—Disculpe el retraso, señor Reynolds. —Eliza entró a toda prisa en su despacho—. No lo esperaba esta mañana.
El hombre se levantó.
—Siento molestarla, señorita Martin, pero tengo información que creo que debería conocer y he pensado que lo mejor era venir cuanto antes.
—Oh. —Rodeando el escritorio, Eliza se sentó por primera vez desde la hora del desayuno. Al mirar un momento por la ventana, vio que la fina llovizna no había dejado de caer. El cielo gris y nublado no le parecía muy adecuado para el día de su boda, pero en cambio encajaba perfectamente con el humor de Jasper de la noche anterior.
Tras devolverla a la sala de baile, la había dejado junto a lady Collingsworth advirtiéndole que no se acercara a Montague y se había marchado a toda prisa.
—Ha despertado mi curiosidad, señor Reynolds. ¿De qué se trata?
Su hombre de confianza permaneció de pie unos instantes más, observando el desfile de lacayos y otros sirvientes que no dejaban de pasar frente a la puerta abierta del despacho.
—No recuerdo haber visto nunca tanta actividad en la casa.
—El señor Bond y yo nos casamos esta tarde —le explicó Eliza, sorprendida al darse cuenta de que prefería volver a su interrumpida cita con la modista para que acabara de ajustarle el vestido de boda que hablar de negocios.
—¿Se casan? —El señor Reynolds se desplomó en la silla—. ¿Tan pronto?
—¿Por qué esperar?
—Le deseo mucha felicidad, señorita Martin, pero ahora aún me alegro más de no haber esperado.
—Gracias.
—No la entretendré mucho. No sé si sabe que mi padre trabaja para lord Needham. Por casualidad, hace poco se enteró de que lord Montague le había propuesto a uno de los socios de lord Needham invertir en el proyecto que me comentó. Mi padre investigó la viabilidad del proyecto hace algunos días. Por desgracia, no parece sólido en absoluto y le desaconsejó a lord Needham que él invirtiera. Yo le aconsejo lo mismo.
—Ya veo.
Eliza no sentía ni pizca de lástima por Montague. Desde la noche anterior, estaba horrorizada por la perfecta fachada que ofrecía al mundo y el monstruo que se escondía tras esa fachada.
—Teniendo en cuenta el estado de las finanzas del conde, me pregunté por qué estaba dispuesto a invertir lo poco que le quedaba en un proyecto tan arriesgado. De nuevo, mi padre me fue de gran ayuda. Al parecer, lord Needham participó en una partida de cartas en la que también estaban presentes lord Westfield y lord Montague. Lord Westfield ganó. Entre lo que lord Montague apostó estaba una finca en Essex que había pertenecido a la familia de su madre durante generaciones. Al parecer, el conde se quedó destrozado por la pérdida, una pérdida instigada en buena parte por lord Westfield. Me imagino que la finca tendrá un valor sentimental para él. Era la única propiedad no unida al título de la que no se había desprendido. El resto lo vendió hace ya tiempo.
—¿Instigada por Westfield? —Eliza frunció el ceño—. ¿A qué se refiere?
—Lord Montague se había mostrado dispuesto a abandonar la partida, pero entonces el conde añadió un documento de propiedad al bote. Además, empezó a provocar a lord Montague, haciendo veladas referencias al mal estado de sus finanzas. Tanto insistió que a Montague prácticamente no le quedó más remedio que seguir jugando o admitir su insolvencia.
—Santo Dios —murmuró Eliza, horrorizada por la inconsciencia de los jugadores. Ella valoraba demasiado su seguridad financiera como para dejarla en manos del azar—. Pero sigo sin entender por qué responsabiliza a Westfield de la estupidez de Montague.
—En realidad, la propiedad que lord Westfield apostó pertenece al señor Bond.
Eliza se quedó muy quieta y soltó el aire de golpe.
—Eso cambia un poco las cosas, ¿no?
El conde de Westfield era un hombre muy rico. Poseía tanto propiedades ligadas al título como otras que podía vender libremente. Si quería hacer apuestas de riesgo, no necesitaba las propiedades de Jasper para ello. Sin embargo, el odio que éste sentía por Montague era enorme. Conociendo la vida disoluta de Montague, suponía que Jasper no había querido que su amigo arriesgara sus posesiones. Pero eso quería decir que lo habían planeado con antelación.
¿Qué habría hecho Montague para ganarse el odio de Jasper? ¿Y hasta dónde estaría dispuesto a llegar para lograr su objetivo, cualquiera que éste fuera?
Reynolds siguió hablando:
—Lord Westfield se aseguró de que lord Montague apostara, ofreciéndole unas condiciones nada habituales: si perdía, tendría de plazo hasta el final de la temporada para recuperar la propiedad, eso sí, a un precio muy superior al del valor real de la finca.
—Montague pensó que, aunque perdiera, aún estaría a tiempo de recuperarla —concluyó Eliza, llevándose una mano al estómago, que se notaba contraído.
¿Sería capaz Jasper de casarse con ella sólo para impedir que Montague tuviera acceso a los fondos económicos con los que recuperar su propiedad?
—Creo que la intención de lord Montague es obtener el dinero que necesita mediante la sociedad de inversión, antes de que termine el plazo. Luego siempre puede decirles a los inversores que el proyecto fracasó o recuperar el dinero mediante un matrimonio ventajoso o un golpe de suerte a las cartas, ya sin la presión del límite de tiempo.
—El juego es terriblemente arriesgado —comentó ella, distraída, para llenar el silencio.
En realidad, no podía importarle menos si Montague caía en desgracia. Era lo mínimo que se merecía. Pero la situación le resultaba cada vez más inquietante.
—El conde parece estar en un callejón sin salida —añadió Reynolds, muy serio—. No puedo evitar preguntarme qué papel desempeña el señor Bond en todo esto. ¿Está ayudando a su amigo lord Westfield? ¿O es lord Westfield quien lo ayuda a él? ¿Y por qué?
Eliza permaneció impasible y dijo:
—Los Rothschild estarían encantados de tener a Montague como yerno, pero él se resiste. No le costaría nada recuperar la propiedad si se hiciera con la dote de Jane Rothschild.
—Pero lord Montague nunca se casaría con la señorita Rothschild —replicó Reynolds con desprecio—. Sus padres no son de buena familia. El conde ha propuesto participar en su fondo de inversión a comerciantes, aunque si se encuentra a esos mismos comerciantes en una mesa de juego, se niega a sentarse con ellos.
—Estoy perpleja. Qué poco sabía de una persona a la que veía regularmente.
—¿Y no podría decirse lo mismo del hombre con el que está a punto de casarse?
—No.
Eliza no dijo nada más. Se negaba a darle explicaciones a nadie sobre sus asuntos personales.
—Al haber participado en la apuesta de lord Westfield, el señor Bond también hizo una apuesta arriesgada. Por no hablar de su profesión. ¿Seguirá dedicándose a ella tras la boda? ¿No se da cuenta del riego que eso implicará para usted? Cada vez que haga enfadar a un delincuente, éste puede tratar de vengarse en usted.
—¿Ha acabado, señor Reynolds? —lo interrumpió Eliza bruscamente.
No podía soportar oírlo hablar con tanta sensatez sobre un tema en el que estaba tan implicada emocionalmente que no podía contemplarlo de manera imparcial. ¿Adónde había ido a parar su buen juicio? ¿Su razón? ¿Su instinto de supervivencia?
—La he hecho enfadar. No era mi intención. —Reynolds encorvó un poco la espalda—. Estoy tan acostumbrado a facilitarle información para que pueda tomar la decisión que más le conviene, que lo he dado por hecho. Pero no he debido inmiscuirme en sus asuntos personales.
Ella lamentó haberle hablado con dureza.
—Todo esto me resulta tan poco familiar como a usted. Pero no se preocupe, nunca le echaré en cara que se preocupe por mi seguridad. Al fin y al cabo, si lo tengo contratado es por su lealtad.
—Le prometo que no volveré a sacar el tema. Nunca.
—Por favor, señor Reynolds, relájese —lo tranquilizó Eliza en voz baja, ya que la garganta parecía habérsele cerrado—. No tomé la decisión de casarme con el señor Bond a la ligera.
—Lo entiendo. Es un matrimonio por amor. Debería estar alegrándome por usted, no cuestionándome su decisión. El cielo sabe que conocer a mi esposa, Anne, ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida. El mundo es un lugar más rico ahora. —Sonrió con timidez—. Amar es arriesgado, pero si sale bien, merece la pena correr el riesgo.
Ella se planteó qué estaba sintiendo, algo que no tenía costumbre de hacer. Siempre se había preguntado para qué servían los sentimientos, si para tomar decisiones era mucho más útil guiarse por la mente. Pero últimamente su corazón se negaba a ser ignorado.
En aquellos momentos, lo que sentía era algo muy parecido a pánico ante la perspectiva de perder a Jasper. A pesar de todo lo que había aprendido gracias al ejemplo de su madre y ocupándose personalmente de los negocios, no podía ni imaginar alejarse de él.
No sabía qué motivos ocultaba. Y era consciente de que casarse con un hombre que le escondía tantas cosas era una invitación a que le rompieran el corazón, pero no podía soportar la idea de abandonarlo.
Ella, una mujer razonable que siempre había sido un modelo de compostura y que si de algo había pecado había sido de excesiva prudencia, debía admitir que la única alternativa de futuro en la que soportaba pensar era la más arriesgada e insensata.
Había puesto su confianza en Jasper y no iba a retirarla. No podía. Lo amaba demasiado.
—Te he traído esto.
Jasper, que estaba eligiendo qué ropa iba a ponerse de entre la que le había dejado su ayuda de cámara sobre la cama, se volvió hacia la voz y sonrió al ver a Lynd. Su mentor llevaba un pañuelo blanco doblado en la mano. Al cogerlo, vio que tenía una letra «L» bordada en una esquina.
—Era de mi abuelo —dijo Lynd, metiéndose las manos en los bolsillos de la recargada chaqueta de lana. Se balanceó sobre los talones, en una muestra de nerviosismo nada habitual en él—. Él se lo regaló a mi padre y mi padre a mí. Quiero que lo lleves el día de tu boda.
La letra se difuminó cuando los ojos de Jasper se llenaron de lágrimas. Lynd era lo más parecido a un padre que había tenido nunca. Significaba mucho para él que Lynd lo viera como a un hijo.
—Gracias.
El hombre hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
Al ver esa muestra de emoción en su viejo amigo, Jasper se acercó y le dio un abrazo. Tras estrecharse con fuerza, se separaron palmeándose la espalda.
—¿Quién se iba a imaginar que te casarías con una heredera? —comentó su mentor con voz ronca—. Y sobrina de un conde para más señas.
Él dejó el pañuelo sobre la cama, con cuidado de que no se arrugara.
—No me lo acabaré de creer hasta que el vicario no lo diga.
—Esa jovencita tiene suerte de llevarse a un hombre como tú. Si tiene un dedo de frente se dará cuenta.
—Esa jovencita es la persona más inteligente que conozco. Con un sentido del humor muy especial. Sincera como pocos. —Mirando a su alrededor, recordó el día que había estado allí con él—. Y apasionada como nadie se imaginaría.
—Yo, desde luego, no me lo imaginaba —murmuró Lynd, haciéndolo reír.
Luego lo miró con una sonrisa irónica.
—Esta mujer te ha cambiado. No me había dado cuenta de que era un matrimonio por amor.
Jasper respiró hondo. Hasta ese momento no había admitido sus sentimientos por Eliza. Le daba un poco de miedo. La deseaba y la necesitaba y había tenido la suerte de que lo aceptara. Se había conformado con eso.
Volviéndose hacia la cama, señaló un conjunto de pantalón color gris claro, chaleco bordado en hilo de plata y chaqueta gris marengo.
—¿Qué te parece?
Lynd se acercó a la cama y puso los brazos en jarras.
—¿No tienes nada menos sencillo?
Al recordar el comentario de Eliza sobre la necesidad de que Lynd se buscara un buen sastre, Jasper sonrió, negando con la cabeza.
—No, me temo que no. Este traje es para ti. No puedo consentir que vayas más elegante que yo en mi propia boda.
El hombre lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Me estás invitando a la boda?
—Si no vienes, no me caso. ¿Quién estará a mi lado en este momento si no tú, viejo amigo?
La nariz de Lynd se enrojeció, seguida de sus ojos.
En ese momento, alguien llamó a la puerta abierta y Jasper miró por encima del hombro. Patrick Crouch estaba en el umbral, con la cabeza rozando el dintel.
—Una mujer quiere verle. Le he dicho que hoy no recibía a nadie, pero ha mencionado a lord Montague y he pensado que debía comentárselo.
—¿Sigue aquí?
—Sí.
Jasper se puso la chaqueta que había dejado sobre una silla.
Lynd se aclaró la garganta.
—Te acompaño.
Bajaron al despacho, donde se acomodaron para recibir a la mujer. Jasper se sentó tras el escritorio y se echó hacia delante, mientras Lynd se sentaba en una de las butacas y cruzaba el tobillo sobre la rodilla.
Poco después, una mujer morena y bajita entró en la habitación. Era preciosa, con el pelo negro como el azabache y los ojos de un azul intenso. Mantenía la espalda muy recta y la cabeza alta. Se negó a darle el abrigo y el manguito al mayordomo y examinó el despacho de punta a punta antes de volverse hacia Jasper.
—El señor Bond, supongo.
—Así es.
—Soy la señora Francesca Maybourne. —Pasó la mano enguantada por el inmaculado damasco del sofá antes de sentarse delicadamente en la punta. Luego se sacudió la falda mojada por la lluvia sin ninguna consideración por la alfombra de Jasper.
Lynd puso los ojos en blanco.
—Y él es mi socio, el señor Lynd —lo presentó Jasper, cruzándose de brazos—. ¿Cómo podemos ayudarla, señora Maybourne?
—Espero contar con su discreción —respondió ella secamente.
—No tendría ningún futuro en esta profesión si no fuera discreto.
La mujer ponderó su respuesta durante unos segundos y finalmente asintió.
—Mi hermana tiene problemas, señor Bond. Ya no sé qué hacer para ayudarla.
—¿Podría ampliar un poco la información?
Ella lo miró fijamente.
—Eloisa es joven e impetuosa y no se niega ningún capricho. Recientemente empezó a coquetear con el conde de Montague. Me pareció una tontería, pero no le di más importancia. Al fin y al cabo, mi hermana es una mujer casada.
Jasper alzó las cejas.
—Sin embargo, me he enterado de que lord Montague es un canalla de la peor calaña. —La señora Maybourne arrugó la nariz, lo que la hizo parecer menos severa—. Mi hermana ha venido a verme esta mañana. No podía parar de llorar. Al parecer, el conde le pidió un objeto de recuerdo, como prueba de su afecto. ¡Cuando me lo ha contado me he quedado horrorizada! ¿Cómo se le ocurre dejar pruebas de su indiscreción? No sé en qué estaría pensando.
—¿De qué objeto se trata? ¿Alguna bagatela?
—La bagatela es un collar de diamantes y zafiros de gran valor, señor Bond. Y por si eso fuera poco, es una herencia familiar por la parte de su marido. Tarde o temprano éste se dará cuenta de su ausencia.
—¿Le ha pedido que se lo devuelva?
—Muchas veces. Hasta hoy, él siempre le había contestado que se lo daría. Pero esta mañana le ha dicho que tiene intención de venderlo. Le ha dado el nombre de la joyería y le ha dicho que a partir de las tres de esta tarde puede ir a recuperarlo. Comprándolo, por supuesto. —La señora Maybourne se retorció las manos—. El collar vale una fortuna, señor. Es imposible recuperarlo sin que su marido lo sepa.
Jasper frunció los labios y miró a Lynd. Montague había encontrado la manera de recuperar la escritura de la finca. Pero por un curioso capricho del destino, la información había llegado a sus oídos. Parecía como si los hados quisieran que le parara los pies.
Miró a su nueva clienta.
—Quiere que recupere el collar antes de que él lo venda.
—Exacto.
—Tal vez ya lo haya vendido.
Ella negó con la cabeza, lo que hizo que sus brillantes rizos se movieran a un lado y otro de su esbelto cuello.
—Espero que no. He ido a Bow Street a hablar con los agentes, pero no han querido implicarse al saber que el responsable es un par del reino. El señor Bell me ha recomendado que hablara con usted. Hasta hace una hora aproximadamente, el collar no había llegado a la tienda. El señor Bell me ha asegurado que vigilaría los alrededores de la joyería hasta que usted llegara. Tal vez no estemos a tiempo. Si es así, la única responsable será mi hermana, lo sé, pero si Dios es misericordioso nos dará oportunidad de impedir esta debacle.
—No será fácil —la advirtió Jasper.
—Mi hermana no puede permitirse comprar el collar, señor Bond, pero entre las dos podemos pagar sus honorarios.
—Bond. —Lynd descruzó las piernas y se echó hacia delante—. ¿Puedo hablar contigo un momento?
—¡No podemos perder ni un minuto!
Lynd sonrió educadamente.
—Será un momento.
Jasper lo siguió al pasillo.
—¿No te parece raro que me llegue este caso justo ahora, precisamente a mí?
—Tony Bell es un buen hombre y ciertamente una buena fuente de negocio. —Al llegar al centro de la alfombra circular, Lynd se detuvo y se volvió hacia él—. Deja que me ocupe yo de este asunto. Hoy tienes cosas más importantes que hacer, pero no puedes dejar escapar esta oportunidad.
Gruñendo, Jasper se pasó la mano por el pelo y maldijo el mal momento en que había llegado el caso.
—No puedo enviarte a detener a un par del reino. Si las cosas salen mal, podrían condenarte a muerte.
—Para eso están los disfraces, amigo mío. —Lynd se echó a reír—. Me pondré el traje que me has preparado y una peluca. Si el conde trata de identificarme luego, describirá a un hombre que no tendrá nada que ver conmigo. Con un poco de suerte, hasta llegaré a tiempo a la boda.
—Montague es mi cruz. Debo cargarla yo.
—Maldita sea. —Lynd negó con la cabeza—. Ya sabes lo que pienso de tu vendetta. A tu madre ya no la ayudas en nada. Sin embargo, estás tan cerca de conseguir tu objetivo que si puedo ayudarte a que dejes el pasado atrás, lo haré. Y supongo que no podrás olvidarte de él hasta que resuelvas el tema de la propiedad de Montague.
Jasper dejó caer la cabeza hacia delante. Durante toda su vida, su única motivación había sido vengar a su madre. Tras muchos años de cuidadosos planes, al fin tenía la venganza al alcance de la mano, pero no podía negar que ya no era su principal objetivo.
Deseaba más a Eliza. La deseaba tanto que si lo obligaban a elegir entre arruinar a Montague o casarse con ella, la elección estaba clara. Aunque la idea de dejar que el conde se le escurriera de entre los dedos hacía que se le encogiese el estómago y que la piel le empezara a sudar, no era nada comparado con la reacción que tenía al pensar en perder a Eliza.
—Sé que no descansaré hasta alcanzar mi objetivo —dijo con voz ronca—. Llevo demasiado tiempo planeando la ruina de Montague. No puedo abandonar ahora que estoy tan cerca de conseguirlo. No podría mirarme al espejo sabiendo que había abandonado mi objetivo en la vida por…
—Por un nuevo objetivo —lo interrumpió Lynd—, mucho más gratificante. Todavía eres joven. Tienes mucha vida por delante y el mundo entero por descubrir. Es lo que tu madre habría deseado para ti.
En ese momento, Jasper pensó en algo que nunca antes se le había ocurrido. ¿Sería posible que su madre se hubiera asegurado de que recibía una buena educación para que tuviera un buen futuro, y no para que su padre estuviera orgulloso de él?
En cualquier caso, no podía tomar decisiones basándose en los deseos de su madre, fueran éstos los que fuesen. Tenía que seguir su instinto, que tantas veces le había salvado la vida.
—No puedo perder a Eliza —dijo finalmente con convicción. A su lado, su sórdido pasado desaparecía. Sólo quedaba el futuro. Un futuro brillante, un futuro que deseaba y necesitaba—. Si puedes ocuparte de Montague, te estaré eternamente agradecido. Yo tengo una boda a la que acudir.
—Muy bien —contestó Lynd, señalando hacia el despacho—. Encárgate de cobrar el anticipo y de obtener la información necesaria mientras me cambio de ropa.
—Gracias —dijo Jasper, apretándole el hombro.
Lynd se ruborizó.
—Considéralo un regalo de bodas. Y ahora, largo. Hay trabajo que hacer y unos votos que pronunciar.
Jasper llegó a Melville House a las tres en punto. Eliza, que estaba a punto de ponerse el vestido de boda, lo dejó todo y bajó a recibirlo. A medio camino, se detuvo a contemplarlo. Llevaba la misma ropa que el día que se conocieron y la sentimentalidad del gesto la emocionó profundamente. Estaba un poco despeinado por el viento y tenía las mejillas arreboladas por el frío. Era tan guapo. A sus ojos, era perfecto.
El amor que sentía por él la hizo suspirar. Al oírla, Jasper alzó la vista y, al verla, la expresión de la cara le cambió.
—Eliza.
Más que oírlo, ella lo sintió en su interior. Bajó corriendo los escalones que los separaban y se detuvo a escasa distancia.
—¿Cómo estás?
—Mejor, ahora que estoy contigo.
Ella señaló hacia el salón y se dirigió hacia allí. Como siempre, supo que Jasper la seguía, a pesar de no oír sus silenciosos pasos. Se sentó en el sofá y él lo hizo a su lado.
Dentro de una hora estarían casados. Eliza notó con sorpresa que la alegría superaba a los nervios.
—Me alegro de que hayas venido antes —dijo, resistiendo el impulso de cogerle la mano—. He estado preocupada por ti desde que nos separamos anoche.
Él asintió.
—Montague es igual que su padre. Su manera de hablar es difícil de tolerar.
—¿Su padre?
—He venido pronto porque quería hablar contigo antes de la boda. Hay algo que debes saber antes de que pronunciemos los votos. Sólo espero que, cuando lo sepas todo, sigas queriendo casarte conmigo.
Su tono la dejó tan preocupada como la visita de Reynolds.
—Puedes contármelo todo. Te apoyaré, Jasper. Ya no tienes por qué cargar con tus preocupaciones tú solo.
Él la miró con solemnidad.
—Quiero llegar a tu vida libre de cargas. Me estoy esforzando mucho para lograrlo.
Mientras Eliza aguardaba, paciente, a que él siguiera hablando, alguien llamó a la puerta de la calle violentamente. El sonido retumbó por toda la planta baja, haciendo que ambos se pusieran en pie a la vez.
Robbins, el mayordomo, llegó antes que ellos, aunque no pareció correr en ningún momento. Abrió y dejó entrar a uno de los hombres de Jasper. Era el guapo joven que había acompañado a Eliza a casa de Jasper la noche que se acostaron. Al verla, se quitó el sombrero. Su mirada asustada la alarmó.
Jasper llegó a su lado antes que ella.
—¿Qué pasa?
—La tienda está en llamas.
—¿La de la señora Pennington?
A Eliza se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Qué pasa? ¿Qué se está quemando?
—Quédate con ella —le ordenó Jasper al joven, mientras bajaba los escalones hasta el caballo de Aaron, cuyas riendas sujetaba un lacayo. Agarrándose a la silla con las dos manos, montó de un salto y desapareció calle abajo.
Eliza se lo quedó mirando, confusa y asustada. Aaron se le acercó, tratando de recobrar el aliento. Cogiéndolo del brazo con fuerza, Eliza le preguntó:
—¿Adónde va?
—A su finca en Peony Way.
Ella miró a Robbins, que lo puso todo en marcha sin necesidad de más instrucciones. Poco después, un carruaje estaba preparado a la puerta.
Mientras lo esperaba, Eliza habló con Regina y con su tío, explicándoles la causa del retraso de la boda y asegurándoles que todo iría bien. No hizo caso de los consejos de ambos, que le pidieron que esperara a Jasper en casa.
—Nos casamos dentro de media hora —replicó ella—. No sé dónde ni en qué circunstancias, pero pienso estar a su lado en ese momento.
Aaron la siguió hasta el carruaje.
—El señor Bond no querría que fuera. Por su seguridad.
—¿Mientras él pone en peligro su vida por mí?
—Está preparado para enfrentarse a ese tipo de situaciones. Estoy seguro de que lo tendrá todo controlado antes de que lleguemos.
—Entonces no tendrá inconveniente en que me acerque —replicó Eliza, abrochándose los botones de la capa.
Se estaba atando las cintas del sombrero cuando oyeron llegar a alguien a caballo.
—No me digan que me he perdido la boda —dijo lord Westfield, tirando del ala de su sombrero ladeado.
—El señor Bond y yo estaremos de vuelta en seguida, milord —anunció Eliza, subiendo al carruaje ayudada por el lacayo—. Por favor, espérenos en casa. Lady Collingsworth estará encantada de recibirlo.
El conde desmontó y se acercó al carruaje.
—¿Por qué está tan nerviosa? —preguntó muy serio, sujetando el marco de la portezuela con ambas manos e inclinándose hacia el interior.
—Una de mis propiedades está ardiendo. El señor Bond se ha adelantado.
—Peony Way —dijo Westfield sin dudarlo.
Eliza parpadeó. Aquel asunto era un auténtico rompecabezas y, al parecer, todo el mundo tenía alguna pieza que a ella le faltaba.
—Tal vez podría acompañarme.
El conde asintió y se sentó en el asiento de enfrente. Aaron entró tras él y se sentó a su lado.
Al oír restallar el látigo, los caballos se pusieron en movimiento.
Eliza golpeaba el suelo con el pie, nerviosa.
—¿Se puede saber por qué el incendio de Peony Way sólo me ha sorprendido a mí?
—La arrendataria que usted conoce como señora Vanessa Pennington es en realidad la señorita Vanessa Chilcott. Bond sospechaba que pensaba usar su relación comercial para sacarle dinero.
Eliza sintió que la invadía una sensación de extraña calma, como de inevitabilidad, o aceptación. Siempre había sabido que los Chilcott eran mala gente, pero pensaba que se había librado de ellos con la muerte de su madre.
—Con un incendio en la tienda, podría acusarme de ser una propietaria negligente —dijo sin inflexión en la voz.
—Exacto. Bond pensó que probablemente los Chilcott no querrían pisar los tribunales y que le ofrecerían llegar a un acuerdo económico para evitarlo.
Una sensación de fría furia se apoderó de ella.
—Pero mi matrimonio daba al traste con la posibilidad de una operación discreta. De ahí la necesidad de actuar hoy.
Al acercarse a Peony Way, vieron que el tráfico estaba cortado por varios carros colocados perpendicularmente a la vía. El humo, denso y oscuro, se extendía en forma de seta, dificultándoles la respiración.
Eliza se sacó un pañuelo del bolsito de mano y se cubrió con él la boca y la nariz.
Dejando el carruaje al otro lado de la barrera de carros, recorrieron el resto del trayecto a pie, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que luchaban ferozmente por conservar su sitio. Lord Westfield iba delante, mientras Aaron cubría la retaguardia. Ambos hombres se esforzaban por protegerla de la muchedumbre, sin demasiado éxito.
Al llegar frente a la fachada carbonizada, la brigada contraincendios que trabajaba para la compañía de seguros que Eliza tenía contratada les impidió el paso. Ella les explicó quién era, con la vista clavada en la tienda. Cuando les permitieron pasar, buscó entre la gente que llenaba la acera hasta localizar a Jasper.
—Allí está —señaló.
Sujetándola por el codo, lord Westfield la acercó hacia su amigo. Cuando estaban a punto de llegar, la gente se hizo a un lado, dejando al descubierto a Jasper junto a la señora Pennington, es decir, a la señorita Chilcott. Tenía tanto el vestido como el delantal chamuscados y cubiertos de ceniza, y el pelo rubio sucio de hollín, igual que la cara, en la que se veía un cardenal en el ojo izquierdo.
El parecido familiar con su padrastro era tan evidente que era imposible no verlo si uno se fijaba, cosa que Eliza no había hecho el día que la había conocido. Tras pasar la mañana con Jasper en el espacio cerrado del carruaje, la entrada de éste en la tienda la había distraído demasiado como para prestarle atención a la joven.
Decía mucho de la belleza de Vanessa Chilcott que siguiera resultando atractiva en su estado actual.
Lord Westfield se tambaleó ligeramente cuando la señorita Chilcott se volvió hacia él y soltó el aire con tanta fuerza que Eliza lo oyó.
—Eliza —dijo Jasper, que no pareció demasiado sorprendido al verla—. Ya me imaginaba que no me harías caso.
—Yo voy a donde tú vayas —replicó ella, examinándolo en busca de heridas.
Estaba sucio por el hollín y el humo, como si hubiera estado dentro del edificio, pero no parecía herido.
Más tranquila, se volvió hacia la mujer que estaba a su lado.
—Señorita Chilcott.
Vanessa Chilcott tenía los ojos enrojecidos y ausentes. Con voz ronca por el humo, respondió:
—Señorita Martin.
—¿Qué ha pasado aquí?
Jasper se disponía a responder cuando un bombero se acercó.
—El fuego está controlado —dijo—. Hemos encontrado el cuerpo y una lata de parafina, tal como ha dicho la señora Pennington.
—¿Cuerpo? —Eliza sintió un escalofrío—. Santo Dios, ¿alguien ha quedado atrapado por el fuego?
Jasper asintió.
—La señorita Chilcott ha subido a su piso a buscar un encargo y ha descubierto a Terrance Reynolds provocando el incendio. Han luchado y ella le ha dado un golpe en la cabeza con el atizador del fuego. Apenas ha tenido tiempo de salir antes de que las llamas lo engulleran todo. He tratado de rescatarlo, pero era demasiado tarde.
—¿El señor Reynolds? —repitió Eliza, incrédula.
Su hombre de confianza había sido muy cuidadoso con los arrendatarios que elegía para sus fincas. Era tan concienzudo en su trabajo que hasta había descubierto que Jasper era el auténtico dueño de la propiedad que Westfield se había apostado contra Montague, y no era algo fácil de descubrir. No se podía creer que se le hubiera pasado por alto algo tan llamativo como que la señora Pennington era en realidad la señorita Chilcott. ¿Por qué le habría ocultado esa información? ¿Qué razón lo habría impulsado a permitir que alquilara una de sus tiendas?
Eliza miró a Vanessa fijamente.
—Usted era su seguro. Me ocultó su auténtica identidad por alguna razón que se me escapa. ¿Qué papel ha desempeñado en este montaje?
—Ninguno. —Vanessa alzó la barbilla—. Sé menos de lo que ha pasado aquí que usted.
—¿Qué relación tenía con mi padrastro?
—Usted y yo somos hermanastras, señorita Martin.
Abrumada por la revelación y por las pruebas cada vez más contundentes de la traición de su hombre de confianza, Eliza se tambaleó. Jasper la sujetó con fuerza.
Ella se agarró a él.
—Lo he visto hace escasas horas. Ha venido a traerme información sobre ti —le dijo a Jasper—. Quería que me replanteara la boda.
Él se tensó.
—¿Qué información?
—Tu implicación en la apuesta entre lord Westfield y lord Montague sobre la finca de Essex. Ha sugerido que me habías pedido matrimonio para que Montague no tuviera acceso a mi fortuna y así no pudiera reclamar la escritura.
—¿Y enterarte de eso no ha hecho que te replantearas nuestro casamiento?
—No. Lo que no le ha dejado otra opción que tratar de retrasar la ceremonia mediante un incendio, supongo. —Al alzar la vista, se lo encontró mirándola con pasión—. Aunque tenía que saber que eso sólo serviría para retrasar la boda, no para anularla. ¿Qué pretendía? No pensaba despedirlo tras nuestro matrimonio. Sus circunstancias no habrían cambiado.
—Descubriremos qué secretos guardaba, mi amor —dijo él, protegiéndola entre sus brazos y haciéndola sentir segura como nadie había hecho antes—. Te lo prometo. Hasta el más insignificante.