Los bardos cantan al amor, celebran las matanzas, ensalzan a los reyes y halagan a las reinas, pero si yo fuera poeta, escribiría loas a la amistad.
He sido afortunado con los amigos. Arturo, por ejemplo, pero de entre todos mis amigos no hubo jamás otro como Galahad. A veces nos entendíamos sin necesidad de palabras y otras hablábamos incesantemente durante horas. Todo lo compartíamos, salvo las mujeres. Fueron incontables los momentos en que estuvimos hombro con hombro en la línea de combate, y las ocasiones en que compartimos el último mendrugo de pan. Nos tomaban por hermanos y así nos considerábamos nosotros también.
Y aquella aciaga tarde, cuando la ciudad sucumbía al fuego a nuestros pies, Galahad comprendió que no podría obligarme a ir a la nave que nos aguardaba. Supo que me retenía algún imperativo, algún mensaje de los dioses que me empujó a ascender desesperadamente hacia la serena ciudadela de la cumbre de Ynys Trebes. El horror iba ascendiendo también a nuestro alrededor, pero aún manteníamos cierta distancia. Cruzamos el tejado de una iglesia corriendo como desesperados, saltamos a un callejón y nos abrimos paso a contracorriente entre una multitud de fugitivos que creían que la iglesia les ofrecería cobijo; después, subiendo unos escalones de piedra, alcanzamos la calle principal que circundaba Ynys Trebes. Un grupo de francos nos venía a la zaga, compitiendo por ver quién sería el primero en llegar al palacio de Ban, pero les llevábamos aún bastante distancia, nosotros y el lastimoso puñado de gente que había escapado a la matanza de la zona baja de la ciudad y que pretendía vanamente refugiarse en la morada de la cima.
No había guardia en el patio de armas. Las puertas de palacio estaban abiertas y dentro las mujeres se encogían atemorizadas, los niños lloraban, el noble mobiliario esperaba a los conquistadores y el viento agitaba las cortinas. Crucé las elegantes estancias, la cámara de los espejos, pasé de largo ante el arpa abandonada de Leanor y me precipité en el gran aposento donde Ban me recibiera la primera vez. El rey aún se encontraba allí, ataviado con su toga, sentado a la mesa con la pluma en la mano.
—Se ha hecho tarde —dijo al verme entrar apresuradamente con la espada desenvainada—. Arturo no ha cumplido su palabra.
Resonaban gritos en los corredores de palacio. El humo nublaba la vista desde las ventanas arqueadas.
—¡Venid con nosotros, padre! —dijo Galahad.
—Tengo quehaceres —replicó Ban quejumbrosamente. Mojó la pluma en tinta y empezó a escribir—. ¿No veis que estoy ocupado?
Pasé a la antecámara que llevaba a la biblioteca; estaba vacía; abrí de un empujón las puertas de la biblioteca y vi al sacerdote jorobado de pie junto a un estante de pergaminos. Había muchos manuscritos desperdigados por el suelo.
—Vuestra vida es mía —grité furioso, resentido porque un hombre tan feo me hubiera cargado con semejante responsabilidad, habiendo además tantas otras vidas que salvar en la ciudad—. ¡Seguidme al punto! —añadí. El sacerdote no me hizo el menor caso. Sacaba pergaminos de las estanterías frenéticamente, cortaba la cinta y el sello, leía las primeras líneas y los arrojaba al suelo con los otros—. ¡Vámonos! —insistí.
—¡Un momento! —dijo Celwin, y sacó otro pergamino, lo tiró y abrió el siguiente—. ¡Todavía no!
Un estruendo resonó en el palacio, seguido por clamores de victoria que enseguida quedaron ahogados por gemidos. Galahad se encontraba en la puerta de la biblioteca, rogando a su padre que se uniera a nosotros, pero Ban lo despidió con un gesto de la mano como si sus palabras le molestaran. Entonces la puerta se abrió y tres francos sudorosos se precipitaron en la estancia. Galahad corrió a su encuentro pero no llegó a tiempo de salvar la vida de su padre, y Ban no intentó defenderse siquiera. El primer franco lo cosió a estocadas, aunque en mi opinión el rey de Benoic ya había muerto de pesadumbre antes de recibir el primer tajo. El franco iba a cortarle la cabeza, pero cayó atravesado por la lanza de Galahad, mientras yo, Hywelbane en ristre, acometía contra el segundo guerrero y, con un amplio movimiento, lo arrojaba contra el tercero obstruyéndole el paso. Al franco moribundo le olía el aliento a cerveza, como a los sajones. Más allá de la puerta había humo. Galahad ya estaba a mi lado, enfrentándose al tercer franco con la lanza, cuando llegó un tropel de invasores corriendo por el pasillo. Recuperé a Hywelbane y retrocedí hasta la antecámara.
—¡Vamos, viejo loco! —grité al obstinado sacerdote sin girarme del todo.
—Viejo sí, Derfel, pero ¿loco? Jamás.
El sacerdote soltó una carcajada; una cierta amargura en esa risa me hizo volverme hacia él, y vi, como en sueños, que la joroba desaparecía y el sacerdote, al enderezar la espalda, alcanzaba una altura considerable. No me pareció feo en absoluto, sino maravilloso y majestuoso y tan imbuido de sabiduría que, a pesar de encontrarme en un palacio de muerte, empapado de sangre y vibrante de gritos de agonía, me sentí más seguro que nunca en mi vida. El sacerdote seguía riéndose de mí, muy complacido por haberme engañado durante tanto tiempo.
—¡Merlín! —exclamé con lágrimas en los ojos, lo confieso.
—Dame unos minutos —dijo—, entreténmelos. —Seguía sacando pergaminos y tirándolos al suelo con una mirada de desprecio. Se había retirado el parche del ojo, que no era sino parte del disfraz—. Entreténmelos —repitió, al tiempo que se acercaba a otro estante de pergaminos sin abrir—. Tengo entendido que sabes defenderte muy bien, así que ahora, esfuérzate.
Galahad puso el arpa y el atril de la arpista en la puerta y nos apostamos los dos a la entrada a defender el paso con lanzas, espadas y escudos.
—¿Sabíais que estaba aquí? —le pregunté.
—¿Quién?
Galahad clavó la lanza en el redondo escudo de un franco y la retiró.
—Merlín.
—¿Está aquí? —dijo, sorprendido—. No, no tenía la menor idea.
Un franco vociferante de pelo ondulado y barba manchada arremetió contra mi lanza en ristre, pero la atrapé justo por debajo de la punta y tiré de ella, de modo que ensarté al guerrero en la punta de mi espada. Otra lanza me pasó rozando y fue a clavarse en el dintel. Un hombre metió el pie entre las discordantes cuerdas del arpa y cayó hacia delante, momento que aprovechó Galahad para darle una patada en la cara. Yo le di un golpe en el cuello con el escudo y después desvié su estocada. No se oían sino gritos en el palacio y acres humaredas levantábanse por doquier, pero los atacantes iban perdiendo interés en saquear la biblioteca y se dirigían hacia otras habitaciones donde el botín fuera más fácil de cobrar.
—¿Merlín está aquí? —me preguntó Galahad, incrédulo.
—Comprobadlo con vuestros propios ojos.
Galahad se volvió a mirar al alto personaje que buscaba desesperadamente entre los ya condenados manuscritos de Ban.
—¿Ése es Merlín?
—Sí.
—¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?
—No lo sabía. ¡Vamos, hijo de perra! —le dije a un franco que llevaba capa de cuero y hacha de guerra de doble filo y que pretendía demostrarse a sí mismo que era un héroe.
Cargó contra nosotros entonando su himno de guerra y murió cantándolo todavía. El hacha fue a clavarse entre los tablones del suelo a los pies de Galahad, mientras éste sacaba su lanza del pecho del hombre.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —gritó Merlín de pronto, a nuestra espalda—. ¡Silio Itálico, cómo no! No escribió dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica, sólo diecisiete. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! Tienes razón, Derfel, ¡soy un viejo loco! ¡Y peligroso! ¡Dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica! ¡Hasta un simple niño sabe que sólo escribió diecisiete! ¡Ya lo tengo! ¡Vamos, Derfel, no me hagas perder tiempo! ¡No podemos andar por aquí mareando la perdiz toda la noche!
Echamos a correr de nuevo hacia la desordenada biblioteca, tiré la gran mesa al suelo delante de la puerta a modo de barrera mientras Galahad abría de una patada los postigos de las ventanas de poniente. Otro grupo de francos irrumpió en la habitación de la arpista; Merlín se arrancó la cruz de madera que llevaba al cuello y arrojó tan débil arma a los invasores, detenidos de momento por la maciza mesa. Al caer la cruz, una gran llamarada envolvió la antecámara. Tomé el mortal incendio por mera coincidencia, pensé que la pared de la habitación se había derrumbado, permitiendo que se extendieran las llamas del otro lado en el mismo momento en que la cruz tocó el suelo, pero Merlín se atribuyó el prodigio.
—Al menos ha servido para algo ese objeto despreciable —dijo refiriéndose a la cruz, y se rió del enemigo, que aullaba entre llamas—. ¡Asaos, gusanos, asaos vivos! —Se guardó el precioso pergamino entre los pliegues del hábito, a la altura del pecho—. Derfel, ¿has leído a Silio Itálico? —me preguntó.
—Ni siquiera conocía el nombre, señor —dije, llevándolo hacia una ventana abierta.
—Escribió poesía épica, mi querido Derfel, poesía épica. —Se resistió a que lo llevara hacia la ventana y me puso una mano en el hombro—. Permíteme que te dé un consejo —dijo con gran seriedad—. Huye de la poesía épica, te lo digo por experiencia.
De pronto sentí deseos de llorar como un niño. Regocijábame tanto volver a ver sus ojos, sabios y malvados, como si de mi propio padre se tratara.
—Os he echado tanto de menos, señor —balbucí.
—¡No te pongas sentimental conmigo ahora! —me dijo bruscamente, y se fue hasta la ventana con rapidez en el momento en que un franco lograba salvar la barrera de fuego saltando por encima de la mesa con un aullido de guerra; le salía humo de la cabeza.
El hombre nos arrojó la lanza, la desvié con el escudo, le clavé un tajo, le di una patada y volví a clavarle el acero.
—¡Por aquí! —gritó Galahad desde el jardín.
Asesté al franco moribundo un último golpe y después vi que Merlín había vuelto a su pupitre.
—¡Rápido, señor! —le dije.
—El gato —replicó—, no puedo abandonarlo aquí. ¡No seas necio!
—¡Por todos los dioses, señor! —dije a voz en grito, pero Merlín seguía escarbando bajo la mesa para alcanzar al asustado gato gris; por fin, saltó por el alféizar de la ventana con el animal en brazos y salió al jardín de hierbas aromáticas, rodeado por unos setos bajos de laurel.
El sol se ponía con todo esplendor, inundando el cielo de un rojo brillante y reflejándose en las aguas ondulantes de la bahía. Saltamos el seto, seguimos a Galahad por unas escaleras que llevaban a una cabaña de jardinero y continuamos por un peligroso camino que descendía bordeando el pico de granito. A un lado se elevaba la pared pelada y al otro se abría el vacío, pero Galahad conocía los senderos desde la infancia y nos condujo sin titubeos hasta la orilla de las oscuras aguas.
En el mar flotaban cadáveres. Nuestra nave, atestada hasta el punto de que parecía un milagro que se conservara a flote, ya estaba a un cuarto de milla de la costa; los remos se movían esforzadamente para llevar a los pasajeros a buen puerto. Haciendo bocina con las manos, grité.
—¡Culhwch! —Mi voz rebotó en la roca y se perdió en el mar, confundida con la inmensidad de gritos y gemidos que ponían el punto final a Ynys Trebes.
—Déjalos —dijo Merlín con calma, y empezó a rebuscar bajo el mugriento hábito que llevaba cuando era el padre Celwin—. Sujétalo —dijo, y me puso el gato en los brazos; luego volvió a rebuscar entre los pliegues de la ropa hasta que sacó un pequeño cuerno de plata; lo hizo silbar una vez y dio una nota dulce.
Casi al momento, por el lado norte de Ynys Trebes apareció una barca pequeña. Un hombre vestido con un simple sayo impulsaba la barquita con una especie de aspa larga sujeta a la popa en un tolete. La barca tenía la proa alta y puntiaguda y espacio suficiente como para tres pasajeros. Había un cofre en el fondo marcado con el sello de Merlín, Cernunnos, el dios cornudo.
—Lo preparé todo —dijo Merlín sin darle importancia— cuando llegué a la conclusión de que el pobre Ban no tenía ni idea de los pergaminos que poseía. Creí que iba a necesitar más tiempo, y así ha sido. Aunque los pergaminos estuvieran catalogados, los fili los desordenaban constantemente, por no hablar de cuando trataban de mejorarlos o de robar versos para atribuírselos a sí mismos. Un desvergonzado pasó seis meses plagiando a Catulo y luego lo colocó debajo de Platón. ¡Buenas noches, mi querido Caddwg! —saludó cordialmente al remero—. ¿Todo en orden?
—El mundo agoniza, pero por lo demás, sí —dijo Caddwg.
—Bien, tienes el cofre —dijo Merlín, señalando el cofre sellado—, es lo único que importa.
La elegante barca había pertenecido a palacio en otro tiempo y se usaba para transportar pasajeros desde la bahía hasta otras embarcaciones más grandes ancladas frente a la costa; Merlín había ordenado que aguardara su llamada. Saltamos a bordo y nos situamos en cubierta mientras el adusto Caddwg empujaba la barca hacia el mar abierto. Una flecha solitaria cayó desde las alturas y el agua se la tragó, como a nosotros; ésa fue la única señal de despedida y el único tropiezo de nuestra partida. Merlín cogió al gato de entre mis brazos y se sentó satisfecho en la proa; Galahad y yo nos quedamos mirando hacia atrás, hacia la isla de la muerte.
La humareda sobrevolaba el agua. Los gritos de los condenados se elevaban como un lamento fúnebre en el día que terminaba. Veíamos negras siluetas de lanceros francos, que seguían cruzando el terraplén y chapoteando en el agua los últimos pasos hasta alcanzar la ciudad tomada. El sol desapareció, la bahía quedó en sombras y las llamas destellaron con mayor intensidad en el palacio. Una cortina se incendió y alzó una viva llamarada antes de quedar reducida a cenizas. La biblioteca ardió con mayor fiereza, los pergaminos prendían rápidamente, uno tras otro, y convirtieron ese rincón del palacio en un infierno. Fue la pira funeraria del rey Ban, que ardió durante toda la noche.
Galahad lloró. Se arrodilló en la cubierta aferrado a la lanza y contempló la reducción de su casa a polvo. Hizo la señal de la cruz y oró en silencio por que el alma de su padre alcanzara cualquiera que fuese el más allá en que Ban creyera. Por fortuna el mar estaba en calma, teñido de rojo y negro, sangre y muerte, el espejo perfecto de la ciudad en llamas donde nuestro enemigo danzaba celebrando un triunfo macabro. Ynys Trebes jamás fue reconstruida en nuestra era: las murallas cayeron, medraron las ortigas y las aves marinas hallaron reposo allí. Los pescadores francos evitaban la isla donde tantos habían encontrado la muerte. Dejó de ser Ynys Trebes, pues los francos le dieron un nombre nuevo en su ruda lengua: Monte de la Muerte. Y por las noches, a decir de los marineros, cuando la isla desierta se cierne negra sobre el mar de obsidiana, todavía resuenan los gritos de las mujeres y el gemido de los niños.
Atracamos en una playa vacía del lado occidental de la bahía. Dejamos la barca y transportamos el cofre de Merlín entre aulagas y espinos combados por el viento hasta la alta cresta del cabo. Cuando llegamos arriba, era noche cerrada; volvíme hacia Ynys Trebes, que relumbraba como brasas desperdigadas en la oscuridad; después, seguí adelante para descargar mi peso en la conciencia de Arturo. Ynys Trebes había perecido.
Embarcamos rumbo a Britania en el mismo río en que un día rogué a Bel y a Manawydan que me devolvieran sano y salvo a casa. Culhwch estaba en el río, su sobrecargado navío había embarrancado en el limo. Leanor seguía con vida, y también la mayoría de los nuestros. Quedaba en el río una nave apta para llevarnos a casa, el patrón aguardaba con la esperanza de obtener pingües beneficios a costa de la desesperación de los supervivientes, pero Culhwch le puso la espada al cuello y le obligó a llevarnos gratuitamente. El resto de la población del río había huido ya de los francos. Esperamos a que pasara la noche, una noche de colorido estridente, pues alcanzábamos a percibir el reflejo de las llamas de Ynys Trebes, y por la mañana levamos anclas y pusimos rumbo al norte.
Merlín observaba el alejamiento de la costa y yo lo observaba a él sin poder creer todavía que su regreso fuera real. Era alto y huesudo, quizás el hombre más alto que había visto en mi vida, con el pelo largo y blanco que le crecía desde la línea de la tonsura y se recogía en una cola atada con lazo negro. Cuando fingía ser Celwin lo llevaba suelto y desgreñado, pero una vez se hubo peinado la cola otra vez, se parecía más al Merlín de siempre. Tenía la tez del color de la madera vieja y pulida, los ojos verdes y la nariz afilada y huesuda como la proa de un barco. El bigote y la barba estaban trenzados en finas hebras, y solía retorcérselos entre los dedos cuando pensaba. Nadie sabía los años que tenía y nunca conocí a nadie mayor que él, salvo el druida Balise, como tampoco vi nunca a nadie de edad tan indefinida. Conservaba la dentadura intacta, no le faltaba ni una sola pieza, y la agilidad de un joven, aunque gustaba de fingirse viejo, frágil y desamparado. Se vestía de negro, siempre de negro y jamás de otro color, y solía llevar una larga vara negra, aunque en esos momentos, en plena huida de Armórica, le faltaba ese símbolo de rigor.
Sabía imponerse no sólo por su elevada estatura, su fama o la elegancia de su porte, sino por su mera presencia. Al igual que Arturo, dominaba el ambiente allí donde estuviera y dejaba una sensación de vacío cuando se ausentaba de un salón lleno de gente; sin embargo, la presencia de Arturo impregnaba el aire de generosidad y entusiasmo, mientras que la de Merlín resultaba siempre inquietante. Cuando miraba a uno, parecía llegar a los más hondos secretos del corazón y, lo que es peor, le parecían risibles. Era malicioso, impaciente, impulsivo y total y absolutamente sabio. Todo lo despreciaba, a todos vilipendiaba y amaba a unos pocos de todo corazón. Uno era Arturo, otra, Nimue y creo que yo era el tercero, aunque nunca tuve la certeza absoluta, pues se daba con gusto al disimulo y al disfraz.
—¡Me estás mirando, Derfel! —me recriminó desde la proa, sin darse la vuelta siquiera.
—Espero no volveros a perder de vista nunca, señor.
—Eres un tonto sentimental, Derfel. —Se volvió con una expresión reprobatoria—. Tenía que haberte devuelto al pozo de Tanaburs. ¡Lleva ese cofre a mi camarote!
Merlín se había adueñado del camarote del patrón del barco, y allí llevé el cofre de madera. Merlín entró agachado, pues el techo era bajo, colocó los cojines del capitán para hacerse un asiento cómodo y se dejó caer con un suspiro de felicidad. El gato gris saltó a su regazo en el momento en que Merlín desenrollaba, sobre la burda mesa de madera en la que brillaban escamas de pescado, las primeras pulgadas del grueso pergamino por el que había arriesgado la vida.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Es el único y verdadero tesoro que Ban poseía —me contestó—. Lo demás era porquería en latín o griego, en su mayoría. Algo más habría, supongo, pero poca cosa.
—Bien, ¿y qué es? —insistí.
—Un pergamino, querido Derfel —contestó, en un tono como si la pregunta fuera una tontería. Miró hacia arriba, al cielo abierto; el viento, acre todavía a causa de la humareda de Ynys Trebes, inflaba la vela—. ¡El viento nos es favorable! —comentó risueño—. Estaremos en casa a la caída del sol, es posible. Bretaña, cuánto te he echado de menos: —Miró de nuevo el pergamino—. ¿Y Nimue? ¿Cómo está mi amada niña? —preguntó, al tiempo que ojeaba las primeras líneas.
—La última vez que la vi —dije con amargura— había sufrido violación y le habían sacado un ojo.
—Es normal —dijo Merlín sin darle importancia.
Tanta frialdad me dejó sin aliento. Dejé transcurrir un momento y volví a preguntarle qué contenía el pergamino, que tan importante parecía. Merlín suspiró.
—¡Cuán importuno eres, Derfel, rapaz! Bien, me mostraré indulgente contigo, a pesar de todo. —Soltó el manuscrito, que se enrolló solo inmediatamente, y se reclinó en los cojines húmedos y deshilachados del patrón del barco—. Sin duda sabes quién era Caleddin.
—No, señor.
Levantó las manos con desesperación.
—¿No te avergüenza tamaña ignorancia, Derfel? Caleddin era el druida de los ordovicios, una tribu perversa. Motivos tengo para saberlo a ciencia cierta, pues una de mis esposas era ordovicia, y sólo con ella tuve suficiente como para doce vidas. No he de repetirlo nunca jamás. —El recuerdo le hizo estremecerse; después me miró directamente—. Fue Gundleus quien violó a Nimue, ¿cierto?
—Sí.
No comprendí cómo podía saberlo.
—¡Qué necio! ¡Qué necio! —La mala sombra de su amante parecía hacerle gracia, más que provocarle ira—. ¡Cuánto ha de sufrir ese hombre! ¿Nimue está enfadada?
—Está furiosa.
—Bien, la furia es muy útil, y mi amada Nimue sabe emplearla bien. Si hay algo que no soporto de los cristianos es la admiración que les despierta la mansedumbre. ¿Puedes creer que tienen la mansedumbre por virtud? ¡La mansedumbre! ¿Te imaginas un cielo habitado sólo por mansos? ¡Qué espanto de idea! Se enfriaría la comida en tanto se cedían los platos unos a otros. De nada sirve la mansedumbre, Derfel. La cólera y el egoísmo son las cualidades que mantienen el mundo en movimiento. —Soltó una carcajada—. Bien, hablemos de Caleddin. Para ser ordivicio no era mal druida, no tan sabio como yo, claro está, pero tenía días inspirados. Por cierto, mucho me regocijó cuando intentaste matar a Lancelot, lástima que no terminaras el trabajo. Supongo que huyó de la ciudad.
—Tan pronto como la derrota fue evidente.
—Dicen los marineros que las ratas son las primeras que huyen de una nave en peligro. ¡Pobre Ban! Estaba loco, pero era un loco bueno.
—¿Sabía él quién érais vos, en realidad?
—Naturalmente. Habría sido una grosería inconmensurable engañar a mi anfitrión. Él no se lo dijo a nadie más, claro está, pues de otro modo sus despreciables poetas me habrían acosado con ruegos para que hiciera desaparecer sus arrugas por medio de artes mágicas. No te haces una idea de las preocupaciones que puede acarrear el saber un poco de magia. Ban sabía quién era yo, y también Caddwg, mi servidor. Nuestro querido Hywel murió, ¿no es cierto?
—Si ya lo sabéis, ¿para qué preguntáis?
—Por puro afán de conversación —dijo, molesto—. La conversación es todo un arte de la civilización, Derfel. No todos pasamos la vida a golpes de espada y escudo. Algunos procuramos conservar la dignidad —remató, muy digno.
—Y entonces, ¿cómo habéis sabido de la muerte de Hywel?
—Porque Bedwin me lo contó en una misiva, ¿qué esperabas, idiota?
—¿Bedwin os ha estado escribiendo todos estos años? —pregunté sin dar crédito a lo que oía.
—¡Claro! ¡Necesita de mis consejos! ¿Creías acaso que me había desvanecido en el aire, sin más?
—En efecto —dije resentido.
—Pamplinas. Sencillamente, no sabías dónde ir a buscarme. No puede decirse que Bedwin siga mis consejos al pie de la letra. ¡Vaya entuertos que ha preparado! ¡Mordred sigue con vida! Mayor insensatez no cabe. Ese niño tenía que haber muerto estrangulado con su propio cordón umbilical, aunque imagino que no habría forma humana de convencer a Uther. ¡Pobre Uther! Creía que las virtudes se transmiten de entraña a entraña. ¡Cuánto sinsentido! Un niño es como un ternero, si nace defectuoso, se le redime con un golpe de gracia y se hace cubrir a la vaca de nuevo. Por eso los dioses hicieron que el engendrar fuera tan placentero, porque son muchos los cachorros a los que hay que reemplazar. Claro que para las mujeres no resulta tan gozoso, pero alguien tenía que cargar con el peso, y les ha tocado a ellas, no a nosotros, gracias a los dioses.
—¿Habéis tenido vos algún hijo? —pregunté, y de pronto pensé que era la primera vez que se me ocurría semejante cuestión.
—¡Pues claro! ¡Qué extraordinaria pregunta! —Se quedó mirándome como si dudara de mi buen estado mental—. No tomé gran cariño a ninguno de ellos y, afortunadamente, la mayoría murió y me desentendí del resto. Creo que uno incluso se ha convertido al cristianismo. —Se estremeció—. Prefiero de largo los hijos ajenos, son harto más agradecidos. Bien, ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Caleddin. Un hombre terrible. —Sacudió la cabeza con pesar.
—¿Fue él quien escribió el pergamino?
—No seas absurdo, Derfel —me cortó con impaciencia—. Los druidas tienen prohibida la escritura, va contra la ley. ¡Y tú lo sabes! Desde el momento en que escribes algo, aquello queda fijo, se convierte en dogma. Se discute sobre ello, algunos se atribuyen autoridad, se hace referencia a los textos, se escriben otros manuscritos sobre los que también se discute y enseguida se condenan unos a otros a la picota. Si nunca dejas nada escrito, nadie sabe con exactitud qué dijiste, y así puedes cambiarlo cuando quieras. ¿Es que hay que explicártelo todo, Derfel?
—Podríais explicarme lo que contiene ese pergamino —dije humildemente.
—¡Eso es lo que estaba haciendo, pero es que no paras de interrumpirme y de cambiar de tema! ¡Cuán extraordinario proceder! ¡Y pensar que fuiste criado en el Tor! Tenía que haberte hecho azotar con más frecuencia, tal vez así habrías aprendido mejores modales. Tengo entendido que Gwlyddyn está reconstruyendo mi casa.
—Sí.
—Gwlyddyn es un hombre bueno y honrado. Seguramente tendré que reconstruirla yo personalmente, pero él lo intenta de todas formas.
—El pergamino —le recordé escuetamente.
—¡Ya lo sé! Caleddin era druida, eso ya te lo he dicho, y ordovicino, por más señas. Es igual, transpórtate al año negro y pregúntate cómo pudo Suetonio llegar a conocer tanto sobre nuestra religión. Suetonio sí sabrás quién era, ¿verdad?
Esa duda era un verdadero insulto, pues todo britano conocía y renegaba del nombre de Suetonio Paulino, nombrado gobernador por el emperador Nerón, el cual, durante el año negro transcurrido unos cuatrocientos años antes de nuestra era, acabó prácticamente con nuestra antigua religión. Todo britano conocía desde la cuna la terrible historia de la destrucción del santuario druida de Ynys Mon, aplastado entre dos legiones de Suetonio. Ynys Mon, como Ynys Trebes, era una isla y el más importante santuario de nuestros dioses, pero los romanos lograron cruzar el estrecho y pasaron por la espada a todos los druidas, bardos y sacerdotisas. Talaron los bosques sagrados y corrompieron el lago santo, de modo que no quedó sino una tenue sombra de la vieja religión; los druidas como Tanaburs o Iorweth eran tristes ecos de la gloria pasada.
—Sé quién fue Suetonio —contesté.
—Hubo otro Suetonio —replicó con retintín burlón— que fue escritor, y bastante bueno. Ban poseía su De viris illustribus, que versa sobre la vida de los poetas. Suetonio levantó gran escándalo a propósito de Virgilio, sobre todo. Es increíble lo que los poetas son capaces de llevarse a la cama, principalmente unos a otros, por descontado. Lástima que ese manuscrito haya perecido en las llamas, pues te digo que es el único ejemplar que he visto. Es fácil que el pergamino de Ban fuera el último que existe, y ahora no quedan de él sino cenizas. Para Virgilio será un alivio. Bien, el caso es que Suetonio Paulino quería saber todo lo posible sobre nuestra religión antes de atacar Ynys Mon. Quería asegurarse de que no lo convertiríamos en sapo o en poeta, así es que buscó a un traidor, es decir, al druida Caleddin. Caleddin dictó cuanto sabía a un escribano romano, el cual copió todas sus palabras en un latín, al parecer, execrable. Mas, execrable o no, es el único documento existente de nuestra religión; todos los secretos, todos los ritos, todos los significados y todo su poder. Y es éste, rapaz —dijo señalando el pergamino, que cayó al suelo.
Lo recogí de debajo del catre del patrón.
—Y yo que os tomé por un cristiano —dije amargamente— que investigaba la envergadura de las alas de los ángeles…
—No seas perverso, Derfel. Cualquiera sabe que la envergadura varía en relación a la altura y peso del ángel. —Desarrolló el pergamino de nuevo y ojeó el contenido—. Por todas partes busqué este tesoro. ¡Hasta en Roma! Pero el incauto de Ban lo tenía catalogado como el decimoctavo volumen de Silio Itálico. Lo cual demuestra que jamás leyó su obra al completo, aunque bien la magnificaba. De todos modos, no creo que nadie haya sido capaz de leerla íntegramente. ¡Imposible! —remató con un estremecimiento.
—No es de extrañar que os costara más de cinco años localizarlo —comenté, pensando en cuánta gente lo había echado de menos en ese tiempo.
—Pamplinas. Hace sólo un año que supe de la existencia del manuscrito. Antes buscaba otras cosas: el cuerno de Bran Galed, el cuchillo de Laufrodedd, el tablero de juego de Gwenddolau, el anillo de Eluned… Los tesoros de Britania, Derfel. —Hizo una pausa y se quedó mirando el cofre sellado; después volvió a mirarme a mí—. Esos tesoros son la clave del poder, Derfel, pero sin los secretos que contiene el manuscrito no son más que objetos inertes.
Hablaba en un tono singularmente reverente, y no era de extrañar, pues se trataba de los talismanes más sagrados y misteriosos de Britania. Una noche en Benoic, tiritando en la oscuridad y oyendo a los francos entre los árboles, Galahad se había burlado de la existencia de tales tesoros, pues dudaba de que hubieran sobrevivido a los largos años de dominio romano. Sin embargo, Merlín siempre había sostenido que los druidas antiguos, al enfrentarse a la derrota, los habían escondido en lugar tan recóndito que ningún romano los hallaría jamás. Merlín ambicionaba la llegada del ansiado y temido momento de ponerlos en acción otra vez. Al parecer, Caleddin había explicado en el manuscrito la forma de llevarlo a cabo.
—Entonces, ¿qué es lo que nos cuenta el pergamino? —pregunté con mucho interés.
—¿Cómo habría de saberlo? No me permites leerlo, siquiera. ¿Por qué no te vas a hacer algo útil? ¡Rema o haz lo que hagan los marineros cuando no se están ahogando! —Esperó a que llegara a la puerta—. ¡Ah! Una cosa más —añadió, abstraído.
Me volví y vi que estaba mirando atentamente las primeras líneas del pergamino.
—¿Señor? —insistí.
—Sólo quería darte las gracias, Derfel —dijo con displicencia—. De modo que gracias. Siempre tuve la esperanza de que algún día sirvieras para algo.
Pensé en Ynys Trebes, en el fuego y en la muerte de Ban.
—No he cumplido la palabra que di a Arturo —dije apesadumbrado.
—Nadie cumple la palabra que da a Arturo. Espera mucho de todos. Vete, pues.
Supuse que Lancelot y su madre navegarían hacia poniente, hacia Brocelianda, para reunirse con la multitud de refugiados que los francos habían expulsado del reino de Ban; sin embargo, pusieron rumbo al norte, hacia Britania, hacia Dumnonia.
Arribados a Dumnonia, se dirigieron a Durnovaria y llegaron a la ciudad dos días completos antes de que Merlín, Galahad y yo concluyéramos la travesía. Así pues, nos perdimos su entrada, aunque nos enteramos de todo enseguida, pues en la ciudad sólo se hablaba de las admirables gestas de los fugitivos.
Toda la realeza de Benoic había viajado a bordo de tres naves rápidas, preparadas y aprovisionadas desde antes de la caída de Ynys de Trebes, y en cuyas bodegas se ocultaban el oro y la plata que los francos esperaban hallar en el palacio de Ban. Cuando la compañía de la reina Elaine llegó a Durnovaria, el tesoro fue escondido en otra parte y los fugitivos hicieron su entrada a pie, algunos descalzos, todos harapientos y cubiertos de polvo, con los cabellos enmarañados y llenos de sal marina, con las ropas y las abolladas armas manchadas de sangre, aferrando las lanzas con manos débiles. Elaine, reina de Benoic, y Lancelot, rey, ya, de un reino perdido, subieron por la calle mayor de la ciudad cojeando hasta el palacio de Ginebra, para pedir allí limosna cual pordioseros. Tras ellos se arrastraba una pintoresca mezcla de guardias, poetas y cortesanos a los que Elaine se refirió, con tono lastimero, como los únicos supervivientes de la masacre.
—Si al menos Arturo hubiera cumplido su palabra —se quejó amargamente a Ginebra—. Si tan sólo hubiera cumplido la mitad de sus promesas…
—¡Madre! ¡Madre! —intervino Lancelot, deteniéndola con firmeza.
—Tan sólo deseo la muerte, hijo mío —declaró Elaine—, la muerte que tan cerca tuviste tú en la lucha.
Naturalmente, Ginebra se mostró espléndida, a la altura de las circunstancias. Ordenó buscar ropas, preparar baños, cocinar alimentos, servir vino, vendar heridas, escuchar historias, regalar tesoros y llamar a Arturo.
Las historias fueron maravillosas. Corrían por toda la ciudad de boca en boca y, cuando llegamos a Durnovaria ya habían alcanzado hasta el ultimo rincón de Dumnonia, comenzaban a traspasar las fronteras y se repetían en innumerables fortalezas britanas e irlandesas. Era una gran gesta de héroes; Lancelot y Bors habían defendido la puerta de Merman, habían cubierto las arenas de francos muertos y procurado carroña a las gaviotas con los despojos del enemigo. Decía el relato que los francos gritaban pidiendo clemencia, pidiendo que Tanlladwyr, la refulgente espada de Lancelot, no relampagueara de nuevo en su mano, pero ¡ay! otros defensores que permanecían lejos de la vista de Lancelot se rindieron. El enemigo entró en la ciudad y, si cruda había sido la lucha hasta entonces, espantosa fue a partir de ese momento. El enemigo caía, hombre sobre hombre, mientras las calles se defendían una a una, pero ni todos los héroes de la antigüedad habrían logrado contener la avalancha de enemigos cubiertos de hierro que invadía la ciudad desde el mar circundante como otros tantos demonios liberados de las pesadillas de Manawydan. Los héroes, harto sobrepasados en número, hubieron de retroceder dejando las calles atascadas de cadáveres enemigos; pero seguían llegando, y más hubieron de retroceder los héroes aún, hasta la mismísima ciudadela donde Ban, el bondadoso rey Ban, se asomaba a la terraza a otear el horizonte con la esperanza de divisar las naves de Arturo. Vendrán, vendrán —aseguraba el rey con insistencia—, pues me dio su palabra Arturo.
Decía la historia que el rey no quiso abandonar la terraza porque si Arturo llegaba y no lo encontraba allí, ¿qué habrían de decir los hombres? Insistió en quedarse a aguardarlo, pero antes besó a su esposa, abrazó a su heredero y deseó a ambos vientos favorables que los transportaran a Britania; después volvió a escudriñar el horizonte por ver si llegaba la ayuda que nunca llegó.
Era un cuento impresionante, y al día siguiente, cuando pareció que definitivamente no arribaría ninguna nave más de la lejana Armórica, el cuento empezó a cambiar con sutileza. Habían sido los hombres de Dumnonia, las fuerzas capitaneadas por Culhwch y Derfel, las que permitieran la entrada del enemigo en Ynys Trebes.
—Combatieron —decía Lancelot a Ginebra—, pero no lograron resistir.
Arturo, que estaba en plena campaña contra los sajones de Cedric, cabalgó apresuradamente hacia Durnovaria para recibir a sus huéspedes. Llegó pocas horas antes de que nuestra lastimosa compañía emprendiera a duras penas, y sin que nadie se apercibiera, la subida del camino que partía del mar y llegaba hasta las herbosas murallas de Mai Dun. El guardián de la puerta sur me reconoció y nos franqueó el paso.
—Llegáis justo a tiempo —comentó.
—¿A tiempo de qué? —pregunté.
—Ha venido Arturo y van a relatar los sucesos de Ynys Trebes.
—¡Ah! ¿Si? —Miré hacia el otro lado de la ciudad, donde se alzaba el palacio en la colina occidental—. Me gustaría oírlo —dije, y conduje a mis compañeros hacia la ciudad.
Apreté el paso hasta llegar al cruce de calles del centro, empujado por la curiosidad; quería ver la capilla que Sansum había construido para Mordred, pero me llevé una sorpresa porque no había ni templo ni capilla en el solar, sólo un espacio vacío inundado de maleza.
—Nimue —dije, con cierto alborozo.
—¿Cómo? —me preguntó Merlín.
Habíase calado la cogulla para que nadie lo reconociera.
—Un hombrecillo soberbio iba a construir una iglesia aquí —le dije— pero Ginebra llamó a Nimue para impedírselo.
—De modo que Ginebra no carece por completo de sentido común, ¿cierto?
—¿Dije yo lo contrario?
—No, querido Derfel, no lo dijiste. ¿Continuamos?
Seguimos cuesta arriba hacia el palacio. Caía el crepúsculo y los esclavos colocaban antorchas en los tederos del patio de armas, donde se había congregado una multitud que, ajena al daño que estaba causando a las rosas y a los canales de agua de Ginebra, aguardaba para ver a Lancelot y a Arturo. Nadie nos reconoció cuando entramos por la puerta. Merlín no se retiró la capucha y Galahad y yo llevábamos puestos los yelmos con colas de zorro, con los protectores de la cara en su sitio. Culhwch, una docena de hombres y nosotros dos conseguimos abrirnos paso hasta la arcada y hacernos un sitio en la última fila.
Y allí, con la caída de la noche, escuchamos el relato de la caída de Ynys Trebes.
Lancelot, Ginebra, Elaine, Arturo, Bors y Bedwin se hallaban en el lado oriental del patio, donde el pavimento se elevaba unos pies por encima de los otros tres lados, como un escenario natural, impresión que acrecentaban las brillantes antorchas situadas en la pared de detrás; unos escalones facilitaban el acceso al patio. Busqué a Nimue con la mirada pero no la vi, ni tampoco al joven sacerdote Sansum. El obispo Bedwin recitó una plegaria y los cristianos presentes respondieron con un murmullo, se persignaron y se dispusieron a escuchar una vez más la escalofriante historia de la caída de Ynys Trebes. Bors la relato. Situóse al principio de los escalones y habló de la lucha de Benoic; a la gente se le ponía un nudo en la garganta al oír los pasajes truculentos, pero cuando Bors describía el heroísmo de Lancelot, todos lanzaban vivas. En un momento, Bors, embargado por la emoción, hubo de limitarse a señalar a Lancelot con un gesto; Lancelot trató de contener los gritos de júbilo levantando una mano completamente envuelta en vendajes; ante la poca efectividad del gesto, sacudió la cabeza negativamente como si el entusiasmo de la muchedumbre le resultara insoportable. Elaine, envuelta en negros ropajes, sollozaba al lado de su hijo. Bors, en vez de hacer hincapié en el hecho de que Arturo no hubiera enviado tropas de refuerzo, dijo que Lancelot sabía que Arturo estaba combatiendo en Britania, pero que el rey Ban había preferido aferrarse a una llana esperanza. Arturo, que se sintió herido a pesar de todo, movió la cabeza negativamente, al borde de las lágrimas, sobre todo cuando Bors refirió la entrañable despedida del rey Ban, su esposa y su hijo. Yo también estaba a punto de llorar, pero no por las mentiras que estaba escuchando sino por el puro gozo de volver a ver a Arturo. No había cambiado. Su rostro huesudo seguía siendo fuerte y sus ojos, rebosantes de bondad. Interesóse Bedwin por el destino de los dumnonios, y Bors, de fingida mala gana, permitió que le arrancaran el relato de nuestras lamentables muertes. La gente protestó cuando supo que habíamos sido nosotros, los dumnonios, los que se habían rendido en la muralla. Bors levantó una mano enguantada.
—¡Combatieron como valientes! —dijo, pero la muchedumbre no se conformó.
Merlín no parecía prestar oídos a las tonterías de Bors, sino que cuchicheaba con un hombre de las últimas filas; en ese momento se acercó hasta mí y me tocó el hombro.
—Tengo que orinar, querido niño —dijo, con la voz del padre Celwin—. Ya sabes, mi vejiga es vieja. Entiéndete tú con esos desatinados que yo vuelvo enseguida.
—¡Vuestros hombres lucharon como valientes! —gritó Bors de nuevo—, fueron derrotados, sí, pero murieron como hombres.
—Y ahora regresan del otro mundo como espíritus —grité, y golpeé el escudo contra una columna, de la que se desprendió una nubecilla de cal. Me coloqué a la luz de una antorcha—. ¡Mentís, Bors! —grité otra vez.
—¡También yo afirmo que mentís! —exclamó Culhwch, poniéndose a mi lado.
—¡Y yo también! —declaró Galahad.
Desenvainé Hywelbane. El raspar del acero contra la boca de madera de la vaina hizo retroceder a la multitud, y abrieron un pasillo entre las rosas pisoteadas hasta el pie de la terraza. Los tres, fatigados de la batalla, cubiertos de polvo, con yelmo y armas, avanzamos hacia allí; todos a la vez, despacio, y ni Bors ni Lancelot osaron hablar cuando vieron las colas de lobo que colgaban de nuestros yelmos. Me detuve en el centro del jardín y clavé la punta de Hywelbane en el lecho de un rosal.
—¡Mi espada dice que mentís! —dije en voz alta—. ¡Derfel, hijo de una esclava, dice que Lancelot ap Ban, rey de Benoic miente!
—¡Culhwch ap Galed afirma lo mismo! —Culhwch clavó su mellado acero junto al mío.
—Y Galahad ap Ban, príncipe de Benoic, también.
Galahad añadió su hoja a las nuestras.
—¡Los francos no tomaron nuestra muralla! —declaré, y me retiré el casco para que Lancelot me viera la cara—. Ningún franco osó trepar por nuestra pared, tantos eran los cadáveres que se amontonaban al pie.
—Y fui yo, hermano… —Galahad también se quitó el yelmo— el que estuvo con nuestro padre en los últimos momentos, no tú.
—Y vos, Lancelot —dije—, no llevábais vendaje alguno cuando huisteis de Ynys Trebes. ¿Qué os sucedió? ¿Os habéis hecho un rasguño en el dedo con una astilla de la borda del navío?
Se produjo un tumulto de pronto. A un lado del patio había unos cuantos soldados de Bors, que desenvainaron las espadas y nos insultaron a gritos, pero Cavan y el resto de los nuestros entraron por la puerta con las lanzas en ristre, amenazando con una masacre.
—¡Ninguno de vosotros, mal nacidos, combatió en la ciudad! —dijo Cavan a pleno pulmón—. ¡Combatid ahora!
Lanval, comandante de la guardia de Ginebra, dio orden a sus arqueros de que rodearan la terraza. Elaine palideció, Bors y Lancelot estaban a su lado y parecían temblar. El obispo Bedwin gritaba pero fue Arturo quien impuso orden. Sacó a Excalibur y con ella golpeó el escudo. Lancelot y Bors se habían retirado al fondo de la terraza pero Arturo les hizo gesto de que se acercaran y luego nos miró a los tres guerreros. La multitud guardó silencio y los arqueros retiraron las flechas de los arcos.
—En la batalla —comenzó Arturo en tono de calma pero reclamando la atención de todos— todo es confuso. Es raro que un hombre vea todo lo que sucede en el campo de batalla. Hay mucho ruido, mucho caos, mucho horror. Nuestros amigos de Ynys Trebes —y, dejando la espada, tomó a Lancelot por los hombros— se han equivocado, pero su error es honesto. Sin duda, algún pobre hombre sumido en la confusión les habló de vuestra muerte, y ellos le creyeron; felizmente, ahora pueden corregir su error. ¡Mas no hay deshonra en ello! En Ynys Trebes todos ganaron gloria. ¿No es así?
Arturo dirigió la pregunta a Lancelot, pero fue Bors quien respondió.
—Estaba en un error, y me regocija que no fuera más que un error.
—A mí también —declaró Lancelot, con voz valiente y clara.
—¡Helo ahí! —exclamó Arturo, y nos dirigió una mirada a los tres guerreros—. Bien, amigos míos, recoged ahora vuestras armas. ¡Aquí no habrá enemistades! ¡Todos sois héroes, todos vosotros! —Aguardó unos momentos pero ninguno de nosotros hizo el menor movimiento. La llama de las antorchas arrancaba destellos a nuestros yelmos, que a su vez se reflejaban en las hojas de las espadas, hincadas en señal de reto en defensa de la verdad. Arturo dejó de sonreír y se elevó en toda su estatura—. Os ordeno que recojáis las espada —dijo—. Estáis en mi casa. Vos, Culhwch, y tú, Derfel, me habéis jurado lealtad. ¿Deseáis por ventura romper vuestro juramento?
—Yo defiendo mi honor señor —respondió Culhwch.
—Vuestro honor es servirme —replicó Arturo, con una voz de acero que me heló la sangre en las venas. Era bondadoso, pero no había que olvidar que no se había convertido en señor de la guerra a fuerza de bondad. Hablaba con frecuencia de paz y reconciliación, mas en la batalla, su ánimo se liberaba de tales preocupaciones para entregarse a la muerte. En ese momento amenazó con la muerte poniendo la mano sobre el pomo de Excalibur—. Recoged las espadas —nos ordenó—, a menos que prefiráis que las recoja yo en vuestro lugar.
No podíamos enfrentarnos a nuestro señor, de forma que obedecimos y Galahad nos secundó. Tamaña sumisión nos dejó un resentimiento, una sensación de haber sido burlados, pero Arturo recobró la sonrisa tan pronto como logró imponer la amistad entre las paredes de su casa. Bajó los escalones con los brazos abiertos en señal de bienvenida y su regocijo por vernos fue tan expresivo que mi resentimiento desapareció al punto. Abrazó a su primo Culhwch y después a mí, y las lágrimas de mi señor me humedecieron la mejilla.
—Derfel —dijo—. Derfel Cadarn. ¿Eres tú, en verdad?
—No soy ningún otro, señor.
—Pareces mayor —añadió sonriente.
—Vos no.
—Yo no estuve en Ynys Trebes —replicó con una sonrisa—. Ojalá hubiera estado. —Se volvió hacia Galahad—. He oído hablar de vuestra bravura, lord príncipe, y os saludo.
—Mas no me insultéis, señor, dando crédito a las palabras de mi hermano —replicó con rencor.
—¡No! —exclamó Arturo—. No consentiré disputas. Seremos amigos, insisto en tal cuestión. —Me enlazó por el brazo y nos llevó a los tres escalones arriba, hasta la terraza, donde, por decreto suyo, debíamos abrazar a Bors y a Lancelot—. Ya tenemos suficientes problemas —me susurró, al ver que no deseaba prestarme a tal reconciliación—, no necesitamos añadir éstos.
Di un paso adelante y abrí los brazos. Lancelot vaciló después avanzó hacia mí. El pelo aceitado le olía a violetas.
—Niño —me dijo al oído, tras besarme la mejilla.
—Cobarde —contesté yo, y nos separamos con una sonrisa.
El obispo Bedwin me abrazó con lágrimas en los ojos.
—¡Estimado Derfel!
—Para vos tengo aún mejores noticias —le dije en voz baja—. Merlín está aquí.
—¿Merlín? —Bedwin me clavó los ojos sin atreverse a creer mis palabras—. ¿Merlín ha venido? ¡Merlín!
La noticia corrió entre la multitud. ¡Merlín había regresado! ¡El gran Merlín había vuelto! Los cristianos se santiguaron, pero hasta ellos conocían la importancia de la noticia. Merlín había regresado a Dumnonia y, de pronto, los pesares del reino parecieron aligerarse.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó Arturo.
—Ha salido —respondí débilmente, señalando hacia la puerta.
—¡Merlín! —llamó Arturo—. ¡Merlín!
Pero no hubo respuesta. La guardia lo buscó pero nadie dio con él. Más tarde, los centinelas de la entrada de poniente declararon que un sacerdote anciano y jorobado, con un parche en un ojo, un gato gris y una fea tos había salido de la ciudad, y que no habían visto a ningún otro sabio de barba blanca.
—Has pasado por una batalla terrible, Derfel —me dijo Arturo cuando nos hallábamos en el salón de festejos del palacio, durante el festín en el que se sirvió cerdo, pan e hidromiel—. Los hombres tenemos sueños extraños cuando sufrimos penalidades.
—No, señor —insistí—. Merlín ha venido aquí. Preguntad al príncipe Galahad.
—Así lo haré —dijo—, claro que lo haré. —Se volvió a mirar la alta mesa; Ginebra escuchaba a Lancelot apoyando la cabeza en un brazo—. Harto habéis sufrido todos —concluyó.
—Pero no he cumplido mi palabra, señor, y lo lamento.
—No, no, Derfel. Yo falté a la mía con Ban. Pero ¿qué podía hacer? Tengo tantos enemigos. —Enmudeció y, al cabo de un momento sonrió al escuchar la risa de Ginebra, que resonaba alegre en el salón—. Me alegro de que ella, al menos, se sienta feliz —dijo, y se fue a conversar con Gulhwch, que sólo pensaba en devorar un cochinillo entero él solo.
Lunete estaba en la corte aquella noche. Tenía el cabello peinado en un rodete y cubierto de flores. Llevaba torques, broches, brazaletes y un vestido de lino teñido de rojo y ceñido con un cinturón con hebilla de plata. Me sonrió, me quitó unas motas de polvo de la manga y arrugó la nariz a causa del mal olor de mis ropas.
—Te favorecen las cicatrices, Derfel —dijo, rozándome la cara levemente—, pero te arriesgas más de lo debido.
—Soy guerrero.
—No me refiero a esa clase de riesgos. Me refiero a esos cuentos que te inventas sobre Merlín. ¡Cuánta vergüenza me has hecho pasar! Te has presentado como hijo de una esclava. ¿Es que no se te alcanza cómo me siento yo? Ya sé que lo nuestro terminó, pero la gente sabe que estuvimos unidos un tiempo. ¿Cómo crees que me siento cuando te oigo decir que eres hijo de una esclava? Piensa en los demás, Derfel, que buena falta te hace. —Vi que ya no llevaba el anillo de enamorados, aunque en realidad no esperaba que lo llevara todavía, pues hacía tiempo que había encontrado otros hombres que podían permitirse mayor generosidad que yo para con ella—. Supongo que has enloquecido un poco en Ynys Trebes —prosiguió—, de otro modo jamás se te habría ocurrido retar a Lancelot a un combate. Sé que manejas bien la espada, pero se trata de Lancelot, no de un guerrero cualquiera. —Se volvió a mirar al rey, que estaba sentado junto a Ginebra—. ¿No es maravilloso? —me preguntó.
—Incomparable —dije agriamente.
—Y tengo entendido que no es casado —añadió con coquetería.
—Le gustan más los niños —le dije al oído.
—¡Tonto! —exclamó, golpeándome el brazo—. ¿No te has fijado en cómo mira a Ginebra? —Entonces fue ella la que acercó la boca a mi oreja—. No se lo digas a nadie —musitó con voz ronca—, pero espera un hijo.
—Bien.
—Nada de eso. Ella no está contenta, no quiere engordar, ¿entiendes? Y me parece normal. A mí no me gustó nada estar encinta. ¡Ah! Ahí hay una persona con la que quiero hablar. Me encanta ver caras nuevas en la corte. Y otra cosa, Derfel —sonrió dulcemente—. Date un baño, querido.
Se fue al otro lado de la sala y se acercó a uno de los poetas de la reina Elaine.
—Fuera lo viejo, viva lo nuevo, ¿eh? —dijo el obispo Bedwin, que apareció a mi lado de pronto.
—He envejecido tanto que me sorprende que Lunete me haya reconocido —dije con amargura.
Bedwin sonrió y me llevó al patio, que estaba vacío.
—Merlín vino con vosotros —dijo, no preguntando, sino afirmando.
—Sí, señor.
Le conté que Merlín me había dicho que salía un momento y volvía enseguida.
—Le gusta esa clase de juegos —comentó el obispo, meneando la cabeza con desazón—. Cuéntame más cosas.
Le conté cuanto sabía. Paseamos por la terraza superior, una vuelta tras otra, entre el humo de las antorchas chorreantes. Le hablé del padre Celwin y de la biblioteca de Ban, le conté la verdadera versión del sitio de Ynys Trebes y le dije la verdad sobre Lancelot; para terminar, le describí el pergamino de Caleddin que Merlín había cogido de la ciudad caída.
—Dice Merlín que contiene la sabiduría de Britania.
—Ruego a Dios que así sea, y que Dios me perdone —contesto Bedwin—. Necesitamos ayuda.
—¿Tan mal están las cosas?
Bedwin se encogió de hombros, parecióme viejo y fatigado. Tenía el cabello y la barba ralos, y el rostro más alargado de lo que recordaba.
—Supongo que podrían estar peor —dijo—, pero desgraciadamente, no mejoran. Todo sigue más o menos igual que cuando te fuiste, salvo que Aelle se hace más y más fuerte, tanto que hasta se atreve a llamarse el Bretwalda. —Tamaña barbaridad le hizo estremecer. Bretwalda era un título sajón que significaba soberano de Britania—. Ha conquistado todas las tierras entre Durocobrivis y Corinium, y se habría apoderado también de ambas plazas de no haber comprado nosotros la paz con el último oro que nos quedaba. Además, en el sur está Cerdic, y demuestra mayor crueldad que Aelle.
—¿Aelle no ataca Powys? —pregunté.
—Gorfyddyd le pagó con oro, igual que nosotros.
—Tenía entendido que Gorfyddyd estaba enfermo.
—La peste terminó, como todas las pestes. Gorfyddyd sanó y ahora comanda a los hombre de Elmet, además de a las fuerzas de Powys. Y lo hace mejor de lo que nos temíamos, aguijoneado por el odio, tal vez. Ya no bebe como antaño y ha jurado cobrarse la cabeza de Arturo en venganza, por el brazo que perdió, y lo que es peor aún, Gorfyddyd está logrando lo que tanto ansiaba Arturo: la unión de las tribus; desgraciadamente, las une contra nosotros en vez de contra los sajones. Paga a los silurios de Gundleus y a los irlandeses Escudos Negros para que ataquen nuestras costas y soborna al rey Mark para que preste ayuda a Cadwy; me atrevería a decir incluso que ahora está reuniendo dinero para pagar a Aelle si rompe la tregua con nosotros. Gorfyddyd asciende y nosotros caemos. En Powys lo llaman rey supremo. Además, su heredero es Cuneglas, mientras que el nuestro es un pobre tullido, y menor de edad todavía. Gorfyddyd arma un ejército y nosotros sólo disponemos de bandas guerreras. Tan pronto como se recoja la cosecha de este año, Derfel, Gorfyddyd vendrá al sur con los hombres de Elmet y Powys. Dicen que será el mayor ejército que se haya visto en Britania; así pues, no es de extrañar que algunos digan —bajó la voz— que deberíamos hacer la paz en las condiciones que nos piden.
—¿Qué condiciones son ésas?
—Sólo una, la muerte de Arturo. Gorfyddyd jamás le perdonará por haber despreciado a Ceinwyn. Y no se le puede culpar. —Bedwin se encogió de hombros y dio unos pasos más en silencio—. El verdadero peligro —prosiguió— estriba en que Gorfyddyd encuentre el dinero suficiente para convencer a Aelle de que vuelva a la guerra. Nosotros no podemos pagar más a los sajones, no nos queda nada, el tesoro está vacío. ¿Quién va a pagar impuestos a un régimen moribundo? Y tampoco podemos destinar lanceros a recoger los impuestos.
—Allí hay mucho oro —dije, señalando con la cabeza hacia el salón, donde el jolgorio iba en aumento—. Lunete llevaba mucho encima —añadí con resentimiento.
—Las damas de la princesa Ginebra —comentó Bedwin amargamente— no están obligadas a contribuir a la guerra con sus joyas. Y aunque lo hicieran, dudo de que hubiera suficiente para sobornar otra vez a Aelle. Si en verdad nos ataca en otoño, Derfel, todos aquellos que desean la vida de Arturo no la pedirán en susurros, sino que vociferarán su demanda desde las murallas. Claro que Arturo podría marcharse, sencillamente. Podría volver a Brocelianda, supongo; Gorfyddyd se ocuparía entonces de Mordred y quedaríamos reducidos a la condición de reino vasallo bajo el poder de Powys.
Yo caminaba en silencio. No tenía idea de que la situación fuera tan desesperada. Bedwin sonrió con tristeza.
—Así que, amigo mío, parece que has salido del fuego para caer en las brasas. Habrá trabajo para tu espada, Derfel, y descuida que será pronto.
—Me gustaría ir a visitar Ynys Wydryn —dije.
—¿Para reencontrarte con Merlín?
—No, con Nimue.
Bedwin se detuvo en seco.
—¿Es que no te lo han dicho?
Algo frío me rozó el corazón.
—No me han contado nada; creí que estaría aquí, en Durnovaria.
—Estuvo aquí, sí. La princesa Ginebra mandó a buscarla. Mucho me sorprendió que acudiera, pero acudió. Debes comprender, Derfel, que Ginebra y el obispo Sansum… ¿te acuerdas de él? No podrías olvidarlo, seguro…; en fin, Ginebra y Sansum no se entienden. Nimue fue el arma de Ginebra. Dios sabrá qué esperaría la reina de ella, pero Sansum no esperó a averiguarlo; empezó a predicar contra ella acusándola de bruja. Me temo que algunos de mis cristianos no practican la caridad, y Sansum decía que debía morir lapidada.
—¡No! —exclamé horrorizado.
—¡No, no! —Levantó una mano para calmarme—. Ella también luchó, trajo paganos de los pueblos a la ciudad. Saquearon la iglesia de Sansum, se produjeron disturbios y murieron doce personas, aunque ni ella ni Sansum sufrieron daño alguno. La guardia del rey temió que fuera un ataque a Mordred. No lo era, claro está, pero eso no impidió que echaran mano a las lanzas. Después, Nabur, el magistrado responsable del rey, tomó presa a Nimue y la declaró culpable de iniciar la revuelta. ¡Cómo no, siendo cristiano! El obispo Sansum exigió pena de muerte, la princesa Ginebra exigió que fuera puesta en libertad y mientras duraba la disputa, Nimue se pudría en los calabozos de Nabur. —Bedwin hizo una pausa y vi en su cara que lo peor estaba aún por llegar—. Enloqueció, Derfel —prosiguió al fin—. Fue como enjaular a un halcón, ¿comprendes? Y se rebeló contra los barrotes. Se volvió loca de atar, gritaba y gritaba y nadie podía detenerla.
Sabía lo que iba a decirme a continuación y sacudí la cabeza.
—No —dije.
—La isla de los Muertos —me dio por fin la horrenda noticia—. No les quedó otro remedio.
—¡No! —exclamé otra vez; Nimue estaba en la isla de los Muertos, perdida entre los irrecuperables, no podía soportar la sola idea de semejante destino—. Ha recibido la tercera herida —dije en voz baja.
—¿Cómo? —preguntó Bedwin, colocándose la mano tras la oreja.
—Nada. ¿Vive aún?
—¿Quién sabe? Nadie va allí, y el que va no regresa.
—¡Entonces es allí adonde Merlín ha ido! —exclamé aliviado.
Sin duda Merlín se habría enterado de la noticia cuando hablaba con el hombre al fondo del patio, y él era capaz de hacer lo que nadie más haría. La isla de los Muertos no encerraba horrores para él. ¿Qué otra cosa le habría hecho desaparecer tan precipitadamente? Pensé que al cabo de un día o dos reaparecería en Durnovaria con Nimue, rescatada y repuesta. No podía ser de otra forma.
—Roguemos a Dios por que así sea —dijo Bedwin—, por el bien de Nimue.
—¿Qué ha sido de Sansum? —pregunté, con deseos de venganza.
—No recibió castigo oficial; pero Ginebra convenció a Arturo de que le retirase la capellanía de Mordred. Después, murió el anciano que administraba la capilla del Santo Espino de Ynys Wydryn y logré convencer al joven obispo de que tomara él el relevo. No le agradó, pero sabía que se había forjado muchas enemistades en Durnovaria y finalmente aceptó. —La complacencia de Bedwin en la derrota de Sansum era evidente—. No hay duda de que aquí ha perdido influencia, y no creo que vuelva. A menos que sea mucho más sutil de lo que pienso. Naturalmente, él es uno de los que murmuran que Arturo debería ser sacrificado. Y Nabur también. En nuestro reino existe una facción que apoya a Mordred, Derfel, y se preguntan por qué hemos de luchar por Arturo.
Evité pisar el vómito que un soldado borracho, salido del salón, había arrojado en el suelo. El hombre protestó, me miró y volvió a vomitar.
—¿Quién, sino Arturo, podría gobernar Dumnonia? —pregunté a Bedwin, alejados ya del soldado borracho.
—Buena pregunta, Derfel, ¿quién? Gorfyddyd, claro está, o su hijo Cuneglas. Algunos dicen que Gereint, pero él no lo desea. Nabur incluso habló de mí. No dijo nada concreto, claro está, sólo alguna insinuación. —Bedwin soltó una risita burlona—. ¿De qué serviría yo ante nuestros enemigos? Necesitamos a Arturo. Nadie sino él habría sido capaz de contener semejante círculo de enemigos durante tanto tiempo, pero la gente no lo entiende, Derfel. Le culpan del caos, pero si hubiera cualquier otro en el poder, el caos sería aún mayor. Somos un reino sin un rey de verdad, por eso cualquier valentón ambicioso pone el ojo en el trono de Mordred.
Me detuve junto al busto de bronce que tanto se parecía a Gorfyddyd.
—Si Arturo hubiera desposado a Ceinwyn… —dije, pero Bedwin me interrumpió.
—Sí, sí, Derfel. Si el padre de Mordred no hubiera muerto, o si Arturo hubiera matado a Gorfyddyd en vez de cortarle sólo un brazo, todo sería diferente. La historia no es sino una cadena de síes. Tal vez tengas razón, tal vez si Arturo hubiera desposado a Ceinwyn, ahora estaríamos en paz y quizá la cabeza de Aelle estuviera clavada en una lanza en Caer Cadarn, pero ¿cuánto tiempo crees que Gorfyddyd habría soportado el éxito de Arturo? Y, sobre todo, no te olvides de por qué Gorfyddyd se avino a la idea del matrimonio.
—¿Por la paz?
—Ni mucho menos. Gorfyddyd permitió que su hija se prometiera porque creía que el hijo de ella, es decir, su nieto, reinaría en Dumnonia, y no Mordred. Creí que estaba claro como el agua.
—Para mí no —dije, pues cuando estuve en Caer Cadarn y Arturo enloqueció de amor yo no era sino un simple lancero de la guardia, no un capitán con motivos para especular sobre los móviles de reyes y príncipes.
—Necesitamos a Arturo —repitió Bedwin, mirándome a los ojos—, y si él necesita a Ginebra, pues que así sea. —Encogióse de hombros y siguió caminando—. Me habría complacido más que desposara a Ceinwyn, pero la elección y el tálamo no son de mi competencia. Ahora, la pobre doncella habrá de casar con Gundleus.
—¡Con Gundleus! —exclamé, en voz tan alta que asusté al soldado mareado, el cual protestó desde el charco de vómitos—. ¿Ceinwyn con Gundleus?
—La ceremonia de compromiso se celebra dentro de dos semanas —respondió Bedwin con calma— durante Lughnasa. —Lughnasa era la fiesta de verano de Lleullaw, el dios de la luz, y estaba dedicada a la fertilidad; por ese motivo, todo compromiso de matrimonio celebrado durante la fiesta se consideraba muy auspicioso—. Se unirán a finales de otoño, después de la guerra. —Calló un momento, al darse cuenta de que las últimas palabras insinuaban que Gorfyddyd y Gundleus ganarían la guerra y que la ceremonia de matrimonio formaría parte de la celebración de la victoria—. Gorfyddyd ha jurado entregarles la cabeza de Arturo como regalo de boda —añadió Bedwin con pesadumbre.
—¡Pero Gundleus ya está casado! —dije, sin saber por qué estaba tan indignado.
¿Sería porque recordaba la frágil belleza de Ceinwyn? Todavía llevaba su broche colgado bajo la coraza, pero me dije que la indignación no era por ella, sino sólo por lo mucho que odiaba a Gundleus.
—El hecho de estar casado con Ladwys no le privó de contraer matrimonio con Norwenna —dijo Bedwin con mucha sorna—. Dejará a Ladwys de lado, dará tres vueltas a la piedra sagrada y besará la seta mágica o lo que hagáis los paganos para divorciaros en estos días. Por cierto, ya no es cristiano. Se divorcia al estilo pagano, se casa con Ceinwyn, le hace un heredero y luego corre al lecho de Ladwys. Al parecer, así funcionan las cosas hoy en día. —Se detuvo a escuchar un momento el sonido de las risas que venían del salón—. Aunque tal vez —prosiguió—, en años venideros se nos antojen estos días los últimos de los buenos tiempos.
Un deje en el tono de voz de Bedwin hizo que me deprimiera un poco más.
—¿Estamos condenados? —le pregunté.
—Si Aelle mantiene la tregua, es posible que duremos un año más, siempre y cuando derrotemos a Gorfyddyd. En caso contrario, roguemos por que Merlín nos haya traído una vida nueva.
Se encogió de hombros pero no pareció muy esperanzado. El obispo Bedwin no era un buen cristiano, aunque sí un hombre de buen corazón. Ahora, Sansum me dice que por bondadoso que fuese Bedwin, nada impedirá que su alma arda en el infierno. Pero aquel verano, recién llegado de Benoic, todas las almas me parecían condenadas a la perdición. La cosecha acababa de empezar y tan pronto terminara, caería sobre nosotros la acometida de Gorfyddyd.