Eliza sintió que Jasper se relajaba, algo que ella no consiguió. ¿Cómo hacerlo cuando acababa de aceptar entregarse a un hombre al que apenas conocía? Por primera vez en su vida, había ignorado la razón y había actuado siguiendo sus sentimientos.
«Justo lo que habría hecho mi madre…»
Apartó esa idea de su cabeza. Había tomado una decisión y no iba a echarse atrás.
—¿Qué habrías hecho si te hubiera dicho que no?
—Intentar hacerte cambiar de opinión —respondió él, soltándole el cierre de la capa.
Cuando ésta se deslizó sobre sus hombros, Jasper la sujetó con un elegante ademán.
Volviéndose hacia él, Eliza vio que la dejaba sobre el respaldo de uno de los sofás, tapizados de color azul pálido.
—He aceptado algo que desconozco —aclaró ella—. Tal vez cambie de opinión.
Jasper se acercó y le sujetó la cara entre las manos.
—En ese caso, no insistiré. Pero confieso que mi intención es oírte rogar que no me detenga.
Su respuesta física a sus palabras fue tan violenta que la pilló por sorpresa. Él aprovechó la ocasión, uniendo sus labios en un beso apasionado y hundiendo la lengua en su boca profundamente.
Eliza se agarró de sus muñecas para mantener el equilibrio, mientras el resto de su cuerpo permanecía inmóvil, como paralizado por el asalto. Cuando un gemido escapó de sus labios, Jasper lo ahogó con un gruñido.
La soltó tan bruscamente como la había agarrado, dando un paso atrás y dejándola tambaleándose en medio de la habitación. El pecho de él subía y bajaba rápidamente, al ritmo de su respiración alterada. La miraba intensamente, con los párpados entornados.
—Éste es mi estudio —le explicó—. Cuando estoy en casa, lo más habitual es que esté aquí.
Sorprendida por la súbita distancia y el cambio en la conversación, Eliza tardó unos momentos en procesar lo que le había dicho.
—Es… muy acogedor —logró decir.
—Vamos. —Jasper le ofreció la mano.
La llevó de vuelta al vestíbulo. Allí había un alto reloj de pie, una consola con una bandeja para la correspondencia y una repisa para el bastón. Era un espacio funcional, sin adornos.
—El salón está aquí —explicó él, pasando sobre una alfombra redonda Aubusson que cubría el suelo de mármol.
Desde la puerta vio el fuego encendido en la chimenea y naipes esparcidos sobre dos mesitas. Daba la sensación de que hubiera habido gente reunida allí hasta hacía poco y que tuvieran previsto volver después. La estancia estaba decorada en varios tonos de amarillo y crema. Había bastantes muebles, grandes y de aspecto sólido. Sin embargo, el espacio tenía un aire aséptico y ordenado.
—Mis empleados se reúnen aquí cuando no están ocupados. Esta parte de la casa suele ser muy ruidosa, llena de risas y conversaciones subidas de tono. Ésta es la primera vez que la veo vacía en años.
—Oh… —Eliza entendió que había echado a los sirvientes por ella—. ¿Cuándo volverán?
—Tardarán horas.
Las palmas de las manos se le humedecieron, una reacción que Jasper tuvo que notar, ya que le tenía una sujeta.
—¿Tan seguro estabas de mi capitulación?
—En absoluto, pero no podía actuar como si ya hubiera fracasado. —Tirando de ella, salió de la habitación—. En esta planta también hay un comedor y una sala de baile, pero como no los uso, no están amueblados.
Regresaron a la escalera y empezaron a subirla. A cada escalón que ascendían aumentaba la excitación de Eliza. La respiración se le aceleró y sintió mucho calor en la cara. Aquella ascensión tenía un objetivo inconfundible, como si su destino hubiera sido fijado y no hubiera vuelta atrás.
Pero en vez de sentirse atrapada se sentía liberada.
Se había pasado la tarde pensando en su tío, en Regina, en Montague, sopesando sus palabras y sus consejos. Había sentido la presión de su entorno para que cediera, se amoldara a lo establecido y se olvidara de su independencia.
—La segunda planta tiene tres habitaciones y el cuarto de los niños, que ahora mismo se usa como habitación de invitados —explicó Jasper—. A veces, mis hombres se quedan a dormir aquí, por varias razones. Pero en estos momentos no están ocupadas. Si quieres verlas, te las puedo mostrar.
Si lo que pretendía era darle tiempo para cambiar de opinión, no estaba funcionando. Cada vez estaba más inquieta. Impaciente. Agitada.
—¿Por qué?
Jasper la miró.
—¿Hay alguna cosa en mi casa que te resulte chocante?
—Es preciosa —respondió ella—. Está muy bien decorada. Pero al mismo tiempo transmite una sensación de asepsia. No hay adornos en las paredes ni encima de las mesas. No hay retratos de seres queridos ni paisajes bonitos. Esperaba descubrir cosas sobre ti con esta visita, pero hay pocas cosas aquí que me hablen del hombre que eres.
—Uno tiene que desear algo para comprarlo. Y nunca he deseado nada. Nunca, ante el escaparate de una tienda o en casa de alguien, he sentido la necesidad de poseer algo que viera. —Se detuvo—. Creo que puedes entenderme perfectamente. Siempre te vistes de manera práctica, no por vanidad. No volviste a amueblar el despacho de Melville cuando pasó a ser tuyo, sino que usaste los muebles que ya había.
—Mucha gente obtiene consuelo y placer del arte y los objetos sentimentales. Yo también poseo algunos que me gustan, aunque no sirvan para nada.
—¿Eso soy yo para ti? —preguntó Jasper, con una emoción indeterminada ensombreciéndole la mirada—. ¿Un placer poco práctico?
—Sí.
Él siguió subiendo escalones. Al llegar al primer piso, Eliza miró el pasillo y tampoco allí vio ningún cuadro ni un adorno. Aparte de las lámparas, no había nada que rompiera la monotonía del damasco color verde de las paredes.
El paso de Jasper se volvió cada vez más lento.
—Nunca he deseado bienes materiales. Sólo cosas intangibles. Salud y felicidad para mi madre, justicia para los crímenes, satisfacción por un trabajo bien hecho… ese tipo de cosas. Nunca he entendido por qué los demás se obsesionan tanto por los objetos. De hecho, hasta ahora nunca había comprendido la obsesión de ningún tipo. Ni el deseo abrumador que lo nubla todo.
Hablaba sin inflexión. Su tono de voz no delataba sus sentimientos, pero Eliza notó la fuerza tras sus palabras.
—¿Por qué me estás contando esto? —preguntó en voz baja, apretándole la mano entre las suyas.
—Soy el único ocupante de esta planta. Aparte de mi habitación, las demás están vacías.
Ella se estaba cansando de que no respondiera a sus preguntas. No entendía su estado de ánimo. Con sus propias emociones hechas un lío, lo último que necesitaba era tener que descifrar las de él.
Llegaron hasta unas puertas dobles, abiertas. Con un gesto, Jasper la invitó a pasar delante.
Respirando hondo, Eliza cruzó el umbral. Igual que en su habitación en la casa de su tío, el color predominante era el borgoña, combinado con crema para aligerar el resultado. Pero a diferencia de su habitación, aquélla era eminentemente masculina. No había borlas ni estampados en la ropa de cama y la madera de las patas y los brazos de sillas y mesas no estaba tallada.
El aire olía a él. Eliza inspiró su aroma, notando que le calmaba los nervios. Al mirar hacia la izquierda por otra puerta abierta, el estómago se le encogió al ver el dormitorio.
—A las mujeres les gusta jugar a ciertos juegos —murmuró Jasper, con una mirada tan ardiente que Eliza sintió su calor—. Son pruebas para comprobar el grado de interés de un hombre.
—¿Qué clase de juegos?
—Se aseguran de que su cortejador sepa cuál es su flor favorita, su color preferido o sus fechas importantes. Luego comprueban si ellos lo recuerdan y los premian si es así.
Eliza se retorció las manos, nerviosa. ¿Debería sentarse o quedarse de pie como él? Sin saber qué otra cosa hacer, se centró en la conversación.
—Lo que gusta a hombres y mujeres son a menudo cosas muy distintas. Esperar que un hombre demuestre sus sentimientos de un modo que para él es antinatural es un experimento con muchas posibilidades de fracasar. ¿Por qué no aceptar sus gestos espontáneos de afecto? Sin duda revelan más cosas sobre él y, sobre todo, son mucho más sinceros.
La sonrisa de Jasper la dejó sin aliento.
—¿Tienes idea de lo sexualmente estimulante que me parece tu manera de pensar? Un día me gustaría seguir hablando del tema clavado en tu interior. Sospecho que será muy erótico.
Eliza se ruborizó.
Él cerró la puerta que daba al pasillo. Eliza sintió retumbar el suave chasquido en su interior.
—Hoy te he puesto a prueba —dijo Jasper, todavía de cara a la puerta—. Teniendo en cuenta lo irritantes que me parecen esos jueguecitos, me sorprende mucho haber caído tan bajo.
—¿Y la he pasado?
Él se volvió, quitándose la chaqueta.
—Estás en mi casa, así que diría que sí.
Se desabrochó entonces los botones del chaleco. Eliza fue incapaz de apartar la vista de sus rápidos dedos, a pesar de la vocecita en su cabeza que la reprendía, hablándole de modestia virginal y de respeto a la intimidad.
Carraspeó para poder hablar:
—Me has enviado una nota diciendo que querías verme sin contarme el motivo.
—Si la nota hubiera sido de Montague, ¿habrías ido a su casa?
—No, claro que no. Él no trabaja para mí.
Jasper se tensó y se quitó el chaleco con impaciencia.
—Si hubiera sido de Reynolds, ¿habrías ido?
—No.
—Pero Reynolds sí trabaja para ti.
Era evidente que él no esperaba respuestas de compromiso. Quería la verdad.
—No habría ido a casa de ninguna otra persona —admitió ella con la boca seca, mirándolo desatarse el nudo del pañuelo, lo que le dejó el cuello al descubierto.
La visión le resultó muy provocativa. La piel de Jasper era más oscura que la suya, más firme. Sentía unos grandes deseos de tocarlo, de notar cómo su garganta tragaba bajo sus dedos.
Él se quitó entonces los zapatos con hebillas.
—Ésa era la prueba. Necesitaba saber si me pondrías en la misma categoría que los demás hombres. También sentía curiosidad por ver hasta dónde te llevaba tu espíritu aventurero.
—Yo no tengo espíritu aventurero.
—Eso es lo que quieres creer. —Jasper tiró el pañuelo al suelo y luego se quitó la camisa sin desabrocharla, por encima de la cabeza.
A Eliza le temblaron las rodillas. Tambaleándose se acercó a la silla más cercana y se dejó caer en ella.
Dios, qué guapo era. De esos hombres que quitan el aliento. Recordó cuando la había animado a tocarlo, la vez que la había besado. Había sentido su cuerpo bajo los dedos, duro como una piedra. Ahora entendía por qué. Se llevó la mano a la garganta. Hacía un momento tenía la boca seca, pero ahora estaba casi babeando.
Nunca había visto el esbozo de un cuerpo masculino que se pudiera comparar con aquél. Los músculos de su torso y abdomen le recordaron una tabla de lavar. El vello que le cubría el pecho y que se estrechaba hasta convertirse en una fina línea era una novedad, pero una novedad deliciosa. Siguió la dirección del vello con la vista hasta donde éste desaparecía bajo la trabilla de los pantalones.
Y más abajo…
Allí también estaba duro, al parecer. En el ante expertamente trabajado de sus pantalones se marcaba una erección, gruesa y prominente. El estómago de Eliza se apretó con más fuerza. Era una criatura tan masculina… Primitivo en las cosas más vitales. Un macho cuyos apetitos eran sin duda fieros y efusivos. ¿Cómo podría ella, que no sabía cómo usar su feminidad, satisfacer a un hombre como él?
Al darse cuenta de que Jasper no se movía, alzó la vista. La estaba observando. Cuando sus miradas se encontraron, él sonrió y se sentó en el sofá, ante ella. Se dio cuenta de que le había permitido observarlo a placer. Sin avergonzarse de la prueba del deseo que sentía. Con un descaro absoluto.
Se quitó los calcetines con calma.
—Necesito que tengas espíritu aventurero, Eliza. No me tolerarías durante mucho tiempo, ni a mí ni a mi profesión, si no lo tuvieras.
—Hago algo más que tolerarte —susurró ella. Había perdido las fuerzas para hablar más alto.
Cuando él se levantó, Eliza no pudo apartar los ojos de la visión de su cuerpo. Había perdido la cabeza completamente por aquel hombre. No cambiaría nada de él, ni el más mínimo detalle de su cuerpo. En esos momentos, pagaría lo que le pidieran para poder seguir mirándolo indefinidamente. Las sensaciones que la invadían eran adictivas. Se preguntó si sería posible sentirse así cada día.
Acercándose a ella con la mano tendida, Jasper le dijo:
—Desde el momento en que te vi por primera vez, te deseé y supe que tenía que poseerte. Desde entonces, me he dado cuenta de que no es un simple deseo de posesión. Es algo más profundo. Te deseo a ti como persona. Nunca había deseado nada hasta ahora. Nada. Las posesiones materiales no tienen valor para mí. Son cosas que se ganan o se pierden. Son intercambiables.
—Lo comprendo. —Eliza permitió que tirara de ella hasta que estuvo de pie—. Pero no sé qué conclusión debo sacar de ello.
Él hizo un gesto con los dedos para que se diera la vuelta.
—Yo ya he dejado de intentarlo. No puedo perder más tiempo tratando de comprender algo que no es racional. Lo único que sé es que tengo que hacer lo que estoy haciendo. Tú eres lo único que deseo en el mundo, y si puedo tenerte, lo haré. Además, carezco de escrúpulos, así que haré lo que haga falta para que te quedes en mi vida. Ya nos ocuparemos de los detalles más adelante, cuando pueda pensar en algo que no sea meterte en mi cama.
Buscó los botones que le cerraban el vestido por la espalda y se los desabrochó a una velocidad notable.
—¿Y yo no tengo nada que decir en todo esto?
Él le dio un beso en el hombro y le susurró al oído:
—Si piensas decir que no tienes nada que objetar, habla libremente. Si no es así, te rogaría que me dieras unas cuantas horas antes de exponer argumentos que me hagan las cosas más difíciles.
Eliza miró al frente. Y lo que tenía delante era la cama de Jasper. Parecía hecha a medida. Cuando el vestido estuvo lo suficientemente abierto, él se lo deslizó por los hombros hasta que cayó al suelo.
—Sal de ahí —le ordenó él.
Ella obedeció, demasiado abrumada para resistirse.
—Me estás dando demasiado tiempo para pensar —se quejó, apartando la mirada de la cama.
Jasper se rió suavemente, lo bastante como para aliviar la incertidumbre que se estaba apoderando de ella.
—¿Preferirías que te asaltara?
—Lo que preferiría sería no estar tan nerviosa.
—Otro día te asaltaré —dijo Jasper, aflojándole las cintas del corsé—. Pero hoy no. Esta noche es necesario que ninguno de los dos dude de que has venido voluntariamente.
Eliza cruzó los brazos sobre el pecho para evitar que el corsé cayera al suelo. Él la hizo girar y cuando estuvieron frente a frente, retrocedió un par de pasos.
—Estoy casi desnuda —señaló, para que Jasper hiciera algo. ¿Por qué estaba tan lejos? Aunque extendiera los brazos, no alcanzaría a tocarlo.
—Soy plenamente consciente de ello —dijo él, bajando la mano y acariciándose la evidente erección por encima del pantalón.
—¿Es que no tienes vergüenza? —le preguntó ella, alterada.
Era virgen, por el amor de Dios. Le estaba dando demasiado espacio. Era consciente de todo lo que la rodeaba, cuando lo único que quería era perderse en una marea de sensaciones.
—Ninguna. Y me gustaría que tú tampoco la tuvieras, Eliza —le dijo Jasper con suavidad—. ¿No me he explicado bien? ¿No entiendes lo importante que eres para mí? ¿Te preocupa que dejar al descubierto tu cuerpo te haga vulnerable? No debe preocuparte, pues. Soy yo el que quedará expuesto por la experiencia.
Ella permaneció quieta, expectante, con los labios temblorosos. La estaba obligando a razonar el único día en que no quería pensar nada en absoluto.
Sus ojos oscuros la observaban con intensidad. Su cuerpo parecía de oro a la luz de las velas. ¿Cuántas veces habría estado en aquella situación anteriormente para mostrarse tan despreocupado? ¿Docenas? ¿Más? No le extrañaría. ¿Qué mujer podría resistirse?
Ella lo estaba haciendo. Apretó los dientes con fuerza. Jasper tenía razón. No estaba bien que tratara de librarse de la responsabilidad de lo que estaba haciendo. Era su decisión y tenía que reconocerlo. ¿Por qué engañarse diciendo que estaba actuando por instinto cuando no era cierto?
No era como su madre. No se dejaba arrastrar por la pasión. Sabía exactamente lo que hacía.
Se abalanzó sobre él. Con dos pasos y un salto alcanzó su destino. Jasper la recibió, riendo. Levantándola del suelo, avanzó con ella en brazos hacia la cama.
—La que decía que no tenía espíritu aventurero —bromeó, dejándola al pie de la cama.
La miró con una mezcla de orgullo y posesión tan grande que a Eliza se le hizo un nudo en la garganta.
Jasper cerró la puerta del dormitorio con llave.
—Pensaba que estábamos solos —dijo Eliza, con el corazón desbocado, antes de dar un simbólico salto al vacío.
—Estás asumiendo que quiero evitar que la gente entre, pero lo que quiero es impedir que tú salgas.
La idea de estar prisionera la excitó. Había entrado voluntariamente en la guarida del león y ahora no había escapatoria.
Él se apoyó en la puerta con un tobillo sobre el otro. Era la viva imagen de la familiaridad y la despreocupación. Pero a ella no la engañaba. Sabía que tras aquella fachada se escondía un auténtico depredador. Lo había visto desde el primer día y lo veía en ese momento. Tenía el cuello y las mejillas encendidas, una fina capa de sudor en el pecho, las ventanas de la nariz abiertas, la mirada fija…
Un movimiento en falso podía provocar su ataque.
Eliza se llevó las manos al pelo y empezó a quitarse las horquillas. Las dejó caer al suelo a medida que las retiraba, como él había hecho con el pañuelo. Había algo curiosamente liberador es ese gesto negligente. Era un símbolo. Se estaba desprendiendo de las ataduras que la encorsetaban.
En aquella habitación, a solas con Jasper, podía deshacerse de las confusas normas de la sociedad y ser lo que siempre había querido ser: libre e independiente.
Cuando la última horquilla hubo caído, sacudió la cabeza, disfrutando del cosquilleo. Sólo llevaba puesta la camisola y los calzones, pero no sentía vergüenza ni frío. Era imposible sentir frío bajo la ardiente mirada de Jasper.
Éste no se movió y apenas parpadeó. Cuando el silencio se prolongó, ella perdió la confianza y se protegió juntando las manos ante el vientre.
—Eres tan hermosa, Eliza. —Jasper se llevó la mano al pecho y se lo frotó, como si le doliera—. Adoro tus pecas. ¿Las tienes por todas partes?
Mordiéndose el labio inferior, ella asintió.
—Es la maldición de las pelirrojas.
—Las besaré todas —prometió él—. Las encuentro deliciosas.
—Bobadas —refunfuñó ella—. A nadie le gustan las pecas.
Los ojos de Jasper brillaron a la luz de las velas que había sobre las mesitas de noche.
—¿No hay ninguna parte de mi cuerpo que te guste especialmente, alguna que te gustaría besar?
—Creo que me gusta cada centímetro de tu cuerpo —admitió Eliza, con fervor—. Adoro cómo hueles. Tu corte de pelo. Tu mandíbula. Pero lo que más me gusta son tus manos. Cada vez que me tocas, noto la fuerza que tienen. Podrías romperme los huesos si quisieras y, sin embargo, eres siempre tan delicado conmigo…
Jasper alargó las manos, ofreciéndoselas. Ella se las cogió inmediatamente, sabiendo que su contacto la calmaría y la distraería.
—A veces tengo miedo de hacerte daño —reconoció él, emocionado.
Llevándose sus manos a la boca, Eliza le dio un beso en cada palma.
—¿Por eso estás tan quieto?
—Sí.
—¿Qué harías si no necesitaras controlarte?
Jasper colocó la mano de ella sobre su pecho, para que notara los latidos de su corazón.
—Te arrinconaría contra la puerta y te tomaría, de prisa y con fuerza. Luego te tumbaría en el suelo, te separaría las piernas y te tomaría otra vez. Lentamente. Hasta el fondo. Tal vez luego llegaríamos a la cama, pero no puedo asegurártelo.
—Eso suena… salvaje.
—Es como me haces sentir. Si pudiera desearte con menos intensidad lo haría, pero no puedo. Tal vez después de esta noche pueda controlarme un poco. Eso espero.
A ella la aspereza de su voz le resultó tan grata como una caricia. Libre de la opresión del corsé, los pezones se le endurecieron. Los de Jasper quedaban a la altura de sus ojos, y Eliza se preguntó si serían tan sensibles como los suyos. Las areolas estaban contraídas, como si se hubiera estremecido. Sin poder resistir el impulso, Eliza se inclinó hacia él y le pasó la lengua por uno de ellos.
—¡Maldita sea! —exclamó Jasper, sorprendido.
De repente, la hizo girar con tanta fuerza que Eliza se mareó un poco. La tela de la camisola al romperse en dos resonó como un trueno en el silencio de la habitación, y pudo sentir el aire en la espalda, seguido por el cosquilleo de la melena. Los calzones siguieron el mismo camino. La cinta que se los ataba a la cintura se le clavó en ésta unos instantes antes de ceder y romperse. La tela de color carne se partió en dos mitades y quedó sujeta sólo por los tobillos.
Casi sin darse cuenta de que la pérdida de control de Jasper la había excitado, notó una de sus manos en la parte baja de la espalda, empujándola. Subió los tres escalones que había al pie de la cama y se encontró sobre el colchón.
A cuatro patas, avanzó sobre la colcha color borgoña, muy consciente de todo lo que le estaba mostrando. Cuando había llegado a la mitad aproximadamente, él la agarró por el tobillo. Ella se dejó caer sobre la cama, tratando de preservar un mínimo de intimidad, pero Jasper le arrancó el resto de los calzones y los tiró al suelo.
Eliza permaneció inmóvil, casi sin atreverse a respirar.
—¿Tienes miedo? —preguntó él, con voz ronca.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para racionalizar lo que estaba sintiendo.
—No… no lo sé.
Jasper se tumbó a su lado y extendió un brazo. Con la otra mano, la hizo volverse hasta quedar con la espalda pegada a su pecho sudoroso. Echándose hacia delante, le apoyó la mejilla en el hombro.
Eliza notó la caricia de su pelo contra la piel. Rodeándole la cintura con un brazo, la atrajo hacia él y se quedó así, quieto. Poco a poco, Eliza se fue tranquilizando, en gran parte gracias a su aroma, que se intensificaba gracias al tremendo calor que desprendía su cuerpo. También ella se sentía febril a su lado.
Pasado un rato, la temperatura de él pareció normalizarse, igual que su respiración.
—¿Jasper?
La mano que había mantenido en su cintura hasta ese momento ascendió y le cubrió un pecho. Eliza se tensó ante la sensación desconocida.
—Chis —chistó él para tranquilizarla.
Su aliento en la oreja la excitó, haciendo que el pezón se le endureciera contra su mano. Jasper gruñó y no pudo evitar apretar la mano un poco más.
—Deja que te muestre lo que me haces —murmuró, apartándose lo suficiente para que ella quedara tumbada de espaldas en la cama.
Eliza lo miró a la cara, asombrada una vez más de lo guapo que era. ¿Cómo era posible que un hombre así la encontrara atractiva?
No le importaba. No necesitaba entenderlo. Sólo dar las gracias por su buena suerte.
Sin previo aviso, él agachó la cabeza y le rodeó un pezón con la boca, húmeda y caliente. Ella arqueó la espalda, ahogando un grito, sorprendida por la violencia de su reacción. Su lengua le rodeó el pezón varias veces antes de succionárselo. Esa vez, Eliza no pudo evitar gritar y clavar las uñas en la colcha de terciopelo. Entonces Jasper hizo rotar suavemente el otro pezón entre sus ásperos dedos antes de tirar suavemente de él.
Eliza empezó a jadear.
—Jasper.
Él gruñó y succionó con más fuerza, rodeándoselo con la lengua al mismo tiempo. La carne entre sus piernas empezó a palpitar al ritmo de su boca, apretando con fuerza y haciéndola sentirse vacía. Las caderas se le levantaron de la cama, buscándolo. La mano que le había estado torturando el pecho se deslizó por su vientre hasta alcanzar los rizos pelirrojos de entre sus piernas.
Ella se quedó paralizada por la sorpresa. Nunca había notado esa parte de su cuerpo tan sensible, tan húmeda e hinchada.
—Tócame —le ordenó él con una voz tan ronca que Eliza apenas la reconoció.
Sin esperar, Jasper le agarró la muñeca y le llevó la mano hasta su erección. Le enseñó cómo quería que lo acariciara, frotándolo con la palma arriba y abajo. Ella sintió el calor que le transmitía; un calor que le ascendió por el brazo y se extendió por todo su cuerpo, aliviando la tensión de los músculos.
Aprovechando que estaba distraída, Jasper reanudó su exploración, deslizando los dedos por la frágil barrera de sus muslos. La cubrió con la mano, reclamando esa parte de su cuerpo que hasta ese momento había sido terreno privado.
Levantó la cabeza para contemplarla mientras sus dedos se movían buscando la entrada a su interior.
—Ábrete a mí —susurró—. Déjame notar lo húmeda que estás.
Al ver que dudaba, la besó apasionadamente. Le resiguió el contorno de los labios con la lengua, antes de provocarla con varios lametones juguetones. Ella separó los labios con voracidad, levantando la cabeza de la cama para besarlo más profundamente. Pero él se separó en seguida, negándole la posesión que anhelaba.
Cuando Eliza soltó un gemido de frustración, los dedos de Jasper tamborilearon sobre su sexo.
Comprendiendo lo que quería, separó los muslos y colocó una pierna sobre la suya, sin esconderle nada.
—Así me gustas —susurró él, acercando los labios a su boca—: descarada.
Su lengua y sus dedos la penetraron al mismo tiempo. Eliza se retorció al notar la doble intrusión, gimiendo y empezando a sudar. Apretó su erección con ansia. Nunca se habría imaginado que pudiera ser tan atrevida.
—Tan prieta —la azuzó él, empujando con el dedo y retirándolo. Cuando lo volvió a hacer, ella abrió más las piernas y elevó las caderas—. Muy prieta y muy caliente.
Los dedos de Eliza encontraron la aterciopelada punta del pene que le asomaba por la cintura de los pantalones. Exploró la cabeza satinada con fervor, fascinada por su calor y la suavidad de su textura. Notó una gota de humedad en la punta. Deseó asirlo con fuerza y acariciarlo desde la base hasta el extremo.
—Ya basta —le dijo él, bruscamente, apartándole la mano.
Ella trató de agarrarlo otra vez, sin éxito. Jasper se echó hacia abajo en la cama, lejos de sus labios ansiosos y sus pezones atormentados.
—¡Jasper! —protestó Eliza, intentando incorporarse. Pero él deslizó los hombros bajo sus piernas, haciéndola perder el equilibrio.
Por un instante fue consciente de lo que planeaba, pero perdió la capacidad de pensar en cuanto su lengua inició su sensual asalto. La protesta murió antes de poder salir de sus labios. No tenía fuerzas para detenerlo, ni siquiera para acallar su escandalizada conciencia. Lo único que podía hacer era gemir y mover las caderas contra su boca, tratando de adaptarse a su ritmo, intentando silenciar el terrible anhelo que crecía en su interior.
—Así, muy bien —la animó él, levantándole un poco más las caderas.
Su lengua separó los tiernos pliegues de su sexo, abriéndolos, lamiéndola a veces con suavidad, a veces con firmeza. Jugó con ella, acariciándole la zona más sensible con la punta de la lengua.
Eliza levantó las caderas bruscamente. Quería más. Necesitaba más. Sabía que tenía que haber algo más y gimió desesperada.
Jasper volvió a penetrarla con el dedo, esta vez con más facilidad. Sus tejidos internos le dieron la bienvenida, presionando su dedo con avidez.
—Oh —gimió ella, cerrando los ojos con fuerza ante la intensidad de las sensaciones—. ¡Oh, Dios!
Dentro y fuera. Clavándose y retirándose. Bombeando en su interior. Eliza se retorció, pero Jasper la apresó con un brazo y le impidió moverse antes de añadir un segundo dedo.
Ella se estremeció violentamente ante la nueva invasión. Él la siguió besando, lamiendo, succionando…
Eliza alcanzó el orgasmo con un grito escalonado. Sus dedos se aferraban con fuerza a la colcha mientras las piernas le temblaban sin control.
En el momento álgido del clímax, Jasper hundió los dedos profundamente y los separó, rompiendo la barrera de su virginidad. Ella apenas sintió dolor, perdida en el placer que le proporcionaba su hábil lengua.
Gruñendo, como si compartiera sus sensaciones, Jasper no se detuvo hasta que Eliza no le apartó la cabeza, incapaz de soportar más placer.