynys Wydryn.
—Quiero que vuelva Merlín —dijo—. No quiero marcharme del Tor.
—Ahora ya no queda nada allí —le dije—. Tenemos que encontrar otro sitio para vivir, o volver y reconstruir el Tor, si podemos.
Pero sólo —pensé—, si Dumnonia sobrevive. Tal vez en ese mismo momento, en esa misma tarde marcada por las humaredas, el reino perecía. Me asombré de lo ciego que había estado para no darme cuenta antes de los muchos horrores que nos acarrearía la muerte de Uther. Cada reino necesita su rey, y sin rey, el reino no es más que una tierra vacía y tentadora para lanzas ambiciosas.
A media tarde, cruzamos un arroyo más ancho, casi un verdadero río, tan hondo que al vadearlo el agua me llegaba al pecho. Cuando alcancé la otra orilla, sequé la espada de Hywel lo mejor que pude. Era una bella arma forjada por un famoso herrero de Gwent y adornada con líneas curvas y círculos que se entrecruzaban. La hoja de acero era recta y me llegaba de la garganta a la punta de los dedos, con el brazo estirado. Tenía la cruz de hierro macizo y los gavilanes sencillos y redondos, el puño de madera de manzano, unido a la espiga con remaches y protegido con tiras largas de cuero fino suavizadas con aceite. El pomo era redondo, cubierto por una malla de plata que se soltaba de continuo, hasta que al final se la quité e hice con ella una burda pulsera para Lunete.
Río abajo encontramos otros grandes prados donde pastaban novillos, que se acercaron torpemente a observar nuestra penosa marcha. Tal vez su movimiento fuera la causa de las complicaciones que siguieron. Poco después de haber llegado al bosque más allá de los prados oí fuertes cascos de caballo a nuestras espaldas. Mandé aviso a los que iban delante y me di la vuelta, lanza y espada en mano, para observar el camino.
Las ramas de los árboles eran bajas, tanto que un jinete no podía pasar montado. Quienquiera que nos siguiera, tendría que apearse del caballo y seguirnos a pie. No avanzábamos por los caminos anchos del bosque, sino por sendas ocultas que serpenteaban pegadas a los árboles, tan pegadas que nuestros perseguidores, igual que nosotros, tendrían que avanzar en fila de a uno. Temía que fueran rastreadores silurios enviados como avanzadilla de la pequeña tropa de Gundleus. ¿A quién, si no, podría interesarle el movimiento del ganado en la orilla del río a aquella hora perezosa de la tarde?
Gwlyddyn llegó a mi lado y me quitó la pesada lanza de la mano. Se quedó escuchando el distante galope de caballos e hizo un gesto de asentimiento como si se sintiera satisfecho.
—Son sólo dos —me dijo con tranquilidad—. Han abandonado los caballos y se acercan a pie. Yo me ocupo del primero y tú entretienes al segundo hasta que yo acabe con el otro. —Hablaba en un tono de extrema serenidad, lo cual alivió mis temores—. Y no olvides, Derfel —añadió—, que ellos también están asustados. —Me empujó hacia las sombras y luego se acuclilló en el lado opuesto del camino, detrás de las raíces de un haya caída—. ¡Agáchate! —me dijo en un susurro—. ¡Escóndete!
Me agaché, y de repente el terror volvió a apoderarse de mí. Me sudaban las manos, la pierna derecha me temblaba, tenía la garganta seca, quería vomitar y se me descompusieron las tripas. Hywel me había enseñado bien, pero jamás me había enfrentado a un hombre que quisiera matarme. Les oía cada vez más cerca, pero no los veía, y un instinto poderoso me empujaba a dar media vuelta y echar a correr con las mujeres. Pero me quedé, no tenía elección. Había oído historias de guerreros desde la infancia y me habían dicho una y otra vez que un hombre jamás da media vuelta y huye. Los hombres luchan por su señor, se enfrentan al enemigo de su señor y jamás huyen. Mi señor mamaba del pecho de Ralla y yo me enfrentaba a sus enemigos, pero ¡cuánto me habría gustado ser un niño en ese momento y echar a correr! ¿Y si hubiera más de dos lanceros enemigos? E incluso aunque sólo fueran dos, seguro que tenían mucha más experiencia en la lucha, serían hábiles, estarían curtidos y matarían sin piedad.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo —me dijo Gwlyddyn en voz baja.
Él había luchado en las batallas de Uther. Se había enfrentado a los sajones y empuñado la lanza contra los hombres de Powys. En ese momento, en el corazón de su tierra natal, se agazapó entre la maraña de terrosos chuparraíces con una especie de sonrisa en la cara y mi larga lanza entre las manos, fuertes y morenas.
—Voy a vengar la muerte de mi hijo —me dijo con gravedad—; los dioses están con nosotros.
Yo estaba agachado detrás de una zarzamora, rodeado de helechos, incómodo por el peso de la ropa mojada. Miraba atentamente los árboles, cubiertos de líquenes y enredaderas. Un pájaro carpintero picoteó cerca de mí y me sobresalté alarmado. Mi escondite era mejor que el de Gwlyddyn, y aun así me sentía expuesto, sobre todo cuando por fin vi aparecer a nuestros perseguidores a menos de doce pasos de mi parapeto vegetal.
Eran dos lanceros jóvenes y ágiles, con cotas de cuero, calzas atadas con cordones y largas capas rojas echadas hacia atrás sobre los hombros. Las largas barbas trenzadas y el pelo sujeto en la nuca con cordones de cuero. Iban armados con sendas lanzas largas, pero el segundo tenía además una espada colgada del cinto, y no la había sacado todavía. Contuve el aliento.
El que iba primero levantó la mano y los dos se detuvieron y se quedaron escuchando un momento antes de continuar. El que estaba más cerca tenía en la cara la cicatriz de batallas pasadas, y como respiraba con la boca abierta vi los huecos que había entre sus dientes amarillentos. Parecía tremendamente fuerte, experimentado y temible y de pronto se apoderó de mí un impulso irreprimible de huir, pero entonces sentí el pálpito de la cicatriz de la mano izquierda, la que me hizo Nimue, y esa pulsación me dio valor.
—Era un ciervo lo que oímos —comentaba el segundo hombre en tono despreciativo.
Ambos avanzaban como a hurtadillas, mirando bien el suelo que pisaban y observando la hojarasca que tenían delante para detectar la menor señal de movimiento.
—Era un niño pequeño —insistió el primero, que iba un par de pasos por delante del otro y que, a mis ojos, parecía aún más alto y temible que su compañero.
—Esos mal nacidos han desaparecido —dijo el segundo, y vi que le sudaba la cara y que daba vueltas a la lanza de fresno, y supe que estaba nervioso.
Yo no paraba de repetir el nombre de Bel mentalmente, una y otra vez, rogando al dios que me concediera valor, que hiciera de mí un hombre. El enemigo se acercaba y no nos separaban ya más de seis pasos; a nuestro alrededor, el bosque reposaba cálido, conteniendo el aliento. Me llegó el olor de los dos hombres, el cuero que llevaban y un leve tufo a caballo. Gruesas gotas de sudor me entraban en los ojos y a punto estuve de empezar a aullar de terror, pero entonces Gwlyddyn salió de su escondite de un salto y lanzó un grito de guerra al tiempo que corría hacia delante.
Yo corrí también, y súbitamente quedé liberado del miedo y sentí la euforia divina de la batalla que me poseía por primera vez en la vida. Más tarde, mucho más tarde, descubrí que la euforia y el miedo son exactamente lo mismo, el uno se transforma en la otra en el momento de la acción, pero en aquella tarde de verano para mí fue puro júbilo. Que Dios y sus ángeles me perdonen, pero aquel día descubrí la alegría que proporciona la batalla, y a partir de entonces, durante mucho tiempo la busqué como el sediento busca agua. Eché a correr gritando igual que Gwlyddyn, aunque no fui tras sus pasos ciegamente. Viré hacia la diestra del estrecho sendero y pasé a su lado en el momento en que golpeaba al silurio que tenía más cerca.
El hombre quiso detener el golpe de la lanza de Gwlyddyn, pero el carpintero esperaba el pase bajo de la vara de fresno y levantó su arma por encima de la enemiga al tiempo que se la clavaba. Todo sucedió muy deprisa. Un momento antes el soldado era una amenaza cierta con atuendo guerrero, y de pronto boqueaba y se retorcía en el suelo. Gwlyddyn hundió la pesada lanza en la coraza de cuero y se la clavó en el pecho hasta el fondo. Yo ya le había adelantado y gritaba blandiendo la espada de Hywel. En ese momento no sentía miedo; y tal vez el espíritu de Hywel hubiera regresado del más allá para inspirarme, porque de pronto supe con exactitud lo que tenía que hacer y lancé mi grito de guerra, que sonó como un grito de victoria.
El segundo hombre dispuso de una fracción más de tiempo para prepararse que su ya agonizante compañero y adoptó la postura acuclillada del lancero, que le permitiría saltar hacia delante con un impulso mortal. Arremetí contra él, y cuando la lanza se acercó a mí como un rayo metálico con destellos de sol, me hice a un lado y la paré con la espada, no con tanta fuerza que me hiciera perder control del acero pero sí con el impulso necesario para desviarla a la derecha con un giro de espada.
Me pareció oír a Hywel diciendo —el secreto está en las muñecas, muchacho, en las muñecas—, y le clavé la espada con todas mis fuerzas en un lado de la garganta al grito de ¡Hywel!
Todo pasó tan rápidamente, tan increíblemente deprisa… La muñeca maneja la espada, pero el brazo le da la fuerza, y mi brazo recibió esa tarde toda la fuerza del brazo de Hywel. La espada se hundió sola en el gaznate del silurio como hiende el hacha el leño podrido. Debido a la inexperiencia, juzgué que el enemigo no había muerto y saqué la espada de un tirón para volver a clavársela. Se la clavé por segunda vez y entonces vi la sangre que teñía el día y al hombre que caía hacia un lado con un último estertor y un último esfuerzo por volver a golpear con la lanza; la vida se le atascó en la garganta, otro borbotón de sangre se derramó sobre su coraza y el silurio se desplomó en el moho del suelo.
Me quedé de pie temblando. Me entraron ganas de llorar. No tenía idea de lo que acababa de hacer. No me sentía victorioso, sólo culpable, y me quedé inmóvil, anonadado, con la espada clavada aún en la garganta del hombre alrededor del cual comenzaban a congregarse las primeras moscas. No podía moverme.
Un ave graznó en las hojas altas, el fuerte brazo de Gwlyddyn me rodeó los hombros y las lágrimas me inundaron las mejillas.
—Eres un buen hombre, Derfel —me dijo Gwlyddyn, y me volví hacia él y lo abracé como un niño se abraza a su padre—. Bien hecho —me repitió una y otra vez—, bien hecho.
Me dio palmaditas en la espalda torpemente hasta que conseguí controlar las lágrimas.
—Lo siento —me oí decir.
—¿Lo sientes? —se rió—. ¿Qué es lo que sientes? Hywel siempre decía que eras el mejor aprendiz que había tenido, tenía que haberle creído ya entonces. Eres rápido. Bien, veamos qué hemos ganado.
Cogí la funda de la espada de mi víctima, hecha de corteza curtida de sauce, y resultó adecuada para la espada de Hywel; luego registramos los cadáveres en busca del escaso botín que pudiéramos sacarles: una manzana verde, una vieja moneda con el cuño gastado por el uso, dos capas, las armas, unas correas de cuero y un cuchillo con mango de hueso. Gwlyddyn se planteó la posibilidad de retroceder para apoderarnos de los caballos, pero decidió que no teníamos tiempo. No me importó. Aunque viera borroso a causa de las lágrimas, estaba vivo, había matado a un hombre, había defendido a mi rey y me sentí delirante de felicidad cuando Gwlyddyn me llevó de nuevo con los asustados fugitivos y me levantó el brazo en señal de que había luchado bien.
—¡Cuánto jaleo habéis armado, vosotros dos! —gruñó Morgana—. Enseguida tendremos a media Siluria pisándonos los talones. ¡Vamos! ¡En marcha!
A Nimue no pareció interesarle mi victoria, pero Lunete quería que se lo contara todo, y al contárselo exageré la resistencia del enemigo y la fiereza del combate; la admiración de Lunete engendró más exageración aún. Volvió a tomarme del brazo, la miré y, al ver su rostro moreno, me pregunté cómo es que nunca me había dado cuenta de lo bonita que era. Tenía la cara angulosa como Nimue, pero lo que en Nimue era cautelosa sabiduría, en Lunete era suavidad y cálido humor, y su proximidad me infundió una confianza que no conocía; así avanzamos a lo largo de la tarde hasta que por fin giramos hacia el este, hacia las montañas entre las que sobresalía Caer Cadarn como un vigía.
Una hora después nos encontrábamos en el lindero del bosque que había frente a Caer Cadarn. Ya era tarde, pero estábamos en pleno verano y el sol todavía estaba alto en el cielo, y su luz, adorable y suave, bañaba las fortificaciones occidentales de Caer Cadarn con una luz verdosa. Estábamos todavía a una milla de la fortaleza, pero ya lo suficientemente cerca como para distinguir las empalizadas amarillas sobre las almenas y comprobar que allí no había soldados ni salía humo del pequeño poblado que vivía en el interior.
Tampoco se veían enemigos, y Morgana decidió salir a terreno despejado y subir por el camino de poniente hacia la fortaleza del rey. Gwlyddyn opinaba que debíamos quedarnos en el bosque hasta la caída de la noche, o bien ir a la cercana aldea de Lindinis, pero Gwlyddyn era carpintero y Morgana una dama de alcurnia, de modo que tuvo que avenirse a sus deseos.
Salimos pues a los prados y nuestra sombra se alargaba delante de nosotros. La hierba estaba corta, había servido de pasto a corzos o a vacas, pero se notaba suave y abundante bajo los pies. Nimue, que parecía todavía presa de un trance doloroso, se quitó el calzado prestado y continuó descalza. Un halcón surcó el cielo y luego una liebre, asustada por nuestra repentina aparición, salió de un brinco de un agujero entre las hierbas y desapareció corriendo ágilmente.
Seguimos un sendero bordeado de aciano, margaritas, ambrosía y cornejo. A nuestra espalda, sumido en la oscuridad porque el sol caía ya muy oblicuo desde el oeste, el bosque parecía sombrío. Estábamos cansados y andrajosos, pero veíamos cerca el final del viaje y algunos parecían incluso alegres. Llevábamos a Mordred al lugar en que había nacido, a la montaña real de Dumnonia, pero cuando no habíamos recorrido ni la mitad del camino hacia el glorioso refugio verde, avistamos al enemigo tras nuestros pasos.
La banda guerrera de Gundleus hizo su aparición. No sólo los hombres a caballo que habían llegado a Ynys Wydryn esa misma mañana, sino también los lanceros. Seguro que Gundleus supo desde el primer momento adónde nos dirigíamos, y condujo a la caballería superviviente y a sus más de cien lanceros al lugar sagrado de los reyes de Dumnonia. Aunque no hubiera tenido que perseguir al pequeño rey, Gundleus habría acudido a Caer Cadarn, pues no ambicionaba otra cosa que la corona de Dumnonia, y esa corona se ceñía a las sienes de los reyes en Caer Cadarn. Quien tuviera Caer Cadarn, tendría Dumnonia, decía el antiguo dicho, y quien tuviera Dumnonia, tendría Britania.
La caballería de Siluria adelantó a los lanceros. Nos daría alcance en unos minutos y yo sabía que ninguno de nosotros, ni siquiera el más veloz, alcanzaría el final de la larga cuesta hasta la fortaleza antes de que los caballos nos rodearan y nos acribillaran con afilados aceros y puntiagudas lanzas. Me acerqué a Nimue y vi su rostro demacrado y cansado, y su único ojo amoratado y lloroso.
—Nimue —le dije.
—No te preocupes, Derfel.
Parecía molestarle mi inquietud por ella.
Pensé que había enloquecido. De todos los que habíamos sobrevivido a aquel aciago día, era ella la que había sufrido peor experiencia; ahora se hallaba en un lugar que escapaba a mi comprensión, allí no podía acompañarla.
—Te quiero, Nimue —dije, intentado llegarle al alma por la ternura.
—¿A mí? ¿No a Lunete? —replicó furiosa.
No me miraba a mí, sino a la fortaleza; me volví hacia la caballería que se acercaba formando en una ancha línea como cazadores aprestados para levantar corzos. Sus capas se posaban sobre la grupa de los caballos, las vainas de las espadas colgaban a lo largo de las botas y el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas y encendía la enseña del zorro. Gundleus cabalgaba bajo la enseña, con la cabeza cubierta por su casco de hierro empenachado con una cola de zorro. A su lado cabalgaba Ladwys, con una espada en la mano, y Tanaburs, con su larga túnica golpeándole las piernas, montaba un caballo gris y avanzaba cerca del rey. Pensé que moriría el mismo día en que me había convertido en hombre. Semejante reflexión me resultó cruel.
—¡Corred! —gritó Morgana de repente—. ¡Corred!
Creí que aquella orden era producto del pánico y no quise obedecer, pues me parecía más noble quedarme allí y morir como un hombre que ser cortado en dos por la espalda como un fugitivo. Después vi que me había equivocado y que Caer Cadarn no estaba desierto en absoluto; las puertas se abrieron y una riada de hombres, a pie y a caballo, se precipitó camino abajo. Los jinetes iban ataviados como los hombres de Gundleus, pero llevaban en sus escudos y armas el dragón de Mordred.
Echamos a correr. Arrastré a Nimue por el brazo al tiempo que un puñado de jinetes de Dumnonia se acercaba a nosotros. Serían una docena, no muchos, pero suficientes para detener el avance de los hombres de Gundleus mientras llegaba el grueso de lanceros dumnonios.
—Cincuenta lanzas —dijo Gwlyddyn, que había contado el cuerpo de rescate—. No podemos ganarles con cincuenta, pero sí llegar a refugio seguro.
Gundleus había hecho los mismos cálculos y describió con sus hombres una amplia curva, que los situaría detrás de los lanceros dumnonios que ya se acercaban. Quería cortarnos la retirada porque, una vez reuniera a todos los enemigos en un mismo punto, podría matarnos a un tiempo, fuéramos setenta o siete. Gundleus contaba con la ventaja del número, y al descender de la fortaleza los de Dumnonia habían sacrificado la suya, que radicaba en la altura.
La caballería de Dumnonia pasó a nuestro lado como una tormenta; los caballos levantaban gruesos terrones con los cascos. No se trataba de los fabulosos caballeros de Arturo, hombres de armas que golpeaban como el rayo, sino de escoltas ligeramente armados que por lo general desmontaban para ir a la batalla; sin embargo en ese momento formaron un parapeto protector entre nosotros y los lanceros silurios. Momentos después llegaron nuestros lanceros y formaron una línea de defensa que renovó nuestra confianza, una confianza que se trocó en temeridad tan pronto como distinguimos quién iba al mando del grupo de rescate. Era Owain, el poderoso Owain, el paladín del rey y el mejor luchador de toda Britania. Creíamos que se hallaba lejos, en el norte, luchando junto a los hombres de Gwent en las montañas de Powys, y sin embargo estaba presente en Caer Cadarn.
No obstante, y en honor a la verdad, la ventaja seguía siendo de Gundleus. Teníamos doce hombres a caballo, cincuenta lanceros y treinta fugitivos cansados y reunidos en un espacio abierto donde Gundleus había reunido casi el doble de hombres a caballo y el doble de lanceros.
El sol aún brillaba. Faltaban dos horas para el crepúsculo y cuatro para la noche cerrada, tiempo más que suficiente para que Gundleus completara la matanza, aunque primero trató de persuadirnos con palabras. Se adelantó en su caballo, espléndido sobre el noble bruto sudoroso y con el escudo invertido en señal de tregua.
—Hombres de Dumnonia —nos dijo—. Entregadme al niño y daré media vuelta. —Nadie respondió. Owain se había escondido en el centro de la pared de escudos de forma que Gundleus, al no identificar caudillo alguno entre la hueste, se dirigía a todos nosotros—. ¡Es un niño malformado! —insistió el rey de Siluria—. ¡Maldecido por los dioses! ¿Creéis que la buena fortuna puede sonreír a un país gobernado por un rey deforme? ¿Queréis que se agosten vuestras cosechas? ¿Y que vuestros hijos nazcan enfermos? ¿Y que vuestros ganados mueran de fiebres?
¿Y que los sajones se adueñen de vuestras tierras? ¿Qué creéis que os traerá un rey contrahecho, sino mala fortuna?
Nadie contestó, aunque bien sabe Dios que muchos de entre nuestras filas, tan apresuradamente formadas, debieron de temer que las palabras de Gundleus fueran ciertas.
El rey de Siluria se quitó el casco y sonrió ante nuestras aflicciones.
—Todos conservaréis la vida —prometió— siempre y cuando me entreguéis ese niño. —Quedó en espera de una respuesta que nunca llegaría—. ¿Quién es vuestro jefe? —preguntó al fin.
—¡Yo soy! —Owain se decidió a avanzar entre las filas para ocupar su lugar al frente de la línea de escudos.
—Owain. —Gundleus lo reconoció; me pareció detectar en sus ojos un destello de miedo. El rey de Siluria ignoraba, como todos nosotros, que Owain hubiera regresado del centro de Dumnonia. Aun así, no mermó la seguridad de Gundleus en la victoria, aunque debió de calcular que con Owain le costaría más cara—. Lord Owain —interpeló Gundleus al paladín de Dumnonia, dándole el tratamiento a que tenía derecho—, hijo de Eilyon y nieto de Culwas: ¡os saludo! —Gundleus elevó la punta de la lanza hacia el sol—. Lord Owain, vos tenéis un hijo.
—Como muchos otros hombres —replicó Owain sin darle importancia—. ¿Qué os importa a vos?
—¿Deseáis que vuestro hijo quede sin padre? —preguntó Gundleus—. ¿Deseáis que vuestras tierras sean arrasadas? ¿Y vuestro hogar reducido a cenizas? ¿Y vuestra esposa convertida en juguete de mis soldados?
—Mi esposa —replicó Owain— sería capaz de vencer a todos vuestros hombres, y también a vos. ¿Queréis juguetes, Gundleus? ¡Volved con vuestra ramera! —exclamó, señalando con la barbilla hacia Ladwys—. Y si no queréis compartir vuestra ramera con vuestros hombres, creo que Dumnonia podría regalar a Siluria unas cuantas ovejas viudas.
El tono desafiante de Owain nos levantó los ánimos. Parecía indomable, con su colosal lanza, la larga espada y el escudo con placa de hierro. Siempre acudía al combate con la cabeza descubierta, despreciaba los cascos, y en sus fortísimos brazos llevaba tatuados el dragón de Dumnonia y su propio emblema, el oso de largos colmillos.
—Entregadme el niño. —Gundleus hizo caso omiso de los insultos sabiendo que no eran sino mera jactancia propia del hombre que se apresta a la batalla—. ¡Entregadme el rey cojo!
—Entregadme vuestra ramera, Gundleus —replicó Owain—. No sois lo bastante hombre para ella. Entregádmela de buen grado y marchaos en paz.
—Los bardos cantarán vuestra muerte, Owain —dijo Gundleus después de escupir—. Será la canción de la matanza del cerdo.
Owain arrojó su enorme lanza al suelo, donde se clavó por la punta.
—Aquí tenéis al cerdo, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria —gritó Owain—, y aquí mismo morirá u orinará sobre vuestro cadáver. ¡Idos ahora!
Gundleus sonrió, se encogió de hombros y volvió la grupa. Asió el escudo en su posición normal, señal de que estaba dispuesto a presentar batalla.
Sería mi primera batalla.
La caballería de Dumnonia formó detrás de la línea de lanzas para proteger a los niños y a las mujeres mientras pudiera. Los demás nos alineamos en orden de batalla sin dejar de mirar al enemigo, que hizo lo propio. Ligessac, el traidor, estaba entre las filas silurias. Tanaburs llevó a cabo sus ritos, saltó a la pata coja con una mano levantada y un ojo cerrado frente al muro de escudos de Gundleus; mientras, los lanceros avanzaban despacio por la hierba. Sólo cuando Tanaburs terminó de pronunciar su conjuro de protección comenzaron los silurios a lanzarnos insultos. Nos avisaron de que nos masacrarían y se jactaron de que acabarían con la vida de muchos de nosotros, pero a pesar de todo me di cuenta de que avanzaban sumamente despacio, y cuando se encontraban a unos cincuenta pies de nosotros se detuvieron por completo. Algunos de los nuestros hicieron burla de tanta timidez, pero Owain ordenó silencio con un gruñido.
Ambas filas de enemigos nos miramos pero nadie se movió. Se necesita un valor extraordinario para lanzarse a la carga contra una pared de escudos y lanzas. Por eso muchos hombres beben antes de la batalla. He visto ejércitos detenidos durante horas, reuniendo el coraje necesario para cargar, y cuanto más veterano es el guerrero, más valor necesita. Las tropas jóvenes se lanzan a la carga y mueren, pero los expertos saben lo terrible que llega a ser un muro de escudos enemigos. Yo no tenía escudo, pero me cubrían los de los hombres que formaban junto a mí, pues se tocaban con los siguientes y así todos hasta completar nuestra corta línea de defensa, de modo que cualquier ataque tendría que superar primero la barrera de madera cubierta de cuero y erizada de lanzas afiladas como cuchillas.
Los de Siluria empezaron a golpear sus escudos con las lanzas. Hacían ruido con la intención de que cundiera la alarma entre nosotros, y lo conseguían, aunque ninguno de los nuestros mostró temor. Nos manteníamos apretados unos junto a otros, aguardando la carga.
—Primero harán un par de cargas falsas, muchacho —me dijo el que tenía al lado.
Y al poco tiempo un grupo de silurios salió de sus filas gritando, corriendo y apuntando con las lanzas al centro de nuestra defensa. Nuestros hombres se agacharon, las largas lanzas chocaron contra los escudos y entonces todo el frente silurio empezó a moverse hacia nosotros, pero Owain ordenó inmediatamente a nuestras líneas que se pusieran en pie y avanzaran también, y con ese movimiento pausado detuvimos la amenaza enemiga. De entre los nuestros, los soldados que soportaban el peso de las lanzas enemigas arrancaron de los escudos las puntas clavadas y volvieron a cerrar filas enseguida.
—¡Atrás! —ordenó Owain.
Quería que recorriéramos poco a poco, caminando hacia atrás, la media milla de hierba que nos separaba de Caer Cadarn, con la esperanza de que los silurios no reunieran el coraje necesario para lanzarse al combate antes de que cubriéramos la breve pero casi insalvable distancia. Para darnos más tiempo, Owain se situó a la cabeza de nuestras líneas y dijo a Gundleus a voces que se enfrentaran ambos cuerpo a cuerpo.
—¿Sois acaso una mujer, Gundleus? —le interpeló el campeón de nuestro rey—. ¿Habéis perdido el valor? ¿No habéis bebido bastante? ¿Por qué no volvéis a los telares, mujer? ¡Volved al bastidor! ¡Volved a la rueca!
Nosotros seguíamos retrocediendo paso a paso, pero una repentina carga del enemigo nos obligó a tomar posiciones y a agacharnos tras los escudos para zafarnos de las lanzas que nos arrojaban. Una me pasó por encima de la cabeza con un silbido semejante a una súbita ráfaga de viento, pero ese ataque no fue sino otro intento de engañarnos para que huyéramos despavoridos. Ligessac no paraba de disparar flechas, pero debía de estar borracho porque todas sus saetas pasaban demasiado altas. Owain era la diana de docenas de lanzas, pero la mayoría no alcanzaban su objetivo y, en cuanto al resto, él las desviaba despectivamente con la lanza o el escudo y luego se burlaba de los lanceros.
—¿Quién os enseñó el oficio de lanceros? ¿Vuestras madres? —Escupió sobre el enemigo—. ¡Acercaos, Gundleus! ¡Luchad conmigo! ¡Demostrad a vuestros friegaplatos que sois un rey, no un ratón!
Los de Siluria golpeaban los escudos con las lanzas para tapar las palabras de Owain y éste les dio la espalda en son de burla, y volvió despacio a nuestra fila de escudos.
—¡Atrás! —nos dijo en voz baja—. ¡Atrás!
Entonces dos silurios arrojaron sus escudos y armas y se rasgaron las vestiduras para luchar desnudos. El que estaba a mi lado escupió.
—Ahora se van a complicar las cosas —me advirtió sombríamente.
A fe mía que los que se habían desnudado estaban borrachos, o tan intoxicados por los dioses que se creían a salvo de hojas enemigas. Ya había oído hablar de casos así y sabía que ese proceder suicida solía ser la señal para el ataque verdadero. Así la espada con fuerza y traté de jurar que moriría con honra, pero en realidad habría podido llorar de lástima por mí mismo. Me había hecho hombre ese día y ese mismo día moriría. Me reuniría con Uther y Hywel en el más allá y esperaría durante años y años de oscuridad a que mi alma encontrara otro cuerpo humano con que volver a este verde mundo.
Los dos hombres se soltaron el cabello, tomaron las lanzas y las espadas y bailaron ante las filas de silurios. Iban aullando y calentándose, entrando paulatinamente en el frenesí de la batalla, ese estado de éxtasis ciego que permite a un hombre intentar lo imposible. Gundleus, a caballo bajo su enseña, sonreía a los dos hombres de cuerpos cubiertos de intrincados tatuajes azules. Los niños empezaron a llorar a nuestras espaldas y las mujeres convocaron a los dioses al ver que los enemigos bailaban cada vez más cerca, haciendo girar las lanzas y espadas al sol de la tarde. Esos hombres no necesitaban escudo, ropa ni armadura. Los dioses los protegían y su recompensa era la gloria; si conseguían acabar con Owain, los bardos cantarían su victoria durante años y años. Avanzaron flanqueando a nuestro campeón, cada uno por un lado; Owain sopesó la lanza preparándose para detener el ataque de los iluminados, que serviría además de señal de carga contra el enemigo.
Y entonces sonó un cuerno.
El cuerno dio una nota clara y fría como nunca antes oyera. Aquel cuerno poseía una pureza heladora y penetrante sin par en la tierra. Sonó una vez, luego otra, y la segunda hizo detenerse incluso a los danzarines desnudos, que se volvieron hacia levante, de donde provenía el sonido.
Yo también miré hacia allí.
¡Qué aturdimiento! Fue como si un nuevo sol hubiera salido en ese día que ya terminaba. La luz rasgó el aire por encima de los prados y nos cegó, nos confundió, pero luego siguió extendiéndose y vi que no era sino el reflejo del verdadero sol en un escudo bruñido y abrillantado como un espejo. Y ese escudo lo sujetaba un hombre como no había visto otro en mi vida; un hombre magnífico, un hombre erguido sobre un gran corcel y acompañado por otros hombres semejantes; una horda de hombres de maravilla, empenachados, armados, salidos de los sueños divinos para acudir a ese campo de muerte, y sobre las cabezas empenachadas de esos hombres ondeaba una enseña a la que llegaría a amar más que a cualquier otra sobre la tierra de Dios. Era la enseña del oso.
El cuerno sonó por tercera vez, y de repente supe que viviría; mis ojos estallaron en lágrimas de júbilo, nuestros lanceros no sabían si llorar o gritar y la tierra temblaba bajo los cascos de aquellos hombres semejantes a los dioses que acudían en nuestra ayuda.
Pues Arturo había regresado al fin.