3

El Gran Consejo se celebró en Glevum, una ciudad romana situada a orillas del río Severn, en la frontera norte de Dumnonia con Gwent. Uther llegó en una carreta tirada por cuatro bueyes, cada buey engalanado con ramas de mayo y ataviado con telas verdes. El rey supremo gozaba del lento paseo por su reino en los albores del estío; tal vez supiera que aquélla era la vez postrera que sus ojos contemplaban el encanto de Britania, antes de cruzar la cueva de Cruachan y el puente de las espadas hacia el otro mundo. Los bueyes avanzaban a paso cansino entre setos de espino cuajados de blanco, los bosques lucían alfombras de campanillas azules y en los campos de trigo, centeno y cebada y en los pastos de heno, ya casi a punto para la siega, resplandecían las amapolas y los grajos revoloteaban bulliciosos. El rey supremo viajaba lentamente, deteniéndose con frecuencia en asentamientos y aldeas; visitaba los campos de labor y las casas solariegas y prodigaba consejos a quienes sabían más que él sobre el encauzamiento de lagunas rebosantes o la castración del cerdo. Tomó los baños en las fuentes calientes de Aquae Sulis y su recuperación fue tan notable que al reemprender la marcha, cubrió a pie una milla bien cumplida antes de ocupar de nuevo su lugar en la carreta forrada de pieles. Formaban el séquito bardos, consejeros, médicos, coros, servidores y la escolta de guardia al mando de Owain, paladín del reino y comandante de la guardia real. Todos se habían adornado con flores y los guerreros llevaban el escudo boca abajo en señal de paz, aunque Uther, nada falto de precaución, había ordenado abrillantar a diario las puntas de las lanzas a fuerza de muela.

Fui a Glevum caminando, sin encomienda concreta, pero Uther había convocado a Morgana al Gran Consejo. Por lo general no se recibía a las mujeres en consejo alguno, grande o pequeño, pero el soberano, desesperado por la ausencia de Merlín y convencido de que nadie mejor que Morgana hablaría en nombre del druida, la convocó. Por otra parte, era una de sus hijas naturales y el soberano solía decir que su cabeza envuelta en oro guardaba más sentido común que la mitad de las cabezas de sus consejeros juntas. Morgana era además responsable de la salud de Norwenna y, entre otras cosas, allí se iba a decidir el futuro de la princesa, aunque ella no hubiera sido convocada ni consultada siquiera. Quedó en Ynys Wydryn al cargo de Gwendolin, la esposa de Merlín. Morgana no había ordenado más compañía a Glevum que la de su esclava Sebile, pero en el último momento Nimue anunció con toda calma que ella también acudiría y que yo la acompañaría.

Naturalmente, Morgana se opuso, pero Nimue se enfrentó a la indignación de su superior en edad con una serenidad irritante.

—He recibido instrucciones que hacen al caso —le dijo a Morgana.

Cuando ésta le preguntó de quién, con voz aguda y temblorosa, Nimue se limitó a sonreír.

Morgana la doblaba en edad y estatura, pero cuando Merlín llevó a Nimue a su lecho, le fue conferido el poder de Ynys Wydryn, autoridad ante la cual nada podía hacer Morgana. Aún se pronunció en contra de mi presencia. Exigió saber por qué Nimue no llevaba consigo a Lunete, la otra niña irlandesa que había entre los huérfanos de Merlín. Según Morgana, un niño como yo no era compañía para una joven, y como Nimue no hizo sino sonreír, Morgana la amenazó con contarle a Merlín el afecto que sentía hacia mí, lo cual acarrearía el fin de Nimue; ante tan torpe amenaza, Nimue soltó una carcajada, dio media vuelta y se marchó.

Poco me importaba a mí la discusión, sólo quería ir a Glevum para presenciar la justa, escuchar a los bardos, ver las danzas y, sobre todo, por estar con Nimue.

De modo que, en mal avenida compañía de cuatro, partimos hacia Glevum. Morgana, vara de endrino en mano y con la máscara de oro brillando al sol del estío, abría la marcha cojeando y cada paso que daba era una enfática ratificación de su rechazo hacia el acompañante de Nimue. Sebile, la esclava sajona, se apresuraba dos pasos detrás de ella, la espalda encorvada bajo el peso del ato cargado de mantas, hierbas secas y cacharros. Nimue y yo íbamos a la zaga, descalzos, con la cabeza descubierta y sin carga alguna. Nimue llevaba una larga capa negra sobre una túnica blanca ceñida a la cintura con un dogal de esclavo y la larga melena negra recogida en la coronilla. No se adornó con joyas, ni siquiera un alfiler de hueso para cerrar la capa. Morgana, en cambio, llevaba una gruesa torques de oro y dos broches también de oro, colocados a la altura del pecho a modo de cierre de la parda capa; uno era un ciervo tricornio y el otro, la maciza joya en forma de dragón que Uther le regalara en Caer Cadarn.

Disfruté del viaje. Nos llevó tres días a paso lento, porque Morgana era de caminar irregular, pero el sol brillaba sobre nuestras cabezas y la calzada romana nos facilitaba el trayecto. A la hora del crepúsculo nos dirigíamos a la casa del señor cuyo feudo nos cayera de paso y dormíamos como huéspedes de honor en sus graneros rebosantes de paja. Topamos con pocos viajeros más, y todos íbamos tras el reluciente blasón de Morgana, símbolo de su elevada condición. A pesar de las advertencias a propósito de hombres sin amo ni tierra que atracaban a los mercaderes en los grandes caminos, no sufrimos contratiempo alguno, debido quizás a que los soldados de Uther habían limpiado de bandoleros los bosques y los montes con vistas al Gran Consejo, pues encontramos más de una docena de cuerpos en descomposición abandonados a los lados del camino para ejemplo de todos. Los siervos y esclavos con quienes nos cruzábamos se arrodillaban ante Morgana, los mercaderes le cedían el paso y sólo un viajero osó retar nuestra autoridad, un fiero sacerdote con barba seguido por sus harapientas y despeinadas mujeres. El grupo cristiano bailaba en medio del camino, alabando a su dios crucificado, pero el sacerdote, al avistar la máscara dorada que cubría el rostro de Morgana, el ciervo tricornio y el dragón de grandes alas de los broches de su capa, empezó a despotricar contra ella como criatura del demonio. El hombre debió de pensar que una mujer tan desfigurada y lisiada sería presa fácil de sus pullas, pero aquel predicador errante acompañado de su esposa y concubinas sagradas no era par para la hija de Ygraine, protegida de Merlín y hermana de Arturo. Morgana le propinó un solo golpe de vara en la oreja, un golpe que lo tumbó de lado y lo arrojó a un matorral de ortigas, y luego siguió su camino sin siquiera mirar atrás. Las mujeres del sacerdote gritaron y se dividieron, las unas rezando y las otras escupiendo maldiciones, pero Nimue pasó grácilmente entre sus insultos como un espíritu.

Yo no iba armado, a menos que consideremos la vara y el cuchillo pertrechos de guerrero. Quise llevar espada y lanza para hacerme pasar por hombre maduro, mas Hywel, burlándose de mí, dijo que no hace al hombre el deseo sino el acto. A modo de protección me dio una torques de bronce con el dios cornudo de Merlín en el cierre y me aseguró que nadie osaría enfrentarse al druida. Aun con todo, así desprovisto de armamento masculino, me sentía inútil. Le pregunté a Nimue la razón de mi presencia allí.

—Porque eres mi amigo por juramento, pequeño —me respondió. Ya la rebasaba en altura, pero me llamaba así cariñosamente—, y porque tú y yo somos escogidos de Bel y si él nos ha escogido, nosotros debemos escogernos el uno al otro.

—Entonces, ¿por qué vamos los dos a Glevum? —insistí.

—Porque lo quiere Merlín, naturalmente.

—¿Estará él allí? —pregunté con ansiedad.

Hacía mucho tiempo que Merlín estaba ausente, y sin él, Ynys Wydryn era como cielo sin sol.

—No —respondió con calma, aunque no se me alcanzaba cómo podía ella conocer los deseos de Merlín en tal asunto, ya que el amo seguía lejos y la convocatoria al Gran Consejo habíase producido con posterioridad a su partida.

—¿Y qué haremos cuando lleguemos a Glevum?

—Lo sabremos cuando estemos allí —dijo con misterio, y no explicó nada más.

Una vez hecho al asfixiante hedor del abono de excrementos humanos, Glevum se me antojó un lugar maravillosamente extraño. Aparte de algunas villas convertidas en casas de labor que salpicaban las propiedades de Merlín, era la primera vez que visitaba un auténtico emplazamiento romano. Me quedaba pasmado ante toda novedad como polluelo recién salido del cascarón. Las calles estaban pavimentadas con adoquines perfectamente encajados y, a pesar de los desperfectos sufridos desde la partida de los romanos, hacía ya mucho tiempo, los hombres del rey Tewdric hacían lo posible por repararlas escardando las malas hierbas y barriendo la suciedad, y así, las nueve calles de la ciudad parecían pedregosos lechos de río en la estación seca. Era difícil caminar por allí y a Nimue y a mí nos daba risa ver a los caballos tratando de sortear las traidoras piedras. Los edificios eran tan raros como las calles. Nosotros construíamos las casas de madera, caña, arcilla con paja y adobe, pero las casas romanas estaban todas juntas y eran de piedra y singulares ladrillos estrechos, aunque con los años algunas se habían derrumbado dejando huecos serrados en las largas hileras de viviendas bajas con curiosas techumbres de tejas de barro cocido. La ciudad amurallada dominaba un vado del Severn y se levantaba entre dos reinos y cerca de otro más, razón por la cual gozaba de renombre como centro de comercio. En las casas trabajaban los alfareros, inclinábanse los orfebres sobre sus mesas y mugían las terneras en el matadero público, alojado detrás de la plaza del mercado donde se afanaban los campesinos vendiendo mantequilla, nueces, cuero, pescado ahumado, miel, telas teñidas y vellones acabados de trasquilar. Lo mejor de todo, cuando menos a mis deslumbrados ojos, fueron los soldados del rey Tewdric. Según Nimue eran romanos, o britanos educados en las costumbres romanas. Todos llevaban la barba corta y vestían de modo semejante, con recio calzado de cuero y faldas cortas de cuero sobre calzas de lana. Los más veteranos lucían placas de bronce cosidas a las faldas y al andar las placas entrechocaban y sonaban como cencerros. Cada cual portaba limpia y reluciente coraza, larga capa roja y casco de cuero rematado por arriba con una gruesa costura. Algunos lo adornaban con plumas teñidas. Iban armados con espadas cortas de hoja ancha, largas lanzas de pulida vara y escudos ovalados de madera y cuero con el símbolo del toro de Tewdric. Todos los escudos eran del mismo tamaño, las lanzas de la misma longitud y el paso que marcaban al marchar, idéntico, visión extraordinaria que me provocaba hilaridad al principio, aunque después me hice a ello.

En el centro del burgo, donde confluían las cuatro calles procedentes de las cuatro puertas en una plaza abierta y espaciosa, alzábase un edificio enorme e increíble. Hasta Nimue quedó boquiabierta al verlo, porque seguro que ningún ser viviente sería capaz de construir cosa semejante, tan alta, tan blanca y de esquinas tan escuadradas. El elevado techo se apoyaba en columnas y en el espacio triangular que se abría entre la cúspide del tejado y las columnas, había fantásticas imágenes grabadas en piedra blanca que mostraban hombres fabulosos aplastando enemigos bajo los cascos de sus caballos. Los hombres de piedra llevaban manojos de lanzas de piedra y cascos de piedra adornados con altísimas crestas de piedra. Algunas partes habían caído o se habían partido con las heladas, pero a mí seguía pareciéndome un milagro; sin embargo, Nimue, después de mirar detenidamente las figuras, escupió para ahuyentar al diablo.

—¿No te gusta? —le pregunté, molesto.

—Los romanos querían ser dioses —dijo—, por eso los dioses los humillaron. El consejo no debería celebrarse aquí.

Aun así, el Gran Consejo se celebraría en Glevum y Nimue no podía cambiarlo. Allí, entre murallas romanas de tierra y madera, se decidiría el destino del reino de Uther.

El rey supremo ya había llegado cuando nosotros entramos en la ciudad. Habíase alojado en otro gran edificio situado frente al de las columnas. No mostró sorpresa ni desagrado ante la presencia de Nimue, tal vez pensara que formaba parte de la comitiva de Morgana, y nos asignó una sola habitación para todos en la parte trasera de la casa, donde llegaba el humo de las cocinas y los esclavos tenían sus disputas. Mucho desmerecían los soldados del soberano comparados con los lucidos hombres de Tewdric. Los nuestros llevaban largas greñas y barbas descuidadas, capas remendadas y de diferentes colores, espadas largas y pesadas, lanzas de basta factura y escudos redondos en los que la enseña del dragón de Uther parecía primitiva al lado de los toros de Tewdric, pintados con esmero.

Hubo celebraciones durante los dos primeros días. Los campeones de ambos reinos sostuvieron falsos combates extramuros, aunque cuando Owain, el paladín de Uther, saltó al campo de batalla, el rey Tewdric hubo de arriesgar a dos de sus mejores hombres. Se decía del famoso héroe de Dumnonia que era invencible, y su estampa, cuando se plantó con el sol estival reflejado en su larga espada, hizo honor a su fama. Era hombre de gran corpulencia y brazos tatuados, pecho desnudo y peludo y barba hirsuta adornada con aros de guerrero forjados con armas de enemigos vencidos. El combate contra los dos campeones de Tewdric tenía que ser falso, pero no se vio falsedad alguna en los ataques que los héroes de Gwent le lanzaron por turno. Los tres lucharon como empujados por el odio, y el entrechocar de sus espadas debió de resonar hasta la lejana Powys, en el norte; al cabo de pocos minutos el sudor se mezclaba con la sangre, los filos de las espadas se mellaron y los tres hombres cojeaban, pero Owain seguía dominando el combate. A pesar de su gran corpulencia, era rápido con la espada y asestaba golpes con fuerza imparable. La multitud, llegada desde todos los rincones del país, tanto del reino de Uther como del de Tewdric, aullaba como manada de bestias salvajes, cada cual animando a su representante a que masacrara al contrario. Tewdric, al ver tanta pasión desbordada, arrojó la vara para poner fin al combate.

—No olvidéis que somos amigos —dijo a los tres hombres, y Uther, sentado en una grada superior a la de Tewdric como correspondía al rey supremo, corroboró la decisión con un gesto de asentimiento.

Uther parecía embotado y enfermo; el cuerpo, hinchado por la retención de líquidos, el rostro, amarillento y fláccido; y el resuello, gravoso. Habíanlo transportado al campo de batalla en una litera y estaba sentado en su trono, envuelto en una gruesa capa que ocultaba las joyas de su cinturón y la brillante torques. El rey Tewdric vestía al estilo romano; de hecho su abuelo había sido un auténtico romano, lo cual explicaba su extraño nombre, que parecía extranjero. Usaba el rey el pelo cortado a cepillo, no tenía barba y se ataviaba con una toga blanca recogida en muchos pliegues sobre un hombro. Era alto, delgado y de movimientos armónicos, y a pesar de su juventud lo avejentaba la expresión triste y sabia de su rostro. El peinado de su reina, Enid, consistía en un extraño moño en espiral sobre la coronilla, sujeto de tan precaria guisa que la ilustre dama había de imprimir a su cabeza un movimiento forzado, como el de los potros recién nacidos. Tenía la cara cubierta de una pasta blanca que la privaba de toda expresión, salvo una especie de inmutable perplejidad teñida de aburrimiento. Su hijo Meurig, Edling de Gwent, era un inquieto niño de diez años que estaba sentado a los pies de su madre y recibía un cachete de su padre cada vez que se hurgaba la nariz.

Tras la lucha vino el concurso de arpistas y bardos. Cynyr, el bardo de Gwent, cantó el gran relato de la victoria de Uther sobre los sajones en Caer Idem. Después colegí que, sin duda, obedecía órdenes de Tewdric, que deseaba rendir homenaje al soberano, y ciertamente la actuación fue del agrado de Uther, que sonreía a medida que los versos progresaban y asentía siempre que se alababa a algún guerrero en concreto. Cynyr declamó la victoria con voz vibrante y al llegar a los versos que hablaban de los cientos de sajones muertos a manos de Owain, se dirigió a éste, que aún no se había recuperado del cansancio y las magulladuras del combate anterior. Uno de los campeones de Tewdric, que sólo una hora antes había intentado derrotar al corpulento hombre, hubo de ponerse en pie y levantar el brazo al paladín del reino. La multitud estalló en clamores, y luego en carcajadas cuando Cynyr, fingiendo voz de mujer, recitó las súplicas de los sajones pidiendo clemencia. Empezó a correr por el campo a tímidos pasitos atemorizados, agachándose como si quisiera esconderse; los presentes disfrutaron sobremanera, y yo con ellos. Casi veíamos a los odiados sajones apelotonándose aterrorizados, casi olíamos el hedor de su sangre derramada y oíamos el aleteo de los cuervos que se precipitaban a arrancarles las entrañas; después Cynyr se irguió en toda su estatura, dejó caer la capa y, desnudo y pintado de azul, entonó el canto de gracias a los dioses, testigos de la victoria de su paladín, el rey supremo, Uther de Dumnonia, Pandragón de Britania, sobre reyes, cabecillas y paladines del enemigo. Para terminar, y desnudo todavía, el bardo se postró ante el trono de Uther.

Uther rebuscó entre los pliegues del manto hasta que encontró una torques de oro para dársela a Cynyr. Se la arrojó sin fuerza y la joya fue a caer al borde de una tarima de madera donde se hallaban sentados dos reyes. Nimue palideció ante tan mala señal, pero Tewdric recogió la joya serenamente y la entregó al bardo de cabellos blancos, al cual, con sus propias manos, ayudó a levantarse.

Después de los cantos de los bardos y justo en el momento en que el sol se ponía tras la oscura y baja línea de los montes occidentales, frontera natural con tierras de Siluria, una procesión de niñas ofrendó flores a las reinas, pero en la tarima había una sola reina, Enid. Durante unos breves segundos, las que portaban flores para la dama de Uther quedaron en suspenso, hasta que el rey logró moverse y señalar a Morgana, que tenía banco propio junto a la plataforma, de modo que las niñas, desviándose un lado, depositaron ante ella los lirios, reinas de los prados y orquídeas silvestres.

—Diríase una albóndiga adornada con perejil —me susurró Nimue al oído.

La víspera del Gran Consejo se celebró una ceremonia cristiana en el salón principal del enorme edificio del centro del burgo. Tewdric era cristiano ferviente y sus seguidores llenaron a rebosar el recinto iluminado por llameantes antorchas colocadas en tederos de hierro repartidos por las paredes. Había llovido al anochecer y el salón olía a sudor, lana húmeda y humo de madera. Las mujeres se agrupaban en el ala izquierda y los hombres en la derecha, aunque Nimue pasó por alto esta distribución y subió tranquilamente a un pedestal que se alzaba tras la oscura multitud de hombres vestidos con manto y con la cabeza descubierta. Había más pedestales como aquél, la mayoría ocupados por estatuas, pero nuestro plinto estaba vacío y teníamos espacio suficiente para sentarnos los dos y contemplar desde allí los ritos cristianos, aunque al principio me llamaba más la atención la vastedad de la nave, más alta, más ancha y más larga que cualquier otro salón que yo conociera; tan inmenso era que anidaban gorriones en su interior, y a fe mía que el salón romano debía de parecerles un mundo entero. El cielo de los gorriones era una techumbre curva apoyada en gruesos pilares de ladrillo, antaño cubiertos de un estuco fino y blanco adornado con pinturas. Aún quedaban fragmentos de los frescos: distinguí el contorno rojo de un ciervo que corría, una criatura marina con cuernos y cola bífida y dos mujeres que sujetaban un ánfora de doble asa.

Uther no estaba presente, pero sus guerreros cristianos sí, y el obispo Bedwin, consejero del soberano, concelebraba la ceremonia que Nimue y yo observábamos desde nuestra torre vigía como dos niños traviesos que escucharan a escondidas la conversación de los mayores. El rey Tewdric estaba allí, acompañado por algunos de sus reyes y príncipes vasallos que al día siguiente asistirían al Gran Consejo. Los grandes tenían asientos dispuestos en la primera fila, pero la luz de las antorchas no caía de pleno sobre sus cabezas sino sobre los sacerdotes cristianos reunidos alrededor de la mesa. Era la primera vez que veía a estas criaturas celebrando sus ritos.

—¿Qué es un obispo, exactamente? —pregunté a Nimue.

—Como un druida —me dijo; y en efecto, los sacerdotes cristianos se rasuraban la mitad del cráneo de la misma manera que los druidas—, pero no recibe preparación —añadió Nimue con sorna— y no sabe nada.

—¿Todos son obispos? —pregunté, porque eran unos veinte hombres de cabeza afeitada yendo y viniendo, inclinando y levantando la cabeza alrededor de la mesa iluminada del fondo del salón.

—No, algunos son sólo sacerdotes. Saben todavía menos que los obispos —dijo, y se rió.

—¿No hay sacerdotisas? —pregunté.

—En su religión —replicó con desdén— las mujeres tienen que someterse a los hombres.

Escupió contra el diablo y unos cuantos soldados que estaban cerca se volvieron y la miraron con reproche. Nimue no se dio por aludida. Estaba envuelta en su manto negro y se abrazaba las rodillas, que mantenía dobladas contra el pecho. Morgana nos había prohibido asistir a las ceremonias cristianas, pero Nimue ya no acataba órdenes de Morgana. A la luz de las antorchas, su afilado rostro quedaba en sombras y los ojos le brillaban.

Los extraños sacerdotes cantaban y recitaban en lengua griega, que nada significaba para ninguno de los dos. No paraban de dar cabezadas, y la gente respondía cada vez agachándose y volviéndose a levantar; y, con cada vez que se agachaban, llegaba del ala derecha el molesto estrépito metálico provocado por un centenar de vainas de espada, o más, que chocaban con las baldosas del suelo. Los sacerdotes, igual que los druidas, al rezar abrían los brazos. Sus atavíos eran extraños, semejantes en cierto modo a la toga de Tewdric, pero con una especie de manto corto y con adornos por encima. Cantaban y la gente respondía cantando a su vez, y algunas mujeres que estaban detrás de la frágil reina Enid, de blanco rostro, empezaron a gritar y a convulsionarse presas de éxtasis; pero los sacerdotes no hicieron caso de la conmoción y continuaron recitando y cantando. En la mesa había una sencilla cruz de madera hacia la cual inclinaban la cabeza y contra la cual hizo Nimue el gesto del diablo al tiempo que musitaba unas palabras de protección. Enseguida empezamos a aburrirnos y yo quería escabullirme hacia las habitaciones de Uther para ocupar un buen sitio, porque tras la ceremonia iba a celebrarse allí una gran fiesta; pero entonces tomó la palabra un sacerdote joven que, en vez de expresarse en la lengua de la noche, arengó a la congregación usando el habla britana.

Era Sansum, y fue aquélla la primera vez que vi al santo varón. Era muy joven entonces, mucho más joven que los obispos, pero se había forjado fama de gran promesa, la esperanza del futuro de los cristianos, y los obispos le habían concedido a propósito el honor de predicar esa noche para potenciar su carrera.

Sansum siempre fue delgado, de corta estatura, con una barbilla afilada y afeitada y una frente huidiza tras la cual el pelo de la tonsura nacía tieso y negro como un seto de espino, aunque más recortado en el centro que en los lados, con lo cual lucía dos hirsutos copetes negros que sobresalían justo por encima de las orejas.

—Se parece a Lughtigern —me dijo Nimue en voz baja, y me eché a reír a carcajadas, porque Lughtigern es el rey de los ratones de los cuentos infantiles; un personaje jactancioso y bravucón que siempre huye cuando aparece el gato.

A pesar de todo, el tonsurado rey de los ratones sabía predicar, ciertamente. Nunca, hasta esa noche, había oído yo la sagrada palabra de Nuestro Señor Jesucristo, y a veces tiemblo al pensar cuán torcidamente interpreté aquel primer sermón, aunque jamás olvidaré la fuerza con que fue pronunciado. Sansum predicaba desde otra mesa, situada de tal modo que a todos veía y era visto por todos; en algunas ocasiones la pasión de su prédica amenazó con precipitarlo al suelo y sus compañeros sacerdotes hubieron de sujetarlo. Yo tenía la esperanza de que cayera de una vez, pero siempre se las arregló para recuperar el equilibrio a tiempo.

El sermón comenzó de forma convencional. Dio gracias a Dios por la presencia de los grandes reyes y poderosos príncipes que habían acudido a escuchar el Evangelio y luego tuvo unas amables palabras para el rey Tewdric antes de lanzarse de lleno a un discurso que sentaba la base del pensamiento cristiano con respecto al estado de Britania. Tiempo después comprendí que había sido una conferencia política, más que un verdadero sermón.

La isla de Britania, dijo Sansum, era amada por Dios. Era una tierra especial, separada de otras y rodeada por un mar brillante que la defendía de pestilencias, herejías y enemigos. Britania, prosiguió, se veía favorecida además con la bendición de grandes gobernantes y poderosos guerreros, aunque en los últimos tiempos hubiera sido dividida por extranjeros, y sus campos, graneros y aldeas se hubieran alzado en armas. Los infieles sais, los sajones, estaban tomando la tierra de nuestros antecesores y devastándola. Los temibles sais profanaban las tumbas de nuestros padres, violaban a nuestras mujeres y sacrificaban a nuestros hijos, y esas cosas no podían permitirse, aseguraba Sansum, a menos que fueran voluntad de Dios, y ¿por qué habría Dios de volver la espalda a sus amados y favorecidos hijos?

Porque esos hijos, dijo, se negaban a escuchar el mensaje divino. Los hijos de Britania seguían reverenciando la madera y la piedra. Aún existían los llamados bosques sagrados y seguían adornando sus santuarios con calaveras de muertos y empapándolos con sangre de sacrificios. Aunque semejantes cosas no se vieran en las ciudades, recalcó Sansum, pues la mayoría estaban habitadas por cristianos, la campiña, advirtió, estaba infestada de paganos. A pesar del reducido número de druidas que quedaba en Britania, en todos los valles y tierras de labor había hombres y mujeres que actuaban como druidas, que sacrificaban seres vivos a la piedra inerte y que recurrían a encantamientos y amuletos para embaucar a las gentes sencillas. Hasta los cristianos, Sansum recriminó a la congregación, llevaban a los enfermos a las brujas infieles y consultaban sus sueños con profetisas paganas, y mientras esas prácticas malignas continuaran sucediéndose, Dios seguiría maldiciendo a Britania con la violación, el asesinato y la presencia de los sajones. Se detuvo a tomar aliento y yo acaricié la torques que llevaba al cuello porque sabía que ese señor de los ratones que tanto despotricaba era enemigo de mi señor Merlín y de mi amiga Nimue. De pronto, a voz en grito y tambaleándose al borde de la mesa con los brazos abiertos, proclamó que habíamos pecado y que todos teníamos que arrepentirnos. Los reyes de Britania, recalcó, tenían la obligación de amar a Cristo y a su bendita madre, y sólo cuando toda la raza britana se uniera en Dios, uniría Dios a toda Britania. Llegados a ese punto, empezaron a producirse señales de respuesta entre la muchedumbre; pedían acuerdo a voces exigiendo la muerte de los druidas y sus seguidores y suplicaban el perdón de su dios. Fue terrorífico.

—Ven —me dijo Nimue en voz baja—, ya he oído bastante.

Bajamos del pedestal y nos abrimos camino entre el gentío que llenaba el vestíbulo, bajo los pilares exteriores del salón. Para mi propia vergüenza, me embocé con la capa hasta la imberbe barbilla ocultando la torques y seguí a Nimue por los peldaños que llevaban a la espaciosa plaza, por doquier iluminada con antorchas. Una fina llovizna caía desde el oeste y hacía relucir las piedras de la plaza a la luz del fuego. Los guardias uniformados de Tewdric permanecían inmóviles en torno a la plaza. Nimue me condujo al mismo centro del amplio espacio, se detuvo y de repente rompió a reír. Primero un simple chasquear de la lengua, luego una risa sardónica que se convirtió en burla feroz, que a su vez pasó a ser un aullido desafiante que rebotó en los tejados de Glevum y elevó su eco a los cielos, para terminar en una carcajada estridente y demencial, salvaje como el grito de muerte de una bestia acorralada. Se giró, al lanzar la carcajada, en el sentido del sol, de norte a este, al sur y al oeste y de nuevo al norte, y ni un soldado movió un solo dedo. Algunos cristianos de los que se apiñaban en el pórtico del gran edificio se volvieron y nos miraron con ira, pero no se inmiscuyeron. También los cristianos reconocían la marca de los dioses y ninguno osó ponerle la mano encima a Nimue.

Cuando se quedó sin aliento, cayó en las piedras del suelo y permaneció en silencio, una figura diminuta arrebujada en el negro manto, un bulto sin forma definida temblando a mis pies.

—¡Ay, pequeño! —exclamó al cabo con voz cansada—. ¡Ay, mi pequeño!

—¿Qué sucede? —pregunté.

Confieso que me tentaba más el olor a cerdo asado que llegaba de las habitaciones de Uther que cualquier trance pasajero que dejara a Nimue tan exhausta.

Me tendió la mano de la cicatriz y la ayudé a ponerse en pie.

—Nos queda una oportunidad —me dijo en voz queda y temerosa—, una sola, y si la perdemos los dioses se alejarán de nosotros, nos abandonarán y quedaremos a merced de los brutos. Y esos locos de ahí dentro, el señor de los ratones y sus seguidores, nos la pisotearán a menos que luchemos contra ellos. Pero ellos son muchos y nosotros muy pocos.

Me miraba a la cara y lloraba con desesperación.

Yo no sabía qué decir, no dominaba el mundo espiritual, aunque fuera acogido de Merlín y niño de Bel.

—Bel nos prestará ayuda, ¿no es así? —pregunté desarmado—. Nos ama, ¿no es cierto?

—¡Nos ama! —Apartó la mano de mí bruscamente—. ¡Nos ama! —repitió con burla—. La tarea de los dioses no es amarnos. ¿Acaso amas tú a los cerdos de Druidan? ¿Por qué, en nombre de Bel, habría de amarnos un dios? ¡Amarnos! ¿Qué sabes tú del amor, Derfel, hijo de sajona?

—Sé que te amo a ti —dije.

Aún ahora me sonrojo cuando pienso en las desesperadas arremetidas de un joven por conseguir el afecto de una mujer. Me costó toda la fuerza del mundo pronunciar esas palabras, hasta la última gota del valor que creía poseer, y tras soltarlas me sonrojé bajo la luz de las llamas y la lluvia y deseé no haber hablado.

—Lo sé —me dijo Nimue con una sonrisa—. Lo sé. Ahora vamos. Hay un festín para cenar.

En estos días, en estos mis últimos días, que paso escribiendo en este monasterio de los montes de Powys, a veces cierro los ojos y veo a Nimue. No a la Nimue en que se convirtió después, sino a la que era entonces, tan fogosa, tan rápida, tan segura de sí misma. Sé que he ganado a Cristo, y por su bendición he ganado también el mundo entero, pero lo que perdí, lo que todos perdimos, no es posible calcularlo. Todo lo perdimos.

El festín fue maravilloso.

El Gran Consejo comenzó a media mañana, tras otra ceremonia de los cristianos. Celebraban ceremonias constantemente, me pareció, pues todas las horas del día parecían exigirles una genuflexión ante la cruz, pero el retraso dio tiempo a príncipes y guerreros para recobrarse de la bebida, las juergas y las peleas de la noche anterior. El Gran Consejo tuvo lugar en el mismo salón, que de nuevo estaba iluminado por antorchas, pues aunque el sol de primavera brillaba con esplendor, las escasas ventanas del recinto eran estrechas y estaban situadas en lo alto, más para dejar salir el humo, función que tampoco cumplían bien, que para permitir el paso de la luz del sol.

Uther, rey supremo, se sentó en una plataforma que se elevaba por encima del estrado reservado a reyes, Edlings y príncipes. Tewdric de Gwent, anfitrión del Consejo, ocupó el lugar situado a los pies de Uther; a ambos lados de su trono había otros doce asientos, ocupados en ese día por los reyes o príncipes vasallos que rendían vasallaje a Uther o a Tewdric. Allí se encontraban el príncipe Cadwy de Isca, el rey Melwas de los belgas y el príncipe Gereint, señor de las Piedras, mientras que el distante y salvaje reino de Kernow, en el extremo occidental de Britania, había enviado a su Edling, el príncipe Tristán, que ocupaba, envuelto en piel de lobo, el extremo del estrado donde quedaban vacantes dos sitiales.

En realidad los sitiales no eran sino sillas traídas del salón del festín y hábilmente revestidas con telas; delante de cada silla, colocados en el suelo y apoyados en la tarima, estaban los escudos de los reinos. En otro tiempo se apoyaban allí treinta y tres escudos, pero en ese momento las tribus britanas estaban enfrentadas unas con otras y algunos reinos habían desaparecido de Lloegyr bajo el acero sajón. Entre otras decisiones, en el presente Consejo se pretendía establecer la paz entre los reinos britanos que quedaban, una paz ya amenazada, pues Powys y Siluria no habían acudido al Consejo. Sus sitiales estaban vacíos, como mudos testigos de la sostenida enemistad de esos reinos hacia Gwent y Dumnonia.

Ante los reyes y príncipes, y tras un pequeño espacio libre para quien hubiera de tomar la palabra, se encontraban los consejeros y primeros magistrados de los reinos. Algunos consejos, como los de Gwent y Dumnonia, eran multitudinarios, mientras que otros sólo reunían a un puñado de hombres. Los magistrados y consejeros se sentaron en el suelo y fue en ese momento cuando caí en la cuenta. La tierra estaba cubierta por miles de piedrecillas de colores que juntas formaban un dibujo de grandes proporciones, del que asomaban fragmentos por entre los traseros aposentados. Los consejeros se habían procurado mantas a modo de cojines, pues sabían que las deliberaciones del Gran Consejo podían alargarse hasta bien entrada la noche. Después de los consejeros, presentes sólo en calidad de observadores, se encontraban los guerreros armados, algunos acompañados de sus perros de caza, bien sujetos a su lado. Me situé entre los guerreros por la sola autoridad que me concedía mi torques de bronce con la cabeza de Cernunnos.

Dos mujeres asistían al Consejo, sólo dos, pero incluso tan modesta representación levantó murmullos de protesta entre los hombres, que, sin embargo, cesaron al primer destello de ira de los ojos de Uther.

Morgana ocupó un puesto justo frente al rey supremo. Los consejeros se situaron alejados de ella, de modo que permaneció aislada en su sitio hasta que Nimue, cruzando la puerta del salón valientemente, se abrió camino entre los hombres sentados para colocarse a su lado. Nimue hizo su entrada con tan serena seguridad que nadie trató de detenerla. Una vez sentada, miró fijamente a Uther como retándole a que la expulsara, pero el rey hizo caso omiso de su presencia. Tampoco Morgana acusó su llegada y continuó sentada, inmóvil y con la espalda muy erguida. Nimue, vestida con su blanca túnica de lino y su fina correa de esclava, parecía leve y frágil entre aquellos hombres de pesadas capas y grises cabellos.

El Gran Consejo se abrió, igual que todos los consejos, con una oración. De haber estado Merlín presente, habría convocado a los dioses; el obispo Bedwin, por el contrario, ofreció una plegaria al dios cristiano. Vi a Sansum sentado entre las filas de consejeros de Gwent y observé la feroz mirada de odio que clavó a las dos mujeres cuando no inclinaron la cabeza durante la oración del obispo. Sansum sabía que las mujeres habían acudido en representación de Merlín.

Tras la plegaria, lanzó el reto Owain, el campeón de Dumnonia, que dos días antes había vencido a los dos mejores hombres de Tewdric. Merlín decía que era un bruto, y realmente parecía un bruto, de pie ante el rey, con las heridas de la pelea aún frescas en la cara, empuñando la espada, con una gruesa capa de lobo sobre los tensos músculos de sus enormes hombros.

—¿Hay algún hombre aquí que dispute a Uther su derecho al trono? —preguntó con voz atronadora.

Nadie respondió. Owain, un tanto decepcionado por no tener ocasión de matar a un adversario, envainó la espada y se sentó a disgusto entre los consejeros. Habría preferido, con diferencia, quedarse de pie entre sus guerreros.

El siguiente paso fue informar de las nuevas de Britania. El obispo Bedwin, hablando en nombre del rey supremo, informó de que había cesado la amenaza sajona en el este de Dumnonia, aunque a un precio tan elevado que superaba toda consideración. El príncipe Mordred, Edling de Dumnonia y guerrero cuya fama había llegado a los confines de la tierra, había muerto en la hora de la victoria. El rostro de Uther no acusó emoción alguna al escuchar el manido relato de la muerte de su hijo. Arturo no fue nombrado, a pesar de haber sido él quien consiguiera la victoria, aun en contra de la torpeza militar de Mordred; todos los presentes lo sabían. Bedwin informó también de que los sajones derrotados habían llegado desde las tierras gobernadas en otro tiempo por la tribu catuveliana y que, si bien no habían sido expulsados del antiguo territorio en su totalidad, habían aceptado pagar un tributo anual al rey supremo en oro, trigo y bueyes. Y quiera el Señor, añadió, que la paz dure.

—¡Quiera el Señor —intervino el rey Tewdric— que los sajones sean expulsados de esas tierras!

Los soldados, alineados al fondo y a los lados del salón, reaccionaron a estas palabras golpeando la contera de la lanza contra el suelo; al menos una agujereó los pequeños azulejos del mosaico. Los perros ladraron.

Acallado el rudo aplauso, Bedwin prosiguió con calma y anunció que la paz se mantenía gracias al acertado y oportuno tratado de amistad vigente entre el rey supremo y el noble rey Tewdric. En el oeste, y aquí Bedwin hizo una pausa para dedicar una sonrisa al bello y joven príncipe Tristán, también reinaba la paz.

—El reino de Kernow —manifestó Bedwin— sabe guardarse bien. Tenemos entendido que el rey Mark ha tomado nueva esposa y deseamos que, al igual que sus ilustres antecesoras, mantenga a su señor completamente ocupado. —El comentario provocó un risueño murmullo.

—¿Qué esposa es ésa? —inquirió Uther súbitamente—. ¿La cuarta o la quinta?

—Creo que hasta mi padre ha perdido la cuenta, gran señor mío —respondió Tristán, y el salón estalló en carcajadas.

Las conteras de las lanzas rompieron unos cuantos azulejos más y un pequeño fragmento saltó y fue a chocar con mi pie.

Después habló Agrícola, de nombre romano y apegado a las costumbres romanas. Agrícola, comandante de Tewdric y ya anciano entonces, era, sin embargo, temido todavía por su habilidad en la batalla. Su alta figura no se encorvaba bajo el peso de los años, aunque sus cortos cabellos se habían tornado blancos como el filo de una espada. Tenía cicatrices en la cara y se presentó perfectamente vestido de uniforme romano, mucho más suntuoso que el de sus hombres. La túnica era escarlata, la cota y las grebas, de plata, y bajo el brazo llevaba el casco también de plata, emplumado con crin de caballo teñida y cortada en forma de hirsuto cepillo de color rojo vivo. En su informe anunció que los sajones también habían sufrido derrota en la frontera oriental del reino de su señor, pero las nuevas sobre las tierras perdidas de Lloegyr eran turbadoras, pues al parecer habían desembarcado más naves llegadas de tierras sajonas por el mar germano, y con el tiempo, advirtió, el aumento de naves en las costas sajonas significaría mayor número de guerreros presionando en dirección oeste para adentrarse en Britania. Agrícola nos advirtió asimismo de la existencia de un nuevo jefe sajón llamado Aelle, que luchaba por la supremacía entre los sais. Fue entonces cuando oí el nombre de Aelle por vez primera, y sólo los dioses sabían en ese momento hasta qué punto llegaría a obsesionarnos durante los años venideros.

Según Agrícola, aunque los sajones se mantuvieran tranquilos de momento, no se había restablecido la paz en el reino de Gwent. Bandas guerreras de britanos habían llegado al sur desde Powys y otras avanzaban sobre el oeste desde Siluria para atacar las tierras de Tewdric. Habían sido enviados mensajeros a ambos reinos invitando a los monarcas a acudir al Consejo, pero por desgracia, y aquí Agrícola señaló hacia las dos sillas vacías de la tarima real, ni Gorfyddyd de Powys ni Gundleus de Siluria habían acudido. Tewdric no podía ocultar la decepción, pues alimentaba abiertamente la esperanza de que Gwent y Dumnonia acordaran la paz con los dos vecinos del norte. Supuse que esa misma esperanza era la que había impulsado a Uther a invitar a Gundleus a visitar a Norwenna en primavera; pero los sitiales vacíos sólo podían significar la prolongación de las enemistades. Agrícola advirtió severamente que si no se lograba la paz, el rey de Gwent no tendría más alternativa que declarar la guerra a Gorfyddyd de Powys y a su aliado, Gundleus de Siluria. Uther aprobó la sentencia con un gesto de asentimiento.

De las tierras de más al norte, continuó Agrícola, llegaban noticias de que Leodegan, rey de Henis Wyren, había sido expulsado de su reino por Diwrnach, el invasor irlandés, que había puesto a las tierras conquistadas el nombre de Lleyn. Leodegan, desposeído, había pedido asilo a Gorfyddyd de Powys, visto que Cadwallon de Gwynedd no estaba dispuesto a acogerlo. Esa noticia provocó más risas, pues de todos era conocida la estupidez del rey Leodegan.

—También he sabido —continuó Agrícola cuando las risas hubieron cesado— que han llegado más invasores irlandeses a Demetia y que desde allí ejercen gran presión sobre las fronteras occidentales de Powys y Siluria.

—Yo hablaré por Siluria —irrumpió una voz potente desde la puerta. Gundleus había llegado.

El rey de Siluria entró cual héroe en el recinto, sin el menor gesto de vacilación ni disculpa, a pesar de que sus guerreros habían saqueado la tierra de Tewdric repetidamente, del mismo modo que había organizado incursiones por el sur cruzando el río Severn para arrasar el país de Uther. Mostrábase tan arrogante que tuve que recordarme a mí mismo que le había visto huir de la fortaleza de Merlín asustado por Nimue. Detrás de Gundleus, arrastrando los pies y babeando, entró Tanaburs el druida, y una vez más me escondí al acordarme del pozo de la muerte. Merlín me había dicho en una ocasión que, puesto que Tanaburs no había logrado matarme entonces, su alma estaba en mi poder, pero volví a estremecerme de miedo al ver llegar al viejo con el tintineo de los huesecillos que engarzaba en sus apretadas trenzas.

Detrás de Tanaburs, con las largas espadas envainadas y cubiertas por telas rojas, avanzó a grandes trancos el séquito de Gundleus. Sus hombres llevaban el pelo y los bigotes trenzados y la barba larga. Se quedaron en pie con los demás guerreros, haciéndolos a un lado para formar en sólida falange, como hombres orgullosos que acuden al Gran Consejo de sus enemigos, mientras que Tanaburs, envuelto en su sucia túnica gris bordada con medias lunas y liebres corredoras, encontró un hueco entre los consejeros. Owain, al olor de la sangre, se levantó para cerrar el paso a Gundleus, pero éste ofreció al paladín del rey la empuñadura de su espada en señal de paz, y luego se postró en el suelo ante el trono de Uther.

—Levántate, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria —ordenó Uther, y le tendió la mano en señal de bienvenida.

Gundleus subió a la tarima, le besó la mano y se soltó las correas con que sujetaba a la espalda el escudo con su blasón, la mascara de zorro. Lo colocó entre los demás escudos, se sentó en su sitial y comenzó a mirar alrededor abierta y orgullosamente, como si le causara gran placer estar allí. Saludó a los conocidos con la cabeza, murmurando palabras de sorpresa al ver a unos y sonriendo a otros. Todos a cuantos saludó eran enemigos suyos, y sin embargo se repantingó en la silla como si estuviera al amor de su propia hoguera, y hasta colocó una pierna en el brazo del asiento. Enarcó una ceja al ver a las dos mujeres y sospecho que frunció el ceño cuando reconoció a Nimue, pero el disgusto no le duró mucho y siguió inspeccionando a los congregados. Tewdric le invitó cordialmente a transmitir al Gran Consejo las noticias de su reino, pero Gundleus se limitó a sonreír diciendo que todo marchaba bien en Siluria.

No deseo agotaros con los pormenores del día. Las nubes iban cubriendo el cielo de Glevum a medida que se zanjaban disputas, se acordaban matrimonios y se emitían juicios. Gundleus, aunque en ningún momento reconociera sus desmanes, consintió en pagar a Tewdric una compensación en vacas, ovejas y oro, y a lo mismo se avino con respecto al rey supremo; muchos conflictos menores fueron resueltos por idéntico proceder. Largas fueron las discusiones y enmarañados los alegatos, pero, una a una, resolviéronse todas las querellas. Tewdric mediaba casi de continuo, aunque siempre miraba de reojo al rey supremo por si le indicaba, mediante algún gesto leve, que era otro su parecer. Uther apenas se movió, aparte de esos pequeños gestos y algunos cambios de postura cuando un esclavo le llevaba agua, pan o la medicina que Morgana le preparaba con pezuña de potro macerada en hidromiel para aliviarle la tos. Abandonó el estrado una sola vez; fue a orinar contra la pared del fondo del salón mientras Tewdric, paciente y detallista, deliberaba sobre una disputa de fronteras entre dos caudillos de su propio reino. Uther escupió en sus orines para evitar al diablo y volvió cojeando al estrado en el momento en que Tewdric dictaba la sentencia, de la que tomaron nota en pergamino, como de todas las demás, tres escribanos que estaban sentados a una mesa detrás del estrado. Uther reservaba sus escasas fuerzas para el asunto más importante del día, que fue tratado después del anochecer. El crepúsculo se presentó muy oscuro y los servidores de Tewdric llevaron doce antorchas más al salón. Además había empezado a llover copiosamente y hacía frío en el salón, pues el agua se colaba por los resquicios del tejado y caía hasta el suelo o bajaba en regueros por las desnudas paredes de piedra. Tan repentina fue la irrupción del frío que se hizo forzoso colocar un brasero, un cuenco de hierro de cuatro pies de diámetro bien cumplidos, repleto de leños, y encenderlo a los pies del rey supremo. Los escudos reales hubieron de ser cambiados de lugar y el sitial de Tewdric corrido a un lado para que el calor alcanzara a Uther en los pies. La estancia se llenó de humo, que no tardó en arremolinarse en las sombras del techo buscando salida hacia la torrencial lluvia que caía en el exterior.

Por fin Uther se puso en pie para dirigirse al Gran Consejo. Mantenía mal el equilibrio, de modo que, apoyándose en una gran lanza para osos, habló de la preocupación que sentía respecto a su reino. Dumnonia, dijo, tenía un nuevo Edling y había que agradecérselo a los dioses, pero el Edling era débil, de muy tierna edad y con un pie torcido. La confirmación de rumores tan agoreros fue acogida con murmullos, que Uther acalló enseguida levantando una mano. El humo giraba a su alrededor dándole un aspecto lúgubre, como si su alma luciera ya galas de cuerpo espectral en camino al otro mundo. Brillaba el oro en su cuello y muñecas y una fina cinta de oro, la corona del rey supremo, le ceñía las desgreñadas canas.

—Soy viejo —dijo— y no viviré mucho más. —Acalló las protestas con otro débil gesto de la mano—. No digo que mi reino sea superior a ningún otro de esta tierra, pero afirmo que si Dumnonia cae en poder de los sajones, caerá con ella toda Britania. Si cayera Dumnonia, perderíamos los vínculos con Armórica y con nuestros hermanos del otro lado del mar. Si Dumnonia cayera, los sajones habrían conseguido dividir la tierra britana, y una tierra dividida no sobrevive. —Hizo una pausa y por un segundo creí que el cansancio le impediría continuar, pero entonces irguió su gran testuz de toro y habló—. ¡Debemos impedir que los sajones alcancen el río Severn! —expresó a gritos su credo, el que había albergado en su corazón durante tantos años. Mientras los britanos mantuvieran rodeados a los sajones, aún quedaban esperanzas de arrojarlos de nuevo al mar germano, mas si, por el contrario, los invasores conseguían alcanzar las costas occidentales, Dumnonia quedaría separada de Gwent y los britanos del sur de los britanos del norte.

—Los hombres de Gwent son nuestros mejores guerreros —afirmó en dirección a Agrícola, rindiéndole así homenaje—, pero de todos es sabido que Gwent se sustenta del pan de Dumnonia. Es necesario conservar Dumnonia o perderemos Britania. ¡Tengo un nieto y suyo es el reino! El reino será para Mordred cuando yo muera. ¡Ésa es mi ley!

Golpeó la plataforma con la lanza y la antigua y sólida fuerza del Pandragón destelló en sus ojos. Fueran cuales fueren las decisiones que se tomasen, el reino seguiría en manos del linaje de Uther, porque así era la ley de Uther y así lo asumieron todos los presentes. Tan sólo quedaba por decidir la forma en que habría de ser protegido el niño lisiado hasta alcanzar edad de ascender al trono.

Y entonces comenzaron los parlamentos, aunque todos conocían de antemano el signo de las decisiones. ¿Por qué, si no, Gundleus se repantingaba en el sitial con tal petulancia? No obstante, algunos proponían otros candidatos a la mano de Norwenna. El príncipe Gereint, señor de las Piedras, que guardaba las fronteras sajonas de Dumnonia, propuso a Meurig ap Tewdric, el Edling de Gwent, pero nadie ignoraba que dicha proposición no era sino una forma de halagar a Tewdric y que jamás sería aceptada, pues Meurig sólo era un mocoso sin la menor posibilidad de preservar Dumnonia de los sajones. Gereint, cumplida su misión, se sentó a escuchar a un consejero de Tewdric que abogó por el príncipe Cuneglas, primogénito de Gorfyddyd y, por tanto, Edling de Powys. El consejero adujo que un matrimonio con el príncipe de la corona enemiga forjaría la paz entre Powys y Dumnonia, los dos reinos más poderosos de Britania, pero la propuesta fue rechazada sin misericordia por el obispo Bedwin, pues sabía que su señor jamás confiaría su reino al cuidado del hijo del más encarnizado enemigo de Tewdric.

Tristán, príncipe de Kernow, era otro candidato, pero puso reparos, sabiendo a ciencia cierta que nadie en Dumnonia confiaría en su padre, el rey Mark. Se barajó también el nombre de Meriadoc, príncipe de Stronggore, pero era éste un reino situado al este de Gwent que ya estaba prácticamente en poder de los sajones, y un hombre que no fuera capaz de salvaguardar su propio reino, menos aún lo sería de defender dos. Hablaron entonces de las casas reales de Armórica, mas nadie sabía si el príncipe de allende el mar abandonaría sus nuevas tierras bretonas para defender Dumnonia.

Gundleus. Todos los razonamientos llevaban a Gundleus.

Fue entonces cuando Agrícola pronunció el nombre que casi todos los presentes deseaban escuchar con mayor ansia y temor. El viejo soldado se puso en pie con su brillante cota romana y la firmeza reflejada en el porte de los hombros y miró a Uther el Pandragón directamente a los legañosos ojos.

—Arturo —dijo—. Propongo a Arturo.

Arturo. El nombre resonó en el salón y, antes de que el eco se apagara por completo, estalló un súbito fragor de conteras de lanzas contra el suelo. Los lanceros que así aprobaban eran guerreros de Dumnonia, hombres que habían seguido a Arturo a la batalla y conocían su valor, pero su demostración fue breve.

Uther Pendragon, rey supremo de Britania, levantó su báculo y dio un solo golpe. Al punto se hizo el silencio y únicamente Agrícola osó enfrentarse al rey supremo.

—Propongo que Arturo contraiga matrimonio con Norwenna —dijo con todo respeto.

Y hasta yo, joven como era, supe que Agrícola hablaba en nombre de su señor el rey Tewdric, lo cual me confundió porque pensaba que el candidato de Tewdric era Gundleus.

Si conseguían que Gundleus rompiera su amistad con Powys, la nueva alianza entre Dumnonia, Gwent y Siluria dominaría la tierra de ambas orillas del mar Severn, acuerdo a tres bandas que constituiría un gran baluarte tanto frente a Powys como frente a los sajones. Pero, naturalmente, tenía que haberme percatado de que Tewdric buscaba la negativa al proponer a Arturo para estar en situación de exigir algo a cambio.

—Arturo ap Neb —dijo Uther, y su última palabra fue recibida con un murmullo ahogado de sorpresa y horror— no es de linaje real.

Nada había que oponer a tan sólido argumento; Agrícola aceptó la derrota, hizo una inclinación de cabeza y se sentó. Neb significaba nadie; Uther negaba su paternidad con respecto a Arturo y con ello, el derecho a ser considerado de sangre real; por tanto, no era candidato a la mano de Norwenna. Un obispo de los belgas se manifestó en favor de Arturo alegando que los reyes siempre se habían escogido de entre la nobleza y que las costumbres que habían sido útiles en el pasado podían serlo igualmente en el futuro, pero tan magra objeción murió a la primera mirada de Uther. Una ráfaga de lluvia se coló por una de las altas ventanas y chisporroteó en el fuego.

El obispo Bedwin se levantó otra vez. Aunque diese la impresión de que todo lo dicho hasta el momento sobre el futuro de Norwenna de nada servía, al menos se habían barajado las posibilidades y los hombres de sentido común podrían entender el razonamiento que se ocultaba tras el anuncio que Bedwin hizo a continuación.

Gundleus de Siluria, dijo Bedwin sin entusiasmo, no tenía esposa. Un murmullo se elevó en el salón, pues de todos eran conocidas las murmuraciones sobre el escandaloso matrimonio de Gundleus con Ladwys, su amante de baja cuna, pero Bedwin pasó por alto despreocupadamente la interrupción. El obispo continuó explicando que hacía unas semanas, Gundleus había visitado a Uther, había hecho la paz con el rey supremo y ahora era un placer para Uther entregarle a Norwenna por esposa y convertirlo así en protector, y repitió la palabra, en protector del reino de Mordred. Como prueba de su buena voluntad, Gundleus ya había pagado cierta cantidad en oro al rey Uther, cantidad que se había considerado adecuada. Bedwin añadió con soltura que siempre habría quien no confiara en el que había sido su enemigo hasta el momento, pero para dar mayor crédito a nuevos sentimientos Gundleus de Siluria renunciaba a sus antiguas aspiraciones sobre la tierra de Gwent, amén de convertirse al cristianismo y recibir bautismo públicamente en el río Severn, al pie de las murallas de Glevum, a la mañana siguiente. Los cristianos presentes cantaron aleluya, pero yo me quedé mirando al druida Tanaburs sin comprender por qué el perverso viejo loco no daba señales de desaprobación ante la forma en que su señor renegaba públicamente de la vieja fe.

Tampoco comprendía por qué esos hombres maduros se aprestaban con tanta facilidad a acoger de buen grado a un antiguo enemigo, y es que, naturalmente, estaban desesperados. Un reino quedaba en manos de un niño lisiado y Gundleus, a pesar de su pasado de traiciones, era un guerrero de fama. Si mantenía su palabra, la paz entre Dumnonia y Gwent estaba asegurada. Con todo, Uther no era un insensato e hizo todo lo posible por asegurar la protección de su nieto en caso de que Gundleus lo traicionara. Por decreto de Uther, un consejo regiría Dumnonia hasta que Mordred alcanzara la edad de empuñar la espada. Gundleus presidiría el consejo y seis hombres, cuyo jefe sería el obispo Bedwin, cumplirían el papel de consejeros. Tewdric de Gwent, firme aliado de Dumnonia, tendría derecho a enviar a dos hombres, y el consejo así compuesto sería el que tomara las decisiones sobre el gobierno de la tierra. Tales disposiciones no fueron del agrado de Gundleus. No había pagado dos cestos de oro para sentarse en un consejo de viejos, pero sabía que no podía oponerse. Guardó silencio mientras su nueva esposa y el reino de su hijastro quedaban amarrados entre leyes.

Se estipularon aún más reglas. Uther dijo que Mordred tendría tres protectores jurados, tres hombres comprometidos por su honor a defender la vida del niño con la suya propia. Si algún mal fuera infligido a Mordred, los juramentados habrían de vengarlo o sacrificar la vida en el intento. Gundleus no se movió durante la redacción del edicto, pero se removió inquieto en el asiento cuando se dijeron los nombres de los protectores. Uno era el rey Tewdric de Gwent, el segundo era Owain, paladín de Dumnonia, y el tercero Merlín, lord de Avalón.

Merlín. Los hombres esperaban oír ese nombre como habían esperado escuchar el de Arturo. Uther no solía tomar decisiones graves sin el consejo de Merlín, mas ahora no estaba presente. Hacía muchos meses que no se veía a Merlín en Dumnonia. Por lo que de él sabían, bien podía estar muerto.

En ese momento Uther miró a Morgana por primera vez. Debió de sentir gran bochorno cuando Uther negó la paternidad de su hermano y por ende la suya propia, pero no había sido convocada al Gran Consejo como hija bastarda de Uther, sino como fiel profetisa de Merlín. Una vez prestado juramento de honor por parte de Tewdric y Owain, Uther miró a la contrahecha mujer tuerta. Se santiguaron entonces los cristianos presentes, que así se guardaban de los malos espíritus.

—¿Bien? —inquirió Uther.

Morgana estaba nerviosa. Le exigían garantía de que Merlín, su compañero de misterios, aceptaría la gran carga que representaba el juramento de honor. No estaba allí como consejera, sino como sacerdotisa, y como tal debía contestar. No lo hizo así, y su respuesta resultó insuficiente.

—Mi señor Merlín se sentirá muy honrado con tal nombramiento, gran señor mío —manifestó.

Nimue dio un grito, tan súbito y lúgubre que todos temblaron y se aferraron a sus lanzas. A los perros de caza se les erizó el pelo del lomo. Cuando el grito se fue apagando, dejó un gran silencio entre los hombres. El humo ascendía en rachas y dibujaba grandes formas iluminadas por las antorchas en lo alto del oscuro techo, donde la lluvia golpeaba las tejas, cuando, por encima de los últimos ecos del grito, resonó un trueno en la distancia, en medio de la noche sacudida por la tormenta.

¡Truenos! Los cristianos volvieron a santiguarse, pero ninguno ignoraba el significado de la señal. Taranis, el dios del trueno, había hablado, prueba de que los dioses habían acudido al Gran Consejo, y lo que es más, habían acudido convocados por una joven que, a pesar del frío que obligaba a los hombres a envolverse en sus capas, no llevaba más vestimenta que una túnica blanca y una correa de esclava.

Nadie se movió, no se oyó una sola palabra ni se produjo gesto alguno. Los cuernos de hidromiel fueron olvidados y los hombres dejaron de rascarse los piojos. Ya no había en el recinto reyes ni guerreros. No había obispos, sacerdotes tonsurados ni ancianos sabios. Éramos sólo una muchedumbre silenciada y asustada que miraba con respeto y temor a una joven que se soltaba el cabello y lo dejaba caer, largo y negro, sobre su esbelta y blanca espalda. Morgana miraba al suelo, Tanaburs estaba boquiabierto y el obispo Bedwin musitaba oraciones mientras Nimue se dirigía a la palestra de los oradores, un espacio vacío detrás del brasero. Levantó los brazos y empezó a girar lentamente en el sentido del sol, de modo que todos le vimos la cara, una cara de horror, con los ojos en blanco y la lengua fuera de la boca, que se torció en una mueca. Dio otra vuelta sobre sí misma, y otra más, cada vez más aprisa, y doy fe de que un escalofrío estremeció al mismo tiempo a toda la concurrencia. Nimue empezó a agitarse al tiempo que daba vueltas velozmente, acercándose más y más al ardiente fuego del brasero, a punto de precipitarse entre las llamas, pero entonces saltó en el aire y dejó escapar un chillido antes de caer a plomo sobre los azulejos. Luego, avanzando a cuatro patas como un animal, buscó la forma de volver a su sitio recorriendo de un lado a otro la hilera de escudos, que con anterioridad se había abierto para que el calor del fuego calentara las piernas al rey supremo, y cuando llegó al escudo de Gundleus, con la máscara de zorro, se irguió en actitud rampante, como una serpiente a punto de atacar y escupió una vez.

La saliva alcanzó al zorro.

Gundleus se levantó sobresaltado del sitial, pero Tewdric lo detuvo. También Tanaburs se puso en pie trabajosamente, mas Nimue se volvió hacia él, con los ojos todavía en blanco, y gritó de nuevo. Lo señaló con el dedo mientras el eco del grito todavía resonaba en el espacioso salón romano, y el poder de su magia obligó a Tanaburs a sentarse otra vez en el suelo.

Entonces Nimue tembló, los ojos le giraron en las órbitas y volvimos a ver su pupilas de color castaño. Parpadeó a la vista de todos como sorprendida de encontrarse en aquel lugar y, dando la espalda al rey supremo, se sumió en una inmovilidad total. Esa inmovilidad denotaba que se hallaba poseída por los dioses y que cuando hablara, serían ellos los que hablaran por su boca.

—¿Merlín sigue con vida? —preguntó Tewdric en actitud respetuosa.

—Naturalmente.

Su voz rezumaba burla y no dio tratamiento de rey al monarca que la interrogaba. Estaba en compañía de los dioses y no tenía necesidad de mostrar respeto ante simples mortales.

—¿Dónde se halla?

—Ausente —dijo Nimue, y dio media vuelta para mirar al rey togado que le preguntaba desde el estrado.

—¿Dónde ha ido? —preguntó Tewdric.

—En busca de la sabiduría de Britania —respondió Nimue. Todos prestaron oídos porque finalmente escuchaban auténticas nuevas. Vi que Sansum, el señor de los ratones, se retorcía de ganas de expresar su rechazo ante tamaña irrupción de paganismo en el Gran Consejo, mas no había forma de que un simple sacerdote pudiera interferir en el interrogatorio que el rey Tewdric hacía a la muchacha.

—¿En qué consiste la sabiduría de Britania? —preguntó el rey Uther.

Nimue volvió a girar, una vuelta completa sobre sí misma en el sentido del sol, pero sólo lo hizo para concentrar sus pensamientos y encontrar la respuesta, y cuando la tuvo la anunció con una entonación hipnótica.

—La sabiduría de Britania es el conocimiento de nuestros antecesores, los dones de nuestros dioses, las trece propiedades de los trece tesoros que, una vez reunidos de nuevo, nos devolverán el poder para reclamar nuestra tierra. —Hizo una pausa y, cuando volvimos a oírla, su voz había recuperado el timbre normal—. Merlín trabaja con ahínco para que esta tierra vuelva a ser una, la tierra britana —Nimue dio media vuelta y se quedó mirando a Sansum, directamente a sus brillantes e indignados ojillos—, con los dioses britanos. —Volvió a dirigirse al rey supremo—. Y si lord Merlín fracasa, Uther de Dumnonia, todos pereceremos.

Un murmullo recorrió la sala. Sansum y los cristianos protestaron a voces, pero Tewdric, el rey cristiano, los mandó callar con un gesto de la mano.

—¿Esas palabras son de Merlín? —preguntó a Nimue.

Nimue se encogió de hombros, como si la pregunta no viniera a cuento.

—No son palabras mías —replicó con insolencia.

Uther no dudaba de que Nimue, una niña todavía, una mujer en ciernes, no hablara por sí misma, sino por su señor de modo que inclinó su pesado cuerpo hacia delante y la miró con el ceño fruncido.

—Pregunta a Merlín si acepta el juramento. ¡Pregúntale! ¿Protegerá a mi nieto?

Nimue hizo una larga pausa. Creo que intuyó el verdadero destino de Britania antes que cualquiera de nosotros, incluso antes que Merlín, y ciertamente mucho antes que Arturo, si es que Arturo lo intuyó alguna vez, pero el instinto le impidió decir la verdad a ese viejo cabezota que no tardaría en morir.

—Merlín, rey y señor mío —dijo por fin con un tono hastiado, dando a entender que cumplía con un deber necesario pero inútil—, promete en este momento, por la salvación de su espíritu, que jurará proteger la vida de vuestro nieto con la suya propia.

—¡Sólo si…! —Morgana nos sorprendió con su repentina intervención. Se puso en pie con esfuerzo, achaparrada y oscura al lado de Nimue. La luz de las llamas se reflejó en su casco de oro—. ¡Sólo si…! —Volvió a gritar, y entonces se acordó de mecerse hacía delante y hacia atrás entre el humo del brasero como si su cuerpo estuviera poseído por los dioses—. Sólo si, dice Merlín, Arturo jura conmigo. Arturo y sus hombres deben ser los que protejan a tu nieto. ¡Merlín ha hablado!

Emitió el discurso con toda la dignidad de quien estaba acostumbrada a ser oráculo y profetisa, pero yo, si no alguno más, eché de menos el estampido de un trueno en la lluviosa noche.

Gundleus protestaba, puesto en pie, contra el pronunciamiento de Morgana. Ya había tenido que aceptar el supeditar su poder a un consejo de seis hombres y a un trío de juramentados, y ahora se le exigía que su nuevo reino sostuviera a una banda guerrera de enemigos en potencia.

—¡No! —dijo, pero Tewdric desoyó su protesta y bajó de la tarima para colocarse junto a Morgana y dirigirse al rey supremo.

Fue entonces cuando la mayoría de los que llenábamos el salón comprendimos que Morgana, aun habiendo hablado con la voz de Merlín, había pronunciado las palabras que Tewdric quería que dijera. El rey Tewdric de Gwent era buen cristiano, pero aún mejor político y sabía exactamente cuándo recurrir al apoyo de los dioses antiguos para reforzar sus propuestas.

—Arturo ap Neb, con sus guerreros —dijo Tewdric al rey—, es, como garante de la vida de vuestro nieto, muy superior a cualquier juramento que pueda prestar mi persona, aunque bien sabe Dios que mi voto es solemne.

El príncipe Gereint, sobrino de Uther y segundo señor de la guerra después de Owain, habría podido oponerse al nombramiento de Arturo, pero el señor de las Piedras era hombre honesto y de ambición limitada, y no confiaba en su capacidad para comandar las tropas de Dumnonia; por lo tanto, se alineó con Tewdric y apoyó su propuesta. Owain, caudillo de la guardia real de Uther y paladín del rey, parecía poco satisfecho con el nombramiento de un rival, pero al cabo también apoyó a Tewdric y dio su consentimiento con un gruñido.

Uther continuaba indeciso. El tres era número de buena suerte, y tres juramentados eran suficientes; añadir un cuarto podría desagradar a los dioses. Sin embargo, le debía un favor a Tewdric, pues ya había rechazado su proposición de que Arturo contrajera matrimonio con Norwenna. Entonces el rey pagó su deuda.

—Arturo jurará —consintió por fin, y sólo los dioses saben cuán difícil le resultó otorgar tal nombramiento al hombre al que hacía responsable de la muerte de su amado hijo.

No obstante, se lo otorgó y el salón estalló en un clamor general. Sólo los guerreros de Gundleus guardaron silencio mientras las conteras de las lanzas rompían los azulejos del suelo y los vivas de los soldados resonaban en la cavernosa y ahumada oscuridad.

Y de este modo, al final del Consejo, Arturo, hijo de nadie, fue nombrado, junto con otros tres, protector de Mordred por su honor.