—Ésta es la última —dijo el señor Reynolds, consultando el fajo de papeles que tenía en el regazo—. Como le dije en nuestro último encuentro, señorita Martin, la nueva inquilina fabrica jabones perfumados, aceites de baño y velas. Ahora mismo no tiene muchos compradores, pero he adquirido alguno de los artículos de la señora Pennington para mi esposa y creo que su clientela pronto aumentará.
Jasper tenía la mirada clavada en Eliza, sentada enfrente de él en el carruaje. Eran casi las dos de la tarde. Llevaban casi tres horas visitando sus propiedades, lo que le daba una idea de su nivel de riqueza.
Cada vez entendía mejor a los que se sentían irresistiblemente atraídos por su fortuna. De todos modos, si un pretendiente conocía el alcance de ésta, era porque tenía que haberlo investigado previamente. Eliza era muy cuidadosa a la hora de mantener el anonimato en sus negocios.
—Iré a comprar algo —dijo Eliza, mirando por la ventanilla del carruaje de Jasper. Era un vehículo perfecto para pasar inadvertida, ya que era cerrado y sin ningún escudo de armas—. Será interesante ver qué fragancia elige para mí.
Él reprimió la tentación de decirle que le gustaba exactamente cómo olía. No habría sido correcto con el señor Reynolds delante. Aparte de las cuestiones relacionadas con la seguridad, la visita de ese día estaba sirviendo para reafirmarlo en lo mucho que disfrutaba de la compañía de Eliza. Le gustaba conversar con ella y escuchar su opinión sobre las cosas.
Le habría gustado poder expresarse libremente, pero le parecía mejor mantener en secreto su acuerdo. A ojos de Reynolds, él era simplemente un amigo de Melville y un posible inversor interesado en participar en los planes de modernización de Eliza de algunas de sus fincas más antiguas.
—¿A qué distancia queda la tienda? —preguntó.
—A unas manzanas —respondió Reynolds—. Casi hemos llegado.
Jasper golpeó el techo del carruaje para que el conductor se detuviera.
—Iré andando desde aquí, pues. Mejor llegar por separado para que no nos relacionen.
Eliza lo miró con extrañeza un momento, pero luego asintió. Más tarde ya le preguntaría qué era lo que no había entendido. Jasper bajó del coche y cogió el bastón que ella le alargaba por la puerta entreabierta.
—Es el local con la marquesina a rayas rosa y blancas —le aclaró Reynolds.
—Gracias. —Tras saludar a Eliza llevándose los dedos al sombrero, Jasper se puso en marcha.
Ese día, además de darse cuenta de la auténtica magnitud de su fortuna, había descubierto otras cosas sobre Eliza. Aunque ni ella ni el señor Reynolds lo habían dicho abiertamente, él se había enterado de que Eliza alquilaba sus locales preferentemente a mujeres. Suponía que, si investigaba el asunto, comprobaría que se trataba sobre todo de viudas y solteronas.
Le parecía una labor social encomiable y la admiró aún más por ello. Sin embargo, la posibilidad de que sus problemas fueran causados por un inquilino insatisfecho le parecía cada vez más remota. Lo más probable era que éstos estuvieran agradecidos, no resentidos. Tendría que incluir en la red de investigados a los candidatos que habían sido rechazados.
Cada día que pasaba sin encontrar una buena pista, se ponía más nervioso. No era por el trabajo, sino por la sensación de peligro y amenaza que se apoderaba de él cada vez que perdía a Eliza de vista.
Al cabo de unos minutos, vio la alegre marquesina y su carruaje esperando en la entrada. Esta vez fue Reynolds quien se quedó en el coche mientras Eliza entraba en la tienda.
Una de las lecciones más valiosas que Lynd le había dado había sido la de que se rodease de gente de confianza y les pagase bien para que estuvieran contentos. «Mejor contar con dos personas a las que les confiarías la vida que con una docena por las que no pondrías la mano en el fuego», le había dicho.
Al parecer, Eliza era de la misma opinión. Terrance Reynolds estaba muy bien pagado, hecho que quedaba demostrado por la calidad de su atuendo y de sus complementos, desde el reloj de bolsillo de oro a su maletín de cuero. A cambio, él parecía sentir un auténtico afecto por Eliza y un sincero interés por servir sus intereses.
Al entrar en la tienda, la campanilla anunció su llegada. El local tenía las dimensiones perfectas para un establecimiento enfocado al sentido del olfato. El ambiente era fragante sin resultar agobiante. Sobre varias mesitas distribuidas por toda la tienda había muestras de productos, formando grupos muy alegres y coloridos.
Se quitó el sombrero.
—Buenas tardes, señor.
La voz le llegó del lado izquierdo, donde la tendera estaba colocando unos artículos en el mostrador, frente a Eliza. Era una mujer joven y bonita, rubia y de ojos azules. Tenía la figura de una cortesana, pero la cara de un ángel.
Él la saludó con una leve inclinación de cabeza y volvió su atención hacia Eliza. El color de su pelo llamaba más la atención que el cabello rubio de la propietaria del negocio, pero no tenía las exuberantes curvas de ésta ni sus rasgos clásicos. A pesar de todo, a él le resultaba mucho más agradable a la vista.
Desde el primer instante se había sentido físicamente atraído por ella. Entre los dos existía un magnetismo innegable que Jasper no había sentido con nadie más. Acostarse con ella no calmaría el deseo que le despertaba, sería más bien una celebración del mismo. Era la primera vez que alguien le provocaba esas sensaciones. Con ella no se trataba de lograr un objetivo, sino de disfrutar del proceso.
—Señorita Martin, qué casualidad encontrarla aquí. Hace un día precioso, ¿no le parece?
—Estoy totalmente de acuerdo, señor Bond —respondió ella, con los ojos brillantes.
La manera que tenía de mirarlo, sin disimular el placer que le producía su presencia, lo conmovía y excitaba a partes iguales. Le encantaba que no sintiera la necesidad de fingir en su presencia.
No podía quitarle los ojos de encima.
Eliza se ruborizó y se mordió el labio inferior, lo que hizo que a Jasper le aumentara la temperatura. Podía excitarse sólo con mirarla. ¿Sería consciente Eliza del efecto que tenía sobre él?
—¿Puedo ayudarlo a encontrar algo en concreto? —le preguntó la rubia, tras excusarse con Eliza. Se limpió las manos en el delantal que llevaba atado a la cintura y señaló a su alrededor—. ¿Busca algo floral o afrutado? ¿Con aroma a especias o a almizcle? Si me dice la edad y el sexo de la persona para la que quiere adquirir algo, puedo indicarle el producto más adecuado. O crear uno especial.
—¿Qué me sugiere para una joven apasionada, inteligente y con muy buen gusto? Nada común ni predecible.
—¿Es su esposa o su amante?
Jasper guardó silencio. Primero porque la pregunta le pareció indiscreta y, luego, buscando una posible respuesta.
—Es importante saberlo —explicó la vendedora mirando a Eliza—. Si dispongo de toda la información, podré ofrecerle un producto que asegure el éxito de su compra. Y si queda satisfecho, me recomendará a sus conocidos, y eso ahora mismo me hace mucha falta.
—¿Cómo negarme entonces, señorita…?
—Señora Pennington.
Jasper se fijó en que no parecía mayor que Eliza.
—¿Qué le parece si echo un vistazo mientras usted atiende a la señorita Martin?
—La señorita Martin está seleccionando sus aceites esenciales favoritos, que es lo mismo que me gustaría que usted hiciera.
—Empezaré por lo mismo que ella, pues.
La señora Pennington le hizo un gesto para que la siguiera. Mientras dejaba espacio libre en otro mostrador, iba mirando a Eliza furtivamente. ¿Tendría miedo de que le robara las muestras?
Jasper permaneció en silencio. No quería distraerla para poder acabar cuanto antes. Cuando la joven le dio instrucciones para elegir el aroma adecuado, él le aseguró que podría elegir sin ayuda.
La señora Pennington regresó entonces junto a Eliza. Jasper se fijó en si la vendedora lo miraba a él de reojo, como había hecho con ella, pero no fue así. La que lo miró varias veces fue la propia Eliza.
Nunca se habría imaginado que sería tan excitante que lo observaran. Suponía que era porque, hasta ese momento, nunca lo había observado la persona adecuada.
Cuando Eliza llegó a casa, se quitó los guantes y revisó el correo que el mayordomo había dejado en una bandeja de plata sobre la consola. Dejó las que le parecieron cartas personales para su tío y se llevó el resto para leerlas en la habitación. Quería comer algo y tomar una taza de té, pero pediría que se lo subieran.
A mitad de camino, oyó que Melville la llamaba desde abajo. Volviéndose, le sonrió.
—¿Sí, milord?
—¿Podría hablar un momento contigo? —le preguntó, tratando de enderezarse el chaleco sin éxito, porque lo tenía mal abrochado.
—Por supuesto. —Mientras bajaba la escalera, Eliza miró al mayordomo y pidió—: ¿Podría decirle a la señora Potts que lleve el té al laboratorio del señor conde?
El sirviente desapareció rápidamente para cumplir sus instrucciones.
Eliza siguió a su tío, desviándose un momento para recoger su correspondencia. Pasaron frente al despacho de ella y, al llegar al final del pasillo, giraron a la derecha. Allí estaba la estancia donde el conde pasaba la mayor parte de su tiempo.
Eliza chasqueó la lengua al darse cuenta de que las cortinas estaban aún corridas a pesar de la hora que era. La habitación estaba iluminada por numerosas velas que producían luz, pero también humo.
—Hace un día precioso —lo reprendió ella, dejando la correspondencia sobre una de las mesas alargadas, antes de dirigirse hacia las ventanas.
Tras descorrer las cortinas, abrió todas las ventanas una por una.
—Demasiada luz —protestó su tío, parpadeando como un búho.
—Necesitas luz. Los humanos no prosperamos en ambientes oscuros, no somos champiñones.
—¡Champiñones! —exclamó lord Melville, chasqueando los dedos—. ¡Brillante, Eliza!
Entonces se sentó a su mesa y empezó a escribir.
Ella cogió uno de los taburetes de madera que había bajo una mesa cubierta de tubos y botellas de distintos tamaños. Mientras esperaba pacientemente a que su tío acabara de escribir, fue apagando las velas, innecesarias ahora que la luz del día iluminaba la habitación, grande y desordenada. La multitud de líquidos de colores almacenados en matraces y botellas desprendían rayos de luz que se reflejaban en el suelo. No era difícil comprender que el hombre se sintiera fascinado por sus experimentos.
Cuando la señora Potts entró con el servicio de té en una bandeja, Melville pareció darse cuenta de que su sobrina estaba allí.
—¡Oh, Eliza! —exclamó, rascándose la cabeza—, disculpa la espera.
Ella se echó a reír.
—No pasa nada.
Disfrutaba compartiendo esos momentos de intimidad con él. Aparte de que era el único miembro de su familia que le quedaba, le gustaba que no sintiera la necesidad de llenar cada segundo con charlas intrascendentes. Cuando estaba con su tío no tenía que medir las palabras, ni considerar y reconsiderar cada frase antes de decirla. Con casi todo el mundo, Eliza debía utilizar un lenguaje sencillo si quería que la entendieran. Pero con esa simplificación se perdía parte de lo que había querido expresar.
Se levantó para servir el té.
—Montague ha venido de visita esta mañana —le dijo su tío.
—¡Oh! —Ella alzó las cejas—. ¿Y por qué me inquieta oír eso?
—Porque sabes para qué ha venido. Me ha pedido permiso para proponerte matrimonio.
Eliza contuvo el aliento.
—¿Te ha dado alguna razón que le haya hecho pensar que voy a aceptar su propuesta?
—No, todo lo contrario. Ha dejado muy claro que, aunque le parece que disfrutas de su compañía, no cree que desees casarte con él.
Ella sonrió.
—Y a pesar de todo, te ha pedido permiso para intentarlo.
—Estaba preocupado por algunos rumores que le llegaron ayer sobre el accidente en Somerset House. Al parecer, hay quien piensa que no fue un accidente. —Melville cogió la taza de té que le ofrecía su sobrina—. ¿Por qué no me contaste lo que había pasado?
—No me pareció necesario alarmarte. Fue un desgraciado accidente, pero nadie resultó herido.
Su tío la miró fijamente.
—¿Contratas a un detective para protegerte y ahora le quitas importancia a este nuevo ataque?
—Pues sí. Lo de ayer fue tan peligroso que no creo que esté relacionado con los demás episodios —argumentó ella—. Podría haber muerto. ¿De qué le serviría a nadie muerta? Y el escenario era un lugar muy concurrido. El responsable se exponía a ser descubierto. No. Francamente, no creo que sea obra del mismo autor.
—En cualquier caso, le he dado mi permiso a Montague.
Eliza reconoció el tono de su tío. Había tomado una decisión.
—Eso me temía.
—Me hago mayor. Me gustaría saber que hay alguien en tu vida que se preocupa de tu bienestar, que se ocupa de ti de manera sincera, no a cambio de dinero.
—Puedo cuidar de mí misma. —Con las pinzas de plata preparó un plato para él, colocando virutas de jamón junto a un bollo.
—Contratando a alguien.
—Casarme con Montague no sería tan distinto.
—Pero sería una compañía más estable. Y, además de hijos, también te proporcionaría un título y las responsabilidades que lo acompañan. Tu vida estaría llena y no estarías sola.
—Me gusta estar sola.
—No puedo soportar la idea —replicó Melville, dejando la taza en la mesa—. No he olvidado nuestro acuerdo. Sé que ésta es tu sexta y última temporada social. Crees que serás más feliz viviendo retirada, en el campo, pero yo no estoy de acuerdo.
—No tenía previsto vivir apartada del mundo.
—Le he dicho a Montague que cuenta con mi permiso para tratar de hacerte cambiar de opinión y le he deseado buena suerte. No he hecho nada irreparable, espero.
—¿Te haría feliz que me casara con alguien o sólo con Montague? —preguntó ella, echándose un poco de leche en el té—. Parece que te gusta mucho.
—Conocí a su padre. Lo vi en un par de ocasiones —respondió su tío, encogiéndose de hombros—. Me pareció un tipo agradable. Y Montague está muy decidido a obtener tu mano. Eso me gusta. Pero si tú eligieras a otro hombre, apoyaría tu elección.
—Gracias, milord. Lo tendré en cuenta.
—Me estás dando la razón como a los tontos para cambiar de tema.
Eliza ocultó su sonrisa tras la taza de té.
—No, claro que no. De hecho, esta conversación me ha resultado muy útil. Ahora veo a lord Montague con otros ojos. Tienes razón. Su determinación es llamativa. Igual que la tuya. Supongo que ésa era su intención. Quería hacerme ver que iba en serio y quería asegurarse de que contaría con tu apoyo. Me dijo que ahora me entendía mejor, y creo que tenía razón. Se ha dado cuenta de que no va a conquistarme con flores. Necesita una estrategia menos ortodoxa, más astuta. Le reconozco el mérito.
Aunque no lo suficiente como para casarse con él, pero no vio necesario decirle eso su tío. Estaba disfrutando demasiado de ese rato con el conde como para estropearlo llevándole la contraria. Le señaló el platito con la mano para recordarle que comiera.
—Buena chica —dijo él—. ¿Qué tal van las investigaciones del señor Bond? ¿Él tampoco le da importancia a que caigan enormes estatuas a tu paso?
Sólo con oír pronunciar su nombre se le aceleró el corazón.
—Ojalá. Al contrario, se preocupó mucho. Suficiente por los dos. Si alguien provocó el accidente intencionadamente, el señor Bond lo descubrirá. También le gustaría reunirse contigo.
—Sí, sí, dile que venga cuando quiera. Si espera a que yo encuentre un buen momento, no nos veremos nunca. Por mí que no quede, pero no creo que le sirva de gran ayuda. Yo nunca estaba contigo cuando te han atacado.
—Es que ha ampliado la investigación —le explicó ella—. Quiere descartar que los ataques no se deban a viejos resentimientos dirigidos a ti, a mamá o al señor Chilcott.
—Ah, bueno… Sí, me parece razonable.
Siguieron tomando el té en un cómodo silencio durante el cual Eliza pensó en las palabras de su tío sobre lo de tener compañía permanente. Hasta ese momento nunca la había echado de menos. Estaba acostumbrada a comer con él en silencio y le parecía lo normal. No se había planteado que ese silencio podría resultar ensordecedor si estuviera sola.
Había una gran diferencia entre estar sentada tranquilamente sin decir nada al lado de alguien y estar sentada sola. Era reconfortante saber que tenía con quien hablar si sentía necesidad de hacerlo. No era lo mismo que guardar silencio porque no había nadie cerca.
—¿Qué te preocupa, querida?
—Nada, milord.
—Soy consciente de que la negación es una reacción muy femenina, pero no es propia de ti. Tú eres demasiado directa para evasivas.
Eliza negó con la cabeza.
—He aprendido que a veces es mejor guardar silencio si con tus palabras vas a suscitar una discusión infructuosa.
—Ah… tu madre. Alguna vez tendrás que hablar de ella.
—No veo por qué.
—Tal vez si lo hicieras —murmuró su tío entre mordiscos— podrías dejar de tenerla en cuenta antes de tomar cada decisión.
—Yo no… —Eliza empezó a protestar, pero se detuvo al ver la mirada de su tío.
Tenía razón, como siempre.
Finalmente, Melville volvió a sus notas y ella se levantó para dirigirse a su habitación. Al ver el correo, lo cogió y dejó las cartas personales de su tío en la cesta donde éstas se amontonaban. La cesta estaba a rebosar.
Eliza negó con la cabeza. Hacía tiempo que había aprendido a separar el correo personal del conde del resto (para pagar las facturas a tiempo, por ejemplo), pero estaba claro que el hombre estaba descuidando sus relaciones personales más de lo habitual.
—¿Qué podría hacer para que vaciaras la cesta? —preguntó, añadiendo las nuevas cartas al montón.
—¿Qué? —Su tío dirigió la vista hacia ella y luego hacia la cesta—. Santo Dios.
—Exactamente. —Eliza cogió las cinco primeras y se las acercó—. ¿Quieres empezar por éstas?
Él suspiró.
—Si insistes.
—Gracias. —Le dio un beso en la mejilla para agradecerle el esfuerzo.
—¡Ja! —exclamó Melville—, ésta es tu venganza por lo de Montague.
Eliza se marchó de la habitación riendo.
Jasper se echó hacia atrás en la silla, tamborileando con los dedos sobre el escritorio.
—¿Cuánto tiempo ha pasado allí?
—Una hora, más o menos —respondió Aaron, sosteniéndose el sombrero contra el pecho con las dos manos. Se había quedado en la puerta del despacho de Jasper, balanceándose sobre los talones—. Tal vez un poco más.
—Ya sabes para qué ha ido —comentó Westfield desde su lugar habitual en el sofá.
—No, no lo sé. Ella lo rechazó —replicó Jasper, malhumorado.
—Razón de más para ganarse el apoyo de Melville. No seas obtuso, Bond. Las mujeres son muy sensibles a la presión familiar a la hora de casarse. Siempre ha sido así.
Él se golpeó la palma de una mano con el otro puño.
—¿Crees que Montague es el responsable de los problemas de la señorita Martin? —preguntó el conde.
—La verdad es que no lo sé.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Hablaré con ella.
¿Cómo habría reaccionado a la noticia? ¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar para hacer feliz a su tío?
Imaginarse a Eliza con Montague tenía sobre él un efecto devastador.
No poder verla inmediatamente era un tormento. Las normas y reglas que marcaban cuándo debía verla y cuándo no le resultaban absurdas y muy molestas.
Enderezándose en el asiento, destapó el bote de tinta y mojó una pluma en él. Tras escribir una rápida nota, la secó con arena antes de doblarla. Después de sellarla, se la entregó a Aaron.
—Lleva esto a la residencia de los Melville.
Aaron se acercó para recoger la nota.
—Puede que la señorita Martin te necesite tras leer la nota —añadió Jasper—. Quédate hasta que la haya leído y, si te necesita, ponte a su servicio. Cuando hayas acabado con eso, quiero que investigues a una tal señora Pennington, que acaba de abrir una tienda en Peony Way. La tienda tiene una marquesina a rayas blancas y rosa. La dueña es una rubia preciosa. Hay algo en ella que no me cuadra. Descubre de qué se trata.
—Así lo haré, Bond.
Cuando el hombre se hubo marchado, Westfield se levantó para servirse un brandy.
—Qué lástima que Montague haya movido ficha con tanta rapidez. Si hubiera sido cualquier otro de sus pretendientes, podrías haber matado dos pájaros de un tiro animándola a casarse. De ese modo, Montague se quedaría sin la fortuna de la señorita Martin y tú podrías lavarte las manos, dejando su seguridad en manos del futuro marido. Siempre y cuando pudieras demostrar que el candidato no era el culpable, claro.
—Claro.
Las palabras de su amigo no lo ayudaron a mejorar su humor. Al contrario. Se ensombreció más al darse cuenta de que desbaratar los planes de Montague y cumplir su misión con éxito habían pasado a un segundo plano en sus prioridades. Todo quedaba eclipsado por el deseo de poseer a Eliza.
—Su visita a Melville House explica la nota que Montague me ha enviado hoy —siguió diciendo Westfield—. Me aseguraba que pronto podría recuperar la finca de su madre.
—Es igual que su padre. Arrogante hasta la estupidez.
A menos que la tranquilidad de Montague se debiera a otra cosa. Tenía que averiguarlo inmediatamente.
—¿Qué esperas conseguir hablando con la señorita Martin? —preguntó Westfield, volviéndose hacia él—. ¿Espera que hagas el papel de casamentero además del de pretendiente?
Jasper resopló.
—Estás muy susceptible últimamente, Bond —se quejó el conde—. Tal vez deberías descansar una noche. Relájate un rato en el club de Remington.
—Montague podría conseguir a cualquier heredera que se propusiera. ¿Por qué está tan decidido a conseguir a ésta? Una joven ya no tan joven, con un carácter difícil, que le ha dicho varias veces que no quiere casarse con él… No lo entiendo.
—Tal vez sea ése precisamente su atractivo. —Westfield se dejó caer en una de las sillas que había frente al escritorio. Parecía estar cómodo y aburrido al mismo tiempo. Eran dos estados que a Jasper le resultaban muy poco familiares—. Una mujer puede ser una molestia si está demasiado pendiente de un hombre. Si la señorita Martin sabe entretenerse sola, Montague podrá disfrutar de las ventajas de estar casado con una heredera madura y atractiva, sin ninguno de los inconvenientes. Sé que te cuesta entenderlo, Bond, pero los hombres a veces se mueven por razones sencillas. No siempre hay un plan malvado detrás.
—Pero siempre hay un plan malvado detrás de todas las acciones de Montague.
—¿Tan seguro estás de que el hijo es igual que el padre? ¿O eso te da igual?
—Estoy seguro —respondió Jasper, levantándose.
—Míralo por el lado bueno. Tal vez su movimiento precipite los acontecimientos. El culpable se verá forzado asimismo a mover ficha.
—No me tranquiliza nada pensar que un loco pueda estar tan desesperado como para actuar precipitadamente.
Westfield observó a su amigo mientras bebía un sorbo de brandy.
—Pareces un animal enjaulado. Nunca te había visto tan inquieto. ¿Tan importante es para ti acabar con él?
Jasper tardó un poco en responder. No quería compartir sus pensamientos con Westfield. Eran demasiado personales y vehementes.
—¿Alguna vez has deseado algo con tanta fuerza que no pudieras imaginar la vida sin conseguirlo?
—¿Algo como qué?
—Cualquier cosa.
—Una vez un caballo. —Westfield sostenía la copa entre ambas manos, calentando el licor—. Fue en la subasta de Tattersall’s. Ofrecí menos de lo que valía y me quedé sin él. Durante semanas le estuve dando vueltas. Si me volviera a encontrar en la misma situación, no sería tan prudente.
—¿Habías montado en él?
—No, pero lo había visto galopar y lo examiné en los establos. Era un animal precioso. En cuanto lo vi supe que sería perfecto para mí.
—¿Aún lamentas la pérdida?
El conde se encogió de hombros.
—A veces, pero no muy a menudo. Ya hace tiempo de eso. Suelo decirme que seguro que el animal tenía algún problema y que me libré de cargar con él. Que si el destino hubiera querido que estuviéramos juntos, lo habría conseguido.
—No creo en la predestinación. Creo que cada cual forja su destino.
Jasper se frotó la mandíbula y cayó en la cuenta de que debería afeitarse. A esa hora de la tarde la barba le había crecido lo suficiente como para irritar la piel de Eliza al besarla. Si es que ella iba allí…
—Es cierto que nuestras circunstancias son muy distintas —reflexionó Westfield—. Lo que tú sientes, más que deseo, es… sed, ¿no?
—Sed, sí. —Era evidente que su amigo estaba confundiendo su hambre de Eliza con la sed de venganza. Pensó que lo mejor sería no sacarlo de su error—. Es una buena definición.
Tras acabarse el brandy, Westfield se levantó de la silla.
—Seguiré ayudándote en tu búsqueda de venganza, Bond. No estás solo en esta lucha, te guste o no.
El conde lo conocía lo suficiente como para saber que no soportaba depender de nadie.
—Ya has hecho más de lo que nunca podré pagarte. Conseguir la escritura de propiedad de Montague era mi sueño desde hacía muchos años.
—No soy más que la máscara tras la que te escondes —replicó Westfield con una sonrisa triste—. Tú eres el que ha intervenido en cada inversión que podría haberlo salvado. Y el que les dio fondos a aquellos jugadores expertos para que le ganaran a las cartas. Tú eres el que ha trabajado incansablemente durante años y ha gastado sus ganancias en arruinarlo. Recuérdame que no te haga enfadar, Bond. No eres muy agradable con tus enemigos.
—No podrías —respondió Jasper—. Tienes demasiado sentido del honor como para hacer nada que se ganara mi antipatía. Te guste o no —añadió, sonriéndole.
—Santo Dios, no repitas eso donde alguien pueda oírte, por favor —dijo su amigo y miró la hora—. ¿Quieres que vuelva a las diez para empezar el seguimiento de la señorita Martin?
Jasper vio que eran poco más de las cinco.
—Mejor a las once, ¿te parece bien?
—Pues sí, no me oirás quejarme —respondió Westfield mientras se marchaba—. He pasado más tiempo contigo que con nadie durante los últimos días. Sin ánimo de ofender, no eres ni la mitad de encantador que las mujeres.
—Eso espero —murmuró Jasper, acompañándolo hasta el vestíbulo y dirigiéndose a la escalera tras despedirse de él.
—Te recomendaría que siguieras mi ejemplo. Sería un alivio encontrarte menos gruñón esta noche —le espetó su amigo.
Jasper se detuvo con un pie en el primer escalón, sintiendo el temblor que lo asaltaba cada vez que tenía que verse con Eliza.
—No hace falta que seas muy puntual esta noche —contestó por encima del hombro, antes de acabar de subir los escalones de dos en dos.
—Tiene mérito que me diga eso un obseso de la puntualidad —replicó el conde—. Creo que te has contagiado de la locura de los Melville.
Jasper pensó que ésa también era una buena definición.
Eliza se preguntó cómo sería la casa, mientras descendía del carruaje que la había dejado en la callejuela que daba a la parte trasera de la vivienda de Jasper.
El hombre que le había llevado su nota le indicó que se diera prisa y la guió por un camino de losas que cruzaba un jardín en buen estado pero sin adornos.
Estaba fijándose en la austeridad del césped cuando Jasper apareció ante la casa, provocándole un escalofrío de placer.
Llenaba el vano de la puerta con sus anchos hombros. Tenía las piernas separadas, y la luz que tenía detrás resaltaba sus poderosos muslos. La hechura de los pantalones era tan ajustada que dejaba poco a la imaginación.
Por primera vez, la visión del cuerpo de un hombre le encendía la sangre. Desde su primer encuentro había sentido una fuerte respuesta física a su cercanía. Y cada mirada que él le dirigía no hacía más que aumentar la intensidad de esa atracción.
—Eliza. —Había algo muy íntimo en cómo pronunciaba su nombre.
Al llegar a los escalones que subían a la casa, él alargó la mano para ayudarla. No llevaba guantes. Era una mano tan fuerte y capaz… En ese instante, Eliza decidió que le encantaban sus manos.
Se quitó el guante antes de cogérsela, deseando sentir la calidez de su piel. Una agradable sensación le ascendió por el brazo. Jasper le apretó los dedos, como si él también la hubiera sentido. Mirándolo sin bajarse la capucha de la capa, advirtió que su hermoso rostro estaba muy serio.
—¿Pasa algo malo? —le preguntó. Estaba preocupada desde que había recibido su nota.
—Entra.
Mirando por encima del hombro, Eliza vio que el joven que la había acompañado se había ido. Durante el trayecto, había habido otros hombres protegiéndola, pero no habían entrado en el jardín. En la nota, Jasper le decía que le pidiera a su enviado que la acompañara, si ella así lo deseaba. Cuando Eliza aceptó, el hombre lo activó todo con rapidez.
La habían sacado de la casa por una puerta lateral y la habían metido en un coche de alquiler que los estaba esperando. Habían tomado una ruta tortuosa, pasando varias veces por el mismo sitio para asegurarse de que nadie los seguía.
Jasper la guió hasta un despacho. Los sentidos de Eliza quedaron embargados por mil sensaciones en cuanto entraron en la habitación. La mezcla de tonos azules con el color caoba de la madera la sorprendió, aunque no habría sabido decir qué decoración esperaba. Los sillones orejeros y los mullidos sofás revelaban un gusto por la comodidad, aparte de por la funcionalidad.
Al momento supo que él pasaba mucho tiempo en esa estancia y eso le despertó el deseo de explorar todos sus rincones.
Jasper se le acercó por la espalda y le puso las manos en los hombros. Ella se tensó, no de miedo sino de expectación. Lo oyó respirar hondo, como si estuviera aspirando su aroma. Era un acto muy propio de él. Era un hombre en armonía con su naturaleza. Se fiaba de sus sentidos y de su instinto, como buen depredador que era. Eliza se sentía muy atraída por esa parte de su personalidad y halagada de despertar a su fiera interior.
—¿Puedo? —preguntó él, señalando la capa.
Eliza asintió.
Jasper le retiró la capucha, dejando al descubierto su cara y se detuvo, sin poder disimular la tensión.
De repente, el sencillo acto de quitarse una capa se convirtió para Eliza en mucho más, al comprender que él no la había invitado para hablar de ningún asunto urgente. Aquella capa era la primera de las muchas que Jasper quería quitarle esa noche.
Ahogando una exclamación, se estremeció.
Él le apoyó la cabeza en la coronilla mientras le sujetaba la parte alta de los brazos con delicadeza pero con firmeza al mismo tiempo.
—¿Te quedas? —le preguntó con voz ronca.
Ella dudó, pero sólo un instante.
—Sí.