5

Jasper observó a Eliza mientras ésta miraba a su alrededor buscando pruebas de lo que él había dicho. Verla le provocó una ternura tan grande que incluso le impidió hablar durante unos momentos.

Eliza volvió a mirarlo con atención.

—Pues no parece que lady Collingsworth se haya dado cuenta tampoco.

—Ah, Eliza —murmuró él con afecto—. Lynd me advirtió que me volverías loco. Tenía razón, como siempre.

Ella frunció los labios con fuerza.

—Empiezo a pensar que soy tonta —se quejó—. Llevo todo el día sin entender nada.

A Jasper su confusión le resultó adorable. Ojalá pudiera comportarse con más delicadeza, pero no era un hombre delicado. Aunque al oírla hablar de apareamiento le había chocado el término, ahora le parecía muy adecuado. Su deseo por ella se había desatado; le ardía la sangre y no sabía cómo iba a poder aguantar. Si hubieran estado solos, se la estaría follando allí mismo. Se estaría apareando con ella. Le clavaría la polla hasta el fondo para que no le quedara ninguna duda de que su interés era sincero, no una actuación.

Echó los hombros hacia atrás, tratando de librarse de la tensión. No podía hablarle de sexo en ese momento, ni siquiera para aclarar sus dudas. Estaba demasiado excitado. El discurso le saldría demasiado grosero y la asustaría con su vehemencia. Y no estaba seguro de que ella quisiera lo mismo que él. Sabía que el cuerpo de Eliza lo deseaba. Ver su reacción en el carruaje había sido la experiencia más excitante de su vida. Pero, al mismo tiempo, estaba abrumada. No pensaba con claridad. Y ella necesitaba tomar una decisión racional antes de meterlo en su cama.

Lo estaba mirando con desconfianza.

Jasper la invitó a seguir andando. Necesitaba ponerse en movimiento. No se le escapaba el hecho de que Eliza lograba ponerlo en ese estado sólo hablando. No necesitaba ni mirarlo ni tocarlo, sólo decir unas palabras inocentes y sinceras.

—Quiero que me enseñes a bailar.

—¿De verdad? —El entusiasmo de Eliza fue la mejor de las recompensas.

—Sí, como compensación por darle mi baile a otro hombre. —Y, de paso, conseguiría que pasaran más rato juntos.

La sonrisa de Eliza era un espectáculo delicioso.

—Debo advertirte que no soy buena enseñando. Ni a bailar ni a nada. Me falta paciencia. Me canso en seguida.

—Bueno, yo aprendo rápido —le aseguró él para convencerla.

Pensaba compensarla de otras maneras, pero era pronto para decírselo.

—De acuerdo. Valdrá la pena intentarlo.

Al volver a mirar los retratos colgados en la pared, Jasper reconoció que estaba disfrutando de la exposición. No solía ir a éstas porque no le gustaban las aglomeraciones. En ese momento la sala estaba casi llena, pero la gente hablaba en voz baja, por lo que el ruido no era molesto.

No debería sentirse cómodo. Era un chucho entre perros de raza, pero Eliza lo hacía sentir como si tuviera derecho a estar entre ellos. A él eso le daba igual, siempre y cuando pudiera estar a su lado.

—¿Cuál es tu cuadro favorito hasta el momento?

—Creo que ése —respondió Jasper, señalando la imagen de un caballo al galope—. Casi se puede sentir el viento al mirarlo.

—El mío es ése. —Eliza tiró de Jasper hasta llegar frente al retrato de una ninfa que bailaba con el pelo al viento—. Hace falta mucho talento para transformar unos tubos de pintura en una imagen que parece estar a punto de salir de la tela. Merece toda mi admiración.

—Me alegro de que hayas venido conmigo y no con Tolliver.

—Yo también —respondió ella, apretándole el brazo.

Siguieron visitando la exposición con calma, deteniéndose cada pocos pasos para admirar las numerosas obras que llenaban las paredes.

Tras una hora, Eliza se excusó:

—¿Te importa si te dejo solo un momento?

El primer impulso de Jasper fue decirle que no.

—Sólo un momento —respondió al fin.

Ella se marchó. Él pensaba que iría a hablar con algún conocido o a comentar alguna cosa con lady Collingsworth, pero lo que hizo fue salir de la sala. La siguió para asegurarse de que estaba a salvo.

Sin embargo, lady Collingsworth lo interceptó hábilmente.

Jasper la saludó con una inclinación de cabeza.

—Me gustaría que nos conociéramos mejor, señor Bond —dijo la mujer, agarrándose de su brazo con una mano e indicándole que siguieran caminando con el abanico que llevaba en la otra.

—¿Ah, sí? —Jasper se volvió hacia la salida, a tiempo de ver que los hermanos Tolliver se marchaban.

—La madre de Eliza era una buena amiga mía. Tras la muerte de la querida lady Georgina, la tomé bajo mi protección. La quiero como si fuera mi propia hija.

—Es una joven excepcional.

—No tan joven —replicó ella, con una mirada cargada de intención—. Lleva seis temporadas sin obtener resultados.

—Porque Eliza así lo ha querido. Pero es joven y no sólo en años. Por lo que respecta a las emociones se comporta como una niña.

—Cualquiera diría que la conoce bien, pero yo no había oído hablar de usted hasta ayer. ¿Por qué está aquí, señor Bond? ¿Y cuándo piensa volver al lugar del que vino?

Mientras doblaban una esquina, Jasper consideró qué respuesta debería dar. Una mentira apresurada podría traerle problemas a Eliza.

—Estoy aquí por negocios.

—¿Es usted un hombre de negocios? —Lady Collingsworth se apartó lo suficiente para examinarlo de arriba abajo—. Parece que no le van nada mal.

Él sonrió.

—¿No perseguir a la señorita Martin por su fortuna me da puntos ante usted?

—Depende de cuál sea la auténtica razón por la que la persigue. No estoy ciega. He visto cómo la mira.

—Yo tampoco estoy ciego.

—¡Qué descarado! —lo reprendió la dama, con los ojos brillantes—. ¿Cuáles son sus intenciones?

Jasper se quedó mirando un cuadro del tamaño de medio carruaje, mientras pensaba la respuesta. Finalmente, se decidió por una explicación neutra:

—Quiero que esté a salvo y feliz.

Pero a pesar de lo que afirmaba, sus intenciones podían poner en peligro tanto la felicidad de Eliza como su seguridad. Sin duda, ella estaba más tranquila ignorando las pasiones que nublan la razón. Su simple trato ya la había hecho sentirse desorientada y con dificultad para razonar.

—Unas intenciones excelentes —sentenció lady Collingsworth—. No podría estar más de acuerdo con usted. ¿Puedo sugerirle que haga su proposición cuanto antes? Sería fantástico que pudiera disfrutar de unas cuantas semanas en sociedad como mujer prometida.

Él sintió que los hombros se le volvían a tensar, pero por otro motivo. Con cautela, respondió:

—No sé si sería el candidato más adecuado para ella.

—Ya veo. —Durante unos momentos, lady Collingsworth se limitó a tamborilear con los dedos en su brazo—. ¿Sabe, señor Bond, que puedo contar con los dedos de una mano las veces que he visto sonreír a Eliza en público?

—Es cierto. No sonríe mucho —respondió Jasper, con una gran sensación de triunfo por la radiante sonrisa que ella le había dedicado ese mismo día.

—Le sugeriría que deje a Eliza elegir con quién quiere estar segura y feliz. En los negocios es necesario especular, pero en los asuntos del corazón, eso a menudo lleva a equivocarse.

—Lo tendré en cuenta.

La mujer lo miró con una media sonrisa.

—Ya veo qué le gusta de usted, señor Bond. Sabe escuchar. Sospecho que no se fía de lo que le cuentan; que prefiere oír las cosas de primera mano.

Habían dado la vuelta. Al volver al lugar de partida, lady Collingsworth lo soltó. Tras una apresurada reverencia, Jasper salió de la sala a toda prisa, sólo para volver a ser interceptado, esta vez por lord Westfield, que estaba a punto de entrar en la exposición del brazo de una rubia de aspecto delicado.

—Caramba, Bond —exclamó su amigo, a modo de saludo—, ¿adónde vas tan de prisa?

El conde se inclinó hacia su compañera y le susurró algo al oído. Cuando alzó la cabeza, ella sonrió y lo miró con una expresión que prometía todo tipo de cosas deliciosas. La joven entró en la sala dejándolos a solas.

—La señorita Martin ha salido hace unos minutos —comentó Jasper.

—Y tú la estás siguiendo con notable impaciencia.

—Es la segunda vez que me interrumpen. —La mirada que le dirigió le dejó claro quién era el culpable de la segunda interrupción.

—Bien, en ese caso, lo mínimo que puedo hacer es indicarte el camino al tocador de señoras. Supongo que es allí a donde te dirigías. A menos que la hayas asustado y se haya marchado del edificio. Reconozco que cuando frunces el ceño de esa manera, me asusto hasta yo.

Jasper gruñó.

Westfield se echó a reír y le dio unas breves indicaciones. Él agradeció la información, pero no tanto la diversión que su amigo estaba obteniendo a su costa.

Llevándose los dedos al sombrero, fue en busca de Eliza. Llevaba varios minutos sin verla. En algunas mujeres eso no llamaría la atención, pero era demasiado tiempo para una mujer que no prestaba atención a su aspecto. Al volver una esquina, le llegó el sonido de su voz, aunque no la veía, pues una estatua se interponía entre ellos.

La estatua, una figura masculina, estaba en el centro de un pasillo, sobre una plataforma movida por rodillos. Eliza les estaba explicando a los trabajadores con calma y eficiencia que una de las ruedas se había encallado en la guía.

Jasper se dirigió hacia allá negando con la cabeza. Qué típico de ella estar ofreciendo consejo sobre temas de ingeniería, aunque fuera a una escala tan modesta. Sonrió con afecto.

Eliza lo había acusado de ser un hombre inclinado a las actividades físicas, y no le faltaba razón. Pero, al parecer, una mente rápida le resultaba tan atractiva en una mujer como su cuerpo desnudo.

—Señorita Martin —la llamó.

—Señor Bond —dijo ella, asomándose por detrás del muslo de la estatua—. Llevo viéndole el trasero a esta estatua varios minutos. Al parecer, se ha trabado una rueda.

—¿Cree que podría rodearla, apretándose un poco contra la pared? —preguntó Jasper examinando el espacio.

Lo cierto era que no había demasiado. El pasillo era amplio, pero la estatua era enorme.

—¿Hay otro modo de salir de ahí? —les preguntó a los dos sudorosos trabajadores que trataban de meter la escultura en una salita adyacente.

—Sí —respondió el más alto de los dos, aprovechando para sacarse un pañuelo del bolsillo y secarse la frente.

El otro hombre, que aparentemente no quería detenerse ni siquiera en deferencia a una dama, dio un fuerte empujón a la plataforma. La rueda se desencalló y la estatua se tambaleó hacia delante. La madera crujió amenazadoramente y una de las gruesas cuerdas que aseguraban la escultura se rompió. El sonido que hizo al romperse recordó un latigazo.

Horrorizado, Jasper vio que la estatua caía hacia ella.

—¡Eliza! —gritó, tratando de acercarse, aunque era imposible.

La plataforma volvió a crujir y la rueda problemática salió rodando por el pasillo.

Los acontecimientos se precipitaron. El estruendo de la escultura al romperse fue ensordecedor en aquel espacio cerrado. Los restos rotos de la obra de arte levantaron una espesa nube de polvo.

Jasper no veía a Eliza en medio de la polvareda.

Pasando por encima de la plataforma, llegó hasta donde la había visto por última vez. El torso de la estatua estaba a un lado, de una pieza.

Jasper estaba tan angustiado que no podía respirar y mucho menos pensar. Se tambaleó.

Le llegaron gritos desde distintas zonas del edificio, que competían con los fuertes latidos que lo ensordecían.

—Cielo santo —oyó decir a Eliza—, qué desastre.

Se volvió hacia la voz. Ella estaba bajo el marco de una puerta cercana, contemplando la destrucción.

«Dios mío, gracias».

Pisando los trozos rotos de la estatua, Jasper llegó hasta ella y la abrazó con fuerza.

—Parecía como si la cuerda hubiera sido parcialmente cortada. —Con la tercera copa de brandy en la mano, Jasper paseaba frente a la chimenea apagada de su despacho. Se había quitado la chaqueta y el chaleco y los había tirado sobre una silla, pero seguía sofocado, como si le faltara el aire—. Pero no hay manera de estar seguro. Sólo me dejaron echarle un vistazo rápido.

—Pero tú no crees que fuera un accidente —dijo Westfield desde el sofá—, a pesar de que se encontraba en un sitio público y que le hubiera podido pasar a cualquiera.

—La señorita Martin dice que la estatua estaba en un pasillo lateral cuando entró en los servicios. Fue al salir cuando se la encontró en medio del paso.

—A aquellos dos hombres les estaba costando mucho manipularla. Parece tarea imposible para una persona sola.

—Pero una rueda estaba en mal estado. Mucha casualidad. —Jasper se acabó la copa de un trago, buscando calentarse las entrañas, que se le habían quedado heladas con el accidente—. ¿Es posible que una persona sufra tantos accidentes de manera natural?

Dejó la copa sobre el escritorio ruidosamente y miró la hora en el reloj de sobremesa. Faltaban horas para que volviera a ver a Eliza en casa de los Lansing. Sabía que no iba a poder relajarse hasta ese momento. Haber asignado más vigilantes para que no perdieran de vista la casa de los Melville no lo tranquilizaba demasiado.

Westfield hizo un sonido muy parecido a un ronquido.

—Estás muy nervioso con todo este asunto. Toma ejemplo de la señorita Martin. Ella parece tomárselo muy bien.

—Porque confía en que yo me ocuparé de todo y la mantendré a salvo —replicó Jasper secamente.

—Como yo. Tú eres el único que no pareces convencido de tu capacidad para protegerla.

—Su tranquilidad se debe en parte a la gravedad del accidente. Es irónico, pero ha sido tan peligroso que está convencida de que no tiene nada que ver con los anteriores.

—¿Me estás diciendo que está más tranquila porque ha estado a punto de morir?

Al mirar a su amigo, Jasper vio un brillo divertido en su mirada. Por un momento se sintió furioso. Le molestaba que Westfield se divirtiera a costa de sus inquietudes. Pero suponía que el tipo de vida libre de preocupaciones que llevaba lo aburría tanto que hasta los accidentes ajenos le servían para romper la monotonía.

Controlándose, se dio la vuelta, masajeándose la nuca con firmeza.

—Estoy haciendo todo lo que está en mi mano, pero no puedo quitarme de encima la sensación de que no es suficiente.

Al día siguiente se reuniría con el hombre de confianza de Eliza. Juntos visitarían sus propiedades. Tenía gente investigando ya a los arrendatarios actuales y a los del pasado reciente. Tenía pensado hablar esa misma noche con lord Collingsworth sobre el fondo de inversiones que tenía contratado Eliza y esperaba que lord Melville lo citara un día para hablar con él. Todavía le quedaba investigar a sus dos padres —el señor Martin y el señor Chilcott—, pero quería encargarse personalmente de ello, así que lo haría más adelante. A pesar de que tenía plena confianza en su plantilla de ayudantes, no pensaba encargarle a nadie que investigara los secretos de la familia directa de Eliza.

—Por si te sirve de consuelo —dijo Westfield, levantándose—, estás llevando a cabo una investigación compleja que te obliga a jugar un papel al que no estás acostumbrado. Es normal que temas que algo se te escape, pero quiero que sepas que puedes contar conmigo. Tengo más experiencia que tú en algunas cosas. De hecho, si quisieras, podría encargarme de cortejar a la señorita Martin mientras tú te centras en la investigación.

Jasper le enseñó los dientes.

—No hará falta, gracias.

Su amigo se echó a reír.

—La oferta sigue en pie si cambias de idea. Mientras tanto, voy a comer algo y a cambiarme para la velada. Tú también deberías comer algo y dejar de beber, o esta noche no servirás para nada.

Despidiéndolo con un impaciente movimiento de muñeca, Jasper se dejó caer pesadamente en la silla. Repasó toda la información de la que disponía, buscando alguna pista que pudiera haber pasado por alto.

No podía fallar. No era una cuestión de orgullo profesional ni de dejar satisfecho al cliente. Se había convertido en una cuestión personal. Recordó el momento en que había creído que Eliza estaba herida… o algo peor… No quería volver a pasar por algo así.

—Maldita sea —gruñó Westfield, cogiendo dos copas de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por delante. Le alargó una a Jasper con tanto ímpetu que casi se derramó su contenido—. Me había olvidado de lo irracional que se pone lady Lansing cuando se entusiasma. No he entendido ni una palabra de lo que ha dicho. ¿Cuánto tiempo nos ha tenido prisioneros? ¿Veinte minutos? ¿Media hora?

—Diez minutos como máximo —respondió Jasper, examinando el salón de baile de punta a punta. Era una estancia estrecha y alargada, con suelos de mármol y tres grandes lámparas. Unas delgadas columnas rodeaban el perímetro, así como macetas con helechos. En la pared del fondo había unos grandes ventanales, que en ese momento estaban abiertos para que entrara el aire de la noche.

—Se me ha hecho eterno. —Westfield se bebió la copa de un trago—. Las cosas que hago por ti, Bond.

—Deberías sentirte halagado. Tu ilustre presencia ha hecho que el baile de lady Lansing sea un éxito.

—No me compensa.

—De acuerdo, te debo una —murmuró Jasper, más pendiente de localizar a Eliza que de la conversación con su amigo—. ¿Te consuela eso?

El salón de baile de los Lansing no era demasiado grande ni estaba demasiado lleno. Había un nutrido grupo de invitados, pero no podía considerarse una aglomeración. ¿Por qué entonces no podía localizar su glorioso cabello cobrizo?

«¿Es usted de esos hombres que sienten fascinación por las pelirrojas?», recordó que le había preguntado ella.

No lo era. Nunca hasta entonces se había fijado en el color de pelo de las mujeres con las que se relacionaba. Pero ahora era el único color que le interesaba.

Westfield lo agarró del brazo para que se pusiera en movimiento.

—Salgamos de aquí —le pidió, tirando de él—. Se acerca alguien con quien preferiría no hablar.

Jasper se dejó arrastrar a regañadientes. Dieron la vuelta al salón a paso de tortuga por culpa de todos los invitados que querían saludar al conde. Jasper estaba a punto de dejarlo solo cuando por fin vio a Eliza.

Tropezó y Westfield chocó contra él.

—Pero ¿qué demonio estás…? —Su amigo se interrumpió en seco.

Jasper apenas pudo reprimir un silbido de admiración. Sabía que era un gesto grosero que dejaba al descubierto sus orígenes humildes, pero se había quedado sin palabras.

—Vaya, vaya —comentó Westfield—. Es evidente que no le he prestado a la señorita Martin la atención que merece.

Eliza estaba en medio de un círculo de conocidos, casi todos ellos caballeros. Llevaba el pelo recogido formando una cascada de rizos que le rodeaban la cara y le acariciaban la nuca. El vestido, de raso color azul zafiro, contrastaba con los tonos pálidos de los de las demás asistentes. Habría sido imposible no verla, de no ser por el círculo de hombres que babeaban a su alrededor.

¿Por qué demonios se había vestido así?

Jasper la observaba sin poder apartar la vista. Estaba fascinado. Aquel color oscuro resaltaba la palidez de su piel y el peinado la favorecía especialmente. El corte del vestido era muy sencillo y casi no llevaba adornos. Su auténtica belleza consistía en cómo se ceñía a las formas de su dueña. El corpiño abrazaba unos pechos firmes, dejando al descubierto una buena parte del escote. La falda, que arrastraba por el suelo, la hacía parecer más alta. Las mangas, cortas y abombadas, no llegaban hasta el extremo de los guantes blancos, permitiendo ver unas cuantas pecas en los brazos que a Jasper le parecieron deliciosas.

Sintió un gran deseo, como un hombre que lleva demasiado tiempo sin comer pero no se da cuenta del hambre que tiene hasta que le ponen delante un plato de comida.

Una voz masculina interrumpió sus pensamientos.

—Me alegro de ver que no soy el único que ha perdido todo el sentido del decoro.

Jasper apartó la vista de Eliza para ver quién se había dirigido a él.

—Lord Brimley —saludó Westfield—. Me alegro de verle.

Mientras su amigo hacía las presentaciones, Jasper estudió al barón Brimley con su meticulosidad habitual. Éste era bastante más bajo que ellos dos, y también menos musculoso. Aunque el hombre estaba perdiendo el pelo a una velocidad lamentable, supuso que era más joven de lo que aparentaba.

—Qué sorpresa verlo por aquí, Westfield —dijo Brimley, tras saludar a Jasper—. ¿Le había llegado noticia de la transformación de la señorita Martin?

—De hecho —respondió el conde con aristocrática desgana—, eché las invitaciones para esta noche en un sombrero y saqué una. La transformación, como usted la llama, ha sido una sorpresa inesperada pero muy agradable.

—El señor Tomlinson opina que la señorita Martin ha decidido quitarse de encima la etiqueta de solterona —comentó Brimley.

—Tal vez —sugirió Jasper con un fuerte sentimiento de propiedad— se haya fijado en algún hombre y espere animarlo a actuar.

—¿Usted cree? —El barón abrió mucho los ojos—. ¿No sabrá por casualidad en quién?

—No, me temo que no. Todavía no conozco a todas las polillas que revolotean a su alrededor.

—Qué poético, aunque admito que la imagen es adecuada. Bien, me encargaré de descubrirlo personalmente.

Westfield le dio una palmada en la espalda.

—Espero que comparta sus descubrimientos.

Brimley se hinchó.

—Por supuesto, Westfield.

Jasper no aguantó más. Con una leve reverencia, se excusó:

—Si me disculpan, caballeros.

—No tan de prisa, Bond —dijo Westfield—. Te acompañaré a agasajar a la encantadora señorita Martin. Discúlpenos, Brimley. Y, sobre todo, manténganos al día de las novedades.

Los hombros de Jasper se tensaron todavía más. No sabía por qué lo inquietaba tanto que Westfield se fijara en Eliza, o que ella se fijara en su amigo, pero no podía evitarlo. Recordó las palabras de ella, al admitir la súbita hostilidad que había sentido hacia la señorita Tolliver al verla con él en el museo y admiró aún más su honestidad.

Eliza lo vio mientras se le acercaba. Gracias a su generoso escote, Jasper pudo ver cómo contenía el aliento y un delicado rubor cubría su piel luminosa. Se lo quedó mirando sin parpadear y él se sintió inundado por una sensación de triunfo muy masculina. Era obvio que le gustaba lo que estaba viendo y Jasper no había hecho ningún esfuerzo consciente para provocarle esa reacción.

Al llegar a la parte exterior del círculo que la rodeaba, se detuvo. Sus admiradores le abrieron paso a regañadientes.

—Señorita Martin.

Ella bajó la vista y lo saludó con una reverencia.

—Buenas noches, señor Bond.

Jasper le presentó a Westfield y luego se echó hacia atrás. Durante un rato, se limitó a observarla en ese nuevo entorno, sonriendo cada vez que una de sus respuestas directas hacía que alguien a su alrededor perdiera el hilo de la conversación. Aunque su aspecto había cambiado drásticamente, seguía siendo Eliza.

Mientras los demás comentaban animadamente su accidente en la Royal Academy, ella fruncía el ceño, como si le costara relacionar las historias que estaba oyendo con lo que había sucedido realmente. Lo buscaba a menudo con la vista, como si saber que estaba cerca le diera fuerzas y ánimo.

Jasper recordó que, poco antes, había estado pensando en lo cómodo que ella lo hacía sentir en circunstancias en las que habría debido sentirse fuera de lugar.

No eran tan diferentes, a fin de cuentas. Lo que más lo atraía de ella era la afinidad que sentían en temas muy íntimos.

La madre de Jasper había querido que recibiera una buena educación, y lo había pagado con su orgullo y con su vida. Él había protestado, sabiendo que no se lo podían permitir, pero ella había permanecido firme en su decisión. Finalmente, Jasper había aceptado, aunque no compartía los motivos de su madre. El objetivo de él había sido poder mantenerla al acabar los estudios. Lo que ella quería era que impresionara a su padre, un hombre que destacaba por su habilidad a la hora de ignorar a sus numerosos hijos bastardos.

Jasper culpaba al opio de la incapacidad de su madre para ver lo inútil de su empeño. Porque nadie en plenas facultades mentales habría soñado siquiera que un hijo atractivo y bien educado pudiera despertar el menor orgullo paterno en un canalla libertino como el difunto conde de Montague.

Sí, Jasper hablaba bien y tenía modales refinados. Sabía leer y escribir y no se le daban mal los números, aunque no sentía por ellos el mismo amor que sentía Eliza. En resumen, podría haber encajado en la buena sociedad, pero no lo hacía. Y sabía que a ella le pasaba algo parecido.

Un violín empezó a ensayar, señalando que la pausa de la orquesta había llegado a su fin. Los invitados se situaron en fila a lo largo de la sala de baile. Eliza le dirigió una mirada intensa y él supo que estaba a punto de bailar su vals.

Mientras iba hacia el centro de la sala junto a sir Richard Tolliver, Jasper no podía dejar de mirarla. Eliza caminaba con gracia y elegancia. La falda de su vestido era más larga y voluminosa que las de las demás invitadas. A Jasper le pareció adecuado. La personalidad de ella tenía más peso que la de cualquiera de las presentes.

La orquesta empezó a tocar las primeras notas del vals y Eliza posó su mano sobre la de Tolliver. Con gesto elegante, éste se puso en movimiento, guiándola por la sala.

Jasper frunció el ceño, pensativo. En la exposición había habido dos Tolliver. Se habían marchado poco después que Eliza y en su misma dirección. En la lista de pretendientes que ella le había proporcionado, Richard Tolliver estaba colocado más arriba que Montague, ya que tenía una hermana que necesitaba dinero para su dote.

Volviéndose, Jasper buscó con la mirada a esa hermana. No podía estar muy lejos.