Percibimos el olor de Durocobrivis mucho antes de acercarnos a la ciudad, durante el segundo día de viaje, a media jornada todavía de la ciudad tomada; el viento soplaba de oriente y arrastraba consigo el hedor amargo de la muerte y del humo por las abandonadas tierras de labor. Los campos estaban listos para la siega, pero el pueblo había huido aterrorizado por los sajones. En Cunetio, la pequeña población construida por los romanos en la que habíamos pernoctado, las calles estaban llenas de refugiados y sus ganados se amontonaban en establos de invierno reconstruidos a toda prisa. No hubo aclamaciones para Arturo en Cunetio, y no era de extrañar, puesto que todos le culpaban de la prolongada guerra y de sus desastrosas consecuencias. Según sus detractores, con Uther sólo había habido paz y con Arturo, nada sino guerra.
Los hombres de Arturo abrían nuestra silenciosa columna con armadura, lanzas y espadas pero con los escudos boca abajo y las puntas de las lanzas adornadas con ramas verdes en señal de paz. Tras la vanguardia avanzaban los lanceros de Lanval y después, dos veintenas de mulas de carga que transportaban el oro de Sansum y las pesadas armaduras de cuero que los caballos de Arturo usaban en la batalla. Cerraba la marcha, en la retaguardia, un puñado de hombres a caballo. Arturo iba a pie con mis lanceros de cola de lobo detrás del portador de su enseña, que a su vez cabalgaba con el grupo de cabeza. Hygwydd, el criado de Arturo, llevaba su yegua Llamrei; junto a él avanzaba un desconocido al que tomé por otro criado. Nimue iba con nosotros; yo iba enseñando a Arturo y a Nimue un poco de sajón, pero ninguno de los dos demostró ser buen alumno. Tan ruda lengua enseguida aburrió a Nimue, y a Arturo le bullían otros muchos asuntos en la cabeza, aunque aprendió rápidamente unas cuantas palabras sueltas: paz, tierra, lanza, comida, madre, padre. Ésa sería la primera ocasión en que yo actuaría de intérprete, luego vendrían otras muchas en que habría de mediar como transmisor de las palabras de sus contrarios.
Nos encontramos con el enemigo a mediodía, al descender un monte de laderas largas por un camino flanqueado de bosques. De pronto una flecha salió disparada de entre los árboles y fue a clavarse en tierra a poca distancia de nuestro hombre de cabeza, Sagramor. Éste levantó una mano y Arturo ordenó el alto.
—¡No saquéis la espada! —nos ordenó—. ¡Aguardad!
Los sajones debían de haber estado vigilándonos toda la mañana porque habían reunido una pequeña banda guerrera para enfrentarse a nosotros. Aquellos sesenta o setenta hombres fuertes salieron de entre los árboles detrás de su jefe, un guerrero de ancho pecho que caminaba bajo la enseña de un cacique, una cornamenta de ciervo de la que pendían jirones de piel humana curtida.
Al cacique le gustaban las pieles, como a todos los sajones; el gusto comedido por unas pocas cosas detiene el golpe de una espada con la misma eficacia que un pellejo grueso y valioso. Aquel hombre llevaba al cuello una piel de pelo negro y tiras de la misma piel alrededor de la parte superior del brazo y de los muslos. Las demás prendas eran de cuero o lana: jubón, calzas, botas y casco de cuero adornado de pelo negro. Ceñía espada larga a la cintura y empuñaba el arma preferida de los sajones, el hacha de hoja ancha.
—¿Os habéis perdido, wealhas? —nos gritó. Wealhas nos llamaban a los britanos; quiere decir extranjeros y lo utilizaban con cierto matiz despectivo, como nosotros los llamábamos sais a ellos—, ¿o es que ya estáis hartos de la vida?
Plantóse en medio del camino con las piernas abiertas, la cabeza alta y el hacha al hombro. Tenía la barba y el pelo castaños; las guedejas le salían tiesas por debajo del casco. Sus hombres, unos con casco de cuero y otros con yelmo de hierro, pero armados casi todos de hachas, cerraron el paso formando una barrera de escudos en el camino. Llevaban unos cuantos perros sujetos con correa, auténticas bestias grandes como lobos. Nos habían contado que últimamente los sais los utilizaban como armas de ataque; los soltaban y los azuzaban contra las defensas enemigas unos segundos antes de atacar ellos con hachas y lanzas. Los perros causaron entre algunos de los nuestros mayor pánico que los propios sajones.
Me adelanté con Arturo hasta situarnos a pocos pasos del altivo sajón. No llevábamos lanza ni escudo ni desenvainamos la espada.
—Señor —dije en sajón—, Arturo, protector de Dumnonia, viene a veros en son de paz.
—De momento —repuso el hombre— tenéis paz, pero sólo de momento. —Hablaba en tono retador, pero el nombre de Arturo le había impresionado y miró a mi señor de hito en hito, largamente, antes de volver a dirigirse a mí—. ¿Eres sajón? —me preguntó.
—Sajón nací. Ahora soy britano.
—¿El lobo puede convertirse en sapo? —preguntó burlonamente—. ¿Por qué no vuelves a ser sajón?
—Porque he jurado servir a Arturo —respondí—, y al presente lo sirvo trayendo a tu rey un gran presente de oro.
—Para ser un sapo no cantas mal. Soy Therdig.
—Tu fama —mentí, pues no había oído hablar de él en mi vida—, puebla de pesadillas el sueño de nuestros hijos.
—Bien dicho, sapo —replicó, tras soltar una carcajada—. Y ¿quién es nuestro rey?
—Aelle —dije.
—No te he oído, sapo.
—El Bretwalda Aelle —contesté con un suspiro.
—Bien dicho sapo.
Los britanos no reconocíamos el título de Bretwalda, pero lo utilicé para complacer al cacique sajón. Arturo no entendía nada de la conversación y esperaba pacientemente a que yo tuviera algo que traducirle. Confiaba en aquellos a los que encomendaba una misión y no me presionó ni intervino en ningún momento.
—El Bretwalda —respondió Therdig— se encuentra a unas horas de aquí, sapo. Dame una razón por la cual debamos molestarlo con la noticia de que unos cuantos ratones, ratas y larvas están hollando su territorio.
—Traemos oro para el Bretwalda, Therdig, más del que podáis imaginar. Oro suficiente para vuestros hombres, para vuestras mujeres, para vuestras hijas, incluso para los esclavos. ¿Os parece razón suficiente?
—Enséñamelo, sapo.
Era arriesgado, pero Arturo aceptó el riesgo inmediatamente; condujo a Therdig y a seis de los suyos hasta las mulas y les mostró la gran cantidad de riquezas que atestaban las sacas. Corríamos el peligro de que Therdig considerara el tesoro digno de una batalla en ese mismo instante y lugar, pero los superábamos en número y la presencia de los grandes corceles de Arturo contribuyó a disuadirlo, de modo que se limitó a tomar tres monedas de oro diciendo que comunicaría nuestra presencia al Bretwalda.
—Esperad en Las Piedras —nos ordenó—, pasad allí la noche y mi rey acudirá a veros por la mañana. —Semejante orden implicaba que Aelle debía de estar sobreaviso de nuestra llegada e incluso debía de sospechar el motivo—. En Las Piedras nadie os molestará —añadió Therdig— hasta que el Bretwalda decida vuestro destino.
Aquella noche, pues tardamos toda la tarde en llegar a Las Piedras, contemplé por vez primera el gran círculo. Merlín se había referido a Las Piedras muchas veces y Nimue conocía su poder, pero nadie sabía quién las había levantado ni qué significado tenía su disposición en corro. Nimue estaba segura de que sólo los dioses habrían podido erigir un lugar semejante, de modo que se acercó recitando oraciones a los monolitos grises y solitarios cuya sombra se alargaba sobre la pálida hierba a la luz del ocaso. El gran círculo estaba rodeado por una zanja; sobre las piedras levantadas en vertical reposaban otras planas a modo de dintel y, en el interior de la colosal y rústica arcada, había más piedras colocadas de pie alrededor de una losa que parecía una especie de altar. En Britania abundaban los círculos de piedras, algunos de mayor circunferencia incluso, pero ninguno que inspirara tanto misterio y majestad, y todos nos acercamos en respetuoso silencio.
Nimue pronunció sus fórmulas mágicas, nos anunció que no había peligro en cruzar la zanja y entramos maravillados en el círculo sagrado. Espesos líquenes proliferaban sobre las piedras, algunas inclinadas hacia un lado o completamente caídas, otras con profundas cicatrices de nombres y números romanos. Gereint había sido señor de Las Piedras, título instituido por Uther para recompensar al responsable de la frontera oriental con los sajones, aunque en aquellos momentos había que nombrar un sucesor para expulsar a Aelle de la incendiada Durocobrivis. Según Nimue, era vergonzoso que Aelle exigiera recibirnos en aquel paraje tan cercano al corazón de Dumnonia.
Había un bosque a una milla hacia el sur y allá nos dirigimos con las mulas a buscar leña con que mantener una hoguera encendida durante toda aquella noche poblada de espíritus. Hacia oriente vimos el resplandor de otras hogueras, señal de que los sajones nos acechaban de cerca. Fue una noche inquietante. La hoguera resplandecía como el fuego de Beltane, pero aun así las sombras que se proyectaban en las piedras nos llenaban de desasosiego. Nimue protegió la zanja con numerosas fórmulas, precaución que calmó a nuestros hombres, pero los caballos, nerviosos, no dejaron de relinchar y patear la tierra toda la noche. Arturo sospechaba que percibían el olor de los perros sajones de guerra, pero Nimue estaba segura de que los espíritus de los muertos merodeaban a nuestro alrededor. Los centinelas se aferraban a las lanzas y daban el alto al menor soplo de aire que cruzara entre los túmulos que rodeaban Las Piedras, pero ni perros ni espíritus macabros ni guerreros nos molestaron, a pesar de lo cual pocos de nosotros logramos conciliar el sueño.
Arturo no durmió ni un instante. A cierta hora de la noche me pidió que le acompañara a dar un paseo y juntos anduvimos un rato por el exterior del círculo de piedras. Arturo guardó silencio al principio, la cabeza descubierta bajo las estrellas.
—Estuve aquí en otra ocasión —dijo de pronto.
—¿Cuándo, señor? —pregunté.
—Hace diez u once años —dijo con un encogimiento de hombros como si el número de años careciera de importancia—. ¡Me trajo Merlín! —Volvió a quedarse en silencio y no dije nada, pues de sus palabras deduje que aquel lugar le traía recuerdos entrañables. Y debía de ser cierto, porque finalmente, se detuvo y señaló hacia la piedra gris semejante a un altar en el centro del círculo—. Fue allí, Derfel, donde Merlín me dio a Caledfwlch.
Miré la vaina con la cruz bordada.
—Noble regalo, señor —dije.
—Y gravoso, Derfel, pues no está exento de cargas. —Me tiró del brazo y continuamos paseando—. Me la dio con la condición de que hiciera siempre lo que él me ordenara, y le obedecí. Fui a Benoic y aprendí de Ban los deberes de un rey. Aprendí que un rey es igual que el más mísero de sus súbditos. Tal fue la lección de Ban.
—Pues el propio Ban no la aprendió —repliqué con amargura, pensando en que Ban había enriquecido Ynys Trebes sin darse de su propio pueblo.
—Algunos hombres —replicó con una sonrisa— tienen más facilidad para adquirir conocimiento que para ponerlo en práctica, Derfel. Ban era un sabio pero carecía de sentido práctico. Yo tengo que aprender las dos cosas.
—¿Para ser rey? —atrevíme a preguntar, pues formular tal ambición iba contra todo lo que Arturo solía afirmar sobre su destino.
Sin embargo, no se tomó la osadía como ofensa.
—Para gobernar —dijo. Había vuelto a detenerse y miraba, por encima de los bultos oscuros de los hombres que dormían, hacia la piedra del centro del círculo; en aquel momento la losa parecía despedir un resplandor bajo la luz de la luna, aunque tal vez fuera producto de mi excitada imaginación—. Merlín me hizo pasar la noche desnudo, en pie sobre esa losa —prosiguió Arturo—, el viento traía lluvia y hacía frío. Él formulaba encantamientos mientras yo sujetaba la espada con el brazo estirado, sin moverme. El brazo me ardía, hasta que por fin se me durmió, pero ni entonces me permitió posar la espada. ¡Sujétala! —me decía—. ¡Sujétala!, y allí permanecí, temblando, en tanto él invocaba a los muertos para que acudieran a contemplar la ofrenda que les hacía. Y acudieron, Derfel, columna tras columna, guerreros muertos de ojos vacíos y yelmos aherrumbrados que se levantaron de la tumba para presenciar la entrega de la espada. —Sacudió la cabeza como perturbado por los recuerdos—. Tal vez sólo me imaginara aquellas figuras corroídas por los gusanos. Era joven entonces, ¿comprendes?, y muy impresionable, y Merlín sabe imbuir las mentes jóvenes de miedo a los dioses. Sin embargo, una vez me hubo asustado con el tropel de testigos muertos, enseñóme a dirigir a los hombres, a buscar guerreros necesitados de un jefe y a luchar en combate. Me habló de mi destino, Derfel. —Volvió a enmudecer y su alargado rostro adquirió una expresión adusta a la luz de la luna. Después sonrió atribulado—. ¡Qué insensateces!
Pronunció las dos últimas palabras en voz tan baja que apenas las oí.
—¿Insensateces? —pregunté, incapaz de ocultar el deseo de recriminarlo.
—Tengo la misión de devolver Britania a los dioses —dijo Arturo burlándose de su deber, a juzgar por su tono de voz.
—Y lo haréis, señor —dije.
—Merlín no quería sino un brazo fuerte que blandiera una buena espada, pero ignoro lo que desean los dioses. Si quieren Britania, ¿para qué me necesitan a mí, o a Merlín? ¿Acaso los dioses necesitan a los hombres? ¿No seremos como perros ladrando para llamar la atención de unos amos que se niegan a escuchar?
—No somos perros. Somos criaturas de los dioses y ellos, con toda seguridad, nos han asignado un destino.
—¿Con toda seguridad? A lo mejor sólo les hacemos reír.
—Merlín dice que hemos perdido el contacto con ellos —insistí obstinadamente.
—De la misma forma que Merlín ha perdido contacto con nosotros —replicó Arturo sin vacilar—. Ya viste cómo abandonó Durnovaria la misma noche en que regresasteis de Ynys Trebes. Merlín está muy ocupado, Derfel, buscando los tesoros de Britania, y lo que nosotros hagamos en Dumnonia no le afecta. Aunque yo estableciera un gran reino para Mordred y administrara justicia y trajera la paz y lograra que cristianos y paganos bailaran juntos a la luz de la luna, no le importaría. Merlín sólo espera el momento de poder devolverlo todo a los dioses y cuando llegue ese momento me pedirá que le devuelva a Caledfwlch. Ésa fue la segunda condición que me impuso. Dijo que podía tomar la espada de los dioses siempre y cuando se la devolviera a él en el momento preciso.
Hablaba con un matiz burlón que me molestaba.
—¿No creéis en el sueño de Merlín? —le pregunté.
—Creo que es el hombre más sabio de Britania —replicó con seriedad—, sabe mucho más de lo que yo pueda imaginar siquiera. También sé que mi destino está ligado al suyo, como creo que lo está el tuyo al de Nimue, pero por otra parte pienso que Merlín nació aburrido, de modo que se dedica a hacer lo mismo que hacen los dioses: divertirse a expensas nuestras. Todo eso significa que el momento de devolver a Caledfwlch será cuando más falta me haga tenerla conmigo.
—Y entonces, ¿qué haréis?
—No lo sé, no tengo la menor idea. —Al parecer ese pensamiento debió de hacerle gracia porque sonrió; luego me puso la mano en el hombro—. Ve a dormir, Derfel. Tu lengua ha de prestarme servicio mañana, y no quiero que se confunda a causa del cansancio.
Me fui y logré dormir un rato a la sombra que la luna arrancaba a una de las grandes piedras, aunque antes de conciliar el sueño estuve pensando en aquella noche lejana en que Merlín cargó de dolor el brazo y el alma de Arturo con el peso de la espada y la carga aún mayor del destino. Me pregunté por qué habría sido Arturo el elegido, pues en ese momento se me antojaba que Merlín y mi señor eran opuestos. Merlín creía que el caos sólo podía ser vencido dominando las fuerzas del misterio, mientras que Arturo creía en el poder de los hombres. Ocurrióseme que tal vez Merlín hubiera preparado a Arturo para gobernar a los hombres y quedar libre, así, para ocuparse él de los poderes oscuros; comprendí entonces, aunque de forma harto imprecisa, que llegaría un momento en que todos habríamos de escoger; tal perspectiva me infundió temor y rogué por que no llegara nunca. Dormí hasta que el sol salió y proyectó la sombra de una piedra solitaria, que se levantaba fuera del círculo, en el centro mismo del redondel, donde los cansados guerreros guardábamos el precio del rescate de un reino.
Bebimos agua, comimos pan duro, nos ceñimos las espadas y extendimos el oro junto a la piedra del altar, sobre la hierba húmeda de rocío.
—¿Qué impedirá a Aelle tomar nuestro oro y seguir adelante con la guerra? —pregunté a Arturo mientras aguardábamos la llegada del sajón.
Al fin y al cabo, ya le habíamos dado oro en otra ocasión, a pesar de lo cual había incendiado y saqueado Durocobrivis.
Arturo se encogió de hombros; llevaba la armadura de repuesto, una cota romana de malla con abundantes señales de combates. Sobre la pesada malla llevaba un manto blanco.
—Nada —respondió—, sino el escaso sentido del honor que pueda tener. Por eso tendremos que ofrecerle algo más que oro.
—¿Algo más? —pregunté, pero Arturo no contestó porque los sajones acababan de aparecer por el luminoso horizonte del sol naciente.
Marchaban en una larga fila al son de tambores de guerra, con los lanceros formados en orden de batalla, aunque con las armas empenachadas de hojas en señal de que no atacarían inmediatamente. Aelle iba al frente. Él fue el primero, de los dos que conocí, que se adjudicó el título de Bretwalda. El segundo vendría más tarde trayéndonos problemas más graves aún, aunque Aelle ya era trastorno suficiente. Era alto, con la cara aplastada y severa y ojos oscuros que no dejaban atisbar uno solo de sus pensamientos. Tenía barba negra, las mejillas señaladas por cicatrices de guerra y faltábanle dos dedos de la mano derecha. Vestía manto de paño negro con cinturón de piel, botas de cuero, yelmo de hierro con cuernos de toro y, por encima un pellejo de oso que dejó caer a tierra cuando el calor del día se hizo excesivo para tan ostentosa prenda. Era su enseña un cráneo de toro impregnado de sangre clavado en una lanza sin más sujeción.
Formaban la tropa doscientos hombres, o tal vez algunos más, la mitad de los cuales llevaba perros atados con correas. Tras los guerreros avanzaba una horda de mujeres, niños y esclavos. Nos superaban largamente en número, pero Aelle había dado palabra de que estábamos en paz, al menos hasta que tomara una decisión con respecto a nuestro destino, de modo que sus hombres no se mostraron hostiles. Los guerreros se detuvieron al otro lado de la zanja que rodeaba el círculo y Aelle, acompañado por su consejo, un intérprete y un par de magos, se acercó al encuentro de Arturo. Los magos tenían el pelo de punta, se peinaban los mechones con excrementos para mantenerlos tiesos y vestían mantos harapientos de piel de lobo. Cuando giraban para pronunciar sus encantamientos, las patas, las colas y los hocicos de lobo se levantaban y dejaban al descubierto sus cuerpos pintados. Se acercaron recitando a voz en grito para anular cualquier posible encantamiento que hubiéramos lanzado contra su jefe. Nimue, acuclillada detrás de nosotros, entonaba fórmulas con que contrarrestar los efectos de los otros hechiceros.
Los jefes se midieron mutuamente con la mirada. Arturo era más alto y Aelle más corpulento. El rostro de Arturo sorprendía, el de Aelle aterrorizaba. Era un rostro implacable, la cara de un hombre llegado de más allá del mar para forjarse un reino en tierra ajena, reino que iba consolidando con brutalidad salvaje y contundente.
—Debería matarte ahora, Arturo —dijo—, y quedarme así con un enemigo menos que eliminar.
Los magos, desnudos bajo las pieles apolilladas, se agacharon tras su señor. Uno masticaba tierra, otro hacía girar los ojos en las órbitas y Nimue, destapado el ojo vacío, les gruñía quedamente. La batalla entre los magos era una cuestión particular a la que ninguno de los dos jefes prestó atención.
—Aelle, tal vez no esté lejos el día en que hayamos de enfrentarnos en el campo de batalla —dijo Arturo—. Por el momento, te ofrezco la paz.
Yo casi esperaba que Arturo se inclinara ante Aelle, que era rey, y de rango superior por tanto; sin embargo, le trató como a un igual y Aelle aceptó el tratamiento sin protestar.
—¿Por qué? —preguntó Aelle sin rodeos.
Aelle no gustaba de circunloquios, al contrario que los britanos. Ya me había dado cuenta de esa diferencia entre los sajones y nosotros. El pensamiento britano discurría en líneas curvas, como la intrincada filigrana de los orfebres, pero los sajones eran directos y tajantes, rudos como sus amazacotados broches y gruesas gargantillas. Raramente entraban los britanos en un tema de forma directa; iban aproximándose, dejando caer alusiones y dando pistas, deleitándose en la maniobra, mientras que los sajones prescindían de toda sutileza. Habíame comentado Arturo en una ocasión que yo poseía la franqueza de los sajones, y creo que lo dijo con intención de alabarme.
Arturo no respondió a la pregunta de Aelle.
—Creía que estábamos en paz, pues llegamos a un acuerdo sellado con oro.
Aelle no traslució vergüenza alguna por haber roto la tregua. Limitóse a encoger los hombros como si romper la paz fuera una nimiedad.
—Si la tregua no te ha servido, ¿por qué quieres comprar otra? —inquirió Aelle.
—Porque tengo una disputa con Gorfyddyd —replicó Arturo, adoptando la franqueza sajona— y deseo que estés de mi parte en esta disputa.
Aelle asintió.
—Pero si te ayudo a destruir a Gorfyddyd, te fortalezco a ti. ¿Por qué habría de aceptar?
—Porque si no, Gorfyddyd me destruirá a mí y será más fuerte.
Aelle rompió a reír mostrando una dentadura de dientes podridos.
—¿Acaso le importa al perro si mata a una rata o a otra? —preguntó.
Traduje que si acaso le importaba al perro abatir a un ciervo o a otro. Me pareció más apropiado, y el intérprete de Aelle, un esclavo britano, lo pasó por alto y no advirtió a su amo.
—No —admitió Arturo—, pero no todos los ciervos son iguales. —El intérprete de Aelle dijo que no todas las ratas eran iguales y yo no se lo dije a Arturo—. En el mejor de los casos, lord Aelle —prosiguió Arturo—, yo conservo Dumnonia y me alío con Powys y Siluria. Pero si gana Gorfyddyd, se anexiona Elmet, Rheged, Powys, Siluria y Dumnonia, todos contra ti.
—Pero también tienes a Gwent de tu parte —replicó Aelle, hombre astuto y de mente rápida.
—Cierto, pero también la tendría Gorfyddyd en caso de guerra entre britanos y sajones.
Aelle lanzó un gruñido. Las circunstancias le favorecían, pues los britanos se enfrentaban unos a otros, pero sabía que tales hostilidades cesarían en algún momento. Como, al parecer, Gorfyddyd pronto se proclamaría vencedor, la presencia de Arturo podría servir para alargar el conflicto entre sus enemigos.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó.
Sus hechiceros saltaban y brincaban a cuatro patas como saltamontes humanos mientras Nimue colocaba guijarros en el suelo. La forma en que los colocaba debió de inquietar a los magos contrarios, que empezaron a lanzar breves gritos de alarma. Aelle no les hizo el menor caso.
—Quiero que respetes la paz con Dumnonia y Gwent durante tres lunas —dijo Arturo.
—¿Sólo quieres comprar paz? —La voz de Aelle tronó de tal forma que hasta Nimue se sobresaltó. El sajón señaló con la mano enguantada a sus hombres, acuclillados con las mujeres, los perros y los esclavos al otro lado del foso—. ¿Qué hace un ejército durante la época de paz? ¡Dímelo! ¡Les he prometido más oro! ¡Les he prometido más tierra! ¡Les he prometido más esclavos! ¡Les he prometido sangre de wealhas! ¿Y tú me ofreces la paz? —Escupió—. En el nombre de Thor, Arturo, paz tendrás cuando seas cadáver, y mis hombres se sortearán a tu mujer. ¡Ésa es la paz que te ofrezco! —Volvió a escupir y luego me miró—. ¡Perro, dile a tu amo que la mitad de mis hombres acaba de llegar en las naves! No tienen cosecha recogida ni medios para alimentar a los suyos durante el invierno. El oro no se come. Si no tomamos tierras y grano, moriremos de hambre. ¿De qué le sirve la paz a un muerto de hambre?
Traduje el mensaje omitiendo los insultos más atroces.
Un gesto de dolor turbó el rostro de Arturo. A Aelle no le pasó desapercibido, mas tomándolo por debilidad, dionos la espalda con burla y desprecio.
—Te concedo dos horas de ventaja, gusano —dijo a voces por encima del hombro—, luego saldré a perseguirte.
—Ratae —dijo Arturo, sin darme tiempo siquiera a traducir la amenaza de Aelle.
El sajón se volvió de nuevo. No dijo nada, se limitó a mirar a Arturo fijamente a la cara. La piel de oso despedía un hedor insoportable, una mezcla de sudor, excrementos y grasa. Se quedó en suspenso.
—Ratae —repitió Arturo—. Dile que Ratae puede ser tomada. Dile que allí abunda cuanto desea. Dile que las tierras colindantes serán suyas.
Ratae era la fortaleza que protegía la frontera oriental de Gorfyddyd con los sajones, y si Gorfyddyd perdía esa plaza, los sajones avanzarían veinte millas hacia el interior de Powys.
Lo traduje. Tardé un poco en hacer entender a Aelle la situación geográfica de Ratae, pero por fin lo entendió. No le pareció muy bien, pues al parecer Ratae era una inexpugnable fortaleza romana que Gorfyddyd había reforzado con una impresionante muralla de tierra.
Arturo explicó que Gorfyddyd se había llevado a los mejores lanceros de la guarnición con el ejército que había reunido para la invasión de Gwent y Dumnonia. No tuvo necesidad de añadir que Gorfyddyd se había arriesgado a desproteger la fortaleza confiando en la paz que había comprado a Aelle, una paz cuyo precio Arturo pretendía superar en ese momento. Arturo le reveló además que la comunidad cristiana de Ratae había levantado un monasterio fuera de la muralla de tierra que rodeaba la fortaleza y que las idas y venidas continuas de los monjes habían abierto un sendero de acceso a la fortificación. Añadió que el comandante del alcázar era uno de los pocos cristianos que engrosaban las filas de Gorfyddyd y que miraba con buenos ojos el monasterio.
—¿Cómo lo sabe? —me preguntó Aelle directamente.
—Dile que tengo conmigo a un hombre de Ratae que sabe la forma de acercarse al monasterio y que está dispuesto a servir de guía. Dile que lo único que pido es que se respete la vida de dicho hombre.
Entonces comprendí quién debía de ser el desconocido que caminaba junto a Hygwydd, como comprendí que Arturo sabía que habría de sacrificar Ratae desde mucho antes de partir de Durnovaria.
Aelle pidió más información sobre el traidor y Arturo le contó que el hombre había desertado de Powys y había acudido a Dumnonia para vengarse, pues su mujer le había abandonado por un reyezuelo de Gorfyddyd.
Mientras Aelle consultaba con sus consejeros, los magos farfullaban contra Nimue. Uno de ellos la señaló con un fémur humano, pero Nimue se limitó a escupir. Con ese gesto pareció concluir la sesión de magia, pues los dos hechiceros se retiraron tan pronto Nimue se puso en pie sacudiéndose el polvo de las manos. El consejo de Aelle regateó en el precio. En determinado momento exigieron la entrega de todos los caballos de guerra, pero Arturo les pidió a cambio todos sus perros y por fin, a primera hora de la tarde, los sajones aceptaron la oferta de Ratae más el oro de Arturo. Tal vez fuera aquélla la mayor cantidad de oro jamás pagada por britano alguno a un sajón, pero Aelle insistió en llevarse además dos rehenes, con la promesa de liberarlos si el ataque a Ratae no resultaba ser una trampa urdida por Gorfyddyd y Arturo juntos. Escogió al azar y la elección recayó sobre dos guerreros de Arturo: Balin y Lanval.
Aquella noche cenamos con los sajones. Fue curioso compartir una velada con esos hombres, mis hermanos de raza, e incluso llegué a temer cierta afinidad con ellos, pero en realidad su compañía me repugnaba. Tenían un sentido del humor ordinario, unos modales groseros y olían que apestaban, envueltos en sus pellejos de animales. Algunos se burlaron de mí diciendo que me parecía a su rey Aelle, pero entre sus rasgos aplastados y duros y la idea que yo tenía de mi propio rostro no había semejanza alguna. Al cabo, Aelle, con un bufido, ordenó a los burladores que se callaran, y tras mirarme fríamente, me ordenó que invitara a los hombres de Arturo a compartir la cena, consistente en enormes tajadas de carne asada que nosotros comimos con los guantes puestos, rasgando a bocados la carne abrasadora hasta que los jugos nos cayeron a chorros por las barbas. Les invitamos a hidromiel y ellos nos invitaron a cerveza. Se produjeron algunos altercados entre beodos, pero no hubo víctimas. Aelle, al igual que Arturo, mantúvose sobrio, aunque los dos hechiceros del Bretwalda se emborracharon a conciencia; cuando se quedaron dormidos junto a sus propios vómitos, Aelle los disculpó diciendo que eran dementes y por ello mantenían contacto con los dioses. Dijo que tenía otros sacerdotes de juicio sano, pero que, según la creencia, los lunáticos poseían un poder especial que podía serles de utilidad.
—Temíamos que viniérais con Merlín —dijo.
—Merlín sólo es señor de sí mismo —replicó Arturo—, pero he aquí a su sacerdotisa —dijo, señalando a Nimue, que clavó en el sajón su único ojo.
Aelle hizo un gesto que debía de ser de protección contra el mal. Nimue le daba miedo por ser sacerdotisa de Merlín; buena información para nosotros.
—Pero ¿Merlín está en Britania? —preguntó temeroso.
—Eso dicen algunos —respondí de parte de Arturo—, aunque otros dicen que no. ¿Quién sabe? Tal vez esté ahí mismo, entre las sombras.
Señalé con la cabeza hacia la oscuridad que rodeaba las piedras iluminadas por las hogueras.
Aelle despertó con la punta de la lanza a uno de los hechiceros. El hombre soltó un alarido lastimero y Aelle quedó satisfecho, pues el quejido alejaría cualquier influencia maléfica. El Bretwalda se había puesto la cruz de Sansum al cuello y algunos de sus hombres lucían macizas torques de oro procedentes de Ynys Wydryn. Avanzada la noche, cuando casi todos los sajones roncaban, algunos de los esclavos nos relataron la caída de Durocobrivis y el final del príncipe Gereint, hecho prisionero y torturado hasta la muerte por el enemigo. Arturo lloró al escuchar la historia. Ninguno de nosotros conocíamos mucho a Gereint, pero sabíamos que era un hombre modesto y sin ambiciones que había hecho todo lo posible por detener el avance de las fuerzas sajonas. Algunos esclavos nos rogaron que nos los lleváramos, pero no nos atrevimos a ofender a nuestros anfitriones en ese momento.
—Un día vendremos a rescataros —les prometió Arturo—, vendremos a por vosotros.
Al día siguiente por la tarde, los sajones partieron. Aelle quiso que nosotros pernoctáramos un día más en Las Piedras para asegurarse de que no lo seguiríamos, y se llevó a Balin, a Lanval y al hombre de Powys. Arturo consultó a Nimue si Aelle mantendría su palabra; ella asintió y dijo que había soñado que los sajones obedecían y que los rehenes volvían sanos y salvos.
—Pero lleváis en las manos la sangre de Ratae —añadió en tono inquietante.
Recogimos las cosas y nos preparamos para la marcha, que no emprenderíamos hasta la madrugada. A Arturo no le gustaba nada el ocio forzoso, y cuando cayó la tarde nos pidió a Sagramor y a mí que le acompañáramos a pasear por el bosque. Estuvimos un rato andando sin rumbo fijo, pero al cabo Arturo se detuvo bajo un roble enorme de luengas barbas de liquen gris.
—Me siento rastrero —dijo—. No cumplí la palabra dada a Benoic y ahora acabo de comprar con oro la muerte de cientos de britanos.
—No habríais podido salvar a Benoic —le dije por enésima vez.
—Una tierra que compra poetas en vez de lanceros no merece sobrevivir —añadió Sagramor.
—Que hubiera podido salvarla o no carece de importancia —replicó Arturo—. Yo di mi palabra a Ban y no la cumplí.
—Cuando un incendio arrasa tu casa hasta los cimientos, no acarreas agua al incendio del vecino —dijo Sagramor.
Su rostro negro, impenetrable como el de Aelle, causaba sensación entre los sajones. Muchos de ellos se lo habían encontrado en el campo de batalla a lo largo de los últimos años, y lo tomaban por alguna clase de demonio enviado por Merlín; Arturo utilizó esos temores insinuando que Sagramor quedaría a cargo de la defensa de la nueva frontera. En realidad pensaba llevárselo a Gwent, pues necesitaba de sus mejores hombres para enfrentarse a Gorfyddyd.
—No podíais mantener el juramento hecho a Benoic —prosiguió Sagramor—, por lo tanto, los dioses os perdonan.
Sagramor tenía una visión sanamente pragmática de los dioses y el hombre; tal era, en efecto, uno de sus puntos fuertes.
—Aunque los dioses me perdonen —contestó Arturo—, yo no. Ahora pago a los sajones para que maten a los britanos. —Se estremecía con sólo pensarlo—. Anoche me acordé mucho de Merlín, me habría gustado contar con su aprobación.
—Contáis con su aprobación —dije.
Aunque a Nimue no le pareciera bien el sacrificio de Ratae, su parecer siempre era más puro que el de Merlín. Comprendía la necesidad de pagar a los sajones, pero le sublevaba la idea de pagar en sangre britana, aunque fuera de britanos enemigos.
—Poco importa lo que opine Merlín —dijo Arturo enfadado—. Poco importaría que todos los sacerdotes, druidas y bardos me dieran la razón. Pedir las bendiciones de otro hombre es una forma de evitar responsabilidades. Nimue tiene razón, mía es la responsabilidad de todas las muertes que se produzcan en Ratae.
—¿Qué otra cosa podríais hacer? —pregunté.
—No lo entiendes, Derfel —me contestó con amargura, aunque en realidad toda esa amargura iba dirigida contra sí mismo—. Ya sabía que Aelle no se conformaría sólo con oro. ¡Son sajones! ¡No les interesa la paz, quieren tierras! Claro que lo sabía, ¿por qué, si no, habría traído a ese pobre hombre de Ratae? Yo ya estaba dispuesto a dar antes de que Aelle pidiera. ¿Cuántos hombres morirán por tanta previsión? ¿Trescientos? ¿Cuántas mujeres serán hechas esclavas? ¿Doscientas? ¿Y cuántos niños? ¿Cuántas familias quedarán destrozadas? ¿Y para qué? ¿Para demostrar a Gorfyddyd que yo estoy mejor capacitado para el gobierno? ¿Acaso mi vida vale tantas almas?
—Gracias a esas almas —repliqué— mantendréis a Mordred en el trono.
—¡Otro juramento! —contestó Arturo agriamente—. ¡Cuántos juramentos nos atan! Juré a Uther que colocaría a su nieto en el trono, juré a Leodegan que le devolvería Henis Wyren. —Se detuvo bruscamente y Sagramor me miró con una expresión de alarma; era la primera noticia que teníamos sobre un juramento de combatir contra Diwrnach, el temido rey irlandés de Lleyn que se había apoderado del reino de Leodegan—. Y de entre todos los hombres —añadió Arturo contrito—, soy el que más juramentos rompe. Falté a la palabra dada a Ban y también falté al compromiso con Ceinwyn. —También era la primera vez que le oíamos lamentar abiertamente el compromiso incumplido. Yo creía que Ginebra alumbraba el firmamento de Arturo con tal esplendor que había hecho desaparecer el tímido brillo de Ceinwyn, pero al parecer el recuerdo de la princesa de Powys aún le escocía en la conciencia como un aguijón, igual que le escocía en aquel momento pensar en el destino de Ratae—. Debería enviarles un aviso, quizá —dijo.
—¿Y perder a los rehenes? —preguntó Sagramor.
—Me entregaré yo en el lugar de Balin y Lanval —contestó.
Estaba pensando en hacerlo de verdad, yo lo sabía. No podía soportar el acoso de los remordimientos y buscaba una salida en aquella enmarañada lucha entre la conciencia y el deber, aunque fuera a costa de su propia vida.
—¡Cuánto se reiría Merlín de mí ahora mismo!
—Sí, desde luego —dije.
La conciencia de Merlín, si es que la tenía, actuaba sólo como medida de la simpleza del pensamiento humano, es decir como aguijada indicadora de que debía tomar el camino contrario. La conciencia de Merlín era una bufonada para divertir a los dioses. La de Arturo, una carga pesada.
Se quedó mirando el suelo musgoso que crecía a la sombra del roble. El día llegaba al crepúsculo al tiempo que los pensamientos de Arturo se hundían en la penumbra. ¿De verdad se sentiría inclinado a abandonarlo todo, a cabalgar hasta el refugio de Aelle para inmolar su vida a cambio de las almas de Ratae? Creo que sí pero de pronto la lógica insidiosa de la ambición despertó en él y se sobrepuso a la desesperación con fuerza semejante a la de las mareas que inundaban las tristes arenas de Ynys Trebes.
—Hace cien años —dijo quedamente— en esta tierra reinaba la paz, había justicia; un hombre desbrozaba un terreno con la alegría de que sus nietos vivirían para ararlo. Pero esos nietos han muerto a manos de los sajones o de sus hermanos britanos. Si no hacemos nada, el caos se extenderá hasta que no queden sino sajones jactanciosos con sus hechiceros locos. Si Gorfyddyd vence, despojará a Dumnonia de toda su riqueza, pero si gano yo, abrazaré a Powys fraternalmente. Todo mi ser se rebela contra lo que estamos haciendo, mas así tal vez logremos colocar cada cosa en su lugar. —Nos miró a los dos—. Los tres pertenecemos a Mitra, así que podéis ser testigos del juramento que hago ahora. —Hizo una pausa. Empezaba a odiar los juramentos y los deberes que conllevaban, pero se encontraba de tal ánimo tras el encuentro con Aelle que, se dispuso a cargar con otro juramento más—. Tráeme una piedra, Derfel —me ordenó.
Desenterré una piedra de un puntapié y la limpié; luego, a una señal de Arturo, escribí el nombre de Aelle en la piedra con la punta del cuchillo. Arturo cavó un agujero hondo al pie del roble con su propia daga y se puso en pie.
—Juro que si sobrevivo a la batalla contra Gorfyddyd, vengaré a las almas inocentes de Ratae que hace poco he condenado a la muerte. Mataré a Aelle. Lo destruiré, a él y a sus hombres. Daré sus cuerpos a los cuervos y sus riquezas a los niños de Ratae. Vosotros dos sois testigos, y si no cumplo este juramento, consideraos liberados de vuestras obligaciones para conmigo. —Dejó caer la piedra en el agujero y entre los tres la cubrimos de tierra con los pies—. ¡Que los dioses me perdonen por las muertes que acabo de provocar! —concluyó.
Y partimos a provocar algunas más.