En medio del caos del estudio de su tío, Eliza se preguntaba cómo iba a encontrar un delgado cuaderno entre aquella multitud de libros.
—¿Estás seguro de que no está en tu dormitorio? —le preguntó.
La cabeza despeinada de Melville apareció al otro lado de la mesa. Su cara apareció poco después; primero las mejillas sofocadas y después los ojos brillantes.
—No, ya he mirado allí.
—¿Y no podríamos comprar un cuaderno nuevo para que lo uses en la isla?
—Lo que yo necesito es la información que tenía en ése —respondió su tío—. No páginas en blanco donde escribir.
—¿Listos?
Eliza se sobresaltó al oír la voz de Jasper, que se había detenido a su lado. Seguía sorprendiéndola lo sigiloso que era.
—No del todo. Seguimos buscando el cuaderno de mi tío.
—«En el yermo desierto de mi corazón, / floreces, radiante, / llenando el aire con tu aroma celestial».
Jasper alzó las cejas al oír la voz de lady Collingsworth, que entraba en la habitación leyendo en voz alta de un delgado dietario.
—¡Qué maravilla, Burgess! —exclamó Regina, ruborizándose—. ¿Quién se iba a imaginar que tuvieras alma de poeta?
Eliza tenía su propia opinión sobre la calidad de los versos de su tío, pero había aprendido que los sentimientos que se ocultaban tras un gesto o un regalo eran más importantes que el gesto en sí.
—¿Ahora sí? ¿Podemos irnos? —Jasper alargó la mano hacia ella—. Preferiría no perder el barco que lleva nuestras cosas.
—Yo estoy lista —contestó Regina, cerrando el cuaderno y devolviéndoselo a Melville.
Cuando éste lo cogió, ella se agarró de su brazo.
—Sonará mejor cuando te lo lea al oído —le susurró el conde, guiándola hacia el carruaje que los esperaba.
Al apoyar la mano en la de Jasper, Eliza se preguntó si los nervios que la hacían vibrar por dentro serían visibles desde el exterior. Apretándole los dedos, él sonrió.
—Qué nerviosa estás. Lo noto.
—No estoy nerviosa, ¡estoy ansiosa! —Se dirigieron al vestíbulo, donde Robbins los aguardaba con la capa y el sombrero de ella preparados—. Adoro el mar y el clima templado. No veo el momento de partir y estar rodeados por ambas cosas.
—No hay nada como quedarse dormido escuchando las olas —murmuró él—. Pienso llevar una manta a la playa y hacerte al amor a la luz de la luna.
—¡Jasper! —exclamó Eliza escandalizada pero al mismo tiempo intrigada—. ¿Al aire libre?
—A plena luz del sol o con lluvia. En la playa y bajo los árboles. Pero también dentro de casa. En cada habitación.
Eliza sonrió con picardía mientras él la ayudaba a subir al coche. Melville y Regina iban en otro carruaje. Aunque ambos afirmaban ser sólo amigos, era evidente que tenían un vínculo más profundo. Eliza se había sorprendido al enterarse de ello, hasta que Regina le contó que su tío había sido su pretendiente muchos años atrás. El conde había llegado a la conclusión de que lo mejor sería que se casase con un hombre que viviera conectado a lo que pasaba en el mundo y se había retirado de su cortejo. Regina había pensado que Melville no la amaba lo suficiente y que había perdido interés en ella.
Los años que Eliza había pasado resistiéndose al matrimonio les habían dado la oportunidad de reanudar su relación, una relación que de momento parecía muy prometedora.
—No sé cómo piensas combinar todas esas horas de sexo —le dijo Eliza a Jasper, mientras el carruaje arrancaba— con el esfuerzo de poner en marcha una plantación de caña de azúcar.
—¿Es un desafío, señora?
—Tal vez…
—Hay una casa de invitados. Melville y lady Collingsworth no serán un obstáculo. Tendré acceso a ti día y noche. Las posibilidades son infinitas.
Eliza sonrió.
—Mi tío tiene previsto cultivar multitud de semillas, aprovechando el clima.
Jasper le dirigió una mirada traviesa.
—Sospecho que también planea cultivar a lady Collingsworth y hacerla florecer.
—Tienes una mente lujuriosa.
—Eso es cierto —admitió él—, pero me baso en los hechos. Hay una magia indefinible en los trópicos que hace que a un hombre le hierva la sangre.
—¡Ah! —exclamó ella, asintiendo—. Por fin dejas al descubierto tus auténticas motivaciones para este viaje.
Jasper se echó hacia atrás en el asiento y la miró con ojos soñadores.
—¿No te dije desde el primer día que mi intención era seducirte?
—Sí, lo había olvidado, disculpa. —No era cierto, no lo había olvidado, pero durante las semanas que llevaban casados había descubierto que provocar a Jasper solía tener deliciosas consecuencias.
—¿Quieres que te lo recuerde?
Eliza se pasó la lengua por el labio inferior.
—Puedes intentarlo, si quieres.
Con un ágil movimiento, él la agarró por la cintura y la sentó encima de él.
—Como bien sabe, dejar satisfecha a mi esposa es una cuestión de orgullo, señora Bond.
—Me temo que puede ser usted demasiado guapo para esa misión —replicó Eliza, siguiéndole el juego.
—¿Ah, sí? —replicó él, levantándole la falda—. Teniendo en cuenta lo cerca que está el puerto, creo que eso jugará a mi favor.
—Además —la voz de Eliza empezaba a sonar ronca—, es imposible disimular ese aire que lo caracteriza.
—Le ruego que me explique a qué se refiere. —Con los dedos, Jasper encontró la abertura en sus calzones y separó los pliegues de su sexo. La encontró como deseaba: caliente y húmeda, dispuesta para él.
—Es usted un depredador. Un hombre peligroso.
—Peligrosamente excitado —admitió él—. Y locamente enamorado.
Con la mano en la cinturilla de sus pantalones, Eliza lo besó.
—Y mío.
—Siempre.