15

—¡De modo que era ella! —me increpó Ygraine—. ¡Fue la princesa Ceinwyn quien os hizo hervir la sangre, hermano Derfel!

—Sí, señora, ella fue —confesé, y confieso ahora que se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en Ceinwyn.

O tal vez sea que ya ha llegado el otoño a Dinnewrac y por la ventana se cuela un viento helado que me hace llorar los ojos. Pronto habré de hacer una pausa en la escritura pues habremos de ocuparnos de recoger víveres para el invierno y de llenar la leñera para que el bendito santo Sansum se complazca en no gastarla y compartamos de ese modo los sufrimientos de nuestro amado Salvador.

—¡Por algo odiáis tanto a Lancelot! —dijo Ygraine—. Érais rivales. ¿Conocía él vuestros sentimientos hacia Ceinwyn?

—Con el tiempo llegó a conocerlos, sí.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó ansiosa.

—¿Por qué no mantenemos el orden debido de la historia, señora?

—Porque no quiero, naturalmente.

—Pues yo sí, y el que cuenta la historia soy yo, no vos.

—Si no os apreciara tanto, hermano Derfel, haría que os cortaran la cabeza y arrojaran vuestros despojos a los perros.

Frunció el ceño pensativa. Hoy está muy bonita, con un traje de lana gris ribeteado de piel de marta. No está encinta, de modo que el pesario de heces de niño pequeño no ha surtido efecto o Brochvael pasa mucho tiempo con Nwylle.

—En la familia de mi padre siempre se habla mucho de la tía abuela Ceinwyn, pero en realidad nadie me ha contado nunca en qué escándalo se vio envuelta.

—Jamás he conocido a nadie, señora —repliqué severamente—, que diera menos motivos de escándalo.

—Ceinwyn no se casó, eso si lo sé.

—¿Y eso es escandaloso?

—Lo es si se comportó como casada —contestó indignada—. Eso predica vuestra iglesia, nuestra iglesia —se corrigió al punto—. Bien, ¿qué pasó? ¡Contádmelo!

Me tapé el muñón con la manga, era la parte del cuerpo que siempre acusaba primero el viento frío.

—La historia de Ceinwyn es muy larga para contárosla ahora —dije, y me negué a añadir una palabra más a pesar de las importunas exigencias de mi reina.

—Bien, ¿y Merlín encontró la olla? —insistió, aunque cambiando el tema de su pesquisa.

—Llegaremos a ese punto a su debido tiempo —insistí.

—¡Me enfurecéis, Derfel! —exclamó alzando las manos—. Si procediera como una auténtica reina, pediría vuestra cabeza.

—Si yo fuera algo más que un monje viejo y débil, señora, os la entregaría gustoso.

Rió y se volvió a mirar por la ventana. Las hojas de los jóvenes robles que el hermano Maelgwyn plantó para protegernos un poco del viento ya se han tornado marrones y la vegetación de la cañada que discurre a nuestros pies está rebosante de moras, señal de que se acerca un invierno crudo. Sagramor me contó en una ocasión que hay lugares donde nunca es invierno y el sol calienta todo el año, aunque tal vez no fuera sino otra invención suya, como la existencia de los conejos. Hubo un tiempo en que deseé que el cielo de los cristianos fuera un lugar templado, pero el santo Sansum insiste en que tiene que ser frío, puesto que el infierno es caliente, y me imagino que tendrá razón. Quedan tan pocas cosas que desear. Ygraine sintió un escalofrío y me miró.

—Nunca me han construido una enramada de Lughnasa —me dijo con melancolía.

—¡Claro que sí! —repliqué—. ¡Cada año os levantan una!

—Pero es sólo el pabellón de Caer. Los esclavos lo construyen porque es su obligación, y como es natural, me siento allí, pero no es lo mismo que si te lo hace un amigo joven con dedaleras y ramas de sauce. ¿Se enfadó Merlín porque Nimue y vos yaciérais juntos?

—No tendría que habéroslo confesado nunca. Si Merlín llegó a saberlo, nada dijo. —No le habría importado, no era celoso—. No como los demás, como Arturo o como yo. ¡Cuánta tierra se ha empapado de sangre a causa de los celos! Y al final de la vida, ¿qué importancia tiene todo? Envejecemos, los jóvenes nos miran y no adivinarían jamás que en otro tiempo hicimos vibrar un reino por amor.

Ygraine adoptó una expresión de malicia.

—Decís que Gorfyddyd calificó a Ginebra de ramera. ¿Lo fue?

—No deberíais pronunciar esa palabra.

—De acuerdo. ¿Ginebra era en realidad lo que Gorfyddyd dijo de ella y que no estoy autorizada a repetir por no ofender vuestros inocentes oídos?

—No, no lo era.

—Pero ¿fue fiel a Arturo?

—Aguardad. —Me sacó la lengua.

—¿Lancelot llegó a ingresar en la orden de Mitra?

—Esperad y lo sabréis.

—¡Os odio!

—Soy vuestro más ferviente servidor, querida señora, pero estoy fatigado con este frío y la tinta se coagula. Escribiré el resto de la historia, os lo prometo.

—Si Sansum os lo consiente.

—Consentirá.

El santo varón está más contento últimamente gracias al único novicio que nos queda, que ya no es novicio sino sacerdote consagrado y monje, y un santo ya, según Sansum, como él mismo. Ahora tenemos que llamarlo san Tudwal; ambos santos comparten celda y glorifican a Dios juntos. Lo único que encuentro molesto de tan bendita camaradería es que san Tudwal, que ahora tiene doce años, vuelva a intentar aprender a leer. No habla esta lengua sajona, desde luego, pero aun así temo que llegue a descifrar algo de mis escritos. De todas formas, dicho temor queda en suspenso en tanto san Tudwal no domine las letras, si es que lo consigue alguna vez, y por el momento, si Dios lo desea y para satisfacer la impaciente curiosidad de mi estimadísima reina Ygraine, continuaré la presente historia de Arturo, mi amigo y señor, estimado y perdido, mi señor de la guerra.

Al día siguiente a nada presté atención. Galahad y yo permanecimos como huéspedes no gratos del enemigo Gorfyddyd mientras Iorweth ofrecía a los dioses la ceremonia de propiciación, mas para lo que yo colaboré en ello, como si el druida se hubiera dedicado a soplar molinillos de diente de león. Sacrificaron un toro, ataron a tres prisioneros a las estacas, los estrangularon y leyeron los augurios relativos a la guerra en las entrañas de un cuarto prisionero. Bailaron alrededor del cadáver cantando la canción de guerra de los Maponos y luego, reyes, príncipes y caciques mojaron la punta de sus lanzas en la sangre de los sacrificados y, limpiándola con los dedos, se la untaron en las mejillas. Galahad se santiguó y yo pensaba en Ceinwyn. Ella no asistió a la ceremonia, como no asistió ninguna mujer. Galahad me dijo que los augurios habían resultado favorables a la causa de Gorfyddyd, pero no me importó. Yo flotaba en el recuerdo del roce plateado del dedo de Ceinwyn en mi mano.

Nos trajeron nuestras armas, escudos y monturas y Gorfyddyd en persona nos acompañó hasta las puertas de Caer Sws. También acudió su hijo Cuneglas, por cortesía tal vez, aunque su padre no tenía intención alguna de agasajarnos.

—Decid a vuestro amante de rameras —dijo el rey con las mejillas manchadas todavía de sangre— que sólo hay una forma de evitar la guerra. Decid a Arturo que si se presenta en el valle del Lugg y se somete a mi juicio y a mi sentencia, consideraré limpio el honor de mi hija.

—Así lo haré, lord rey —respondió Galahad.

—¿Arturo no se ha dejado la barba todavía? —preguntó Gorfyddyd en tono insultante.

—En efecto, lord rey —contestó Galahad.

—En tal caso no podré tejer una correa de esclavo con sus propias barbas, de modo que decidle que corte las trenzas a su ramera pelirroja y las traiga ya tejidas para su propia correa. —Gorfyddyd disfrutó exigiendo tal humillación de sus enemigos, aunque Cuneglas dejó traslucir la vergüenza que le producía la rudeza de su padre—. Decidle, Galahad de Benoic —prosiguió Gorfyddyd—, decidle que si me obedece, su ramera rapada quedará en libertad, siempre y cuando se vaya de Britania.

—La princesa Ginebra quedará en libertad —repitió Galahad.

—¡La ramera! —gritó Gorfyddyd—. Bastantes veces yací con ella como para saberlo a ciencia cierta. ¡Decídselo a Arturo! —escupió su orden a Galahad en el rostro—. ¡Decidle que acudió a mi lecho por voluntad propia, y al de muchos otros!

—Así se lo diré —mintió Galahad para poner freno a sus venenosas palabras—. ¿Y qué he de decir respecto al rey Mordred, lord rey? —añadió.

—Sin Arturo —dijo Gorfyddyd—, Mordred necesitará un nuevo protector. Yo tomaré en mis manos la responsabilidad del futuro de Mordred. Ahora, partid.

Hicimos una inclinación de cabeza, montamos y partimos; miré atrás una vez con la esperanza de ver a Ceinwyn, pero en las almenas de Caer Sws sólo distinguí hombres. Alrededor de la fortaleza todo era actividad; los soldados desmontaban los refugios y se preparaban para emprender la marcha por el camino de Branogenium. Nosotros, según lo acordado, seguiríamos otra ruta más larga, dando un rodeo por Caer Lud a fin de impedir que informáramos sobre las huestes que Gorfyddyd iba reuniendo.

Emprendimos la marcha hacia levante, Galahad en un estado de ánimo sombrío y yo incapaz de reprimir la dicha; tan pronto como dejamos atrás la actividad de los campamentos, empecé a cantar la canción de Rhiannon.

—¿Qué demonios te ocurre? —me preguntó Galahad de mal humor.

—Nada. ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! —grité gozoso; clavé los talones al caballo, éste se desbocó sendero abajo y me arrojó a un lecho de ortigas—. Nada de nada —repetí mientras Galahad me devolvía el caballo—. Nada en absoluto.

—¡Has perdido el seso, amigo mío!

—Tienes razón —dije mientras me encaramaba torpemente al caballo. Ciertamente había perdido el seso, pero no pensaba contarle a Galahad el motivo de mi desvarío, de modo que durante un rato procuré comportarme sabiamente—. ¿Qué le diremos a Arturo?

—Respecto a Ginebra, nada —repuso Galahad con firmeza—. Además, Gorfyddyd miente. ¡Dios mío! ¿Cómo puede difamarla con tal saña?

—Para provocarnos, claro está. Pero ¿qué le diremos a Arturo respecto a Mordred?

—La verdad, que Mordred está a salvo.

—Pero si Gorfyddyd miente respecto a Ginebra, ¿por qué no habría de hacer lo propio respecto a Mordred? Además, Merlín no le cree.

—No nos enviaron a buscar la respuesta de Merlín —replicó Galahad.

—Nos enviaron para averiguar la verdad, amigo mío, y yo digo que la verdad la dijo Merlín.

—Pero Tewdric —arguyó Galahad contundente— creerá las palabras de Gorfyddyd.

—Lo cual significa que Arturo ha perdido —añadí con pesar; pero no deseaba hablar de derrota, de modo que pregunté a Galahad su opinión sobre Ceinwyn.

El delirio empezaba a apoderarse de mí nuevamente y deseaba oír alabanzas de Ceinwyn, que Galahad me dijera que era la más bella criatura entre los mares y las montañas, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Una linda muñequita —dijo sin darle importancia—, bastante bonita para quienes gusten de las muchachas de aspecto frágil. —Se quedó pensando unos momentos—. A Lancelot le gustaría —prosiguió—. ¿Sabes que Arturo desea que contraigan matrimonio? Aunque ahora no creo que tal cosa llegue a realizarse. Supongo que el trono de Gundleus está a salvo y que Lancelot tendrá que buscarse otra esposa.

No hablé más de Ceinwyn. Cabalgamos por el camino que habíamos recorrido a la ida y llegamos a Magnis al cabo de dos noches, tal como Galahad había previsto. Tewdric depositó toda su fe en la palabra de Gorfyddyd, mientras que Arturo creyó la de Merlín. Comprobé que Gorfyddyd nos había utilizado para separar a Tewdric y a Arturo y lo juzgué acertado, sobre todo cuando oímos la disputa de los dos hombres en los aposentos de Tewdric y comprendí sin lugar a dudas que el rey de Gwent no tenía agallas para emprender la inminente batalla. Galahad y yo los dejamos discutiendo y nos fuimos a pasear por las murallas de Magnis, formadas por un gran muro de tierra rodeado de un foso de agua y rematadas por una sólida empalizada.

—Tewdric ganará la discusión —comentó Galahad sombríamente—, es que no confía en Arturo, ¿comprendes?

—¡Claro que confía! —repliqué.

Galahad negó con la cabeza.

—Sabe que Arturo es honesto —admitió—, pero también que es un aventurero. No tiene tierras, ¿no te habías dado cuenta? Defiende la reputación, no la propiedad. Debe su rango a la minoría de edad de Mordred, no a su propio nacimiento. Arturo debe mostrar mayor arrojo que cualquier otro para triunfar, pero no es eso lo que conviene a Tewdric en estos momentos; Tewdric necesita seguridad, aceptará la oferta de Gorfyddyd. —Se sumió en el silencio unos momentos—. Tal vez sea nuestro destino ser guerreros errantes —prosiguió con tristeza—, sin tierras, obligados a retroceder siempre hacia el mar de poniente ante el empuje de nuevos enemigos.

Sentí un escalofrío y me arropé en el manto. La noche iba cubriéndose de nubes y el viento de poniente traía una fría promesa de lluvia.

—¿Crees que Tewdric nos abandonará?

—Ya nos ha abandonado —replicó Galahad secamente—. El único problema que tienen ahora es dar con la forma de deshacerse de Arturo con la mayor delicadeza posible. Tewdric tiene mucho que perder y no quiere asumir más riesgos, mientras que Arturo sólo pierde sus esperanzas.

—¡Vosotros dos! —nos llamó una voz, y al volvernos vimos a Culhwch que corría por la muralla—. Arturo quiere veros.

—¿Para qué? —inquirió Galahad.

—¿Para que creéis vos, lord príncipe? ¿Para jugar una partida de dados? —Culhwch sonrió—. Seguro que esos malnacidos no tienen agallas para la lucha —señaló hacia la fortaleza, donde los hombres de Tewdric se apiñaban ataviados con sus elegantes uniformes—, pero nosotros sí. Sospecho que atacaremos por nuestra cuenta, solos. —Nuestra expresión de sorpresa le hizo reír—. Ya oísteis a lord Agrícola la otra noche. Doscientos hombres pueden defender el valle del Lugg contra un ejército. ¿Y bien? Nosotros tenemos doscientos lanceros y Gorfyddyd tiene un ejército, de modo que no necesitamos a nadie de Gwent. ¡Ha llegado la hora de echar de comer a los cuervos!

Las primeras gotas de lluvia crepitaron sobre las fogatas de las fraguas; todo indicaba que íbamos a la guerra.

A veces pienso que aquélla fue la decisión más valiente de Arturo. Bien sabe Dios que hubo de tomar otras en circunstancias igualmente desesperadas, pero nunca se vio tan débil como aquella noche lluviosa en Magnis, cuando Tewdric empezó a impartir órdenes de retirada a las vanguardias de los puestos de avanzadilla a fin de que regresaran a la fortaleza con vistas a la tregua entre Gwent y el enemigo.

Arturo reunió a cinco de nosotros en una caserna de soldados próxima a la muralla. La lluvia golpeaba el tejado y, debajo, un leño humeante nos proporcionaba una luz desvaída. Sagramor comandante de Arturo y su brazo derecho, se hallaba sentado junto a Morfans en el pequeño banco de la cabaña. Culhwch, Galahad y yo nos acuclillamos en el suelo mientras Arturo hablaba.

El príncipe Meurig, —admitió Arturo—, había dicho una verdad desagradable, puesto que era él el causante de la guerra. De no haber rechazado él a Ceinwyn, no se habría producido enemistad entre Powys y Dumnonia. El país de Gwent estaba implicado en tanto que enemigo más antiguo de Powys y amigo de Dumnonia desde siempre, pero a Gwent no le interesaba continuar las hostilidades.

—Si yo no hubiese venido a Britania —dijo Arturo—, el rey Tewdric no tendría que enfrentarse hoy a la violación de su tierra. Esta guerra es mía y habiéndola empezado yo, yo he de concluirla. —Hizo una pausa; la emoción lo embargaba con facilidad, y en aquel momento los sentimientos lo desbordaban—. Mañana parto hacia el valle del Lugg —dijo al fin, y por un momento espantoso creí que pensaba entregarse a la cruel venganza de Gorfyddyd, pero al punto mostró su generosa sonrisa de costumbre— y mucho me agradaría que me acompañárais, aunque bien sé que no tengo derecho a pedíroslo.

Se hizo el silencio en la estancia. Me imaginé que todos pensábamos que el combate en el valle parecía peligroso aun contando con los ejércitos de Gwent y de Dumnonia, pero ahora, con sólo los hombres de Dumnonia, ¿cómo podríamos vencer?

—Tenéis derecho a exigir que os acompañemos —dijo Culhwch rompiendo el silencio—, puesto que juramos prestaros servicio.

—Quedáis libres del tal juramento —dijo Arturo—, y sólo pido que si vivís, mantengáis mi promesa de que Mordred llegue a reinar.

De nuevo se hizo el silencio. Ninguno de nosotros, según creo, vaciló en su lealtad, pero tampoco supimos expresarla hasta que Galahad tomó la palabra.

—Yo no os he jurado nada pero lo hago ahora. Donde vos luchéis, señor, lucharé yo; vuestro enemigo es mi enemigo y vuestro amigo, mi amigo. Lo juro por la preciosa sangre de Cristo. —Se inclinó hacia delante y, tomando la mano de Arturo, se la besó—. Que pierda la vida si falto a mi palabra.

—Para hacer un juramento hacen falta dos hombres —intervino Culhwch—. Aunque vos me liberéis del que pronuncié en su día, yo no me libero.

—Yo tampoco, señor —añadí.

Sagramor nos miró con cara de hastío.

—A vos me debo —le dijo a Arturo—, y a nadie más.

—¡Al diablo con el juramento! —exclamó Morfans el feo—. Yo quiero luchar.

Arturo tenía lágrimas en los ojos. Tardó un rato en recuperar el habla, de modo que se puso a revolver el fuego hasta que logró atenuar el calor que daba y redoblar el humo que desprendía.

—Vuestros hombres no están atados por un juramento —dijo con voz ronca—, y mañana en el valle del Lugg no quiero más que voluntarios.

—¿Por qué mañana? —cuestionó Culhwch—. ¿Por qué no pasado mañana? Cuanto más tiempo tengamos para prepararnos, mejor, ¿no es cierto?

Arturo negó con la cabeza.

—Aunque aguardáramos un año entero, no estaríamos mejor preparados. Además los espías de Gorfyddyd ya habrán partido hacia el norte con la noticia de que Tewdric acepta las condiciones de Gorfyddyd; por tanto, debemos atacar antes de que esos mismos espías se percaten de que los dumnonios no nos retiramos. Atacaremos mañana al amanecer. —Me miró—. Atacareis vos en primer lugar, lord Derfel, de modo que debéis reuniros esta noche con vuestros hombres para hablarles; si no se prestan voluntarios, no les obliguéis, pero en caso de que acepten, Morfans os dirá lo que debéis hacer.

Morfans había recorrido toda la línea enemiga para exhibirse disfrazado de Arturo, con su armadura, pero también con la intención de llevar a cabo un reconocimiento de las posiciones del enemigo. En ese momento tomaba puñados de grano de un cuenco y los colocaba encima de su manto, que había extendido a modo de representación del valle del Lugg.

—El valle no es alargado, pero las laderas son escarpadas. Aquí, en el extremo sur, se encuentra el parapeto —dijo señalando un punto figurado del valle—. Han abatido árboles y levantado una empalizada suficiente para detener el paso de los caballos, pero un puñado de hombres no tardaría mucho en apartar los árboles. Éste es su punto débil —añadió indicando la montaña occidental—. Es un pico de difícil acceso por el lado norte del valle, pero la ladera que lleva al parapeto es fácil de bajar. Subid a este monte durante la noche y al amanecer atacáis colina abajo y desmanteláis la barrera de árboles mientras ellos se desperezan. Entonces podrán entrar los caballos. —Sonrió al imaginarse la sorpresa del enemigo.

—Vuestros hombres están hechos a caminar de noche —me dijo Arturo—, de modo que mañana al alba caéis sobre el parapeto, lo destruís y mantenéis la posición el tiempo necesario hasta que lleguen los caballos. Tras los caballos llegarán nuestros lanceros. Sagramor irá al mando de los lanceros por el valle mientras yo, con cincuenta hombres a caballo, caigo sobre Branogenium.

Sagramor no reaccionó en forma alguna ante el anuncio de que estaría al mando del grueso del ejército de Arturo.

Los demás a duras penas conteníamos nuestro asombro, no por el nombramiento de Sagramor sino por la táctica ideada por Arturo.

—¿Cincuenta hombres a caballo contra el ejército de Gorfyddyd en pleno? —inquirió Galahad sin dar crédito a sus oídos.

—No vamos a tomar Branogenium —admitió Arturo—, no estamos en condiciones siquiera de aproximarnos, pero les incitaremos a perseguirnos, y en la persecución los arrastraremos hasta el valle. Sagramor les saldrá al paso en el extremo norte del valle, donde el camino vadea el río, y cuando ataquen, os retiráis. —Nos miró uno por uno para comprobar si habíamos entendido sus instrucciones—. Batirse en retirada. Ésa es la consigna, batirse en retirada. ¡Que crean que han vencido! Y cuando los hayáis encajonado en las profundidades del valle, yo atacaré.

—¿Desde dónde? —pregunté.

—¡Desde atrás, naturalmente! —Arturo, habiendo cobrado energías ante la perspectiva de la batalla, ardía de entusiasmo nuevamente—. Cuando la caballería se retire de Branogenium no entraremos en el valle, sino que nos ocultaremos en el extremo norte, un lugar poblado de árboles. Tan pronto como se hayan metido en la boca del lobo, nosotros caeremos sobre su retaguardia.

Sagramor miraba los montoncitos de grano.

—Los Escudos Negros irlandeses, desde Monte Coel —dijo con su marcado acento— pueden dirigirse hacia las montañas del sur y atacarnos por la retaguardia. —Ilustró su idea empujando con un dedo los granos desperdigados en el extremo sur del valle. Se refería a los temidos guerreros de Oengus Mac Airem, rey de Demetia, bien conocidos por todos nosotros, pues habían sido aliados nuestros hasta que Gorfyddyd compró con oro la lealtad de su rey—. ¿Queréis que detengamos a un ejército por delante y a los Escudos Negros por detrás? —preguntó.

—Ahora comprenderéis —contestó Arturo con una sonrisa— por qué os libero de vuestros juramentos. Pero tan pronto como Tewdric tenga noticia de que hemos presentado batalla, acudirá en nuestra ayuda. A medida que el día transcurra, Sagramor, te darás cuenta de que tu línea de defensa se refuerza de minuto en minuto. Los hombres de Tewdric se enfrentarán al enemigo desde Monte Coel.

—¿Y si no fuera así? —inquirió Sagramor.

—En ese caso, seguramente nos derrotarían —admitió Arturo con serenidad—, y con mi muerte, Gorfyddyd conseguirá la victoria y Tewdric la paz. Ceinwyn recibirá mi cabeza como regalo el día de su boda y vosotros, amigos míos, lo celebraréis en el más allá, donde espero que me guardéis un sitio a la mesa entre vosotros.

Callamos todos. Arturo se mostraba seguro de que Tewdric intervendría en la batalla, pero los demás albergábamos dudas. En mi opinión, Tewdric podría preferir que Arturo y sus hombres perecieran en el valle del Lugg y librarse así de una molesta alianza, pero me dije que los asuntos de alta política no eran de mi incumbencia. Yo debía preocuparme de sobrevivir hasta el día siguiente, y al observar la tosca maqueta del campo de batalla de Morfans empecé a preocuparme de la ladera occidental sobre la cual habíamos de caer al alba. Pensé que si nosotros podíamos atacar aquel punto, el enemigo podría hacer lo mismo.

—Nuestra defensa quedará rodeada —dije expresando mi principal preocupación.

Pero Arturo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—El lado norte de la ladera es demasiado escarpado para un hombre con armadura. Como máximo enviarán a hombres de la leva, es decir, arqueros. Si puedes prescindir de unos cuantos soldados, Derfel, apóstalos convenientemente; por lo demás, ruega que Tewdric no se demore. Para lo cual —añadió dirigiéndose a Galahad—, aunque me duela pediros que os alejéis de la línea de defensa, lord príncipe, me prestaríais un valioso servicio mañana si cabalgárais conmigo como enviado ante el rey Tewdric. Como príncipe que sois, habláis con autoridad, y vos mejor que cualquier otro convenceríais de que aproveche la victoria que pretendo ofrecerle mediante mi desobediencia.

—Preferiría el combate, señor —replicó Galahad atribulado.

—Y yo —replicó Arturo con una sonrisa— preferiría la victoria a la derrota. Por tal motivo necesito que los hombres de Tewdric acudan antes del final de la jornada y vos, lord príncipe, sois el mensajero más apto que podría enviar a un rey agraviado. Debéis persuadirle, halagarlo, rogarle, pero por encima de todo, lord príncipe, debéis convencerle de que mañana, o ganamos la guerra o habremos de luchar durante el resto de nuestros días.

Galahad aceptó la proposición.

—De todas formas, ¿cuento con vuestra venia para volver y luchar junto a Derfel tan pronto lleve el mensaje? —añadió.

—Será un placer —respondió Arturo. Hizo una pausa sin apartar la vista de los montoncillos de grano—. Somos pocos —dijo simplemente—, y ellos una nutrida hueste, pero los sueños no se hacen realidad a base de cautela, sino afrontando el peligro. Tal vez mañana logremos la paz para los britanos.

Calló bruscamente, sorprendido quizá por la idea de que su ambición de paz era también el sueño de Tewdric. Tal vez se preguntara si debía luchar. Recordé entonces la ocasión en que, tras su reunión con Aelle, antes de hacer el juramento al pie del roble, Arturo había considerado la posibilidad de renunciar a la lucha; y casi esperaba que volviera a desnudar su alma, pero aquella noche lluviosa el caballo de la ambición tiraba con fuerza de su espíritu y no le dejaba imaginar la paz a cambio de su propia vida o del destierro. Deseaba la paz, pero sobre todo ansiaba dictarla personalmente.

—Que los dioses en los que crea cada cual —dijo en voz baja— os acompañen a todos mañana.

Tuve que volver a caballo junto a mis hombres. Tenía prisa y me caí tres veces. Las caídas son presagios funestos, pero el suelo estaba blando a causa del barro y no me herí sino en el orgullo. Arturo me acompañó, pero detuvo mi montura cuando todavía nos hallábamos a un tiro de lanza del lugar donde ardían las bajas fogatas de mis hombres bajo la lluvia insistente.

—Lucha por mí mañana, Derfel —me dijo— y llevarás tu propia enseña y pintarás tus escudos.

En esta vida o en la siguiente, pensé; pero no dije nada por no tentar a los dioses, pues al día siguiente nos enfrentaríamos al mundo bajo un alba gris y triste.

Ni uno solo de mis hombres trató de eludir su juramento. Algunos, unos pocos, habrían querido evitar la batalla, pero ninguno quería mostrarse débil frente a sus camaradas, de modo que emprendimos la marcha a través de los campos empapados de lluvia en medio de la noche; Arturo nos despidió y regresó al campamento donde estaban sus hombres.

Nimue quiso venir con nosotros. Nos había prometido un hechizo de ocultamiento, motivo por el cual mis hombres no deseaban dejarla atrás. Llevó a cabo el hechizo antes de iniciar la marcha, con el cráneo de una oveja que encontró, a la luz de las fogatas, en una zanja próxima a nuestro campamento. Un lobo había dado buena cuenta del animal entre unos matorrales; sacó los despojos a rastras, cortó la cabeza, la limpió de gusanos y restos podridos y luego se acuclilló ocultándose con el manto y tapando también la fétida calavera. Así permaneció largo rato, aspirando el hedor de la cabeza en descomposición; después se puso en pie y dio un desdeñoso puntapié al cráneo. Vio dónde iba a parar y, tras reflexionar unos momentos, declaró que el enemigo volvería la vista a otro lado mientras nosotros avanzábamos en la oscuridad. Arturo, fascinado por la capacidad de entrega de Nimue, se estremeció al oír el veredicto y después me abrazó.

—Estoy en deuda contigo, Derfel.

—Nada me debéis, señor.

—Una cosa al menos, sí. Te agradezco que me trajeras el mensaje de Ceinwyn. —Se había alegrado mucho al conocer el perdón de ella, y cuando le comuniqué que deseaba acogerse a su protección, se encogió de hombros—. Nada ha de temer ella de ningún dumnonio —declaró. Me dio unas palmadas en el hombro—. Nos veremos de madrugada —prometió, y se quedó viéndonos pasar de la luz de las fogatas a la oscuridad.

Cruzamos prados de hierba y campos recién segados y no hallamos más obstáculos que el suelo empapado, la oscuridad y la lluvia torrencial. La lluvia caía desde el lado izquierdo, desde poniente, y no parecía que fuese a amainar; caía en frías gotas que se clavaban como agujas y se escurrían por el interior de nuestros justillos helándonos el cuerpo. Al principio marchábamos apelotonados, pues ninguno deseaba encontrarse solo en la oscuridad, y a pesar de que atravesábamos terreno llano, nos llamábamos constantemente unos a otros en voz baja para saber dónde estaba cada cual. Algunos se agarraban al borde del manto del compañero más próximo, pero las lanzas entrechocaban y tropezábamos unos con otros, hasta que por fin nos detuvimos y formamos en dos filas, con los escudos a la espalda y sujetando con una mano el extremo de la lanza del compañero de delante. Cavan avanzaba en retaguardia asegurándose de que nadie quedara atrás y Nimue y yo abríamos la marcha. Me dio la mano no por cariño, sino por no quedar aislada en la oscuridad de la noche. En aquel momento Lughnasa era un sueño desaparecido, no porque se lo hubiera llevado el tiempo, sino por el rechazo total de Nimue a reconocer que habíamos yacido juntos bajo la enramada. Aquellas horas, igual que los meses transcurridos en la isla de los Muertos, habían servido a sus propósitos y, cumplidos éstos, perdieron toda relevancia.

Llegamos a los árboles. Tras un momento de vacilación me lancé por un empinado terraplén lleno de barro y me vi en medio de una oscuridad tan densa que creí que jamás lograría conducir a cincuenta hombres por tan horrendas tinieblas; pero entonces Nimue empezó a cantar suavemente, en voz baja, y el sonido actuó como un faro orientador que sacó a los hombres sanos y salvos de aquel oscuro obstáculo. Ambas cadenas de lanzas se rompieron, pero siguiendo la voz de Nimue avanzamos todos entre los árboles dando tumbos hasta salir a un prado al otro lado de la arboleda. Allí nos detuvimos; Cavan y yo hicimos recuento de los hombres mientras Nimue daba vueltas a nuestro alrededor musitando encantamientos contra la oscuridad.

Me sentí todavía más desanimado, con el cuerpo empapado y embargado por la pesadumbre. Creía tener una imagen clara de aquella parte del país que se extendía justo al norte del campamento de mis hombres, pero las dificultades del avance me la habían borrado. No sabía dónde me encontraba ni hacia dónde debíamos ir. Suponía que habíamos caminado en dirección norte, pero sin estrellas que me orientasen ni luna que me iluminase, los temores acabaron por socavarme el ánimo.

—¿A qué esperáis? —me preguntó Nimue al oído.

No contesté, no quería reconocer que me había perdido, o tal vez no deseaba decirle que estaba asustado.

Nimue notó mi absoluta indefensión y tomó el mando.

—Ahora tenemos un largo trecho de prados abiertos ante nosotros —dijo a mis hombres—. Aquí antes pastaban las ovejas, pero se han llevado los rebaños a otra parte, de modo que no habrá pastores ni perros que nos descubran. Todo el camino es cuesta arriba, pero fácil de cubrir si nos mantenemos juntos. Al final de los prados encontraremos un bosque y allí aguardaremos hasta el alba. No está lejos ni es difícil. Sé que estamos empapados y que tenemos frío, pero mañana nos calentaremos en las hogueras de nuestros enemigos. —Habló con una confianza inamovible.

No creo que yo hubiera sido capaz de llevar a mis hombres a ninguna parte aquella noche, pero Nimue lo hizo. Dijo que con su único ojo veía en la oscuridad mejor que nosotros con los dos y acaso fuera cierto, o quizá conociera mejor aquella parte del país; fuera como fuese, lo logró. Durante la última hora caminamos por la ladera de una colina, y de pronto la marcha se hizo más fácil al alcanzar la cima occidental del valle del Lugg; las fogatas de los centinelas enemigos ardían en la oscuridad por debajo de nosotros. Distinguí incluso el parapeto de pinos y el brillo del río Lugg un poco más allá. En el valle, los hombres alimentaban con grandes brazadas de leña las hogueras que iluminaban el camino por donde podía llegar un ataque desde el sur.

Llegamos al bosque y nos dejamos caer en el suelo húmedo. Algunos caímos en esa somnolencia superficial y engañosa, plagada de sueños, que no es dormir ni cosa que se le parezca y que deja el cuerpo destemplado, entumecido y dolorido; pero Nimue se mantuvo en vela musitando encantamientos y hablando con los que no podían conciliar el sueño. Su conversación no era mero pasatiempo, pues no tenía tiempo que perder, sino que les dio ardientes explicaciones de los motivos por los que luchábamos. Les dijo que no era por Mordred sino por una Britania limpia de foráneos y de ideas ajenas, y hasta los cristianos la escucharon.

No esperé al amanecer para ordenar el ataque. Tan pronto como el cielo preñado de lluvia se iluminó por levante con la primera claridad mortecina de luz acerada, desperté a los que dormían y llevé a mis cincuenta hombres colina abajo hasta el lindero del bosque. Allí aguardamos, sobre un lomo de tierra herbosa que caía hasta el lecho del valle tan verticalmente como las laderas del monte de Ynys Wydryn. Con el brazo izquierdo sujetaba firmemente las correas del escudo, llevaba a Hywelbane ceñida a la cadera y la pesada lanza en la diestra. Una fina neblina se levantó en el punto donde el río abandonaba el valle.

Un búho blanco pasó volando bajo por entre los árboles, muy cerca de nosotros, y los hombres creyeron que era un mal augurio; pero después un gato montés nos enseñó los dientes en la retaguardia y Nimue dijo que el efecto nefasto del búho blanco había quedado neutralizado. Oré a Mitra y ofrecí en su honor las horas venideras; luego dije a mis hombres que los francos habían sido enemigos mil veces más feroces que aquella soldadesca adormilada de Powys que estaba en el valle, a nuestros pies. Dudaba de la veracidad de mis palabras, pero cuando nos aprestamos a la batalla no son verdades lo que necesitamos, sino confianza. En privado ordené a Issa y a otro de mis hombres que permanecieran cerca de Nimue, pues sabía que si ella moría, la confianza de mis filas se evaporaría como una niebla estival.

La lluvia nos azotaba desde atrás y la hierba de la ladera nos hacía resbalar. El cielo se iluminó un poco más por el lado opuesto del valle y entre las nubes aparecieron las primeras sombras. El mundo amanecía gris y negro, negro como la noche en lo hondo del valle, pero clareaba en el lindero del bosque, un contraste que me hizo temer que el enemigo nos descubriera antes de que nosotros pudiéramos distinguirlo nítidamente. Sus hogueras brillaban todavía, pero mucho más tenues que durante las negras profundidades misteriosas de la noche. No avisté centinelas, era el momento de avanzar.

—Avanzad despacio —les ordené.

Me había imaginado una carrera precipitada ladera abajo, pero cambié de opinión sobre la marcha. La hierba húmeda nos haría resbalar y juzgué más conveniente acercarnos con sigilo, arrastrándonos como espectros al amanecer. Me puse en cabeza, avanzando con mayor precaución a medida que la pendiente se hacía pronunciada. Ni siquiera las botas de clavos permitían caminar con paso seguro en el suelo empapado, de modo que continuamos lentamente, como gatos al acecho, y el sonido más audible en la penumbra era el de nuestras respiraciones.

Utilizamos las lanzas a modo de varas. En dos ocasiones un grupo tropezó y cayó al suelo con todo su peso, haciendo entrechocar escudos, vainas y lanzas, y en ambas ocasiones nos detuvimos en seco en espera de una respuesta que no se produjo.

El último tramo de la pendiente era el más pronunciado, pero antes de iniciar la última etapa alcanzamos a ver por fin todo el fondo del valle. El río discurría como una sombra negra por su extremo más lejano y la calzada romana pasaba justo por debajo de nosotros, entre unas chozas con techumbre de paja donde el enemigo debía de haberse refugiado. Sólo avisté cuatro hombres, dos acuclillados junto a las hogueras, uno sentado bajo el alero de una cabaña y otro paseando de acá para allá al lado de la empalizada de troncos. El cielo iba aclarándose por el este hasta alcanzar el destello brillante de la aurora; había llegado el momento de soltar a mis lanceros de cola de lobo tras las presas.

—¡Que los dioses sean vuestra barrera de escudos! —les dije—. ¡Matad y rematad!

Cubrimos a la carrera el final de la pronunciada pendiente. Algunos optaron por deslizarse de costado en vez de esforzarse por mantener el equilibrio, otros se lanzaron de cabeza y yo, como era el jefe, corrí con ellos. El miedo nos prestaba alas y nos hacía lanzar amenazas a voz en grito. Éramos los lobos de Benoic, llegados a las montañas fronterizas de Powys con la muerte entre las fauces, y de súbito, como siempre en la batalla, la euforia me dominó. Un júbilo vertiginoso nos encendió el espíritu barriendo todo rastro de contención, raciocinio y decencia, dejando tan sólo el furor implacable del combate. Salvé el último tramo de un salto, caí entre unas matas de frambuesa, di un puntapié a un cubo vacío y entonces vi al primer hombre, que salía sobresaltado de una choza cercana. Iba en calzas y jubón, sostenía una lanza y parpadeaba en la lluviosa madrugada; y así murió, con el vientre atravesado por mi lanza. Aullé como aúllan los lobos, retando al enemigo a buscar la muerte en mis manos.

Quedóse la lanza atascada en las tripas del hombre y no la saqué, sino que desenvainé a Hywelbane. Otro hombre se asomó a la puerta de la choza a ver qué había pasado, me abalancé contra él y lo hice retroceder. Mis hombres pasaron a mi lado corriendo, aullando y gritando. Los centinelas huían. Uno echó a correr hacia el río, vaciló un momento, dio media vuelta y murió de dos lanzazos. Uno de mis hombres cogió una tea encendida de la hoguera y la arrojó al húmedo tejado de paja. A ésa siguieron otras, hasta que por fin las chozas prendieron y obligaron a los ocupantes a salir a campo abierto, donde aguardaban mis lanceros. Una mujer gritó cuando el techo en llamas le cayó encima. Nimue se había apoderado de la espada de un enemigo muerto y la hundía en el cuello de un hombre caído. Chillaba con una lamento agudo y extraño que añadió un nuevo terror a la helada madrugada.

Cavan ordenó a voces a los hombres que empezaran a retirar la valía de árboles. Dejé a los pocos supervivientes de las cabañas a merced de mis hombres y fui a ayudar a los otros. El parapeto había sido levantado con dos docenas de pinos caídos y hacía falta veinte hombres para levantar cada árbol. Habíamos despejado de la carretera una anchura de unos cuarenta pies cuando Issa dio una voz de alarma.

Los hombres a los que habíamos matado no eran la única fuerza que guardaba el valle, sino un simple piquete que vigilaba el parapeto, y en aquel momento el grueso de la guarnición, alarmado por la barahúnda, asomaba por el sombrío extremo septentrional del valle.

—¡Barrera de escudos! —exclamé—. ¡Barrera de escudos!

Cerramos la línea de defensa al norte de las chozas incendiadas. Dos de mis hombres se habían roto el tobillo al bajar la pendiente y otro había muerto en los primeros momentos de la lucha, pero los demás cerramos filas en una compacta línea de defensa. Envainé a Hywelbane tras recuperar la lanza y la apunté hacia el frente junto a las demás, que sobresalían cinco pies con respecto a la línea de escudos. Ordené a seis hombres que permanecieran en retaguardia con Nimue por si quedaba algún enemigo oculto entre las sombras y esperamos a que Cavan cambiara de escudo, pues las correas del suyo se habían roto. Tomó el de un enemigo, quitóle de un tajo rápido la cubierta de cuero con el águila y se situó en el extremo derecho de la barrera de escudos, la posición más vulnerable, pues el hombre de la diestra tiene que proteger al compañero de la siniestra con el escudo dejando su propio flanco derecho expuesto a los golpes del enemigo.

—¡Listos, señor! —me dijo.

—¡Adelante! —grité.

Me pareció mejor avanzar que dar tiempo al enemigo para formarse y atacar.

A medida que avanzábamos hacia el norte, las laderas del valle se tornaban más altas y escarpadas. La pared de la derecha, al otro lado del río, era una espesa maraña de árboles, pero la de la izquierda estaba cubierta de hierba al principio y de matorrales después. El valle se estrechaba, aunque no llegaba a formar una garganta. El valle del Lugg tenía espacio suficiente para maniobrar, aunque la cenagosa ribera del río restringía el terreno seco y nivelado que se necesita para librar batallas. La primera luz que se filtraba entre las nubes iluminaba ya las montañas occidentales, pero no penetraba todavía en las profundidades del valle, donde al menos había dejado de llover, aunque el viento soplaba frío y húmedo y hacía parpadear el fuego de las hogueras que ardían en la parte alta del valle. A la luz de esas hogueras divisamos una aldea de chozas alrededor de un edificio romano. Ante las llamas pasaban sombras de hombres que se afanaban de un lado a otro; un caballo relinchó y de pronto, cuando la luz mortecina de la aurora alcanzó por fin el camino, vi que se estaba formando una barrera de escudos.

También percibí que la componían unos cien hombres, al menos, e iban sumándose más y más.

—¡Alto! —ordené a mis hombres.

Agucé la vista y calculé unos doscientos guerreros en la barrera de escudos. La luz gris brillaba en las puntas de sus lanzas. Se trataba de la guardia de élite que Gorfyddyd había situado en el valle para defenderlo.

Efectivamente, la anchura del valle excedía nuestra defensa de cincuenta hombres; el camino discurría junto a la ladera occidental dejando a nuestra derecha una ancha pradera por donde el enemigo podría rodearnos los flancos sin dificultad, de forma que ordené la retirada.

—¡Atrás, despacio! —dije—. Despacio y pisando firme. ¡Volvemos al parapeto! —Podríamos defender el hueco que habíamos abierto en la valla de troncos, aunque de todos modos el enemigo no tardaría en trepar por los árboles que aún quedaban y rodearnos—. ¡Atrás, despacio! —repetí, pero no di un paso más mientras mis hombres se retiraban.

Aguardé al ver que un solo hombre a caballo se destacaba de entre las filas enemigas y cabalgaba hacia nosotros.

El emisario era un hombre alto que dominaba su montura. Llevaba un yelmo de hierro con penacho de plumas de cisne, lanza y espada, pero no escudo. Vestía coraza y su silla era una piel de oveja. Su rostro de ojos oscuros y barba negra llamaba la atención y sus rasgos me resultaban familiares, pero no llegué a reconocerle hasta que detuvo el caballo cerca de mí. Tratábase de Valerin, el cacique al que Ginebra estaba prometida cuando conoció a Arturo. Me miró desde arriba y fue levantando la lanza poco a poco hasta colocármela a la altura de la garganta.

—Tenía la esperanza de que fuérais Arturo.

—Mi señor os envía saludos, lord Valerin —le dije.

Valerin escupió hacia mi escudo, donde había vuelto a pintar el símbolo del oso de Arturo.

—Enviadle los míos —dijo—, y también a la ramera que desposó. —Hizo una pausa y levantó un poco la punta de la lanza, hasta la altura de mis ojos—. Estás muy lejos de casa, muchacho —dijo—, ¿sabe tu madre que no estás en la cama?

—Mi madre —repliqué— está preparando la olla para hervir vuestros huesos, lord Valerin. Nos hace falta cola y dicen que los huesos de oveja la hacen de mejor calidad.

Sentíase halagado porque le había reconocido, pero lo achacó a la fama, sin caer en la cuenta de que yo había estado en Caer Sws con Arturo hacía ya muchos años. Retiró la lanza de mi cara y miró fijamente a mis hombres.

—Sois pocos, y nosotros muchos. ¿No queréis rendiros ahora?

—Sois muchos —dije—, pero mis hombres están hambrientos de lucha y agradecen una ración generosa de enemigos.

Los jefes habían de saber comportarse en las sesiones rituales de insultos que precedían a las batallas, y a mí me divertía. Arturo no solía hacer buen papel en dichas ocasiones, pues hasta el último momento, antes de comenzar la matanza, trataba de congraciarse con sus enemigos.

—¿Tu nombre? —inquirió Valerin, a punto de volver la grupa.

—Lord Derfel Cadarn —respondí con orgullo, y me pareció detectar, o eso hubiera deseado, un destello de reconocimiento antes de que me diera la espalda para volver con los suyos.

Pensé que si Arturo no venía podíamos darnos todos por muertos, pero antes de volver junto a mis lanceros, al lado del parapeto, vi a Culhwch y a Arturo aguardándome. Culhwch había logrado al fin lo que deseaba, esto es, luchar de nuevo junto a Arturo. Su enorme caballo triscaba hierba ruidosamente por los alrededores.

—No estamos lejos, Derfel —me dijo animosamente—, cuando esos gusanos ataquen, tenéis que daros a la huida. ¿Entendido? Que os persigan, así se dispersarán, y cuando veáis que nos acercamos, apartaos de nuestro camino. —Me dio la mano y luego me envolvió entre sus brazos como un oso—. Es más divertido que hablar de paz, ¿cierto? —dijo; fue a buscar su caballo y montó—. Mostraos cobardes por una vez —recomendó a mis hombres; levantó la mano y azuzó al caballo hacia el sur.

Expliqué a mis hombres el significado de las últimas palabras de Culhwch y me situé en mi puesto, en el centro de la barrera de escudos que cubría el hueco del parapeto de árboles. Nimue se colocó detrás de mí, blandiendo todavía la espada ensangrentada.

—Cuando ataquen, fingiremos huir en desbandada —dije a los hombres—. No tropecéis al correr y no os metáis bajo los cascos de los caballos.

Ordené a dos de los míos que ayudaran a los que se habían roto el tobillo a esconderse en unos matorrales situados detrás del parapeto y aguardamos. Miré hacia la retaguardia pero no vi a los hombres de Arturo, que suponía ocultos donde el camino atravesaba una arboleda, a un cuarto de milla hacia el sur.

A mi derecha el río corría en remolinos oscuros; dos cisnes se dejaban llevar por la corriente. Una garza real pescaba en la orilla, pero abrió las alas perezosamente y salió volando hacia el norte, cosa que Nimue interpretó como de buen augurio, pues el ave se llevaba su mala suerte hacia el enemigo.

Los lanceros de Valerin iban acercándose lentamente. Los habían despertado para la batalla y aún estaban adormilados. Vi a algunos con la cabeza descubierta y supuse que sus jefes los habrían arrancado de sus yacijas de paja con tal premura que ni tiempo habían tenido para recoger toda su impedimenta. No había druidas entre ellos, de modo que nos vimos libres de maldiciones, aunque yo, igual que mis hombres, dije unas breves oraciones. Yo rezaba a Mitra y a Bel. Nimue invocaba a Andraste, la diosa de las matanzas, y Cavan pedía a sus dioses irlandeses que concedieran a su lanza muchas muertes en ese día. Observé que Valerin había desmontado y dirigía a sus hombres desde el centro de la barrera, aunque me fijé en que un criado llevaba el caballo de su caudillo en la retaguardia.

Una fuerte racha de viento húmedo arrastró hasta el camino el humo de las chozas que aún ardían y ocultó en parte la línea enemiga. Pensé que los cadáveres de los compañeros muertos enardecerían el ánimo de los lanceros y, tal como esperaba, les oí gritar de rabia al encontrarse los cuerpos, calientes todavía; cuando otra racha de viento despejó la humareda del camino, el enemigo avanzaba más deprisa, profiriendo insultos. Aguardamos en silencio y la temprana luz gris iluminó el suelo mojado del valle.

Detuviéronse a cincuenta pasos de nosotros. Todos llevaban el águila de Powys en el escudo, ninguno provenía de Siluria ni de los demás contingentes reunidos por Gorfyddyd. Imaginé que serían los mejores lanceros del país, de modo que matar a un buen número de ellos sería una gran ventaja para el futuro, y bien sabían los dioses cuán necesaria nos era cualquier ayuda. Hasta el momento todo iba como la seda y hube de recordar que esos momentos tan fáciles no eran sino el preámbulo tras el cual todo el poder de Gorfyddyd y de sus aliados caería sobre los pocos guerreros leales a Arturo.

Dos hombres se destacaron de las filas de Valerin y arrojaron las lanzas, que pasaron muy alto por encima de nuestras cabezas y se clavaron en la tierra a nuestra espalda. Mis hombres respondieron con burlas y algunos apartaron los escudos como invitando al enemigo a intentarlo de nuevo. Agradecí a Mitra que Valerin no llevara arqueros. Pocos guerreros usaban el arco, pues las flechas no atraviesan los escudos ni las cotas de cuero. El arco era arma de cazador, idónea para aves silvestres o piezas de caza menor, pero un grupo nutrido de campesinos de la leva armado con arcos ligeros podía convertirse en una molestia de consideración obligando a los guerreros a agacharse tras la barrera de escudos.

Otros dos hombres arrojaron sus lanzas. Una acertó en un escudo y se quedó clavada, la otra pasó demasiado alta. Valerin nos observaba sopesando nuestra actitud, y tal vez la falta de reacción por nuestra parte le hiciera pensar que ya éramos hombres muertos. Levantó los brazos, golpeó el escudo con la lanza y ordenó cargar a sus hombres.

Se lanzaron gritando y nosotros, tal como Arturo ordenara, rompimos filas y nos dimos a la fuga. Se produjo gran confusión al principio, pues los hombres se estorbaban unos a otros, mas enseguida echamos a correr a la desbandada camino abajo.

Nimue iba a la cabeza, con el negro manto flotando al viento, y miraba atrás constantemente para ver lo que sucedía a su espalda. El enemigo cantó victoria y se precipitó tras nosotros; Valerin vio la posibilidad de montar a caballo entre la muchedumbre dispersa y pidió a gritos a su criado que le trajera la montura.

Corríamos torpemente, impedidos por los mantos, los escudos y las lanzas. Me sentía fatigado y respiraba entrecortadamente sin dejar de correr tras mis hombres en dirección sur. Oía las voces del enemigo y por dos veces miré hacia atrás y vi a un hombre alto y pelirrojo que sonreía y se esforzaba por darme alcance. Era más veloz que yo y ya empezaba a considerar la posibilidad de detenerme y enfrentarme a él cuando oí el bendito sonido del cuerno de Arturo. Sonó dos veces y enseguida el poder de Arturo surgió ante nosotros de entre los árboles que el alba teñía de gris.

Arturo abría la marcha con su penacho de plumas blancas, su brillante escudo bruñido como un espejo y el manto blanco desplegado a la espalda como si fueran alas. Bajó la punta de la lanza y aparecieron sus cincuenta hombres sobre caballos con armadura, el rostro cubierto de hierro y enhiestas las brillantes puntas de las lanzas. Las enseñas del oso y el dragón ondeaban luminosas y la tierra temblaba bajo los potentes cascos, que levantaban una lluvia de agua y barro en el aire a medida que los caballos ganaban velocidad. Mis hombres se apartaron del camino, se dividieron en dos grupos y, sin tardanza, formaron corros defensivos protegiéndose tras los escudos y las lanzas. Opté por el de la izquierda y me volví a tiempo de ver a los hombres de Valerin que intentaban cerrar filas en una barrera de escudos. Valerin les gritaba desde el caballo que se retirasen al parapeto, pero ya era demasiado tarde. La trampa había funcionado y los defensores del valle del Lugg estaban condenados.

Arturo pasó a mi lado al galope a lomos de Llamrei, su yegua preferida. Los faldones de la gualdrapa del caballo y los bordes del manto ya estaban cubiertos de barro. Una lanza rebotó en el pecho de Llamrei, protegido por la armadura; entonces Arturo arrojó la suya y, tras dar muerte al primer enemigo de la jornada, dejó el arma allí clavada y desnudó a Excalibur a la luz del amanecer. Los demás caballos pasaron al galope levantando un torbellino de agua y ruido. Los hombres de Valerin gritaron al ver a los grandes brutos irrumpir a toda velocidad entre sus filas rotas. Abatiéronse las espadas y dejaron tras de sí hombres que sangraban y se tambaleaban; los caballos continuaron abriéndose camino y aplastando a unos cuantos hombres aterrorizados bajo sus poderosos cascos reforzados con hierro. Los lanceros, rota su formación, quedaron indefensos frente a los caballos, y los guerreros de Powys no tenían ninguna posibilidad de formar una barrera de escudos. Sólo les restaba correr en desbandada y Valerin, al ver que no había escapatoria, volvió grupas y salió al galope en dirección norte.

Algunos de sus hombres le siguieron, pero todos los que iban a pie estaban condenados a morir bajo las patas de los caballos. Otros se dirigieron hacia el río o hacia la montaña, y tras ellos fuimos, organizados en bandas de lanceros. Unos pocos arrojaron las lanzas y los escudos al suelo y levantaron las manos; les perdonamos la vida, pero todo aquel que ofreció resistencia murió a lanzazos, atrapado como un oso en un matorral. El caballo de Arturo desapareció en el valle dejando tras de sí un rastro macabro de hombres con el cráneo hendido por un tajo a la altura del cerebro; algunos hubo que siguieron cojeando antes de caer definitivamente y Nimue aullaba gozosa en medio de la destrucción.

Hicimos casi cincuenta prisioneros, y otros tantos muertos o agonizantes. Algunos huyeron trepando por la montaña por la que habíamos llegado nosotros bajo la luz gris y otros se ahogaron al tratar de cruzar el Lugg, y el resto eran hombres vencidos que sangraban, se arrastraban y vomitaban. Los hombres de Sagramor, ciento cincuenta lanceros excelentes, aparecieron caminando mientras rematábamos la redada de los últimos supervivientes de Valerin.

—No podemos prescindir de hombres para vigilar a los prisioneros —me dijo Sagramor a modo de saludo.

—Lo sé.

—Pues matadlos —me ordenó, y Nimue se mostró de acuerdo.

—No —dije.

Sagramor sería mi comandante durante toda aquella jornada y no me gustaba estar en desacuerdo con él, pero Arturo quería la paz para los britanos, y matar a prisioneros indefensos no era la forma de ganar Powys para la paz. Por otra parte, los prisioneros los habían tomado mis hombres y su vida quedaba bajo mi responsabilidad; en vez de matarlos, ordené que los desnudaran; y luego fueron conducidos uno a uno ante Cavan, que aguardaba con un canto rodado por martillo y una gran piedra por yunque. Colocábamos sobre la piedra la mano con que cada hombre usaba la lanza, la sujetábamos y le aplastábamos el meñique y el anular con el canto rodado. Nadie moría por que le aplastaran los dedos, incluso se podía volver a usar la lanza, pero no en el mismo día ni durante muchos días más. Después los mandamos hacia el sur, desnudos y sangrantes, y les advertimos que si volvíamos a ver su caras antes de la noche, morirían con toda seguridad. Sagramor se mofó de semejante alarde de indulgencia, pero no contradijo mis órdenes. Mis hombres recogieron las mejores prendas de los enemigos, registraron las demás en busca de monedas y arrojaron lo que no querían a las chozas, que continuaban ardiendo. Las armas capturadas las amontonamos a la vera del camino.

Después nos pusimos en marcha hacia el norte y descubrimos que Arturo había terminado la persecución en el vado y había regresado a la aldea que se extendía alrededor del sólido edificio romano, que Arturo reconoció como una antigua posada para viajeros camino de las montañas del norte. Un grupo de mujeres se hallaba bajo vigilancia al lado de la casa, abrazadas a sus hijos y a sus míseras, pertenencias.

—Vuestro enemigo —dije a Arturo— era Valerin.

Tardó unos segundos en reconocer el nombre y luego sonrió. Se había quitado el yelmo y se había apeado del caballo para recibirnos.

—Pobre Valerin —comentó—, ha salido perdedor por dos veces. —Me abrazó y dio las gracias a mis hombres—. La noche fue tan oscura —dijo— que dudé de que lográrais dar con el valle.

—El mérito no es mío, sino de Nimue.

—En ese caso, os debo agradecimiento —dijo a Nimue.

—Agradecédmelo —respondió Nimue— dándonos la victoria en este día.

—Con la ayuda de los dioses, así lo haré. —Se volvió hacia Galahad, que había cargado con ellos a caballo—. Id al sur, lord príncipe, llevad mis saludos a Tewdric y rogadle que nos envíe lanceros. Que Dios os conceda elocuencia.

Galahad espoleó a su caballo y partió al galope, cruzando el valle que hedía a sangre.

Arturo se quedó mirando la cima de la montaña que se elevaba a una milla al norte del vado. Allí había un antiguo fuerte de tierra, legado del pueblo antiguo, pero parecía desierto.

—Nada nos conviene —dijo con una sonrisa— que vean dónde nos escondemos.

Quería encontrar un lugar donde esconderse y quitarse la pesada armadura de a caballo antes de dirigirse hacia el norte para sacar a los hombres de Gorfyddyd de sus campamentos de Branogenium.

—Nimue os hará un hechizo para pasar desapercibido —le dije.

—¿Lo haréis, señora? —le preguntó con entusiasmo.

Nimue se fue a buscar un cráneo. Arturo me dio otro abrazo y después llamó a un criado para que le ayudara a quitarse la pesada cota maclada. Se la quitó por la cabeza y apareció su cabeza despeinada.

—¿Te la pondrías tú? —me preguntó.

—¿Yo? —No podía creerlo.

—Cuando el enemigo ataque —me dijo—, espera encontrarme aquí, y si no me encuentra, sospechará que se trata de una celada. —Sonrió—. Se lo pediría a Sagramor, pero su cara es más peculiar que la tuya. De todos modos, tendrías que cortarte un poco el pelo —cualquiera sabría que aquél no era Arturo si por debajo del yelmo asomaba una melena rubia— y recortarte la barba —añadió.

Tomé la armadura de manos de Hygwydd y me quedé impresionado por el peso.

—Será un honor para mí —respondí.

—Pesa —me advirtió—, da calor y con el yelmo puesto no deja ver a los lados, de modo que ponte un hombre valiente a cada lado. —Percibió que dudaba—. ¿Se lo pido a otro, tal vez?

—No, no, señor. La llevaré yo.

—Implica un riesgo —me advirtió nuevamente.

—No esperaba que el día de hoy fuera tranquilo, señor.

—Os dejo las enseñas. Cuando Gorfyddyd llegue, tenemos que convencerle de que todos sus enemigos se hallan reunidos en un solo lugar. Será un combate duro, Derfel.

—Galahad traerá refuerzos —le dije en tono firme.

Tomó mi cota y mi escudo, me dio el suyo junto con el manto y se volvió para tomar a Llamrei de las riendas.

—Hasta aquí —me dijo una vez montado en el caballo—, todo ha sido fácil. —Llamó a Sagramor y nos habló a los dos—. El enemigo llegará hacia mediodía. Haced cuanto podáis por estar preparados y luchad como no habéis luchado en vuestra vida. Si os veo nuevamente, habremos logrado la victoria. En caso contrario, os doy las gracias, os saludo y os espero en el otro mundo para celebrarlo juntos. —Ordenó a sus hombres que montaran y partieron hacia el norte.

Nosotros quedamos aguardando el comienzo de la verdadera batalla.

La cota maclada pesaba extraordinariamente, me aplastaba los hombros como las perchas que las mujeres acarreaban hasta sus casas todas las mañanas. Me costaba un esfuerzo levantar el brazo de la espada, aunque noté cierto alivio al ajustarme el cinturón de la espada por encima de las escamas de hierro, aligerando así en parte el peso que caía sobre los hombros.

Nimue, una vez hubo terminado el encantamiento para ocultar a Arturo, me cortó el pelo con un cuchillo. Quemó los mechones para que el enemigo no tuviera ocasión de encontrarlos y hacer un hechizo con ellos; luego, con el escudo de Arturo por espejo, me recorté la larga barba para que no se asomara por debajo de los protectores de las mejillas. Acto seguido me calé el yelmo forrado de cuero y presioné con fuerza hasta que me quedó encajado en la cabeza como una concha. A pesar de las perforaciones abiertas a la altura de las orejas en el bruñido metal, oía mi propia voz como amortiguada. Cogí el pesado escudo, Nimue me colocó el manto blanco manchado de barro, me lo abrochó y empecé a moverme para acostumbrarme al peso tremendo de la armadura. Pedí a Issa que tomara la vara de una lanza y, usándola a modo de palo, luchara conmigo; me movía con mayor lentitud que nunca.

—El miedo os prestará velocidad, señor —me dijo Issa tras ganarme diez asaltos y asestarme en la cabeza un golpe que me resonó como un trueno en los oídos.

—No rompas las plumas —le advertí.

En mi fuero interno deseaba no haber aceptado la pesada armadura. Era propia de soldados de caballería, estaba pensada para aumentar el peso y hacer que el jinete que tenía que abrirse paso entre las filas enemigas causara una impresión más imponente, pero los lanceros confiábamos en la agilidad y la velocidad siempre que no estábamos apretados hombro con hombro en la línea de defensa.

—Tenéis un aspecto magnífico, señor —comentó Issa con admiración.

—Seré un cadáver de magnífico aspecto si no me cubres el flanco —le contesté—. Es como luchar dentro de un caldero. —Me quité el yelmo y sentí un gran alivio en el cráneo—. La primera vez que vi esta armadura —le dije— deseé poseerla más que cualquier otra cosa en el mundo. Ahora la regalaría a cambio de una buena cota de cuero.

—Saldréis bien parado, señor —me consoló con un gesto burlón.

Teníamos mucho que hacer. Las mujeres y los niños que los hombres vencidos de Valerin habían dejado abandonados fueron conducidos hacia el sur, lejos del valle; después preparamos defensas cerca del parapeto de árboles. Sagramor temía que la fuerza arrolladora del enemigo nos expulsara del valle antes de que la caballería de Arturo llegara a rescatarnos, de modo que preparó el terreno con meticulosidad. Mis hombres querían dormir, pero hubimos de cavar una zanja en medio del valle, no tan profunda como para impedir el paso a nadie pero sí lo suficiente como para dificultar la marcha a los lanceros e incluso hacerlos tropezar al acercarse a nuestra línea de lanzas. El parapeto de árboles se hallaba justo detrás de la zanja y marcaba el límite hasta el que podíamos retirarnos por el sur y el lugar que habríamos de defender a muerte. Para reforzar la defensa Sagramor clavó entre los troncos unas cuantas lanzas abandonadas por los hombres de Valerin y ordenó que las hundieran firmemente en la tierra de modo que formaran un seto de puntas de lanza en diversos ángulos entre las ramas de los pinos. Dejamos libre la parte del camino que habíamos despejado para tener la posibilidad de atrincherarnos detrás de la frágil barrera y defenderla.

Me preocupaba la ladera empinada y abierta por la que habíamos descendido de madrugada. Sin duda los guerreros de Gorfyddyd lanzarían el ataque desde el mismo valle, pero los de la leva serían enviados a terreno elevado para amenazarnos por el flanco izquierdo, y Sagramor no podía prescindir de hombres para enviarlos a defender la colina; sin embargo, Nimue dijo que no había necesidad de preocuparse. Tomó diez lanzas enemigas y con ayuda de seis hombres cortó la cabeza a diez de los lanceros caídos de Valerin y entre todos llevaron las lanzas y las cabezas sangrantes monte arriba; hundió las lanzas en el suelo por el extremo inferior y empaló las cabezas en las puntas de hierro; luego las envolvió en macabras pelucas de hierbas entretejidas, con un encantamiento en cada nudo, y esparció ramas de tejo entre los postes, que estaban bastante separados. Había hecho una barrera de espíritus, una fila de espantapájaros humanos cargados de encantamientos y hechizos que nadie se atrevería a cruzar sin ayuda de un druida. Sagramor le pidió que pusiera otra igual en la parte norte del vado, pero Nimue se negó.

—Los guerreros de Gorfyddyd traerán a sus druidas —le dijo—, y la barrera de espíritus haría reír a cualquier druida. Sin embargo, los de la leva vendrán solos.

Nimue había recogido un puñado de verbena en la ladera y distribuyó las pequeñas flores moradas entre los lanceros; todos sabían que la hierba les protegería en la batalla. A mí me introdujo un buen puñado en la armadura.

Los cristianos rezaron juntos sus oraciones mientras los paganos pedían ayuda a los dioses. Algunos arrojaron monedas al río y presentaron sus talismanes a Nimue para que los tocara. La mayoría llevaban patas de liebre, pero unos cuantos tenían dardos mágicos o piedras de serpiente. Los dardos mágicos eran diminutas puntas de flecha hechas de pedernal disparadas por los espíritus y muy preciadas entre los soldados, y las piedras de serpiente tenían vivos colores que Nimue hizo resaltar mojándolas en el río antes de llevárselas al ojo sano. Yo me apreté la cota con la mano hasta notar el broche de Ceinwyn en el pecho, luego me arrodillé y besé la tierra. Toqué el suelo húmedo con la frente y pedí a Mitra fuerza, valor y, si tal era su designio, una muerte honrosa. Algunos bebieron hidromiel, que encontramos en la aldea, pero yo sólo bebí agua. Comimos los alimentos que los hombres de Valerin habían llevado para el almuerzo y a continuación un grupo ayudó a Nimue a atrapar sapos y musarañas; luego los mató y los colocó en el camino, más allá del vado, para que esparcieran influencias nefastas sobre el enemigo cuando se acercara. Después volvimos a afilar nuestras armas y nos quedamos a la espera. Sagramor encontró a un hombre oculto en los bosques, detrás de la aldea. Se trataba de un pastor y Sagramor le interrogó acerca del terreno circundante; el hombre le dijo que río arriba había otro vado desde donde el enemigo podría rodearnos si intentábamos defender la orilla en el extremo norte del valle. Por el momento no nos preocupaba que hubiera un segundo vado, pero no debíamos olvidar su existencia porque el enemigo podría aprovecharlo para desbaratar nuestra línea de defensa por el lado norte. Me inquietaba la proximidad del combate, pero Nimue no parecía tener miedo.

—Nada tengo que temer —me dijo—. Ya he recibido las tres heridas, nada puede hacerme daño. —Estaba sentada a mi lado, cerca del vado del extremo norte del valle. Ahí situaríamos nuestra primera línea defensiva, y desde allí comenzaríamos a retirarnos poco a poco hasta llevar al enemigo al corazón del valle y a la trampa preparada por Arturo—. Además —añadió—, estoy bajo la protección de Merlín.

—¿Sabe que estamos aquí? —pregunté.

—Lo sabe —respondió tras una pausa.

—¿Va a venir?

Frunció el ceño como si la pregunta estuviera de más.

—Merlín hará —dijo despacio— lo que tenga que hacer.

—Entonces, vendrá —añadí con esperanza ferviente.

Nimue hizo un gesto de impaciencia con la cabeza.

—Lo único que le importa es Britania. Cree que Arturo podría ayudarle a restaurar la sabiduría de Britania, pero si creyera a Gorfyddyd más adecuado para la misión, créeme, Derfel, Merlín se pondría de parte de Gorfyddyd.

Ya me lo había insinuado el propio Merlín en Caer Sws, pero de todas formas me costaba trabajo creer que sus ambiciones se alejaran tanto de mis propias lealtades y esperanzas.

—¿Y tú, Nimue?

—Un vínculo me une a este ejército —dijo—, después quedaré libre para ayudar a Merlín.

—Gundleus —dije, y ella asintió.

—Entrégame a Gundleus vivo, Derfel —me dijo mirándome a los ojos—, entrégamelo vivo, te lo ruego. —Se tocó el parche de cuero y se quedó en silencio, reuniendo energías para la venganza que tanto ansiaba. Todavía tenía el rostro macilento y el negro pelo le caía lacio sobre las mejillas. La suavidad que me demostrara en Lughnasa se había transformado en una frialdad sombría que me hizo pensar que jamás llegaría a comprenderla. La amaba, pero no de la misma forma en que creía amar a Ceinwyn, sino con el amor que se pueda sentir hacia un gran ejemplar de animal salvaje, un águila o un gato montés, pues sabía que nunca entendería por completo su vida ni sus sueños. De repente, sonrió—. Haré que el espíritu de Gundleus aúlle eternamente —dijo en voz baja—. Lo enviaré por el abismo hasta la nada, pero jamás la alcanzará, Derfel, sufrirá para siempre al borde de la nada, lamentándose sin tregua.

Sentí un escalofrío al pensar en Gundleus.

Un grito me llamó la atención hacia el otro lado del río. Seis caballos se acercaban al galope. Nuestra barrera de escudos se puso en pie y entre las curvas de los escudos asomaron las armas, pero entonces distinguí al que cabalgaba en cabeza: era Morfans. Corría a toda prisa clavando los talones a su montura, cansada y sudorosa, y temí que aquellos seis fueran lo único que quedara de los hombres de Arturo.

Los caballos cruzaron el vado chapoteando en el río y Sagramor salió a su encuentro. Morfans se detuvo en la orilla.

—A dos millas de aquí —dijo jadeante—, Arturo nos envía en vuestra ayuda. ¡Dioses! ¡Son cientos y cientos de malnacidos! —Se limpió el sudor de la frente y sonrió—. ¡Habrá botín para mil de los nuestros!

Se apeó del caballo y vi que llevaba el cuerno de plata; supuse que sería para avisar a Arturo cuando llegara el momento oportuno.

—¿Dónde está Arturo? —preguntó Sagramor.

—Escondido a buen recaudo —dijo, y al verme con la armadura su fea cara se torció en una sonrisa asimétrica—. El peso de esa armadura hunde, ¿verdad?

—¿Cómo es capaz de luchar con ella puesta? —pregunté.

—Pues lo hace, y muy bien. Como lo harás tú, Derfel. —Me dio unas palmadas en el hombro—. ¿Hay noticias de Galahad?

—Ninguna.

—Agrícola no nos abandonará, digan lo que digan ese rey cristiano y el cobarde de su hijo —declaró Morfans, y se llevó a sus cinco jinetes al otro lado de la barrera de escudos—. Dejadnos cinco minutos para que descansen los caballos.

Sagramor se colocó el yelmo. El númida llevaba cota de malla, manto negro y botas altas. Su casco de hierro estaba pintado de negro, con pez, y terminaba en una punta afilada que le confería un aspecto exótico. Solía luchar a caballo, pero no parecía apenarle formar parte de la infantería aquel día. Tampoco daba muestras de nerviosismo mientras recorría de un lado a otro la barrera de escudos animando a sus hombres.

Me coloqué el agobiante yelmo de Arturo y me até el barboquejo por debajo de la barbilla. Después, ataviado como mi señor, recorrí a mi vez la línea de defensa advirtiendo a mis hombres que la batalla sería dura, pero que teníamos la victoria asegurada mientras la barrera de escudos resistiera. Nuestra barrera se afinaba mucho en algunos puntos, con sólo tres hombres, pero todos eran grandes luchadores. Uno de ellos salió de la fila al acercarme yo al punto donde mis lanceros se unían a los de Sagramor.

—¿Os acordáis de mí, señor? —me preguntó.

Por un momento pensé que me había confundido con Arturo y me retiré los protectores de las mejillas para que me viera bien la cara, hasta que por fin lo reconocí. Se trataba de Griffid, el capitán de Owain, el que había intentado matarme en Lindinis, aunque no lo logró gracias a la intervención de Nimue.

—Griffid ap Annan —le saludé.

—Hay sangre entre nosotros, señor —me dijo, y se postró de hinojos—. Perdonadme.

Lo levanté y lo abracé. Tenía la barba gris pero seguía siendo el mismo hombre de huesos largos y rostro triste que yo recordaba.

—Mi espíritu está bajo tu protección —le dije—, y me alegro por ello.

—Y el mío bajo la vuestra, señor —dijo.

—¡Minac! —exclamé, al reconocer a otro de mis antiguos camaradas—. ¿Me habéis perdonado?

—¿Hubo algo que perdonar, señor? —preguntó, cohibido por mi pregunta.

—Nada hubo que perdonar —le aseguré—, porque no rompí el juramento, lo juro ahora de nuevo.

Minac se adelantó y me abrazó. Toda clase de querellas semejantes iban solucionándose a lo largo de la barrera de escudos.

—¿Qué ha sido de vosotros? —pregunté a Griffid.

—Hemos luchado mucho, señor, sobre todo contra los sajones de Cerdic. La batalla de hoy será fácil comparada con aquellos malnacidos, excepto en una cosa —añadió vacilante.

—¿De qué se trata?

—¿Nos devolverá ella nuestros espíritus, señor? —preguntó Griffid mirando a Nimue.

Se acordaba del espantoso maleficio que les había echado a él y a sus hombres.

—Naturalmente —dije, y llamé a Nimue; tocó a Griffid en la frente, y a todos los que me amenazaron aquel lejano día en Lindinis.

De esa forma conjuró y deshizo la maldición; ellos se lo agradecieron besándole la mano. Abracé a Griffid de nuevo y levanté la voz para que me oyeran todos mis hombres.

—En el día de hoy —declaré— daremos a los bardos canciones para cantar durante mil años. ¡Y en el día de hoy volveremos a ser ricos!

Todos aplaudieron. Tan grande era la emoción en la barrera de escudos que algunos lloraban de alegría. Ahora sé que no hay gozo comparable al de servir a Cristo Jesús, pero ¡cuánto echo de menos la compañía de los guerreros! Aquella mañana se esfumó cualquier traba del pasado que hubiera entre nosotros y un gran amor nos unió en la espera. Éramos hermanos, éramos invencibles, y hasta el lacónico Sagramor derramó algunas lágrimas. Un lancero empezó a cantar la canción de guerra de Beli Mawr, la más famosa canción guerrera de Britania, y las fuertes voces masculinas fueron agregándose, empujadas por el instinto, a lo largo de toda la fila. Algunos iniciaron un baile entre las espadas, brincando torpemente con la armadura de cuero puesta y marcando los intrincados pasos de un lado a otro de la hoja. Nuestros cristianos abrían los brazos completamente al cantar, como si la canción de guerra fuera una plegaria pagana a su dios, mientras que otros hacían chocar las lanzas contra los escudos al ritmo de la melodía.

Estábamos cantando todavía sobre la sangre enemiga que derramaríamos cuando apareció el enemigo en carne y hueso. Seguimos cantando a voz en grito al tiempo que las filas de enemigos iban apareciendo, una tras otra, ocupando la extensión de los lejanos campos bajo las enseñas reales que brillaban a la oscurecida luz del día. Y no dejamos de cantar; era un torrente musical que desafiaba al ejército de Gorfyddyd, el ejército del padre de la mujer a quien yo amaba. Ése era el verdadero motivo por el que yo luchaba; no sólo por Arturo, sino porque únicamente a través de la victoria podría volver a Caer Sws y verla de nuevo. Tal aspiración escapaba a mis posibilidades, no tenía esperanzas porque yo era hijo de una esclava y ella princesa de Powys; sin embargo, de alguna manera, aquel día creí que me jugaba mucho más de lo que había poseído en toda mi vida.

Aquella horda, lenta y pesada, tardó más de una hora en formarse en línea de batalla en la otra orilla del río. El río sólo podía cruzarse por el vado, lo cual nos daría tiempo para la retirada, llegado el momento; pero de momento el enemigo debió de pensar que íbamos a defender el vado durante todo el día, porque concentró a sus mejores hombres en el centro de la barrera. El propio Gorfyddyd estaba presente, y su enseña con el águila parecía empapada ya de sangre nuestra, pues la lluvia había corrido los colores. En el centro de nuestro frente ondeaban el oso negro y el dragón rojo de Arturo, y allí estaba yo, frente al vado. Sagramor se encontraba a mi lado y contaba las enseñas enemigas. Allí estaban el zorro de Gundleus y el caballo rojo de Elmet, además de otras muchas que no reconocíamos.

—¿Seiscientos hombres? —calculó Sagramor.

—Y aún no han llegado todos —dije.

—Poco importa. —Escupió en dirección al vado—. Además habrán visto que falta el toro de Twedric —dijo, con una de sus escasas sonrisas—. Será una batalla digna de recordar, lord Derfel.

—Me alegro de compartirla con vos, señor —repliqué con fervor, y así me sentía en efecto.

No había guerrero más poderoso que Sagramor ni hombre más temido por sus enemigos. Ni siquiera la presencia de Arturo despertaba el temor que infundían el rostro impasible del númida y su espada mortífera. Era una arma curvada de extraña factura y Sagramor la blandía a una velocidad sin igual. En una ocasión le pregunté por qué había jurado lealtad a Arturo.

—Porque cuando yo nada tenía —me contestó secamente—, Arturo me lo dio todo.

Nuestros lanceros dejaron de cantar cuando de las filas de Gorfyddyd se destacaron dos druidas. Nosotros contábamos sólo con Nimue para contrarrestar sus encantamientos, y en ese momento Nimue avanzó por el vado al encuentro de los dos hombres, que caminaban dando saltos por el camino con un brazo levantado y un ojo cerrado. Se trataba de Iorweth, el druida de Gorfyddyd, y Tanaburs, el de Gundleus, que llevaba su larga túnica con lunas y liebres bordadas. Intercambiaron besos con Nimue, así como algunas palabras, y a continuación ella volvió a nuestro lado del vado.

—Querían que nos rindiéramos —me dijo en tono de burla—, y les he dicho que se rindan ellos.

—Bien dicho —comentó Sagramor con un gruñido.

Iorweth ganó la orilla opuesta a torpes saltos.

—¡Que los dioses sean con vosotros! —nos gritó desde el otro lado, pero nadie le contestó.

Yo había cerrado los protectores de las mejillas para que no me reconocieran. Tanaburs seguía remontando el río a saltos, apoyándose en la vara. Iorweth levantó la suya a la altura de la cabeza para indicar que quería decir algo más.

—Mi rey, el rey de Powys y rey supremo de Britania, Gorfyddyd ap Cadell ap Brychan ap Laganis ap Coel ap Beli Mawr ahorrará a vuestros espíritus un viaje al más allá. ¡Lo único que debéis hacer, nobles guerreros, es entregarnos a Arturo! —Apuntó la vara hacia mí y Nimue formuló inmediatamente una oración protectora y arrojó al aire dos puñados de tierra.

No contesté, el silencio fue mi negativa. Iorweth hizo girar la vara y escupió tres veces hacia nosotros; después empezó a dar saltos río abajo por la orilla y se fue con Tanaburs a reforzar sus maldiciones.

El rey Gorfyddyd, acompañado de su hijo Cuneglas y de su aliado Gundleus, se habían acercado a caballo para ver la labor de los druidas, que trabajaban de lo lindo. Maldijeron nuestros días y nuestras noches y encomendaron nuestra sangre a los gusanos, nuestra carne a las bestias y nuestros huesos a la agonía. Maldijeron a nuestras mujeres y a nuestros hijos, nuestros campos y nuestro ganado. Nimue contrarrestaba las maldiciones, pero nuestros hombres no dejaban de temblar. Los cristianos proclamaban que no había nada que temer pero también ellos se persignaban a cada nueva maldición que cruzaba el río en alas de la oscuridad.

Los druidas estuvieron maldiciéndonos durante una hora entera y nos dejaron temblando. Nimue recorrió la barrera de escudos tocando las puntas de las lanzas y asegurando a los hombres que las maldiciones no habían surtido efecto, pero los nuestros seguían temblando por temor a la ira de los dioses cuando, por fin, el frente enemigo se puso en marcha.

—¡Escudos arriba! —gritó Sagramor con voz ronca—. ¡Lanzas arriba!

El enemigo se detuvo a cincuenta pasos del río y un hombre solo se destacó. Era Valerin, el cacique al que habíamos expulsado del valle al amanecer y que en ese momento se acercaba a pie hacia la margen norte del río armado de escudo y lanza. Había sufrido una derrota al amanecer y el orgullo le empujaba a la restitución de su buen nombre.

—¡Arturo! —me gritó—. ¡Te has casado con una ramera!

—Manteneos en silencio, Derfel —me aconsejó Sagramor.

—¡Con una ramera! —insistió Valerin—. Ya estaba usada cuando vino a mí. ¿Quieres conocer la lista de los amantes que tenía? ¡No bastaría una hora para nombrarlos a todos! ¿Con quién anda ahora, mientras tú esperas la muerte? ¿Crees que te guarda la ausencia? ¡Conozco a esa ramera! ¡Está envolviendo las piernas alrededor de otro, o de otros dos! —Tendió los brazos y movió las caderas obscenamente, lo que provocó voces de burla entre mis hombres; pero Valerin las desoyó—. ¡Una ramera! —prosiguió—. ¡Una ramera vieja y más que usada! ¿Luchas por tu ramera, Arturo? ¿O te faltan redaños? ¡Defiende a tu ramera, gusano! —Siguió andando por el vado, con el agua por los muslos, y se detuvo en nuestra orilla con el manto chorreando a doce pasos de mí. Miró fijamente la sombra oscura de donde asomaban mis ojos—. Una ramera, Arturo —repitió—, tu mujer es una ramera. —Escupió. Llevaba la cabeza descubierta, con unas ramas de muérdago trenzadas en el pelo a modo de protección. Vestía coraza, pero ninguna otra pieza de armadura, y lucía en el escudo el águila de alas abiertas de Gorfyddyd. Se rió de mí y después habló a mis hombres levantando la voz—. Vuestro jefe no quiere luchar por su ramera, ¿por qué habíais de luchar vosotros por él?

Sagramor me gruñó que no contestara, pero la provocación de Valerin socavaba el ánimo de los hombres, ya apocados por las maldiciones de los druidas. Esperé a que Valerin insultara una vez más a Ginebra y le arrojé la lanza. Fue un lanzamiento torpe, impedido por la cota maclada que me limitaba los movimientos; la lanza cayó junto a él y rebotó hasta el río.

—Una ramera —gritó, y embistió contra mi lanza en ristre al tiempo que yo desenvainaba a Hywelbane.

Avancé hacia él y sólo pude dar dos pasos antes de que me arrojara su arma con un gran grito de rabia.

Hinqué una rodilla en tierra y levanté el bruñido escudo en angulo de modo que desvió la lanza por encima de mi cabeza. Vi los pies de Valerin y oí su gruñido rabioso al hincarle Hywelbane por debajo de mi escudo. Dirigí la hoja hacia arriba y noté cómo se clavaba justo antes de que su cuerpo con toda la fuerza de la embestida cayera sobre mi escudo y me tirara al suelo. El grito iracundo era ya de dolor, pues el golpe de la hoja desde abajo abría una herida terrible en las entrañas; y supe que Hywelbane se había hundido profundamente en su cuerpo, ya que sentí cómo su peso descansaba sobre la hoja al caer él sobre mi escudo. Empujé hacia arriba con todas mis fuerzas para quitármelo de encima y, con un gruñido, libré el acero de la succión de la carne. La sucia sangre se derramó junto a su lanza, que había caído a su lado, mientras él se retorcía en el suelo entre grandes dolores. A pesar de todo, cuando me levanté trató de sacar su espada y lo detuve poniéndole un pie en el pecho. Perdió el color, se estremeció y se le nublaron los ojos, anuncio de la muerte.

—Ginebra es una dama —le dije—, y tu alma es mía si lo niegas.

—Es una ramera —logró decir con esfuerzo, entre dientes; entonces se atragantó y sacudió la cabeza débilmente—. El toro me protege —consiguió añadir; comprendí entonces que éramos hermanos en Mitra y hundí Hywelbane con fuerza.

La hoja encontró resistencia en la garganta, pero enseguida terminó con su vida. La sangre manó como un surtidor y resbaló por la hoja; no creo que Valerin llegara a sospechar que no había sido Arturo quien enviara su espíritu al puente de las espadas, en la gruta de Cruachan.

Nuestros hombres lanzaron vivas. Los ánimos, destemplados por los druidas y por los sucios insultos de Valerin, se calentaron inmediatamente a la vista de la primera sangre enemiga derramada. Me acerqué a la orilla del río y di los pasos de la victoria enseñando al decepcionado enemigo la hoja ensangrentada de mi espada. Gorfyddyd, Cuneglas y Gundleus, una vez abatido su paladín, volvieron grupas y mis hombres los tildaron a voces de cobardes y alfeñiques.

Sagramor me recibió con un gesto de asentimiento que era su forma de alabar una lucha bien disputada.

—¿Qué queréis que hagamos con él? —me preguntó, refiriéndose al cadáver de Valerin.

Pedí a Issa que despojara al cadáver de las joyas; luego, entre dos hombres lo arrojaron al río y rogué a los espíritus del agua que llevaran a mi hermano en Mitra hacia su recompensa. Issa me presentó las armas de Valerin, su torques de oro, dos broches y un anillo.

—Es vuestro, señor —dijo, ofreciéndome el botín. También había recuperado mi lanza del río. Tomé la lanza y las armas de Valerin, pero nada más.

—El oro es para ti, Issa —dije, acordándome del día en que me ofreció su única torques a nuestra vuelta de Ynys Trebes.

—Esto no, señor —dijo, y me mostró el anillo de Valerin.

Era una joya de oro macizo, bellamente forjada y con un ciervo en relieve que corría bajo la luna creciente. Era la insignia de Ginebra, y dentro del aro había una cruz rústica claramente grabada. Era un anillo de enamorado y me pareció que Issa había demostrado inteligencia al percatarse del detalle.

Tomé el anillo y pensé en Valerin, que lo había llevado durante años con el corazón herido. O, según me atreví a pensar, tal vez hubiera intentado vengar el dolor de su corazón atacando la reputación de Ginebra y él mismo habría hecho la cruz de enamorados para presentarse como amante de ella.

—Que Arturo no llegue a saberlo nunca —le dije a Issa, y arrojé el macizo anillo al agua.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sagramor cuando volví a su lado.

—Nada, nada. Un encantamiento que podía habernos traído mala suerte.

Entonces sonó un cuerno de carnero desde el otro lado del río y ya no tuve necesidad de pensar más en el significado del anillo.

El enemigo se acercaba.