Fuimos a Gwent por Corinium. Ailleann seguía viviendo allí y, aunque Arturo vio a sus hijos, no quiso saludar a la madre personalmente, pues no deseaba que la noticia de semejante reencuentro hiriera a su amada Ginebra; sin embargo, me envió a mí con un presente para ella. Recibióme Ailleann amablemente, pero tomó el regalo de Arturo con un encogimiento de hombros; tratábase de un pequeño broche de plata esmaltada con un animal semejante a una liebre, aunque de patas y orejas más cortas. Arturo lo había escogido del tesoro del santuario de Sansum, aunque repuso sin dilación el valor del broche con monedas de su bolsa.
—Le hubiera gustado disponer de algo mejor que enviaros —dije, transmitiéndole el mensaje de Arturo—, pero desgraciadamente los sajones se quedan con nuestras mejores joyas en estos días.
—En otro tiempo —contestó ella con amargura— el motivo de sus regalos era el amor, no la culpa. —Ailleann era aún una mujer llamativa, aunque había encanecido y sus ojos estaban nublados por la resignación. Llevaba una larga túnica azul de lana y el cabello recogido en dos rodetes iguales, uno a cada lado de la cabeza. Quedóse mirando el extraño animal de esmalte—. ¿Qué creéis que es? —me preguntó—. No es una liebre. ¿Será un gato?
—Sagramor dice que se llama conejo. Los ha visto en un lugar llamado Capadocia, que no sé dónde se encuentra.
—No creáis todo lo que cuenta Sagramor —dijo con ironía, mientras se colocaba el broche en la túnica—. Tengo tantas joyas como una reina —añadió, mientras me conducía al pequeño patio de su casa romana—, pero sigo siendo esclava.
—¿Arturo no os dio la libertad? —pregunté asombrado.
—Le preocupa que desee volver a Armórica o que me vaya a Irlanda y me lleve a los gemelos conmigo. El día en que los niños cumplan la mayoría de edad, Arturo me devolverá la libertad, y ¿sabéis lo que haré? Me quedaré en el mismo lugar. —Me señaló una silla que había a la sombra de una parra—. Os habéis hecho mayor —dijo, sirviendo un vino de color paja de una botella enfundada en mimbre—. ¿Es cierto que Lunete os abandonó? —preguntó, al tiempo que me ofrecía un recipiente de cuerno.
—Creo que nos dejamos el uno al otro.
—Me han dicho que ahora es sacerdotisa de Isis —dijo en son de burla—. Me cuentan muchas cosas de Durnovaria, pero no creo ni la mitad.
—¿Cosas como qué?
—Si no lo sabéis, vale más que continuéis en la ignorancia. —Tomó un sorbo de vino que le hizo torcer el gesto—. Y lo mismo digo de Arturo. No le gustan las malas noticias, sólo las buenas. Cree incluso que los gemelos tienen algo de bueno.
Me quedé perplejo al oír a una madre hablar así de sus hijos.
—Seguro que algo bueno tendrán —dije.
Me miró directamente sin ocultar cierta burla.
—Derfel, los chicos no son mejores que antaño, y nunca fueron buenos. Culpan a su padre, creen que deberían ser príncipes y como tales se comportan. No hay maldad en esta ciudad que no hayan empezado o ayudado a producir, y cuando intento llamarlos al orden, me llaman ramera. —Partió un trozo de tarta y echó las migas a los gorriones. Un criado barría el extremo opuesto del patio con un manojo de retama, pero Ailleann le ordenó que nos dejara solos y me preguntó sobre la guerra; intenté ocultar el pesimismo que me inspiraba el enorme ejército de Gorfyddyd—. ¿No podéis llevaros a Amhar y Loholt? —me preguntó luego—. Tal vez se conviertan en buenos soldados.
—No creo que su padre los considere con edad suficiente.
—Si es que se hace consideraciones respecto a ellos alguna vez. Les envía dinero, pero más valdría que no lo hiciera. —Acarició el broche nuevo—. Los cristianos de la ciudad dan a Arturo por perdido.
—Todavía no, señora.
—No será por mucho tiempo, Derfel —dijo con una sonrisa—. El pueblo subestima a Arturo. Ven su bondad, oyen de su amabilidad, escuchan sus discursos sobre justicia pero nadie, ni siquiera vos, sabe de la llama que arde dentro de él.
—¿Cuál es?
—La ambición —contestó llanamente, y luego lo pensó un momento—. Su espíritu —prosiguió— es un carro tirado por dos caballos, la ambición y la conciencia; pero creedme, Derfel, lleva en la diestra las riendas del caballo de la ambición, que siempre se impone al otro. Y es tan capaz, tan capaz. —Sonrió con tristeza—. Basta con mirarlo cuando parece acabado, cuando se hunde en el pozo más oscuro; os asombrará. Yo ya lo he visto en otras ocasiones. Triunfará, pero entonces el caballo de la conciencia tirará de las riendas y Arturo cometerá el error de siempre, perdonar a sus enemigos.
—¿Tan malo es eso?
—No es que sea malo ni bueno, Derfel, es una cuestión práctica. Los irlandeses conocemos una verdad esencial: un enemigo perdonado es un enemigo contra el que habrá que luchar una y otra vez. Arturo confunde poder con moralidad y adoba la mezcla con la creencia de que los hombres son buenos por naturaleza, todos, hasta los peores, y por esa razón, no olvidéis lo que os digo, jamás logrará la paz. Ansía la paz, habla de paz, pero siempre tendrá enemigos a causa de su espíritu confiado. A menos que Ginebra consiga poner un poco de pedernal en su corazón, cosa que no es improbable. ¿Sabéis a quién me recuerda Ginebra?
—No sabía que la conociérais.
—Tampoco conozco a la persona a la cual me recuerda, pero oigo muchas cosas y a Arturo sí que lo conozco bien. Creo que se parece a la madre de Arturo, atractiva y fuerte, y sospecho que Arturo haría cualquier cosa por satisfacerla.
—¿Aunque fuera contra su conciencia?
La pregunta hizo sonreír a Ailleann.
—Deberíais de saber, Derfel, que algunas mujeres siempre exigen a sus hombres un precio desorbitado. Cuanto más paga el hombre, más aumenta el valor de la mujer, y sospecho que Ginebra se valora en mucho a sí misma. Y está bien que lo haga, así deberíamos hacerlo todas. —Pronunció las últimas palabras con pesadumbre, y se levantó de la silla—. Transmitidle mi amor —me dijo cuando volvíamos hacia la casa— y pedidle por favor que se lleve a sus hijos a la guerra.
Arturo se negó a llevarlos consigo.
—Démosles un año más —me dijo cuando nos pusimos en camino a la mañana siguiente.
Había comido con los gemelos y les había entregado unos pequeños obsequios, pero todos contemplamos el resquemor con que Amhar y Loholt recibieron el afecto de su padre. A Arturo tampoco le pasó desapercibido, motivo por el cual mostróse anormalmente adusto durante la marcha hacia poniente.
—A los hijos de madre soltera —comentó tras un largo silencio— les falta una parte del alma.
—¿Qué me decís de la vuestra, señor? —pregunté.
—La remiendo todas las mañanas, Derfel, agujero por agujero. —Suspiró—. He de dedicar tiempo a Amhar y Loholt, y sólo los dioses saben de dónde lo sacaré, porque dentro de cuatro o cinco meses seré padre otra vez. Si es que vivo —añadió sombríamente.
De modo que Lunete tenía razón, Ginebra estaba encinta.
—Me alegro por vos, señor —dije, aunque me acordé de que Lunete había comentado que Ginebra no se alegraba de su estado.
—¡Yo me alegro por mí! —rió, y el pesimismo desapareció de un plumazo—. ¡Y por Ginebra! A ella le hará bien y, dentro de diez años, Derfel, Mordred ascenderá al trono y Ginebra y yo nos retiraremos a algún lugar feliz a criar ganado, niños y cerdos. Entonces seré feliz. Enseñaré a Llamrei a tirar de la carreta y Excalibur será la aguijada de los bueyes de mi arado.
Traté de imaginarme a Ginebra convertida en campesina, mas no logré figurármela siquiera como labriega rica; no obstante, me reservé el comentario.
De Corinium fuimos a Glevum, cruzamos el Severn y nos adentramos en el corazón de Gwent. Componíamos una bella estampa pues, por deseo de Arturo, desfilábamos con las enseñas desplegadas al viento y los caballeros en armadura de combate, toda una exhibición de magnificencia para infundir nuevas esperanzas a los lugareños, que habíanlas perdido todas; el pueblo daba por sentada la victoria de Gorfyddyd y, a pesar de ser tiempo de siega, faltaba alegría en los campos. Pasamos junto a una era y el cantor entonaba el Lamento de Essylt en vez de la alegre canción que imprimía ritmo a los mayales. Observamos que no había villa, casa o choza que no hubiera sido despojada de todo objeto de valor. Habían ocultado sus posesiones, bajo tierra seguramente, para que los invasores de Gorfyddyd no dejaran al pueblo desnudo.
—Los topos se están enriqueciendo de nuevo —comentó Arturo agriamente.
Sólo Arturo no cabalgaba con su mejor armadura.
—Morfans lleva mi cota maclada —repuso cuando le pregunté por qué llevaba la de repuesto, mucho más sencilla.
Morfans era el guerrero feo con el que había trabado amistad durante el festín con que se celebró la llegada de Arturo a Caer Cadarn, hacía ya muchos años.
—¿Morfans? —pregunté sin dar crédito a mis oídos—. ¿Cómo mereció semejante regalo?
—No es un regalo, Derfel, tan sólo un préstamo. Desde hace una semana, Morfans se deja ver muy cerca de los hombres de Gorfyddyd. Creen que ya estoy allí, y tal vez eso les contenga un poco. Al menos hasta el momento no hemos tenido noticia de ataque alguno.
No pude contener la risa al pensar en el feo rostro de Morfans oculto bajo el yelmo de Arturo; y tal vez el engaño funcionara, pues cuando nos reunimos con el rey Tewdric en la guarnición romana de Magnis, el enemigo aún no había hecho ninguna incursión fuera de sus plazas fuertes en los montes de Powys.
Tewdric, ataviado con su elegante armadura romana, parecía casi un anciano. Tenía el pelo canoso y su porte ya no era el mismo que la última vez que lo viera. Recibió con un bufido las nuevas sobre Aelle pero luego se esforzó por mostrar un poco más de amabilidad.
—Buenas nuevas —dijo secamente, y se restregó los ojos—, aunque bien sabe Dios que Gorfyddyd no necesita de la ayuda sajona para vencernos. Le sobran hombres.
La fortificación romana bullía de actividad. En las armerías se fabricaban puntas de lanza y todos los fresnos en varias millas a la redonda habían sido convertidos en varas de lanza. Arribaban a cada hora carretas con las mieses recogidas y los hornos de los panaderos ardían con la misma fiereza que las fraguas de los herreros, de modo que el humo envolvía constantemente el lugar. A pesar de la cosecha recién llegada, el ejército que se estaba reuniendo padecía hambre. La mayoría de los lanceros habían acampado fuera de la empalizada, algunos a varias millas de distancia, y a menudo surgían disputas por la ración de pan duro y judías secas. Otros grupos se quejaban de que las letrinas de los campamentos de río arriba envenenaban el agua potable. Proliferaban las enfermedades, el hambre y las deserciones, prueba palpable de que ni Tewdric ni Arturo habían tenido que vérselas nunca con los problemas de organizar un ejército tan numeroso.
—Pues si nosotros tenemos dificultades —comentó Arturo con optimismo—, imagínate los problemas que tendrá Gorfyddyd.
—Preferiría tener sus problemas en vez de los míos —replicó Tewdric sombríamente.
Mis lanceros, que seguían a las órdenes de Galahad, estaban acampados a ocho millas al norte de Magnis, donde Agrícola, el comandante de Twedric, mantenía estrecha vigilancia sobre las montañas que señalaban la frontera entre Gwent y Powys. Me llenó de alegría volver a ver los yelmos con las colas de lobo. Tras el desaliento que había visto en los campos, me regocijó pensar que allí, al menos, había hombres que jamás conocerían la derrota. Nimue me acompañó y los hombres la rodearon para que tocara sus lanzas y sus espadas y les comunicara fuerza. Nimue cumplía las funciones de Merlín y, como sabían que había regresado de la isla de los Muertos, creían que era casi tan poderosa como su señor.
Agrícola me recibió en una tienda de campaña, la primera que veía en mi vida. Era un artilugio maravilloso, con un eje central y cuatro palos en las esquinas que sujetaban un dosel de lienzo por el que se filtraba la luz, de modo que el cabello blanco de Agrícola adquiría un extraño tinte amarillo. Llevaba puesta la armadura romana y estaba sentado a una mesa cubierta de trozos de pergamino. Como hombre severo que era, nos recibió con un saludo al uso, aunque tuvo una palabra de alabanza para mis hombres.
—Se muestran seguros, pero también el enemigo se muestra seguro, y ellos son mucho más numerosos que nosotros —comentó en tono desalentador.
—¿Cuántos son? —pregunté.
Mi franqueza pareció ofenderle, pero yo ya no era el muchacho que veía por primera vez al señor de la guerra de Gwent. Yo también era lord, comandante de mis hombres, y tenía derecho a saber qué circunstancias les aguardaban. Aunque quizá no fuera la franqueza lo que le irritara, sino el rechazo a hablar de la preponderancia del enemigo. No obstante, al final hizo recuento.
—Según nuestros espías —dijo—, Powys ha reunido seiscientos lanceros entre sus propios súbditos. Gundleus ha traído doscientos cincuenta de Siluria, tal vez más. Ganval de Elmet ha enviado doscientos, y sólo los dioses saben cuántos hombres sin amo se han unido a la enseña de Gorfyddyd por reclamar parte del botín.
Los hombres sin amo eran bribones, desterrados, asesinos y salvajes que se apuntaban al ejército sólo por el botín con que pudieran hacerse en la batalla. Tales hombres eran de temer, pues tenían todo que ganar y nada que perder. Pensé que esa calaña no debía de abundar entre los nuestros, no sólo porque se nos daba por vencidos sino también porque tanto Tewdric como Arturo no veían con buenos ojos a esos hombres sin ley. Sin embargo, muchos de los mejores caballeros de Arturo habían salido de entre ellos. Algunos guerreros, como Sagramor, habían luchado en los ejércitos romanos derrotados por los bárbaros que invadieron Italia, pero el genio juvenil de Arturo había logrado organizar en bandas de guerra a muchos de aquellos mercenarios sin ley.
—Debo añadir —prosiguió Agrícola en tono alarmante— que el reino de Cornovia ha aportado hombres, y ayer mismo supimos que Oengus Mac Airem de Demetia se ha sumado con una banda de guerreros Escudos Negros, unos cien hombres fuertes, calculo. Por otra parte, hemos sido informados de que los hombres de Gwynedd se han unido a Gorfyddyd.
—¿De la leva? —pregunté.
—Unos quinientos o seiscientos —replicó Agrícola tras encogerse de hombros—, o incluso mil. Pero no llegarán antes de que termine la cosecha.
Empecé a arrepentirme de haber preguntado.
—¿Con cuántos contamos nosotros, señor?
—Ahora que ha llegado Arturo… —hizo una pausa—. Setecientas lanzas.
No dije nada. No era de extrañar que los hombres de Gwent y Dumnonia enterraran cuantos bienes poseyeran y murmuraran que Arturo debía abandonar Britania. Nos enfrentábamos a una horda.
—Os agradecería —añadió Agrícola con acidez, como si la idea de gratitud fuera completamente ajena a su pensamiento— que no divulgárais los datos que os he dado. Ya se han producido deserciones más que suficientes. Si continuamos así, más valdría que caváramos nuestras propias tumbas.
—Entre mis hombres, ni una —dije con énfasis.
—No —admitió—, todavía no. —Se puso en pie, tomó su corta espada romana que pendía del mástil de la tienda y se detuvo en el umbral de la entrada para echar una torva mirada hacia los montes enemigos—. Dicen que sois amigo de Merlín.
—Sí, señor.
—¿Acudirá?
—Lo ignoro, señor.
—Ruego por que así sea —musitó con un bufido—. Es necesario que alguien imbuya sensatez a este ejército. Se ha convocado a todos los comandantes a un consejo de guerra esta noche en Magnis. —Lo anunció con amargura, como si supiera que tales reuniones provocaban más desavenencias que camaradería—. Presentaos allí a la puesta del sol.
Galahad me acompañó y Nimue se quedó con mis hombres, pues su presencia les infundía ánimos; me alegré de que no viniera con nosotros porque el obispo Conrad de Gwent abrió el consejo con una oración pletórica de desaliento, rogando a su dios que nos concediera fuerza para enfrentarnos al poderosísimo enemigo. Galahad, con los brazos extendidos en la postura de los cristianos para rezar seguía la oración del obispo con un murmullo, mientras los paganos protestaban en voz baja diciendo que no debíamos pedir fuerza sino victoria. Eché de menos la presencia de algún druida entre nosotros, pero Tewdric, que era cristiano, no tenía ninguno a su servicio y Balise, el anciano que oficiara en la aclamación de Mordred, había muerto durante el primer invierno que pasé en Benoic. Comprendí el deseo de Agrícola de que Merlín acudiese, pues un ejército sin druidas se situaba en desventaja frente al enemigo.
Al consejo asistieron cuarenta o cincuenta hombres, todos jefes o comandantes. Nos reunimos en el desnudo salón de la casa de baños de Magnis, un recinto que me recordó la iglesia de Ynys Wydryn. El rey Tewdric, Arturo, Agrícola y el hijo de Tewdric, el Edling Meurig, se sentaron a una mesa elevada sobre un estrado de piedra. Meurig se había convertido en una criatura delgada y pálida, y aquella armadura romana que nada le convenía le daba un aspecto aún más desvalido. Acababa de alcanzar la edad de unirse al ejército, pero su personalidad nerviosa no encajaba con las exigencias de la guerra. Parpadeaba sin cesar, como aquél a quien el sol ciega al salir de una habitación muy oscura, y no paraba de manosear una maciza cruz de oro que llevaba colgada al cuello. Arturo fue el único de los comandantes que no se presentó vestido de guerrero, y daba la impresión de sentirse a gusto ataviado como un labriego.
Los guerreros lanzaron vítores y golpearon el suelo con las lanzas cuando el rey Tewdric anunció que, al parecer, los sajones se habían retirado de la frontera oriental, pero aquella noche no volvió a producirse otra manifestación de euforia durante un buen rato, porque Agrícola tomó la palabra y comparó las fuerzas de ambos ejércitos sin tapujos. No enumeró los contingentes menores del enemigo, pero incluso así quedó patente que el ejército de Gorfyddyd nos superaría en una proporción de dos a uno.
—¡Pues seremos doblemente mortíferos! —gritó Morfans desde el fondo.
Había devuelto la armadura a Arturo jurando que sólo un héroe sería capaz de soportar tamaña cantidad de metal sobre los hombros y además luchar. Agrícola pasó por alto la interrupción y añadió que la siega terminaría en una semana y que entonces el ejército de leva de Gwent vendría a aumentar nuestro numero. Nadie pareció animarse con la noticia.
El rey Twedric habló de la conveniencia de enfrentarnos a Gorfyddyd al pie de las murallas de Magnis.
—Dadme una semana —dijo— para llenar esta fortaleza con la nueva cosecha y Gorfyddyd no logrará expulsarnos jamás. Luchemos aquí —dijo, señalando hacia la oscuridad que se abría tras las puertas del salón—, y si la batalla se tuerce, nos retiramos tras las puertas y que rompan sus lanzas contra la empalizada.
Era la táctica preferida de Tewdric, y la había perfeccionado con los años: la guerra de sitio, atrincherarse tras las murallas levantadas por ingenieros romanos muertos hacía mucho tiempo ya, contra las cuales de nada servían las espadas ni las lanzas enemigas. Un murmullo de acuerdo se elevó en la sala, murmullo que aumentó cuando Tewdric anunció al consejo la posibilidad de que Aelle estuviera planeando un ataque a Ratae.
—Entretengamos aquí a Gorfyddyd —dijo un hombre—, y se apresurará a volver al norte tan pronto como tenga noticia de que Aelle ataca por la puerta de atrás.
—Aelle no luchará por mí.
Era la primera intervención de Arturo y se hizo el silencio en el salón. Arturo pareció avergonzado de haberse pronunciado con tanta rudeza. Sonrió a Tewdric disculpándose y preguntó en qué lugar exactamente se hallaban reunidas las fuerzas enemigas. Él ya conocía la respuesta, naturalmente, pero hizo la pregunta para que también los demás tuviéramos conocimiento. Respondió Agrícola en vez de Tewdric.
—Las posiciones de vanguardia cubren el terreno entre Monte Coel y Caer Lud. El grueso del ejército está reunido en Branogenium y algunas tropas avanzan desde Caer Sws.
Esos nombres nada significaban para nosotros, pero Arturo daba a entender que dominaba la geografía.
—¿De forma que los montes que nos separan de Branogenium están defendidos?
—Todos los pasos —corroboró Agrícola— y todos los picos.
—¿Cuántos son en el valle del Lugg? —preguntó Arturo.
—Por lo menos doscientos lanceros de los mejores. No son incautos, señor —añadió Agrícola con acritud.
Arturo se puso en pie. En los consejos se manejaba con destreza, sabía imponerse a las multitudes descontentas. Nos sonrió.
—Lo que ahora voy a decir lo entenderán muy bien los cristianos —anunció, halagando sutilmente a los que con mayor probabilidad se le opondrían—. Imaginaos una cruz cristiana. Aquí, en Magnis, nos hallamos al pie de la cruz. El madero vertical es la calzada romana que va de norte a sur desde Magnis hasta Branogenium, y el transversal es la cadena de montañas que cierra el paso de la calzada. Monte Coel está a la izquierda del madero transversal y el valle del Lugg en el centro. La calzada y el río cruzan las montañas por ese mismo valle.
Adelantóse hasta la parte anterior de la mesa y sentóse en el borde para estar más cerca de los que escuchábamos.
—Ahora, imaginaos la situación —continuó. La luz de las antorchas proyectaba sombras en sus alargadas mejillas, pero los ojos le brillaban y hablaba con tono enérgico.
—Todos creen saber que perderemos la batalla, pues el enemigo nos supera en numero. Esperamos aquí a que Gorfyddyd nos ataque. Esperamos aquí y el desánimo empieza a cundir entre nosotros; unos nos arrojamos sobre nuestras lanzas, otros caen enfermos y en todos arraiga la amargura de pensar en el gran ejército que nos acecha desde las hondonadas de los montes que rodean Branogenium. Procuramos no imaginar nuestra línea de defensa emparedada y el enemigo atacando desde tres flancos a la vez. ¡Pero reparad en el enemigo! ¡También se mantiene a la espera! Mientras tanto, se hacen fuertes. Llegan refuerzos de Cornovia, de Elmet, de Demetia, de Gwynedd. Los desterrados se les unen para ganar un terruño y los proscritos para participar en el botín. Saben que van a ganar y que nosotros aguardamos como ratones acorralados por una manada de gatos.
Volvió a sonreír y se levantó.
—Pero no somos ratones. Con nosotros se encuentran algunos de los más grandes guerreros que empuñaran jamás la lanza. ¡Tenemos campeones entre nosotros! —Comenzaron las ovaciones—. ¡Podemos matar como gatos! ¡Y también sabemos despellejar! Pero —añadió, frenando la siguiente demostración de euforia que ya comenzaba a oírse—, pero, no será así si nos quedamos aquí esperando el ataque. Si permanecemos encerrados entre las murallas de Magnis, ¿qué sucede? El enemigo nos rodea. Se apodera de nuestros hogares, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de nuestras tierras, de nuestros rebaños y de nuestra cosecha recién recogida, y quedamos reducidos a la situación de ratones atrapados. Tenemos que lanzarnos al ataque, ¡y enseguida!
Agrícola esperó a que terminaran las ovaciones.
—Y ¿por dónde atacamos? —inquirió desabrido.
—Donde menos lo esperan, señor, ¡en su plaza más fuerte! En el valle del Lugg. ¡En el centro de la cruz! ¡Directo al corazón! —Levantó una mano para detener los vivas—. El valle es angosto y no permite rodear una barrera de escudo por los flancos. La calzada vadea el río al norte del valle. —Hablaba con el ceño fruncido, tratando de recordar un lugar que sólo había visto una vez en la vida, pero Arturo poseía la memoria de un soldado para el terreno y no necesitaba ver un terreno más que una vez para no olvidarlo—. Tendremos que situar hombres en la montaña occidental para impedir que los arqueros enemigos arrojen flechas desde lo alto, pero tan pronto como alcancemos el valle, juro que nadie nos moverá.
—Aunque resistamos allí —objetó Agrícola—, ¿cómo lograremos llegar? Ya han colocado doscientos arqueros en ese paso, más tal vez, pero aunque sólo fueran cien, podrían defender el valle el día entero. Cuando hayamos conseguido abrirnos camino hasta el otro extremo del valle, Gorfyddyd ya habrá llegado con sus hordas desde Branogenium. O peor aún, los irlandeses Escudos Negros que guarnecen Monte Coel pueden avanzar hacia el sur y cortarnos la retirada. Aunque no nos muevan, señor, nos matarán en el sitio.
—Los irlandeses de Monte Coel no importan —replicó Arturo con despreocupación. Estaba emocionado y azogado y empezó a pasear de un lado a otro del estrado dando explicaciones, tratando de ganarse a la audiencia—. Os ruego que penséis, lord rey —le dijo a Tewdric—, en las consecuencias que nos acarrearía atrincherarnos aquí. Llega el enemigo, nos retiramos tras los inexpugnables muros y ellos invaden nuestras tierras. A mediados de invierno seguiremos con vida, ¿pero quién más, en toda Gwent o Dumnonia? No. Esos montes al sur de Branogenium son las murallas de Gorfyddyd. Si las cruzamos, tendrá que luchar contra nosotros y, si esa lucha se produce en el valle del Lugg, ya puede darse por vencido.
—Los doscientos hombres situados en el valle del Lugg nos detendrán —insistió Agrícola.
—¡Se evaporarán como niebla! —exclamó Arturo con convicción—. Son doscientos hombres que jamás se han enfrentado a caballos con armadura.
—Hay una barrera de árboles caídos que impide el acceso al valle —arguyó Agrícola haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Los caballos con armadura no podrán pasar —hizo una pausa y abrió el puño para alzar la palma— y morirán —afirmó sin sombra de duda, en tono tan determinante que Arturo hubo de sentarse.
En el recinto se respiraban aires de derrota. En el exterior, donde los herreros trabajaban día y noche, oí el hervor de una hoja recién forjada al ser templada en agua.
—¿Me concedéis venia para hablar? —intervino Meurig, el hijo de Tewdric. Tenía una voz muy aguda y un tono rayano en mohíno; además, era ostensiblemente miope, pues forzaba la vista y torcía la cabeza cuando quería mirar a alguno de los que presidian el consejo—. Quisiera preguntar —dijo una vez su padre le hubo dado permiso para dirigirse al consejo— por qué hemos de presentar batalla.
Parpadeó repetidas veces tras formular la pregunta. Nadie respondió, quizá porque a todos nos sorprendió grandemente la pregunta.
—Dejadme, permitidme, consentid que os conteste yo mismo —prosiguió Meurig con cierta pedantería. Aunque fuera joven, mostraba la seguridad en sí mismo propia de un príncipe, si bien la falsa modestia de que revistió su intervención me pareció irritante—. Nos enfrentamos a Gorfyddyd, corregidme si yerro, por nuestra antigua alianza con Dumnonia. Dicha alianza nos ha sido valiosa, sin duda, pero a mi entender Gorfyddyd no tiene los ojos puestos en el trono de Dumnonia.
Un murmullo de protesta se produjo entre los dumnonios presentes, pero Arturo levantó la mano en demanda de silencio y luego indicó a Meurig que continuara. Meurig parpadeó y tironeó de la cruz que llevaba al cuello.
—¿Por qué presentamos batalla? Yo lo diría con otras palabras, ¿se trata de nuestro casus belli?
—¿Casus belli? —repitió Culhwch a gritos. Me había visto llegar. Cruzó el salón para saludarme y me habló al oído—. Los hijos de perra tienen escudos endebles, Derfel, y están buscando la forma de escabullirse.
Arturo se levantó de nuevo y se dirigió secamente a Meurig.
—La causa de la guerra, lord príncipe, es el juramento hecho por vuestro padre de mantener al rey Mordred en el trono, y es evidente que Gorfyddyd piensa arrebatárselo a nuestro rey.
—Pero a mi entender —continuó Meurig—, y corregidme si me equivoco, os lo ruego, Gorfyddyd no aspira a destronar al rey Mordred.
—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —terció Culhwch a voces.
—Existen indicios —contestó Meurig irritado.
—Algunos hijos de perra han estado en contacto con el enemigo —me dijo Culhwch al oído—. ¿Alguna vez te han puesto un cuchillo en la espalda, Derfel? Porque creo que a Arturo se lo acaban de poner.
Arturo mantenía la calma.
—¿Qué indicios son ésos? —preguntó con tono apacible.
El rey Tewdric guardó silencio durante la intervención de su hijo, prueba suficiente de que éste contaba con su aprobación para insinuar, aunque fuera con delicadeza, que más valía aplacar a Gorfyddyd que enfrentarse a él; sin embargo, en ese momento el rey, envejecido y cansado tomó el control del salón.
—No existen indicios, señor, sobre los cuales desee apoyar mi posición. No obstante —cuando pronunció estas palabras con tanto énfasis, todos comprendimos que Arturo había perdido el debate—, no obstante, señor, estoy convencido de que no debemos provocar a Powys innecesariamente. Veamos si es cierto que no podemos tener paz. —Hizo una pausa como si temiera provocar la ira de Arturo, pero éste no dijo nada. Tewdric suspiró—. Gorfyddyd lucha —prosiguió lentamente, escogiendo las palabras con mesura— a causa de una ofensa hecha a su familia. —Volvió a detenerse temiendo que su franqueza pudiera molestar a Arturo, pero Arturo, que jamás eludía responsabilidades, la aceptó con un gesto poco entusiasta—. Pero nosotros —prosiguió Tewdric— luchamos por mantener la palabra dada a Uther, el rey supremo, palabra por la que nos comprometimos a mantener a Mordred en el trono. Y yo declaro que no romperé ese juramento.
—¡Ni yo! —exclamó Arturo en voz alta.
—Pero, lord Arturo, ¿y si el rey Gorfyddyd no tuviera intenciones de usurpar el trono? —preguntó Tewdric—. Si sus intenciones fueran mantener a Mordred como rey, ¿por qué lucharíamos nosotros?
Se produjo un gran alboroto en el salón. Los dumnonios olíamos la traición y los de Gwent olfateaban la posibilidad de eludir la guerra; empezamos a insultarnos unos a otros hasta que Arturo impuso silencio de un manotazo en la mesa.
—El último mensajero que envié a Gorfyddyd —informó Arturo— me fue devuelto con la cabeza cortada dentro de un saco. ¿Deseáis, lord rey, que enviemos a otro?
Tewdric hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Gorfyddyd no quiere recibir a mis mensajeros. Les obliga a retroceder en la frontera. Pero si aguardamos aquí y dejamos que su ejército malgaste esfuerzos contra las murallas, confío en que se desanime y se muestre dispuesto a negociar.
Un murmullo de aprobación se elevó entre sus hombres.
Arturo intentó una vez más persuadir a Tewdric. Describió a nuestro ejército enterrado tras los muros mientras la horda de Gorfyddyd saqueaba los graneros con la cosecha recién recogida, mas los hombres de Gwent resistieron el poder persuasorio de su apasionada oratoria. No veían sino líneas de defensa rodeadas por el enemigo y campos de cadáveres, de modo que se aferraron a la creencia de su rey según la cual la paz sólo sería posible si se atrincheraban en Magnis y dejaban que Gorfyddyd agotara las fuerzas de los suyos tratando de abatir las inexpugnables murallas. Empezaron a exigir el consentimiento de Arturo a dicha estrategia y vi el dolor que ello le causaba.
Había perdido. Si se quedaba allí, Gorfyddyd pediría su cabeza. Si huía a Armórica, viviría, pero abandonaría a Mordred y renunciaría a su sueño de una Britania justa y unida. El clamor iba en aumento, y fue entonces cuando Galahad se puso en pie y pidió a gritos la palabra.
Tewdric señaló hacia él y mi amigo se presentó.
—Lord rey, soy Galahad —dijo—, un príncipe de Benoic. Si el rey Gorfyddyd se niega a recibir mensajeros de Gwent o de Dumnonia, seguro que no rechazará a uno de Armórica. Lord rey, dadme vuestro consentimiento para partir a Caer Sws y averiguar las intenciones de Gorfyddyd en lo que concierne a Mordred. En caso de que me concedáis licencia, lord rey, ¿daréis por buena mi palabra como veredicto?
Twedric aceptó de muy buen grado. Cualquier intento de evitar la guerra le parecía adecuado, pero seguía pendiente de la opinión de Arturo.
—Supongamos que Gorfyddyd declara que Mordred está a salvo —le dijo a Arturo—. ¿Qué haríais en tal caso?
Arturo miraba la mesa fijamente. Su sueño se le escapaba de las manos pero no podía mentir para salvarlo, de modo que levantó los ojos con una sonrisa triste.
—En tal caso, lord rey, abandonaría Britania y os confiaría a Mordred por entero.
Los dumnonios volvimos a manifestar nuestro desacuerdo, pero fue Tewdric quien nos impuso silencio.
—No sabemos la respuesta que nos traerá el príncipe Galahad —dijo—, pero os prometo que si el trono de Mordred está amenazado, yo, el rey Tewdric, presentaré batalla. En caso contrario, no veo razón alguna para ir a la guerra.
Hubimos de conformarnos con tal promesa. Al parecer, la guerra dependía de la respuesta de Gorfyddyd. Al día siguiente Galahad partió hacia el norte en busca de la respuesta.
Y yo partí con él. Decidí acompañarlo aun en contra de sus deseos, pues arguyó que mi vida corría peligro. Mantuvimos una discusión enconada como nunca hasta entonces y rogué a Arturo que intercediera por mí, pues al menos un dumnonio debía escuchar la declaración de intenciones de Gorfyddyd con respecto a nuestro rey. Arturo discutió mi caso con Galahad y por fin, éste cedió. A fin de cuentas éramos amigos, pero por mi propia seguridad insistió en que me hiciera pasar por criado suyo durante el viaje y que pintara su enseña en mi escudo.
—¡No tienes enseña! —le dije.
—Ahora sí —replicó, y ordenó que pintaran una cruz en nuestros escudos—. ¿Por qué no? —me preguntó—. Soy cristiano.
—No me parece apropiado —repuse.
Yo estaba acostumbrado a escudos de guerra con toros, águilas, dragones y ciervos, no con un pobre motivo de geometría religiosa.
—A mí me gusta —dijo—; y además ahora eres mi humilde siervo, Derfel, de modo que tu opinión no me interesa para nada. Para nada.
Lanzó una carcajada y esquivó un puñetazo que le dirigí al brazo.
Me vi obligado a cabalgar hasta Caer Sws. En todos los años que compartí con Arturo nunca llegué a acostumbrarme a ir sentado a lomos de un caballo. Me parecía más natural sentarme en la parte más baja de la espalda del animal, pero cabalgando de aquella forma era imposible sujetarse a los flancos con las rodillas, para lo cual había que deslizarse hacia delante hasta quedar colgado justo en la base del cuello, con los pies colgando por detrás de sus cuartos delanteros. Al final opté por asegurar un pie en la cincha para tener un punto de apoyo, variante que ofendió a Galahad, orgulloso como estaba de su estilo hípico.
—¡Monta como Dios manda! —me decía.
—¡Pero no tengo dónde apoyar los pies!
—El caballo tiene cuatro, ¿para qué quieres más?
Cabalgamos hasta Caer Lud, la principal fortaleza de Gorfyddyd en las montañas fronterizas. El pueblo se hallaba en un monte, junto a un meandro del río, y supusimos que los centinelas estarían menos atentos que los de la calzada romana del valle del Lugg. Aun así, no declaramos la verdadera misión que nos llevaba a Powys, sino que nos identificamos como hombres sin tierra procedentes de Armórica que deseaban entrar en el país de Gorfyddyd. Los guardias, al descubrir que Galahad era príncipe, insistieron en darnos escolta hasta el comandante de la plaza, de modo que nos condujeron por el pueblo, rebosante de hombres armados cuyas lanzas descansaban a la puerta de cada casa y cuyos cascos se apilaban bajo los bancos de las tabernas. El comandante era un hombre abrumado por los problemas que dejaba traslucir su odio hacia las responsabilidades de gobernar una guarnición desbordada por la inminencia de la guerra.
—Supe que veníais de Armórica tan pronto como vi vuestros escudos, lord príncipe —le dijo a Galahad—; es un símbolo de otras tierras para nuestros ojos provincianos.
—Y un símbolo honorable a los míos —repuso Galahad con seriedad, sin mirarme.
—Sin duda, sin duda —replicó el comandante. Se llamaba Halsyd—. Y os damos la bienvenida lord príncipe. Nuestro rey supremo acoge a todos… —Enmudeció cohibido. Estaba a punto de decir que Gorfyddyd acogía a todos los guerreros desterrados, pero tal calificativo rayaba en el insulto, aplicado a un príncipe despojado del reino de Armórica—. A todos los hombres valientes —se corrigió—. ¿Por casualidad teníais intenciones de quedaros aquí?
Temía que fuéramos dos hambrientos más en un pueblo que ya se veía obligado a alimentar a la numerosa soldadesca presente.
—Quisiera dirigirme a Caer Sws —anunció Galahad— con mi criado —añadió, señalándome.
—Que los dioses os acorten el camino, lord príncipe.
Y así entramos en tierras enemigas. Cabalgamos por valles tranquilos donde el grano recién engavillado parcelaba los campos y cuyos pomares estaban rebosantes de manzanas maduras. Al día siguiente entramos en las montañas siguiendo el camino de polvo que serpenteaba entre grandes extensiones de bosques húmedos hasta que, finalmente, remontamos una arboleda y cruzamos el paso que llevaba a la capital de Gorfyddyd. Sentí un escalofrío nervioso al columbrar las rudas murallas de tierra de Caer Sws. Aunque el ejército de Gorfyddyd se estuviera reuniendo en Branogenium, a unas cuarenta millas de distancia, las tierras que rodeaban Caer Sws hervían de soldados. Las tropas habían levantado toscos refugios de paredes de piedra y techumbre de turba alrededor del alcázar, donde ondeaban ocho enseñas en señal de que eran ocho los reinos que engrosaban las filas cada vez más numerosas de Gorfyddyd.
—¿Ocho? —preguntó Galahad—. Powys, Siluria, Elmet y ¿cual más?
—Cornovia, Demetia, Gwynedd, Rheged y los Escudos Negros de Demetia —dije, completando la amenazadora lista.
—No me extraña que Tewdric quiera la paz —comentó Galahad en voz baja, asombrado por el número de hombres acampados a ambos lados del río que regaba la capital enemiga.
Bajamos en dirección a aquella colmena de hierro. Los chiquillos nos perseguían atraídos por el extraño símbolo de nuestros escudos, mientras que sus madres vigilaban nuestro paso con recelo desde las aberturas sombrías de sus refugios. Los hombres nos miraban de pasada, tomando nota de nuestra insignia y de la calidad de nuestras armas, pero ninguno nos detuvo hasta que llegamos a las puertas de Caer Sws, donde la guardia real de Gorfyddyd nos cerró el paso con lanzas pulidas.
—Soy Galahad, príncipe de Benoic —se anunció pomposamente— y vengo a visitar a mi primo el rey supremo.
—¿Sois primos? —musité.
—Así se expresa la realeza —me contestó en un susurro.
Lo que vimos en el interior de la fortaleza justificaba en parte la presencia de tantos soldados en Caer Sws. Tres altas estacas habían sido clavadas al suelo para las ceremonias formales que precedían a la guerra. Powys era uno de los reinos donde la influencia cristiana era menor y los ritos antiguos se observaban escrupulosamente; pensé que muchos de los soldados que acampaban extramuros habrían vuelto de Branogenium sólo para presenciar las ceremonias e informar a sus camaradas de que los dioses habían sido aplacados. Gorfyddyd no emprendería la invasión precipitadamente sino con arreglo al procedimiento, y pensé que Arturo tenía razón al pensar que un ataque por sorpresa podía hacer tambalearse un plan tan toscamente organizado.
Unos criados se llevaron nuestros caballos y cuando un consejero, tras un interrogatorio, se hubo cerciorado de que Galahad era quien decía ser nos hicieron pasar a un gran salón de festejos. El ujier recogió nuestras espadas, escudos y lanzas y los colocó junto a las armas de los hombres reunidos en el salón de Gorfyddyd.
Había más de cien guerreros entre los achaparrados pilares de roble de donde pendían calaveras humanas, expresión del estado de guerra en que se hallaba el reino. Hallábanse reunidos bajo los cráneos reyes, príncipes, jefes y paladines de los ejércitos aliados. Los únicos muebles de la sala eran los tronos, alineados sobre un estrado al fondo de la estancia; Gorfyddyd se hallaba bajo el símbolo del águila, y junto a él, pero en un trono más bajo, estaba Gundleus. La mera visión del rey silurio me provocó palpitaciones en la cicatriz de la mano. Tanaburs estaba acuclillado junto a Gundleus; y sentado a la derecha de Gorfyddyd se veía a Iorweth, su druida personal. Cuneglas, Edling de Powys, ocupaba el tercer trono, flanqueado por reyes a los que no reconocí. No había mujeres. Era sin duda un consejo de guerra, o al menos la ocasión de refocilarse juntos con la victoria que iban a conseguir. Todos vestían cota de malla y armadura de cuero.
Nos detuvimos al final del salón y vi que Galahad elevaba una plegaria silenciosa a su dios. Un perro lobo con una oreja mordida y el lomo lleno de cicatrices nos olisqueó las botas y volvió junto a su amo, que se hallaba junto con los demás guerreros en el suelo de tierra cubierto por esteras. En un rincón alejado, un bardo cantaba en voz baja una canción de guerra, aunque nadie prestaba oídos a su monótono recitar, pues todos escuchaban a Gundleus, que enumeraba las fuerzas que habrían de llegar de Demetia. Un cacique, que evidentemente debía de haber sufrido a causa de los irlandeses en el pasado, arguyó que Powys no necesitaba a los Escudos Negros para derrotar a Arturo y a Tewdric, pero su protesta fue acallada por un gesto brusco de Gorfyddyd. Ya estaba dispuesto a aguardar hasta el final de la sesión, pero transcurridos breves minutos, nos condujeron al centro de la sala, al espacio despejado que había ante Gorfyddyd. Miré a Gundleus y a Tanaburs pero ninguno de ellos me reconoció.
Nos postramos de hinojos y aguardamos.
—Alzaos —dijo Gorfyddyd.
Obedecimos al instante, y una vez más contemplé su rostro amargo. Poco había cambiado desde la última vez que lo viera. Tenía las mismas bolsas bajo los ojos y su expresión recelosa era idéntica a la del día en que Arturo se presentó a pedir la mano de Ceinwyn, aunque la enfermedad sufrida entre tanto le había encanecido el pelo y la barba. La barba rala no ocultaba del todo el bocio que había desarrollado. Nos miró con cautela.
—Galahad —dijo con voz ronca—, príncipe de Benoic. Hemos oído hablar de vuestro hermano Lancelot, pero no de vos. ¿Sois, al igual que vuestro hermano, cachorro de Arturo?
—Yo no debo obediencia a hombre alguno, lord rey —respondió Galahad—, sino a los huesos de mi padre, pisoteados por sus enemigos. Soy un hombre sin tierra.
Gorfyddyd se removió en el trono. Sobre el brazo izquierdo del asiento reposaba su manga vacía, recuerdo perenne de su odiado enemigo, Arturo.
—¿Acudís a mí en busca de tierras, Galahad de Benoic? —preguntó—. Son muchos los que se presentan con tal propósito —le advirtió, señalando a la multitud que atestaba el salón—. Aunque me atrevo a decir que en Dumnonia hay para todos.
—Acudo a vos, lord rey, con los saludos, traídos por voluntad propia, del rey Tewdric de Gwent.
El nombre causó sensación. Los del fondo, que no habían oído la declaración de Galahad, pidieron escucharla de nuevo y el murmullo de las conversaciones se prolongó varios segundos. Cuneglas, el hijo de Gorfyddyd, levantó la mirada bruscamente. Una preocupación se reflejaba en su rostro redondo de largos bigotes, y no me extrañó, pues Cuneglas, como Arturo, deseaba la paz; pero Arturo había destruido sus esperanzas al desdeñar a Ceinwyn, y ahora el Edling de Powys no podía sino secundar a su padre en una guerra que prometía arrasar todos los reinos del sur.
—Nuestros enemigos, al parecer, pierden la sed de guerra —dijo Gorfyddyd—. ¿Por qué otro motivo enviaría Tewdric sus saludos?
—Rey supremo —replicó Galahad, dirigiéndose a Gorfyddyd prudentemente por el título que él mismo se había adjudicado previendo la victoria—, el rey Tewdric no teme al hombre, pero ama la paz por encima de todo.
Gorfyddyd se convulsionó de tal modo que pensé que iba a vomitar, pero entonces me di cuenta de que se estaba riendo.
—Los reyes sólo amamos la paz cuando la guerra no nos favorece. Esta reunión, Galahad de Benoic —añadió, señalando la multitud de jefes y príncipes— es motivo suficiente para que Tewdric prefiera la paz. —Hizo una pausa para cobrar resuello—. Hasta ahora, Galahad de Benoic, me he negado a recibir a los mensajeros de Tewdric. ¿Por qué habría de recibirlos? ¿Acaso el águila escucha al cordero que clama piedad? Dentro de pocos días espero escuchar el balido de todos los hombres de Gwent suplicándome la paz, mas de momento, y puesto que habéis llegado tan lejos, tal vez me hagáis pasar un buen rato.
—Decid, ¿qué ofrece Tewdric?
—Paz, lord rey, simplemente paz.
—Sois un desheredado, Galahad —escupió Gorfyddyd—, tenéis las manos vacías. ¿Acaso Tewdric cree que puede disponer de la paz a su antojo? ¿Acaso cree que he gastado el oro de mi reino en un ejército para nada? ¿Me toma por demente?
—Cree, señor, que el derramamiento de sangre entre britanos es un derroche inútil.
—Habláis como mujer, Galahad de Benoic —le insultó Gorfyddyd en voz suficientemente alta para que la chanza y las risas se extendieran por todo el salón—. Sin embargo —prosiguió, apaciguadas las carcajadas—, y puesto que habréis de llevar al rey de Gwent una respuesta u otra, decidle lo siguiente. —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Decidle que es un cordero que mama de las tetas secas de Dumnonia. Decidle que mi querella no es contra él sino contra Arturo, por lo que podrá tener la paz que desea con dos condiciones. Primera, que dé paso franco a mi ejército por sus tierras, y segunda, que me proporcione grano suficiente para alimentar a un millar de hombres durante diez días. —Los guerreros presentes se asombraron ante la generosidad de las condiciones, que además traslucían un planteamiento ingenioso, pues si Tewdric aceptaba, evitaría el saqueo sistemático del país y facilitaría la invasión de Dumnonia—. Galahad de Benoic, ¿os han dado poder para aceptar estas condiciones?
—No, lord rey; sólo para preguntaros las condiciones que vos pondríais y para conocer vuestro pensamiento con respecto a Mordred, rey de Dumnonia, a quien Tewdric ha jurado proteger.
Gorfyddyd adoptó una expresión ofendida.
—¿Acaso me consideráis capaz de promover guerras contra los infantes? —preguntó; se puso en pie y avanzó hasta el borde del estrado de los tronos—. Esta guerra es contra Arturo —insistió, para ponerlo no sólo en nuestro conocimiento sino también en el de todos los presentes—, que prefirió tomar a una ramera de Henis Wyren en vez de desposar a mi hija ¿Habrá hombre capaz de dejar impune semejante insulto? —El salón en pleno se sumó a la respuesta—. ¡Arturo es un advenedizo —exclamó a gritos— nacido de una ramera, y a una ramera se ha unido! Mientras Gwent proteja al amante de la ramera, Gwent y Powys serán enemigos. Mientras Dumnonia luche por el amante de la ramera, Dumnonia y Powys serán enemigos. ¡Y nuestro enemigo nos procurará generosamente oro, esclavos, alimento, tierra, mujeres y gloria! Mataremos a Arturo y su ramera estará a nuestra disposición en las barracas. —Aguardó a que las ovaciones terminaran y luego miró a Galahad desde arriba imperiosamente—. Transmitídselo así a Tewdric, Galahad de Benoic, y luego comunicádselo también a Arturo.
—Derfel será quien se lo diga a Arturo —clamó una voz en el salón; me volví y vi a Ligessac, otrora comandante de la guardia de Norwenna y traidor después, al servicio de Gundleus. Me señaló con el dedo—. Rey supremo, ese hombre ha jurado servir a Arturo. Lo juro por mi vida.
El salón hervía de agitación. Algunos me acusaban de espía a gritos y otros pedían mi muerte. Tanaburs me miraba fijamente, como si quisiera ver a través de mi barba y de mis gruesos bigotes; de pronto me reconoció y dio un grito.
—¡Matadlo! ¡Matadlo!
Los guardias de Gorfyddyd, los únicos hombres armados del salón, corrieron hacia mí. Gorfyddyd los detuvo alzando la mano, gesto que también fue acallando los ánimos poco a poco.
—¿Has jurado servir al amante de la ramera? —me preguntó el rey, como si fuera a dictar una sentencia de muerte.
—Derfel está a mi servicio, rey supremo —reiteró Galahad.
—Que responda por sí mismo —replicó Gorfyddyd, señalándome con el dedo—. ¿Has jurado servir a Arturo?
—Sí, lord rey —admití, incapaz de renegar de un juramento.
Gorfyddyd bajó de la plataforma con paso plúmbeo y tendió su único brazo hacia un centinela sin dejar de mirarme con fijeza.
—¿Sabes, perro, lo que hicimos con el último mensajero de Arturo?
—Le disteis muerte, lord rey —dije.
—Envié su cabeza de gusano a tu señor, el amante de la ramera, así lo hice. ¡Vamos, rápido! —repitió el gesto hacia el centinela más cercano, que no sabía qué colocar en la mano tendida de su rey—. ¡La espada, imbécil! —gritó Gorfyddyd, y el hombre sacó la espada a toda prisa y se la entregó al rey por el pomo.
—Lord rey —dijo Galahad interponiéndose; pero Gorfyddyd hizo girar el arma de modo que quedó vibrando a escasa distancia de los ojos de Galahad.
—Cuidad vuestras palabras en mi salón, Galahad de Benoic —le advirtió con un gruñido.
—Os suplico por la vida de Derfel —continuó Galahad—. No ha venido en condición de espía sino como emisario de paz.
—¡No quiero paz! —replicó a gritos—. ¡No me place la paz! Quiero ver a Arturo gimiendo como gimió mi hija en una ocasión. ¿Lo comprendéis? ¡Quiero verle derramar lágrimas! ¡Quiero que me suplique como me suplicó ella! Quiero verlo humillado, quiero verlo muerto mientras su ramera complace a mis hombres. Aquí no son bien recibidos los emisarios de Arturo, y él lo sabe. ¡Y tú también lo sabías! —terminó gritándome a la cara las últimas palabras y preparando la espada.
—¡Mátalo! ¡Mátalo!
Tanaburs brincaba, ataviado con su harapienta túnica bordada; y los huesecillos prendidos de su pelo entrechocaban como alubias en una cazuela.
—Si lo tocáis, Gorfyddyd —intervino otra voz—, vuestra vida queda en mis manos. Os enterraré en el estercolero de Caer Idion y haré que los perros orinen encima. Entregaré vuestro espíritu a los espíritus de los niños que no tienen con qué jugar. Os condenaré a la oscuridad hasta el final del último día y luego escupiré sobre vos hasta el nacimiento de la nueva era, pero incluso entonces vuestros tormentos sólo habrán empezado a manifestarse.
La tensión desapareció de mis músculos como una corriente de agua. Sólo un hombre podía atreverse a hablar en esos términos al rey supremo. Era Merlín. ¡Merlín! Merlín, que avanzaba despacio, erguido en toda su estatura, por el pasillo central del salón. Merlín, que pasó a mi lado y, con un gesto más majestuoso de lo que Gorfyddyd pudiera soñar siquiera, apartó la espada de mí con un golpe de su negra vara. Merlín, que dirigiéndose después a Tanaburs, le musitó al oído unas palabras que hicieron huir del salón al druida menor dando gritos de espanto.
Era Merlín, el que sabía transformarse como nadie. Le gustaba fingir, confundir y engañar. Podía mostrarse brusco, perverso, paciente o señorial, pero aquel día se presentó revestido de severa y fría majestad. Su rostro oscuro no sonreía, sus ojos profundos no mostraban rastro de alegría, sólo una mirada de autoridad y arrogancia tales que los hombres más próximos a él se postraron de hinojos involuntariamente e incluso el rey Gorfyddyd, que un momento antes se disponía a decapitarme de un tajo, bajó la espada.
—¿Abogáis por este hombre, lord Merlín? —inquirió Gorfyddyd.
—¿Estáis sordo, Gorfyddyd? —le espetó Merlín—. Derfel Cadarn no perderá la vida, sino que lo trataréis como huésped de honor. Comerá de vuestra comida y beberá de vuestro vino. Dormirá en vuestros lechos y tomará a vuestras esclavas si ése es su deseo. Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección. —Se volvió a todos los presentes retando a quien quisiera oponérsele—. ¡Derfel Cadarn y Galahad de Benoic están bajo mi protección! —repitió, alzando la negra vara. Los guerreros vacilaron bajo su amenaza—. Sin Derfel Cadarn y Galahad de Benoic —prosiguió Merlín—, la sabiduría de Britania no existiría. Yo habría perecido en Benoic y todos vosotros estaríais condenados a la esclavitud bajo el dominio sajón. —Volvió a dirigirse a Gorfyddyd—. Necesitan comer. ¡Y deja de mirarme, Derfel! —añadió sin siquiera dirigirme la vista.
Era cierto que no le había quitado los ojos de encima, tanto por puro asombro como por verdadero alivio, pero no lograba imaginar qué hacía Merlín allí, en la ciudadela enemiga. Claro está que los druidas podían viajar a su antojo incluso en territorio enemigo, pero su presencia en Caer Sws, con los tiempos que corrían, me parecía incomprensible e incluso peligrosa, pues aunque los hombres de Gorfyddyd se acobardaran ante él, estaban resentidos por su entrometimiento, y los que se hallaban al fondo, lejos de su alcance inmediato, murmuraban que se fuera a meter las narices en sus propios asuntos.
A ellos, precisamente, se dirigió entonces.
—Mis propios asuntos —dijo en voz baja, aunque suficiente para cortar las murmuraciones de raíz— son cuidar de vuestros espíritus, y si me tomara la molestia de sumirlos en la desgracia, desearíais que vuestras madres no os hubieran parido jamás. ¡Necios! —Pronunció la última palabra en voz alta y cortante subrayándola con un movimiento de la vara que obligó a arrodillarse a los hombres, aun a los que portaban armadura. Ningún rey osó intervenir cuando Merlín golpeó con fuerza una calavera que pendía de una columna—. ¡Pedís victoria! —prosiguió—. ¿Victoria sobre quién? ¡Sobre vuestros congéneres, en vez de sobre vuestros enemigos! ¡Vuestros enemigos son los sajones! Pasamos largos años de sufrimiento bajo la férrea mano romana, pero al fin los dioses tuvieron a bien liberarnos de los gusanos romanos, y ahora, ¿qué hacemos? Luchamos unos contra otros mientras el nuevo enemigo se apodera de nuestras tierras, viola a nuestras mujeres y recoge nuestras cosechas. ¡Id a la guerra, insensatos!, ¡id y venced, pero ni aun así os alzaréis con la victoria!
—Pero mi hija será vengada —dijo Gorfyddyd a espaldas de Merlín.
—Tu hija, Gorfyddyd —replicó Merlín, volviéndose hacia él—, vengará su propia herida. ¿Deseas conocer su destino? —preguntó en son de burla, aunque respondió con sobriedad, en un tono preñado de matices proféticos—. Nunca será encumbrada y nunca será rebajada, pero será feliz. Gorfyddyd, su espíritu tiene la bendición divina, y si tuvieras el cerebro de una pulga, te conformarías con eso.
—Sólo me conformaré con el cráneo de Arturo —insistió Gorfyddyd en tono desafiante.
—Entonces, ve a buscarlo —replicó Merlín con sarcasmo, y me tomó por el codo—. Ven, Derfel, y disfruta de la hospitalidad de tu enemigo.
Nos sacó del salón a paso tranquilo, cruzando despreocupadamente entre el hierro y el cuero de las filas enemigas. Los guerreros nos miraban con rencor, pero nada podían hacer por detenernos ni por impedir que nos instaláramos en uno de los aposentos destinados a los huéspedes, el mismo en que se había instalado Merlín.
—De modo que Tewdric quiere paz, ¿no es así? —nos preguntó.
—Sí, señor —respondí.
—No podía esperarse otra cosa de él. Es cristiano y cree saber más que los dioses.
—¿Y vos conocéis el pensamiento de los dioses, señor? —inquirió Galahad.
—Creo que los dioses odian el aburrimiento, de modo que hago todo lo posible por divertirlos, así que me sonríen. Tu dios —añadió agriamente— desprecia la diversión y exige que os postréis para adorarlo. Ha de ser por fuerza una criatura lamentable, semejante a Gorfyddyd, eternamente suspicaz y celoso de su reputación hasta la náusea. ¿No os alegráis ambos de mi oportuna aparición? —dijo repentinamente con una sonrisa maliciosa, y comprendí lo mucho que había disfrutado humillando a Gorfyddyd públicamente.
La reputación de Merlín se alimentaba en parte de sus demostraciones públicas; unos druidas, como Iorweth, trabajaban discretamente; otros, como Tanaburs, empleaban métodos de astucia siniestra; pero a Merlín le gustaba dominar y aturdir; humillar a un rey ambicioso era una tendencia instintiva que le procuraba gran placer.
—¿Es cierto que Ceinwyn tiene la bendición de los dioses? —le pregunté; pero le tomé por sorpresa y me miró atónito.
—¿Por qué habría de importarte a ti? Es una muchacha bonita y confieso que las muchachas bonitas son mi debilidad, de modo que la bendeciré con un hechizo. Hice lo mismo contigo en una ocasión, Derfel, aunque no porque seas bonito. —Soltó una sonora carcajada y comprobó lo avanzado de la tarde en la largura de las sombras del exterior—. Pronto tendré que partir.
—¿Qué motivo os trajo aquí, señor? —preguntó Galahad.
—Necesitaba hablar con Iorweth —respondió Merlín, al tiempo que echaba un vistazo alrededor para comprobar si había recogido todos sus enseres—. Aunque sea un torpe incompetente, posee ciertos conocimientos raros que yo había olvidado por un momento relativos al anillo de Eluned, que por cierto lo tengo por aquí. —Se palpó los bolsillos cosidos al forro de la túnica—. Bien, lo tenía —comentó sin darle importancia, aunque me pareció que fingía indiferencia.
—¿Qué es el anillo de Eluned? —preguntó Galahad.
Merlín frunció el ceño ante la ignorancia de mi amigo, pero optó por perdonársela.
—El anillo de Eluned —dijo pomposo— es uno de los trece tesoros de Britania. Siempre hemos sabido de la existencia de los tesoros, claro está, al menos aquellos de nosotros que reconocemos a los verdaderos dioses —subrayó mirando a Galahad—, pero nadie conocía a ciencia cierta su auténtico poder.
—¿Y lo averiguasteis gracias al pergamino? —pregunté.
Merlín sonrió con astucia. Llevaba la larga cabellera blanca pulcramente recogida en la base del cuello con un lazo negro, y las barbas en apretadas trenzas.
—El pergamino —dijo— confirma todo lo que sabía o sospechaba, e incluso insinúa uno o dos secretos más. ¡Ah, aquí está! —Tras rebuscar en diversos bolsillos por fin encontró el anillo y nos lo enseñó. Parecióme un vulgar aro de hierro como los de los guerreros, pero Merlín lo sujetaba en la palma cual si fuera la joya más grande de Britania—. El anillo de Eluned, forjado en el más allá al principio de los tiempos. Un fragmento de metal, en realidad, sin nada especial. —Me lo lanzó y me apresuré a atraparlo—. El anillo por sí solo no tiene poder alguno; ninguno de los trece tesoros lo tiene por separado. El manto de la invisibilidad no hace invisible, como el cuerno de Bran Galed no suena mejor que cualquier otro cuerno de caza. Por cierto, Derfel, ¿fuiste a buscar a Nimue?
—Sí.
—Bien hecho, sabía que irías. Es un lugar interesante, la isla de los Muertos, ¿verdad? Suelo ir allí cuando necesito compañía estimulante. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, los tesoros! En realidad no valen nada. La capa de Padarn no se la darías ni a un pordiosero, si fueras buena persona, y sin embargo es uno de los tesoros.
—Entonces, ¿para qué sirven? —preguntó Galahad.
Me había quitado el anillo de la mano y en ese momento se lo devolvió al druida.
—Mandan sobre los dioses, ¿qué esperabas? —soltó Merlín, como si la respuesta fuera tan evidente—. Cada uno por separado son pura chatarra, pero todos juntos pueden hacer que los dioses se pongan a saltar como ranas. Claro está que no es suficiente con ponerlos juntos —añadió inmediatamente—, es necesario llevar a cabo un par de ceremonias más. ¿Y quién sabe si de verdad funcionarán o no? Nadie lo ha intentado hasta ahora, que yo sepa. ¿Nimue se encuentra bien? —me preguntó con mucho interés.
—Ahora sí.
—¡Cuánto resentimiento detecto en tu voz! ¿Crees que tendría que haber ido yo a buscarla? Mi querido Derfel, bastante tengo que hacer ya como para ir tras Nimue por toda Britania. Si no es capaz de vérselas con la isla de los Muertos, ¿de qué nos sirve en la tierra?
—Pudo haber muerto —le dije en tono acusatorio acordándome de los necrófagos y los caníbales de la isla.
—¡Naturalmente! ¿Qué sentido tendrían las pruebas si no encerraran peligro alguno? En verdad tienes ideas infantiles, Derfel. —Sacudió la cabeza de un lado a otro como compadeciéndome; luego se puso el anillo en un dedo y nos miró con solemnidad; nos quedamos los dos en suspenso, llenos de respeto y temor esperando una manifestación de poder sobrenatural. Al cabo de unos segundos de ominoso silencio, Merlín se rió de nuestra expresión—. ¡Ya os lo he dicho! ¡Los tesoros no tienen nada de especial!
—¿Cuántos habéis reunido? —preguntó Galahad.
—Varios —respondió Merlín evasivamente—, pero aunque tuviera doce de los trece, seguiría necesitando el decimotercero. Derfel, se trata del tesoro perdido, la olla de Clyddno Eiddyn. Sin la olla estamos perdidos.
—Estamos perdidos de cualquier manera —dije con amargura.
Merlín me miró como si tuviera ante sí a un idiota redomado.
—¿La guerra? —preguntó al cabo de unos segundos—. ¿Ése es el motivo que os ha traído aquí? ¿Suplicar la paz? ¡Qué necios sois los dos! Gorfyddyd no quiere la paz a ningún precio, es un verdadero bruto. Tiene el cerebro de un buey, de un buey no muy espabilado, además. Quiere ser rey supremo, lo cual significa reinar en Dumnonia.
—Dice que dejará a Mordred en el trono —arguyó Galahad.
—¡Naturalmente! —replicó Merlín con sarcasmo—. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pero en el momento en que ponga las manos en el gaznate de esa criatura contrahecha, se lo retorcerá como a un pollo, de lo cual me alegraré.
—¿Deseáis que venza Gorfyddyd? —pregunté horrorizado.
—Derfel, Derfel —dijo con un suspiro—, te pareces mucho a Arturo. Crees que el mundo es sencillo, que lo bueno es bueno y lo malo, malo, que arriba es arriba y abajo, abajo. ¿Preguntas qué es lo que deseo? Te lo voy a decir. Deseo los trece tesoros y deseo utilizarlos para traer a los dioses de nuevo a Britania; luego les ordenaré que devuelvan a Britania su condición de tierra bendita, como antes de que llegaran los romanos. Se acabaron los cristianos —señaló a Galahad con un dedo— y se acabaron los adeptos a Mitra —y me señaló a mí—, sólo el pueblo de los dioses morará en el país de los dioses. Eso es lo que deseo, Derfel.
—¿Y Arturo? —pregunté.
—¿Qué le pasa a Arturo? Es un hombre, tiene una espada, sabe cuidarse solo. El destino es inexorable, Derfel. Si el destino quiere que Arturo gane esta guerra, no importa que Gorfyddyd reúna a todos los ejércitos del mundo contra él. Si yo no tuviera nada mejor que hacer, confieso que acudiría en ayuda de Arturo, porque le aprecio; pero el destino me hace viejo, cada vez más débil y con una vejiga que parece un pellejo de agua agujereado; tengo que dosificar mis menguantes energías. —Habló de su triste estado con tono enérgico—. Ni siquiera yo puedo ganar la guerra de Arturo, sanar la mente de Nimue y buscar los tesoros de Britania al mismo tiempo. Claro que si descubro que salvando la vida a Arturo encuentro los tesoros, ten por seguro que acudiré a la batalla. Pero si no… —Se encogió de hombros como si la guerra no le importara en absoluto. Y seguramente no le importaba nada. Volvió a mirar por la ventana, hacia las tres estacas clavadas fuera—. Supongo que os quedaréis a presenciar las formalidades.
—¿Os parece oportuno? —pregunté.
—¡Naturalmente, si Gorfyddyd os lo permite! Toda experiencia es buena, por más repugnancia que inspire. He oficiado esos ritos muchas veces, de modo que no voy a quedarme a la diversión, pero descuidad, aquí no corréis peligro. Convertiré a Gorfyddyd en una babosa si se atreve a tocaros un pelo de esa cabeza insensata que tenéis, pero ahora tengo que irme. Iorweth cree que hay una anciana en la frontera con Demetia que tal vez recuerde algún dato de utilidad, si es que vive, claro está, y si conserva la memoria. No me gusta hablar con viejas, agradecen tanto la compañía que no dejan de cotorrear y cambian de tema continuamente. ¡Lo que me espera! Dile a Nimue que tengo muchas ganas de verla.
Y con esas palabras salió por la puerta y cruzó el patio interior a grandes zancadas.
El cielo se nubló por la tarde y una llovizna fea y gris empapó el fuerte antes de caer la noche. El druida Iorweth acudió a visitarnos y nos aseguró que nada nos sucedería, pero nos advirtió con diplomacia de que pondríamos a prueba la hospitalidad de Gorfyddyd, concedida de mala gana, si nos presentábamos al festín de la noche, que señalaría la última reunión de aliados y jefes de Gorfyddyd; después los hombres de Caer Sws emprenderían la marcha hacia el sur para unirse al resto del ejército en Branogenium. Le dijimos que no deseábamos asistir al festín; el druida sonrió al darnos las gracias y se sentó en un banco junto a la puerta.
—¿Sois amigos de Merlín? —preguntó.
—Lord Derfel sí —respondió Galahad.
Iorweth se restregó los ojos con aire de cansancio. Era viejo, tenía un rostro amable y amistoso y en su calva se adivinaba un resto de tonsura, por encima de las orejas.
—No dejo de pensar que mi hermano Merlín espera demasiado de los dioses —dijo—. Cree que el mundo puede volver a hacerse y que la historia puede borrarse como una raya hecha en el barro. Sin embargo, no es posible. —Se rascó la picazón que le producía un piojo en la barba y advirtió la cruz que Galahad llevaba colgada del cuello. Sacudió la cabeza—. Envidio a vuestro dios cristiano; es uno y es tres, está muerto y está vivo, está en todas partes y no está en ninguna, exige que se le adore y dice que ninguna otra cosa es digna de adoración. Tales contradicciones dan pie a que cualquiera crea en todo o en nada, cosa que no sucede con nuestros dioses. Los nuestros son como reyes, volubles y poderosos, nos olvidan si así lo desean. No importa lo que nosotros creamos, sólo importan sus deseos. Nuestros hechizos sólo funcionan si ellos lo permiten. Bien, Merlín no está de acuerdo, cree que si gritamos con la potencia necesaria, llamaremos su atención, pero ¿qué hacemos con un crío que grita?
—¿Le prestamos atención? —dije.
—Lo golpeamos, lord Derfel —replicó Iorweth—. Lo golpeamos hasta que calla. Temo que lord Merlín lleve demasiado tiempo gritando más de lo debido. —Levantóse y tomó su vara—. Lamento que no podáis acudir a la cena con los demás guerreros; sin embargo, la princesa Helledd dice que seréis bien recibidos si acudís a cenar en su casa.
Helledd de Elmet era la esposa de Cuneglas y su invitación no tenía por qué ser una deferencia. Podría tratarse en realidad de un insulto bien calculado por Gorfyddyd, una insinuación de que no merecíamos sino cenar con las mujeres y los niños, pero Galahad dijo que sería un honor aceptar la invitación.
Y allí, en el pequeño salón de Helledd, se encontraba Ceinwyn. Deseaba volver a verla, lo deseé desde el mismo momento en que Galahad se aventuró a ofrecerse como embajador en Powys; tal fue el verdadero motivo de mi empecinamiento en acompañarle. Por mi parte no había acudido a Caer Sws en busca de paz, sino para contemplar de nuevo el rostro de Ceinwyn, y en aquel momento, a la luz parpadeante de las teas de junco, en el salón de Helledd, volví a verla.
Los años no la habían transformado. Conservaba la misma dulzura en el rostro, el mismo recato en el porte, el mismo brillo en el cabello y el mismo encanto en la sonrisa. Cuando entramos en la estancia, se ocupaba de un pequeño al que daba trocitos de manzana a la boca. Se trataba del hijo de Cuneglas, Perddel.
—Le he dicho que si no se come la manzana, los monstruos de Dumnonia se lo llevarán —dijo con una sonrisa—. Creo que desea ir con vosotros, porque no está dispuesto a probar bocado.
Helledd de Elmet, la madre de Perddel, era alta, con la mandíbula fuerte y los ojos claros. Nos dio la bienvenida y ordenó a una doncella que nos sirviera hidromiel; luego nos presentó a dos de sus tías, Tonwyn y Elsel, que nos miraron con rencor. Habíamos interrumpido una conversación de la que estaban disfrutando y las avinagradas miradas de las tías nos invitaban a marcharnos de allí, pero Helledd fue más gentil.
—¿Conocéis a la princesa Ceinwyn? —nos preguntó.
Galahad se inclinó ante ella y después se acuclilló al lado de Perddel. Le gustaban mucho los niños, y los niños confiaban en él desde el primer momento. Al instante los dos príncipes empezaron a jugar con los trocitos de manzana como si fueran zorros; la boca de Perddel era la cueva del zorro y las manos de Galahad, los perros que querían cazarlo. La manzana desapareció en pocos minutos.
—¿Cómo no se me ocurrió antes? —se preguntó Ceinwyn.
—Porque a vos no os crió la madre de Galahad, señora —dije—, la cual debió de alimentarlo de esa misma forma, sin duda. Hoy es el día en que aún no come si no es al toque de un cuerno de caza.
Ceinwyn rió; luego se fijó en el broche que yo llevaba. Contuvo el aliento y se ruborizó; por un instante creí haber cometido un error imperdonable. Pero al cabo, sonrió.
—¿Debería reconoceros, lord Derfel?
—No, señora. Era yo muy joven.
—¿Y lo habéis conservado? —preguntó, muy asombrada de que alguien se molestara en conservar un regalo suyo.
—Lo he conservado, señora, incluso en momentos en que perdí cuanto tenía.
La princesa Helledd nos interrumpió con una pregunta; quería saber qué asuntos nos habían llevado a Caer Sws. Estoy seguro de que ya lo sabía, pero resultaba adecuado para una princesa fingirse al margen de los consejos de hombres. Le dije que habíamos sido enviados para determinar si la guerra era verdaderamente inevitable.
—¿Y lo es? —inquirió la princesa con preocupación comprensible, pues al día siguiente su esposo partiría hacia el sur para enfrentarse al enemigo.
—Desgraciadamente, señora, eso parece.
—Y todo por causa de Arturo —comentó la princesa en tono firme, y las tías corroboraron sus palabras enérgicamente.
—Creo que Arturo estaría de acuerdo con vos, señora —dije—, y lo lamenta.
—Entonces, ¿por qué lucha contra nosotros?
—Porque ha jurado mantener a Mordred en el trono, señora.
—Mi suegro jamás usurparía el trono del heredero de Uther —arguyó Helledd con ardor.
—Lord Derfel estuvo a punto de perder la cabeza esta mañana cuando mantenía una conversación semejante —terció Ceinwyn maliciosamente.
—Lord Derfel —intervino Galahad levantando la mirada, una vez concluida la última cacería del zorro— no perdió la cabeza porque es amado por sus dioses.
—¿Por los vuestros no, lord príncipe? —inquirió Helledd con agudeza.
—Mi dios ama a todos, señora.
—¿Queréis decir que no discrimina? —Y se rió.
Comimos ganso, pollo, liebre y venado, y nos sirvieron un vino peleón que debía de haber permanecido mucho tiempo almacenado desde que lo trajeran a Britania. Tras la cena nos sentamos en mullidos asientos y una arpista nos deleitó con su música. Aquellos asientos blandos, propios de los salones de las damas, semejaban lechos bajos y tanto Galahad como yo nos sentíamos incómodos en aquellas camas bajas y blandas, pero me alegré de tener ocasión de sentarme al lado de Ceinwyn. Al principio me senté muy tieso, pero después me apoyé en un codo para hablar con ella en voz baja. La felicité por su compromiso con Gundleus y ella miró con ojos de risa.
—Habláis como un cortesano —comentó.
—A veces tengo que comportarme como un cortesano, señora. ¿Os complacería que me mostrara como un guerrero?
Ella también se apoyó en un codo, de modo que hablábamos sin interrumpir la música; su proximidad me producía la sensación de estar flotando en humo.
—Mi señor Gundleus —dijo en voz baja— exigió mi mano a cambio del apoyo de su ejército en la próxima guerra.
—Entonces, señora, su ejército es lo más valioso que posee Britania —dije.
No sonrió ante el cumplido pero tampoco apartó sus ojos de los míos.
—¿Es cierto que mató a Norwenna? —preguntó muy quedo.
La pregunta fue tan directa que me turbé.
—¿Qué dice él, señora? —pregunté a mi vez, en vez de responder inmediatamente.
—Dice —bajó la voz tanto que apenas la oía— que sus hombres fueron atacados y que ella murió en la confusión. Dice que fue un accidente.
Eché una ojeada a la muchacha que tañía el arpa. Las tías nos miraban furibundas, pero a Helledd no parecía afectarle que charláramos. Galahad escuchaba la música sosteniendo a Perddel, que se había dormido en sus brazos.
—Aquel día yo estaba en el Tor, señora —dije volviéndome de nuevo hacia ella.
—¿Y?
Pensé que su franqueza bien merecía una respuesta directa.
—Ella lo recibió postrada de hinojos, señora, y él le clavó la espada en la garganta, hasta el fondo. Lo vi todo.
Su rostro se tensó un momento. La luz temblorosa de las teas de junco bruñía su piel blanca y proyectaba delicadas sombras sobre sus mejillas y bajo su labio inferior. Llevaba un hermoso vestido de paño azul claro festoneado por piel invernal, blanquísima y moteada, de un armiño. Una torques de plata le ceñía la garganta y unos aros de plata adornaban sus orejas; me pareció que la plata convenía sobremanera al brillo de su pelo. Dejó escapar un leve suspiro.
—Temía oír esas palabras —dijo—, pero ser princesa me obliga a contraer el matrimonio más provechoso, y no el que mejor responda a mis deseos. —Se quedó un rato mirando a la arpista y luego se volvió de nuevo hacia mí—. Mi padre —dijo nerviosamente— dice que esta guerra es por mi honor. ¿Es cierto?
—Para él, sí, señora, aunque os aseguro que Arturo lamenta profundamente el pesar que os causó.
Hizo un breve gesto de estremecimiento. El recuerdo la hería pero no podía dejarlo de lado, pues el rechazo de Arturo había cambiado su vida de forma mucho más sutil y triste que la de él. Arturo había ido en pos de la felicidad y el matrimonio mientras ella se quedaba sufriendo y lamentándose, buscando dolorosas respuestas que, al parecer, no había encontrado.
—¿Vos lo comprendéis? —me preguntó al cabo de un rato.
—En aquel momento no, señora. Le juzgué loco, como todos los demás.
—¿Y ahora? —preguntó clavándome sus ojos azules.
—Creo —dije tras pensarlo un poco— que por una vez en su vida, cayó preso de una locura que no fue capaz de controlar.
—¿Amor?
La miré y me dije que no estaba enamorado de ella y que el broche era un talismán que había caído en mis manos por azar. Me dije que ella era princesa y yo hijo de una esclava.
—Sí, señora —respondí.
—¿Entendéis vos esa locura? —me preguntó.
Yo no veía ni oía nada más que a ella en toda la sala. La princesa Helledd, el príncipe dormido, Galahad, las tías, la arpista, nadie existía para mí, como tampoco las colgaduras de las paredes ni los tederos de bronce. Sólo veía los ojos de Ceinwyn, grandes y tristes, y sólo oía los latidos de mi corazón.
—Sé que se puede mirar a una persona a los ojos —me oí decir— y comprender de pronto que la vida es imposible sin ellos, que su voz puede pararnos el corazón, que su compañía es la única felicidad deseable para siempre, que su ausencia nos dejará el alma solitaria, viuda y perdida.
Calló unos momentos, pero me miraba con expresión confusa.
—¿Os ha sucedido alguna vez, lord Derfel? —me preguntó al cabo.
Dudé. Sabía las palabras que mi alma deseaba pronunciar y las que mi condición me obligaba a decir, pero entonces pensé que un guerrero no deber dejar que la timidez medre y permití que mi alma hablara por mi boca.
—Nunca, hasta este momento, señora —dije.
Y para pronunciar semejante declaración hube de reunir más valor del que había necesitado en toda mi vida para atacar una barrera de escudos.
Inmediatamente retiró la mirada y se irguió en el asiento; me maldije por haberla ofendido con mi torpeza inexcusable. Me quedé recostado en el asiento, rojo como una amapola y con el alma dolorida de vergüenza, mientras ella aplaudía la interpretación de la arpista y le lanzaba unas monedas de plata a la alfombra, al pie del arpa. Le pidió que interpretara la canción de Rhiannon.
—Creía que no escuchabas, Ceinwyn —tercio venenosamente una de las tías.
—Pues sí, Tonwyn, escucho, y mucho me place cuanto oigo —respondió Ceinwyn, y me hizo sentir como se siente un hombre cuando la defensa enemiga cede.
Mas no osé tomar sus palabras al pie de la letra. Lo deseaba, pero no me atrevía. La locura del amor, pasar del éxtasis a la desesperación en un segundo vertiginoso.
La música empezó de nuevo sobre un fondo de vivas y ovaciones estruendosas procedentes del salón grande, donde los guerreros disfrutaban de la victoria por adelantado. Me hundí por completo en los cojines, todavía sonrojado, tratando de adivinar si las últimas palabras de Ceinwyn se habían referido a la conversación o a la música, hasta que también ella se reclinó en los cojines, cerca de mí.
—No quiero ser el motivo de una guerra —dijo.
—Parece inevitable, señora.
—Mi hermano está de acuerdo conmigo.
—Pero es vuestro padre quien reina en Powys, señora.
—En efecto —dijo secamente. Calló, frunció el ceño y me miró a la cara—. Si Arturo vence, ¿con quién querrá desposarme?
Volvió a sorprenderme la franqueza de la pregunta y respondí con la verdad.
—Desea que seáis reina de Siluria, señora —dije.
—¿Casada con Gundleus? —preguntó, mirándome alarmada.
—Casada con el rey Lancelot de Benoic, señora —dije, desvelando la esperanza secreta de Arturo.
Me quedé pendiente de su reacción.
Me miró profundamente a los ojos, quería adivinar si le había dicho la verdad.
—Dicen que Lancelot es un gran guerrero —comentó al cabo de un momento, con una falta de entusiasmo que me dio nuevo aliento.
—Eso dicen, sí, señora.
Guardó silencio de nuevo. Se apoyó en el codo observando las manos de la arpista que volaban sobre las cuerdas; yo la miraba a ella.
—Decidle a Arturo —habló por fin, pero sin mirarme— que no le guardo rencor, y decidle otra cosa más.
Enmudeció de repente.
—¿Sí, señora? —traté de animarla.
—Decidle que si vence —empezó sin mirarme, pero enseguida se volvió hacia mí y, acercando un delicado dedo al hueco que separaba los asientos, me rozó el dorso de la mano para demostrarme lo importantes que eran sus palabras—, que si vence —repitió—, le pediré protección.
—Así se lo diré, señora —respondí, e hice una pausa con el corazón alborozado—. Y os juro que yo os protegeré también, con todo honor.
No apartó el dedo de mi mano, era un roce tan leve como la respiración del príncipe que dormía.
—Tal vez os obligue a dar cumplimiento a ese juramento, lord Derfel —me dijo mirándome a los ojos.
—El juramento será mantenido hasta el final de los tiempos y para toda la eternidad, señora.
Sonrió, retiró la mano y se sentó con la espalda recta.
Aquella noche me acosté en un delirio de confusión, esperanza, estupidez, aprensión, temor y dicha. Como le sucediera a Arturo, había llegado a Caer Sws y me había enamorado perdidamente.