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Norwenna y el pequeño fueron trasladados a Ynys Wydryn, nuestro hogar, en una carreta de bueyes. Llegaron al pie del Tor por el puente de las tierras orientales. Apostado en la ventosa cima del risco seguí el traslado de la madre enferma y el niño lisiado del lecho de pieles a la litera de lienzo; fueron llevados camino arriba hasta alcanzar la empalizada. Era un día claro y helado, la nieve resplandecía, hacía un frío penetrante que se clavaba en los pulmones, agrietaba la piel y arrancó gemidos a Norwenna al cruzar con su hijo la puerta de tierra del risco de Ynys Wydryn.

Y así fue como Mordred, Edling de Dumnonia, entró en el reino de Merlín.

Ynys Wydryn, a pesar de su nombre, que significa Isla de Cristal, no era una verdadera isla sino una especie de promontorio elevado que se alzaba sobre una planicie de marismas, arroyos y ciénagas rodeadas de sauces donde los juncos y las cañas crecían exuberantes. Abundaban las aves silvestres, los peces y la piedra caliza, que se extraía fácilmente de las canteras de las colinas que bordeaban la planicie marismeña, cruzada por senderos de troncos en los que a veces se ahogaban los viajeros incautos cuando el viento de poniente soplaba con fuerza y levantaba súbitamente un fuerte oleaje que inundaba la alargada franja de verdes ciénagas. Hacia el oeste, donde la tierra se elevaba, abundaban los pomares y los campos de trigo, y hacia el norte señalaban el final de las marismas unos montes claros donde pacían vacas y ovejas. Era buena tierra, y justo en su centro se hallaba Ynys Wydryn.

Toda esa tierra pertenecía a lord Merlín. Era conocida con el nombre de Avalón y sus señores anteriores habían sido el padre y el abuelo de Merlín, y hasta el último siervo o esclavo que pudiera divisarse desde la cumbre del Tor le pertenecía. Esa tierra y todas sus riquezas, dependientes de las rías marinas y entretejidas con su naturaleza, o cultivadas en las fértiles vegas del río insular, constituían la hacienda de Merlín y le proporcionaban libertad para ser druida. En otro tiempo Britania había sido tierra de druidas, pero los romanos los exterminaron salvajemente y luego domesticaron la religión hasta el punto de que, en esos momentos, dos generaciones después del final de la dominación romana sólo quedaba un puñado de sacerdotes antiguos. Los cristianos habían ocupado su lugar y la nueva fe asediaba a la antigua como una gran marea levantada por el viento que socavara los endemoniados cañaverales de Avalón salpicándolo todo.

La isla de Avalón, Ynys Wydryn, era un macizo de montes herbosos, todos desnudos excepto el Tor, el más abrupto y elevado. En la cima se alzaba una cresta sobre la que se asentaba la fortaleza de Merlín y, a sus pies, una serie de edificaciones menores protegidas por una empalizada que parecía precariamente colgada en lo alto de las verdes y empinadas pendientes del Tor, se escalonaban en terrazas desde los días antiguos, antes de la llegada de los romanos. Un sendero estrecho recorría las antiguas terrazas describiendo una línea sinuosa hacia la cúspide; los que visitaban el Tor en busca de salud o profecías se veían obligados a recorrerlo, pues el propósito de tanta revuelta era despistar a los espíritus que, de no ser así, llegarían a perturbar la fuerza de Merlín. Dos senderos cruzaban en línea recta las faldas del Tor; el de levante, con el puente de tierra que llevaba a Ynys Wydryn, y el de poniente, que bajaba desde la puerta de mar hasta la aldea asentada al pie del Tor, donde habitaban cazadores, pescadores, canasteros y pastores. Por esos caminos se accedía normalmente al Tor, y Morgana los mantenía limpios de malos espíritus mediante oraciones y encantamientos constantes.

Morgana dedicaba una atención especial al camino occidental porque llevaba no sólo a la aldea, sino también al templo cristiano de Ynys Wydryn. El bisabuelo de Merlín había permitido que los cristianos se instalaran en la isla en tiempo de los romanos, y desde entonces nada había podido arrancarlos de allí. A los hijos del Tor nos enseñaban a arrojar piedras a los monjes y heces de bestias a las empalizadas, así como a reírnos de los peregrinos que entraban a hurtadillas por el portillo para adorar un espino que crecía junto a la impresionante iglesia de piedra construida por los romanos que aún dominaba el asentamiento cristiano. En una ocasión Merlín entronizó un espino semejante en el Tor y todos fuimos a adorarlo con cantos, danzas y reverencias. Los cristianos de la aldea dijeron que su dios nos enviaría un castigo, pero no sucedió nada. Al final quemamos nuestro espino y mezclamos las cenizas con la comida de los cerdos, pero el dios cristiano no nos hizo el menor caso. Los cristianos decían que su espino era mágico y que lo había llevado a Ynys Wydryn un extranjero que había visto al dios cristiano clavado a un árbol. Que Dios me perdone, pero en aquellos días lejanos yo me burlaba de semejantes cuentos. Entonces no lograba comprender la relación que podía existir entre un espino y la muerte de un dios, pero ahora sí, aunque os aseguro que el Santo Espino, si es que aún crece en Ynys Wydryn, no es el que brotó de la vara de José de Arimatea. Lo sé porque una oscura noche de invierno Merlín me envió al pie de la ladera sur del Tor a buscar un frasco de agua limpia a la fuente sagrada y vi a los monjes cristianos arrancando un pequeño espino para sustituir el que acababa de agostarse en el recinto de la empalizada. El espino sagrado moría una y otra vez, aunque ignoro si sería por los excrementos que le lanzábamos desde fuera o por la sobrecarga de la ingente cantidad de tiras de tela que los peregrinos le ataban a las ramas. Fuera como fuese, los monjes del espino sagrado se enriquecieron a costa de las generosas ofrendas de los peregrinos.

Los monjes de Ynys Wydryn recibieron encantados la noticia de que Norwenna se hallaba entre nosotros, porque les proporcionaba la excusa perfecta para subir por el empinado sendero a llevar sus oraciones al interior de la fortaleza de Merlín. La princesa Norwenna seguía siendo una cristiana enardecida de lengua afilada, a pesar del fracaso de la Virgen María para asistirla en el parto, y exigió que se franqueara la entrada a los monjes todas las mañanas. Ignoro si Merlín se lo habría consentido, aunque desde luego Nimue maldecía a Morgana por habérselo permitido, pero Merlín no se encontraba en Ynys Wydryn en aquellos días. Hacía más de un año que no veíamos a nuestro señor, aunque en el interior de su extraño refugio la vida seguía su curso.

Tratábase de un lugar realmente curioso, y Merlín era el más extraño personaje de cuantos habitaban Ynys Wydryn, por más que viviera rodeado, por su gusto, de una verdadera tribu de gentes lisiadas, contrahechas, desfiguradas o medio locas. El capitán de la casa y comandante de la guardia era Druidan, un enano. No levantaba del suelo más que un niño de cinco años, aunque poseía la furia de un guerrero adulto y vestía a diario sus grebas, coraza, casco, manto y armas. Maldecía constantemente la atrofia que le había reservado el destino y se vengaba con las únicas criaturas aún más pequeñas que él: los huérfanos que Merlín recogía como al descuido. Eran pocas las niñas que escapaban al acoso fanático de Druidan, aunque cuando intentó arrastrar a Nimue a su catre recibió una furibunda paliza en pago a sus esfuerzos. Merlín le golpeó la cabeza, le rompió las orejas, le partió los labios y le puso los ojos morados para regocijo de huérfanos y soldados. Los soldados que estaban a las órdenes de Druidan eran todos tullidos, ciegos o locos, y algunos las tres cosas, pero ninguno tan insensato como para profesarle cariño.

Nimue, mi amiga y compañera de la infancia, era irlandesa. Los irlandeses eran britanos pero jamás cayeron en poder de los romanos, motivo por el cual se sentían superiores a los de la isla grande y contra ellos organizaban sus incursiones de saqueo; los acosaban, los esclavizaban y los colonizaban. De no haber sido los sajones tan feroces enemigos, habríamos tenido a los irlandeses por las peores entre las criaturas de Dios, a pesar de las alianzas que con ellos establecíamos en ocasiones para defendernos de otras tribus britanas. A Nimue la raptaron en su casa durante un ataque lanzado por Uther contra los asentamientos irlandeses de Demetia, al otro lado del ancho mar donde desembocaban las aguas del río Severn. En aquel ataque se tomaron dieciséis cautivos que fueron enviados a Dumnonia como esclavos, pero cuando las naves cruzaban el mar Severn, un gran temporal cayó desde el oeste y el navío que transportaba a los esclavos zozobró frente a las costas de Ynys Wydryn. Sólo Nimue sobrevivió y, según cuentan, salió de las aguas por su propio pie sin haberse mojado siquiera. Merlín dijo que era una señal de amor de Manawydan, dios del mar, aunque la niña aseguró que su salvadora había sido Don, la diosa más poderosa. Merlín quiso llamarla Viviana, apelativo atribuido a Manawydan, pero Nimue, lejos de responder jamás a ese nombre, conservó el suyo propio. Nimue solía salirse siempre con la suya. Creció en la demencial fortaleza de Merlín y desarrolló una curiosidad penetrante y una serena confianza en sí misma; cuando al cabo de trece o catorce veranos de su llegada Merlín le ordenó que acudiera a su lecho, ella acudió como si desde siempre hubiera sabido que el destino le reservaba tal puesto, es decir, convertirse en su amante y por tanto, obedeciendo el orden de las cosas, en la segunda persona en importancia de todo Ynys Wydryn.

Pero Morgana no cedió ese lugar sin lucha. Morgana, la más grotesca de las criaturas que moraban en la casa de Merlín, era viuda y contaba treinta veranos cuando Norwenna y Mordred fueron confiados a su tutela, misión apropiada a su alta cuna, pues era la mayor de los cuatro hijos bastardos, tres mujeres y un varón, que Uther, rey supremo, había concebido de Ygraine de Gwynedd. Era, pues, hermana de Arturo, y siendo de linaje tan elevado y teniendo semejante hermano, habría cabido imaginar que los hombres de ambición fueran capaces de derribar los mismísimos muros del más allá para solicitar la mano de la viuda, pero sucedió que, al poco de casarse, Morgana quedó atrapada en un incendio de resultas del cual murió su recién estrenado esposo, mientras que ella sufrió terribles quemaduras en el rostro. Las llamas le arrebataron la oreja izquierda, le cegaron el ojo izquierdo, le abrasaron para siempre la mitad izquierda del cuero cabelludo, le lisiaron la pierna izquierda y le retorcieron el brazo izquierdo de tal modo que, según me contó Nimue, todo el lado izquierdo de Morgana estaba arrugado, descarnado y desfigurado, mermado en unas partes y aumentado en otras, en suma, horrendo a la vista en general. Como una manzana podrida, según Nimue, pero peor. Morgana era una visión de pesadilla, pero adecuada a ojos de Merlín, para su elevada fortaleza, y la aleccionó para convertirla en su profetisa. Ordenó a un orfebre del rey que le construyera una máscara perfectamente adaptada a su cabeza, como un casco. La máscara de oro tenía un agujero para el único ojo de Morgana y una ranura para su retorcida boca, y fue forjada en una fina lámina de oro puro con espirales y dragones cincelados y el rostro de Cernunnos, el dios cornudo y protector de Merlín. Morgana, siempre ataviada de negro y tras la máscara del dios, también ocultaba su mano izquierda con un guante y adquirió fama por sus poderes curativos y su don de la profecía. Por otra parte, era la mujer de peor genio que he conocido en mi vida.

Sebile, esclava y compañera de Morgana, era una rara beldad de cabellos de color oro claro. Sajona de origen, cayó cautiva durante una incursión, sufrió violaciones continuadas a manos de la banda asaltante durante toda la campaña y llegó a Ynys Wydryn hablando incoherentemente; allí Morgana procuró devolverle la salud mental. Su estado perduró; no estaba irremediablemente loca pero sí trastocada hasta lo inconcebible. Yacía con cualquier hombre, no porque lo deseara sino porque temía no hacerlo, y todos los intentos de Morgana por restablecerla resultaron inútiles. Dio a luz, año tras año, niños de claros cabellos de los que muy pocos sobrevivieron, y aun esos pocos Merlín se ocupó de venderlos como esclavos a hombres que los codiciaban precisamente por el color de sus cabellos. Le hacía gracia la locura de Sebile, aunque su demencia no guardaba relación alguna con los dioses.

Yo apreciaba a Sebile porque, siendo yo también sajón, me hablaba en mi lengua materna, de modo que crecí en Ynys Wydryn hablando la lengua sajona y la britana. Estaba destinado a la esclavitud, pero cuando era pequeño y apenas alcanzaba la altura de Druidan, una horda invasora de Siluria entró en Dumnonia por la costa norte y tomó el asentamiento donde mi madre vivía esclavizada. Al frente de la horda iba el rey Gundleus de Siluria. Mi madre, que, según recuerdo se parecía un poco a Sebile, fue violada y a mí me arrastraron al pozo de la muerte, donde Tanaburs, el druida silurio, sacrificó a doce cautivos al gran dios Bel en agradecimiento por el rico botín que la incursión les había procurado. ¡Dios Santo, cuánto me acuerdo de aquella noche! Las hogueras, los gritos, las violaciones en plena borrachera, las danzas frenéticas y, luego, el momento en que Tanaburs me empujó al pozo oscuro donde ardía la enorme pira. Sobreviví completamente ileso; salí del pozo de la muerte con la misma serenidad con que Nimue saliera de entre las aguas mortales y Merlín, al encontrarme, me llamó hijo de Bel. Me puso el nombre de Derfel, me dio un hogar y me dejó crecer en libertad.

En el Tor habitaban muchos niños de características semejantes, que habían salido bien librados de las garras de los dioses. Merlín creía que éramos especiales y que tal vez formaríamos más adelante una nueva orden de druidas y sacerdotisas con cuya ayuda podría él restablecer la antigua religión en la Britania asolada por los romanos, pero no tenía tiempo para comunicarnos sus enseñanzas y muchos de nosotros se convirtieron en campesinos, pescadores o esposas. Mientras viví en el Tor, sólo Nimue parecía realmente una elegida de los dioses y se preparaba para ser sacerdotisa. Yo únicamente deseaba hacerme guerrero.

Pelinor me inculcó esa ambición. Pelinor, la criatura más amada de Merlín, era rey, pero los sajones le despojaron de su trono y le arrancaron los ojos, mientras que los dioses le privaron de la razón. Debió haber sido enviado a la isla de los Muertos, donde se confinaba a los locos peligrosos, pero Merlín ordenó que lo mantuvieran en el Tor, cerrado en una reducida barraca semejante a la que utilizaba Druidan para sus cerdos. Vivía desnudo, los largos cabellos blancos le llegaban a las rodillas y las cuencas de sus ojos, aunque vacías, derramaban abundantes lágrimas. Deliraba constantemente despotricando contra el universo a causa de sus penas, y Merlín prestaba oídos a su locura para interpretar en ella mensajes divinos. Pelinor inspiraba temor a todos. Estaba loco de atar, poseído por una ferocidad indomable. En una ocasión asó en su hoguera a uno de los hijos de Sebile. Y sin embargo, por inverosímil que parezca, a mí me apreciaba, no sé por qué. Me colaba entre las estacas de su empalizada y él me mimaba y me contaba historias de combates y de formidables partidas de caza. Nunca me pareció loco y jamás me hizo mal alguno, ni a Nimue, pero es que, tal como decía Merlín, nosotros éramos dos elegidos de Bel.

Tal vez fuéramos elegidos de Bel, pero Gwendolin nos odiaba. Era la esposa de Merlín, ya vieja y desdentada. Compartía con Morgana el conocimiento de las hierbas y los encantamientos, pero Merlín la repudió cuando su rostro quedó desfigurado por una enfermedad, hecho acaecido mucho antes de mi llegada al Tor, durante un época conocida con el nombre de los Malos Tiempos. Fue cuando Merlín regresó del norte enloquecido y presa de gran congoja, pero ni siquiera al recuperar el sentido común quiso admitir de nuevo a Gwendolin a su lado, aunque le permitió vivir en una pequeña cabaña cercana a la empalizada, donde ella pasaba los días probando encantamientos contra su esposo e insultándonos a voces a los demás. Hizo a Druidan objeto de su más enconado rencor. A veces lo atacaba con un asador; Druidan echaba a correr por entre las cabañas y ella lo perseguía tenazmente con gran regocijo de los niños, que la animábamos, ansiosos por ver derramarse la sangre del enano; pero éste siempre logró salvarse.

Tal era, pues, el extraño lugar al que Norwenna llegó con el Edling Mordred, y aunque lo haya retratado como la casa de los horrores, en realidad era un buen refugio. Eramos los niños privilegiados de lord Merlín, gozábamos de libertad, apenas trabajábamos, reíamos, e Ynys Wydryn, la Isla de Cristal, era un lugar feliz.

Norwenna llegó en invierno, cuando las marismas de Avalón estaban cubiertas de hielo. Había un carpintero en Ynys Wydryn, de nombre Gwlyddyn, cuya esposa tenía un hijo de la misma edad que Mordred, y que nos había hecho unos trineos con los que nos deslizábamos por las nevadas laderas del Tor rasgando el aire con nuestros gritos. A Ralla, la esposa de Gwlyddyn, le fue encomendada la tarea de ama de cría de Mordred, y el príncipe, a pesar de la tara del pie se hizo fuerte con su leche. Incluso la salud de Norwenna fue mejorando a medida que cedía la crudeza invernal y aparecían las primeras campanillas blancas en los zarzales cercanos a la fuente sagrada, al pie del Tor. La princesa nunca gozó de una salud fuerte, pero gracias a las hierbas que le administraban Morgana y Gwendolin y a las oraciones de los monjes, podía decirse que por fin remitía la debilidad en que la había sumido el parto. Todas las semanas un mensajero llevaba noticias de la salud del Edling a su abuelo, el rey supremo, quien recompensaba al mensajero, si las nuevas eran buenas, con una moneda de oro, un cuerno de sal o un frasco de vino exótico, dádivas que solían acabar en manos de Druidan.

En vano aguardábamos el regreso de Merlín; el Tor parecía vacío sin él aunque la vida cotidiana no sufriera cambio alguno. Había que mantener las despensas repletas, había que exterminar a las ratas, había que acarrear leña y agua de la fuente, colina arriba, tres veces al día. Gudovan, el escribano de Merlín, llevaba cuenta de los pagos de los arrendatarios, mientras que Hywel, el administrador, recorría las tierras para que ninguna familia se sintiera tentada de engañar al amo en su ausencia. Gudovan y Hywel eran hombres sobrios, prácticos y trabajadores; prueba viva, según Nimue, de que las excentricidades de Merlín terminaban donde empezaban sus rentas. Gudovan me enseñó a leer y a escribir. Yo no quería aprender semejantes artes, tan ajenas a las guerreros, pero Nimue insistió.

—No tienes padre —me decía— y habrás de forjarte la vida según tus conocimientos.

—Quiero ser soldado.

—Lo serás —me prometió—, pero para eso primero tienes que aprender a leer y escribir.

Y era tal la autoridad que pese a su juventud ejercía sobre mí, que creí sus palabras y aprendí el oficio de secretario antes de averiguar que no era necesario para convertirse en soldado.

Así pues, Gudovan me enseñó letras y Hywel, el administrador, el oficio de las armas. Me enseñó a manejar el simple palo, el garrote de campesino, que sirve tanto para abrir cráneos como para blandirlo a modo de espada o arrojarlo cual lanza. Hywel había sido un famoso guerrero del ejército de Uther hasta que perdió una pierna a causa de un hachazo sajón; me entrenó hasta que adquirí en los brazos la fuerza necesaria para esgrimir un espadón con la misma agilidad que el simple palo. Hywel me decía que muchos guerreros confiaban más en la fuerza bruta y en la bebida que en la pericia, que me enfrentaría a hombres que se tambaleaban empapados en hidromiel y cerveza y cuyo único talento consistía en propinar golpes tremendos capaces de matar a un buey, pero que un hombre sobrio que conociera los nueve golpes de la espada siempre estaría en condiciones de derrotar a semejante bruto.

—Yo estaba borracho —me confesó— cuando Octha el sajón me cortó la pierna. Y ahora ¡más rápido, muchacho, más rápido! Tienes que encandilarlos con la espada. ¡Más rápido!

Me enseñó bien, y los primeros que lo supieron fueron los hijos de los monjes que vivían en el asentamiento más bajo de Ynys Wydryn. Sentían encono hacia los niños privilegiados del Tor porque holgábamos mientras ellos se afanaban en el trabajo y corríamos libremente mientras ellos laboraban, y para vengarse nos perseguían y nos zurraban. Un día bajé a la aldea sólo con mi palo y di una paliza a tres malditos cristianos. Siempre fui más alto de lo que correspondía a mi edad y los dioses me habían concedido la fuerza de un buey, así que a ellos atribuí la victoria, aunque Hywel me azotó porque, según me dijo, los privilegiados no debían aprovecharse nunca de sus inferiores. A pesar de todo creo que le complació en gran medida, pues al día siguiente me llevó de caza y maté mi primer jabalí con una lanza de hombre. Esto sucedió en un neblinoso matorral, cerca del río Cam, cuando contaba doce años de edad. Hywel me untó la cara con la sangre del jabalí, me dio los colmillos del animal para que los luciera en un collar y después se llevó la presa al templo de Mitra, donde ofreció un festín a todos los guerreros viejos que adoraban a esa divinidad de los soldados. Yo no podía asistir a la fiesta pero Hywel me prometió que un día, cuando tuviera la barba crecida y hubiera matado en combate al primer sajón, me iniciaría en los misterios de Mitra.

Tres años más tarde seguía soñando con matar sajones. Quizá parezca extraño que un joven sajón con el cabello del color de los sajones, profesara tan ferviente lealtad a Britania, pero es que, desde mi más tierna infancia me había criado entre britanos, y mis amigos, mis amores, mis conversaciones cotidianas, mis historias, mis enemistades y mis sueños eran enteramente britanos. Tampoco mi color natural resultaba tan ajeno. Los romanos dejaron entre los britanos extranjeros de todas clases, como dos hermanos de los que me habló Pelinor en una ocasión y que, según él, eran negros como el carbón; siempre pensé que sus palabras eran producto de su locura embellecida por la imaginación; hasta que conocí a Sagramor, el comandante númida de Arturo.

El Tor se llenó de gente con la llegada de Mordred y su madre, pues Norwenna trajo consigo no sólo a las mujeres que la atendían sino también a una tropa de guerreros cuya misión consistía en proteger la vida del Edling. Dormíamos en las cabañas de cuatro en cuatro o de cinco en cinco; sólo Nimue y Morgana tenían acceso a las estancias interiores de la fortaleza. Eran las habitaciones de Merlín y solamente Nimue podía dormir allí. Norwenna y su corte habitaban la fortaleza misma, llena siempre de humo a causa de los dos fuegos que ardían día y noche. La fortaleza se apoyaba en veinte troncos de roble y tenía las paredes de adobe revocado y la techumbre de paja. El suelo era de tierra cubierta de juncos, que a veces se incendiaban causando el consiguiente pánico, hasta que apagaban el fuego a pisotones. Las habitaciones de Merlín estaban separadas del conjunto por un tabique de adobe y escayola en el que sólo se abría un portillo de madera. Sabíamos que Merlín dormía, estudiaba y soñaba en esas estancias, que culminaban en una torre de madera construida en el punto más elevado del Tor. Lo que sucedía en el interior de la torre era un misterio para todos excepto para Merlín, Morgana y Nimue, y ninguno de ellos lo contaría jamás, aunque las gentes del campo, que veían la torre desde muchas millas de distancia, juraban que allí se almacenaban tesoros robados de los túmulos funerarios del pueblo antiguo.

El jefe de la guardia de Mordred era un cristiano llamado Ligessac, un hombre alto, delgado y codicioso cuya principal habilidad era el tiro con arco. Era capaz de partir una rama a cincuenta pasos cuando estaba sobrio, cosa que raramente sucedía. Me enseñó los rudimentos de su oficio, pero enseguida se aburría de tener a un crío por compañía y prefería irse con sus hombres a jugar a las apuestas. Con todo, llegó a relatarme cómo murió realmente el príncipe Mordred y por qué, a raíz de su muerte, el rey Uther desterró a Arturo.

—Arturo no fue culpable —me dijo Ligessac al tiempo que echaba un guijarro a la tabla. Todos los soldados tenían una tabla semejante, algunas eran auténticas joyas talladas en hueso—. ¡Seis! —exclamó, mientras yo aguardaba la continuación de la historia de Arturo.

—Te doblo —dijo Menw, soldado de la guardia del príncipe, y echó a rodar su piedra, que chocó con los bordes del tablero y se detuvo en un uno.

Con un dos ya habría ganado, de modo que recogió sus guijarros y soltó una blasfemia.

Ligessac mandó a Menw a buscar la bolsa para pagarle la apuesta y siguió contándome que Uther llamó a Arturo, que se encontraba en Armórica, para que le ayudara a expulsar a un gran ejército de sajones que se había adentrado mucho en nuestra tierra. Arturo acudió a la llamada con sus hombres, me dijo Ligessac, pero sin sus famosos caballos, porque habida cuenta del carácter perentorio de la llamada, ni tiempo tuvieron de encontrar naves suficientes para hombres y bestias.

—Pero no le hacían falta caballos —comentó Ligessac con admiración—, porque encerró a los mal nacidos sajones en el valle del Caballo Blanco. Y entonces Mordred creyó ser más artero que Arturo. Quería todos los honores para sí, ¿comprendes? —Ligessac se limpió los mocos con el puño de la camisa y echó un vistazo alrededor por si alguien escuchaba—. Mordred ya estaba borracho —prosiguió en voz baja— y la mitad de sus hombres deliraban desnudos y juraban que podían matar a diez por barba. Tendríamos que haber esperado a Arturo, pero el príncipe nos ordenó cargar.

—¿Vos estábais allí? —pregunté lleno de admiración juvenil.

—Con Mordred —asintió—. ¡Dios mío, cómo lucharon! Nos rodearon y de pronto éramos cincuenta britanos que si no recobrábamos la sobriedad al punto encontraríamos la muerte allí mismo. Yo disparaba flechas tan rápidamente como podía y los lanceros estaban formando una línea de defensa, pero los guerreros enemigos se abrían paso hacia nosotros con espadas y hachas. Sus tambores retumbaban, sus magos aullaban y me di por muerto. Me quedé sin flechas y me defendí con una lanza; no creo que sobreviviéramos más de veinte, todos en el límite de nuestras fuerzas. La enseña del dragón había caído en sus manos, Mordred moría desangrado y los demás nos limitamos a colocarnos muy juntos esperando el final, cuando llegaron los hombres de Arturo. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza en un gesto de arrepentimiento—. Los bardos cantarán que Mordred anegó la tierra con sangre sajona aquel día, muchacho, pero te aseguro que no fue Mordred sino Arturo. Mataba y mataba sin parar, recuperó la enseña, dio muerte a los magos, quemó los tambores de guerra, persiguió a los supervivientes hasta el anochecer y acabó con el cabecilla enemigo en Edwy’s Hangstone a la luz de la luna. Por eso ahora los sajones son vecinos cautelosos, muchacho, no porque Mordred los venciera, sino porque creen que Arturo ha vuelto a Britania.

—Pero no es así —repliqué con tristeza.

—El rey supremo no se lo permite. El soberano lo considera culpable. —Ligessac se detuvo y volvió a mirar alrededor por si alguien le escuchaba subrepticiamente—. El rey cree que Arturo deseaba la muerte de Mordred para convertirse en rey a su vez, pero no es cierto. Arturo no es de esa calaña.

—¿Cómo es? —pregunté.

Ligessac se encogió de hombros dando a entender que resultaba difícil de explicar; en ese momento, vio que Menw regresaba y no pudo decir nada más.

—Ni una palabra, chico —me advirtió—, ni una sola palabra.

Todos habíamos oído relatos parecidos, aunque Ligessac era el primero que decía haber estado presente en la batalla del Caballo Blanco. Más tarde llegué a pensar que no era cierto, que se había inventado un cuento para ganarse la admiración de un chiquillo crédulo, aunque su versión resultó ser bastante fiel. Mordred se comportó como un borracho insensato y Arturo obtuvo la victoria, a pesar de lo cual Uther le ordenó retirarse al otro lado del mar. Los dos eran hijos suyos, pero Mordred era el heredero bienamado y Arturo el bastardo arribista. Con todo, el destierro de Arturo no impidió que Dumnonia entera viera en el bastardo la máxima esperanza del país, el joven guerrero de allende el mar que nos salvaría de los sajones y reconquistaría las Tierras Perdidas de Lloegyr.

La segunda mitad del invierno fue suave. Se avistaban lobos al otro lado del muro de barro que protegía el puente de tierra de Ynys Wydryn, pero no se acercaban al Tor, aunque algunos preparaban hechizos lobunos y los escondían bajo la cabaña de Druidan con la esperanza de que una enorme bestia con la boca llena de espuma saltara la empalizada y se llevara al enano para cenar. Los encantamientos no funcionaron y a medida que el invierno terminaba, todos empezamos los preparativos de la gran fiesta de primavera, Beltane, con sus impresionantes hogueras y sus festejos a media noche; pero entonces sucedió en el Tor una cosa mucho más emocionante.

Vino Gundleus de Siluria.

El primero en llegar fue el obispo Bedwin. Era el consejero de Uther de mayor confianza y su llegada anunciaba grandes acontecimientos. Las sirvientas de Norwenna tuvieron que salir de la fortaleza y se colocaron alfombras sobre los juncos del suelo, señal segura de que estaba a punto de visitarnos una persona muy importante. Todos pensábamos que sería Uther en persona, pero la enseña que asomó por el puente de tierra una semana antes de Beltane representaba el zorro de Gundleus, no el dragón de Uther. Brillaba la mañana cuando vi desmontar a los caballeros al pie del Tor. El viento agitaba sus capas y hacía volar la enseña en la que vi la odiada máscara de zorro que me arrancó un grito de rabia y un gesto contra el diablo.

—¿Qué sucede? —preguntó Nimue.

Estaba conmigo en la plataforma de vigilancia del este.

—Es la enseña de Gundleus —dije, y vi la sorpresa reflejada en sus ojos, pues Gundleus era rey de Siluria y aliado del rey Gorfyddyd de Powys, eterno enemigo de Dumnonia.

—¿Estás seguro? —insistió Nimue.

—Él se llevó a mi madre —dije— y su druida me arrojó al pozo de la muerte.

Escupí por encima de la muralla sobre los doce hombres que habían empezado a subir hacia el Tor por una cuesta demasiado empinada para los caballos. Entre ellos estaba Tanaburs, druida de Gundleus y demonio de mis pesadillas. Era un hombre alto y viejo, con la barba trenzada y el cabello largo y blanco rasurado en la mitad superior del cráneo, según la tonsura tradicional común a druidas y sacerdotes cristianos. A mitad de la cuesta se quitó la capa y comenzó una danza protectora por si Merlín había dejado espíritus guardando las puertas. Nimue, al ver al viejo brincando torpemente a la pata coja en la empinada pendiente, escupió al viento y echó a correr hacia las habitaciones de Merlín. Fui tras ella, pero me echó a un lado so pretexto de que no entendería el peligro.

—¿Peligro? —pregunté, pero ella ya había desaparecido.

Al parecer no había peligro alguno, pues Bedwin había ordenado abrir las puertas de par en par y en ese momento se esforzaba por organizar un comité de bienvenida en el agitado caos que conmocionaba la cima del Tor. Morgana había salido ese día al templo de las colinas de levante, donde interpretaba sueños, pero todos los demás se aprestaron a recibir a los recién llegados. Druidan y Ligessac hacían formar a sus respectivas tropas; Pelinor, desnudo, aullaba a las nubes. Gwendolin escupía desdentadas maldiciones contra el obispo Bedwin y un tropel de críos se peleaba por ocupar los mejores sitios. La intención era dispensarles una acogida digna, pero Lunete, una huérfana un año menor que Nimue, soltó un cerdo de la piara de Druidan, de modo que Tanaburs, que encabezaba el desfile de entrada, fue recibido por un puerco que gruñía exaltado.

Pero hacía falta algo más que los gruñidos de un pobre lechón asustado para inmutar a un druida. Tanaburs, ataviado con una sucia túnica gris con bordados de liebres y medias lunas, se plantó en la entrada y levantó los brazos por encima de su cabeza tonsurada. Llevaba una vara con una luna en la punta y la hizo girar tres veces en el sentido del sol; luego lanzó unos gritos hacia la Torre de Merlín. Otro lechón pasó rozándole las piernas y, tras resbalar en el barrizal que había a la entrada, echó a correr colina abajo. Tanaburs volvió a gritar, inmóvil, para comprobar si había en el Tor enemigos ocultos.

Durante unos momentos sólo se oyó el ondear de las enseñas al viento y la pesada respiración de los guerreros que habían trepado por la colina detrás del druida. Gudovan, escribano de Merlín, se colocó a mi lado con las manos envueltas en tiras de paño manchadas de tinta para protegerlas del frío.

—¿Quién es? —me preguntó, y en ese momento resonó un aullido lastimero en respuesta a las amenazas de Tanaburs y éste se estremeció.

El grito provenía del interior de la fortaleza, yo sabía que era Nimue.

Tanaburs parecía furioso. Ladró como un zorro, se tocó los genitales, hizo la señal del diablo y luego se dirigió a la fortaleza saltando a la pata coja. Se detuvo a los cinco saltos y repitió su chillido amenazador, pero en esa ocasión no obtuvo respuesta alguna y, colocando el otro pie en el suelo, hizo señas a su amo para que cruzara las puertas.

—Podéis pasar —le dijo—. Acercaos, lord rey, acercaos.

—¿Rey? —me preguntó Gudovan.

Le dije quiénes eran los recién llegados y de paso le pregunté qué razones empujarían a un enemigo como era Gundleus a presentarse en el Tor. Gudovan aplastó un piojo que le picaba bajo la camisa y se encogió de hombros.

—Política, rapaz, política.

—Contadme —le dije.

Gudovan suspiró como si acabara de proporcionarle la prueba de mi incurable estupidez, reacción habitual en él frente a cualquier pregunta; no obstante, me respondió.

—Norwenna está en condiciones de contraer matrimonio de nuevo, Mordred es un infante necesitado de protección y, ¿quién mejor que un rey para proteger a un príncipe? ¿Y quién mejor que un rey enemigo para convertirlo así en amigo de Dumnonia? En realidad es muy sencillo, rapaz; si te hubieras detenido a pensarlo un momento, habrías deducido tú solo la respuesta sin necesidad de robarme tiempo. —Me dio un ligero manotazo en la oreja como castigo—. Pero fíjate —añadió socarronamente—, tendría que renunciar a Ladwys por un tiempo.

—¿Quién es Ladwys? —pregunté.

—Su amante, tonto. ¿Crees que los reyes duermen solos? Aunque se dice que Gundleus siente tal pasión por Ladwys que se ha casado con ella. Dicen que se la llevó a Lleu’s Mound para que el druida los uniera, pero dudo que su insensatez llegue a tal extremo. Ella no es de sangre real. ¿Y tú no tenias que estar hoy cuadrando las cuentas de Hywel?

Pasé la pregunta por alto y me quedé mirando a Gundleus y a su guardia, que cruzaban con precaución el resbaladizo lodazal que se había formado a las puertas. El rey de Siluria era alto y bien proporcionado, de unos treinta años de edad. Cuando sus hombres capturaron a mi madre y me arrojaron al pozo de la muerte, él no era más que un jovenzuelo, pero los once o doce años transcurridos desde aquella noche oscura y maldita le habían tratado con dulzura, pues aún resultaba atractivo y conservaba el cabello negro y largo, con una barba dividida en la que no blanqueaba ni una cana. Llevaba capa de piel de zorro, botas de cuero hasta la rodilla, túnica anaranjada y la espada envainada en una funda roja. La guardia iba vestida de manera semejante; eran todos soldados altos que miraban desde arriba la patética colección de lanceros tullidos de Druidan. Los de Siluria llevaban espada, pero no lanzas o escudos, prueba de que venían en son de paz.

Me oculté al paso de Tanaburs. Cuando me arrojó al pozo, era yo un niño que apenas sabía andar y no había la menor posibilidad de que el viejo me reconociera como el burlador de la muerte, como tampoco tenía yo por qué temerle, después de su fracaso conmigo; y sin embargo, me intimidaba la presencia del druida silurio. Tenía los ojos azules, la nariz larga y la boca relajada y babosa. En la punta de sus lacios cabellos blancos llevaba huesos pequeños trenzados que entrechocaron haciendo ruido cuando abrió paso a su rey arrastrando los pies. El obispo Bedwin se situó junto a Gundleus, le dio la bienvenida oficialmente y le dijo que el Tor se sentía honrado con su real presencia. Dos hombres de la guardia transportaban un pesado cofre que debía de contener presentes para Norwenna.

La delegación desapareció en el interior de la fortaleza. La enseña del zorro fue clavada en el suelo, ante la puerta, donde los hombres de Ligessac se apostaron cerrando el paso a los demás, aunque los que nos habíamos criado en el Tor sabíamos mil y una formas de colarnos en el interior de la fortaleza de Merlín. Eché a correr hacia el lado sur, trepé por la leñera y abrí una cortina de cuero que protegía una ventana. Salté al interior y me escondí tras los baúles de mimbre en que guardaban las galas de fiesta. Un esclavo de Norwenna me vio llegar, y seguramente también algún soldado de Gundleus, pero nadie se tomó la molestia de expulsarme.

Norwenna estaba sentada en una silla de madera en el centro de la estancia. La princesa viuda no era bella: tenía el rostro redondo como un pan, pequeños ojos porcinos, boca estrecha de finos labios y la piel marcada por el rastro de alguna enfermedad infantil, pero nada de eso importaba. Los grandes hombres no se casan con princesas por su belleza, sino por el poder que aportan con su dote. A pesar de todo, Norwenna se había preparado meticulosamente para la visita. Sus ayudas de cámara la habían arropado en un fino vestido de lana azul claro que caía hasta el suelo alrededor de su figura, le habían trenzado el oscuro cabello, se lo habían sujetado en gruesos rodetes a ambos lados de la cabeza y se lo habían adornado con guirnaldas de flor de endrino. Llevaba una gruesa torques de oro, tres pulseras de oro en la muñeca y una sencilla cruz de madera colgada entre los senos. Estaba nerviosa y no podía ocultarlo, pues jugueteaba constantemente con la cruz de madera mientras sostenía en un brazo al Edling de Dumnonia, el príncipe Mordred, envuelto en varas de lino fino y tapado con una capa tenida de oro, del raro tinte compuesto de agua impregnada en resina de abejas.

El rey Gundleus apenas dedicó una mirada a Norwenna. Se dejó caer en la silla situada frente a ella como si estuviera hastiado ya de tanta ceremonia. Tanaburs husmeaba de columna en columna musitando encantamientos y escupiendo. Cuando pasó cerca de mi escondite, me agaché cuanto pude hasta que su olor se desvaneció. Las llamas chisporroteaban en las hogueras de ambos extremos del salón y el humo se mezclaba y giraba en el techo impregnado de hollín. No se veía rastro de Nimue.

Se sirvió a los recién llegados vino, pescado ahumado y galletas de avena, y después el obispo Bedwin pronunció un discurso en el que explicó a Norwenna que Gundleus, rey de Siluria, en señal de amistad hacia el rey supremo, había pasado cerca de Ynys Wydryn y había juzgado de cortesía hacer una visita al príncipe Mordred y a su madre. Bedwin añadió que el rey traía presentes para el príncipe. Tras esas palabras, Gundleus hizo una seña desganada a los porteadores del cofre para que se acercaran. Éstos lo depositaron a los pies de Norwenna. La princesa no había hablado todavía, ni habló cuando expusieron los regalos a sus pies, sobre la alfombra. Había una fina piel de lobo, dos de nutria, una de castor y una de venado, además de una pequeña torques de oro, broches, un cuerno para beber con una funda de plata cuya filigrana imitaba el mimbre y una jarra romana de cristal verde claro con el caño fino y delicado y el asa en forma de espiga. Se llevaron el cofre vacío y siguió un incómodo silencio durante el cual nadie supo qué decir. Gundleus señaló los presentes con gesto desmañado, el obispo Bedwin resplandecía de felicidad y Tanaburs lanzó un salivazo protector a una columna; mientras, Norwenna miraba con suspicacia los regalos del rey, pues en verdad no podía decirse que la ofrenda fuera generosa. Con la piel de venado podría confeccionarse un buen par de guantes, las pieles de pelo largo eran buenas, aunque seguramente Norwenna tendría unas cuantas de calidad superior en sus cestos de mimbre. En cuanto a la torques, llevaba puesta una cuatro veces más gruesa que la que estaba a sus pies. Los broches de Gundleus eran de lámina de oro fina y el cuerno tenía mellado el borde. Sólo la jarra romana era una verdadera joya.

Bedwin rompió el tenso silencio.

—Los presentes son magníficos. Magníficos, en verdad. Muy generosos, alteza.

Norwenna hizo un obligado gesto de asentimiento. El niño empezó a llorar y Ralla, la nodriza, para acallarlo, se lo llevó al cobijo de las sombras de más allá de los pilares y se sacó un pecho.

—¿El Edling está bien? —preguntó Gundleus; fueron sus primeras palabras desde que llegara a la fortaleza.

—Se encuentra bien, gracias a Dios y a los santos —respondió Norwenna.

—¿Y su pie izquierdo? —preguntó Gundleus, mostrando falta de tacto—. ¿Tiene curación?

—El pie no le impedirá montar a caballo, empuñar la espada ni sentarse en el trono —replicó Norwenna con firmeza.

—Naturalmente, claro está —dijo Gundleus, y miró al hambriento niñito. Sonrió, estiró los largos brazos y echó un vistazo a su alrededor. No había hablado de matrimonio ni lo haría en presencia de los que estaban allí. Si decidía casarse con Norwenna, hablaría con Uther, no con la mujer. Esa visita no era más que una excusa para conocer a la novia. Le dedicó una mirada breve y desinteresada y luego volvió a clavar la vista en las sombras del salón—. De modo que ésta es la guarida de lord Merlín, ¿eh? —comentó—. ¿Dónde se encuentra?

No hubo respuesta. Tanaburs escarbaba en el suelo bajo un extremo de la alfombra y supuse que estaba enterrando un encantamiento en la tierra del salón. Más tarde, cuando la delegación de Siluria hubo partido, registré ese mismo punto del suelo, encontré un pequeño oso tallado en hueso y lo arrojé al fuego. Las llamas se volvieron azules y crepitaron rabiosas; Nimue me dijo que había procedido correctamente.

—Creemos que lord Merlín se halla en Irlanda —respondió por fin el obispo Bedwin—, o quizás en las tierras salvajes del norte —añadió con vaguedad.

—O tal vez haya muerto —apuntó Gundleus.

—Roguemos porque no sea así —dijo el obispo fervientemente.

—¿Rogáis vos? —Gundleus se giró en la silla para mirar fijamente el rostro envejecido de Bedwin—. ¿Aprobáis la conducta de Merlín?

—Es amigo nuestro, alteza —replicó Bedwin, hombre digno y rechoncho, siempre dispuesto a mantener la paz entre las diversas religiones.

—Lord Merlín es un druida, obispo, y odia a los cristianos.

Gundleus trataba de provocar a Bedwin.

—Ahora hay muchos cristianos en Britania —adujo Bedwin—, pero pocos druidas. Creo que los de la verdadera fe no tenemos nada que temer.

—¿Oyes eso, Tanaburs? —interpeló Gundleus a su druida—. ¡El obispo no te teme!

Tanaburs no respondió. En su inquisitivo registro del salón, había dado con el espíritu protector que guardaba la puerta de las habitaciones de Merlín. Se trataba de algo muy sencillo. Simplemente, dos calaveras situadas a ambos lados de la puerta, pero sólo un druida se atrevería a cruzar la barrera invisible que formaban, e incluso un druida se arredraría ante un espíritu protector colocado por Merlín.

—¿Descansaréis aquí esta noche? —preguntó el obispo Bedwin a Gundleus, con la intención de desviar el tema de Merlín.

—No —contestó Gundleus con rudeza, y se puso en pie. Creí que ya se disponía a marcharse, pero se quedó mirando más allá de Norwenna, a la puerta guardada por una pequeña calavera negra, ante la cual Tanaburs se estremecía como un perdiguero al oler a un oso al que aún no ha visto—. ¿Qué hay tras esa puerta? —inquirió el rey.

—Las habitaciones de mi señor Merlín, alteza —respondió Bedwin.

—¿El lugar de los secretos? —preguntó Gundleus con intenciones arteras.

—Su dormitorio, nada más —respondió Bedwin, quitándole importancia.

Tanaburs levantó la vara con la luna en la punta y la esgrimió temblorosamente contra el espíritu de la puerta. El rey Gundleus se quedó observando la actuación de su druida, luego apuró el vino y arrojó el cuerno al suelo.

—Tal vez pase la noche aquí, después de todo —dijo el rey—, pero antes, mostradnos el dormitorio. —Indicó a Tanaburs que avanzara, pero el azoramiento se lo impedía. Merlín, el druida más poderoso de Britania, era temido hasta más allá del mar de Irlanda y nadie se entrometía en su vida a la ligera. Sin embargo, nadie había visto al gran hombre desde hacía muchos meses y algunas gentes murmuraban que la muerte del príncipe Mordred había sido un signo de declive de los poderes de Merlín. Además, lo que se hallara tras aquella puerta ejercía una atracción irresistible sobre Tanaburs, al igual que sobre su señor. Tal vez encontrara allí los secretos que lo convertirían en un druida tan sabio y poderoso como el gran Merlín—. ¡Abre la puerta! —ordenó Gundleus a Tanaburs.

Uno de los cuernos de la luna de la vara se movió tembloroso hacia una de las calaveras, vaciló y por fin rozó la parte superior del hueso amarillento. No ocurrió nada. Tanaburs escupió sobre la calavera y le dio la vuelta antes de retirar la vara con el gesto rápido y asustado de quien azuza a una serpiente dormida. Tampoco sucedió nada esa vez y el druida se decidió a alargar la mano hacia el cerrojo de madera.

Entonces se detuvo aterrorizado.

Un aullido resonó en las ahumadas paredes del salón. Un chillido lúgubre como de una niña sufriendo tortura. El horrísono grito hizo retroceder al druida. Norwenna gritó de miedo e hizo la señal de la cruz. El pequeño Mordred empezó a gemir y de nada sirvieron las tretas de Ralla para calmarlo. Gundleus se contuvo ante el chillido y luego, a medida que el eco se fue apagando, soltó una carcajada.

—Un guerrero —anunció a todos los inquietos presentes— no se arredra ante el grito de una niña.

Se dirigió a la puerta sin hacer caso del obispo Bedwin, que agitaba las manos en un intento de contener al rey sin llegar a rozarle.

Se oyó un golpe en la puerta protegida. Un ruido violento de madera al astillarse, tan repentino que todos se sobresaltaron. Al principio, creí que la puerta se había derrumbado ante el avance del rey, pero luego vi la lanza que había sido arrojada limpiamente contra la puerta. La punta plateada sobresalía entre el viejo roble ennegrecido y traté de imaginarme qué fuerza sobrehumana habría sido capaz de atravesar tan maciza barrera con el afilado acero.

La súbita aparición de la lanza hizo vacilar incluso a Gundleus, pero el orgullo lo sostuvo y no quiso retroceder en presencia de sus guerreros. Hizo una señal contra el diablo, escupió a la lanza y avanzó hacia la puerta, descorrió el pestillo y la abrió.

E inmediatamente retrocedió con el horror pintado en la cara. Yo le estaba mirando y vi el miedo en sus ojos. Dio otro paso atrás y entonces oí el lamento de Nimue, que avanzaba hacia el salón. Tanaburs hacía rápidos movimientos con la vara, Bedwin rezaba, el niño lloraba y Norwenna miraba desde la silla con expresión de angustia.

Nimue salió por la puerta y al verla, hasta yo, que era su amigo, temblé. Estaba desnuda y tenía el delgado y blanco cuerpo cubierto de sangre, que goteaba desde el cabello cayendo en regueros por los pequeños senos hasta los muslos. Llevaba una máscara de la muerte en la cabeza y, sobre la cara, le caía la piel tostada del rostro de un hombre sacrificado, anudada a su fino cuello, como si de un casco se tratara, con la piel de los brazos de un muerto. La máscara parecía poseer vida propia, porque palpitaba a medida que Nimue se acercaba al rey de Siluria. La piel del muerto, seca y amarillenta, colgaba suelta sobre la espalda de Nimue, mientras ella avanzaba a pasos cortos e irregulares. En su cara ensangrentada sólo se distinguía lo blanco de los ojos y, al tiempo que caminaba, iba soltando imprecaciones en un lenguaje más sucio que el de cualquier soldado. Llevaba en las manos dos víboras de reluciente cuerpo oscuro que levantaban la cabeza inquisitivamente en busca del rey.

Gundleus retrocedió de nuevo y repitió el gesto contra el diablo, pero entonces recordó que era un hombre, un rey y un guerrero, y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. En ese momento, Nimue sacudió la cabeza y la máscara de muerto le cayó hacia atrás dejando al descubierto el pelo, que llevaba recogido sobre la coronilla; pero enseguida comprobamos que no era pelo lo que tenía en la cabeza, sino un murciélago que batió de repente sus alas negras y arrugadas y abrió la roja boca haciendo una mueca a Gundleus.

El murciélago hizo gritar a Norwenna, que corrió a buscar a su hijo mientras los demás mirábamos horrorizados a la criatura sujeta al cabello de Nimue. La bestezuela tironeaba y aleteaba, trataba de volar, abría la boca y se debatía. Las víboras se retorcieron y de pronto el salón quedó vacío. Norwenna fue la primera en huir; la siguió Tanaburs y luego los demás, incluso el rey. Todos corrían a la luz de la mañana, hacia la puerta oriental.

Nimue se quedó observando la desbandada general, luego puso los ojos en blanco y parpadeó. Se acercó al fuego y, con gesto indolente, echó las dos sierpes al fuego, donde sisearon, se agitaron como flagelos y chisporrotearon al morir. Soltó al murciélago, que levantó el vuelo hasta las vigas del techo, se desató la máscara de muerto que tenía al cuello y la enrolló antes de recoger la delicada jarra romana de entre los regalos que Gundleus había llevado. La miró fijamente unos segundos y, girando el cuerpo, lanzó el tesoro contra un pilar de roble, donde se estrelló formando una lluvia de esquirlas verde claro.

—¡Derfel! —dijo bruscamente, en medio del gran silencio que se hizo después—. ¡Sé que estás ahí!

—Nimue —contesté azorado, y me levanté de detrás del mueble de mimbre que me había servido de biombo.

Estaba aterrorizado. La grasa de las serpientes crepitaba en el fuego, el murciélago revoloteaba por el techo. Nimue me sonrió.

—Necesito agua, Derfel —me dijo.

—¿Agua? —pregunté tontamente.

—Para lavarme la sangre de pollo —me explicó.

—¿De pollo?

—Agua —insistió—. Hay un jarro al lado de la puerta. Tráemelo.

—¿Allí? —pregunté atónito, porque, por el gesto, me pareció que quería que se la llevara a las habitaciones de Merlín.

—¿Por qué no? —dijo, y cruzó la puerta que todavía tenía clavada la enorme lanza de cazar osos.

Seguí sus pasos cargado con el pesado jarro hasta que la encontré de pie ante una lámina de cobre batido que reflejaba su cuerpo desnudo. No le cohibía mi presencia, tal vez porque, de pequeños, todos corríamos desnudos en grupo, pero en ese momento comprobé, plena y dolorosamente, que ya no éramos niños.

—¿Aquí? —pregunté.

Nimue asintió. Dejé el jarro en el suelo y me retiré hacia la puerta.

—Quédate —me dijo—. Por favor, quédate. Y cierra la puerta.

Para poder cerrar, tenía que desclavar la lanza primero. No quise preguntarle cómo había logrado atravesar el roble con ella porque me dio la impresión de que no estaba de humor para explicaciones, de modo que me quedé en silencio sacando la lanza mientras ella se quitaba la sangre de su blanca piel. Cuando terminó, se envolvió en una bata negra.

—Ven aquí —me dijo.

Obedecí y me acerqué a la cama de pieles y cobertores de lana, que se alzaba sobre una plataforma baja de madera y en la que, evidentemente, dormía por las noches. El lecho tenía un dosel de paño oscuro que olía a moho; me senté y la consolé entre mis brazos. Le notaba las costillas bajo la suave bata de lana. Nimue lloraba y, como yo no sabía por qué, me limité a servirle de torpe compañía, y de paso, examiné a fondo la habitación de Merlín.

Era una estancia extraordinaria. Había montones de cajoneras de madera y cestos de mimbre apilados de tal modo que formaban recovecos y pasillos por donde se paseaba una colonia de flacos gatitos. Algunas pilas habían caído por el suelo como si alguien hubiera buscado un objeto en la caja inferior y, en vez de molestarse en quitar las que tenía encima, las hubiera tirado sin más. Había polvo por todas partes. Me pareció que hacía años que no se cambiaban los juncos del suelo, aunque en muchas partes estaban cubiertos por alfombras o mantas que iban pudriéndose poco a poco. El hedor mareaba; era una mezcla de polvo, orines de gato, humedad, podredumbre y moho, aderezado con los aromas más sutiles de los manojos de hierbas que colgaban de las vigas. A un lado de la puerta había una mesa repleta de pergaminos ondulados y quebradizos y sobre ésta, en un polvoriento estante, se amontonaban cráneos de animales entre los que había al menos dos humanos, según comprobé cuando mis ojos se acostumbraron a la sepulcral penumbra. Había unos escudos descoloridos apoyados contra una panzuda tina de barro, de la que sobresalía un manojo de lanzas llenas de telarañas. De la pared colgaba una espada y, sobre un montón de grises cenizas de hoguera, se encontraba un brasero humeante, cerca del gran espejo de cobre sobre el que, increíblemente, pendía una cruz cristiana con la retorcida figura de su dios clavado por los brazos. La cruz estaba cubierta de muérdago para prevenir su inherente influencia maléfica. De las vigas del techo colgaba una maraña de cuernos y ramas secas de muérdago, además de una bandada de murciélagos en reposo, cuyos excrementos formaban pequeños montones en el suelo. Tener murciélagos en el interior de la casa era un augurio fatal, pero supuse que los poderosos como Merlín y Nimue no daban importancia a supercherías tan prosaicas. Había otra mesa con una balanza de metal y un sinnúmero de cuencos, morteros, manos de mortero, frascos y tarros lacrados con cera que contenían, según descubrí más tarde, rocío recogido en tumbas de hombres asesinados, cráneos molidos y belladona, mandrágora y estramonio para infusiones. En un cofre de piedra, cerca de la mesa, se mezclaban piedras de águila, panes de hada, flechas de elfo, piedras de serpiente y piedras de bruja con plumas, conchas y piñas piñoneras. Nunca había visto una estancia tan abigarrada, sucia y fascinante y me pregunté si la habitación de al lado, la Torre de Merlín, sería tan maravillosa y terrible.

Nimue había dejado de llorar y permanecía inmóvil entre mis brazos; debió de percibir la maravilla y la revulsión que me inspiraba la estancia.

—Nunca tira nada —me dijo en tono cansado—, nada. —Yo no dije una palabra, sólo la calmaba y la acariciaba. Descansó un poco, exhausta como estaba, pero cuando le toqué uno de sus pequeños senos por encima de la bata, se apartó furiosa—. Si es eso lo que quieres —me dijo—, ve a buscar a Sebile.

Se cerró la bata con furia, se bajó de la cama y se dirigió a la mesa donde estaban los instrumentos de Merlín.

Me disculpé torpe y cohibidamente.

—No tiene importancia —dijo, sin escuchar.

Se oían voces en el Tor, fuera de la fortaleza, y otras en el gran salón, al otro lado de la puerta, pero nadie vino a molestarnos. Nimue rebuscó entre los cuencos, tarros y cucharones que atiborraban la mesa hasta dar con lo que quería. Un cuchillo de piedra negra con una equilibrada hoja de dos filos, blancos como el hueso. Volvió junto a la cama, que olía a humedad, y se arrodilló al lado de la plataforma de modo que me miraba directamente a la cara. Se le había abierto la bata y me puse nervioso al imaginar su cuerpo desnudo en las sombras, pero ella me miraba fijamente a los ojos y yo no podía sino sostenerle la mirada.

Estuvo en silencio mucho rato, yo casi oía los latidos de mi corazón. Me pareció que trataba de tomar una grave decisión, de las que cambian el equilibrio de una vida para siempre, así que aguardé, temeroso, sin atreverme a cambiar la incómoda postura. Nimue no era ni hermosa ni fea, pero su rostro, todo viveza y expresión, no precisaba de la belleza formal. Tenía la frente ancha y alta, los ojos oscuros y fieros, la nariz afilada, la boca grande y la barbilla estrecha. Era la mujer más inteligente que había conocido en mi vida, pero incluso ya entonces, cuando era poco más que una niña, rebosaba tristeza nacida de esa misma inteligencia. Sabía muchas cosas. O había nacido sabia o los dioses le habían concedido la sabiduría al librarla de morir ahogada. De niña, era traviesa y alocada, pero en esos momentos, privada de la guía de Merlín pero con el peso de las responsabilidades del mago sobre sus delgados hombros, estaba cambiando. Yo también, claro está, pero de forma normal: un chico huesudo que se convierte en un hombre alto. Nimue pasaba de la infancia a la autoridad. Esa autoridad dimanaba de su sueño, un sueño que compartía con Merlín y al que ella jamás renunciaría aunque lo hiciera Merlín. Para Nimue no había términos medios: o todo o nada. Habría preferido ver perecer la tierra entera en el frío de un abismo sin dioses que ceder una pulgada ante quien debilitara la imagen que ella alimentaba de una Britania perfecta entregada a sus propios dioses britanos. En ese momento, arrodillada delante de mí, estaba seguro de que juzgaba si yo era digno o no de formar parte de ese sueño ferviente.

Tomó la decisión y se acercó más.

—Dame la mano izquierda —me dijo.

La tendí hacia ella.

Me la tomó con su mano izquierda y me giró la palma hacia arriba; luego pronunció un encantamiento. Reconocí algunos nombres, como Camulos, el dios de la guerra, Manawydan fab Llyr, su propio dios del mar, Agrona, la diosa de la matanza, y Aranrhod la dorada, la diosa del alba, pero casi todas las palabras me resultaban desconocidas, y las pronunciaba con un tono tan hipnótico que me sentí acunado, consolado, confiado, sin temor a lo que dijera o hiciera, hasta que de súbito me cortó la palma con el cuchillo y, sorprendido, grité. Me pidió silencio. Vi el fino corte en la palma un momento, pero enseguida empezó a brotar la sangre.

Entonces se hizo ella un corte en la izquierda igual que el mío, unió ambas manos y me apretó los dedos insensibles. Bajó el cuchillo y cortó un jirón de la bata con el que envolvió fuertemente las dos manos sangrantes.

—Derfel —dijo en voz baja—, mientras tengas la cicatriz en la mano y yo tenga la cicatriz en la mano, tú y yo somos uno, ¿de acuerdo?

La miré a los ojos y supe que no se trataba de una tontería, de un juego infantil, sino que era un juramento por el que me ataba de por vida, y más allá, tal vez. Por un segundo, me aterroricé ante lo que estaba por venir, después asentí y logré articular unas palabras.

—De acuerdo —dije.

—Y mientras la cicatriz perdure, Derfel —continuó—, tu vida me pertenece, y mientras perdure la mía, mi vida te pertenece a ti. ¿Lo comprendes?

—Sí —dije.

Me dolía la mano, la notaba ardiente e hinchada, y sentía la suya pequeña y helada en aquel apretón de sangre.

—Un día, Derfel —añadió—, te llamaré, y si no acudes a la llamada, la cicatriz te delatará ante los dioses como amigo infiel, traidor y enemigo.

—Sí —contesté.

Se quedó mirándome en silencio unos segundos, luego subió al montón de pieles y cobertores y se acurrucó entre mis brazos. A pesar de la incómoda postura, pues estábamos tumbados juntos y con las manos izquierdas unidas, logramos colocarnos a gusto y quedarnos tumbados en silencio. Afuera se oían voces y el polvo flotaba en la alta y oscura estancia donde los murciélagos dormían y los gatos cazaban. Hacía frío pero Nimue colocó una piel por encima de los dos y al cabo se quedó dormida descansando el ligero peso de su cuerpo sobre mi brazo derecho, que se me entumeció. Yo permanecí despierto, lleno de temor y confusión por lo que habíamos hecho con el cuchillo.

Nimue se despertó en plena tarde.

—Gundleus ha partido —dijo soñolienta, e ignoro cómo lo había sabido; se soltó de entre mis brazos y se deshizo de las pieles antes de desatar el pedazo de tela que todavía teníamos atado a las manos. La sangre se había secado y las postillas se levantaron, no sin dolor, al separarse las heridas. Nimue fue hasta el manojo de lanzas, recogió un puñado de telarañas y me las emplastó en la herida, que sangraba de nuevo—. Enseguida se curará —dijo despreocupadamente y, tras envolverse la mano cortada en un trozo de tela, cogió un poco de pan y queso—. ¿No tienes hambre? —me preguntó.

—Siempre.

Comimos juntos. El pan estaba seco y duro y el queso, mordisqueado por ratones. Eso pensaba Nimue, al menos.

—A lo mejor han sido los murciélagos. ¿Los murciélagos comen queso?

—No sé —dije, y titubeé—. ¿Estaba amaestrado ese murciélago?

Me refería al que se había atado al pelo. Ya había visto cosas así antes, claro está, y aunque Merlín nunca hablaba de tales temas, ni tampoco sus acólitos, supuse que la extraña ceremonia de las manos y la sangre me permitiría cierta confianza con Nimue.

Y así fue, porque me respondió.

—Es un viejo truco para asustar a los imbéciles —dijo despectivamente—. Me lo enseñó Merlín. Atas las patas del murciélago con pihuelas, igual que a los halcones, y luego te atas las pihuelas al pelo. —Se pasó la mano por el negro cabello y se echó a reír—. ¡Cuánto se asustó Tanaburs! ¡Es increíble! ¡Y eso que es druida!

A mí no me hacía gracia. Quería que ella tuviera magia, no que me contara que todo había sido un truco con correas de halcón.

—¿Y las víboras? —pregunté.

—Él guarda unas cuantas en un cesto. Yo tengo que darles de comer. —Se estremeció y luego vio mi decepción—. ¿Qué te pasa?

—¿Son todo trucos? —pregunté.

Frunció el ceño y guardó silencio un largo rato. Pensé que no iba a contestarme, pero por fin habló y supe, a medida que la escuchaba, que me estaba revelando enseñanzas de Merlín. Me dijo que la magia existía en los momentos en que la vida de los dioses y la de los hombres se tocaban, pero los hombres no podían propiciar esos momentos.

—No puedo hacer que esta habitación se llene de niebla con sólo chasquear los dedos —me dijo—, aunque lo he visto alguna vez. Ni puedo despertar a los muertos, aunque Merlín dice haberlo presenciado. No puedo ordenar al rayo que caiga sobre Gundleus y lo mate, aunque me gustaría, pues sólo los dioses pueden hacer esas cosas. Sin embargo, Derfel, hubo un tiempo en que sí podíamos hacerlas, cuando vivíamos con los dioses y los complacíamos y teníamos su poder a nuestra disposición para mantener Britania como ellos la querían. Cumplíamos su voluntad, y su voluntad era nuestro deseo. —Unió las manos para mejor ilustrar lo que quería decir pero se estremeció al sentir el dolor del corte en la palma izquierda—. Pero llegaron los romanos y rompieron la unidad.

—¿Por qué? —la interrumpí con impaciencia, pues esa parte ya la había oído muchas veces. Merlín siempre nos contaba que los romanos habían roto el vínculo entre Britania y los dioses, pero nunca nos explicó cómo tal cosa había sido posible, teniendo los dioses tanto poder—. ¿Por qué no vencimos a los romanos? —le pregunté.

—Porque los dioses no quisieron. Hay dioses malos, Derfel. Por otra parte, ellos no tienen deberes para con nosotros, sólo nosotros para con ellos. Así les plugo, quizás. O tal vez nuestros antecesores rompieran el pacto con los dioses y ellos los castigaran enviándoles a los romanos. No lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que ahora los romanos se han ido y Merlín dice que tenemos una oportunidad, sólo una, de restaurar Bretaña. —Hablaba en voz baja, con intensidad—. Tenemos que rehacer la vieja Britania, la auténtica Britania, la tierra de los dioses y los hombres, y si lo hacemos, Derfel, si lo hacemos, volveremos a tener el poder de los dioses.

Quería creerla. Deseaba creer que nuestras pobres vidas, siempre a merced de las enfermedades y de la muerte, pudieran recibir nuevas esperanzas gracias a la buena voluntad de seres sobrenaturales de glorioso poder.

—¿Pero hay que hacerlo con engaños? —pregunté, sin ocultar mi desilusión.

—¡Ay, Derfel! —Nimue dejó caer los hombros—. Piénsalo, no todos son capaces de percibir la presencia de los dioses, por eso, los que sí pueden tienen deberes especiales. Si yo me muestro débil, si dejo entrever la duda, ¿qué esperanzas quedan para los que desean creer? En realidad no se trata de hacer trucos, sino… —se detuvo a pensar en la palabra exacta— distintivos, como la corona de Uther o los collares, la enseña y la piedra de Caer Cadarn. Esas cosas nos dicen que Uther es el rey supremo y como tal lo tratamos, y cuando Merlín camina entre los suyos, tiene que llevar sus distintivos también, porque muestran a la gente que Merlín está con los dioses y, de ese modo, lo temen. —Señaló hacia la puerta con la astillada punta de lanza—. Cuando salí por esa puerta, desnuda, con dos serpientes y un murciélago escondido en la cabeza bajo la piel de un muerto, me enfrentaba a un rey, a su druida y a sus guerreros. Derfel, una chica contra un rey, un druida y una guardia leal. ¿Quién ganó?

—Tú.

—Ya ves que el truco sirvió de algo, pero no gracias a mi poder, sino al poder de los dioses. Pero yo tenía que creer en ese poder para que sirviera de algo. Y para creer, Derfel, hay que entregar la vida entera. —Hablaba con pasión ardiente y desconocida—. Todos los minutos de todos los días y todos los momentos de todas las noches hay que estar abierto a los dioses, y si lo estás, ellos vienen. No siempre cuando lo deseas tú, claro, pero si no los llamas, no contestan. Y cuando contestan, ¡ay, Derfel! Cuando contestan, es tan maravilloso y tan terrible como tener alas y subir a la gloria.

Le brillaban los ojos al hablar. Nunca la había oído hablar de esas cosas. No hacía mucho era una niña, pero después de estar en la cama de Merlín había asimilado sus enseñanzas y su poder y eso me dolía. Sentía rabia y celos y no quería comprender. Cada vez se alejaba más de mí y nada podía hacer yo por evitarlo.

—Estoy abierto a los dioses —le dije, dolido—. Creo en ellos, quiero que me ayuden.

—Vas a ser guerrero, Derfel —me dijo acariciándome con la mano vendada—, un gran guerrero. Eres una buena persona, honrado y sólido como la Torre de Merlín, y no tienes señal alguna de locura, ni rastro, ni siquiera una chispa remota y aislada. ¿Crees que quiero seguir a Merlín?

—Sí —dije, herido por dentro—. Sé que lo deseas.

Quería que supiera que me sentía herido porque no iba a dedicarse a mí en cuerpo y alma.

Respiró hondo y se quedó mirando el oscuro techo; dos palomas habían entrado por un respiradero del humo y en ese momento avanzaban por una viga.

—A veces —dijo— pienso que me gustaría casarme, tener hijos, verlos crecer, ir envejeciendo y morir, pero de todas esas cosas, Derfel —volvió a mirarme—, sólo la última se hará realidad. No puedo soportarlo cuando pienso lo que me va a suceder. No puedo soportarlo cuando pienso que habré de recibir las tres heridas de la sabiduría, pero es mi deber. ¡Es mi deber!

—¿Las tres heridas? —pregunté, pues nunca había oído hablar de ellas.

—La herida del cuerpo —me contó—, la herida del orgullo —y se tocó entre las piernas— y la herida de la mente, es decir, la locura. —Hizo una pausa y el rostro se le llenó de horror—. Merlín ha sufrido las tres, por eso es hombre tan sabio. Morgana recibió la peor de las heridas al cuerpo que imaginarse pueda, pero ninguna de las otras dos, por eso nunca estará en verdad con los dioses. Yo no he sufrido ninguna, pero las sufriré. ¡Es mi deber! —dijo con fiera determinación—. ¡Es mi deber porque he sido elegida!

—¿Por qué no he sido elegido yo? —pregunté.

—No lo comprendes, Derfel —dijo sacudiendo la cabeza—. Nadie me ha escogido, me he escogido yo. Cada cual decide por sí mismo. Podría ocurrirle a cualquiera de los que estamos aquí. Por eso Merlín recoge a todos los huérfanos, porque cree que los huérfanos pueden adquirir poderes especiales, pero sólo les ocurre a unos pocos.

—Como a ti —dije.

—Veo a los dioses en todas partes —dijo con sencillez—. Y ellos me ven.

—Yo nunca he visto a un dios —insistí empecinadamente.

—Lo verás —me dijo sonriendo ante mi resquemor—, porque tienes que pensar en Britania, Derfel, como si estuviera cuajada de cintas de fina niebla, unos jirones tenues por aquí y por allá que flotan y se deshacen, pero esos jirones son los dioses, y si los encontramos y les agradamos y volvemos a hacer suya esta tierra, los jirones se harán más densos y se unirán y se convertirán en una niebla maravillosa que cubrirá toda la tierra y nos protegerá del exterior. Por eso vivimos aquí, en el Tor. Merlín sabe que este lugar place a los dioses, aquí la niebla sagrada es espesa y nuestra misión consiste en extenderla.

—¿Eso es lo que hace Merlín?

—En este mismo momento, Derfel —dijo con una sonrisa—, Merlín está durmiendo. Y yo también lo necesito. ¿No tienes tareas pendientes?

—Contar rentas —respondí con torpeza.

Los almacenes de abajo estaban llenos de pescado ahumado, anguilas ahumadas, toneles de sal, cestos de mimbre, paño, plomo, carbón y hasta algunos fragmentos de ámbar y azabache: las rentas de invierno pagaderas en Beltain, que Hywel tuvo que tasar, anotar en cuentas y dividir entre la parte de Merlín y la que se entrega a los recaudadores de impuestos del soberano.

—Pues ve y cuenta —dijo, como si no hubiera ocurrido nada extraordinario entre nosotros, aunque se acercó a mí y me dio un beso fraternal—. Ve —repitió y al salir de las habitaciones de Merlín di un traspiés y me encontré con las miradas resentidas y curiosas de las criadas de Norwenna, que habían vuelto a instalarse en el gran salón.

Llegó el equinoccio. Los cristianos celebraban la fiesta de la muerte de su dios mientras nosotros encendíamos las enormes hogueras de Beltane. Nuestras llamas aullaban a la oscuridad para atraer vida nueva al mundo que renacía. Vimos a los primeros invasores sajones a lo lejos, por el este, pero ninguno se acercó a Ynys Wydryn. Tampoco volvimos a ver a Gundleus de Siluria. Gudovan el escribano supuso que la propuesta de matrimonio había quedado en nada y predijo sombríamente una nueva guerra contra los reinos del norte.

Merlín no volvió ni tuvimos noticias de él.

Al Edling Mordred le salieron los dientes. Los primeros fueron los de la encía inferior, presagio de larga vida, y los empleó mordiendo los pezones a Ralla hasta hacérselos sangrar, pero ella siguió amamantándolo para que su rechoncho hijito chupara sangre de príncipe al tiempo que se alimentaba. La alegría de Nimue iba en aumento a medida que los días se hacían más largos. Las heridas de nuestras manos pasaron de rosadas a blancas y después quedaron reducidas a líneas oscuras, Nimue nunca volvió a hablar de ellas.

El soberano pasó una semana en Caer Cadarn y el Edling fue llevado a su presencia para que el abuelo lo examinara. A Uther debió de complacerle, así como todos los auspicios de la primavera, que pintaban favorablemente, pues tres semanas después de Beltane oímos que el futuro del reino, el de Norwenna y el de Mordred serían debatidos en un magnífico Gran Consejo, el primero que se celebraría en Britania desde hacía más de sesenta años.

Era primavera, las hojas estaban verdes y la tierra fresca bullía de grandes esperanzas.